Belleza

Crispin Starwell
Dickinson College

De DIA
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Versión española de Beauty, de la Stanford Encyclopedia of Philosophy.

Traducción: Gustavo Riesgo


Publicado por primera vez el martes 04 de septiembre de 2012.

La naturaleza de la belleza es uno de los temas más recurrentes y controversiales en la filosofía occidental, y constituye –junto con la naturaleza del arte– uno de los dos temas fundamentales de la estética filosófica. Tradicionalmente se ha considerado a la belleza entre los valores más altos junto con la bondad, la verdad y la justicia. Es un tema principal para los filósofos de la antigua Grecia, los helenísticos y los medievales, y fue fundamental en el pensamiento del siglo XVIII y XIX como se evidencia en el enfoque de pensadores como Shaftesbury, Hutcheson, Hume, Burke, Kant; Hegel, Schopenhauer, Hanslick y Santayana. A principios del siglo XX, se evidenciaba una merma en el interés por la belleza como tema de investigación filosófica y como objeto principal de las artes. Sin embargo, la última década ha sido testigo de un renacimiento del interés en el tema.

Este artículo comenzará con un bosquejo del debate sobre la naturaleza objetiva o subjetiva de la belleza, la cual es quizás la controversia más investigada en la literatura. Se continuará con la exposición de algunos de los principales enfoques o teorías de la belleza desarrolladas dentro de la filosofía occidental y las tradiciones artísticas.


1 Objetividad y subjetividad  

Posiblemente el tema principal más conocido en la teoría de la belleza es si la belleza es subjetiva –localizada “en el ojo del espectador”– o si es una característica objetiva de las cosas bellas. Una versión pura de cualquiera de estas posiciones parece insostenible, por razones que ya examinaremos, y se han realizado varios intentos para encontrar un punto medio o para incluir conceptos tanto del enfoque subjetivista como del objetivista. El mundo antiguo y el medieval ubicaron la belleza fuera de cualquier experiencia particular de un individuo. No obstante, que la belleza se considere subjetiva ha sido un tema recurrente desde la época de los sofistas. Ya para el siglo XVIII, Hume escribiría lo siguiente, expresando, de este modo, un “aspecto de la filosofía”:

“La belleza no constituye una cualidad intrínseca de las cosas: existe unicamente en la mente que las contempla; y cada mente percibe una belleza diferente. Una persona puede incluso percibir deformidad, donde otro es conciente de la belleza; y cada individuo debe aceptar su propia postura, sin pretender por eso influir en la de los otros.” (Hume 1757, 136)

Y Kant impulsa su discusión sobre este tema en La crítica del juicio (La tercera crítica) no menos enfáticamente:

“El criterio de gusto no constituye, por consiguiente, un juicio cognoscitivo, y consecuentemente no es lógico sino estético, por lo cual se entiende que su terreno determinante no puede ser otro que el subjetivo. Cada referencia a las representaciones, inclusive aquellas que representan las sensaciones, pueden ser objetivas (y esto entonces representa el [elemento] real de una representación empírica), salvo únicamente por la referencia al sentimiento de placer o de dolor, por el cual nada en el objeto es significado, pero a través del cual se manifiesta una sensación en el sujeto al sentirse afectado por la representación” (Kant 1790, sección 1)

Sin embargo, si la belleza es enteramente subjetiva –es decir, si cualquier cosa que cualquier persona considera bella o experimenta como bella es efectivamente bella (como afirma James Kirwan, por ejemplo)– entonces parecería que la palabra carece de significado, o que nosotros no estamos transmitiendo nada cuando llamamos a algo bello excepto quizás una actitud personal de aprobación. Además, aunque distintas personas pueden por supuesto diferir en determinados juicios, resulta también obvio que nuestro juicio coincide hasta un extremo realmente notable: resultaría extraño o perverso que alguna persona negara que una rosa perfecta o un atardecer imponente sean bellos. Y es posible realmente estar en desacuerdo y discutir si algo puede considerarse bello o no, o intentar mostrar a una persona que algo es bello, o aprender de otra persona por qué lo es.

Por otro lado, parece absurdo pensar que la belleza no tiene conexión con una respuesta subjetiva o que es completamente objetiva. Esto parecería implicar, por ejemplo, que un mundo sin observadores podría ser bello o feo, o tal vez que la belleza podría detectarse por medio de instrumentos científicos. Aún si esto pudiera ser viable, la belleza parecería estar conectada a una respuesta subjetiva, y aunque pudiéramos argumentar sobre si algo es bello o no, la idea de que la experiencia que uno tiene de la belleza podría ser calificada simplemente como imprecisa o falsa podría generar tanto confusión como hostilidad. A menudo consideramos el gusto de otras personas, aún cuando difiere del propio, como tentativamente merecedor de cierto respeto, a diferencia de, por ejemplo, opiniones morales, políticas o fácticas. Toda postura plausible sobre la belleza conecta a la belleza con una respuesta placentera, profunda o amorosa, aún incluso si estas posturas no ubican la belleza únicamente en el ojo del observador.

Hasta el siglo dieciocho, la mayoría de las posiciones filosóficas sobre la belleza la consideran una cualidad objetiva: la ubican en el propio objeto bello o en las cualidades de ese objeto. En De la verdadera religión, San Agustín cuestiona explícitamente si las cosas son bellas porque brindan placer o dan placer porque son bellas; él enfáticamente opta por la segunda (S. Agustín, 247). La postura de Platón en El Simposio y la de Plotino en Enéadas relacionan la belleza con una respuesta del amor y el deseo, pero localizan la belleza misma en ámbito de las Formas, y la belleza de determinados objetos en su participación en la Forma. De hecho, la postura de Plotino en un momento convierte a la belleza en una cuestión que podríamos denominar “formadidad”: que posee la forma definida y característica de la clase de cosa que el objeto es.

“Sostenemos que todo lo atractivo de este mundo viene por comunión en una Forma-Ideal. Todo lo informe cuya naturaleza permite la incorporación de figura y forma, en tanto se mantenga fuera de la Razón y la Idea, es desagradable a partir de su propio aislamiento del Pensamiento Divino. Y esto es Lo Absolutamente Desagradable: una cosa desagradable es algo que no ha sido completamente dominado por el modelo, es decir, por la Razón, la Materia que no se entrega en su totalidad y en todos los aspectos a la Forma-Ideal. Pero donde la Forma-Ideal ha entrado, ha agrupado y coordinado aquello que desde una diversidad de partes ha de convertirse en una unidad: ha ordenado la confusión hacia una co-operación: los ha sumado en una armoniosa coherencia: puesto que la Idea es una unidad y lo que moldea debe convertirse en una unidad hasta donde la multiplicidad permita” (Plotino, 22 [Enéadas I, 6]).

En esta postura, la belleza es al menos tan objetiva como cualquier otro concepto, o de hecho adopta una cierta prioridad ontológica como más real que las Formas determinadas: es una especie de Forma de Formas.

Aunque Platón y Aristóteles discrepen acerca de qué es la belleza y acerca de otros tantos temas, ambos consideran la belleza como objetiva en el sentido de que no está localizada en la respuesta del observador. La concepción clásica (ver más adelante) considera la belleza como una forma de ejemplificar proporciones o relaciones definidas entre partes, las cuales podrían ser expresadas, por ejemplo, en la “razón dorada”. La escultura conocida como el ‘Canon’, de Policleto (siglos.V y IV AC), fue considerada un modelo de proporciones armoniosas a ser emulada por estudiantes y maestros por igual: la belleza podría lograrse de manera confiable al producir sus proporciones objetivas. De todas maneras, es convencional en los enfoques antiguos sobre el tema, alabar los placeres de la belleza, muchas veces descriptos en términos extáticos, como en Plotino: “Este es el espíritu que la Belleza siempre debe sugerir: admiración y un delicioso problema, deseo y amor y un temblor que es todo deleite” (Plotino 23, [Enéadas 1, 3]).

Posteriormente, en el siglo XVIII, no obstante, y particularmente en las Islas Británicas, la belleza era asociada con el placer de una manera algo diferente: se sostenía que el placer no era el efecto sino el origen de la belleza. Esto fue influenciado, por ejemplo, por la distinción de Locke entre cualidades primarias y secundarias. Locke y otros empiristas trataron el color (el cual es ciertamente una fuente de o lugar para la belleza), por ejemplo, como una “imagen” de la mente, como un conjunto de cualidades dependientes de una respuesta subjetiva, localizas en la mente perceptora en lugar de en el mundo exterior a la mente. Sin perceptores de cierto tipo, no habría colores. Un argumento a favor de esto consistió en la variación en los colores que experimentan las personas. Por ejemplo, algunos individuos son daltónicos, y una persona con ictericia visual percibe mucho del mundo en un tono amarillo. Además, el mismo objeto es percibido de diferentes colores por una misma persona bajo distintas condiciones: al mediodía y a la medianoche, por ejemplo. Tales variaciones también resultan conspicuas para las distintas experiencias de la belleza.

Sin embargo, algunos filósofos del siglo XVIII como Hume y Kant intuyeron que algo importante se había perdido cuando la belleza era considerada simplemente como un estado subjetivo. Ellos entendieron, por ejemplo, que con frecuencia surgen discusiones sobre la belleza de determinadas cosas, como las obras de arte y literatura, y que en semejantes discusiones, a menudo, se pueden, ocasionalmente, ofrecer argumentos y ocasionalmente estos argumentos resultarán convincentes. Ellos comprobaron a su vez, que si la belleza es completamente relativa a las experiencias individuales, esta cesa de ser un valor supremo, o inclusive reconocible como valor en sí en diferentes personas o sociedades.

El “Sobre la Norma del Gusto” de Hume y la Crítica del juicio de Kant intentan encontrar un camino a través de lo que se ha denominado “la antinomia del gusto”. El gusto es proverbialmente subjetivo: de gustibus non disputandum est (sobre el gusto no hay nada escrito). Por otra parte, de hecho frecuentemente discutimos sobre temas de gusto, y algunas personas son consideradas ejemplos de buen gusto o de la total falta del mismo. El gusto de algunas personas, por ejemplo, parece ser vulgar u ostentoso. El gusto de algunas personas es, en exceso, exquisitamente refinado, mientras que el de otras es vulgar, primitivo o inexistente. Por ende, el gusto parece ser tanto subjetivo como objetivo: esa es la antinomia.

Tanto Hume como Kant, como ya hemos visto, comienzan por reconocer que el gusto o la habilidad de detectar o experimentar la belleza son fundamentalmente subjetivos, que no existe un estándar del gusto en el sentido en el que el Cánon se consideraba que era, que si las personas no experimentan ciertos tipos de placer, entonces no existiría la belleza. Ambos reconocen que el sentido común puede ser útil, y que algunos gustos son mejores que otros. En diferentes maneras, ninguno de los dos autores considera a los juicios sobre la belleza ni como puramente subjetivos ni como objetivos, sino, en otras palabras, como inter-subjetivos o como poseedores de un aspecto social y cultural, o como conceptualmente portadores de un reclamo inter-subjetivo de validez.

La postura de Hume se enfoca en la historia y condición del observador mientras realiza el juicio de gusto. Nuestras prácticas respecto de evaluar el gusto de las personas conllevan que los juicios de gusto que reflejan prejuicios idiosincráticos, ignorancia, o superficialidad no son tan buenos como los juicios que reflejan un rango amplio de conocimiento sobre varios objetos de juicio y no se ven afectados por prejuicios arbitrarios. “Un sentido fuerte, unido a un sentimiento delicado, mejorado por la práctica, perfeccionado por la comparación, y libre de todo prejuicio, pueden –solo ellos– concederles a los críticos este valioso carácter, y el veredicto unánime de los mismos, donde sea que éste se fundamente, es la verdadera norma del gusto y de la belleza” (“Sobre la Norma del Gusto” 1757, 144).

Hume también sostiene que los veredictos de los críticos que poseen esas cualidades tienden a coincidir, y logran, eventualmente, unanimidad, la cual resulta, por ejemplo, para la eterna veneración de las obras de Homero o Milton. Entonces la prueba del tiempo, acuñada por los veredictos de los mejores críticos, funciona como algo análogo a un estándar objetivo. Aunque los juicios de gusto se mantengan esencialmente subjetivos, y aunque ciertas obras de arte u objetos contemporáneos puedan parecer irremediablemente controversiales, el consenso a largo plazo de las personas que están capacitadas para juzgar funciona análogamente a un estándar objetivo y transforma a dichos estándares en innecesarios aún si éstas pudieran ser identificadas. Aunque no podemos encontrar directamente un estándar de belleza que describa las cualidades que una cosa deba poseer para ser bella, podemos describir las cualidades de un buen crítico o de una persona con buen gusto. Entonces, el consenso a largo plazo de tales personas es el estándar práctico del gusto y el medio para justificar los juicios sobre la belleza.

De igual manera, Kant admite que el gusto es fundamentalmente subjetivo, que todo juicio de belleza está basado en la experiencia personal, y que semejante juicio varía de persona en persona.

“Como definición de gusto me refiero a una definición cuya condición nos permita incluir el concepto del objeto, y así inferir, por medio de un silogismo, que el objeto es bello. Pero eso es absolutamente imposible. Porque yo debo sentir inmediatamente el placer en la representación del objeto, y sobre eso puedo ser persuadido sin tener prueba alguna. A pesar de que, como sostiene Hume, todos los críticos pueden razonar más efectivamente que los cocineros, aun así les aguarda el mismo destino. Ellos no pueden aspirar a que la base determinante de su juicio [se derive] de la fuerza de las pruebas, auque sí solamente desde la reflexión del sujeto sobre su propio estado de placer o dolor.” (Kant 1790, sección 34)

Pero la afirmación de que una cosa es bella tiene más contenido que simplemente que me proporciona placer. Una cosa puede agradarme por razones enteramente excéntricas a mí: puede suceder que yo disfrute de una experiencia agridulce ante un retrato de mi abuela, por ejemplo, o ante la arquitectura de una casa que puede recordarme a aquella en la que crecí. “A nadie le interesa eso”, sostiene Kant (1790, sección 7): nadie envidia que tenga tales experiencias, pero nadie piensa en reclamar para sí el derecho de poder tener una experiencia similar respecto del tema.

Por el contrario, Kant argumenta que el juicio de que una cosa es bella es un juicio desinteresado. No responde a mis idiosincrasias, o en todo caso si me percatara que lo hace, no consideraré que estoy experimentando la belleza per se del objeto en cuestión. De una manera similar a lo que ocurre con Hume –a quien Kant evidentemente tiene en mente– debemos despojarnos de los prejuicios para llegar a un genuino juicio de gusto, y Kant le otorga a esa idea una interpretación muy elaborada: el juicio debe ser realizado independientemente del rango normal de los deseos humanos –deseos económicos y deseos sexuales, por ejemplo, los cuales son ejemplos de nuestros ‘intereses’ en este sentido. Si estamos caminando en un museo admirando las obras de arte porque éstas resultarían muy onerosas si deberían ser puestas en subastas, por ejemplo, o preguntándonos si podríamos robarlas y revenderlas, no estamos experimentando la belleza de las obras de arte. Debemos enfocarnos en la forma de la representación mental del objeto en su propio beneficio, cómo es en sí mismo. Kant resume eso en la idea de que en la medida en que uno pueda llegar a tener una experiencia de la belleza de algo, uno es indiferente a su existencia. Por el contrario, uno experimenta placer en su auténtica representación en nuestra experiencia.

“Ahora, cuando la pregunta es si una cosa es bella o no, no deseamos saber si algo depende o puede depender de la existencia de tal cosa, tanto sea para mí mismo o para otra persona, sino cómo la juzgamos por la sola observación (intuición o reflexión)…Entendemos con facilidad que, al decir que una cosa es bella, y al mostrar que tengo buen gusto, me preocupa no aquello de lo que dependo para defender la existencia del objeto sino aquello que yo mismo entiendo sobre esta representación. Todos deben admitir que un juicio sobre la belleza, en el cual se entremezcle el más mínimo interés, es muy parcial y no es un juicio puro de gusto.”(Kant 1790, sección 2)

Una fuente importante del concepto de desinterés estético es el diálogo del Tercer Conde de Shaftesbury, Los moralistas, donde el tema está enmarcado en términos de un paisaje natural: si estás mirando un bello valle especialmente como una valiosa oportunidad comercial, no lo estás observando por sí mismo, y no puedes experimentar por completo su belleza. Si estas observando a una mujer agradable y considerándola como una posible conquista sexual, no eres capaz de experimentar su belleza por completo o en su sentido más puro; se distrae tu atención de la forma representada en tu experiencia. Y Shaftesbury, también, localiza la belleza en la capacidad de representación de la mente. (Shaftesbury 1738, 222)

Para Kant, algunas bellezas son dependientes –en relación al tipo de cosa que el objeto es– y otras son libres o absolutas. Un buey bello sería un caballo feo, pero algunos diseños textiles abstractos, por ejemplo, pueden ser bellos en sí mismos sin un grupo de referencia o “concepto”, y las flores son agradables las relacionemos o no con su propósito práctico o función en la reproducción de las plantas (Kant 1790, sección 16). Esta idea en particular de que la belleza en toda su libertad se encuentra completamente separada del uso práctico y a quien la experimenta no le interesa la existencia real del objeto, lleva a Kant a inferir que la belleza absoluta o libre se encuentra en la forma o diseño del objeto, o en las palabras de Clive Bell, en la disposición de las líneas y colores (en el caso de la pintura) (Bell 1914). Sin embargo, para cuando Bell escribe al inicio del siglo XX, la belleza está fuera de moda en las artes, y Bell enmarca su punto de vista no en términos de belleza sino en términos de una concepción general formalista del valor estético.

Kant afirma (1790, sección 8) que desde el momento en que se alcanza un juicio genuino de gusto uno es conciente de que no está respondiendo a nada idiosincrático en uno mismo, y llegará a la conclusión de que cualquier persona en la misma situación debería tener la misma experiencia: es decir, asumiremos que no debería existir nada que distinguiera el juicio de una persona del de otra (aunque de hecho puede existir). Conceptualmente construida dentro del juicio de gusto nos encontramos con la afirmación de que cualquiera en una situación similar debería tener la misma experiencia y llegar al mismo juicio. Por consiguiente, entramada entre los juicios de gusto existe una ‘universalización’ en cierto modo análoga a la universalización que Kant asocia con los juicios éticos. En los juicios éticos, sin embargo, la universalización es objetiva: si el juicio es verdadero, entonces es objetivamente el caso en que todos deberían seguir la máxima según la cual uno actúa. En el caso de los juicios estéticos, sin embargo, el juicio permanece subjetivo, pero necesariamente contiene la ‘demanda’ de que todos deberían llegar al mismo juicio. El juicio conceptualmente conlleva un reclamo de validación intersubjetiva. Esto es por el hecho de que muy a menudo discutimos juicios de gusto, y consideramos defectuosos los gustos que son diferentes del propio.

La influencia de esta serie de ideas sobre la estética filosófica ha sido inmensa. Uno podría mencionar aproximaciones relacionadas al tema realizadas por figuras como Schopenhauer, Hanslick, Bullough, y Croce, por ejemplo. Una postura algo similar aunque más firmemente subjetivista es desarrollada por Santayana, quien define la belleza como “placer concreto”. El juicio de una cosa que es bella responde al hecho de que ésta induce cierto tipo de placer; pero este placer es atribuido al objeto, como si el objeto mismo tuviera estados subjetivos.

“Hemos logrado llegar a nuestra propia definición de belleza, la cual –desde el punto de nuestro sucesivo análisis y delimitación del concepto– es de un valor positivo, intrínseco y concreto. O, en un lenguaje menos técnico, la Belleza es el placer considerado como la cualidad de una cosa. La belleza es un valor, es decir, no es la percepción de un hecho o de una relación: es una emoción, una afección de nuestra naturaleza volitiva y apreciativa. Un objeto no puede ser bello si no puede brindar placer a nadie: una belleza a la cual todos los hombres sean siempre indiferentes es una contradicción…La belleza es entonces un valor positivo que es intrínseco; es un placer” (Santayana 1896, 50–51).

Es como si estuviéramos atribuyendo malicia a un objeto o dispositivo difícil de utilizar. El objeto causa ciertas frustraciones y entonces se le atribuye un accionar o un tipo de propósito subjetivo que explicaría la razón por la que causa tales efectos. Ahora bien, aunque Santayana pensó que la experiencia de la belleza podría ser profunda o hasta incluso podría ser el significado de la vida, esta postura parece convertir a la belleza en una especie de error: uno atribuye estados subjetivos (de hecho, el propio) a una cosa, la cual en muchas instancias, no es capaz de tener estados subjetivos.

Cabe remarcar que el tratamiento del tema por parte de Santayana en El sentido de la belleza (1896), fue la última publicación importante ofrecida en inglés por un largo tiempo, posiblemente porque, luego de que la belleza ha sido admitida como enteramente subjetiva, mucho menos cuando se considera que se sostiene en algún tipo de error, no queda mucho más por decir. Lo que impactó de las posturas de Hume y Kant fue la subjetividad, no los heroicos intentos de moderarla. Si la belleza es un placer subjetivo, parecería no tener mayor estatus que cualquier otra cosa que entretiene, divierte o distrae; parece extraño o ridículo considerarla como comparable en importancia, por ejemplo, con la verdad o la justicia. Y el siglo XX también abandonó la belleza como el objetivo dominante de las artes, una vez más posiblemente en parte porque la trivialización teóricamente llevó a artistas a creer que debían abocarse a proyectos más reales o más serios. Esta decadencia es explorada elocuentemente en el libro de Arthur Danto, El abuso de la belleza (2003).

Sin embargo, en los últimos años ha habido un resurgimiento del interés en la belleza tanto en el arte como en la filosofía y varios teóricos han realizado nuevos intentos de abordar la antinomia del gusto. Hasta cierto punto, dichos enfoques se asemejan al enfoque de G.E Moore: “Decir que algo es bello es decir, no que es en sí mismo bueno, pero que es un elemento necesario dentro de algo que lo es: comprobar que algo es verdaderamente bello es comprobar que un todo con el que este elemento guarda cierto tipo de relación como parte de él, es verdaderamente bueno” (Moore 1903, 201). Una interpretación de esto sería que lo que es fundamentalmente valioso es la situación en la que el objeto y sujeto que experimenta se hallan contextuados; el valor de la belleza puede incluir características tanto de la belleza del objeto como de los placeres del experimentador.

De igual manera, Crispin Sartwell en su libro Los seis nombres de la belleza (2004), no atribuye la belleza ni al sujeto ni al objeto, sino a la relación entre ambos e incluso más generalente a la situación o entorno en el cual ambos están inmersos. Él señala que cuando atribuimos belleza al cielo nocturno, por ejemplo, no consideramos que estamos simplemente reportando un estado placentero en nosotros; estamos celebrando el mundo real. Por otro lado, si no hubiera perceptores capaces de experimentar tales cosas, no existiría la belleza. La belleza, por el contrario, emerge en situaciones en la cuales sujeto y objeto están yuxtapuestos y conectados.

Alexander Nehamas, en Solo una promesa de felicidad (2007), describe la belleza como una invitación a ampliar experiencias, una manera en que las cosas nos invitan a conocerlas, a la vez que posiblemente nos rechazan. El objeto bello nos invita a explorar e interpretar, pero también requiere que nosotros exploremos e interpretemos: la belleza no debe ser considerada una característica superficial instantáneamente aprehensible. Y Nehamas, al igual que Hume y Kant, aunque en otro registro, considera que la belleza tiene una dimensión social irreductible. La belleza es algo que compartimos, o algo que queremos compartir, y las experiencias compartidas de la belleza son formas particularmente intensas de comunicación. Por consiguiente, la experiencia de la belleza no se encuentra fundamentalmente en la cabeza del experimentador, sino que conecta observadores y objetos tales como las obras de arte y la literatura en comunidades de apreciación.

“El juicio estético, en mi opinión, nunca fuerza acuerdos universales, y ni un objeto bello ni una obra de arte jamás comprometen a una comunidad católica. La belleza crea sociedades más pequeñas, no menos importantes o serias por ser parciales, y, desde el punto de vista de sus miembros, cada una es ortodoxa—ortodoxa, sin embargo, sin pensar en todas las otras como herejías. …Lo que está involucrado es menos una cuestión de entendimiento y más una cuestión de esperanza, de establecimiento de una comunidad que se centre alrededor de ella—una comunidad, para estar seguros, cuyos límites están constantemente cambiando y cuyos bordes nunca son estables.” (Nehamas 2007, 80–81)


2 Concepciones filosóficas de la Belleza  

Cada uno de los puntos de vista descriptos más adelante tiene varias formulaciones, muchas de las cuales pueden ser incompatibles entre sí. En muchas, o quizás la mayoría de las formulaciones propiamente dichas, encontramos más de un argumento. Por ejemplo, el acercamiento de Kant a la belleza en términos de placer desinteresado tiene elementos obvios de hedonismo, mientras que el extático neo-platonismo de Plotino incluye no solo la unidad del objeto, sino también el hecho de que la belleza convoca al amor o la adoración. Sin embargo, vale la pena remarcar cuán diferentes o inclusive incompatibles varios de estos puntos de vista son uno con el otro: por ejemplo, algunos filósofos asocian la belleza exclusivamente con el uso, otros precisamente con la inutilidad.


2.1 La Concepción Clásica  

El historiador de arte Heinrich Wölfflin brinda una descripción esencial de la concepción clásica de la belleza representada en la pintura y arquitectura del Renacimiento italiano.

El concepto fundamental del Renacimiento italiano es el de la proporción perfecta. En la figura humana como también en la de un edificio, esta época se esforzó en lograr la imagen de perfección en armonía con sí misma. Todo ser ya sea desarrollado o con vida propia, el todo coordinado libremente: nada sino partes independientemente vivas… En el sistema de una composición clásica, las partes individuales, sin importar cuán firmemente estén enlazadas con el todo, mantienen una cierta independencia. No es la anarquía del arte primitivo: la parte está condicionada por el todo, y aun así no cesa de tener vida propia. Para el espectador, eso presupone una articulación, un progreso de una parte a otra, el cual es un proceso muy diferente al de la percepción en general. (Wölfflin 1932, 9–10, 15)

La concepción clásica es que la belleza consiste en un conjunto de partes integrales contenidas en un todo coherente tomando en cuenta la proporción, la armonía, la simetría y nociones similares. Esto es una concepción primordialmente occidental de la belleza, y está representada en la arquitectura, escultura, literatura y música clásica y neoclásica donde sea que se manifiesten. Aristóteles afirma en Poética que “para ser bella, una criatura viviente, y cada todo compuesto por partes, debe…presentar un cierto orden en la disposición de dichas partes” (Aristóteles, volumen 2, 2322 [1450b34]). Y en Metafísica: “Las principales formas de la belleza son el orden, la simetría y la definición, las cuales son ejemplificadas de manera especial por las ciencias matemáticas” (Aristóteles, volumen 2 1705 [1078a36]). Este punto de vista, como sugiere Aristóteles, es a menudo reducido a una fórmula matemática, como por ejemplo, la razón dorada, pero no necesita ser pensada en términos tan estrictos. La concepción es ejemplificada sobre todo en textos tales como los Elementos de Euclides y trabajos de arquitectura como el Partenón, y, nuevamente, por el Canon del escultor Policleto (fines del quinto/principio del cuarto siglo a.C.).

El Canon no sólo fue una estatua diseñada para mostrar la proporción perfecta, sino también constituyó un tratado, hoy perdido, sobre la belleza. El médico Galeno describe el texto como especificativo, por ejemplo, de las proporciones de “Dedo a dedo y de todos los dedos al metacarpo, y a la muñeca, y de todos éstos al antebrazo, y del antebrazo al brazo, de hecho de todo a todo…Para enseñarnos en ese tratado toda la simetría del cuerpo Policleto respaldó su tratado con un estudio, y creó una estatua de un hombre basándose en ese tratado y bautizó a dicha estatua como el tratado el Canon” (citado en Pollitt 1974, 15). Es importante notar que la idea de ‘simetría’ en textos antiguos era mas rica en aquel momento que en su implicación actual de similitud bilateral, aunque también la incorpora de todos modos. También hace referencia precisamente al tipo de proporciones armónicas presentes en los objetos que son bellos en el sentido clásico.

El antiguo arquitecto romano Vitruvio brinda una muy buena descripción de la concepción clásica, tanto en sus complejidades como –correctamente suficiente– en su unidad:

“La arquitectura consiste en Orden, que en griego se denomina taxis, y disposición, a la cual los griegos llaman diathesis, y en Proporción y Simetría y Decoración y Distribución lo que para los griegos es oeconomía.

El orden es el ajuste equilibrado de los detalles de la obra en forma separada, y con respecto a todo, la disposición de la proporción con el objetivo de obtener un resultado simétrico.

La proporción insinúa un aspecto agradable: la exhibición adecuada de detalles en su contexto. Esto se logra cuando los detalles de la obra poseen una altura adecuada a su ancho, de un ancho adecuado a su longitud; en una palabra, cuando todo posee una correspondencia simétrica.

La simetría también es la armonía apropiada que nace de los detalles de la obra misma: la correspondencia de cada uno de los detalles con la forma del diseño en su conjunto. Al igual que en el cuerpo humano, las unidades de medida codo, pie, pulgada, entre otras son las que dan origen a la cualidad simétrica de euritmia. (Vitruvio, 26–27)

Santo Tomás de Aquino, en una típica formulación aristotélica pluralista, dice que “Existen tres requisitos para la belleza. En primer lugar, la integridad o perfección –ya que si algo está dañado, es feo. Luego existen la proporción o consonancia adecuadas. Y también la claridad: el lugar donde las cosas que son llamativamente coloridas son llamadas bellas”. (Suma Teológica I, 39, 8).

Francis Hutcheson en el siglo XVIII nos brinda lo que bien puede constituir la expresión más clara sobre este punto: “Lo que nosotros denominamos Bello en los Objetos, si utilizamos el lenguaje del Estilo Matemático, parecen hallarse en un índice compuesto de Uniformidad y Variedad; de modo que donde la Uniformidad de los Cuerpos es idéntica, la Belleza es como la Variedad; y donde la Variedad es la misma, la Belleza es como la Uniformidad” (Hutcheson 1725, 29). De hecho, defensores de esta postura a menudo hablan “en Estilo Matemático”. Hutcheson continúa eligiendo las fórmulas matemáticas y específicamente las proposiciones de Euclides, como los objetos más bellos (nuevamente en concordancia con Aristóteles), aunque él también elogia con entusiasmo la naturaleza, con su significativa complejidad reforzada por las leyes físicas universales reveladas, por ejemplo, por Newton. Existe belleza, explica, “en el Conocimiento de algunos grandes Principios, o Fuerzas universales, de los cuales surgen innumerables Efectos. Así es la Gravitación en la teoría de Sir Isaac Newton” (Hutcheson 1725, 38).

Un conjunto de muy convincentes refutaciones y contraejemplos a la idea de que la belleza pueda ser una cuestión de determinadas proporciones específicas entre partes, y por consiguiente a la concepción clásica, son propuestas por Edmund Burke en Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello:

“Si giramos nuestra vista hacia el reino vegetal, encontramos que no hay nada tan bello como las flores; pero las flores tienen todo tipo de formas y todo tipo de disposición y son modificadas y transformadas en una infinita variedad de formas...La rosa es una flor de gran tamaño, sin embargo crece en un pequeño arbusto; la flor de un manzano es muy pequeña, y crece en un árbol enorme. El cisne, sin duda un bello pájaro, tiene un cuello más largo que el resto de su cuerpo, pero un cola muy corta ¿Es ésta una bella proporción? Debemos admitir que lo es. Pero ¿qué deberíamos decir sobre el pavo real, que tiene comparativamente un cuello corto, con una cola más larga que el cuello y el resto de su cuerpo juntos…Existen algunas partes del cuerpo humano que se ha observado guardan cierta proporción unas con otras; pero previo a poder comprobarse que la causa adecuada de la belleza se basa en estas proporciones, debemos mostrar que cuando éstas son exactas, la persona a la cual pertenecen es bella. Por mi parte, en varias ocasiones examiné cuidadosamente muchas de estas proporciones y comprobé que se asemejaban o eran muy similares en varios sujetos, los cuales no solo eran muy diferentes unos de otros, sino que donde uno era muy bello el otro distaba mucho de serlo…Se puede asignar cualquier proporción que se desee a cada parte del cuerpo humano; y estimo que un pintor puede respetarlas en su totalidad, y aun así crear, si así lo desea, una figura muy desagradable” (Burke 1757, 84–89)


2.2 La concepción idealista  

Existen varias maneras de interpretar la relación de Platón con la estética clásica. El sistema político esbozado en La República caracteriza la justicia en términos de la relación entre la parte y el todo. Pero Platón era sin duda un disidente en la cultura clásica, y la postura sobre la belleza que se expresa concretamente en El simposio –tal vez el texto clave del neo-platonismo y de la concepción idealista de la belleza–considera una experiencia de belleza como una unidad perfecta.

Durante una fiesta, Sócrates relata las enseñanzas de su instructora, una tal Diotima, sobre las cuestiones del amor. Ella conecta la experiencia de la belleza con lo erótico o el deseo de reproducir (Platón, 558–59 [El simposio 206c–207e]). Pero el deseo de reproducir se asocia en cambio con el deseo por lo inmortal o lo eterno: ‘¿Y por qué todo este deseo por la reproducción? Porque este es el único inmortal y eterno en nuestra mortalidad. Y dado que hemos acordado que el enamorado desea que el bien sea suyo para siempre, se desprende que estamos destinados a desear la inmortalidad tanto como el bien –que es igual a afirmar que el Amor es un deseo de inmortalidad” (Platón, 559, [El simposio 206e-207a]). Lo que sigue, si no es clásico, es en todo caso típico:

“El candidato para esta iniciación no debe, si sus esfuerzos han de ser recompensados, comenzar demasiado temprano a dedicarse a las bellezas del cuerpo. En primer lugar, si su preceptor lo instruye correctamente, él se enamorará de la belleza de un cuerpo en particular, para que su pasión pueda dar vida a un noble discurso. A continuación, él debe considerar cuán íntimamente relacionada se halla la belleza de un cuerpo a la belleza de otro, y él verá que si se ha de dedicar al encanto de la forma resultará absurdo negar que la belleza de todos y cada uno de los cuerpos es la misma. Una vez llegada a esta instancia, él debe prepararse para ser el amante de cada cuerpo atractivo, y reducir su pasión por dicho cuerpo a la proporción adecuada considerándolo de poca o ninguna importancia.

Luego, él debe comprender que la belleza del cuerpo no es nada en comparación con la belleza del alma, entonces donde sea que él se encuentre con una belleza espiritual, inclusive bajo la piel de un cuerpo sin atractivo, él va a encontrarlo lo suficientemente bello como para enamorarse de él y apreciarlo –y con la belleza suficiente para acelerar en su corazón un ansia por tal discurso como suele darse frente a un edificio de noble naturaleza. Y a partir de esto él será llevado a contemplar la belleza de las leyes e instituciones. Y cuando descubra cómo cada tipo de belleza es afín a cualquier otra, él concluirá que la belleza del cuerpo no es, después de todo, de gran importancia. …

Y, entonces, cuando su devoción por la belleza juvenil ha llevado a nuestro candidato tan lejos que la belleza universal ha despertado su visión interior, él se encuentra casi en el umbral de la revelación final… Si partimos desde las bellezas individuales, la búsqueda por la belleza universal debe encontrarlo subiendo la escalera celestial, subiendo escalón por escalón –es decir, del uno al dos, y del dos a cada cuerpo agradable, y de la belleza corporal a la belleza de las instituciones, y de las instituciones al aprendizaje, y del aprendizaje en general al lugar especial que pertenece solo a la belleza en sí misma– hasta que finalmente llegue a conocer qué es la belleza.

Y si, mi querido Sócrates –Diotima continuó–, la vida de un hombre vale la pena ser vivida, es cuando él ha logrado obtener esta visión del alma misma de la belleza.” (Platón, 561–63 [El simposio 210a–211d]).

La belleza es aquí concebida –quizás explícitamente en contraste a la estética clásica de las partes integrales y el todo coherente– como una unidad perfecta, o de hecho, como el principio de la unidad misma.

Plotino, como ya hemos visto, está cerca de equiparar la belleza con la “formadidad” per se: ésta es la fuente de unidad entre cosas dispares, y es en sí misma una unidad perfecta. Plotino específicamente ataca lo que hemos denominado la concepción clásica de la belleza:

“Casi todos declaran que la simetría de las partes hacia otras partes y hacia el todo, junto además al agregado de un cierto atractivo de color, constituye la belleza reconocida por el ojo, que, en las cosas visibles, como en definitiva en todo lo demás, universalmente, la cosa bella es esencialmete simétrica, y responde a un patrón.

Pero pensemos en lo que esto significa.

Solo un compuesto puede ser bello, nunca nada privado de partes; y solo un todo; las diferentes partes tendrán belleza, no en sí mismas, pero solo como partes constitutivas para ofrecer un atractivo resultado. Aun así, la belleza en un conjunto exige belleza en los detalles; éste no puede construirse desde algo sin atractivo; sus principios deben prevalecer.

Todo el encanto del color e inclusive de la luz del sol, al carecer de partes y no ser tan simétricamente bello, deben ser eliminados del reino de la belleza ¿Y cómo llega el oro a ser una cosa hermosa? Y el relámpago en la noche, y las estrellas, ¿por qué son éstos tan bonitos?

En los sonidos también lo simple debe ser erradicado, aunque a menudo en una noble composición cada uno de los tonos resulta delicioso en sí mismo.”(Plotino, 21 [Enéadas 1.6])

Y Plotino declara que el fuego es la cosa física más bella, “siempre dirigiéndose hacia arriba, el más sutil y animado de todos los cuerpos, muy cercano a lo no corpóreo…He aquí el esplendor de su luz, el esplendor que pertenece a la Idea” (Plotinus, 22 [Enéadas 1.3]). Para Plotino, como para Platón, toda multiplicidad debe ser inmolada a la unidad y todos los caminos de búsqueda y experiencia nos conducen hacia el Bien/la Belleza/la Verdad y lo Divino.

Esto dio origen a una postura esencialmente mística sobre la belleza de Dios que, como Umberto Eco sostiene, persiste junto a un ascetismo anti-éstetico durante la Edad Media: un profuso deleite que finalmente se funde en una unidad espiritual única. En el siglo VI, Pseudo-Dionisio Areopagita describió toda la creación como un anhelo hacia Dios; el universo es llamado al ser por amor de Dios como belleza (Pseudo-Dionisio, 4.7; ver Kirwan 1999, 29). Los placeres sensoriales/estéticos podrían considerarse expresiones de la inmensa y bella abundancia de Dios y de nuestro embeleso por ella. Eco cita a Suger, Abad de San Denis en el siglo XII, describiendo una suntuosa y opulenta iglesia:

Entonces, cuando –en mi deleite en la belleza de la casa de Dios– la hermosura de diversas coloridas gemas me han distraído de los cuidados externos, y la noble meditación me ha inducido a reflexionar, transfiriendo lo que es material a lo que es inmaterial, sobre la diversidad de las virtudes sagradas: entonces parece que me observo a mí mismo habitando, si fuera posible, alguna región extraña del universo que no existe completamente en el cieno de la tierra ni completamente en la pureza del Cielo; y que, por la gracia de Dios, puedo ser transportado de este mundo inferior a ese otro más elevado de una manera análoga. (Eco 1959, 14)

Esta concepción ha tenido varias expresiones en la era moderna, que incluyen nombres como Shaftesbury, Schiller y Hegel, según los cuales, la estética o la experiencia del arte y la belleza es un puente primario (o para usar la imagen platónica, escalinata o escalera) entre lo material y lo espiritual. De acuerdo con Shaftesbury, existen tres niveles de belleza: lo que Dios crea (naturaleza), lo que el humano crea a partir de la naturaleza o lo que es transformado a través de la inteligencia humana (el arte, por ejemplo); y finalmente lo que hace inclusive el creador de tales cosas como nosotros (es decir, Dios). El personaje de Shaftesbury, Teocles, describe “el tercer orden de la belleza,” que crea no sólo lo que denominamos formas simples sino incluso las formas que forman. Porque nosotros mismos somos notables arquitectos, y podemos darle forma a cuerpos sin vidas con nuestras propias manos, pero aquello que las mentes mismas crean contiene en sí toda la belleza creada por esas mentes, y por ende constituye el principio, origen y fuente de toda belleza… Lo que sea que aparezca en nuestro segundo orden de las formas, o lo que sea que es derivado o producido desde allí, todo eso es eminentemente, principalmente, y originalmente en este último orden de suprema y real belleza. …Por ende, la arquitectura, la música y toda invención humana se determina en este último orden. (Shaftesbury 1738, 228–29)

La expresión de Schiller de una serie similar de pensamientos tuvo una influencia fundamental en las concepciones de la belleza desarrolladas dentro del Idealismo alemán:

El concepto pre-racional de Belleza, si tal concepto pudiera ser esbozado, no puede inferirse desde ningún caso real –en cambio, él mismo corrige y guía nuestro juicio con respecto a cada caso real; debe, por ende, buscarse en el camino de la abstracción, y debe inferirse básicamente de la posibilidad de la existencia de una naturaleza que es tanto sensual como racional; en una palabra, la belleza debe exhibirse como una condición necesaria de la humanidad. La belleza…hace del hombre un todo, completo en sí mismo. (1795, 59–60, 86)

Para Schiller, la belleza o el juego o el arte (él utiliza las palabras, con cierta indiferencia, casi de manera indistinta) llevan a cabo el proceso de integrar o compatibilizar lo natural con lo espiritual, o lo sensual con lo racional: solo en semejante estado de integración nosotros –que existimos simultáneamente en ambos niveles– somos libres. Esto es bastante similar a la escalera de Platón: la belleza como un camino para ascender hacia lo abstracto o espiritual. Pero Schiller –aunque esto resulta a menudo poco claro– está más preocupado con la integración de los reinos de la naturaleza y el espíritu que con transcender enteramente el nivel de realidad física, como Platón. Es la belleza y el arte que actúan en esta integración.

En esta forma y en otras también –incluyendo la estructura dialéctica tripartitaria de la teoría– Schiller se anticipa sorprendentemente a Hegel, quien escribe lo siguiente.

“El Concepto filosófico de la belleza, para indicar su verdadera naturaleza al menos de manera preliminar, debe contener, en armonía dentro de sí mismo, ambos extremos mencionados [el ideal y el empírico] dado que éste unifica la universalidad metafísica con la verdadera particularidad.” (Hegel 1835, 22)

Podríamos decir que la belleza, o la belleza artística al fin y al cabo, es un camino que va desde lo sensible y particular hacia lo Absoluto y hacia la libertad, desde la finitud hacia lo infinito, aseveraciones que –en tanto son influenciadas por Schiller–sorprendentemente nos retrotraen a Shaftesbury, Plotino y Platón.

Tanto Hegel como Shaftesbury, quienes asocian la belleza y el arte con la mente y el espíritu, sostienen que la belleza del arte es más elevada que la belleza de la naturaleza, basándose en que, como Hegel afirma, “la belleza del arte nace del espíritu y nace nuevamente” (Hegel 1835, 2). A saber, el mundo natural nace de Dios, pero la belleza del arte transforma ese material nuevamente a través del espíritu del artista. Esta idea alcanza su apogeo en Benedetto Croce, quien casi niega que la naturaleza puede llegar alguna vez a ser bella o en todo caso afirma que la belleza de la naturaleza es un reflejo de la belleza del arte. “El verdadero significado de ‘belleza natural’ es que ciertas personas, cosas, lugares son, por los efectos que ejercen sobre nosotros, comparables con la poesía, la pintura, la escultura y otras artes” (Croce 1928, 230).


2.3 Amor y deseo  

Edmund Burke, poniendo en palabras una antigua tradición, escribe que, “cuando digo belleza me refiero a aquella cualidad de los atributos en los cuerpos que causan amor o alguna pasión similar” (Burke 1757, 83). Como hemos visto, en casi todas las discusiones sobre la belleza, incluso en las más aparentemente objetivas u objetivamente orientadas inclusive, existe un momento en el cual se resaltan las cualidades subjetivas de la experiencia de la belleza: rapsódicamente, quizás, o en términos de placer o ataraxia, como en Schopenhauer. Por ejemplo, ya hemos visto a Plotino, para quien la belleza es sin duda no subjetiva, describir la experiencia de la belleza con gran euforia. En la tradición idealista, el alma humana, por así decirlo, reconoce la belleza en su verdadero origen y destino. Entre los griegos, la conexión de la belleza con el amor es proverbial desde los mitos primitivos, y Afrodita la diosa del amor ganó el Juicio de Paris al prometerle a Paris la mujer más bella en el mundo.

Existe una conexión histórica entre las concepciones idealistas de la belleza y aquellas que la conectan con el amor y el deseo, aunque parecería ser que no existe ninguna vinculación en ningún sentido. Tenemos el famoso fragmento 16 de Safo: “Algunos sostienen que una imponente caballería, algunos que la infantería, otros consideran que una flota es la más bella de las escenas, el más bello espectáculo que el oscuro mundo nos ofrece, pero yo sostengo que es lo que tú más ames” (Safo, 6). (Por cierto, en Fedro 236c, Sócrates parece concederle cierta autoridad a “la hermosa Safo” por haber logrado una visión más profunda sobre el amor que él mismo [Platón, 483].)

La discusión de Platón sobre la belleza en El simposio y en Fedro ocurre en el contexto del tema del amor erótico. En el primero, el amor es retratado como el ‘hijo’ de la pobreza y la abundancia. “Él no es ni delicado ni agradable como la mayoría de nosotros piensa, sino duro y árido, descalzo y sin hogar” (Platón, 556 [El simposio 203b–d]). El amor es retratado como una falta o ausencia que busca su propia realización en la belleza: una imagen de mortalidad como un deseo infinito. El amor se encuentra siempre en un estado de carencia y por ende de deseo: el deseo de poseer la belleza. Luego si este estado de deseo infinito pudiera ser entrenado en la verdad, tendríamos un camino a la sabiduría. La idea básica ha sido recuperada varias veces, por ejemplo por los Románticos. Esto alimentó la cultura del amor idealizado o cortés durante la Edad Media, donde las personas amadas se convirtieron en un símbolo de lo infinito.

Estudios recientes sobre la teoría de la belleza han revivido esta idea, y el alejarse del placer ha resultado en el acercamiento al amor o el deseo (los cuales no son necesariamente experiencias completamente placenteras) como la experiencia relacionada de la belleza. Tanto Sartwell como Nehamas utilizan el fragmento 16 de Safo como un epígrafe. Sartwell define la belleza como “el objeto de deseo” y caracteriza la añoranza como un deseo intenso y no satisfecho. Él lo considera una condición fundamental de una existencia finita en el tiempo, en la cual siempre nos encontramos en el proceso de perder lo que poseemos, y por ende, nos hallamos irremediablemente en un estado de deseo. Nehamas escribe:

“Pienso en la belleza como un emblema de lo que carecemos, la impronta de un arte que le habla a nuestro deseo…Las cosas bellas no se mantienen distantes, sino direccionan nuestra atención y nuestro deseo hacia todo lo demás que debemos aprender o adquirir para entender y poseer, y estos despiertan el sentido de vida, brindándole una nueva forma y dirección.”(Nehamas 2007, 77)


2.4 Concepciones hedonistas  

Algunos pensadores del siglo XVIII –muchos de ellos orientados hacia el empirismo– han explicado la belleza desde el punto de vista del placer. El historiador italiano Ludovico Antonio Muratori, por ejemplo, en una típica afirmación declara que “Por bello, generalmente entendemos todo aquello que cuando es visto, oído o entendido, nos deleita, agrada, embelesa al despertar en nosotros agradables sensaciones (ver Carritt 1931, 60). En Hutcheson no es claro si debemos concebir la belleza básicamente en términos de elementos formales clásicos o en términos de las respuestas placenteras del observador. Él comienza su obra Inquiry Into the Original of Our Ideas of Beauty and Virtue con una discusión sobre el placer. Y él parece afirmar que los objetos que ejemplifican ‘un índice compuesto de uniformidad y variedad’ son particularmente o necesariamente capaces de producir placer:

“El único Placer de los sentidos –que nuestros Filósofos parecen tomar en consideración– es el que acompaña las simples Ideas de Sensación; pero existen placeres mucho más elevados en esas complejas Ideas de objetos, las cuales obtienen los nombres de Bellos, Regulares, Armoniosos. Por lo tanto, todos reconocemos que nos encontramos más a gusto con una cara bonita, un cuadro agradable que con la vista de cualquier color, sea éste tan vívido y brillante como sea posible; y más contentos con la Promesa del Sol que se eleva entre las Nubes y coloreando sus Bordes, con un hemisferio estrellado, un paisaje agradable, un edificio normal, que con un claro cielo azul, un mar calmo o una extensa planicie abierta sin ser dividida por bosques, colinas, agua o edificios: y aún así estas últimas apariciones no son tan simples. También así en música, el placer de una composición fina es incomparablemente mayor que el de una nota cualquiera, sin importar cuán dulce, llena o sea”. (Hutcheson 1725, 22)

Cuando luego Hutcheson se aboca a describir ‘la belleza original o absoluta’, lo hace, como ya hemos visto, desde el punto de vista de las cualidades del objeto bello, y aun así en todo momento, insiste en que la belleza se centra en la experiencia humana del placer. Pero, por supuesto, la idea de placer puede desprenderse de las particulares preferencias estéticas de Hutcherson, las cuales se hallan precisamente opuestas a Plotino, por ejemplo. Que podamos encontrar placer en un edificio simétrico en lugar de en uno asimétrico es contingente. Pero que la belleza esté conectada al placer, según Hutcheson, parecer ser algo necesario y el placer, que es el lugar de la belleza misma, posee ideas en lugar de cosas como su objeto.

Hume escribe en una línea similar en el Tratado sobre la belleza humana:

“La belleza es tal orden y construcción de partes, sea por la constitución primaria de nuestra naturaleza, por costumbre o por capricho, que posee la capacidad para brindar placer y satisfacción al alma…El placer y el dolor, por ende, no solo son complementos necesarios de la belleza y la deformidad, sino que también constituyen su verdadera esencia”. (Hume 1740, 299)

Aunque resulte ambiguo localizar la belleza en el placer o en la impresión o la idea que la causa, Hume pronto se expresará sobre el “sentimiento de belleza”, donde el sentimiento es, por lo general, una respuesta agradable o dolorosa a ciertas impresiones o ideas, aunque la belleza es un tema de placeres delicados o cultivados. De hecho, ya para la época de la Tercera Crítica de Kant y posterior a eso por quizás dos siglos, la conexión directa de la belleza con el placer se considera un lugar común al punto que los pensadores a menudo identifican la belleza con un cierto tipo de placer. Como ya se ha observado, si bien Santayana todavía se inclina en la dirección del objeto o experiencia que causa placer, considera categóricamente a la belleza como un cierto tipo de placer.

Una consecuencia de esta postura con respecto a la belleza –o tal vez una expresión extrema de esta orientación– es la afirmación de los positivistas de que palabras como ‘belleza’ carecen de significado o contenido congnitivo, o son simples expresiones de aprobación subjetiva. Tan pronto como Hume y Kant declaraban que la belleza era una cuestión de sentimiento o placer, y por ende era completamente subjetiva, a su vez trataban de eliminar este concepto engañoso y construir un consenso crítico. Pero, una vez que se admite esta afirmación fundamental, el concepto engañoso puede tornarse irremediable, y aun si hubiere consenso, éste sería absolutamente contingente. Otra manera de expresar esto, es que aparentemente para ciertos pensadores posteriores a Hume y Kant no puede existir razón alguna para preferir el consenso por sobre una afirmación contraria a dicho consenso. A.J Ayer escribe:

“Palabras estéticas como ‘bello’ y ‘horrible’ son utilizadas no para hacer declaraciones de hecho, sino simplemente para expresar ciertos sentimientos y obtener una cierta respuesta. De esto se desprende…que no existe un sentido que atribuya validez objetiva a los juicios estéticos no existe posibilidad alguna de discutir sobre cuestiones de valor en estética”. (Ayer 1952, 113)

Todos los argumentos significativos conciernen al significado de los términos, o son empíricos, en cuyo caso son significativos porque las observaciones podrían confirmarlos o no. ‘Esa canción es hermosa’ no tiene niguno de esos estados, y por lo tanto, no posee ningun contenido empírico o conceptual. Simplemente expresa una actitud positiva de un observador particular; es una expresión de placer, como un suspiro de satisfacción. El tema de la belleza no es un tema genuino y podemos, sin peligro alguno, dejarlo atrás o aislarlo. La mayoría de los filósofos del siglo XX lo hicieron.


2.5 Utilidad e inutilidad  

Los filósofos de tradición kantiana identifican la experiencia de la belleza con el placer desinteresado, la distancia física y demás, y contrastan la estética con lo práctico. “El gusto es la capacidad de juzgar un objeto o su modo de representación por una satisfación o insatisfacción completamente desinterada. El objeto de semejante satisfacción se denomina bello” (Kant 1790, 45). Edward Bullough distingue la belleza de lo meramente agradable en base a que la primera requiere una distancia de las preocupaciones prácticas: “La distancia es producida en primera instancia al poner el fenómeno, por así decirlo, fuera de sincronismo con nuestro ser real y práctico; al permitirle que permanezca fuera del contexto de nuestras necesidades y objetivos personales”. (Bullough 1912, 244)

Por otra parte, varios filósofos han ido en la dirección opuesta y han identificado la belleza con su adecuación al uso. ‘Belleza’ es quizás uno de los pocos términos que podrían, de modo plausible, sustentar interpretaciones tan completamente opuestas.

De acuerdo con Diógenes Laercio, el antiguo hedonista Aristipo de Cyrene optó por un enfoque bastante directo.

“¿No es entonces, también, una bella mujer útil en proporción a su belleza y no son un niño y un joven útiles en proporción a su belleza? En ese caso, un apuesto niño y un apuesto joven deben ser útiles exactamente en proporción a lo apuestos que son. Ahora la utilidad de la belleza debe ser aceptada. Si entonces un hombre abraza a una mujer dado que es para él útil hacerlo, él no está cometiendo ningún error; ni tampoco él estaría haciendo nada malo si utiliza la belleza para los propósitos por lo cuales ésta es útil.” (Diógenes Laercio, 94)

De varias maneras, Aristipo es retratado paródicamente: como el peor de los sofistas, aunque supuestamente él es seguidor de Sócrates. Y sin embargo, la idea de la belleza en tanto adecuación al uso encuentra adeptos entre varios pensadores. La obra Memorables de Jenofonte concentra la atención en las palabras de Sócrates, con Aristipo como interlocutor:

Sócrates: en resumidas cuentas, todo lo que utilizamos es considerado tanto bueno como bello desde el mismo punto de vista, concretamente su uso.

Aristipo: Entonces ¿Es un canasto de estiércol una cosa bella?

Sócrates: Por supuesto que lo es, y un escudo dorado es feo si el primero es bellamente apropiado para su propósito y el segundo no lo es.”(Jenofonte, Libro III, viii)

Berkeley expresa un punto de vista similar en su diálogo Alcifronte, aunque él comienza con una concepción hedonista: “Todos saben que la belleza es lo que produce placer” (Berkeley 1732, 174, ver Carritt 1931, 75). Pero agrada por razones de utilidad. Por ende, como Jenofonte sugiere, desde esta perspectiva, las cosas son bellas solo en relación con los usos para los cuales fueron diseñadas o para los cuales son correctamente aplicadas. La proporciones adecuadas de un objeto dependen del tipo de objeto que éste es, y una vez mas un buey bello sería un caballo feo. “Las partes, en las proporciones correctas, por ende, deben estar relacionadas, y adaptadas unas a otras de forma tal que puedan contribuir de la mejor manera al uso y funcionamiento del todo” (Berkeley 1732, 174–75, ver Carritt 1931, 76). Una consecuencia que se desprende de esto es que, aunque la belleza permanece atada al placer, no es una experiencia conciente inmediata. Requiere esencialmente intelección y práctica: uno debe saber la utilidad de un objeto y evaluar su adecuación a ese uso.

Este tratamiento de la belleza frecuentemente se utiliza, por ejemplo, para criticar la diferencia entre las bellas artes y la artesanía, y evita el mero filisteísmo al enriquecer el concepto de ‘uso’, para que éste pueda incluir no solo la ejecución de una tarea práctica, sino también su correcta ejecución o con especial satisfacción. Ananda Coomaraswamy, la académica ceilo-inglesa experta en artes medievales indias y europeas, agrega que una bella obra de arte o artesanía se expresa a la vez que cumple su propósito.

“Una catedral no es, en sí, más bella que un avión, un himno bello que una ecuación matemática. Una espada bien diseñada no es más bella que un bisturí bien hecho, aunque una se utiliza para mutilar, el otro para curar. Las obras de arte sólo son buenas o malas, bellas o feas en sí mismas, en tanto éstas están o no están bien y perfectamente diseñadas, es decir, expresan o no, o cumplen o no su propósito. (Coomaraswamy 1977, 75)


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4 Cómo Citar  

Starwell, Crispin. 2017. "Belleza". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Belleza


5 Derechos de autor  

Voz "Belleza", traducción autorizada de la entrada "Beauty" de la Stanford Encyclopedia of Philosophy (SEP) © 2017. La traducción corresponde a la entrada de los archivos de la SEP, la que puede diferir de la versión actual por haber sido actualizada desde el momento de la traducción. La versión actual está disponible en https://plato.stanford.edu/entries/beauty/

El DIA agradece a SEP la autorización para efectuar y publicar la presente traducción.

Traducción a cargo de Gustavo Riesgo. DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E.Vanney - 2017.

ISSN: 2524-941X