Naturalismo

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En un sentido análogo, también Charles Darwin (1809-1882) es un antecedente relevante, ya que se propuso abordar, según el método de las ciencias naturales, una cuestión como la moral, que, según él mismo admitía, anteriormente había estado reservada exclusivamente a las perspectivas sapienciales de la filosofía y la teología (Darwin <nowiki>[1871] 1980, 304</nowiki>-ss.). En el tratamiento breve pero concienzudo que hace del origen del sentido moral humano, Darwin anticipa con sorprendente precisión algunas tesis como la relación de continuidad entre la moral humana y el instinto social de los animales y la primacía de la emoción por encima de la razón práctica, que son características de muchos programas actuales de naturalización de la ética (Boniolo y de Anna 2006). De igual modo, advirtió algunas de las dificultades de estas propuestas teóricas como la subdeterminación moral de las tendencias humanas espontáneas, la insuficiencia del esquema adaptativo para justificar la excelencia de los requerimientos morales más elevados y la tensión entre la tesis de la selección individual y la selección de grupo para dar razón del surgimiento y explicar la permanencia de las conductas virtuosas de los individuos (Uchii 2003). Esas dificultades siguen siendo, aún hoy, un importante escollo para los abordajes naturalistas de la ética.
Finalmente, a caballo entre los siglos XIX y XX, usualmente se reconoce como antecedentes directos del N a los filósofos Alfred North Whitehead (1861-1947) y George Santayana (1863-1952). Tampoco puede desconocerse cierta afinidad evidente con el neopositivismo lógico y, en algún sentido, con el pensamiento de Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Respecto de este último, Marie McGinn señala que la convergencia se daría: “en el énfasis en la descripción, en la atención a los casos particulares, en llegar a tener una visión clara de nuestro uso de las expresiones y en la sospecha de la abstracción y la idealización” (McGinn 2010, 322). Por su parte, las diferencias más conspicuas se manifiestan en que Wittgenstein, a diferencia de muchos abordajes naturalistas contemporáneos, no reconoce a la psicología ni a la teoría de la evolución ninguna relevancia filosófica particular por encima de otras ciencias o de otras hipótesis de las ciencias naturales (Flanagan 2006, 432), y en que no hubiera considerado posible una explicación de la consciencia en términos subpersonales (Baker 2013, 18). Por último, en cuanto a los primeros filósofos en aceptar el calificativo de N, quizás los más relevantes sean John Dewey (1859-1952), Roy Wood Sellars (1880-1973), Ernst Nagel (1901-1985), Willard Van Orman Quine (1908-2000), Donald Davidson (1917-2003), Hilary Putnam (1926-2016) y John Searle (1932- ).
Se trata de una propuesta radical, en la que la relación de continuidad entre la filosofía y las ciencias se resuelve en forma de subordinación o asimilación. Sin embargo, no constituye, en rigor, una novedad absoluta. Como señala Ulrich Frey, algo análogo ya había ocurrido con la epistemología del siglo XX en relación con las ciencias sociales, cuando se puso el foco en la necesidad de entender que la ciencia no es una entidad abstracta, con una relación aséptica con la verdad, sino el producto emergente de un contexto histórico y social determinado. Con diversos matices, los grandes epistemólogos de este período (Kuhn, Feyereband y Popper) señalaron que no es posible desconocer la relevancia de los factores históricos y sociológicos en la constitución de la ciencia (Frey 2008, 119). En esta línea, incluso podría señalarse un paralelismo entre las posturas más radicales. Así, por ejemplo, no sería difícil encontrar similitudes entre la tesis de Quine de la naturalización de la epistemología y el “programa sociológico fuerte” de David Bloor, que supone una total subordinación de la epistemología a la sociología. Según este autor, representante de la escuela de Edimburgo, cualquier tipo de creencia, falsa como las mitologías o con pretensiones de verdad como las matemáticas, debería poder explicarse en términos sociológicos (Bloor 1976).
Sea como fuere, no todos los N adscriben a posiciones tan reduccionistas. También es posible que esta perspectiva implique un aporte sin constituirse en la única fuente de conocimiento. Resulta interesante señalar, a modo de ejemplo, el surgimiento de lo que actualmente se denomina filosofía experimental (Knobe y Nichols 2013). Esta novedosa y controvertida rama de la filosofía se vale de la metodología empírica (muestreos transculturales, pruebas psicológicas, escaneos cerebrales, etc.) para analizar, desde diversas perspectivas, las intuiciones espontáneas que tienen relevancia filosófica, ya sean metafísicas, de filosofía de la naturaleza o éticas (Alfano y Loeb 2016). Así, por ejemplo se ha estudiado cómo ciertas explicaciones de los sesgos cognitivos humanos, comprobables empíricamente en el laboratorio, pueden servir para dar razón de algunos errores históricos en el ámbito científico (Frey 2008, 123-126). De igual modo, las ciencias cognitivas, la lingüística y la psicología evolucionista han sumado interesantes aportes al estudio empírico de la ética, por ejemplo, con la tesis de la gramática moral universal (Hauser 2006, Mikhail 2011, Asla 2016).
Análogamente, desde hace unos años han surgido líneas de investigación sobre los correlatos neurales de la creación artística y los juicios estéticos (Changeux 1994, Cinzia y Vittorio 2009) junto con interesantes especulaciones sobre su posible origen evolutivo (Dutton 2010). Incluso las creencias religiosas son estudiadas contemporáneamente con similares abordajes dando lugar a un grupo de disciplinas emergentes agrupadas bajo la denominación paraguas de Ciencias Cognitivas de la Religión (Barrett 2017).
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