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DIA β

Virtudes intelectuales

Desde las últimas décadas del siglo XX hasta nuestros días se desarrollado en la filosofía del conocimiento una corriente llamada “epistemología de la virtud”, centrada en la importancia de las excelencias cognitivas (virtudes intelectuales) como fuente de credibilidad epistémica de las personas. Este planteamiento, inspirado en parte en Aristóteles, no sólo amplió notablemente el número de las virtudes intelectuales, sino que abrió un área de investigación relativa a la dinámica del conocimiento virtuoso motivado hacia bienes epistémicos, mediado por la dimensión afectiva y comprometido con la efectiva obtención de buenos resultados cognitivos.

En esta voz se estudiará en primer lugar la temática de las virtudes intelectuales en el pensamiento clásico (Aristóteles y Tomás de Aquino), revisitado ahora con la luz de la nueva orientación epistemológica. En segundo término, presentaremos las dos grandes líneas de la epistemología de la virtud: el confiabilismo de la virtud y el responsabilismo, con una breve indicación sobre sus principales autores y problemáticas. Destacaremos la cuestión muy debatida sobre la dimensión ético/cognitiva de las virtudes intelectuales y sus relaciones con las emociones y la voluntad, así como la temática de los vicios intelectuales, en una perspectiva que no es sólo individual, sino relacional (interpersonal) y social.


Contenido

1 Introducción  

La palabra virtud suele indicar una cualidad por la que una persona es excelente en determinadas tareas o en su modo de ser, como cuando decimos que alguien es generoso, justo, amable, ordenado. En su significado corriente, se sobreentiende que la virtud es adquirida gracias a un empeño personal y que por tanto es meritoria. El talento, en cambio, es una cualidad que permite hacer bien ciertas cosas (talento musical, talento para los negocios) de la que goza una persona de modo natural, sin un especial mérito de su parte, aunque sí es meritorio saber hacer un buen uso de los talentos personales.

En el pensamiento clásico las virtudes eran estudiadas en el marco de la filosofía (o la teología) moral, o salían también en escritos espirituales y ascéticos. Eran también consideradas en ámbitos educativos, pues educar apunta principalmente a formar virtudes en los niños y jóvenes.

Aunque el término virtud tiene una connotación moral, es decir, se relaciona con las cualidades de una persona honesta, noble, buena, puede también aplicarse a las características por las alguien realiza muy bien cierto tipo de tareas porque adquirió una especial habilidad o facilidad para ello, y así hablamos de un buen músico, un buen deportista, etc., es decir, se trata de una excelencia en ciertos ámbitos del obrar humano. Puede hablarse, entonces, de virtudes intelectuales, gracias a las cuales las personas razonan bien, piensan con orden, son claras, etc. Aristóteles distinguía, en este sentido, entre las virtudes morales y las virtudes intelectuales. Una de las perfecciones intelectuales máximas entre los clásicos era la virtud de la sabiduría. El sabio goza de un conocimiento más profundo, más amplio, y así puede decirse que posee una máxima excelencia intelectual.

En la filosofía contemporánea los planteamientos gnoseológicos (conocimiento de la verdad, justificación de nuestras creencias) no tenían que ver con el tema de las virtudes intelectuales. Sin embargo, la corriente filosófica llamada “epistemología de la virtud” (EV) dio un vuelco a esta situación, porque comenzó a ver en las virtudes intelectuales una condición y una garantía de que el sujeto pueda llegar efectivamente a los bienes epistémicos, principalmente la verdad. De ahí que el tema haya recobrado actualidad, planteándose en el plano epistemológico y no sólo ético y educativo.

2 Las virtudes intelectuales en el pensamiento clásico  

Entendemos aquí por pensamiento clásico el conjunto de ideas sobre las virtudes intelectuales que pueden encontrarse en los filósofos antiguos (Sócrates, Platón, Aristóteles, etc.) y en los autores cristianos (San Agustín, Santo Tomás y otros). Esta temática se inscribe dentro del tratamiento general de la virtud como perfeccionamiento de las pasiones (afectividad) y potencias del alma (inteligencia, voluntad), más allá de su simple dotación psicológica, en tanto que permite la buena realización de actos humanos (actos intelectuales, decisiones, conducta cívica, etc.) (Parry y Thorsrud 2021). La plataforma sobre la que la teoría de la virtud se asienta es una visión antropológica en la que se destacan, por un lado, la razón humana y sus operaciones, y por otro lado los apetitos (inclinaciones) y los sentimientos o emociones (llamados normalmente pasiones por los antiguos).

En los clásicos, el ser humano está estructuralmente dotado de esta base (potencias, actos y pasiones), la cual inicialmente es potencial, algo indeterminada, de modo que con su conducta en la vida el sujeto podrá mejorarla, para así actuar mejor en sus diversas tareas (trabajo, ciencias, técnicas, relaciones sociales). Ese mejoramiento estable, auto-conformador del propio bagaje antropológico, consiste en la adquisición de virtudes. El deterioro de esta base se produce, por el contrario, con la aparición de vicios. En tanto que características estables, arraigadas en el modo de ser de las personas, las virtudes se llaman hábitos, no en el sentido actual de costumbres, sino en cuanto indican una “posesión” estable que robustece a la potencia en cuestión, mejora la conducta y endereza a las pasiones.

El modo de entender el papel de las virtudes, su variedad, su modalidad, sus relaciones recíprocas, su vínculo con la felicidad, varía en las distintas escuelas filosóficas antiguas (platonismo, aristotelismo, estoicismo, epicureísmo, autores cristianos o islámicos influidos por la filosofía greco-latina). Dentro de esa variedad, destaca la distinción aristotélica de virtudes morales (éticas) e intelectuales (dianoéticas). Pero aunque las virtudes se orientan a la realización de actos (el justo realiza actos de justicia, el fuerte es eficaz en el combate, etc.), los antiguos las ven ante todo como un incremento de los rasgos o carácter de la persona (llamada con frecuencia “agente” por los clásicos), es decir, lo que interesa es que las virtudes perfeccionan intrínsecamente a la persona, es más, se conciben teleológicamente como el perfeccionamiento al que está llamado el ser humano si quiere tener una vida digna, buena, feliz, cumplida, en todo o al menos en algunas de sus tareas o funciones.

2.1 Aristóteles  

El gran sistematizador de la teoría clásica de las virtudes es Aristóteles (Aristóteles 2010a, Ética a Nicómaco, en adelante EN; Gómez Robledo 1957; Garcés Giraldo y Giraldo-Zuluaga 2014). Siendo las virtudes perfecciones adquiridas de las potencias humanas, resultan naturales y tienen que ver con la vida buena, por lo que son placenteras y así contribuyen a una vida feliz, aunque su adquisición sea costosa. Encontrar gusto en los vicios es, por el contrario, degradante y antinatural (EN, I, 1099 a 10-20). Un signo de que se tiene una virtud precisamente es que resulta gozoso actuar según ella, porque todo lo que es conforme a la vida buena (noble, racional) es intrínsecamente agradable (EN, II, 1104 b 1-15). Se ve así la relación intrínseca entre las virtudes y la parte afectiva de las personas.

El Estagirita distingue entre las virtudes intelectuales, asignadas a la razón, y las morales, correspondientes a la parte apetitiva, sean las pasiones o el apetito racional, es decir, la voluntad (EN, I, 1103 a 5). Cinco son las principales virtudes intelectuales: entendimiento, ciencia, sabiduría, prudencia y arte (EN, VI, 1139 b 10). Todas ellas son disposiciones estables para conocer la verdad, finalidad del conocimiento. Las tres primeras se refieren al conocimiento teórico, mientras que las dos últimas al conocimiento práctico.

El entendimiento (voús, llamado también intelecto de los primeros principios) (EN, VI, 1141 a 5-10) no es la facultad intelectiva, sino una capacidad intelectual intuitiva de captar los primeros principios ontológicos de todo conocimiento ulterior (por ej., el principio de no-contradicción del ser). No es, por tanto, una virtud adquirida, sino una capacidad innata supra-racional, un punto importante con el que Aristóteles argumenta contra el escepticismo radical en el libro IV de la Metafísica (Aristóteles 1998).

La ciencia como virtud intelectual es el hábito demostrativo propio de la racionalidad que parte de principios captados intuitivamente dentro de un campo científico particular, como puede ser para Aristóteles la matemática o la astronomía (EN, VI, 1139 b 18-35). Podríamos decir que los hábitos científicos son modos de discurrir virtuosos en cualquiera de las ciencias particulares (en las definiciones, demostraciones, verificaciones).

La sabiduría, a su vez, es la virtud intelectual por la que una persona conoce por intuición y raciocinio las realidades más altas (EN, VI, 1141 a 30 – b 5), cosa de la que se ocupa el saber metafísico. Al final de la Ética a Nicómaco Aristóteles pone en la sabiduría, en cuanto lleva a la contemplación de la verdad más alta, Dios, la mayor felicidad que el hombre puede alcanzar en esta vida (EN, X, 1177 a 10 ss), una contemplación no solitaria, porque resulta mejor si es acompañada por otros (EN, X, 1177 b 30-35). La felicidad está, pues, en la contemplación sapiencial (EN, X, 1178 b 6-8; 1178 b 30-35). Sólo algunos pueden acceder a ella, pero para ser felices en esta vida al menos basta con vivir virtuosamente (prudencia) (EN, X, 1179 a 1-10).

El arte es el saber hacer bien cosas, de modo inteligente o racional (EN, VI, 1140 a 11). Podríamos decir que es la virtud intelectual de saber trabajar productivamente, sea en cosas físicas exteriores como en obras interiores (por ejemplo, la composición de una poesía), para lo cual el Estagirita reconoce la importancia de la experiencia (saber particular) y no sólo de la ciencia teórica. Aquí podría añadirse que la capacidad productiva o creativa a veces sigue reglas aprendidas, pero en otros casos requiere inventiva o imaginación.

La prudencia para Aristóteles es la cualidad racional por la que una persona capta lo bueno y útil que hará con relación a su bien moral, es decir, los actos por los que uno hace el bien, evita el mal y así se hace intrínsecamente bueno, porque de lo contrario se vuelve una mala persona. La prudencia, sabiduría práctica, aconseja sobre las decisiones tomadas en función de la vida buena como tal, no en algún aspecto sectorial, como la salud o los negocios (EN, VI, 1140 a 25-35).

La prudencia implica un conocimiento concreto, porque es una virtud intelectual, pero exige también la rectitud de la voluntad, orientada al bien, por lo que es también una virtud moral. De este modo Aristóteles supera el intelectualismo moral socrático, que cifraba el acto bueno sólo en el conocimiento intelectivo (el acto inmoral sería debido a la ignorancia o al auto-engaño). La malicia pervierte el juicio racional, es decir, la mala disposición apetitiva estropea el conocimiento prudencial (EN 1144 a 30-35). Vemos así cómo las virtudes morales afectan a las virtudes intelectuales.

La prudencia mira al perfeccionamiento ético del agente, mientras que los hábitos artísticos (o técnicos) se orientan a la eficiencia de las obras producidas (el edificio que el arquitecto construye). Aristóteles reconoce, además, la existencia de “prudencias particulares”, o habilidades cognitivas que llevan a decisiones concretas en ámbitos particulares, como la prudencia para hacer buenos negocios o para cuidar la propia salud o la de otros (EN, VI, 1140 a 25-35).

Las prudencias particulares (médica, comercial, etc.) conectan, así, con las virtudes técnicas, como llevándolas a una última concreción. En cambio, la prudencia como tal conecta con las demás virtudes morales (templanza, fortaleza, justicia, liberalidad, magnanimidad, etc.), las cuales especifican los bienes morales según diversas variables (moderación pasional, relaciones con los demás), pero que siempre tienen que ver con la parte apetitiva (afectos, voluntad) por la que las personas se ven atraídas por fines que aman y gustan. Como tal la prudencia orienta a lo que se considera el fin de la vida humana, es decir, pone los medios para adquirir la sabiduría.

Por otro lado, como Aristóteles no restringe la moralidad al individuo aislado, sino que la extiende a las relaciones sociales, en la EN habla de una prudencia política (legislativa, judicial, ejecutiva), y de una prudencia doméstica (familiar), llamada “económica” (EN, VI, 1141 b 20 – 1142 a 15). En las tareas de gobierno sirven también prudencias particulares (salud, negocios, comercio), pero sobre todo hace falta la prudencia completa que apunta a los fines morales. La concepción aristotélica de la política, muy distinta de la visión actual del Estado o de los sistemas políticos, es profundamente ética y está primordialmente dirigida a promover la educación ético-social de las personas, basada en las virtudes (no simplemente la eficiencia exterior de sus servicios) (Millett 2023).

La teoría de las virtudes intelectuales aristotélicas no acaba aquí. Aristóteles añade a la prudencia una serie de hábitos cognitivos complementarios, que salen de desglosar las fases del pensamiento prudencial y sus ajustes a los contextos de la vida. Estos hábitos no tienen una terminología fija en el lenguaje corriente. El primero es la eubulia, término griego que alude a la capacidad intelectiva de deliberar para aconsejar bien (a otros o a uno mismo) en las cuestiones prácticas (EN, VI, 1142 b 1-35) (Pires de Oliveira 2017). La deliberación es lenta e inquisitiva de los diversos aspectos de un asunto. En cambio, la eustoquia, a veces traducida por solercia, o perspicacia, capta al vuelo en situaciones de urgencia lo que conviene hacer, como una corazonada intelectiva y no como una reacción instintiva irracional (EN, VI, 1142 b 25-35). La synesis, que podría traducirse como sensatez, consiste en la capacidad de llegar a un recto juicio sobre lo que hay que hacer, después de la deliberación. Podríamos llamarla también discernimiento, buen criterio (EN, VI, 1143 a 1-20). A continuación Aristóteles menciona la gnome (término intraducible), virtud relacionada con la epiqueya o capacidad de adaptar flexiblemente las reglas generales a las situaciones concretas variables, virtud llamada syngnome cuando uno juzga adecuándose con indulgencia y comprensión a las demás personas, para no tratarlas con rigidez (EN, VI, 1143 a 20-35) (Solopova 2016).

Estas virtudes podrían verse como aspectos del proceso prudencial, aunque para Aristóteles el momento más importante y más propiamente voluntario se produce cuando la decisión se convierte en un precepto ejecutivo eficaz, es decir, cuando lleva a la acción (de lo contrario, la prudencia sería inefectiva). En conjunto dan una idea de un tipo de pensamiento virtuoso no racionalista, sino razonable (Sanguineti 2021).

Otras dos virtudes intelectuales prácticas mencionadas por Aristóteles son el intelecto y la denótica. El voús (intellectus) en este caso no es ni la facultad intelectiva, ni el hábito de los primeros principios, sino una intuición (en parte es el significado inglés de insight) que capta cosas concretas relevantes (personas, relaciones, actos) en las actividades prácticas (EN, VI, 1143 a 35 b 1-10). Tomás de Aquino la asignará a la razón particular o cogitativa (Tomás de Aquino 1964a, In VI Ethicorum, lect. 9, nn. 1253-1255). Por otra parte, intuición y razonamientos (voús y lógos) no están separados, sino que se refuerzan dinámicamente (además, se sirven de la imaginación y la experiencia). La denótica es cierta perspicacia natural o sagacidad (EN, VI, 1144 a 20-30) que permite decidir, tanto por fines buenos como malos, aunque en este último caso se llama simplemente “astucia” (Hertig 2023).

Aristóteles a veces restringe estas virtudes intelectuales prácticas a las prudencias particulares o sectoriales, pero principalmente se refiere a la prudencia propiamente moral. Además reconoce para algunas de ellas, y en general para todas las virtudes, morales e intelectuales, cierta base natural o forma incoativa, que puede ser variable en la gente según sus disposiciones fisiológicas (podríamos añadir también según la cultura recibida en la infancia).

A estas predisposiciones (que hoy llamamos talentos respecto a ciertos ámbitos, como cuando hablamos de talento artístico o científico) Aristóteles las llama “virtudes naturales”, como es el caso de la denótica, manteniendo a la vez que las virtudes en sentido propio requieren elección, es decir, son fruto de un esfuerzo personal voluntario y se dirigen al bien (EN, VI, 1143 b 5-10; 1144 b 1-15). Si se orientan a un fin malo (por ej., un ladrón necesita ciertas habilidades “virtuosas”, como orden, sagacidad, perseverancia, fortaleza, para realizar su “tarea” con eficacia), estamos ante el caso de virtudes parciales o imperfectas, que no conectan con la prudencia ni con la sabiduría (así como, podemos añadir, el mayordomo infiel es alabado por su habilidad en Lucas 16, 1-8) (Biblia 1995).

Para Aristóteles el fin de la educación es principalmente la adquisición de virtudes. Las virtudes intelectuales teóricas, en cuanto suponen incorporar conocimientos y aprender a discurrir, se adquieren con la enseñanza y la experiencia. Las virtudes intelectuales prácticas se generan y crecen sólo con el ejercicio y las buenas costumbres, y mucho más las morales, ya que éstas exigen voluntariedad y acción, es decir, no pueden propiamente enseñarse (con lecciones) (EN, II, 1103 a 10-35; 1105 b 1-15) (García Huidobro 2000).

El Estagirita señaló también que las virtudes morales consisten en un “medio” entre dos extremos viciosos, uno por exceso y otro por defecto (EN, II, 1107 a 1-25), un medio preciso que es determinado por la prudencia cuando se trata de adecuarlo a las circunstancias concretas (modos, tiempos, lugares). En las virtudes intelectuales aristotélicas parece difícil hablar de un medio en este sentido, salvo que nos refiramos a su uso prudencial. La teoría del término medio sirve para conceptualizar a ciertos vicios en cuanto opuestos a las virtudes.

2.2 Tomás de Aquino  

Tomás de Aquino adopta plenamente la teoría aristotélica de las virtudes morales e intelectuales (Martí Andrés 2010 y 2012; Schell 2018), le da una mayor sistematicidad y la extiende al plano teológico (virtudes teologales, dones del Espíritu Santo). Las virtudes son hábitos que robustecen a las potencias humanas en orden a una realización eficaz de sus actos propios (Tomás de Aquino 1998, Summa theologiae, en adelante ST, I-II, qq. 49-68; Tomás de Aquino 1965, De Virtutibus in commune).

A la virtud innata del entendimiento (intellectus principiorum) el Aquinate añade la comprensión intuitiva primaria de principios morales básicos (“hacer el bien, evitar el mal” y otros, siempre generales), llamada sindéresis (ST, I, q. 79, a. 12). De este modo existe un vínculo dinámico entre la sindéresis, la prudencia y la conciencia moral: la sindéresis capta los fines morales fundamentales, en unión con la rectitud de la voluntad en su orientación al bien, y así gobierna a la virtud de la prudencia (ST, II-II, q. 47, a. 6, ad 3), de la que surgen los juicios morales concretos, a los que Tomás reduce la llamada “conciencia moral” (ST, I, q.79, a. 13) (Sultana 2012).

Los hábitos intelectuales en Tomás de Aquino (Sellés 2008) constituyen el saber habitual establemente poseído, una vez que se han obtenido conocimientos asentados en la memoria. Las lenguas sabidas, las ciencias poseídas por el cognoscente son “virtudes” (hábitos científicos o técnicos) que informan al intelecto y le permiten pensar, juzgar y discurrir en determinadas materias. El tema ya estaba presente en (Platón 2006, Teeteto, 197-199) y en (Aristóteles 2010b, Acerca del Alma, II, 417 a 21 – b 5; 417 b 5-15), pero en el Aquinate está especialmente desarrollado (Sanguineti 2011). Un autor moderno en el que se encuentran puntos semejantes es John Searle con su noción de “saber de fondo” (background) cognitivo (Searle 1992).

Las virtudes intelectuales se orientan al conocimiento de la verdad (S. Th., I-II, q. 57, a. 2). En sentido estricto, para el Aquinate, siguiendo a Aristóteles, las opiniones y las dudas no son objeto de virtudes intelectuales (S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 3). Nos parece, sin embargo, que por reducción a la verdad sí pueden ser virtudes, por ejemplo, cuando se dan opiniones prudentemente, para evitar juzgar sin fundamento, o cuando se duda porque es conveniente dudar. Además, un cognoscente errado (por ej., Ptolomeo) puede tener virtudes intelectuales al formular hipótesis o al ser coherente (la verdad es el primer valor cognitivo, pero no es el único, aunque el error es siempre un mal intelectual). Estos puntos se replantearán en la EV.

Los estados de la conciencia (estar despiertos, estar atentos, etc.) son habituales y preceden o permiten ciertas operaciones cognitivas (o las obstaculizan, si son estados negativos, por ejemplo, confusión mental) (Sanguineti 2017) ¿Son virtudes intelectuales? En cierto sentido lo son, pues se trata de situaciones cognitivas que potencian a las capacidades cognitivas. Pero lo son más estrictamente si se trata de situaciones meritorias que dependen de la voluntad del sujeto (por ej., estar atentos al realizar ciertas tareas).

Tomás de Aquino no elaboró la noción moderna de “estados de la conciencia”, pero cuando trata del auto-conocimiento, señala que la mente se conoce a sí misma porque está presente a sí misma (S. Th., I, q. 87, a. 1) y que está de continuo conociéndose y amándose de modo habitual (habitualiter) (S. Th., I, q. 93, a. 7, ad 4; Tomás de Aquino 1964b, De Veritate, q. 10, a. 8, ad 11). Esta presencialidad de la mente a sí misma, que hoy llamamos estado consciente (por oposición a los estados inconscientes) incluye aspectos psíquicos (por ej., sentimientos) y también intencionales (por ej., juicios verdaderos o erróneos estabilizados en la mente, propósitos voluntarios habituales).

Esto significa que los hábitos intelectuales no son simplemente predisposiciones para ejercer operaciones intelectuales, sino que implican cierto conocimiento intuitivo o iluminante. Pueden también ser inconscientes (se siguen teniendo aunque uno esté dormido) (Polo 2015-2019). Esta temática tiene que ver con las interrrelaciones entre intellectus y ratio (hábitos y operaciones) en Tomás de Aquino y especialmente con la cuestión del hábito contemplativo (Van Nieuwenhove 2021).

El Aquinate añadió algunas virtudes intelectuales prácticas anejas a la prudencia, aparte de las mencionadas por Aristóteles (Sellés 1999), dentro de una sistemática de las “partes” de la prudencia. Menciona la memoria (ST, II-II, q. 49, a. 1), porque de cómo fueron las cosas en el pasado uno aprende a comportarse en el futuro; la docilidad (ST, II-II, q. 49, a. 2), porque es prudente dejarse aconsejar por las personas expertas; la razón (ST, II-II, q. 49, a. 5) o habilidad discursiva al servicio de la investigación previa a la toma de decisiones; la providencia (ST, II-II, q. 49, a. 6), para saber planear bien las futuras actividades; la circunspección (ST, II-II, q. 49, a. 7) o capacidad de adaptarse a contextos (“circunstancias”) variables; la precaución (ST, II-II, q. 49, a. 8), para evitar dificultades que puedan surgir; la solicitud (ST, II-II, q. 47, a. 9; q. 55, a. 6), o empeño para estar atentos y vigilantes en las tareas que se realizan.

Son interesantes también los vicios intelectuales señalados por el Aquinate (Lauand 2002): la estulticia o necedad (ST, II-II, q. 46, a. 1), llamada también insipiencia, es la falta de sabiduría; la ceguera mental (ST, II-II, q. 15, a. 1), aunque podría deberse a una enfermedad, consiste en la incapacidad de entender algo porque resulta odioso o antipático, contrario a los propios intereses; el torpor mental (ST, II-II, q. 15, aa. 2-3) es una debilidad mental, opuesta a la virtud intelectual de la inteligencia, a veces debida a la pereza o a desórdenes pasionales.

Vicios opuestos a la prudencia son, entre otros, la negligencia (ST, II-II, q. 53, aa. 1-2; q. 54, aa. 1-3) o falta de solicitud y empeño (studium) en las tareas que se deben estudiar o cuidar, por descuido, pereza, presunción o falta de interés; la precipitación (ST, II-II, q. 53, a. 3), opuesta al tiempo que hay que tomarse para decidir bien; la inconsideración (ST, II-II, q. 53, a. 4) o falta de reflexión en las cosas que se harán; la inconstancia (ST, II-II, q. 53, a. 5), que lleva a dejar de lado proyectos o propósitos, por desinterés o por debilidad voluntaria; la falsa prudencia (prudentia carnis), porque está ordenada a fines malos (ST, II-II, q. 47, a. 13).

Desde el punto de vista conceptual, podríamos caracterizar a las virtudes por contraposición a los vicios, como hace Tomás de Aquino. Algunos vicios consisten en la ausencia, culpable o no, de una determinada virtud (así como la imprudencia es la ausencia de prudencia). A veces las virtudes (también los talentos) admiten grados porque de alguna manera pueden evaluarse según un más o un menos (ser más o menos inteligentes, cuidadosos, etc.) y entonces, en algunos casos, podrían entenderse como un medio entre extremos viciosos (por ej., para la virtud del cuidado, los extremos viciosos serían el descuido, por defecto, o los excesivos cuidados, por escrúpulo). Se puede distinguir, por otra parte, entre los defectos leves en virtudes morales e intelectuales, los vicios arraigados y, por fin, la situación patológica a causa de lesiones cerebrales: alguien puede ser algo indeciso (defecto relativo al acto prudencial de la decisión), gravemente indeciso (vicio por defecto), o indeciso por algún motivo patológico.

Tomás de Aquino desarrolló también el tema de la conexión entre las virtudes (ST I-II, a. 65). Las virtudes están interrelacionadas orgánicamente en la medida en que se relacionan sus actos y materias, pero muchas de ellas gozan de cierta autonomía, así como una persona puede ser excelente en algunas ciencias y no en otras, o en ciertas habilidades pero no en otras. Cuando son virtudes “naturales” (predisposiciones innatas, o adquiridas por las costumbres), están menos unificadas entre sí, a menos que maduren gracias a las propias elecciones y a la prudencia.

La raíz de la conexión dinámica profunda entre las virtudes está en los fines amados y en su coherente movilización hacia ellos gracias a la prudencia. Las virtudes unificadas en torno a los fines son perfectas, y de lo contrario son imperfectas, o porque se tiende a un fin indebido, o porque no se tiende al fin bueno poniendo los medios oportunos, por diversos motivos (falla la prudencia).

Son especialmente interesantes las interrelaciones entre las virtudes morales e intelectuales. Estas últimas dependen de las morales en su ejercicio concreto: “el acto de la razón especulativa, en tanto que es voluntario, cae bajo la elección y el consejo en lo relativo a su ejercicio, y por consiguiente cae bajo la ordenación de la prudencia” (ST, II-II, q. 47, a. 2, ad 2) (todas las traducciones de esta voz son nuestras). Con un ejemplo nuestro, un científico o un filósofo pueden captar una verdad con competencia, pero pueden ser remisos en manifestarla por miedo a las críticas, si les falta valentía intelectual.

Ya vimos en Aristóteles, por otra parte, que la mala disposición afectiva o voluntaria corrompe el juicio prudencial, es decir, las virtudes morales (o vicios) influyen sobre las virtudes intelectuales (Irizar 2010). El tema es más amplio, porque para el Aquinate las virtudes apetitivas connaturalizan a la persona para el conocimiento de la verdad en ciertos ámbitos, dando así lugar a un conocimiento afectivo (Acosta 2000; Buzeta Undurraga 2013 y 2014).

Destacamos a continuación tres virtudes señaladas por el Aquinate que tienen que ver con el conocimiento: la veracidad, la estudiosidad y la humildad. La veracidad (sinceridad) como virtud es el hábito de decir la verdad (González Ayesta 2010), contradicho cuando hay intereses que inclinan a mentir o fingir (ST, II-II, q. 109, a. 1; el tema está tratado por Aristóteles en EN, IV, 1127 a 15-b 30).

La estudiosidad (ST, II-II, q. 166) arranca del deseo de saber, una inclinación natural común a todos los hombres. Esta virtud consiste en la moderación de tal deseo, de manera que se dirija al conocimiento de cosas relevantes, útiles, y no desordenadamente a cualquier cosa, lo que haría caer en el vicio opuesto, la curiosidad (ST, II-II, q.167). Pero la estudiosidad no implica sólo la inhibición ante cuestiones insulsas, para evitar el descontrol cognitivo, sino también el interés, la dedicación y la atención prolongada para seguir las cuestiones estudiadas. En este sentido viene a ser como una aplicación de la solicitud al campo cognitivo (estudio, investigación). En latín studium significa dedicación esmerada, “vehemente aplicación de la mente a algo” (ST, II-II, q. 166, a. 1), y así la estudiosidad es “cierta vehemencia en la intención de recibir la ciencia de las cosas (ST, II-II, q. 166, a. 2, ad 3) (Reichberg 1999; Ramos 2005; Vázquez Ramos 2011; Inman 2015; Vost 2018; Barrios Andrade 2020). En la epistemología de la virtud la curiosidad, como veremos, suele considerarse positivamente.

La humildad es una virtud moral, en cuanto implica la moderación en el amor a uno mismo, pero a la vez tiene que ver con el conocimiento, porque consiste en la recta apreciación de lo que uno es y vale (ST, II-II, q. 161; ver sobre la soberbia la q. 162) (Fullam 2009; Pine 2018; Pinsent 2020; Stump 2022; Sellés 2023). No aparece como tal en Aristóteles, aunque encuentra una raíz clásica no sólo en la Biblia y la tradición cristiana, sino también en la actitud socrática de ser conscientes de la propia ignorancia, para evitar la arrogancia sofista, así como en Platón, que no quiere ser sabio sino sólo amigo de la sabiduría (Platón 1986, El Banquete, 203, c-e y 204 a).

En la humildad se ve más claramente el influjo de la afectividad sobre el conocimiento, porque el excesivo apego a uno mismo distorsiona el conocimiento propio y, por comparación, el de los demás (sus méritos, su valía). La humildad conlleva el conocimiento sincero de los propios defectos y límites, el reconocimiento alegre de los méritos ajenos, así como de los dones recibidos de los demás, sin atribuírselos a uno mismo. La humildad en lo que tiene de intelectual lleva a una complacencia en el conocimiento de la verdad recibida de Dios y de los demás (cognitio veritatis affectiva: ST, II-II, q. 162, a. 3, ad 1).

3 La epistemología de la virtud (EV)  

Al principio de esta voz señalamos que la temática clásica de las virtudes no tuvo un desarrollo importante en la filosofía moderna. Sin embargo, los debates en torno a la justificación del conocimiento aducido como verdadero, en el ámbito anglosajón, tomaron un giro inesperado cuando problemas cruciales de la filosofía del conocimiento, llamada epistemología en la literatura filosófica anglosajona (Steup y Neta 2020), se intentaron resolver con el recurso a las virtudes intelectuales. Nació así la llamada epistemología de la virtud (Battaly 2019a; Turri, Alfano y Greco 2021; Baehr 2022a), de modo semejante a como tiempo atrás había surgido la ética de la virtud (Hursthouse y Pettigrove 2022).

3.1 Confiabilismo del proceso  

Los debates epistemológicos aludidos giraron en un primer momento en torno a dos posiciones contrapuestas sobre la justificación de las aserciones (o también creencias) tomadas como verdaderas. El fundacionalismo (Poston 2023) sostiene que la justificación dependería del nexo lógico de esas creencias respecto de ciertos conocimientos básicos asumidos como primitivos, normalmente como evidentes (a veces el fundacionalismo fue llamado evidencialismo), sean principios racionales, como los primeros principios de Aristóteles, o conocimientos empíricos. El coherentismo (Murphy 2023), en cambio, estima que un conjunto coherente de conocimientos, en el que todo cuadra, goza de credibilidad. A estas posiciones se fueron añadiendo otras. Omitimos los matices entre las posturas, obviamente complejas, ya que no entran en el objetivo de esta voz.

Una de las propuestas en este debate fue el confiabilismo (o fiabilismo) (Goldman 2012; Goldman y Beddor 2021), según el cual la justificación se apoyaría en procesos objetivos confiables, por ejemplo en verificaciones sensibles, que garantizan que normalmente se llegue a conocimientos verdaderos. El confiabilismo supone una dosis de fe o confianza en los métodos que en principio llevarían a conclusiones verdaderas, aunque se admite la posibilidad del error. El término inglés empleado es reliabilism (en algunos casos mencionaremos la terminología en inglés dado que es ampliamente utilizada en libros y artículos).

En estas posiciones se presupone que un sujeto conoce o sabe (en inglés, to know, verbo que no distingue entre conocer y saber) sólo si cree en algo verdadero y además si su creencia puede justificarse de algún modo (creencia verdadera justificada), lo cual no es equivalente a la demostrabilidad. Con esto se excluye que alguien “conozca” o “sepa” si afirma una verdad por casualidad o simple adivinación. Esta exigencia trae consigo algunos problemas epistemológicos que en esta voz no podemos discutir. Basta señalar que, en consecuencia, quien sostiene un error o afirma algo verdadero por casualidad, simplemente porque “acertó”, no conoce o no sabe.

Uno de los problemas al respecto es el célebre “caso Gettier”. El filósofo norteamericano Edmund Gettier (1963) sostuvo con algunos contraejemplos que no es cierto que la creencia verdadera justificada sea siempre un conocimiento, porque una persona, basándose en una justificación inadecuada, en un caso concreto, por casualidad, podría conocer algo verdadero (por ej., si nos dan varios billetes falsos pero mezclados con uno verdadero, y por casualidad pagamos con el verdadero en base a la percepción, que en este caso no habría bastado para detectar los billetes falsos). Sobre si esa persona conoce o no conoce realmente, la bibliografía existente es enorme. No es nuestro cometido entrar en este problema, aunque la mayor parte de los estudiosos piensan que en el caso Gettier no hay un verdadero conocimiento.

El problema conduce a una casuística amplia y compleja. Nos limitamos a indicar que el hecho de que una justificación pueda de pronto ser insuficiente y que sin embargo lleve a una verdad accidentalmente significa, en general, que nuestro conocimiento es falible y que los requisitos que dan una garantía de éxito cognitivo (llegar a la verdad) son también falibles en ciertos casos, aunque por azar puedan producir algunos conocimientos verdaderos. El tema, como se ve, es complejo y da pie al escepticismo, o en todo caso puede conducir a reducir nuestros conocimientos a opiniones falibles y no saber nunca nada con la verdad garantizada.

El confiabilismo, al reconocer que los procedimientos para llegar a la verdad no son absolutos, de alguna manera supera el problema, aunque no todos los autores están de acuerdo en que lo consiga. Existe, además, una dosis de contextualidad en el planteo de estos problemas, ya que la confiabilidad y el grado de rigor con que pueden exigirse requisitos para conocer la verdad, de donde resultan dudas críticas razonables o no, puede depender de contextos (Sanguineti 2019; Rysiew 2021). Si sabemos, por ejemplo, que están circulando billetes falsos, extremaremos el rigor para revisar la autenticidad de los billetes que nos entreguen. El escepticismo duro resulta más bien de la posición cartesiana que, al admitir la posibilidad de ser siempre engañados (por ejemplo, porque lo que vemos ahora podría ser un sueño o una alucinación: el famoso “demonio” cartesiano), hace imposible conocer la verdad con certeza y, según una acepción rígida del conocimiento, implicaría que nunca conocemos nada.

3.2 Confiabilismo de la virtud  

El paso hacia la EV fue dado al principio por Ernest Sosa, quien propuso la postura que más tarde sería llamada confiabilismo de la virtud, contrapuesta al confiabilismo del que hablamos arriba, que entonces pasaría a llamarse “del proceso” (process reliabilism). En adelante, cuando hablemos de confiabilismo, lo entenderemos en el sentido del virtue reliabilism (Battaly 2018; Turri, Alfano y Greco 2021; Baehr 2022a).

El paso indicado es natural, porque la confianza en el valor cognitivo se refiere en definitiva al agente cognitivo y a sus competencias en tal sentido, así como confiamos que una persona que ve bien tendrá conocimientos visuales correctos, al menos en cierto ámbito y siempre admitiendo posibles errores. Obviamente se reconoce que en el ejercicio de estas competencias cuentan los procesos o “métodos” por los que se accede a la verdad, por lo que esta nueva forma de confiabilismo no se contrapone del todo a la primera.

Sosa desarrolló sus propuestas en varias publicaciones (Sosa 1980, 1991, 2007, 2015) siendo el núcleo de sus ideas la tesis que considera a las capacidades cognitivas del sujeto, llamadas en términos generales virtudes, o excelencias cognitivas, como la base del confiabilismo. Otros nombres semejantes son: disposiciones estables, competencias o habilidades (skills) cognitivas. Se distinguen de las virtudes intelectuales aristotélicas en que se extienden también a las facultades sensitivas, pero son semejantes a ellas en el sentido de que no son virtudes morales.

Una persona, por tanto, conoce y tiene crédito cognitivo, justificado, si posee tales virtudes, innatas o adquiridas, es decir, si ejerce actos cognitivos con éxito veritativo gracias a su competencia cognitiva y no por casualidad. Se reconoce, sin embargo, que la competencia epistémica (percepción, intuición, introspección, memoria, deducción) tiene valor en ambientes adecuados (así como no se puede ver en la oscuridad) y con relación a una comunidad que tiene ciertas exigencias cognitivas. Además Sosa distingue las habilidades cognitivas que dan al sujeto una aptitud epistémica espontánea, cosa que también tienen en parte los animales, de la capacidad humana racional, reflexiva, de confrontar las diversas fuentes de conocimiento de un modo reflexivo, algo que es propio sólo del hombre.

En estas propuestas suele entrar en juego el binomio de internalismo y externalismo (Pappas 2020; Bonjour y Sosa 2020). No se trata de la contraposición gnoseológica entre idealismo y realismo. El internalismo basa la justificación en estados mentales como la evidencia o la reflexión, mientras que el externalismo acude a factores externos al sujeto, como son los testimonios o los procesos epistémicos objetivos. Por eso el justificacionismo y coherentismo suelen adscribirse al internalismo, mientras que el confiabilismo al externalismo.

De todos modos, ni la distinción entre esas dos posturas es neta, porque lo externo y lo interno están siempre implicados entre sí, ni tampoco lo es su adjudicación a las posiciones epistemológicas mencionadas. Por otra parte, el marco de estas discusiones es realista, porque se presupone una versión de la verdad como correspondencia con la realidad. Este realismo se acentúa más en el confiabilismo y en la EV, que implican una relación con otras personas, precisamente las que demuestran tener virtudes cognitivas y logran buenos resultados epistémicos, de modo que gozan de credibilidad ante la comunidad de cognoscentes. El bien epistémico principal es el conocimiento verdadero, aunque también puede haber otros derivados, por ejemplo la transmisión del conocimiento y la comprensión. La base “psicológica” del confiabilismo de la virtud es el correcto funcionamiento estable de las facultades cognitivas del sujeto (ver bien, oir bien, tener buena memoria, etc.).

En la ambientación del confiabilismo de la virtud los rigorismos de la justificación son abandonados y esto en cierto modo alejó a la epistemología de las preocupaciones justificacionistas, al menos en algunos autores. Con una mentalidad super-crítica cartesiana, podría plantearse el problema de cómo podemos saber con seguridad si un agente cognitivo es confiable y si posee realmente, y hasta qué punto, excelencias epistémicas. Pero así volveríamos al viejo dilema de fundacionalismo y coherentismo, que es precisamente lo que el fiabilismo de la virtud intenta superar. De todos modos, en los confiabilistas es siempre importante la crítica/superación del escepticismo y la cuestión de si se conoce o no de verdad (Pritchard 2005, 2016).

Otros seguidores del confiabilismo, con muchos matices a lo largo de sus escritos (a veces asumen algo de otras posiciones), son John Greco (1993, 2021a), Alvin Goldman (2012), Duncan Pritchard (2005, 2012). Greco (2010), en particular, ha desarrollado ampliamente la cuestión de la contextualidad (virtue contextualism). Ante la objeción de que quien conoce una verdad basándose en un agente creíble no tendría un auténtico saber (por ejemplo, conocer en base a testimonios), Greco recurrió a la tesis de la “agencia conjunta” (joint agency): el saber tiene que considerarse como distribuido en un grupo y no como una actividad meramente individual. Por eso se transmite, se investiga en grupo y muchas cosas se saben gracias al testimonio. El que escucha el testimonio conoce también porque tiene que calibrar el valor de su acto receptivo (Greco 2021b).

3.3 Responsabilismo  

3.3.1 El nuevo enfoque: virtudes “responsabilistas” (VR)  

Una nueva línea de la EV comenzó a ver las virtudes intelectuales no como meras habilidades para ejercer con éxito actos cognitivos (buena memoria, buena capacidad analítica), sino como rasgos del carácter que dependen de la responsabilidad personal para conocer bien, como el empeño investigador, la rigurosidad intelectual, la imparcialidad, esto es, cualidades que de alguna manera recuerdan las virtudes morales aristotélicas, aunque aplicadas al campo intelectual, es decir, a bienes epistémicos (Battaly 2018; Turri, Alfano y Greco 2021; Baehr 2022a). Esta postura fue llamada responsabilismo.

Es indudable que para el significado corriente del término “virtuoso”, las VR (suelen llamarse simplemente virtudes intelectuales) parecen ser “más virtudes” que las confiabilistas, tanto que no llamaríamos virtuosa a una persona sólo por el hecho de que tenga buena vista o buena memoria. El científico perseverante en su trabajo pese a los obstáculos nos parece más virtuoso que el que simplemente tiene una gran agudeza intelectual.

Los dos grupos de virtudes llevan a conocimientos verdaderos y no casuales. Pero el responsabilismo añade una nota meritoria. El cognoscente responsable es digno de alabanza, y si, por el contrario, le faltaran algunas de las VR que debería tener en su trabajo, por ejemplo al ser negligente, descuidado o poco constante, lo consideraríamos como irresponsable y aquejado por vicios intelectuales. Además, las VR dan lugar a conocimientos arduos e importantes, mientras que los conocimientos fáciles y triviales, que tienen poco mérito, no requieren especiales VR. Esto significa que las VR dicen mucho sobre cómo es el agente cognitivo, lo que en la literatura angloparlante suele llamarse “carácter” (carácter o talante moral de la persona, sea positivo o negativo). Las VR requieren voluntariedad, interés o empeño personal, que mueve a la inteligencia en el ejercicio de tareas intelectuales. Por otro lado, cualquier trabajo humano, al ser racional, tiene siempre una dimensión cognitiva y por tanto exige virtudes intelectuales.

El nuevo enfoque de la EV plantea el problema de cuál sería la distinción entre virtudes intelectuales y morales, ya que las VR parecen morales, aunque son principalmente intelectuales. No existe, sin embargo, una separación neta entre ambos grupos de virtudes. Así, tener facilidad para los idiomas puede considerarse un talento intelectual “confiabilista”, innato, cuya posesión no supone méritos, pero cultivar esa facilidad para aprender idiomas es meritorio y depende de la voluntariedad del sujeto. Pero aunque una persona se esmere laudablemente en dominar un idioma, esta VR no se considera como propiamente moral (la persona no es mejor moralmente por saber idiomas), salvo que utilice su habilidad adquirida para tareas en que se vea que es una persona noble moralmente (por ejemplo, si hace su trabajo con generosidad y no por fines egoístas).

Las dos posiciones no se contraponen, porque el responsabilismo se refiere a virtudes que operan sobre las capacidades y talentos de los que habla el confiabilismo. Un cognoscente excelente en ciencias, en la empresa, etc., necesita talentos intelectuales, pero debe administrarlos de modo responsable. A veces puede ser discutible si una virtud intelectual señalada por los confiabilistas es o no una VR, ya que no siempre hay una distinción neta ni entre confiabilistas y responsabilistas, ni entre los grupos de virtudes señalados por estas posturas. Por ejemplo, puede dudarse si el pensamiento crítico, la intuición (insight), la comprensión (understanding) o la curiosidad son VR. Quizá son más bien talentos, pero si se cultivan y se modulan debidamente pasan a ser VR. En realidad casi todas esas cualidades pueden estar incoadas en algunas personas a modo de predisposiciones innatas (por cultura o factores genéticos) que posteriormente pueden florecer como VR. Algunas de ellas admiten la teoría aristotélica del término medio (por ej., la rigurosidad intelectual está entre el descuido y la excesiva escrupulosidad).

En adelante nos referiremos a las VR llamándolas simplemente virtudes intelectuales. Añadimos que los rasgos del carácter no son exactamente iguales a las virtudes morales por las que una persona es reputada como moralmente buena (una “buena persona”), como ya anticipamos. Se puede tener un gran empuje intelectual, ser perseverante, etc., por ejemplo, en ciencias, sin ser un buen padre de familia, o por motivaciones menos laudables, como la ambición personal, o incluso en tareas deshonestas, como el servicio a causas inmorales. Sin embargo, algunas virtudes intelectuales sí suponen la bondad moral, por ejemplo, la honestidad en el trabajo intelectual, la veracidad, el evitar injusticias “epistémicas” (por ej., infravalorar intelectualmente a ciertas personas por motivos discriminatorios). Esta variedad se daba también en las virtudes morales clásicas: un ladrón puede ser perseverante, audaz, cuidadoso, en su tarea como delincuente. En la visión clásica, en este caso tales virtudes son imperfectas, porque no conectan con el bien completo de la persona (es el tema que vimos arriba de la conexión de las virtudes de Tomás de Aquino).

Según Heather Battaly (2019b), las virtudes intelectuales no siempre serían voluntarias, pues podrían ser cualidades personales heredadas del ambiente o la educación, de las que uno no sería responsable. Sugiere llamar personalista a esta postura, más allá del confiabilismo y responsabilismo. Esta menor voluntariedad es más evidente en el ejemplo que pone de los vicios intelectuales en los niños educados en el nazismo, aunque hay también rasgos intelectuales positivos innatos o recibidos por la cultura. Las observaciones de Battaly muestran que no somos responsables de muchos aspectos de nuestra formación, sobre todo en la niñez, pero sí lo somos de otros, en la medida en que la persona joven va madurando y puede auto-orientar su crecimiento cognitivo y afectivo. Por otra parte, en la formación recibida de otros no somos del todo pasivos, sino que generalmente la filtramos con nuestra libertad. Consideraciones análogas podrían hacerse respecto a nuestro temperamento, que en la mayoría de los casos podemos gestionar con virtudes.

Una posición alternativa es la de Slote (2019), para quien los conocimientos básicos no se apoyan en razones, sino que son virtudes naturales basadas en una creencia emocional natural estilo Hume (sentimentalismo personalista de la virtud). Curiosamente, si sustituyéramos la creencia afectiva básica por la virtud intelectual innata del intelecto (primeros principios), tendríamos una posición aristotélica.

Una característica de algunos representantes del responsabilismo es que el problema de definir el conocimiento y la justificación, con las discusiones anejas sobre el caso Gettier y el escepticismo, pierden centralidad e interés, con lo que iríamos hacia un modo distinto de entender la epistemología, digamos menos racionalista.

Una nota, aunque ya presente en algunos confiabilistas, es la ampliación de la temática epistémica al ámbito social (epistemología social: Lackey 2014), ya que las virtudes y vicios intelectuales crecen y se desarrollan en una comunidad (Code 1987, 166-197; Goldman 1999; Snow 2010; Brady y Fricker 2016), y además pueden ser cualidades no sólo personales, sino colectivas (culturales, institucionales) (Fricker 2010; Lahroodi, 2019). Otra consecuencia interesante de la nueva línea es su aplicación al campo educativo, como es previsible cuando hablamos de virtudes (Baehr 2016a y 2022b; Siegel 2017; Greco 2018; Curren 2019; Haack 2022). Tiene interés también la luz que la perspectiva de las virtudes intelectuales arroja sobre la investigación científica y la historia de la ciencia (Pennock 2019) y sobre las relaciones interdisciplinares (Vanney y Aguinalde 2022a).

3.3.2 Algunos autores  

La orientación responsabilista de la EV fue iniciada por Lorraine Code (1984 y 1987). La virtud intelectual central es la responsabilidad epistémica del cognoscente para conocer la realidad tal como es. La autora asimila esta cualidad a la conjunción de las virtudes aristotélicas (reinterpretadas) de la sabiduría, la inteligencia y la prudencia (Code 1984, 53-57). Se conoce virtuosamente por amor al mismo conocimiento y no de un modo instrumental. La responsabilidad cognitiva es comunitaria e implica, por ejemplo, aprender de los demás y tener en cuenta los aportes de otros. El conocimiento, en definitiva, adquiere una connotación moral y requiere la integridad u honestidad de la persona. El centro de la cognición así vuelve a ser la persona agente, no al modo idealista, sino en un planteamiento realista.

La virtud intelectual es, primariamente, una cuestión de orientación hacia el mundo y hacia uno mismo en cuanto es un buscador de conocimiento en el mundo. Persiguiendo este punto un poco más allá, es útil considerar el bien intelectual como una orientación realista. Sólo aquellos que, al conocer, se esfuerzan por hacer justicia al objeto -el mundo que quieren conocer lo mejor posible- pueden aspirar a la virtud intelectual (Code 1987, 58).

James Montmarquet (1992, 1993), en una línea semejante, pone como virtud intelectual principal la conciencia epistémica (conscientousness), o motivación del cognoscente de hacer sinceramente todo lo posible para llegar a la verdad, lo que está muy cerca de la noción de Code de responsabilidad epistémica. Hacen falta, sin embargo, virtudes regulativas del deseo de verdad, que el autor distribuye en tres grupos: la imparcialidad, la sobriedad intelectual y la valentía epistémica.

El autor se interesa especialmente por la “responsabilidad doxástica”, es decir, la cuestión de hasta qué punto las personas son responsables de sus creencias, sobre todo cuando se apoyan en rasgos de carácter y tienen implicaciones morales (el autor pone el ejemplo de Hitler). Culpamos a las personas por sus malas acciones, pero éstas muchas veces brotan de creencias y rasgos caracteriales. ¿Puede una persona ser responsable de sus creencias, por ejemplo, si le llevan al crimen? Vimos arriba la posición de Battaly (2019b) sobre este punto. Montmarquet piensa que hay cierto control voluntario indirecto sobre las propias creencias. La responsabilidad (y culpabilidad) puede verse cuando el cognoscente fue negligente en asegurarse de la verdad de sus creencias, sobre todo cuando se estaban formando. La virtud opuesta a este defecto es la conciencia epistémica. En la medida en que la virtud (o vicio) intelectual se asimila a la virtud (o vicio) moral, y en que ésta es voluntaria, puede hablarse de la culpabilidad o no de creencias que llevan a conductas inmorales (por ej., en ideologías terroristas, políticas, pseudo-religiosas, etc.).

En Linda Zagzebski (1996, 2003, 2009, 2020) encontramos una visión amplia y sistemática del responsabilismo de la virtud, que en nuestra opinión podría considerarse neoaristotélica. La autora continúa con la preocupación epistemológica tradicional sobre la definición del saber y el caso Gettier, con la solución de que el conocimiento, que debe ser verdadero para ser tal, existe sólo si es fruto de virtudes intelectuales (Zagzebski 1996, 270-271). Las simples percepciones y recuerdos (“veo esta pared blanca”, “ayer estuve en tal lugar”), aunque no parezcan generarse de virtudes intelectuales, si son conocimientos intelectuales y no puramente sensibles, incluirían implícitamente un conocimiento reflexivo virtuoso (Zagzebski 1996, 273-283). El caso Gettier no es un verdadero conocimiento, lo que no debe confundirse con realizar un descubrimiento por casualidad (en el caso Gettier uno cree que algo es verdad, y lo es, por puro accidente) (Pritchard 2005). Incluso los descubrimientos casuales, no raros en las ciencias, los hacen personas con virtudes intelectuales, porque se dan cuenta de lo que han descubierto y saben aprovecharlo.

Pero, ¿qué es la virtud? Según la autora, la virtud, sea intelectual o moral, es una excelencia personal adquirida, duradera y profunda, que nace de una motivación destinada a conseguir cierto fin querido y que además incluye un confiable éxito para su realización (Zagzebski 1996, 134-137). La motivación es una disposición emocional (este punto se entiende mejor si pensamos en la inclinación apetitiva tomista) que mueve a una serie de acciones específicas (motiva) y que incluye el conocimiento del fin y de los procedimientos concretos para alcanzarlo (alcanzarlo es el “éxito” epistémico). La emoción es una percepción afectiva del mundo, es decir, es valorativa y está asociada a un concepto (con el miedo se capta, así, lo peligroso) (este punto está más desarrollado en Zagzebski 2004, 59-95).

Esta noción de virtud vale tanto para las virtudes morales como intelectuales (Zagzebski 1996, 137-158, 165-197). En estas últimas el fin querido es el conocimiento: la verdad, o comprender algo, o quizá la certeza. Toda virtud, por tanto, es a la vez cognitiva y voluntaria, en cuanto es un rasgo del carácter que el sujeto ha adquirido a lo largo de su vida (por ej., la benevolencia, la compasión, el deseo de verdad, la honestidad intelectual, la rigurosidad epistémica). Quizá este punto quedaría más claro si la “emoción disposicional” se explicara como unida a un estado afectivo de la voluntad, en términos de la teoría tomista de la voluntad y su relación con las emociones.

Una consecuencia de lo anterior es la equiparación, en Zagzebski, de las virtudes intelectuales con las morales, punto en el que se distancia de Aristóteles, criticado por haber separado demasiado el ámbito intelectual del moral. Las “virtudes” de las que hablaban los confiabilistas (buena memoria, buena capacidad analítica) serían más bien skills, que se ponen al servicio del conocimiento virtuoso. La parte que la autora concede al confiabilismo está en la componente de éxito cognitivo confiable que debe tener la virtud intelectual. La otra componente, previa y más radical, es la motivación que empuja a querer conocer responsablemente en las tareas epistémicas concretas. No se exige que un cognoscente excelente sea infalible. Pero si hay virtud al menos se espera de él un éxito confiable, que le llevará a poner los procedimientos cognitivos oportunos para alcanzar los bienes epistémicos intencionados.

Por ser morales, las virtudes intelectuales son voluntarias, es decir, para adquirirlas se requiere un empeño voluntario. El conocimiento no es pasivo, sino que exige querer conocer, como se ve claramente en una investigación, y esto pone en juego el carácter personal (moral) del agente cognitivo. Si falla alguno de los dos componentes de la virtud (motivación al fin epistémico y éxito confiable), puede surgir un vicio intelectual (por ej., negligencia, prejuicio, arrogancia, pereza mental), de donde podrán generarse creencias falsas, que no son conocimiento. Las creencias, por tanto, pueden ser más o menos voluntarias, y en esta medida son responsables, pero son conocimientos en tanto sean fruto de virtudes intelectuales, presuponiendo que sean verdaderas (Zagzebski 1996, 61-73). Reconozcamos, sin embargo, que las personas pueden tener creencias erradas con una justificación subjetiva adecuada, es decir, sin culpa e incluso como fruto de virtudes intelectuales (Goldman 2010).

No ignora la autora (Zagzebski 1996, 156-158) que hay personas moralmente buenas, pero que sin embargo no son buenos conocedores, o buenos intelectuales con graves defectos morales. Pero este hecho no lo explica separando a las virtudes intelectuales de las morales. Las virtudes son múltiples y a veces son relativamente independientes. La gente puede tener unas u otras, aunque hay ciertas conexiones lógicas y causales entre ellas (Zagzebski 1996, 158-165). Alguien es sabio porque tiene ciertas virtudes intelectuales, que son morales (debe tener cierto carácter para ser sabio), y si es simplemente más listo, este talento (skill) le ayudará en tanto se incorpore a las virtudes intelectuales. A la vez, puede tener algunos vicios intelectuales (arrogancia) o morales (vida familiar desarreglada). Por su parte, una persona honesta pero poco inteligente y sin interés por el saber puede tener vicios intelectuales (por ej., ser poco estudioso por pereza), y también puede tener virtudes intelectuales (por ej., decir la verdad).

Existe, sin embargo, un problema de unidad entre todas las virtudes. La autora sugiere que la unidad estaría a cargo de dos virtudes de rango superior, que podrían unificar a todas las demás, a saber, la integridad y la prudencia o sabiduría práctica. La integridad, tanto moral como intelectual, tendría que ver con la unidad de la persona (el self), lo que se opone a la hipocresía (Zagzebski 1996, 162-163). La unidad entre virtudes intelectuales y morales podría estar en una visión ética basada en la felicidad o el florecimiento, respecto a la cual la autora permanece abierta, aunque no la desarrolla porque su versión ética presentada está basada sólo en la motivación (Zagzebski 1996, 197-211). En Zagzebski (2009, 131-152) el problema del florecimiento vuelve a tocarse, pero sin aclararse del todo, aunque siempre afirmando la bondad intrínseca y no instrumental del conocimiento.

La prudencia o sabiduría práctica es la virtud de alto-nivel que permite unificar todas las virtudes y llevarlas a su actuación concreta y situada (Zagzebski 1996, 211-231). En las tareas intelectuales siempre hay que tomar decisiones de todo tipo, algunas de las cuales están gobernadas por virtudes específicas morales o intelectuales. Por ejemplo, hay que decidir si uno va a seguir el propio juicio o si se basará en la autoridad de otros. Las evidencias en cuestiones filosóficas o científicas exceden muchas veces lo que se puede justificar con argumentos. Se necesita llegar a un juicio sensato que no nace de recetas ni de procedimientos mecánicos, mucho menos cuando entran en juego la creatividad, la intuición, el riesgo intelectual de equivocarse. En todos estos casos el cognoscente emite un juicio razonable gracias a la sabiduría práctica, coordinando varias virtudes intelectuales y morales.

Jason Baehr (2011; 2022a) representa una posición responsabilista más moderada que la de Zagzebski. El autor da importancia a las virtudes intelectuales como rasgos del carácter, pero no piensa que resuelvan todos los problemas epistemológicos tradicionales como la noción de conocimiento y los casos Gettier. No admite que el conocimiento (verdadero) sea definible en términos de virtud intelectual y por tanto da más importancia a conocimientos perceptivos “pasivos” (sin mucha responsabilidad) que Zagzebski querría ver forzadamente inscritos bajo las virtudes intelectuales (Baehr 2011, 33-46). Se adhiere a la tesis de la autora de que las virtudes intelectuales son un subconjunto de las virtudes morales (Baehr 2011, 206-222), dejando abierto el problema de cómo concebir los fines morales, no reducibles simplemente a buscar el bien de los demás, ya que los fines intelectuales no son necesariamente egoístas (como se ve, por ejemplo, en la generosidad epistémica o en la justicia epistémica, así como un sabio arrogante tiene un vicio intelectual y no simplemente moral).

En la posición propia del autor, la virtud intelectual es una excelencia por la que alguien posee un valor intelectual personal (Baehr 2011, 88-102). No se confunde ni con los talentos innatos (capacidades intelectuales) ni con las habilidades adquiridas (skills, por ej., buena práctica de idiomas) (Baehr 2011, 25-32). Así como al que se orienta sinceramente hacia el bien lo consideramos una “buena persona” (valía moral), del mismo modo el que se orienta positivamente hacia bienes epistémicos posee un valor personal en el ámbito intelectual. Esta noción, aunque genérica, da razón de por qué estimamos como excelentes conocedores a los que aman la verdad, la buscan con rigor y empeño, etc. (virtudes intelectuales), y no simplemente tienen un coeficiente intelectual alto.

La noción del personal intellectual worth se parece al elemento de motivación intrínseca de Zagzesbki, aunque Baehr se esfuerza por hacer notar ciertas diferencias que resultan sutiles en el contexto de esta voz (Baehr 2011, 132-138). Ambos autores reconocen que la excelencia virtuosa, por ejemplo de un sabio, puede no ser plena en cuanto al valor de la persona, si esta última se ve afectada por vicios morales. Queda abierto el problema de qué es lo que hace que consideremos buena a una persona, como algo distinto de simplemente sabia. Obviamente solucionar este problema depende de la teoría ética con la que se trabaje (aristotélica, kantiana, utilitarista, etc.). Autores como Baehr y Zagzebski están cercanos a Aristóteles, aunque la cuestión queda abierta a ulteriores profundizaciones.

En Baehr (2016b) se distinguen cuatro dimensiones esenciales de las virtudes intelectuales, cuya raíz es el deseo de un bien epistémico: la motivacional, o amor por los bienes epistémicos; la afectiva, porque siempre hay emociones relacionadas con las virtudes; la competente, porque no basta la motivación si no hay competencia para llegar al fin intelectual deseado; juicio, para saber usar la virtud prudencialmente, en un contexto dado, para lo cual es útil la teoría aristotélica del justo medio (sobre este punto, que sirve para distinguir las virtudes intelectuales de sus vicios opuestos, ver King 2022, 45-51).

Otros autores han continuado ahondando en la EV (puede consultarse la página web de la Intellectual Virtues Academy 2023, una escuela pública independiente), con reflexiones sobre las virtudes intelectuales y su relevancia en la epistemología, como Wood (1994), Roberts y Wood (2007), Audi (2008, 2018) y otros. Se ha discutido en qué modo esta temática puede incorporarse a la filosofía del conocimiento, sin dejar de lado los planteamientos tradicionales o quizá ampliándolos y sin que por eso esta disciplina filosófica se convierta en una simple ética del conocimiento (ver Baehr 2016a, 9-12, 193-205). Kvanvig (1992), por el contrario, sostiene la necesidad de una revisión drástica del planteamiento gnoseológico tradicional basado en la línea “cartesiana” que sólo se centra en problemas de justificación.

Existen también estudios psicológicos sobre la inteligencia, sus disposiciones, hábitos, modalidades, relación con las emociones, que pueden considerarse complementarios con relación a la EV (Perkins, Jay & Tishman 1993; Shulman 2006; Ritchhart 2002 y 2010). Estos planteamientos van más allá de la tradicional valoración de la inteligencia sobre la base del coeficiente intelectual. Algunos de ellos fueron estimulados por la tesis de las inteligencias múltiples de Gardner (1983), el estudio de Goleman (2013, original de 1995) sobre la inteligencia emocional y la teoría triádica de la inteligencia humana de Sternberg (1985).

De modo independiente de la psicología y de la EV, destaca la propuesta de Vallor (2016) sobre la necesidad de virtudes “tecnomorales”, por ejemplo la “sabiduría tecnomoral”, en el uso de la tecnología informática (robótica, inteligencia artificial), estudio inspirado en parte en Aristóteles. En una línea clásica véase Sellés (2020, 233-246), sobre el deseo de saber, la estudiosidad y la admiración. Son también interesantes las investigaciones sobre las bases neurales no sólo de la inteligencia, sino de las virtudes intelectuales (Meeks y Jeste 2009, sobre la base neural de la sabiduría; Mullins 2012), lo cual se abre también al campo de la neuropatología cognitiva.

4 Virtudes y vicios intelectuales  

Indicamos a continuación algunas de las principales virtudes intelectuales consideradas por los autores de la EV (Roberts y Wood 2007; Battaly 2019a; King 2022). Al elenco añádase el adjetivo intelectual en casi todos los casos. A saber: curiosidad, humildad, honestidad, creatividad, autonomía de pensamiento, fe en autoridades epistémicas, rigurosidad, atención, valentía, imparcialidad, razonabilidad, apertura mental, flexibilidad, perseverancia, tenacidad, confianza en uno mismo, pensamiento crítico (esta última virtud especialmente en Siegel 2017). Algunos nombres en inglés de virtudes intelectuales son de difícil traducción, como inquisitiveness (curiosidad unida a la búsqueda y a saber preguntar), thoroughness (minuciosidad, cuidado en los detalles, profundidad), conscientousness (seriedad, ser concienzudos). Un grupo de virtudes intelectuales implican una relación directa con los demás, como la solidaridad, la justicia, la generosidad, el respeto, la confianza en los otros, la caridad, la empatía. Estas virtudes podrían llamarse interpersonales (Vanney y Aguinalde 2022b).

Casi todos los autores mencionados dedican parte de sus publicaciones a la consideración pormenorizada de las virtudes intelectuales. Destaca el interés despertado por la virtud de la humildad intelectual (Roberts 2016; Kidd 2016; Church y Samuelson 2017; Whitcomb et al. 2017; Snow 2019; Ballantyne 2019; Alfano, Lynch y Tanesini 2020; Baehr 2022c). En Zagzebski 2012 encontramos un interesante estudio sobre la autoridad epistémica.

En un intento de clasificación de las virtudes intelectuales, Baehr (2011, 17-22) distingue entre: 1) las que motivan inicialmente a buscar la verdad, como la curiosidad, la maravilla, la capacidad contemplativa; 2) las que permiten centrar el tema investigado, como la atención, la observación detallada, la rigurosidad y la profundidad; 3) las relacionadas con consultas y evaluación de fuentes, como la imparcialidad, la objetividad, la justicia (fairness); 4) las que buscan calibrar las evidencias honestamente, como la integridad intelectual, la búsqueda razonable de pruebas, el reconocimiento de baches intelectuales; 5) las virtudes relacionadas con modos de pensar ajenos, como la apertura mental a nuevas ideas o a planteamientos diversos; 6) las que enfrentan dificultades o ayudan a prolongar hasta el final los temas estudiados, como la valentía, la tenacidad, la perseverancia. Como se ve, la posible “lista” de virtudes intelectuales es amplísima y muchas de ellas no tienen nombre.

En la temática de las interacciones epistémicas personales, en la literatura de la EV destacan los estudios sobre los desacuerdos (Feldman y Warfield 2010; Christensen y Lackey 2013), en los que entran en juego muchas virtudes y vicios intelectuales, así como la investigación sobre el conocimiento adquirido por testimonio, basado en la confianza en la competencia y honestidad de los demás (Bailey 2018), y el tema de la confianza en sí mismo y en los demás (Foley 2001; Dormandy 2020).

La investigación abrió el campo también al estudio de los vicios intelectuales (Vice Epistemology), como la rigidez mental, el dogmatismo, la credulidad, la negligencia, la injusticia epistémica, la malevolencia epistémica, el pensamiento conspirativo, el partidismo, el servilismo, la arrogancia, la timidez epistémica, la excesiva auto-indulgencia, el pensamiento ilusorio (wishful thinking) (Coady 2006, para las teorías conspirativas; Battaly 2010; Cassam 2019; Kidd, Battaly y Cassam 2021; Fricker 2007 para la injusticia epistémica; Barker, Crerar y Goetze 2018). Estos vicios pueden conceptualizarse en contraposición a las virtudes intelectuales y en algunos casos se entienden mejor a la luz de la teoría del justo medio, así como la virtud de la confianza en uno mismo se opone a los extremos de la arrogancia y del auto-desprecio epistémico.

Los vicios intelectuales pueden afectar a grupos o instituciones y pueden llevar a discriminaciones e injusticias. Por eso los grandes innovadores científicos fueron muy criticados al principio por quienes estaban apegados a viejos esquemas. Las escuelas de pensamiento o de ciencia pueden caer en el vicio de la cerrazón a otras perspectivas. A veces algunas posturas filosóficas como el racionalismo, el positivismo, el relativismo, el escepticismo, pueden asumir en las personas rasgos que se configuran como vicios intelectuales, con frecuencia metodológicos. Sería también interesante estudiar, como vicio intelectual, el uso de etiquetas cognitivas estereotipadas que de un modo simplificado desprestigian a adversarios ideológicos, políticos, etc. No son muy frecuentes en ámbitos académicos, pero sí en la opinión pública y en los contextos polémicos. Son vicios que anulan la posibilidad de un diálogo sereno y productivo. Exigen la virtud intelectual de saber disentir con amabilidad (Goldman 2010).

5 Virtudes intelectuales, afectividad y voluntad  

Las virtudes intelectuales relacionadas con objetos epistémicos (verdad, comprensión), como saber lenguas, dominar una técnica, saber ciencias, poseer capacidades lógicas, tener creatividad y facilidad intuitiva, tener juicio certero, son las señaladas principalmente por los confiabilistas y en buena parte coinciden con la perspectiva aristotélica de las virtudes intelectuales. En definitiva son las que hacen que una persona se considere inteligente en mayor o menor medida, en general o en un campo específico.

Pero como todas esas virtudes tienen que usarse (ejercicio concreto), ellas entran siempre bajo el dominio de la voluntad y sus hábitos (virtudes o vicios), de donde surgen las virtudes intelectuales señaladas por los responsabilistas (responsabilidad, honestidad, confianza, apertura mental, inteligencia relacional o interpersonal, justicia epistémica), virtudes que pueden considerarse moral-intelectuales a la vez, como en Aristóteles era la virtud de la prudencia.

El hecho de que esas virtudes sean conjuntamente morales e intelectuales significa que maduran gracias a una interacción continua entre la capacidad intelectiva y la energía voluntaria personal, dos aspectos que se potencian recíprocamente. Estas virtudes son, entonces, las que confieren a la persona inteligente, perspicaz, aguda, etc., la excelencia que configura su carácter intelectual.

Los conocimientos básicos, perceptivos o abstractos, suelen estudiarse en la epistemología tradicional para aclarar cuestiones como la verdad, la falsedad, el realismo o no, el papel de los sentidos, etc., en temas sencillos, como ver un parque o reconocer a una persona. En cambio, en los conocimientos más comprometidos, como son las convicciones filosóficas, éticas, religiosas, políticas, o en temáticas científicas arduas, el protagonismo de la voluntad sobre la inteligencia es especialmente relevante, e incluso en cuestiones no estrictamente morales, como la confianza en el éxito de una empresa cognitiva o en una actividad que requiera un empeño cognitivo. Por eso los grandes científicos son también personas de gran carácter intelectual. Como es obvio, esta temática es importante en cuestiones relacionadas con las creencias morales, sapienciales y religiosas (por ejemplo, la creencia en Dios).

¿Cómo entra la afectividad (emociones, sentimientos) en este dinamismo moral-intelectual? Los autores de la EV tienden a situarla en la perspectiva motivacional. Existen ciertas emociones o sentimientos epistémicos (Morton 2010; Brady 2013 y 2019; Turri, Alfano y Greco 2021), como el deseo de verdad, la admiración, el asombro, el estupor, la fe, la sorpresa, la curiosidad, la confianza o desconfianza epistémica, la fascinación, la esperanza, la duda, la confusión, la perplejidad, el aburrimiento, la ansiedad epistémica, algunos de los cuales pueden convertirse en virtudes intelectuales/morales si son estables, se orientan a un fin epistémico y están regulados por un término medio. Su función, en este caso, consiste en mover hacia bienes epistémicos, así como la curiosidad incita a conocer ciertas cosas. Es decir, tienen un rol motivacional y así entran a formar parte de la virtud intelectual, como vimos en Zagzebski.

Como es obvio, si estas motivaciones mueven hacia un mal epistémico (por ejemplo, la envidia, la arrogancia) o bloquean un bien epistémico, no son virtudes sino vicios intelectuales. Por otra parte, algunas emociones epistémicas son derivadas y no previas al conocimiento, como la satisfacción al haber conseguido resolver un problema científico o de otro orden.

Si configuramos a algunas de esas emociones como inclinaciones apetitivas, en las que se incluyen no sólo las inclinaciones sensibles, sino las intelectuales, como la tendencia natural de todos los hombres al saber (Aristóteles 1998, I, 985 a), entonces la dimensión motivacional de las virtudes intelectuales se situaría en un nivel más amplio y más claramente racional.

Este punto corresponde en Tomás de Aquino a la voluntad (capacidad de amar bienes, entendiéndolos), como vimos en la primera parte de esta voz. La afectividad sensible, por otra parte, puede verse como íntimamente relacionada con la voluntad y sus actos como desear, amar, querer, decidir, gozar (Sanguineti 2020). La verdad es un bien epistémico, por lo que se comprende que la voluntad tienda hacia ella. No es extraño, entonces, que las virtudes intelectuales sean también morales, es decir, voluntarias.

Roberts y Wood (2007, 60-72) dan una importancia fundamental a la voluntad como clave de la formación del carácter intelectual y sus usos concretos. La voluntad, en estrecha unión con la inteligencia, es el principal factor motivante de las tareas intelectuales. En primer lugar, porque se siente atraída por los bienes epistémicos (gusto, interés, preocupación). En segundo término, porque los elige, deliberando, cuando son varios y contrastantes. Tercero, porque lleva a la acción todo talento intelectual. Entender exige querer entender. Cuarto, porque la voluntad en unión con la razón monitorea muchas emociones relacionadas con el conocimiento (miedo, timidez, cansancio, gusto excesivo, etc.). Propiamente la voluntad no se “usa”, como las otras facultades, porque es el núcleo de la persona (Roberts y Wood 2007, 87-88).

Según estos autores, el amor al conocimiento (Roberts y Wood 2007, 153-182) y la sabiduría práctica o prudencia (Roberts y Wood 2007, 305-324) son las dos virtudes intelectuales generales que unifican a todas las demás y las orientan al bien completo personal. La primera es la “excelente orientación de la voluntad hacia el conocimiento” (Roberts y Wood 2007, 153).

El amor al conocimiento es una madurez de la voluntad humana con respecto a un bien humano general, el conocimiento, cuyo valor está hondamente involucrado en el bienestar humano (human well-being) y en los valores de las cosas que pueden conocerse (Roberts y Wood 2007, 215).

A su vez, la prudencia dirige toda práctica de cualquier virtud intelectual para que concluya en un buen juicio.

La sabiduría práctica intelectual es el poder de una buena percepción y juicio que un agente necesita para ejemplificar las virtudes intelectuales particulares en el contexto de las prácticas intelectuales (Roberts y Wood 2007, 324).

La voluntad epistémica está atraída por los bienes cognitivos y la prudencia pone el pensamiento práctico correcto correspondiente.

Las dos virtudes generales de la vida intelectual dependen mutuamente de un modo tan estricto, que podrían verse también como dos lados de una misma virtud. Pero a causa de la enorme importancia de esos dos elementos -la justa orientación de la voluntad y el pensamiento práctico correcto-, resulta útil distinguir estas virtudes (Roberts y Wood 2007, 310).

El tema de las virtudes intelectuales, su ausencia y los vicios que se les oponen, su relevancia social, su relación con la afectividad, con la felicidad y la vida moral, con la educación y la comunicación, sigue abierto y abre nuevos y prometedores espacios a la epistemología y a la filosofía en su globalidad.

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7 Cómo Citar  

Sanguineti, Juan José. 2023. "Virtudes intelectuales". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Virtudes_intelectuales


8 Derechos de autor  

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