La cultura contemporánea tiende a identificar las nociones de ciencia y método científico. Aplicar correctamente “el método científico” garantizaría la obtención de resultados válidos en cualquier ámbito de la actividad humana, mientras que la ausencia de un tal método llevaría necesariamente a conclusiones injustificadas y carentes de validez objetiva.
Esta identificación incluye dos asunciones distintas. La primera es la reducción del conocimiento válido al conocimiento científico que sigue los cánones de la ciencia experimental moderna. Se excluye así del ámbito de la ciencia cualquier otra expresión del pensamiento racional, como la filosofía, el derecho, la historia o la teología, a pesar de que el contenido semántico del término scientia incluía tradicionalmente estas y otras disciplinas desarrolladas de modo lógico y sistemático. En efecto, en el lenguaje común el término ciencia ha visto reducido su campo semántico a la sola ciencia experimental. En la última sección se examinará la cuestión del método de esas disciplinas. Hasta entonces se seguirá el uso habitual de referir el término ciencia a la ciencia experimental, sin excluir con esto la validez de otros métodos de conocimiento riguroso.
Una segunda asunción, ordinariamente menos explícita, consiste en identificar la naturaleza misma de la ciencia con el “método científico”. La ciencia consistiría así exclusivamente en la aplicación de un método determinado (precisamente “el método científico”), que sería condición necesaria y suficiente para obtener resultados válidos, acordes con la experiencia. Esta asunción puede llevar a una comprensión insuficiente del conocimiento científico, dejando en segundo plano otros aspectos que no resultan fáciles de encuadrar dentro de una descripción metodológica. Aunque aplicar el método científico sea condición necesaria para obtener un conocimiento válido, puede no ser condición suficiente. Las distintas áreas de la ciencia pueden requerir métodos distintos. Aunque resulte posible determinar algunas características generales del método científico, es imposible conocer a priori qué método concreto deba emplearse para resolver los problemas particulares de cada nuevo dominio científico. El “método científico” no es pues condición suficiente para alcanzar un conocimiento válido, a menos de no definir el método científico, en cada caso (pero de modo tautológico), como aquel que permite obtener un conocimiento válido.
La historia del pensamiento evidencia la utilización de métodos muy diversos a lo largo del tiempo. Cada campo de investigación requiere metodologías variadas, que no son fácilmente reconducibles a un único modelo. La evolución de la ciencia ha mostrado cómo métodos perfectamente validados hasta un cierto momento han debido ser abandonados, y sustituidos por otros. La filosofía de la ciencia no busca por tanto determinar un “método científico” suficiente para garantizar el valor de la ciencia, sino interrogarse por las características generales de los métodos utilizados por la ciencia, buscando comprender cómo se relacionan con los objetivos cognoscitivos de la ciencia.
Al hablar de “método” nos referimos al modo o procedimiento de hacer algo, de obtener el resultado esperado en un ámbito del conocimiento o de la actividad humana. Desde el punto de vista etimológico, “método” proviene del griego μέθοδος, a su vez compuesto de μετά (a través) y ὁδός (camino). Se refiere por tanto a los pasos necesarios para alcanzar un objetivo propuesto. Determinar el “método científico” consiste por tanto en establecer cuáles son los pasos que deben darse para alcanzar un conocimiento científico, esto es, un conocimiento riguroso y válido en el ámbito de la ciencia experimental.
Esto requiere, obviamente, establecer previamente, de algún modo, cuál es el objetivo de la ciencia, esto es, en qué consiste el conocimiento científico, y de qué modo podemos determinar su validez. Al mismo tiempo, es imposible establecer en qué consista el conocimiento científico sin hacer referencia a los métodos concretos que la ciencia aplica, y a través de los que intenta determinar la validez de sus resultados. Es necesario tener presente la historia y evolución de la ciencia, observando de qué modo se ha alcanzado un conocimiento riguroso, válido y fiable, sin pretender establecerlo a priori. Y también será necesario tomar en consideración la particular actitud gnoseológica adoptada en cada caso, esto es, qué noción de conocimiento se acepta.
El análisis del método científico requiere utilizar diversas perspectivas. Desde el punto de vista metodológico se procurará describir los diversos procedimientos utilizados a lo largo de la historia de la ciencia y en sus distintos campos. Antes se reflexionará brevemente sobre el desarrollo histórico del método científico. A continuación se afrontará la cuestión desde el punto de vista del análisis lógico, que busca poner en evidencia la estructura formal de las teorías científicas, determinando la validez de sus conclusiones a partir de los datos empíricos y principios formales. Se examinará después la perspectiva epistemológica, que reflexiona sobre el valor cognoscitivo de la ciencia, encuadrándolo en el proceso de adquisición y progreso del conocimiento humano. Como ya se ha indicado, se presentará por último la cuestión del método científico en relación a otras modalidades cognoscitivas, y en especial en relación al saber teológico.
Con frecuencia se presta poca atención a estos tres niveles, pero es necesario atender a sus peculiaridades. La justificación lógica de los métodos aplicados en una particular teoría o disciplina puede no resultar evidente. Con frecuencia el análisis lógico de las teorías se aplica a reconstrucciones racionales de la ciencia que descuidan el contexto del descubrimiento. La reflexión filosófica deberá intentar comprender en qué modo la ciencia alcanza sus objetivos examinando la validez del método científico en sus diversas dimensiones.
Contenido
1 El desarrollo del método científico en la historia ↑
Si bien hoy se tiende a identificar ciencia con la ciencia experimental moderna, los origines del pensamiento científico se remontan ciertamente a la Grecia clásica. Allí se desarrolla por primera vez un saber dotado de precisas características (Agazzi 1984, 33-34): 1) un marcado objetivo especulativo, pues el pensamiento griego no queda satisfecho con un conocimiento de orden práctico, sino que busca un sistema teórico capaz de comprender y explicar los fenómenos; 2) una precisa orientación epistemológica, que lleva a considerar como conocimiento válido y riguroso aquel que no solamente da cuenta de los hechos, sino también de su porqué; 3) una determinada propuesta metodológica, según la cual el conocimiento riguroso será aquel obtenido a través de una rigurosa demostración lógico-matemática a partir de principios universales.
A partir de estos presupuestos, el mundo griego desarrolló los primeros ámbitos de conocimiento científico. Estos se dieron principalmente en el campo de la matemática (Kline 1972) y de la astronomía (Dreyer 1953), pero también, de modo más limitado, en la medicina, la mecánica y la biología. El planteamiento metodológico de la ciencia griega, la demostración a partir de principios evidentes, condiciona ciertamente su desarrollo, que privilegiaba el ámbito de las ciencias formales. Los Elementos de Euclides constituyen su ejemplo más completo. Se trata del primer ejemplo de sistema axiomático, en el que las conclusiones proceden de modo riguroso a partir de un número reducido de principios evidentes a la mente: definiciones, axiomas y postulados.
La ciencia griega desarrolló así, principalmente, un método científico basado en la deducción a partir de los principios conocidos. Pero este método resultaba insuficiente en la investigación de los fenómenos naturales. En las ciencias naturales, como la mecánica, la biología, o la medicina, la evidencia de tales principios no es inmediata. Debe obtenerse a partir de la experiencia a través de un proceso que recibía el nombre de έπαγωγέ, término que equivale a inducción, aunque en un sentido distinto del que recibirá en la ciencia moderna; la filosofía escolástica lo indicaba como inducción esencial, distinta de la inducción empírica. En todo caso, la excesiva confianza en la validez de tales principios, que deberían expresar la esencia de los entes reales, aparece como causa de los escasos resultados obtenidos por el mundo griego en el ámbito de tales ciencias.
Tras la crisis del mundo antiguo, el pensamiento medieval, tanto árabe como europeo, continuó el desarrollo de algunos campos de la ciencia griega, sin alterar su modelo epistemológico. En el siglo XII, con la recuperación de la filosofía natural de Aristóteles, el método racional propio de la ciencia griega, esto es, la demostración lógico-matemática a partir de principios aceptados como evidentes, comienza a erigirse como el método esencial del conocimiento humano, tanto en ámbito empírico como en el saber racional, filosófico y teológico (Crombie 1953, 213). En el pensamiento escolástico se refuerza el ideal de la ciencia griega, afrontando incluso los problemas derivados de la obtención de los principios en ámbito empírico, por ejemplo, con Robert Grosseteste y Roger Bacon (Crombie 1971). Solo la escolástica tardo-medieval comienza a desarrollar las primeras aplicaciones del método matemático a los problemas derivados de la naturaleza física (Duhem 1913, Maier 1949).
El método de la ciencia moderna no surgió de modo improviso. Se desarrolló a lo largo de un periodo de casi 150 años, los que median entre la nueva propuesta astronómica de Copérnico en el De revolutionibus Orbium caelestium (Copernico 1543) y la teoría completa que Newton presentó en el Philosophia naturalis Principia Mathematica (Newton 1687). A lo largo de este periodo tanto la práctica científica como la reflexión epistemológica desarrollan y “reinterpretan” el ideal clásico de ciencia. La nueva ciencia mantiene la estructura lógica demostrativa del conocimiento científico, a la que Galileo, por ejemplo, se refiere numerosas veces hablando de “demostraciones necesarias” (Galileo 1615). Pero el proceso que lleva a obtener los principios de la ciencia, y su mismo significado, cambian profundamente. La epagogé griega, vista como un proceso intrínseco de la mente capaz de alcanzar la esencia de los fenómenos naturales, que se convertirían así en principios de la demostración, deja paso a la inducción empírica, formulada por ejemplo según las reglas baconianas, que permiten la obtención de las leyes que regulan los fenómenos naturales. Las leyes ya no son el punto de partida evidente de la ciencia, sino el resultado principal del descubrimiento, que lleva a la formulación de una teoría científica. La demostración matemática, a partir de ellas, llevará a corroborar su validez y a aplicarlas a problemas científicos particulares. La parte fundamental de la ciencia será, a partir de este momento, el proceso inductivo que lleva al descubrimiento de las leyes.
De este modo la ciencia moderna surge y se desarrolla siguiendo el modelo inductivo y experimental. El análisis detallado de los fenómenos, con ayuda de experimentos, rigurosos y cada vez más detallados, se configura como una vía apta para descubrir las leyes generales que regulan los fenómenos. Los primeros ejemplos dan lugar al descubrimiento de las leyes de la cinemática (Galileo 1638), del movimiento planetario (Kepler 1609), de la elasticidad (Hooke 1678), y van extendiéndose a los distintos campos de la física y de la química. Describir como “inductivo” el proceso que lleva a la formulación de estas leyes es sin duda una simplificación, pues como ya Galileo y Kepler ponen de manifiesto, en el proceso intervienen múltiples hipótesis y presupuestos, verificaciones y correcciones, tanto experimentales como matemáticas. Requiere con frecuencia redefinir los conceptos utilizados, o modificar los axiomas aceptados, con el fin de obtener una descripción adecuada de cada problema físico (Koyré 1966). A través de estos elementos teóricos se va abriendo paso la solución que será finalmente aceptada como válida. La inducción va pues acompañada por la aplicación rigurosa del método deductivo, tanto en la formulación de las leyes como, sucesivamente, para predecir nuevos fenómenos y eventualmente corregir o modificar las mismas leyes. Un ejemplo característico de esta compleja interacción entre la observación, las hipótesis y la deducción se dio en la predicción de la órbita de Neptuno realizada por Adams y Le Verrier a partir de los resultados inexactos de la órbita de Urano. El descubrimiento del nuevo planeta, realizado por Johann G. Galle en 1846, fue visto como una confirmación definitiva de la validez y fecundidad del modelo newtoniano de ciencia (Grosser 1962).
La filosofía de la época moderna, sin embargo, no dejó de observar los problemas lógicos que presentaba el método inductivo, tal como generalmente se concebía. La crítica a la inducción elaborada por David Hume resultaba difícil de ignorar (Hume 1739). Y de hecho, la práctica de la ciencia era ya consciente de la variedad de métodos utilizados. William Herschel y John Stuart Mill intentaron formular de modo riguroso la lógica de la ciencia inductiva. Los métodos de concordancias, diferencias, residuos y variaciones concomitantes se presentaban como un modo riguroso de analizar los fenómenos extrayendo de ellos los factores causales responsables. William Whewell, por su parte, intentó renovar los métodos empíricos con elementos kantianos, introduciendo en la ciencia una serie de “ideas fundamentales” que se van definiendo progresivamente a lo largo de la historia de la ciencia (Whewell 1847). Por su parte, Charles S. Peirce introdujo el término abducción para indicar el proceso por el que se formulan hipótesis explicativas frente a un fenómeno sorprendente (Peirce 1903). A pesar de las discrepancias, hacia finales del siglo XIX existía un claro acuerdo en la validez del método científico experimental, que incluía elementos inductivos e hipotético-deductivos, y que, al menos para las corrientes de corte más positivista, constituía el más eficaz, o incluso el único método de conocimiento cierto.
La revolución científica del siglo XX modificó radicalmente el modo de concebir el método científico. La Teoría de la Relatividad y la Mecánica Cuántica supusieron una ruptura respecto del contenido de las teorías hasta entonces aceptadas. Algunos elementos fundamentales de la descripción científica, como el espacio y el tiempo, o la estructura de la materia, sufrieron una trasformación radical. Pero al mismo tiempo se hizo necesario replantear la cuestión de la validez epistemológica de la ciencia. ¿Cuál es la relación entre la experiencia científica, nuestras nociones teóricas, y la teoría científica?
Una primera consecuencia fue la desconfianza en la imagen clásica del método inductivo. Los datos empíricos no conducen a una única formulación teórica capaz de proporcionar una explicación demostrativa y causal sin la adopción de ciertos presupuestos que no se derivan de la experiencia empírica. Surgen así posiciones epistemológicas de tipo convencionalista e instrumentalista. Para el convencionalismo las teorías no son verdaderas ni falsas: son el resultado de acuerdos que se establecen en base a criterios de simplicidad o comodidad, como puede suceder al preferir la geometría euclidiana frente a otras geometrías alternativas (Poincaré 1902, 5-6). El instrumentalismo considera que la teoría científica no intenta describir la realidad; es solamente un instrumento conceptual apto para obtener resultados experimentales correctos. En ambos casos se renuncia a una justificación de la teoría que no se base simplemente en razones pragmáticas (Duhem 1906). Pero a partir de los años 20 se asiste a un nuevo intento de justificación rigurosa de la ciencia a partir de su estructura lógica y su base empírica, por parte del positivismo lógico del Círculo de Viena. Los objetivos de este grupo de científicos y filósofos eran más ambiciosos, pues aspiraban a formular una “ciencia unificada”, capaz de resolver definitivamente, a través del análisis lógico, los problemas conceptuales de la ciencia. De ese modo la filosofía se transformaría, al mismo tiempo, en una filosofía científica, cuya única misión sería la clarificación del lenguaje científico (Carnap, Neurath y Hahn 1929).
Desde el punto de vista metodológico, la propuesta del Círculo de Viena buscaba mostrar cómo a partir de una base empírica obtenida por medio de la observación y la experiencia, resultaría posible elaborar la teoría científica como un lenguaje lógico capaz de explicar los datos empíricos. Los intentos del Círculo de Viena y de sus continuadores, la filosofía neoempirista o neopositivista, no dieron sin embargo los resultados esperados. Una corriente intentó revitalizar la metodología inductivista incorporando en ella una perspectiva probabilista bayesiana. Más frecuente fue acudir al método hipotético-deductivo: a través de la verificación empírica debería ser posible justificar la validez de las teorías. Sin embargo, las repetidas tentativas llevadas a cabo en particular por Rudolf Carnap, evidenciaron cada vez más claramente las dificultades de tal programa (Barone 1986). A pesar de ello, el movimiento filosófico neopositivista dio lugar a una amplia corriente de estudios filosóficos centrados en las cuestiones metodológicas de la ciencia, dando así origen a la actual filosofía de la ciencia.
A partir de los años 60 surgen una serie de propuestas alternativas que proponen renunciar a la justificación lógica, y quieren mostrar que la ciencia procede por distintos caminos metodológicos. Karl Popper propone la metodología de “prueba y error”, que no busca justificar una teoría por medio de la verificación empírica, sino comprender la racionalidad del progreso científico a través de la eliminación de las teorías confutadas empíricamente (Popper 1963). Surge así el llamado falsificacionismo: la ciencia elabora conjeturas arriesgadas y las somete a prueba empírica, abandonando aquellas que no consiguen superarla. El método científico, que sigue siendo la vía racional para obtener un conocimiento fiable de la realidad natural, se distancia por vez primera del ideal clásico del conocimiento riguroso y justificado. No es posible justificar plenamente la validez lógica de los enunciados científicos, y por tanto el método de la ciencia no consiste en un procedimiento cuya validez lógica es posible demostrar, sino en una actitud racional que lleva a lograr que el conocimiento humano crezca y se afine progresivamente.
Una propuesta en parte coincidente es la de Thomas Kuhn. Su reflexión se centra también en el problema del progreso científico, pero se aleja de Popper en las razones que a él conducen, lo que lleva consigo una nueva radical modificación de la noción de método científico (Kuhn 1962). Para Kuhn la ciencia es una actividad que se mueve siempre dentro de un paradigma, un modelo de ciencia que conlleva la aceptación de una serie de presupuestos extra-empíricos. En los periodos de crisis el paradigma no es ya capaz de responder a los problemas que se presentan en las teorías, por lo que surgen paradigmas alternativos que proponen nuevas soluciones. Al final el viejo paradigma es sustituido por uno nuevo, pero el “salto de paradigma” no aparece motivado por razones exclusivamente lógicas, sino por factores de otro orden: históricos, psicológicos y sociológicos.
El debate entre las posiciones de Popper y de Kuhn ha dado lugar a múltiples líneas de desarrollo muy diversas, desde los intentos de recuperar una estructura lógica del método científico ampliando su campo de aplicación de las teorías a un entorno más amplio, como los llamados programas o tradiciones de investigación (Lakatos 1974; Laudan 1977), hasta las propuestas de tipo relativista que renuncian a la búsqueda de un método determinado por estructuras y valores lógicos (Feyerabend 1970). Particular importancia posee la llamada sociología de la ciencia que interpreta la práctica científica como una construcción social, resultado de la interacción entre los diversos actores de la comunidad científica (Barnes 1974; Latour y Woolgar 1986).
Al inicio del nuevo milenio, aun coexistiendo muchas de las posiciones ya mencionadas, prevalecen las posiciones que, manteniendo una posición empirista, reconocen las dificultades de los intentos de justificación lógica del método científico y de la reducción de toda la metodología de la ciencia a un único método fundamental. La posición general más frecuente posee algunas características comunes: es empirista, esto es, fundamentada sobre una concepción del conocimiento de carácter puramente empírico; pragmatista, en cuanto la razón última de la aceptación de la ciencia se ve en su éxito experimental: las teorías no se consideran “verdaderas”, sino “adecuadas”; y no reduccionista, pues reconoce que más allá de la descripción empírica y de la formalización lógica influyen en la ciencia elementos válidos cuya contribución es difícil de delimitar.
2 Elementos del método científico ↑
Antes de afrontar el problema del método científico desde el punto de vista lógico o epistemológico, parece necesario intentar describir cómo procede el trabajo científico en la práctica. Para esto sería necesario realizar un examen atento de los diversos procedimientos utilizados dentro de la actividad científica concreta, tanto a lo largo de la historia como en los diversos campos de la ciencia. No es posible aquí realizar este estudio de modo detallado. Se considerarán solamente algunos elementos centrales del método científico, sin pretender desarrollar un análisis sistemático ni exhaustivo.
Algunas consideraciones iniciales pueden ser útiles. Si se desea poder describir el método científico de un modo general, válido para los distintos ámbitos en los que se desarrolla la práctica científica, es preciso considerar la ciencia del modo más amplio posible. Será preciso evitar una descripción que se adecue solamente a un aspecto particular de la actividad científica. La epistemología contemporánea con frecuencia ha limitado la consideración de la ciencia a un solo aspecto particular, como la naturaleza de la teoría científica (Giere 2001), la explicación, o el progreso científico. Aun siendo cada uno de ellos aspectos fundamentales de la ciencia, es preciso adoptar una comprensión de la ciencia que no excluya los restantes aspectos (Artigas 1989).
Un punto de partida adecuado es reconocer que la ciencia es ante todo una actividad humana, desarrollada en busca de ciertos objetivos, que comprenden ante todo el conocimiento de la naturaleza o del mundo en sus aspectos teóricos y prácticos. Esto es, un conocimiento de tipo teórico o especulativo, formado por tanto por contenidos de validez general o universal, que sea al mismo tiempo controlable a través de procedimientos prácticos, de tipo empírico o experimental.
Esta actividad se desarrolla a través de aspectos muy variados. Mediante la investigación se busca obtener nuevos conocimientos, ya sean particulares (observar un tipo de entidad, determinar sus procesos o sus propiedades) o generales (determinar una ley o correlación entre aspectos particulares, construir un modelo capaz de representar la dinámica de un sistema, elaborar nuevas teorías que permitan la explicación de un amplio ámbito de fenómenos). En ocasiones la actividad científica se dirige a formalizar o sistematizar resultados o teorías anteriormente propuestas. En ese caso se busca poner en evidencia su estructura formal o lógica, facilitando así su utilización, pero también la búsqueda de nuevas consecuencias. Es necesario además proceder a controlar o validar las teorías; aquí juega un papel importante la difusión de los resultados a la comunidad científica, lo que garantiza la objetividad de los métodos de validación. Igual importancia tiene la transmisión de la ciencia a las nuevas generaciones. Por último, la aplicación de los resultados lleva a desarrollar nuevas tecnologías o también nuevos conocimientos particulares.
Esta enumeración no pretende ser exhaustiva. Además, cada uno de estos aspectos de la actividad científica posee elementos muy diversos. La investigación científica lleva consigo numerosas actividades, como la observación y recogida de datos empíricos, necesaria para determinar y descubrir hechos particulares; el registro de regularidades presentes en los fenómenos naturales; la clasificación de fenómenos o entidades en clases y categorías; la formulación de leyes experimentales; la creación de modelos capaces de reproducir o explicar aspectos de la experiencia, la elaboración de teorías científicas de amplio alcance, que den una explicación comprensiva de un entero ámbito de fenómenos.
También los restantes aspectos de la actividad científica revisten formas múltiples. En el siguiente apartado se tratarán los modos en los que un contenido científico puede ser sometido a control. En este se examinarán con algo más de atención algunos aspectos de la actividad científica que constituyen el punto de partida de la investigación: la observación, la medición y la experimentación.
2.1 Observación ↑
La observación es el punto de arranque de todo conocimiento científico. Los datos de observación constituyen la evidencia a partir de la cual puede proceder la investigación científica. A través de la observación se suscitan a la mente numerosas cuestiones, dando lugar a la admiración, a tomar conciencia de los problemas, y en definitiva a la actitud inquisitiva esencial para la ciencia.
El papel fundamental de la observación ha estado siempre presente en la reflexión filosófica sobre la ciencia. En el modelo antiguo y medieval su papel no se cuestiona: es el origen del conocimiento riguroso de la naturaleza, que se alcanza a través de la abstracción, capaz de descubrir los caracteres esenciales de la realidad, y es también el medio de contraste de las hipótesis y teorías. A partir de la edad moderna, la simple observación parece dejar paso a la experimentación. La observación va quedando reducida a un estadio inicial del conocimiento, insuficiente para obtener un conocimiento cierto. Quedará relacionada, por ejemplo, con el conocimiento ordinario de las propiedades sensibles, pero para alcanzar las dimensiones profundas de la realidad, de tipo cuantitativo, serán necesarias la medición y la experimentación (que, en cualquier caso, la presuponen). La filosofía de la ciencia contemporánea, a partir del auge del positivismo lógico, le dará nueva atención, pues es necesario determinar con precisión la base observacional de las teorías. La cuestión se afrontará principalmente desde el punto de vista lingüístico, buscando esclarecer el papel de las proposiciones que expresan predicados observacionales.
Desde el punto de vista metodológico es importante distinguir diversas modalidades de observación. Esta puede referirse, en efecto, a entidades, a propiedades o a eventos. Desde el inicio de la filosofía moderna la entidad suele considerarse como derivada, mientras que serían las propiedades (en especial las de tipo cuantitativo) las que constituirían el dato original del conocimiento. Más recientemente este papel sería asumido por los eventos (Wittgenstein 1922).
En todo caso, desde el punto de vista epistemológico, en la segunda mitad del siglo XX se ha destacado la cuestión de la carga teórica de la observación (Hanson 1958; Kuhn 1962). Toda observación presupone un cierto contexto teórico o conceptual. En el caso de la observación científica, se presupone muchas veces el uso de instrumentos de medida, construidos y utilizados por medio de otras teorías. Pero, además, la observación de cualquier propiedad, de algún modo atribuye una estructura estable y regular a la realidad, que supera el proceso mismo de percepción sensible, y constituye un contexto teórico sin el cual la observación no tendría inicio.
La carga teórica de la observación resulta particularmente problemática en la tradición empirista, que llega hasta el Positivismo lógico. En ella la observación se identifica con la percepción sensible, que debe constituir el dato original capaz de fundamentar el resto del conocimiento. En la epistemología de tipo aristotélico o metafísico, en cambio, el conocimiento originario se da en la experiencia empírica, en la que la percepción sensible se halla unida a la abstracción intelectual. El debate lleva a reconocer cómo la observación requiere focalizar aspectos particulares de la experiencia, que dependen de la estructura de la realidad física y de nuestra estructura cognitiva (a nivel sensorial y neurológico), pero también de elecciones arbitrarias, sobre todo cuando la experiencia se aleja de la observación sensorial directa. Nos hallamos así ante un límite metodológico del conocimiento científico, que no resulta autosuficiente, sino que depende se nuestra actividad cognoscitiva.
2.2 Medición ↑
En muchos casos, la observación de los fenómenos puede ir acompañada por la medición, que proporciona un conocimiento cuantitativo preciso de la realidad observada, permitiendo así hacer uso de los datos obtenidos en el contexto de una teoría matemática.
La medición ha estado presente desde la antigüedad, no solo en la geometría, campo en el que se da primariamente, sino también en otros campos como la astronomía y la mecánica. En la ciencia moderna la medición se transforma en un elemento esencial del método científico, ya que esta permite la formulación de leyes cuantitativas capaces de describir con precisión los fenómenos físicos (Koyré 1948). Para la interpretación mecanicista de la realidad solamente las propiedades cuantitativas constituyen aspectos objetivos de la realidad, mientras que los aspectos cualitativos deberán considerarse como subjetivos (Galileo 1623). Sin embargo esta distinción va perdiendo valor conforme se van logrando representar cuantitativamente las distintas propiedades físico-químicas, y no solo las mecánicas. Las propiedades se transforman así en magnitudes, lo que permite el desarrollo de teorías capaces de determinar con precisión las leyes matemáticas que relacionan tales magnitudes, describiendo así la evolución dinámica del sistema.
Con el positivismo lógico se abandona este carácter “realista” de la medición. Los predicados observacionales, que expresan las operaciones de medida mantienen sin embargo su papel fundamental en la teoría científica, como elemento basilar del lenguaje científico. A lo largo del siglo XX se dan diversos intentos de establecer una teoría de la medida. La formulación matemática de las propiedades y condiciones de la medida están bien establecidas, pero su significado como punto de inicio de la ciencia continua a ser debatido (Tal 2017). En el caso de la medición, el problema de la “carga teórica” resulta aún más patente que en el caso la observación sensible, pues la medición requiere establecer una correspondencia entre particulares intervalos numéricos y los “objetos” reales. Pero tales objetos pueden ser concebidos de diversas maneras: como objetos individuales concretos, como observaciones cualitativas de entidades individuales, como representaciones abstractas de objetos individuales o como propiedades universales de objetos (Tal 2017). Según la actitud adoptada la medida se interpretará en términos operacionalistas (el concepto se reduce a su proceso de medición), convencionalistas o realistas (Trout 2001). La medición presupone así un problema epistemológico que requiere una atención específica más allá de su uso metodológico.
2.3 Experimentación ↑
Junto con la observación y la medición, el método científico moderno llegó a formarse gracias a la experimentación. Las dos primeras se hallan presentes en la práctica científica desde la antigüedad. La experimentación, en cambio, se presenta como el elemento característico del nuevo modo de hacer ciencia de la edad moderna, que la distingue de la ciencia aristotélica. La experimentación se presenta como el modo de someter las creencias “al tribunal de la experiencia” (Gooding 2001, 118).
La experimentación añade a la observación y a la medición dos nuevas dimensiones de la práctica científica. Por una parte, la actitud práctica, operativa. En el experimento el científico no espera pasivamente que los fenómenos se presenten con claridad a su experiencia, y no se limita a registrar, incluso con precisión, todas las magnitudes que pueda parecer posible descubrir. Al contrario, en el experimento es el científico quien toma la iniciativa, manipulando y determinando estados empíricos que permitan revelar con exactitud las magnitudes que puedan resultar significativas para la comprensión del sistema en estudio (Hacking 1983). Esto es posible a causa de la segunda dimensión: la proyección de futuro. La experimentación requiere en el científico la capacidad de predecir o conjeturar el curso que los fenómenos naturales pueden tomar. Es esta predicción la que permite diseñar el experimento y realizarlo en modo tal que los estados físicos por los que atraviesa constituyan precisamente una respuesta a una precisa interrogación conceptual.
Las características del método experimental implican que los aspectos teóricos posean un papel todavía más determinante, en relación a la observación y a la medición. En la fase de diseño del experimento entran en juego necesariamente múltiples expectativas teóricas, acerca de los posibles resultados, las leyes o dinámicas implicadas, el diferente peso o importancia de cada uno de los factores que intervienen. De ahí que un uso frecuente del experimento no sea tanto el de descubrir nuevos aspectos de la realidad, cuanto el de confirmar la validez de una hipótesis. Pero también desde este punto de vista el papel del experimento resulta debatido. Una tendencia de la filosofía de la ciencia del positivismo lógico ha sido reducir el papel del experimento a una simple verificación de la teoría desde el punto de vista lógico. El papel del experimento sería puramente pasivo, y en el fondo se reduciría, a través de la teoría, a establecer la correspondencia entre las proposiciones que constituyen la teoría y los hechos empíricos. Contra esta visión reductiva se destaca en cambio el papel del experimento en la misma conceptualización de la teoría. A través de la búsqueda y planificación de los experimentos, de su variación con objeto de obtener los resultados requeridos de modo preciso, y de su interpretación, la misma teoría va tomando forma (Gooding 2001, 119).
3 Métodos de justificación y validación ↑
Observación, medición y experimentación representan el punto de partida del método científico. A partir de ellos la ciencia debe formular, en cada ámbito de conocimiento, teorías capaces de explicar, predecir y controlar la evolución de los fenómenos. Estas teorías podrán asumir formas diversas según las características de cada objeto de estudio. A partir del nacimiento de la ciencia experimental moderna la reflexión epistemológica ha tendido a considerar principalmente teorías de tipo matemático determinista, particularmente adecuadas al ámbito físico. En otros ámbitos de la ciencia, en cambio, pueden predominar teorías de tipo probabilista, estadístico, funcional, taxonómico, etc.
La formulación de las teorías científicas procede en muchos casos de modo complejo, difícilmente reducible a un esquema lineal. Ahora bien, la validez de la teoría implica la existencia de algún nexo necesario entre sus premisas y sus conclusiones. ¿Cuáles son entonces las condiciones para que una teoría sea válida? En otras palabras, ¿cómo justificar la validez de una teoría a partir de los datos empíricos? Bajo el influjo del Círculo de Viena el contexto de la justificación se transforma en la cuestión central de la filosofía de la ciencia, en oposición al contexto del descubrimiento (Reichenbach 1938, 6). Aunque posteriormente otras corrientes epistemológicas hayan reaccionado contra los excesos de la visión lógico-positivista, de un modo o de otro el problema ha estado presente a lo largo de toda la epistemología contemporánea. ¿Qué razones tenemos para afirmar con seguridad aquello que la ciencia experimental afirma?
El problema de la justificación, en todo caso, lleva a afrontar la dimensión lógica del método científico. El concepto griego de επιστέμε implica que se trata de un saber que lleva consigo las razones de la propia validez, hallando en el método axiomático de la geometría euclidiana una de sus más directas manifestaciones, al presentar cada conclusión (teorema) como consecuencia lógica de sus premisas, hasta alcanzar una serie de principios cuya verdad aparece como evidente.
Con el desarrollo de la ciencia experimental moderna, la certeza fundamentada en la evidencia de los principios se sustituye por lo que se considera su evidencia inductiva, según los cánones del Novum Organum (Bacon 1620) y sucesivamente de John Stuart Mill (1843). A pesar de la crítica humeana a la inducción (Hume 1739), la confianza en el método científico experimental se mantuvo inalterada gracias a la aplicación del método hipotético-deductivo, que hacía posible la confirmación y corrección de las hipótesis, con frecuencia consideradas como fruto de la inducción. El éxito experimental de la física clásica, en casos como el descubrimiento de Neptuno, se veía como una confirmación innegable de la validez de tales métodos. Al mismo tiempo, la visión ontológica de la realidad, de tipo mecanicista, se consideraba prácticamente convalidada a través del éxito de la teoría (Butterfield 1959).
La crisis de la ciencia de principios del siglo XX llevó a replantearse la validez de estos presupuestos, al verse obligada a abandonar teorías que hasta entonces se consideraban lógicamente justificadas. Una primera respuesta consistió en adoptar una epistemología convencionalista, según la cual la teoría científica busca solamente expresar de modo práctico la relación entre los datos experimentales. Entre las posibles alternativas elegimos la más cómoda, sin que esto afirme nada acerca de su realidad. Lo expresa claramente Pierre Duhem: «Una teoría física no es una explicación. Es sólo un sistema de proposiciones matemáticas, deducidas desde un número reducido de principios, que tiene como fin representar, del modo más simple, completo y exacto posible, un conjunto de leyes experimentales» (Duhem 1906, 26).
El Círculo de Viena, por el contrario, buscó restablecer una visión del conocimiento científico fundada en una estructura lógicamente rigurosa. La ciencia empírica constituiría la única forma posible de conocimiento racional. Apoyándose en la tradición empirista y en la filosofía lingüística del Tractatus (Wittgenstein 1922), el Círculo de Viena describe la ciencia como un lenguaje lógico, de estructura axiomática, cuyas conclusiones pueden ponerse en relación con los datos empíricos obtenidos a través de la observación. De ahí que la justificación lógica de las teorías resulte la cuestión central de la filosofía de la ciencia.
Una vía para recuperar la validez de la inducción fue asumir una versión probabilista (Reichenbach 1949, Carnap 1950). La inducción no justifica la verdad de un enunciado, pero lleva a determinar la probabilidad de su ocurrencia, y este sería para Reichenbach el objetivo del método inductivo. Aunque no han faltado intentos de defender la validez lógica de la inducción (Williams 1947, Stove 1986), hoy se suele reconocer que la inducción no es en ningún caso un procedimiento demostrativo, y no puede por tanto justificar la validez de una teoría desde el punto de vista lógico. Karl Popper, en particular, niega la validez lógica de la inducción y que pueda tener un papel en el desarrollo de la teoría científica. La ciencia no procedería mediante razonamiento inductivo, sino a través de conjeturas y eliminación de error (Popper 1979a).
El método hipotético-deductivo parecía por el contrario capaz de justificar lógicamente el valor de las teorías científicas, y así fue utilizado habitualmente por el Círculo de Viena y la filosofía de la ciencia posterior. La teoría científica sería un sistema lógico deductivo cuyas consecuencias pueden ponerse en relación con la observación empírica. Una versión común del “principio de verificación empírica” consideraba que la validez de las conclusiones sería suficiente para justificar la teoría.
La crítica más directa a la posibilidad de justificar lógicamente las teorías científicas a través del método hipotético-deductivo fue presentada también por Karl Popper a partir de un simple argumento lógico: la verdad del consecuente no puede justificar la verdad del antecedente. De ahí que nunca sea posible justificar, en sentido estricto, la verdad de una “teoría explicativa universal”.
Popper propone como alternativa una visión del método científico, desde el punto de vista lógico, no justificacionista y por tanto falibilista: ninguna teoría científica puede considerarse definitivamente verdadera; todas deberán someterse siempre a controles rigurosos que podrían demostrar su falsedad, obligando a abandonarla y establecer nuevas conjeturas, llevando a una búsqueda sin término (Popper 1976).
La epistemología evolutiva de la ciencia de Popper se funda, sin embargo, en una asimetría intrínseca entre verificación y falsificación, aceptando que la refutación de una teoría a partir de datos empíricos resultaría definitiva. Sin embargo la tesis de Duhem-Quine, según la cual no es posible confrontar con la experiencia una teoría aislada, lleva a negar el carácter definitivo a la falsificación empírica. La falsificación, como la verificación, tienen lugar en un contexto teórico que va más allá de la teoría, pues incluye múltiples asunciones de tipo instrumental, epistemológico, e incluso metafísico. De ahí que no sea posible descartarla definitivamente a causa de un resultado empírico negativo; es necesario considerar el contexto teórico en el que se da, que podría ser la causa del resultado negativo.
Este mismo hecho, sin embargo, permite comprender mejor el valor de la “justificación” del razonamiento científico, tanto en relación a la inducción como al método hipotético-deductivo. Es preciso, por una parte, reconocer la imposibilidad de una “justificación lógica” plena, entendida en el sentido propuesto por el positivismo lógico. Desde esa perspectiva la teoría científica debía resultar plenamente reducible, en sentido lógico, a un conjunto de datos empíricos, más una serie de leyes lógicas. En tal asunción se presupone que la realidad es simple y por tanto puede ser reducida fácilmente a un esquema conceptual definido. La epistemología contemporánea reconoce que las teorías científicas no son reducibles a un esquema lógico. Las leyes científicas corresponden a esquemas lógicos, extraídos de una realidad compleja que la teoría no logra abarcar.
Por otra parte, esto permite también comprender el valor del razonamiento inductivo e hipotético-deductivo, considerándolos ahora desde una perspectiva más amplia de la pura lógica. El contexto en el que cada teoría científica es desarrollada constituye también un marco de referencia dentro del cual será posible establecer y obtener inducciones cuya validez esté delimitada por el contexto de la teoría. Y será posible asimismo llevar adelante un método hipotético-deductivo, que resultará válido dentro de tal contexto. Los métodos científicos no pueden reducirse a un esquema lógico cuya validez resulte completamente indiscutible. Deben ser evaluados siempre de modo contextual, y es dentro de tal contexto (conceptual, instrumental, etc.) donde alcanzan un grado de validez suficiente para poder aceptar en cada momento las teorías científicas más adecuadas. La validez de una teoría científica no puede ser justificada, en definitiva, mediante un análisis puramente lógico. Es necesario por ese motivo afrontar también la dimensión epistemológica del método científico.
4 El problema epistemológico del método científico ↑
Analizar el método científico desde el punto de vista epistemológico lleva a preguntarse de qué modo la actividad científica proporciona un auténtico conocimiento. Esto no significa necesariamente que su validez pueda ser justificada con absoluta certeza desde el punto de vista lógico. En sentido estricto, esto requeriría que una teoría científica pudiera deducirse de modo unívoco a partir de un determinado conjunto de datos de observación, lo que nunca resulta posible, ya que la misma observación incluye elementos conceptuales de tipo teórico. Se deberá intentar determinar qué tipo de conocimiento es posible alcanzar a través de los procedimientos adoptados por la ciencia, y cuál es su validez.
La respuesta dependerá necesariamente de cuál sea la concepción del conocimiento adoptada. El empirismo sostiene que todo nuestro conocimiento deriva de la experiencia sensible; las actitudes racionalistas, por el contrario, aceptan otras instancias, como la intuición, los conocimientos o conceptos innatos, o estructuras mentales impuestas al conocimiento por el propio sujeto. De ahí que las conclusiones acerca de la validez del conocimiento científico sean diferentes en uno y otro caso. Generalmente, la epistemología racionalista atribuirá a la ciencia un valor intrínseco y en cierto modo definitivo, mientras que la de tipo empirista oscilará entre un cierto escepticismo y la reducción del valor de la ciencia a su dimensión práctica.
En la comprensión actual de la ciencia predomina la actitud empirista en lo que se refiere al origen del conocimiento humano, y particularmente del conocimiento científico. Pero, a diferencia del empirismo clásico, no se excluye la existencia de elementos teóricos que no deriven de modo directo y necesario de la experiencia sensible, como consecuencia del fracaso del positivismo lógico en el intento de reducir completamente el lenguaje científico a la base observacional y la estructura lógica. Todo conjunto particular de datos empíricos puede recibir un número indeterminado de explicaciones alternativas; se dice por tanto que toda teoría científica se halla subdeterminada por los datos experimentales. Resulta así comprensible que una teoría como la mecánica newtoniana, metodológicamente rigurosa y corroborada experimentalmente con extraordinaria precisión, haya tenido que ser sustituida por nuevas teorías. Las teorías científicas nunca serán necesarias ni definitivas. Al contrario, al irse incorporando a la ciencia nuevos datos, que amplían la base experimental, y al ir progresando la capacidad de elaborar nuevos esquemas teóricos, toda teoría científica podrá dejar paso a nuevas propuestas. Este proceso llevará a modificar la comprensión de la realidad alcanzada por las teorías precedentes. El progreso científico no será necesariamente lineal ni acumulativo.
Las diversas propuestas de la epistemología contemporánea intentan comprender estas características del conocimiento científico. Karl Popper concibe la actividad cognoscitiva como esencialmente activa y creativa. El científico debe elaborar auténticas conjeturas, que serán después sometidas a control experimental. Solo las teorías capaces de superar los rigurosos intentos de refutación podrán ser consideradas como teorías corroboradas, válidas científicamente, si bien nunca llegarán a ser consideradas como “verdaderas”: deberán continuar siempre sometiéndose a nuevos intentos de refutación (Popper 1963, 97-119). Y si los resultados experimentales “falsifican” la teoría, se deberá proseguir la investigación mediante nuevas conjeturas.
La filosofía de la ciencia de Kuhn, por su parte, atribuye un papel menos directo a los aspectos creativos de la actividad científica, aunque quizá más fundamental. La ciencia normal se da dentro de un paradigma, un modelo aceptado por la comunidad científica, que corresponde en general a una teoría de gran alcance, con éxito para resolver un amplio campo de problemas, y prometedora desde el punto de vista de su aplicación a nuevos problemas y aplicaciones (Kuhn 1962). Pero el paradigma posee una serie de presupuestos de tipo conceptual, teórico, instrumental y metodológico, que le confieren el carácter de “interpretación” o “visión del mundo”. Estos presupuestos no son empíricamente controlables, y sin embargo la teoría debe apoyarse en ellos. Para Kuhn tales preconceptos dependen del contexto histórico, psicológico o social, en el que han surgido y se han ido consolidando las formulaciones teóricas de la ciencia. El valor de la ciencia no se halla en una formulación puramente objetiva a partir de “datos no interpretados”, pues tales datos no existen, sino más bien en la adhesión al paradigma, que permite el desarrollo coherente e intersubjetivo de sus posibilidades teóricas.
La mayor parte de las propuestas posteriores, como las de Lakatos, Laudan, Toulmin y Feyerabend, recogen de un modo u otro estos mismos presupuestos epistemológicos que escapan de la perspectiva puramente logicista y analítica (Brown 1977). Se va así reconociendo la existencia de una dimensión espontánea del conocimiento científico, capaz de introducir en nuestros esquemas conceptuales elementos libremente configurados de modo creativo, en respuesta a los problemas teóricos que la ciencia plantea.
Más difícil resulta determinar cuál sea el estatuto epistemológico de tales elementos. Se descarta que puedan constituir un contenido conceptual poseído a priori, en la línea del racionalismo moderno, o un esquema mental impuesto de modo necesario, a ejemplo del a priori subjetivo de la filosofía crítica de Kant. La creatividad se apoya en elementos adquiridos a partir de la experiencia, y su desarrollo no parece de ningún modo hallarse predeterminado, sino que depende también del contexto cultural e histórico de cada momento.
4.1 La dimensión creativa del método científico ↑
La presencia de aspectos creativos en la formulación de las teorías científicas ha modificado el modo en el que la epistemología contemporánea afronta el estudio del método científico. La tradición derivada del Círculo de Viena se centraba casi exclusivamente en el análisis lógico-lingüístico de las proposiciones que componen la ciencia (el contexto de la justificación, en términos de Reichenbach). Ahora se busca también el modo en el que el conocimiento surge y halla su expresión en las teorías científicas (el contexto del descubrimiento). Por ese motivo se hace común en la filosofía de la ciencia contemporánea estudiar la ciencia desde el punto de vista de su construcción teórica, es decir, examinando cuáles son los procesos a través de los cuales los contenidos teóricos de la ciencia son elaborados, cuál es su contenido cognoscitivo, y en qué medida se trata de un proceso dotado de una cierta libertad, esto es, no directamente derivado de la experiencia empírica.
Considerar el proceso de formulación de las teorías científicas como un proceso de construcción parece llevar a distanciarse de una visión del conocimiento como abstracción o como copia de la realidad. La teoría del conocimiento como abstracción, característica de la gnoseología metafísica del aristotelismo, aunque se halla presente también en buena parte de la filosofía moderna, presupone la existencia de una relación directa entre la realidad y la mente. La mente recibe el contenido “inteligible” de la realidad a través de las especies sensibles. En la metafísica clásica de tipo aristotélico tomista, esta relación es fruto de la inteligibilidad de la misma realidad (en potencia de ser conocida, por el hecho de poseer una dimensión formal) y de la acción del intelecto agente, capaz de “iluminar” la realidad, permitiendo así que el sujeto haga suya la forma de lo conocido. En la filosofía moderna se abandonará la doctrina aristotélica del conocimiento como posesión de la forma, pero se aceptará que el conocimiento es el resultado de la presencia de la idea en la mente. Se mantiene así la noción de conocimiento como originado por una relación directa con la realidad de lo conocido, si bien nuestras garantías de su real existencia resultarán problemáticas. En todo caso, nuestro conocimiento tendrá siempre su origen radical en la realidad.
La visión constructiva de la ciencia invierte esta relación. La teoría científica, aunque corresponda al objetivo de proporcionar una explicación de una situación empírica, tiene su origen en el cognoscente, que busca de algún modo re-construir su experiencia empírica. ¿Qué significado tiene esta construcción, y cómo se relaciona con la realidad? Las posiciones pueden ser muy diversas, llegando desde el antirealismo radical de algunas perspectivas sociológicas del conocimiento científico (Barnes 1974) a posiciones que admiten una visión realista de la ciencia de corte metafísico (Agazzi 1978, 2014, Dilworth 1981, Artigas 1989). Entre estos extremos puede hallarse todo un espectro de posiciones más o menos cercanas al positivismo, instrumentalismo, y antirealismo científico.
El aspecto constructivo de la ciencia se ha expresado mediante diversas nociones, como las de imagen, representación, idealización. De algún modo aparece ya en autores de principios de siglo. Es conocida la célebre afirmación de Pierre Duhem, para quien “La teoría física no tiene otro propósito que suministrar una representación y una clasificación de las leyes experimentales; la única prueba que permite juzgar una teoría física, declararla acertada o desacertada, es la comparación entre las consecuencias de esta teoría y las leyes experimentales que debe representar y clasificar” (Duhem 1906, 295). A partir de los años 80 del siglo XX recibe gran interés el empirismo constructivo de van Fraassen. Se trata ante todo de una propuesta epistemológica contraria al realismo científico, según la cual “la ciencia tiene por objeto darnos teorías que sean empíricamente adecuadas, y la aceptación de una teoría lleva consigo solamente la creencia en que es empíricamente adecuada” (van Fraassen 1980, 12). Para van Fraassen la teoría científica tiene por objeto hacer posible la experimentación. Sin embargo rechaza que su valor sea simplemente instrumental: las proposiciones de la ciencia se construyen de modo propiamente literal. Ahora bien, la única razón que lleva a considerar una teoría como válida se hallará en su adecuación empírica. No resulta posible afirmar que la teoría “describe” o da a conocer propiamente la realidad.
En la visión lógico-lingüística del conocimiento del Tractatus de Wittgenstein, donde el conocimiento se formula como “la representación lógica de los hechos” (Wittgenstein 1922, §3), la noción de representación está ya presente. El lenguaje representa los hechos: constituye una imagen del mundo porque su estructura sintáctica reproduce la configuración de los eventos o hechos en su situación real. Con el declinar del positivismo lógico, a mediados del siglo XX, la concepción sintáctica de las teorías fue sustituida por una visión semántica, en la que la representación de los hechos no es directa, sino que se realiza a través de modelos interpretados. Más recientemente van Fraassen ha acudido de modo todavía más explícito a la noción de representación: la teoría buscaría representar un conjunto de datos empíricos reconstruyendo su estructura por medio de una relación isomorfa con los datos de observación, proponiendo así un estructuralismo empirista (van Fraassen 2010). Se trata de una representación formal o matemática: las ecuaciones o leyes que la componen deberán reproducir con exactitud la estructura que los datos empíricos muestran. Pero la justificación última de la teoría continúa siendo puramente pragmática: consideramos la teoría adecuada porque funciona correctamente.
La perspectiva empirista deja así sin respuesta la cuestión central desde el punto de vista epistemológico: ¿proporciona la teoría científica un auténtico conocimiento de la realidad? Una respuesta negativa no es satisfactoria para quien trabaja en ámbito científico. El éxito y el progreso de la ciencia, aunque sean provisorios, constituyen un verdadero conocimiento que no se explica recurriendo a una lectura convencionalista o instrumentalista.
Si se admite una visión del conocimiento de otro orden, una visión abierta a la dimensión metafísica del conocimiento humano, resulta posible superar este impasse, admitiendo al mismo tiempo, los aspectos constructivos y empíricos del saber científico. Aceptando que al construir la teoría científica se opera una selección de ciertos aspectos de la realidad, esto es, se asume una cierta perspectiva (Dilworth 1981), resulta posible reconstruir el proceso de elaboración de la teoría científica, dando razón de los aspectos arbitrarios o convencionales que toda construcción exige. Al mismo tiempo, si se adopta una visión del conocimiento que no se limita a los aspectos empíricos, sino que intenta comprender todas las dimensiones de la realidad, resulta posible sostener que el conocimiento que las teorías científicas ofrecen debe ser considerado como conocimiento auténtico, pero parcial, y por tanto limitado, falible y provisional.
Los intentos que se han realizado de presentar el método de la ciencia con este planteamiento buscan dar respuesta a dos cuestiones. (1) ¿Cómo se construye la teoría científica a partir de la experiencia y de qué modo se incorporan a ella los elementos teóricos presentes en la misma observación empírica? (2) ¿De qué modo la teoría científica posee un contenido cognoscitivo, y cuál es su valor?
4.2 La construcción de la teoría ↑
Al afirmar que una teoría científica se construye a partir de la experiencia se está afirmando que todas las nociones que en ella intervienen tienen su origen en los procesos empíricos (observación, medición, etc.). Ahora bien, esto no significa que a nivel conceptual nos hallemos frente a una copia o reproducción exacta de la experiencia. La construcción formal de la teoría requiere, por ejemplo, aislar los diversos elementos conceptuales (elementos, propiedades) que en la experiencia se dan unidos. De ahí que desde el momento en que comenzamos a formalizar un ámbito de la realidad, la mente está operando una selección de los aspectos que componen la realidad, para traducirlos en un lenguaje conceptual.
Podemos decir que el primer paso para formular una teoría consiste en la construcción de un objeto teórico, a través del cual la teoría intentará comprender y explicar la realidad. Este objeto estará formado por un sistema, o conjunto de sistemas que la teoría estudia, definidos a su vez por las propiedades que determinan el estado del sistema. En la mayor parte de las teorías físicas las propiedades se expresarán mediante magnitudes cuantitativas. Una vez construido este objeto científico, será preciso obtener las hipótesis de tipo dinámico o formal que relacionen los estados del sistema en el tiempo. En efecto, el carácter explicativo de la teoría se halla en su capacidad de describir la evolución del sistema, mediante una serie de funciones o leyes (el lagrangiano correspondiente al sistema, una función de onda, etc.), de tal modo que los valores predichos para las propiedades observacionales del sistema correspondan con los resultados experimentales. Pero es necesario tener presente que el carácter explicativo de la teoría se refiere directamente a tal objeto teórico, y sólo indirectamente a la realidad física estudiada.
La definición del objeto científico requiere en primer lugar determinar de modo preciso el significado de las propiedades que se consideran relevantes al fin de obtener una teoría que definirán el sistema y sus estados. Algunas de ellas, que podemos llamar propiedades basilares podrán definirse a partir de los datos de observación. Su definición será de tipo operativo, pues deber hacer explícitos los procedimientos empíricos a través de los que se asigna un determinado valor a tal propiedad en cada particular estado. Las demás serán propiedades derivadas, y se definirán de modo unívoco a partir de las propiedades del primer grupo.
Estas características del objeto teórico de la ciencia hacen que deba ser considerado como un objeto no sólo abstracto, sino en cierto sentido ideal. Se ha expresado este carácter del objeto científico de muchos modos: como idealización (Agazzi 2014, Artigas 1989), perspectiva (Dilworth 1981), metáfora o modelo (Hesse 1966, Wallace 1996, Ruse 2010).
Es en este proceso inicial de la formulación de la teoría donde necesariamente se deben introducir una serie de supuestos no empíricos. En primer lugar, como ya se ha mencionado, es necesario seleccionar aquellas magnitudes que se consideran relevantes. No se trata de una asunción a priori: es a través de hipótesis tentativas y experimentación cómo se llega a concluir cuál sea el conjunto de propiedades relevantes en un particular campo de estudio, pero se trata en cualquier caso de un presupuesto necesario para la formulación de la teoría, y por tanto no justificado por ella desde un punto de vista lógico. En segundo lugar, la definición de las propiedades basilares requiere también introducir una serie de asunciones de tipo instrumental y teórico acerca de los métodos experimentales utilizados y de la misma definición métrica de la magnitud que representa cada particular propiedad. Por último, es necesario notar que este proceso va siempre acompañado de una imagen teórica, que atribuye un contenido conceptual a cada propiedad, a sus relaciones y al sistema, y que resultarán determinantes también a la hora de interpretar el valor explicativo de la teoría.
4.3 El contenido epistémico de la teoría ↑
La segunda cuestión planteada es cuál sea el contenido epistémico de la teoría científica. El hecho de que la teoría se refiera directamente a su objeto teórico, y solo indirectamente a la realidad, podría llevar a una posición en la línea del empirismo constructivista, o de tipo instrumentalista. Esta interpretación se refuerza si se admite una concepción representacionista del conocimiento. En efecto, si se admite que el conocimiento consista en poseer una “representación” mental de la realidad, en cualquiera de las modalidades propuestas a lo largo de la historia, habrá que admitir que el objeto teórico de la ciencia, siendo ideal, no puede nunca ser considerado como conocimiento auténtico, como “imagen isomorfa” a la realidad. El carácter provisional de toda teoría científica llevaría a concluir, del mismo modo, que ninguna representación científica podrá ser considerada como completamente isomorfa a la realidad, y por tanto como definitiva. La única razón que justifica, en tal caso, la validez de la teoría, será su adecuación a la experiencia, manifestada a través de las consecuencias observacionales de la teoría. Pero esta justificación, nuevamente, es solo de orden pragmático.
Por el contrario, admitiendo una noción más amplia del conocimiento, de tipo intencional, es posible mostrar que a través del método constructivo de la ciencia obtenemos un conocimiento auténtico, aunque parcial y nunca definitivo (Artigas 1989). Esta visión del conocimiento, denominada intencional a partir de las reflexiones de Franz Brentano (Jacquette 2004, 101), concuerda en gran medida con la concepción metafísica del conocimiento de tipo aristotélico, y halla su confirmación desde el punto de vista lógico y ontológico en la epistemología reciente a partir de las reflexiones de Gottlob Frege (1892, 158).
Al considerar el valor epistémico del objeto científico es necesario distinguir, en primer lugar, entre el significado y la denotación o referencia. La definición operativa de las propiedades basilares del sistema garantiza su referencialidad: cada propiedad denota un aspecto real del sistema considerado por la teoría (Artigas 1986, 119). Por lo que se refiere en cambio al significado, habrá que reconocer que cada teoría que estudia el mismo ámbito de fenómenos puede atribuir significados en parte diversos a las mismas nociones. Un ejemplo clásico lo hallamos en las nociones de espacio y tiempo en la mecánica newtoniana y en la teoría especial de la relatividad. Aun estableciendo un contexto en el que ambas teorías coincidan en sus mediciones (sistemas de referencia con velocidades relativas v ≪ c) el significado atribuido será distinto en uno y otro caso: un espacio y tiempo absolutos, en un caso, relativos en el otro.
A partir de las propiedades basilares la teoría define otras propiedades, de tipo teórico, e intenta determinar cuál es el dinamismo que rige la evolución del sistema. ¿Qué valor epistémico podrá atribuirse a la teoría en su conjunto? Es aquí donde resulta particularmente necesario distinguir los diversos aspectos del conocimiento obtenido a través de la teoría científica, teniendo en cuenta, como se ha visto, el carácter no definitivo de los intentos de justificación de la teoría, ya sea por vía inductiva, ya sea por vía hipotético deductiva. Esto significa que la teoría no puede verse como consecuencia necesaria de los datos empíricos basilares a partir de los que ha sido formulada. Desde una visión puramente empirista o representacionista, esto puede llevar a negar el carácter cognoscitivo (realista) de la teoría, para considerarla como un simple instrumento de conocimiento, o como una construcción de valor pragmático. Desde la perspectiva intencional, en cambio, es necesario considerar el problema con más atención, atendiendo a las diversas dimensiones del conocimiento.
Habrá que considerar en primer lugar la dimensión sintáctica de la teoría, esto es, su estructura lógico-deductiva, controlando si la teoría se desarrolla de modo formalmente correcto. En segundo lugar, se podrá atender a la dimensión pragmática. Si las conclusiones observables de la teoría concuerdan con los resultados experimentales, se podrá afirmar que la teoría es empíricamente válida.
Hasta aquí la mayor parte de las posiciones empiristas y de tipo realista o metafísico coinciden sustancialmente. Sin embargo, las primeras niegan, en muchos casos, que los predicados teóricos y los principios dinámicos de la teoría posean valor real.
Cuando se tiene en cuenta la distinción fregeana entre significado y denotación se puede llegar a una conclusión distinta. En efecto, si se acepta la validez sintáctica de la teoría y su validez pragmática, se puede ciertamente admitir también la existencia de un referente real para los elementos y las predicciones de la teoría. El hecho de que la teoría posee una referencia real resulta garantizado por la corrección sintáctica (todo elemento teórico ha sido correctamente derivado a partir de los principios aceptados en la teoría) y por su adecuación pragmática: las conclusiones observacionales derivadas de la teoría corresponden a la realidad.
Estos aspectos son suficientes para garantizar una de las características principales del método científico: la intersubjetividad del conocimiento científico. Los resultados de la teoría son siempre “objetivos”, completamente condivisibles con cualquier otro sujeto, pues contienen en su base la indicación explícita de los procedimientos empíricos y formales a través de los que se han obtenido tales resultados.
La conclusión alcanzada sería suficiente para sostener un realismo al menos referido a las entidades (también abstractas). Queda considerar si es posible sostener también un realismo semántico, referido al significado de la teoría y de las nociones en ella implicadas. Es aquí donde resulta particularmente importante separarse de la noción representacionista del conocimiento, pues esta llevaría necesariamente a considerar que, al depender el significado que se atribuye a la teoría de la particular objetivación puesta en acto al construir la teoría, esta no podrá nunca ser considerada como una imagen o representación exacta de la realidad.
Si por el contrario se admite una noción intencional del conocimiento, se puede reconocer que el objeto teórico no constituye el contenido de nuestro conocimiento, que deba corresponder exactamente a la realidad, sino el medio a través del cual conocemos la realidad. El significado atribuido por la teoría será entonces un elemento válido y auténtico de nuestro conocimiento de la realidad. Su carácter contextual, dependiente de la objetivación científica a través de la cual ha sido alcanzado llevará a concluir que se trata solamente de un conocimiento parcial de la realidad. El método científico, por su propia naturaleza, depende siempre de la particular objetivación puesta en acto al construir el objeto de la teoría. El uso adecuado de tal método permite obtener una teoría válida desde el punto de vista sintáctico, pragmático y referencial, y a través de estos tres elementos proporciona un conocimiento también válido desde el punto de vista semántico: nos permite atribuir a la realidad explorada por la teoría un significado válido, aunque parcial.
5 El método científico y el saber filosófico-teológico ↑
Podemos considerar brevemente, para concluir, la cuestión del método de las disciplinas no científicas, en particular de la teología y la filosofía, especialmente en su dimensión metafísica. Es frecuente rechazar el carácter científico de estas disciplinas ya que no siguen un método experimental. Esto lleva con frecuencia a considerar sus afirmaciones como infundadas o carentes de rigor. Sin embargo, el rigor epistémico depende del hecho que todas las afirmaciones de la teoría sean rigurosamente deducidas a partir de los principios fundamentales aceptados. Aunque no sea este el momento de buscar justificar la posibilidad de un conocimiento no experimental, es necesario reconocer que no es posible excluirlo por su falta de base experimental sin caer en los problemas lógicos del “principio de verificación empírica” del positivismo lógico. Sería necesario, en definitiva, probar que la experiencia se reduce a las magnitudes objetivadas por la teoría, lo que llevaría a excluir al mismo tiempo la atribución de significado a la misma experiencia, y por tanto a la teoría científica. La reducción de la experiencia a solo elementos empíricos (aspectos sujetos a medición empírica) no es en ningún modo consecuencia del conocimiento científico, sino un presupuesto epistemológico que reduce injustificadamente todo conocimiento a aquel que es obtenible mediante el método de la ciencia experimental (Martínez 2001).
La filosofía y la teología no son ciencias o saberes experimentales, por lo que a la base de su reflexión no hallamos un proceso de construcción de un objeto científico como el anteriormente descrito. Esto no excluye sin embargo su objetividad y rigor. La filosofía y la teología se construyen también a partir de la experiencia, obviamente con modalidades diversas. El saber filosófico parte siempre de la experiencia humana, tanto empírica como interna, relacional e inteligible. En el caso del saber teológico, además de la experiencia humana y espiritual o religiosa, resulta esencial la revelación, que aun poseyendo un origen trascendente reviste también la forma de una experiencia concreta en la comunidad creyente. A partir del contenido de tal experiencia, tanto la una como la otra buscan elaborar una comprensión rigurosa de su propio dominio: el saber racional humano, en el caso de la filosofía, el contenido salvífico de la revelación, en el caso de la teología.
No es este el lugar para adentrarse en sus métodos respectivos. Pero es importante notar la diferencia que guardan con el método de la ciencia experimental. Las nociones utilizadas por estas disciplinas no poseen el carácter de univocidad y precisión propios de este método, pues no se someten al proceso de objetivación antes expuesto. Ahora bien, esto no constituye una limitación o debilidad de estas disciplinas, sino una exigencia de su propio contenido. Este está constituido por aspectos de la realidad no susceptibles de una formalización de tipo experimental y cuantitativo semejante a los que la ciencia experimental pone en práctica. Por este motivo, la filosofía y la teología se desarrollarán de modo muy diferente. No es posible hallar en ellas, de modo riguroso, paradigmas semejantes a los propuestos por Thomas Kuhn. Ciertamente, también en ellas será necesario tener en cuenta el contexto histórico y conceptual en el que se desarrollan (en el que también influye, ciertamente, el conocimiento científico propio de cada momento histórico). Será necesario por tanto someter a revisión el modo en el que su contenido disciplinar viene conceptualizado. Sin embargo al no poner en juego una estricta “objetivación”, en la que el uso de los conceptos se somete en cada momento a reglas rígidas (necesarias a causa de su carácter unívoco y preciso), tal consideración se halla permanentemente presente en el método filosófico y teológico. En ellas el papel de la analogía, la metáfora, los diversos niveles de lenguaje y de significado constituyen parte esencial del método y de la lógica utilizada, a ejemplo de la dialéctica aristotélica. Filosofía y teología poseen, por tanto, la capacidad y la exigencia de reflexionar sobre sus propios contenidos y métodos, obteniendo así una mayor comprensión de su proprio saber.
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7 Cómo Citar ↑
Martínez, Rafael A. 2017. "Método científico". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Método_científico
8 Derechos de autor ↑
DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E. Vanney - 2017.
ISSN: 2524-941X
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