Tiempo
Juan José Sanguineti
Università della Santa Croce
En esta voz se considera el tiempo como una dimensión de la realidad física que se manifiesta en la percepción de las cosas en su devenir y cuya realidad ontológica se apoya en las transformaciones naturales. Primeramente se afronta la temática del tiempo físico y sus características en una perspectiva filosófica. Se tocan cuestiones fundamentales como el estatuto ontológico del presente/pasado/futuro, la realidad o irrealidad del instante, la simultaneidad, la unidad y pluralidad de tiempos, la dirección temporal (flecha irreversible del tiempo) y la relación entre tiempo y causalidad. Se distingue entre tiempo natural, tiempo fenomenológico (percepción humana del tiempo) y tiempo métrico (medidas humanas temporales).
En segundo término, se estudia la conceptualización científica de la temporalidad, con cuestiones ontológicas como, por ejemplo, la posibilidad o no de los viajes en el tiempo, la temática del tiempo absoluto o relativo, y la cuestión del inicio y final del tiempo cosmológico. En tercer lugar, se considera la temporalidad tal como se manifiesta en la vida humana en forma de historicidad, así como la trascendencia del espíritu humano sobre el tiempo, con un vínculo especial con la eternidad. En cuarto y último lugar, se estudia la temporalidad a la luz de la teología bíblica, donde el tiempo cósmico e histórico quedan transfigurados en el tiempo salvífico, estableciéndose así una relación especial con la vida eterna de Dios, de la que el hombre, en el Cristianismo, se hace partícipe a través de Cristo.
Contenido
1 El tiempo físico en la perspectiva filosófica ↑
1.1 Premisas metodológicas ↑
En este artículo seguimos una interpretación filosófica del tiempo físico inspirada en la filosofía aristotélica, que considera la dimensión temporal de las cosas en función de sus movimientos y transformaciones, es decir, reconduce el tiempo al devenir y no lo substancializa. Como metodología filosófica de fondo, consideramos que la percepción común humana del tiempo, del devenir y de la causalidad –aspectos que van siempre unidos– tiene un alcance ontológico y que constituye, por tanto, el punto de partida de los análisis filosóficos.
Estos análisis son solidarios con una filosofía de la naturaleza de conjunto que no puede sustituirse a la conceptualización científica de la realidad física. Cuestiones como la realidad o la irrealidad del tiempo, o la distinción entre tiempo natural y tiempo fenomenológico experimentado por el hombre, han de decidirse a nivel filosófico. Las ciencias naturales aportan una visión parcial del tiempo que es filosóficamente atendible. Sin embargo, situados a cierto nivel, especialmente en la física cuántica y en la física relativista, la ciencia elabora ciertos aspectos del tiempo que no tienen por qué tomarse en todos sus aspectos como necesariamente reales, es decir, dotados de un valor ontológico inmediato. Aún así, en las ciencias se pueden detectar aspectos ontológicos contenidos implícitamente en la conceptualización del tiempo y de las realidades físicas que ellas elaboran. El discernimiento entre lo que en las ciencias es real en un sentido ontológico, y lo que es construcción lógica, corresponde al análisis filosófico. Por eso, una interpretación de fondo del tiempo, como de cualquier otra realidad, no puede sin más apoyarse en la autoridad de la ciencia, sino que se basa primariamente en lo que la inteligencia humana puede concluir cuando se pone en el plano propio de la investigación filosófica.
1.2 Noción preliminar de tiempo ↑
Nuestra vivencia del tiempo es de la un pasar continuo y sin fin desde lo que fue a lo que es ahora y a lo que será después. Este pasar casi imperceptible no significa que el tiempo sea una entidad absoluta, como es tomado en la visión del tiempo absoluto –vacío–, asumida por ejemplo por Newton. El tiempo es una dimensión de las cosas derivada del movimiento o mutación física, una tesis que tradicionalmente puede ser reconducida a Aristóteles (Física, libro IV; Le Poidevin 1993; Wagner 2008). Una mutación contiene una dimensión irreductible de sucesión antes y después. Es ésta es la temporalidad en su sentido originario, previa a toda medición, siempre que ese prius y posterius no sea situado en un tiempo vacío o imaginado. Allí donde hay alguna sucesión, hay alguna forma de temporalidad. El tiempo brota del devenir. Desde este punto de vista, todo fenómeno sucesivo genera un tiempo propio, pero en atención al entramado entre los seres de la naturaleza, normalmente el antes y después de muchos fenómenos se determinan con relación a ciertos patrones de sucesiones. Así, trabajamos siguiendo los ciclos sucesivos del día y la noche, tomados según la aparición y desaparición de la luz solar en la tierra. El tiempo, en definitiva, es, en su fundamento básico natural, el peculiar orden sucesivo del ‘antes’ y ‘después’ de los eventos que implican una mutación.
Lo que cambia, sin embargo, permanece según muchos aspectos, por lo que el tiempo, en un sentido más frecuente del término, es la duración del ser mudable, una duración siempre inmersa en los cambios, en cuanto cada ser natural sufre constantemente mutaciones intrínsecas y además cambia a causa de las modificaciones continuas de la naturaleza circundante. Así, un ente dura el tiempo de ‘una hora’, ‘un día’, ‘algunos años’, en tanto que permanece en el ser durante ese periodo o duración, lo que se determina porque en tal periodo se van produciendo ciertos cambios (por ejemplo, movimientos celestes, terrestres, cambios políticos, etc.). Si por un imposible nada cambiara en el mundo y no existiera ninguna referencia a una sucesión, ni siquiera externa, entonces no existiría un verdadero tiempo en ese extraño estado que jamás se ha dado. Dura lo que es mudable, motivo por el cual ‘no duran’ las cosas atemporales, como los conceptos abstractos, por ejemplo los números (los conceptos de ahora, minuto, hora, de suyo no duran nada).
De esta noción fundamental de tiempo nace otra más corriente, que corresponde a las medidas temporales realizadas por el ser humano. El tiempo en cuanto dimensión no espacial del movimiento es cuantificable. La razón humana puede tomar ciertos periodos temporales de algunas sucesiones naturales como patrones para medir los diversos tiempos de la naturaleza y de la vida humana (horas, días, años). El tiempo como medida (tiempo métrico) es una objetivación cultural forjada por el ser humano sobre la base de los tiempos naturales. No siempre el tiempo objetivado por la razón humana es sin más métrico. Existen, por ejemplo, tiempos ‘culturales’, relativos a eventos históricos, como periodos políticos, guerras, etc. (hablamos así de la época antigua, de la Edad Media, etc.). La definición aristotélica de tiempo como “número del movimiento” (Física, libro IV, 219 b 1-5) corresponde al tiempo métrico.
1.3 Presente, pasado y futuro ↑
Nos resulta obvia la división del tiempo en pasado, presente y futuro. El presente corresponde a la actualidad del ser que se mueve. Ordinariamente este término se refiere a nuestro presente psicológico, que es también físico: el ahora en el que estamos viviendo. Esta actualidad vivida deja de continuo un antes que es el pasado y afronta un después que es el futuro. De una manera abstracta, podemos considerar periodos de tiempo de cualquier época, por ejemplo el tiempo entero del siglo XIX. Con el pensamiento trascendemos el ahora en que vivimos, pudiendo considerar objetivamente todos los tiempos (pasados, futuros, posibles, imaginarios, etc.). Sin embargo, al considerar los tiempos concretos, como el año 2014, no podemos hacerlo sino desde nuestra perspectiva situada (el ahora cronológico en el que vivimos).
Los tiempos separados o abstractos, que de alguna manera son estáticos, sin un presente en flujo, suelen llamarse en la filosofía analítica la serie temporal B. Esta perspectiva da lugar a proposiciones ‘en tercera persona’ que no explicitan el tiempo del sujeto que las dice. Son las proposiciones temporales ‘no conjugadas’ (tenseless statements) como ‘Julio César precede en el tiempo a Tiberio’. La serie B es resultado de la abstracción humana del tiempo y no tiene en cuenta el presente del sujeto cognoscente. Más real y concreta es la llamada serie temporal A, es decir, el tiempo en el que aparece explícitamente nuestro presente concreto y autoconsciente. Esta última serie se expresa en frases temporales ‘conjugadas’ (tensed statements), como ‘ahora llueve’ (proposición en primera persona), por lo que hacía unos momentos había que haber dicho ‘lloverá’, y dentro de poco habrá que decir ‘llovió’ (Le Poidevin 1993, 23-34; Craig 2000).
La distinción entre las series temporales A y B procede del filósofo idealista inglés J. McTaggart (1866-1925) (McTaggart 1908; Oaklander 2001). Tanto este autor como otros filósofos idealistas ven al tiempo como una ilusión, dando prioridad ontológica al bloque universal de todos los eventos (‘teoría o serie B de los eventos’). Todo el tiempo, pues, estaría ya dado eternamente –se habla, en este sentido, de un block universe, un universo en bloque– sin posibilidad de modificarse (así como a veces pensamos en el conjunto del pasado como algo dado e inmutable). Los filósofos realistas, en cambio, otorgan realidad a las partes topológicas del tiempo –pasado, presente, futuro–, pero dan una especial prioridad al presente, en cuanto es el tiempo de la existencia en acto, pues el pasado ya no es (en acto) y el futuro es una potencialidad.
Podemos también pensar en tiempos imaginarios o posibles, como son por ejemplo los tiempos de la trama de una novela. De modo análogo, podemos pensar en líneas de tiempo en que los eventos podrían haber seguido un curso distinto del que conocemos. Por ejemplo, cabe pensar en cómo sería la historia si la primera guerra mundial no se hubiera producido (haremos así enunciados contrafácticos: ‘si este presidente no hubiera sido asesinado, entonces…’, etc.). Los tiempos imaginarios no son reales, sino posibles, según los diversos significados de la posibilidad. Algunas teorías físicas, como la física cuántica, pueden contener a cierto nivel tiempos posibles, que ontológicamente no son reales. El ultrarealismo platónico o ciertas formas de idealismo, en cambio, les asignan una ‘actualidad’, que no es más que una pseudo-realidad.
La realidad ciertamente no se agota en la actualidad de lo presente. El pasado y el futuro tienen una consistencia ontológica, y lo mismo la posibilidad, pero en cuanto tales. El pasado es real porque lo pasado fue –por definición–, y por tanto no puede no haber sido, incluso aunque nadie lo recuerde ni lo sepa. El futuro, a su vez, es real en tanto que posibilidad real. Una prueba de la consistencia del pasado es que es cognoscible y admite juicios verdaderos (como ‘Dante escribió la Divina Comedia’). Por este motivo se condena a un criminal por actos que cometió en el pasado. Pero las cosas y eventos pasados no pueden ser tratados como si fueran actuales. Por consiguiente, aunque podamos decir que lo pasado está determinado y no puede modificarse jamás, no lo es en el sentido en que esta frase se diría de lo que existe. Admitir que lo que fue pudiera modificarse implicaría una contradicción. Sin embargo, un evento libre pasado no pierde su nota de ‘haber sido libre’ por el hecho de no poder ya modificarse.
La tesis de que sólo el presente es real suele llamarse a veces presentismo (Callender 2002). Consideramos que esta concepción es correcta con tal de que los eventos futuros y pasados no sean despachados simplemente como ‘irreales’, pues tienen alguna entidad ontológica, como hemos visto. La visión opuesta, como la de McTaggart, o de algún modo de Parménides en cuanto niega la realidad del devenir, suele denominarse eternalismo. Según ella, la realidad pertenecería en bloque al conjunto de los eventos pasados, presentes y futuros. Se hace del presente una simple posición local, semejante a la situación espacial de estar en un determinado sitio, o a veces se lo ve como una apariencia subjetiva. El tiempo se toma aquí, de alguna manera, como asimilado al espacio, como algo dado todo en acto. Se sigue como consecuencia la minusvaloración del devenir y del cambio, que en definitiva son como ‘congelados’ (por lo que en realidad no es más que una visión abstracta).
El eternalismo se puede sostener por diversos motivos, que en definitiva confunden la realidad del tiempo con el modo abstracto de conocerlo. Algunos lo asumen al dar una interpretación hiperrealista de la física teórica (cfr. II, 5), al modo del platonismo, en la que los eventos presentes no gozan de una especial prioridad respecto de los pasados y futuros en confrontación con las leyes eternas que rigen el universo (se olvida que la física teórica es abstracta, por lo que conceptualiza a la realidad prescindiendo de los tiempos concretos). Es cierto que la ciencia teórica no puede dar cuenta de lo singular y concreto del ahora, y mucho menos si este ahora es libre y consciente. Pero no es posible pedirle a la ciencia que cubra en absoluto toda la realidad. La libertad en lo concreto escapa a las posibilidades de la ciencia.
En otros casos, el eternalismo, aunque no se utilice necesariamente este nombre, se apoya en cierta interpretación de la Eternidad de Dios. Como Dios ve al tiempo como en presente, ya todo dado, la realidad del flujo del tiempo parecería irreal. Para Dios el imperio romano, la primera guerra mundial, etc., serían tan reales como el momento en que vivimos. Se ha decir, por el contrario, que la visión de eternidad que tiene Dios no suprime la consistencia ontológica del tiempo. Por otro lado, no podemos representarnos cómo Dios ve el futuro ‘en presente’, pues al intentar hacerlo, antropomórficamente, inevitablemente transformamos el futuro en algo ya dado, como si fuera un tiempo pasado (igual que cuando vemos una película, pues ésta ya está hecha de antemano, y por tanto lo que sucede en ella no es real). El eternalismo suele ir unido al determinismo y al fatalismo, pues subestima el riesgo y la indeterminación que comporta la libertad.
1.4 Simultaneidad y unidad del tiempo ↑
La consideración de la sucesión temporal implica una referencia a la simultaneidad (o sincronicidad). La medición del tiempo implica dos tiempos que se toman como simultáneos (‘él desayunaba mientras el reloj indicaba las 9 horas’). Dos eventos o fenómenos son simultáneos, en un sentido intuitivo precientífico, si suceden al mismo tiempo, es decir, si acaecen o son medidos por un periodo común de tiempo (‘duermo durante la noche’). La simultaneidad, por tanto, se basa de ordinario en la medición humana de los tiempos, pero su fundamento real es la coexistencia dinámica de los entes naturales dentro de un ambiente común.
La teoría de la relatividad especial impuso ciertas restricciones a la concepción intuitiva de la simultaneidad. Conforme a esta teoría, los observadores que se encuentran en diversos estados de movimiento relativo no concuerdan en una definición de simultaneidad, es decir, no tienen un tiempo común ‘que avance al mismo ritmo’, por lo que no tienen ni siquiera un presente común compartido. Esta situación resulta irrelevante para los objetos que van a poca velocidad con respecto a la velocidad de la luz, objetos que pueden tomarse de modo aproximado como un sistema inercial. Para ellos, como es por ejemplo el sistema Sol-tierra-hombre, se da una simultaneidad y por tanto una unidad –local– de tiempo.
La teoría de la relatividad general, a su vez, en su aplicación cosmológica permite asumir un reloj estándar y relativizar respecto a éste los objetos, con lo que se obtiene un tiempo universal coordinado. Tomando como reloj –en sentido amplio, no referido necesariamente al instrumento técnico inventado por los seres humanos– un movimiento suficientemente válido para todo el cosmos –por ejemplo, la expansión del universo–, se puede hablar de un tiempo cósmico, del cual procede la noción de una edad global del universo.
Sin embargo, nuestra común percepción de la unidad del tiempo natural (‘todos estamos ahora en un mismo tiempo’) está vinculada a nuestra inserción psicobiológica en el sistema Sol-tierra. Dicho de otro modo, inconscientemente nosotros, sin llegar aún a la medición abstracta del tiempo, coordinamos los tiempos de la naturaleza en un único tiempo y en un único presente relativo, gracias a la referencia ‘universal’ –en realidad, local– que nace para nosotros del giro celeste aparente. Este giro es, pues, el ‘reloj natural’ de la vida terrestre. Aunque sea local, este tiempo ‘nuestro’ tiene su sentido y con él regulamos el avance temporal real de nuestras vidas. Nuestro presente personal –nuestro ‘ahora’– es un co-presente con nuestro entorno –también el de nuestros contemporáneos–, con quienes compartimos, con los límites del caso, un ahora común (o un presente ‘ecológico’).
Nuestro presente es ‘relativo’ también porque la comunicación causal entre los entes físicos requiere un tiempo. Vemos las señales luminosas siempre más tarde de cuando partieron. Los llamados ‘relojes biológicos’ –como los ritmos circadianos, circanuales, etc.– están naturalmente vinculados al tiempo de la sucesión día-noche, del mismo modo que los ritmos internos del organismo están relacionados con los ritmos externos de la naturaleza circundante (sobre los tiempos biológicos, ver Whitrow 1980, 123-173; Coveney 1992; Whitrow 2003, 31-48; Fraser 1988). La sensación psicológica de regularidad con la que corre el ‘flujo del tiempo’ nace de la regularidad del movimiento celeste diurno y nocturno, antes incluso de la regularidad de los relojes instrumentales.
1.5 Tiempo continuo e instante ↑
El tiempo, como la dimensión espacial, es una magnitud considerada por Aristóteles como realmente continua, es decir, no constituida por partes ‘atómicas’ que serían los instantes, semejantes a puntos matemáticos. Por eso, la división métrica ideal de los tiempos –por ejemplo, dividir un segundo en microsegundos, y estos a su vez en partes más pequeñas– no tiene término, esto es, se prolonga potencialmente al infinito (ver, sobre este tema, Aristóteles, Física, libros IV y VI). Aunque la física a veces ha hablado del tiempo como constituido por una colección sucesiva de infinitos instantes, tales instantes son más bien idealizaciones racionales.
El presente podría parecer un candidato a la existencia actual de un instante, pero en realidad también el presente perceptivo –nuestro ‘ahora’ percibido– cubre siempre un pequeño periodo temporal, que es percibido de modo estructural y gestáltico. Así es como también entendemos en acto, casi con simultaneidad, la unidad sucesiva de una frase breve o del periodo de una melodía. William James lo llamó ‘presente especioso’. Esto no quita la realidad del inicio y final de los movimientos. Los llamados ‘instante inicial’ e ‘instante final’, que producen la discontinuidad de los eventos, son límites del movimiento.
Tiene un sentido hablar, sin embargo, de un inicio absoluto del universo –o del tiempo– contrapuesto a un tiempo de duración eterna. Ese inicio no debería entenderse como un instante en el sentido de un real tiempo=0, dentro de un teoría continuista del tiempo, sino más bien como un límite inicial. Por eso suele resultar más adecuado hablar de primeros periodos –por ejemplo, el primer segundo, o la primera hora del universo–, más que de un ‘primer instante’ (Smith 1995, 11-22). Pero sí es posible –y compatible con lo dicho hasta ahora– la existencia de tractos mínimos de tiempo físicamente indivisibles –por ejemplo, en física cuántica, el tiempo de Planck–, así como la existencia de eventos físicos instantáneos iniciales –por ejemplo, la creación de partículas– o finales situados en el tiempo.
1.6 La dirección temporal ↑
El tiempo es una relación de orden sucesivo (abcd…) con una dirección, así como la línea puede dirigirse hacia la derecha, la izquierda, etc. Metafóricamente se habla, en este sentido, de la flecha temporal. Intuitivamente observamos una dirección única e irreversible del tiempo: se va siempre hacia el futuro y nunca se vuelve al pasado. Esto se debe a la constante novedad del cambio. Un tiempo cerrado sería un tiempo constituido por la repetición cíclica de los mismos eventos (abc-abc-abc, etc.). El tiempo abierto o lineal, en cambio, se dirige hacia eventos que siempre contienen alguna novedad (abcde...). Obviamente, muchos fenómenos naturales son cíclicos y en la naturaleza se da una combinación de repeticiones y novedades, por lo que en conjunto el tiempo será cíclico o lineal según la orientación cosmológica dominante. Los tiempos de la naturaleza, en una primera visión, parecerían cíclicos, así como el tiempo humano es, al contrario, patentemente abierto (la historia). Sin embargo, desde el siglo XIX las ciencias naturales han ido mostrando de un modo cada vez más claro que los tiempos físicos a largo plazo son abiertos. La dirección del tiempo hacia lo que llamamos futuro, de todos modos, cambia según la perspectiva: no es lo mismo un futuro abierto pero caótico, o un futuro de crecimiento creativo, o un futuro predeterminado, o quizá relativamente indeterminado, o un futuro libre proyectado, o un futuro dirigido hacia una finalidad o hacia la destrucción, etc. El futuro, como otros términos temporales, tiene pues un significado analógico.
1.7 Tiempo y causalidad ↑
El orden temporal no es idéntico al orden causal, pero entre ambos existen relaciones. La temporalidad física remite a alguna causalidad. En el cuadro del realismo metafísico, las causas o agentes que producen las transformaciones físicas existen antes y sus efectos se logran después, así como un disparo, anterior en el tiempo, provoca la muerte de la víctima, posterior en el tiempo. Si nos referimos no al resultado, sino al mismo devenir, puede admitirse con Aristóteles (Física, libro VII, 243, cap. 2-3) que la causa es simultánea al efecto, como el empujar una cosa con la mano es simultáneo al hecho de que esa cosa sea empujada (Agazzi 1978). Hay también relaciones causales no sucesivas, como la mano que sostiene un objeto: aquí causa y efecto son también simultáneos.
El orden temporal de la causalidad física consiste, pues, en el hecho de que las causas eficientes materiales preceden a sus efectos y que estos últimos existen después de tales causas. De aquí se sigue que las causas físicas –eficientes materiales– de los acontecimientos tienen que buscarse en el pasado y que, a partir de ellas, se pueden prever los efectos futuros que van a seguirse.
En las explicaciones científicas este tipo de causas temporalmente previas suelen llamarse antecedentes o condiciones iniciales, las cuales son ‘causas’ junto con las leyes, que propiamente no son temporales e indican causas que podríamos llamar estructurales (F. Dretske llama a las otras causas desencadenantes: Dretske 1993). Si las causas son potenciales o indeterminadas –por ejemplo, causas libres–, el futuro se presenta como una posibilidad, mientras que el pasado siempre está determinado. La llamada ‘teoría causal del tiempo’ (Reichenbach 1988) reduce el orden antes-después al orden causal, basándose en la teoría de la relatividad especial. Esta reducción tiene algunos límites, ya que el orden temporal no es exactamente idéntico al orden causal (Whitrow 1980; Tooley 2000).
Los puntos que acabamos de ver valen para las causas físicas eficientes, pero no para otro tipo de causas, como por ejemplo las causas finales o formales, ni tampoco para las ‘causas’ de orden espiritual, que aunque pueden provocar efectos temporales, propiamente no obran en el tiempo. Esto se aplica especialmente a la causalidad de Dios en el mundo. Dios, Ser Eterno, crea el universo y por tanto crea el tiempo, por lo que no tiene sentido preguntarse cuándo Dios crea, ni tampoco pensar qué “hacía antes” de crear el mundo (San Agustín, De Genesi contra Manicheos, I, 2, 3), como si el Creador fuera una causa temporal. Si así fuera, cabría preguntar por la causa ulterior de Dios, porque toda causa temporal puede ser siempre precedida por una ulterior causa temporal. El acto creativo del Ser Eterno sobre el tiempo, de Dios sobre el mundo, al no ser un evento temporal, no pertenece al ‘momento inicial’ en el que el cosmos comienza a existir, sino que engloba juntamente todo el arco de la existencia temporal del universo, en cada uno de sus instantes.
1.8 Ontología del tiempo ↑
Como puede verse por todo lo dicho, la temporalidad es una dimensión de la realidad física intrínsecamente ligada al ser. Es accidental vivir hoy o mañana, pero es esencial el hecho de estar sometidos al continuo e irreversible paso del tiempo, con un inicio y un final. La raíz de la temporalidad física, como vimos, es el devenir, es decir, el hecho de que las cosas físicas no son todo de una vez, sino ‘poco a poco’, por lo que estas cosas, como nosotros mismos, ‘perdemos’ irremediablemente los días que van pasando, y también tenemos que vivir ‘en espera’, proyectados hacia el futuro, sin que podamos nunca detener el presente.
Esta característica de un no-ser parcial, propia del tiempo y del devenir, corresponde, por decirlo de algún modo, a una situación ontológica ‘precaria’: los entes sujetos a mutaciones no duran siempre y son inestables en la posesión de perfecciones. La persona humana vive dramáticamente este aspecto frente a la muerte. Pero no todo es pura temporalidad en el mundo. La persona ejerce también un señorío sobre el tiempo, pues puede medirlo, organizarlo, usarlo como quiere, y con el pensamiento puede trascenderlo y relacionarse con la realidad eterna de Dios.
En la perspectiva ontológica, el tiempo ha de entenderse de modo analógico. A los grados y formas de ser corresponden grados y formas de temporalidad: no son idénticas la temporalidad tal como es considerada en física –incluso en sus distintas versiones: mecánica clásica, termodinámica, mecánica relativista, mecánica cuántica, etc.–, en química, en biología o en las ciencias humanas y sociales. Las formas más altas de ser –por ejemplo, el tiempo histórico humano– asumen las temporalidades de las formas inferiores y las incorporan a su propio ámbito, en el que el tiempo adquiere un nuevo sentido. En la vida, por ejemplo, aparece con claridad la dirección teleológica del tiempo. En el ser humano el tiempo se presenta como historia –tradición, proyecto, elecciones, cumplimiento– y se incorpora a una dimensión de eternidad.
Podemos hablar de diversos tipos de tiempo también atendiendo a sus diversas configuraciones epistemológicas. Una cosa es el tiempo físico real en sus diversas modalidades ontológicas, tal como acabamos de decir y como hemos expuesto, en parte, en este apartado I. Se da también la percepción humana del tiempo, que podríamos llamar tiempo fenomenológico, al que nos referiremos en el apartado II. En tercer lugar, tenemos el tiempo métrico, que son las medidas de tiempo utilizadas por el hombre de modo técnico (relojes, calendarios), vinculadas muchas veces a las ciencias. El tiempo métrico no es real, sino mind-dependent, esto es, consiste en una construcción racional de la mente humana, con un fundamento real. Por fin, tenemos los tiempos científicos, que nacen de la objetivación que hace la ciencia de la temporalidad de las cosas, como ahora veremos.
2 Aspectos filosóficos del tiempo en las ciencias ↑
2.1 La visión científica del tiempo ↑
Las ciencias naturales, en especial la física, asumen el parámetro temporal como una coordenada para la descripción matemática de la evolución dinámica de los cuerpos. La perspectiva científica se refiere sobre todo a la medición de las relaciones temporales, aunque a través de ella se topa con ciertas características cualitativas del tiempo, como por ejemplo su dirección, su carácter continuo o discreto, su relatividad. El parámetro temporal goza de un elemento constructivo en las ciencias, no sólo por las notas propias de la elaboración conceptual científica, que necesariamente esquematiza la realidad observada, sino también porque los seres humanos miden el tiempo a partir de algunos fenómenos naturales escogidos con cierta libertad, cuya exacta regularidad se presupone convencionalmente.
El tiempo de la física, por tanto, es un tiempo abstracto que no siempre refleja in toto la realidad del tiempo natural ontológico. Esta abstracción, antes incluso de los procedimientos cronométricos de la ciencia moderna (sobre la cronometría, véase Fraser 1988), ya está presente en las antiguas mensuraciones temporales basadas en la observación astronómica y en ciertas divisiones culturales del tiempo. Aún así, las ciencias naturales, correctamente interpretadas, llegan a ciertas características reales del tiempo y normalmente superan ampliamente los límites de la percepción ordinaria del tiempo. Por ejemplo, el segundo atómico se define por el periodo que transcurre en 9.192.631.770 ciclos del átomo de cesio-133 (un isótopo del cesio), cosa que sobrepasa de un modo inimaginable las posibilidades perceptivas humanas del tiempo.
2.2 Tiempo absoluto y relativo ↑
Como sabemos, Newton en Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (1687) concibió el tiempo como absoluto, como un fluir uniforme e infinito, independiente de las cosas, en el que se podrían situar los tiempos particulares medidos por el hombre (Newton-Smith 1980). Este tiempo no era sino una idealización semejante a la del espacio absoluto e infinito. Kant, en la Crítica de la razón pura (1787), de alguna manera siguió la misma línea, sólo que redujo el tiempo ideal newtoniano a una intuición a priori de la sensibilidad interna humana, introduciendo así el dualismo entre un tiempo psíquico –el de la sensibilidad interna– y el tiempo asignado a los fenómenos para encuadrarlos en las categorías del pensamiento. La teoría de la relatividad de Einstein eliminó la idea de tiempo absoluto en física. El tiempo –mejor: el espacio-tiempo– es relativo al estado de movimiento de un determinado sistema de referencia, y en la teoría de la relatividad generalizada el tiempo es también relativo a la gravitación, es decir, a la curvatura del espacio. En I, 4 hemos indicado algunas consecuencias de la relatividad sobre la simultaneidad y sobre el presente (Sciama 1986; Bohm 1996; Craig 2001a).
2.3 El orden temporal/causal en las ciencias ↑
En general, lo visto anteriormente sobre la precedencia temporal de las causas respecto a sus efectos vale también para la visión científica ordinaria de la causalidad. Según esto, no es posible que un efecto preexista a sus causas, y no es posible una inversión temporal que no respete este principio de la causalidad (Caldirola 1978). Este hecho resulta claro incluso en la teoría especial de la relatividad, de la que se sigue que el orden ‘antes-después’ es invariante –es decir, no es relativo al observador– para los eventos que sean causalmente relacionables. Esta conexión causal se asocia a la transmisión de señales, que es siempre temporal y no puede superar la velocidad de la luz (Martínez 1996; Castagnino 2006, 299-300).
El orden causal del tiempo resultaría violado si fuera posible viajar por el tiempo de modo análogo a como se viaja por el espacio. Para que se trate de verdaderos viajes, habría que poder ir hacia el pasado y poder interactuar con cosas y eventos pasados, cambiándolos. Se piensa ordinariamente que este fenómeno comporta un absurdo, porque una modificación del pasado supone la contradicción de que lo que fue no habría sido, o lo que no fue sería. Este absurdo suele ilustrarse con la ‘paradoja del abuelo’, según la cual el que viaja al pasado realmente debería poder matar a su abuelo, con lo cual él mismo no existiría.
En la literatura científica/filosófica de los últimos años se ha discutido mucho el tema del viaje en el tiempo, de un modo muy sofisticado (Dainton 2001, 110-131; Oaklander 2008,279-386; Romero 2010). Puede pensarse en viajes en el tiempo en ciertos modelos científicos –cosmológicos– en el ámbito de las teorías de la relatividad y cuántica, por ejemplo, en un cosmos cíclico en el que las líneas de universo sean cerradas (un modelo de este tipo fue elaborado por Gödel), o postulando la existencia de varios ‘universos paralelos’, o cruzando ‘agujeros de gusanos’ (wormholes). El hecho de que en estas elaboraciones teóricas de la física un viaje en el tiempo sea concebible no significa que tenga un significado real (Davies 1996). Es más fácil admitir su realidad en las teorías idealistas del tiempo (como la teoría de la serie temporal B), porque en ellas el tiempo de alguna manera queda asimilado al espacio (Arntzenius 2013).
2.4 La flecha del tiempo ↑
En I, 6 ya se ha tocado el tema de la dirección del tiempo. Las ecuaciones mecánicas de la física establecen evoluciones físicas invariantes bajo la inversión del tiempo. Las ecuaciones o leyes de la física, por tanto, son temporalmente simétricas, lo que significa que los eventos gobernados por ellas son reversibles, es decir, que las leyes de la física no tienen en cuenta la dirección temporal. Por tanto, no proporcionan indicaciones que permitan distinguir el pasado del futuro, de modo que estas dos partes del tiempo son simétricas y perfectamente intercambiables. Esta característica, sin embargo, no excluye la existencia de la dirección temporal real en la naturaleza.
Las leyes mecánicas son abstractas, pero de hecho las soluciones de las ecuaciones son de ordinario temporalmente asimétricas, es decir, acontecen solamente en un sentido temporal, o al menos el sentido inverso es improbable, y a veces es altamente improbable o prácticamente imposible. Esto se ve especialmente en muchos fenómenos considerados por la mecánica estadística, como la difusión de un gas en un ambiente, la disolución de una gota de tinta en un vaso de agua y numerosos otros fenómenos de mezcla. La mecánica estadística (hoy también en su versión de mecánica estadística cuántica) comprende igualmente el estudio de la antigua termodinámica fenomenológica.
Precisamente en este campo, a partir de la formulación del segundo principio de la termodinámica, se ha ido asentando en física la idea de la irreversibilidad de muchos procesos materiales y, por tanto, la nota de su asimetría temporal fáctica, a pesar de la asimetría temporal de las ecuaciones teóricas (Castagnino 1998a, 1998b; Callender 2001). El segundo principio termodinámico establece que en los sistemas aislados, es decir, privados de intervenciones causales externas, la entropía crece en su conjunto, hasta alcanzar un máximo, dejando al sistema en una situación de equilibrio. Por consiguiente, un sistema físico evoluciona naturalmente y de modo irreversible desde situaciones más estructuradas pero inestables (de no-equilibrio) hacia situaciones de equilibrio, privadas de un orden diferenciado. Obviamente, este punto tiene consecuencias en el plano cosmológico (evolución del universo hacia un estado de máxima entropía, es decir, de máximo desorden) (Davies 1977; Hollinger 1985; Kroes 1985). Recuérdese, en este sentido, que el concepto de orden es relativo a ciertos criterios. La caracterización de la entropía como un grado de desorden asume el orden como una situación estructurada, específica, organizada, mientras que el desorden –que en realidad es un orden mínimo, indiferenciado, monótono– se refiere a la falta de estructuras.
La temática de la dirección del tiempo en los diversos sectores de la física –teoría cuántica, relatividad especial y general, teoría cuántico-relativista de campos, etc.– fue ampliamente discutida en los estudios de filosofía de la física. Se da, por ejemplo, una asimetría temporal en las interacciones débiles, evidenciada en varios experimentos. Aparte de la problemática teórica (Coveney 1992; Zeh 1992; Halliwell 1994), lo que importa es ante todo el hecho de la patente dirección temporal de la evolución del cosmos a partir del Big Bang hasta su estado actual, y también de cara a su futuro remoto (Hawking 2012, 2013; Davies 1994). Esta evolución es, concretamente, la expansión del universo y su progresivo enfriamiento térmico, evidenciado por la radiación cósmica de fondo, hoy caracterizada por una temperatura de 2,74 grados Kelvin, a lo que se añade la formación de las grandes y pequeñas estructuras físicas de la naturaleza, el nacimiento y la evolución de la vida y, en fin, el crecimiento global de la entropía en todo el cosmos. Una eventual contracción cósmica comportaría igualmente un incremento de entropía y no supondría una inversión exacta de su proceso expansivo (Hawking 1994, 356). Su expansión indefinida, asumida actualmente como su destino más probable, es igualmente una marcha irreversible hacia el futuro. Todos estos fenómenos, sobre todo los pertenecientes a la evolución de la vida, manifiestan una asimetría temporal: el futuro del universo no es idéntico a su pasado.
La determinación de la dirección física del tiempo no nace de las ecuaciones físicas, sino más bien de la realidad global del cosmos, es decir, del conjunto de todas las flechas temporales particulares, por lo que la eventual inversión local de algunos procesos no supone la inversión de conjunto del tiempo del universo (Castagnino 2006). Dicho de otro modo, la unidad de la dirección del tiempo en todos los fenómenos físicos parece proceder de la unidad misma del cosmos tomado globalmente en su evolución, puesto que la flecha cosmológica, en cuanto en cierto modo es la última, fija la dirección de las otras flechas locales. Para saber esto no haría falta un conocimiento exhaustivo del cosmos, cosa imposible, sino que bastan nuestros conocimientos cosmológicos científicos.
Por otro lado, parece imprescindible conectar la dirección temporal de la evolución cósmica con nuestro presente como observadores terrestres, pues sólo desde el presente actual puede fijarse la flecha orientada hacia un futuro irreversible. Sólo en la concepción realista del tiempo A es esto posible. Y así, si bien, como dijimos, nuestro ‘ahora’ compartido con los habitantes de la tierra es ‘local’ en cuanto está insertado en el sistema Sol-Tierra, cabe físicamente conectar la dirección temporal del sistema solar con el cosmos que conocemos en su globalidad (Sanguineti 2012).
Dicho sea de paso, aunque el cosmos en su globalidad no fuera temporal –Aristóteles, por ejemplo, contaba con un modelo cíclico en su concepción de un cosmos perpetuo–, no por eso desaparecería la temporalidad histórica de los vivientes terrestres. El devenir cósmico, con su temporalidad finita, no es imprescindible para el realismo de la temporalidad humana, incluso biológica. Todo parece indicar, sin embargo, que en su conjunto el universo mismo apunta a un futuro que no es igual a su pasado, es decir, se excluye el tiempo cíclico cósmico que lo haría ‘eterno’ en cierto sentido.
2.5 Temporalismo y atemporalismo ↑
Apoyándose en la simetría temporal de las leyes físicas y en la posibilidad teórica de la inversión de los procesos físicos, algunos autores, como el mismo Einstein, en sus reflexiones filosóficas sobre la ciencia y el universo sostuvieron que en la naturaleza no habría una verdadera dirección temporal, sino más bien un orden atemporal o ‘eterno’, y que el orden pasado-presente-futuro nacería del observador humano o de su perspectiva local.
Como ya dijimos, esta posición ‘atemporalista’, propia del tiempo B, a veces mira a la realidad de un modo platónico, logicista o idealista, es decir, lo mira sólo desde el punto de vista de las leyes teóricas en cuanto consideradas abstractamente en el nivel del pensamiento científico matemático. La actitud atemporalista, si se toma en un sentido radical y reduccionista, cancela la importancia del tiempo histórico en la vida humana. Un ejemplo extremo de esta postura, peculiar pero significativo –por supuesto, sin base científica– fue la fe de Nietzsche en el eterno retorno de todos los eventos del cosmos después de largo periodos finitos de tiempo. Otros autores –como Bergson, Whitehead y en algún sentido Prigogine– (Bergson 1985; Prigogine 1994, 2012) representan en cambio una visión temporalista, en la que la naturaleza tomada globalmente es ‘creativa’ y reserva siempre novedades para el futuro.
2.6 Comienzo y final del tiempo ↑
Como queda dicho, la ausencia de una dirección temporal del cosmos, es decir, el hecho de que las direcciones temporales sean simplemente locales, implicaría que el universo sería de alguna manera sempiterno, sin principio ni fin. Esta eternidad, de todos modos, nada tiene que ver con la eternidad de Dios. Vendría a ser solamente un perdurar indefinido de lo temporal, por lo que no comportaría una real perfección ontológica, sino más bien todo lo contrario, y de cualquier modo siempre remitiría a una dependencia absoluta respecto de Dios como Vida e Inteligencia Eterna. Un cristiano como Tomás de Aquino no encontraba dificultades en admitir la posibilidad teórica del cosmos aristotélico perpetuo, porque no existe en línea de principio una incompatibilidad entre la perpetuidad del universo y su dependencia ontológica de Dios Creador, que en este sentido le da un principio radical en el orden del ser (Tomás de Aquino, De Aeternitatte Mundi). La creación divina, como se ha dicho, no es una causalidad temporal, sino una dependencia ontológica absoluta y permanente. Las posturas apologéticas que vinculan la existencia de Dios a la tesis del inicio temporal del mundo, o que, al contrario, ligan el ateísmo a la eternidad del cosmos, constituyen planteamientos teóricos inadecuados (Sanguineti 1994).
En rigor no es demostrable, ni científica ni filosóficamente, que el universo haya tenido un inicio absoluto o que sea eterno. La visión cosmológica actual –teoría del Big Bang– ciertamente favorece la idea del inicio absoluto, pero no lo demuestra de un modo incontrovertible. Las cosmologías cuánticas, que hasta el día de hoy son sólo especulativas, presentan un cuadro cuanto-gravitatorio atemporal del que nacería nuestro universo, con su tiempo propio, a título de evento probable entre muchos otros eventos posibles. Esta perspectiva, real o no, no llega a ser incompatible con el carácter creado del cosmos.
Sea como sea, la existencia de una flecha temporal cósmica implica, como vimos arriba, que el universo en realidad está andando hacia un verdadero futuro. Viendo en su conjunto al cosmos, tenemos la certeza del crecimiento de sus estructuras y organización dinámica, de lo que puede concluirse por inducción que existe un finalismo en la naturaleza, que culmina en la vida y sobre todo en la vida inteligente, como es la vida humana. Este finalismo es compatible con muchas contingencias y fenómenos de azar, es decir, no necesita ni postula un marco determinista. Sin embargo, tenemos también la certeza de un incremento global de entropía en el cosmos, pues el surgimiento de un orden implica siempre un gasto energético, y además sabemos que toda estructura física, a excepción de las más elementales, existe sólo durante un periodo de tiempo finito, por largo que pueda ser, después del cual decae (las estructuras estelares y atómicas están sujetas al decaimiento final).
Estos dos aspectos contrastantes de la flecha temporal crean interrogantes sobre el destino definitivo del cosmos en una perspectiva puramente física. Algunos autores especulan sobre un posible futuro de nuevos universos y de nuevas formas de vida, que llegaría hasta la definitiva afirmación de la vida inteligente en el cosmos (Tipler 2005). No lo hacen apoyándose en conocimientos científicos, sino partiendo de ideas sobre el valor de la vida y la inteligencia, mientras investigan sobre la posibilidad física y matemática de esa tesis. Para otros, en cambio (Atkins 1986), el final desastroso sería inevitable, un final que suscita actitudes pesimistas y se opone a las aspiraciones más profundas de la persona humana.
La teología cristiana –lo mismo puede decirse de la teología hebrea, incluida en la cristiana, o de la del Islam– es compatible con las diversas teorías físicas sobre el origen y destino del cosmos físico, con tal de que no sean absolutizadas o que no se tomen de un modo cerrado y excluyente. La perspectiva teológica añade un destino metahistórico que no se coloca en el plano físico, pero que da un último sentido a la evolución del cosmos. Ese destino consiste en un nuevo orden cósmico en el que habitará la plenitud de la gloria de Dios y, en los seres humanos, verá la glorificación de la misma vida biológica en un contexto de inmortalidad, es decir, de superación de la muerte y la corrupción. No se trata de un simple final físico, pues este destino pertenece a la historia de la salvación y a la santificación de las personas creadas a imagen y semejanza de Dios y llamadas a vivir una íntima unión con Dios por el conocimiento y el amor, en armonía con el cosmos y en unidad con los demás seres humanos que hayan alcanzado la gloria y la bienaventuranza definitivas.
3 Tiempo humano ↑
El mundo físico manifiesta poco a poco, en su estratificación de perfecciones, propiedades ontológicas como la unidad, la bondad, el finalismo, el dominio y, en definitiva, el mismo ser tomado como acto y perfección. La temporalidad vista como pura dispersión ontológica, en la forma del devenir (cfr. I, 8), se supera cuando nos elevamos a grados más altos de ser: mayor complejidad, auto-organización biológica, existencia personal (para una visión ‘graduada’ de las formas temporales, ver Fraser 1988, 1993). Esta concepción del tiempo según los ‘grados’ de perfección de la naturaleza es más adecuada que la drástica escisión entre ‘tiempo físico’ y ‘tiempo psíquico’, típica del dualismo cartesiano.
Los seres vivientes, en este sentido, conservan el pasado en el código genético y organizan su tiempo en función de sus finalidades biológicas, desarrollándose hasta que llegan a una madurez orgánica. Los animales comienzan a superar la vida limitada al presente mediante la memoria y las expectativas instintivas. El ser humano capta con el pensamiento el tiempo como tal, y así puede recorrerlo –con el conocimiento– en todas sus direcciones (reconstrucciones del pasado y anticipaciones del futuro).
Sólo la mente es capaz de pensar en todo el tiempo del universo e incluso en otros tiempos, o en la anulación del tiempo. Los calendarios, relojes, horarios, son signos del dominio humano sobre el tiempo. Dentro de ciertos límites, organizamos el tiempo, lo utilizamos en función de los fines que nos proponemos, decidimos sobre sus momentos, administramos sus plazos, nos concedemos pausas, etc., demostrando así ser auténticos ‘señores’ del tiempo. La estructura máximamente temporal del ser humano –el único ser que se asoma verdaderamente al futuro y al pasado sin límites–, es decir, su historicidad, es la consecuencia de un espíritu humano supratemporal que, de todos modos, existe en el tiempo. La situación ontológica humana de ser en el tiempo y de estar a la vez por encima del tiempo nace de la estructura unitaria de un espíritu que es alma de un cuerpo, es decir, de ser una persona corpórea.
El tiempo humano, si bien participa de la pura temporalidad física, supone una especial percepción del tiempo arraigada en las capacidades perceptivas del cerebro y sus ritmos. Cada uno de nuestros sentidos –vista, oído, tacto, etc.– tiene su modo de objetivar el paso del tiempo y de sus aspectos (orden, pasado, futuro, simultaneidad, duración, sensación de presente, etc.) (Le Poidevin 2011). Se produce así una peculiar captación psicobiológica del tiempo, basada en la asociación entre la percepción del momento presente y la memoria. Esta percepción resulta iluminada por la comprensión intelectual del tiempo, ‘supratemporal’ en cuanto se apoya en la abstracción. De este modo, el tiempo psicológico se funde con el tiempo métrico, con sus vínculos con la tecnología (relojes) y las ciencias, dando lugar a la percepción por la que cada uno se sabe situado en cierto momento del día, de la semana, del mes, etc. La conciencia de la situación temporalizada, a su vez, se une a los tiempos culturales que van uniendo y separando momentos de la vida (fiestas, aniversarios, ritmos del trabajo, etc.). Con ayuda de la ciencia, los micro-tiempos de la existencia humana se pueden vincular a los macro-tiempo cósmicos, por ejemplo, al saber que estamos situados en un siglo o en una fase de la historia del planeta y del mismo universo.
La consideración de los aspectos del tiempo humano y de su significado para nuestra existencia (espera, ansiedad, prisa, etc.) da lugar al tiempo fenomenológico, sobre el que autores existencialistas y fenomenólogos han meditado (ver McLure 2005, donde se estudia el tiempo fenomenológico en autores como Bergson, Husserl, Heidegger y otros). El tiempo fenomenológico, esto es, la vivencia personal del tiempo, no excluye sus aspectos ontológicos, sobre los cuales nos hemos detenido en las páginas anteriores (realidad del futuro, inmutabilidad del pasado, etc.).
Los tiempos humanos pueden llamarse en su conjunto historia y también existencia. La perspectiva histórica suele denominarse también narrativa, porque se conoce no por análisis causales, sino mediante procedimientos narrativos. La persona es histórica en cuanto su tiempo acumula progresivamente el pasado, en forma de recuerdos, experiencias, hábitos, conocimientos adquiridos, tradiciones, a la vez que está en el presente, pero asomándose continuamente al futuro.
El pasado recordado y narrado (Ricoeur 1985, 1996) sirve para adquirir conciencia de la propia identidad. El futuro proyecta ante la persona un espacio de libertad. La existencia de un futuro significa que la historia de cada uno permanece abierta y que en cierta medida –muy importante– depende de su libertad. El presente es el lugar de la acción y las decisiones. La existencia posee también una estructura hermenéutica, pues vemos los horizontes de nuestro pasado y futuro a la luz del estado actual de nuestra conciencia temporal, lo que es compatible con el conocimiento de verdades permanentes acerca de la realidad y de nosotros mismos.
En definitiva, el tiempo humano no significa el puro pasar del devenir. Con las virtudes, los hábitos, las ciencias, el ser humano crece y madura a lo largo del tiempo, aunque puede también malograrlo con vicios y defectos. El tiempo donado a la persona humana, sobre todo en su proyección futura, es tiempo de libertad. El futuro se nos presenta como una posibilidad abierta de la que podemos disponer en muchos aspectos, aunque no en todos. El presente es el tiempo privilegiado en que podemos llevar al acto nuestras posibilidades, para dar así un sentido a nuestra existencia. La conciencia de la muerte nos recuerda que nuestro tiempo tiene un límite, y que en él debemos tomar las decisiones necesarias para alcanzar nuestro destino eterno.
Puede introducirse aquí el tema del deseo humano de eternidad. Si tenemos una idea de la eternidad, podemos desearla. Trascendemos el tiempo y por eso surge en nosotros el afán de eternidad, entendida, aunque oscuramente, como un deseo profundo de vivir para siempre y en plenitud. La idea de desaparecer para siempre o de vivir perpetuamente en conflicto y ansiedad repugna al ser humano. La plenitud, sin embargo, no es una simple prolongación indefinida de los años, sino una transformación del tiempo en un sentido de perfección y de armonía con los demás, el mundo y Dios.
Este cuadro existencial, sin embargo, no se percibe con claridad en el ámbito de la racionalidad filosófica. Hace falta el paso a la dimensión de la fe religiosa. En una perspectiva racional, la persona experimenta un anhelo de trascendencia no sólo para toda la humanidad, sino también personal, lo que se une a su inquietud ante el inevitable paso del tiempo y a su aproximarse a la muerte. Con ayuda de la filosofía, es posible argumentar también la inmortalidad del alma humana. Aún en nuestros tiempos secularizados, los hombres y mujeres perciben con fuerza un deseo hondo de eternidad, por ejemplo cuando se preocupan, a veces con temor, por la conservación de la naturaleza, por la supervivencia de la vida humana en el planeta o en el cosmos, y también cuando algunos abrigan utopías, no exentas de materialismo, en las que se imagina una victoria tecnológica sobre el envejecimiento y la muerte, o la generación de una nueva especie post-humana (transhumanismo) que podría alcanzar un dominio total del cosmos y la vida.
4 El tiempo en la teología cristiana ↑
La visión hebreo-cristiana del tiempo, confrontada con culturas dominadas por otras religiones, supera la concepción de un tiempo cíclico (Eliade 2013; Jaki 1974), planteando en cambio un tiempo lineal que recorre toda la historia, desde el principio, cuando Dios creó cielos y tierra (Génesis 1, 1), hasta la conclusión de la historia al final de los tiempos, cuando el proceso de salvación inaugurado por Cristo llegará a su momento culminante y definitivo en los ‘nuevos cielos’ y ‘nueva tierra’ (Apocalipsis, 21, 1).
Aunque la fe cristiana confiere así una nueva forma ‘existencial’ al tiempo último del cosmos y de la historia, ella nada dice de la estructura del tiempo cosmológico y ni siquiera de las formas concretas en que se desenvuelve la historia. La teología cristiana quita validez sólo a las cosmovisiones que hacen del tiempo una realidad absoluta y definitiva o que configuran la eternidad de un modo inadecuado e incompatible con Dios visto como Creador y como un ser Personal (tripersonal, si consideramos el misterio de Dios Uno y Trino).
La realidad del tiempo entendido como devenir pertenece a la naturaleza del cosmos creado por Dios. El destino final y la transformación del universo en lo que será su configuración final gloriosa implican una transfiguración final del tiempo cósmico, en función de la gloria de los resucitados en torno a Cristo, Cabeza de la creación visible por ser el Verbo de Dios encarnado. La historia es como una antesala y preparación de la realidad meta-histórica del Reino de Dios asentado definitivamente en la creación. El universo actualmente está como en un proceso de preparación de cara a su culminación de gloria, para que cada persona humana demuestre con su vida la unión de su libertad al amor que Dios le dona. Tomado en su conjunto, el proceso cósmico contiene un mensaje significativo para la teología, pues habla del orden del universo, de su temporalidad in fieri y de su contingencia.
La visión cristiana del tiempo no implica necesariamente un cuadro histórico de la misma naturaleza, pero tampoco lo excluye. No se asume una física que comporte por necesidad el inicio ‘cronológico’ del universo, ni tampoco su destrucción o transformación en un determinado sentido. La linealidad del tiempo pertenece en la visión bíblica más bien a la existencia humana histórica, una línea irreversible de libertad, en la que la persona humana puede acoger en esta vida un plan divino que culmina en la vida eterna después de la muerte y en el final definitivo de la historia de la humanidad. Una estructura cosmológica, antropológica o teológica –azarismo, fatalismo, determinismo absoluto, eterno retorno absolutizado– que haga vana esta configuración del tiempo humano queda fuera de la teología hebreo-cristiana.
Llama la atención la importancia que tiene la temporalidad en la revelación judeo-cristiana, revelación que de suyo tiene una estructura histórica, pues es precisamente una ‘historia de la salvación’. En el Antiguo Testamento Dios establece un pacto con un pueblo escogido, evento fundamental de la historia que involucra a toda la humanidad. Israel conserva y reflexiona sobre su propia identidad, es decir, sobre la vocación recibida por Dios. En este sentido, mira al pasado con la constante reminiscencia de la llamada –elección de los Patriarcas, liberación de la esclavitud en Egipto, entrega de la Ley–, a la vez que dirige la mirada hacia el futuro de las promesas que se hicieron a Abraham, a Moisés y a los Profetas, promesas que hacen esperar en la posesión de una tierra como don de Dios y que ulteriormente se proyectan hacia la liberación mesiánica definitiva y al advenimiento del Reino de Dios.
En el Nuevo Testamento predomina un clima de cumplimiento de las promesas. “El tiempo se ha cumplido” (Marcos, 1, 14): Cristo ya ha venido, en la plenitud de los tiempos (Gálatas 4, 4; Efesios 1, 10). El tiempo aparece aquí como un despliegue de un designio divino que, recorriendo toda la creación, llega a su momento culminante en la Encarnación del Hijo de Dios, por tanto no sólo en un puro sentido cronológico, sino en cuanto Cristo pone en conjunción el tiempo –pues es hombre– con la eternidad –pues es Dios–, permitiendo así a la persona humana participar en esta conjunción salvífica de lo humano y lo divino.
El tiempo humano se incorpora así a la eternidad de Cristo resucitado. El hijo de Dios administra sus tiempos, don de Dios, ‘capitalizando’ en esta vida mortal para la vida eterna, como puede verse en las parábolas del desarrollo de la semilla, del cultivo del campo, de la administración fiel de la casa de familias (Escrivá de Balaguer 2012). El ‘tiempo de la gracia’ es un germen de la vida eterna futura que se posee en la esperanza, un germen que debe cultivarse también con el sufrimiento y la cruz. La tensión hacia el futuro escatológico constituye la esperanza cristiana (Leuba 1994). El final de los tiempos será el “día del Señor” (2 Pedro 3, 10, con referencia a Isaías 2, 11 y otros sitios de los Profetas), en el que el juicio de Dios pondrá fin a la historia y así la vida de la gracia, en quienes serán hallados fieles, llegará a su maduración perfecta, operada por el mismo Dios, que se revelará plenamente a los santos: “cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto” (1 Corintios 13, 10). La Biblia comienza con las palabras en el principio (Génesis 1, 1) y se concluye con el vengo pronto de Cristo (Apocalipsis 22, 20).
La tensión escatológica cristiana hacia el futuro no es, por tanto, una filosofía de la historia intramundana. La redención divina del tiempo no implica una consagración del desarrollo ‘horizontal’ de la historia, que continúa según su propia dinámica y que no debe ser divinizada (idolatrada). La historia está siempre abierta al futuro intrahistórico, que no es necesariamente ni mejor ni peor, es más, siempre contendrá elementos que deberán corregirse. La historia profana es el conjunto de las circunstancias temporales en las que le toca vivir a cada ser humano su vocación personal a la vida eterna, no un estadio más avanzado hacia Dios.
En este artículo no se considera la cuestión de la eternidad, ni su relación con el tiempo. Filosóficamente la noción de eternidad puede tener varios sentidos, uno de los cuales sería una infinita sucesión de eventos temporales –duración indefinida–, y otro sería la atemporalidad propia de los objetos abstractos pensados, por ejemplo la atemporalidad del mundo matemático. Ninguno de estos dos sentidos es la eternidad tal como se entiende en la teología cristiana, esto es, como vida eterna (Juan, 17, 2-3), vida plena, siempre actual y sin sucesión, según la célebre definición de Boecio: “posesión simultánea y perfecta de una vida sin término” (De Consolatione Philosophiae, V, 6, 9).
El hombre tiene en su espíritu algunos elementos de ‘eternidad’, como vimos, no sólo porque puede pensar objetos atemporales, sino porque su misma vida ordinaria, si bien es corpórea, tiene ciertos aspectos en que su ser está como compactado y no dispersado (vivencia de valores, amor trascendente, identidad personal, memoria vivida del pasado). Esta “temporalidad espiritualizada” –no sujeta a un puro devenir– permite atisbar por analogía cómo puede ser la existencia de una Vida eterna absoluta, personal y espiritual, como se da en Dios Eterno (Tapp 2011).
La noción de Dios Eterno no es incompatible, como sostienen algunos autores (Cullman 2008; Craig, 2001b; Pike 2002), con su actuación personal en el mundo humano. No podemos figurarnos cómo puede ser esta actuación sino al modo humano, pero no por eso se deben atribuir a Dios características propias de la temporalidad humana. Tampoco cabe el extremo contrario de abrazar la teoría del tiempo B –atemporalismo– para compabilizar el tiempo humano con la eternidad divina. La eternidad del tiempo B no es una vida eterna real, sino que es más bien una eternidad pensada.
En la vida eterna gloriosa, tras la resurrección, el tiempo físico estará inscrito en un nuevo estado del universo, que no podemos concebir desde nuestra situación presente. Podemos decir tan sólo que el tiempo no será eliminado, sino que será más bien transfigurado y liberado de todo lo que ahora contiene de corruptivo (Russell 2012). El tiempo comporta cierta participación en el ser, y así el tiempo del estado de gloria de los nuevos cielos y tierra será una participación más alta en la Eternidad de Dios.
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Zeh, H. Dieter. 1992. The Physical Basis of the Direction of Time. Berlín: Springer.
6 Cómo Citar ↑
{{{cabecera}}}. En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Tiempo
7 Derechos de autor ↑
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8 Herramientas académicas ↑
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El capítulo de la filosofía (metafísica, en particular) que estudia la realidad, su estructura y las entidades existentes en ella.