Los organismos multicelulares son, en ciertos aspectos, entidades colectivas (Bouchar y Huneman 2013). Pero las colonias de determinados organismos evidencian muchas de las propiedades que nosotros usualmente reservamos a organismos individuales. El término ''superorganismo'' se utiliza frecuentemente para describir a una unidad social de animales donde la división del trabajo está altamente especializada y donde los individuos no son capaces de sobrevivir por sí mismos por largos periodos de tiempo (Gardner y Grafen 2009). Las hormigas son el mejor ejemplo de superorganismo, mientras que la rata topo lampiña o rata topo desnuda (''Heterocephalus glaber'') es un famoso ejemplo en lo que respecta a mamíferos. Un superorganismo puede en general definirse como un organismo que está compuesto por muchos organismos. Kelly (1994, 98) define un superorganismo como “un grupo de agentes que pueden actuar conjuntamente para producir fenómenos gobernados por el colectivo”, fenómenos que apuntan a cualquier actividad que “la colmena quiera” como las hormigas cuando colectan comida y evitan el peligro, la evasión de predadores, o las abejas que eligen un nuevo lugar para anidar. Esta visión se relaciona con la teoría de los sistemas y las dinámicas de un sistema complejo. Los superorganismos tienden a exhibir los comportamientos de la homeostasis, de la escala de la ley potencial, del desequilibrio persistente y de los comportamientos emergentes. Ellos exhiben una forma de ''inteligencia distribuida,'' un sistema donde muchos agentes individuales con una inteligencia e información limitadas son capaces de aunar recursos para lograr un objetivo más allá de las capacidades de los individuos. E. O. Wilson (1974, 54) describe el problema postulado por estos fenómenos sociales: “¿Sobre qué bases distinguimos a los miembros de una colonia de invertebrados sustancialmente modificados de los órganos de un animal metazoo?”. En otras palabras, la posible existencia de ''superorganismos'' pone a prueba nuestra más aguda intuición sobre lo que puede computarse y actuar como individuos biológicamente genuinos y cómo deberíamos estudiarlos (Bouchar 2009). Además, el desafío puede proponerse a sí mismo una y otra vez a diferentes escalas, si consideramos que el término ''superorganismo'' fue acuñado en 1789 por James Hutton, el ''Padre de la geología'', para denominar a la Tierra en el contexto de la geofisiología. La hipótesis Gaia de James Lovelock y Lynn Margulis, como así también el trabajo de Hutton, Vladimir Vernadsky y Guy Murchie, han sugerido que la biósfera en sí misma puede considerarse un superorganismo, aunque esto ha sido fuertemente cuestionado (Debernardi y Serrelli 2013; Serrelli 2013).
Luego de varios años de ''zoocentrismo'' -al menos desde el punto de vista de la biología evolutiva- la biología actual está llegando a considerar seriamente que los microbios son “la forma de vida dominante en el planeta, tanto ahora como a través de la historia evolutiva” (O’Malley y Dupré2007, 155). Más aún, una profusa literatura discute que los microbios, difiriendo de los ''macrobios'' (O’Malley y Dupré, cit.) por un número crucial de aspectos -desde la biogeografía (Finlay y Clarke 1999) hasta el modo de reproducción e intercambio genético (Ochman et al. 2000)-, tienen la potencialidad de revolucionar la biología.
Finalmente, también la línea divisoria aparentemente clara entre los seres vivos y los sistemas no vivos es continuamente cuestionada, por ejemplo, por las ideas de ''organismo artificial'' y de ''máquinas vivas'' que acompañan el progreso en la tecnología, en la crianza, y en la hibridación orgánico-tecnológica (Deplazes y Huppenbauer 2009).