Principio antrópico
Se trata de una expresión acuñada por el astrónomo Brandon Carter en 1974. El enunciado general de ese principio dice que “lo que podemos esperar observar tiene que estar limitado por las condiciones necesarias para nuestra presencia como observadores” (Carter 1974, 291). En términos más explícitos, el principio sostiene que todas las constantes de las que depende la estructura y el dinamismo del universo solo pueden adoptar valores extremadamente acotados por la circunstancia de que existe el hombre. Lo que este principio pretende enfatizar es el hecho de que la existencia humana requiere condiciones físicas tan rigurosas que, a partir de ella, es posible inferir con alto grado de especificidad y precisión las características de un universo capaz de acoger a nuestra especie.
Si bien se trata de un término propio del lenguaje de la cosmología, la discusión subsecuente involucró al poco tiempo a los representantes de la filosofía y de la teología, ya que las repercusiones en esos campos son obvias y muy poderosas. En esta exposición se mencionarán, en primer lugar, los antecedentes históricos y algunos desarrollos significativos acerca del tema. En segundo lugar se pasará revista a los principales indicios empíricos que dan sustento al principio antrópico. Finalmente se ofrecerán las claves fundamentales para una interpretación sapiencial de la cuestión, bajo un abordaje de sus aspectos filosóficos y teológicos.
Contenido
1 Antecedentes ↑
En esta sección se ofrecerá una reseña de las etapas recorridas en el ámbito científico hasta llegar al enunciado del principio antrópico (en adelante PA), haciendo foco especialmente en los aportes del siglo XX.
1.1 El principio cosmológico ↑
En sus orígenes, el conocimiento científico se desenvolvió bajo una impronta fuertemente condicionada por el supuesto de la centralidad del hombre en el universo. Así, por ejemplo, la geometría se basaba en la concepción del espacio según la escala y configuración propias de lo circundante (de ahí el origen del término: “medida de la tierra”). Igualmente se asumía que todo cuanto existía se hallaba al alcance de la percepción humana. En tal sentido, la teoría de los cuatro elementos indicaba que los últimos constitutivos materiales (tierra, agua, aire y fuego) eran directamente identificables con cualidades táctiles (temperatura y humedad) y no se concebía un orden de realidad microscópico. En el otro extremo, el mundo no se extendía más allá de la región de las estrellas visibles. Además, la presunta inmutabilidad de los astros y de las especies vivientes se juzgaba de acuerdo al patrón de duración de la vida humana. Pero sin duda el rasgo más representativo de este sesgo es la concepción geocéntrica de la astronomía, según la cual el planeta Tierra, morada del género humano, yace inmóvil en el centro del universo, mientras los demás cuerpos celestes describen sus órbitas alrededor de él. Esta visión encontró un apoyo natural en la cultura medieval cristiana, donde el hombre era considerado, a la luz de la revelación divina, como imagen y semejanza de Dios y administrador de toda la creación (Gén. I, 26-30).
La revolución científica, desplegada a lo largo de los siglos XVI y XVII, modificó radicalmente este enfoque. El modelo copernicano desplaza a la Tierra del centro y la ubica como un planeta más girando en torno al Sol. La geometría analítica y el cálculo infinitesimal abren nuevos rumbos en la matemática más allá de lo intuitivo. El microscopio y el telescopio ensanchan el campo de observación de la naturaleza prolongando el alcance directo de los sentidos. Por último, ya en el siglo XIX, los aportes de la geología, la termodinámica aplicada a los procesos energéticos de las estrellas y la teoría darwiniana de la selección natural, terminan de configurar un paradigma donde el hombre aparece como un producto más de la evolución cósmica, y queda completamente destituido de todos sus privilegios como observador y en relación al resto del universo. Para describir esta mirada contraria a la perspectiva antropocéntrica se ha introducido la expresión “principio copernicano” (Bondi 1950, 12; Velázquez Fernández 2005, 82-86).
En 1917 Albert Einstein presentó en la Academia de Ciencias de Berlín su memoria titulada Consideraciones cosmológicas sobre la teoría de la relatividad general (Einstein 1917). Este acontecimiento es considerado por casi todos los autores como inaugural de la nueva cosmología. Esta disciplina, tan peculiar y ambiciosa por su objeto y sus alcances, llegó a su madurez gracias al considerable refinamiento de las técnicas de observación y a la audacia de las teorías físico-matemáticas de principios del siglo pasado.
A medida que se iban desplegando las investigaciones en este nuevo campo se conformó una estrategia metodológica en continuidad con el principio copernicano, al que se le dio una formulación mucho más general y explícita. Surgió así el denominado “principio cosmológico”, que establecía que no existen puntos de observación privilegiados en el universo, sino que desde cualquier ubicación es posible determinar el aspecto general y las leyes que lo gobiernan. Dejando de lado las variaciones a escala local, el universo en su conjunto es considerado perfectamente homogéneo e isotrópico (llamamos isotropía a la cualidad por la que el universo ostenta el mismo aspecto en cualquier dirección hacia la cual se observe). Inclusive en la perspectiva de un modelo de universo en expansión se puede afirmar que los valores de la velocidad de recesión de las galaxias son iguales desde cualquier punto de medición. De esta manera se desvanece todo resabio de antropocentrismo en beneficio de una absoluta “objetividad” en la descripción del cosmos.
El principio cosmológico fue asimilado como un logro de madurez para la joven cosmología. Sin embargo, en el seno de esta ciencia ya empezaba a incubarse un enfoque alternativo, que podría describirse incluso como anti-copernicano. El siguiente apartado permite conectar esa nueva perspectiva con el PA.
1.2 Especulaciones precursoras del PA ↑
Uno de los temas que atrajo la atención de los científicos fue el de las relaciones matemáticas simples entre los valores de las constantes físicas fundamentales. Arthur Eddington encontró varias fórmulas que conectan los valores de la constante de Planck, la velocidad de la luz, la constante de gravitación universal, la masa del electrón y del protón, la constante de Hubble y el radio y densidad media del universo. Todas esas fórmulas convergen en torno al valor 1040 y sus potencias (Eddington 1923).
Paul Dirac continuó con estas especulaciones dándole forma a una suerte de principio que sostiene que “dos cualesquiera de los grandes números sin dimensión (del orden de 1039 y 1078) que tienen lugar en la naturaleza están conectados por una relación matemática simple cuyos coeficientes son del orden de magnitud unidad” (es decir valores enteros menores que 10) (Dirac 1937). Se lo podría considerar una suerte de “principio de exclusión”, según el cual el cociente que se obtiene entre dos cualesquiera de aquellas fórmulas que integran las diversas constantes de la naturaleza no puede arrojar valores alejados de la unidad. Entre las consecuencias de dicho principio estarían, por una parte, la hipótesis de una variación temporal de la constante gravitatoria (que dejaría de ser constante), y por otra el apoyo al modelo de universo estacionario.
Por su parte, Fred Hoyle presentó varios trabajos en relación a los parámetros astrofísicos de tiempo necesarios para la formación de los elementos pesados en el núcleo de las estrellas. Su conclusión es que solo cuando dichos parámetros se definen bajo valores muy precisos puede desenvolverse la química estelar que permite la diseminación y recombinación de los elementos precursores de las estructuras vivientes (Barrow y Tipler 1986, 250-255; Ambrose 2011).
Estas insinuantes conjeturas, que comienzan a considerar seriamente la relevancia del hombre en el devenir cósmico, llegaron a su primera formulación rigurosa en un brevísimo pero trascendente artículo de Robert Dicke (Dicke 1961; Ambrose 2011). En él se sostiene que el valor de la edad del universo en las ecuaciones planteadas por Eddington y Dirac no puede diferir significativamente del que tiene ahora, pues de lo contrario no hubiera podido existir ningún ser humano para poder apreciarlo. Vale decir que la edad del universo actual está acotada entre un mínimo, en relación con el tiempo necesario para producir núcleos pesados indispensables para la vida, como el carbono, en las estrellas. A su vez, habrá un valor máximo, dictado por la supervivencia de aquellas estrellas aptas para albergar un planeta capaz de ser habitado por el hombre (en efecto, no todas las clases de estrellas poseen el tipo de actividad indicado para el nivel, regularidad y constancia del flujo de radiaciones que la vida necesita).
En 1973 apareció un llamativo trabajo de Collins y Hawking que plantea el problema de la isotropía del universo (Collins y Hawking 1973). Esta propiedad sospechada a partir del perfeccionamiento de la investigación telescópica desde el siglo XIX sirvió de base para la formulación del principio cosmológico que ya hemos citado. A su vez tuvo una espectacular confirmación en el hallazgo de la radiación de fondo, cuyo valor de 2,7º K se reveló sorprendentemente uniforme. El problema que surge aquí es que dicha isotropía no parecía tener una explicación satisfactoria.
Entre las condiciones iniciales a considerar, la que exhibe una peculiar sensibilidad a los efectos de la isotropía es la velocidad de expansión. A ello debe añadirse el hecho de que el universo no es actualmente homogéneo, sino que deben ser posibles niveles de concentración de materia capaces de engendrar sistemas galácticos, estrellas y planetas. Además, cualquier modelo cosmológico, aun cuando alcance transitoriamente un estado de isotropía, tiende inexorablemente a volverse no isotrópico. Ante semejantes dificultades, los autores acaban por reconocer la posibilidad de aplicar un criterio según el cual “en la medida en que la existencia de galaxias parecería ser una condición necesaria para el desarrollo de vida inteligente, la respuesta a la pregunta ‘¿por qué el universo es isotrópico?’ es ‘porque estamos aquí’” (Collins y Hawking 1973, 334).
1.3 Carter y la condicionalidad del observador ↑
El autor que con plena conciencia y explicitación abordó el tema, y a quien debemos el nombre de PA es el astrofísico Brandon Carter, quien en 1974 publicó un escrito fundacional sobre esta cuestión para el Simposio de la Unión Astronómica Internacional con motivo de los 500 años del nacimiento de Nicolás Copérnico.
Como lo señala Balashov (1992, 115), que el planteo de Carter aparezca en un homenaje a Copérnico resulta paradójico y simbólico. En efecto, nadie duda de la importancia de la teoría heliocéntrica para el desarrollo de la ciencia moderna, ni la utilidad metodológica que ha proporcionado la adopción del principio cosmológico. No obstante, Carter introduce el PA como “una reacción contra la exagerada sumisión al principio copernicano” (Carter 1974, 291). Luego de haber planteado el enunciado anteriormente citado, este autor separa dos versiones fundamentales de PA, conocidas como PA débil y PA fuerte. La versión débil sostiene lo siguiente: “Tenemos que estar preparados para tener en cuenta el hecho de que nuestra ubicación en el universo es necesariamente privilegiada hasta el punto de ser compatible con nuestra existencia como observadores (énfasis del autor)” (Carter 1974, 293). Por su parte, el PA fuerte se enuncia de la siguiente manera: “El universo (y, por consiguiente, los parámetros fundamentales de que depende) tiene que ser de tal modo que admita la creación de observadores dentro de él en algún estadio. Parafraseando a Descartes: ‘cogito, ergo mundus talis est’” (Carter 1974, 294).
El texto de Carter resulta un poco ambiguo en la caracterización de estas dos versiones. Los estudios posteriores concuerdan en su mayoría en que el PA débil es, paradójicamente, el más sólido en cuanto a su fundamentación, pero a la vez resulta trivial en su contenido. En efecto, dicha versión se limita a plantear el vínculo de consecuencia entre nuestra presencia como observadores y los rasgos del universo que la hacen posible. Tales rasgos son, pues, condición necesaria para la existencia humana. Incluso, en la visión de Barrow y Tipler (1986, 16) bastaría con establecer dichas condiciones como necesarias para la vida en general (por lo que, más que antrópico, debería llamarse principio biótico). Por otra parte, esta forma del PA no parece tener alcance estrictamente universal, sino solamente en el ámbito regional de lo que podemos observar (Ambrose 2011).
En cambio, el PA fuerte pretende ir más allá de lo tautológico, postulando que el universo está hecho en vistas del hombre como condición suficiente para su existencia. Tal afirmación excede claramente la posibilidad de una justificación científica y remite a un entorno filosófico donde se discuten cuestiones tales como el materialismo, el determinismo y el finalismo de la naturaleza. Además, a diferencia del PA débil, abarca la totalidad del universo.
La propuesta de Carter suscitó poderosas repercusiones en el ámbito especializado, que prontamente involucraron a representantes de la filosofía y de la religión. En la próxima sección se expondrán algunos ejemplos de aquellos rasgos del universo que ponen de manifiesto la condicionalidad antrópica.
2 Indicios empíricos ↑
La cantidad de testimonios que la ciencia ha ido acumulando en los últimos tiempos en relación a la especificidad antrópica del universo es apabullante. Por cierto no es posible, ni tampoco pertinente, exponer en este lugar todos y cada uno de los puntos en que se aprecia dicha correlación. Por lo demás, en muchos casos debería recurrirse a un lenguaje de alto nivel técnico matemático de muy difícil manejo. Bastará con recopilar los ejemplos más enfáticos y accesibles a la comprensión general, teniendo en cuenta que, esquemáticamente hablando, se trata de mostrar cómo una ínfima variación del valor de determinada magnitud haría imposible o al menos enormemente improbable la existencia humana.
2.1 Constantes fundamentales ↑
Existe un amplio repertorio de magnitudes físicas gracias a las cuales es posible enunciar matemáticamente las leyes que describen el comportamiento del mundo natural. Muchas de ellas permiten poner en evidencia el ajuste extremo que supone la posibilidad de acoger la vida humana en el universo. Empezaremos por las que expresan valores relacionados con las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza.
Ante todo, la constante de gravitación universal. Si su valor fuese levemente superior beneficiaría la formación de estrellas masivas. Si bien son las estrellas gigantes las que producen los núcleos pesados y permiten la expansión de los elementos esenciales para la vida, su combustión es demasiado rápida para permitir la formación y eventual persistencia de estructuras vivientes. En cambio, si fuese un poco inferior, sólo se formarían estrellas pequeñas, incapaces de producir los elementos pesados capaces de formar los planetas y las condiciones para la vida (Leslie 1982, 142).
En segundo lugar, la fuerza nuclear fuerte. Se trata de la fuerza responsable de la cohesión interna de las partes del núcleo atómico. Si el valor de esta constante fuese inferior no podría estabilizarse la formación de hidrógeno pesado o deuterio, el cual constituye el primer eslabón en la cadena de nucleosíntesis del helio y los demás elementos en la caldera estelar. El universo estaría exclusivamente poblado por estrellas de hidrógeno puro, de vida efímera (unos 107 años). Si el valor resultase superior, por el contrario, en poco tiempo todo el hidrógeno se transformaría en deuterio y helio agotándose el combustible básico de las transformaciones nucleares (Leslie 1982, 142).
En tercer lugar, la fuerza nuclear débil es la responsable de los procesos de decaimiento de partículas, tales como la radioactividad. En la llamada desintegración beta el neutrón degenera en protón, electrón y antineutrino. El valor de esta fuerza debe ser suficientemente bajo para permitir que los neutrinos logren escapar del núcleo de las supernovas y a la vez suficientemente alto para que los elementos pesados contenidos en las capas exteriores de la estrella puedan ser efectivamente liberados al espacio. Por otra parte, el valor exacto de esta constante influye en el número de neutrones disponible en los primeros minutos después del Big Bang y, consecuentemente, en la cantidad de helio que se produzca: una ligera variación significaría insuficiencia o sobreabundancia de helio y, en ambos casos, la imposibilidad de generar los constituyentes elementales de la vida en la proporción adecuada (Leslie 1982, 142).
Finalmente, la constante de acoplamiento electromagnético es la que regula la interacción entre el núcleo del átomo y los electrones que lo envuelven con sus órbitas. De este modo, si el valor de la constante fuese muy bajo el núcleo no podría “capturar” electrones y se desvanecería la estabilidad del átomo. Por el contrario, si fuese muy alto los electrones estarían demasiado fijos en sus órbitas y no permitirían el intercambio que posibilita la combinación atómica y la formación de moléculas (Atkins 1995, 12).
Puede agregarse que, dado que las cuatro fuerzas básicas de la naturaleza operan solidariamente, también se advierten ajustes en sus múltiples relaciones recíprocas. Para empezar, la proporción de intensidad relativa entre ellas es crucial. Así, cuando la fuerza “fuerte” se toma como unidad, la fuerza electromagnética vale 10-2, la fuerza débil 10-13 y la fuerza gravitatoria 10-38. Además, la división de las estrellas de la secuencia principal en gigantes azules y enanas rojas depende de un balance crítico entre la intensidad de la interacción electromagnética y la gravitatoria (Leslie 1982, 142; Carter 1974).
2.2 Otros parámetros relevantes ↑
Si la relación entre las masas del neutrón y el protón excediese del 0,2% se abreviaría la vida media del neutrón causando su decaimiento total antes de que la evolución del universo permita la nucleosíntesis del helio. En el caso del protón y el electrón, la relación entre sus masas es de 1836. Un valor ligeramente superior o inferior impediría la formación de moléculas y, por lo tanto, de la vida (Ross 1989).
A pesar de la considerable diferencia de masa, la exacta coincidencia en el valor de carga de estas partículas también es decisivo. De otro modo los átomos de hidrógeno se rechazarían eléctricamente con más vigor que la atracción gravitatoria, y así no podría darse la condensación previa a la formación de galaxias (Leslie 1982, 143).
La estabilidad del protón es una variable de la que depende la cantidad de materia y el nivel de radiación presentes en el universo. El protón está formado por tres quarks, que bajo la acción de ciertas partículas denominadas bosones decaen en antiquark, pión y electrón positivo. Lo notable es que el decaimiento ocurre, en promedio, a los 1032 años. Si esa estabilidad disminuyese se liberaría una cantidad de radiación incompatible con los grados superiores de vida. Si, por el contrario, el protón fuese aún más estable (a pesar de que el universo tiene “apenas” 1010 años) no se habría engendrado suficiente materia en los comienzos del cosmos para permitir la evolución de la vida (Ross 1989).
Otro dato crítico tiene que ver con la entropía del universo, un concepto técnico del que se deriva el coeficiente de concentración y dispersión de la energía. Un posible indicador del nivel de entropía es la relación entre el número de fotones y de bariones (partículas fermiónicas pesadas, como el protón y el neutrón), estimada hoy por hoy en 109. Si este número fuese algo superior no alcanzarían a condensarse los sistemas galácticos ni, por ende, las estrellas. Si fuese inferior, los sistemas galácticos capturarían la radiación impidiendo nuevamente la formación de estrellas (Sanguineti 1994, 215).
Como se sabe, las partículas de la misma especie y de carga opuesta se destruyen recíprocamente (proceso que los físicos denominan “aniquilación”) con liberación de fotones. La teoría establece que sólo el número vigente (1010 + 1 quarks cada 1010 antiquarks) impide a la vez la destrucción irrefrenable de la materia y un nivel excesivamente bajo de entropía. Según se estima, semejante asimetría, por demás fundamental en la formación del universo, aconteció en el orden de los 10-35 segundos después del Big Bang (Sanguineti 1994, 199).
Uno de los ejemplos más estremecedores es el de la formación del carbono. En efecto, es bien sabida la importancia de este elemento para la constitución de la vida. Ahora bien, la síntesis estelar del carbono presentaba serias dificultades de explicación, y la solución de este reto es mérito de Hoyle. Las formas conocidas o supuestas hasta entonces consideraban reacciones a partir del helio o del berilio que, indefectiblemente, arrojaban valores muy inferiores a los vigentes, ya que la presencia de vida requiere una cantidad apreciable de carbono. La explicación de Hoyle muestra la delicadísima trama de circunstancias que hacen posible la síntesis del carbono: abundancia de helio, estabilidad del berilio, nivel de energía del oxígeno (Reeves 1983, 63-76).
También es digno de mencionarse el grado de uniformidad estructural del cosmos. A gran escala (en ámbitos superiores a los 200 Megaparsecs) el universo es homogéneo, pero por debajo de esa escala da cuenta de ligeras desigualdades, debidas a la concentración de sistemas galácticos. El nivel actual corresponde por un mínimo margen al adecuado para la vida. Las condiciones iniciales sólo admitirían un margen entre 10-3 y 10-4. Si la primitiva irregularidad hubiese sido ligeramente menor, no se habrían llegado a formar las galaxias. De haber sido apenas superior, hoy sólo quedarían agujeros negros diseminados en un vacío casi absoluto (Leslie 1982, 141-142).
Finalmente, citaremos el valor de la tasa de expansión del universo. Los modelos cosmológicos dependen de la relación entre la potencia del Big Bang y la atracción gravitatoria entre las masas. Si la primera superase a la segunda más allá de un cierto rango, la dispersión de la materia no hubiera permitido la condensación de las galaxias. En el caso contrario, el colapso de la masa primitiva no daría tiempo a la formación de aquellas estructuras. Lo verdaderamente notable es la precisión con que debieron balancearse ambas tendencias en los instantes iniciales del universo, ya que se la ha calculado en el orden de 10-56 (Barrow y Tipler 1986, 408-412).
Como se dijo al comienzo de esta sección, el número de ejemplos y el nivel de ajuste evidenciado en cada uno de ellos constituyen una evidencia apabullante a favor del PA (una recopilación muy completa se puede encontrar en Barrow y Tipler 1986 y en Ross 1989). De aquí surge la expresión fine tunning (sintonía fina) con la que se describe el aspecto de diseño claramente apreciable en el universo. Seguidamente se desarrollarán algunas consideraciones a propósito de la discusión sobre el significado, la aplicación y las repercusiones del PA.
3 Interpretaciones del PA ↑
Lo que hemos de abordar aquí es el debate acerca del verdadero alcance y de las implicancias que este tema ofrece. El PA no solo se ha prestado a múltiples formulaciones, sino también a valoraciones muy disímiles. Pueden encontrarse autores indiferentes ante el asunto, o que son bastante duros con él. Otros, por el contrario, se entusiasman y regocijan con la idea hasta el punto de querer extenderla mucho más allá de lo que parece admisible, o la convierten en una suerte de principio supremo, o incluso un argumento contundente para sostener concepciones metafísicas con algo de misticismo. Algunos creen que a partir de aquí se enciende una nueva luz para disolver los grandes enigmas pendientes de la cosmología. Para otros, en cambio, es más bien un nuevo misterio que se agrega. En cualquier caso, desde el momento en que se pone en juego una concepción de la totalidad de las cosas, y que en esa concepción se presenta como referente nada menos que la especie humana, y si a esto se añade la lucha interior que agobia al hombre, que por momentos quiere sentirse dueño y señor de lo creado y por momentos se empequeñece abrumado por la inmensidad inhóspita del cosmos, no cabe duda de que se trata de un asunto más que estimulante para la reflexión (Vernier 2011).
Lo que debe destacarse ante todo es la efectiva existencia de dos enfoques distintos de la cuestión. Hay, en efecto, una primera línea, que en adelante identificaremos como interpretación gnoseológica, que se propone señalar el factor de selectividad que impone al contenido de nuestras observaciones el hecho de que efectivamente estemos aquí para observar. En este sentido, el PA definiría un modelo explicativo a posteriori, consistente en mostrar que tales o cuales rasgos del universo son condición necesaria para la existencia de quienes los observan.
Pero su función se agotaría justamente en lo formal, de tal suerte que, en virtud de este principio así entendido no puede probarse ni refutarse que haya algo más que las condiciones de nuestra existencia nos impidan contemplar (vg. otros universos), o que todo lo que observamos tiene carácter de condición para nuestra existencia, o que existamos como consecuencia necesaria de la presencia de esas características, ni mucho menos que estas circunstancias exijan la postulación de una causa final y, en última instancia, de un Ordenador inteligente. Cualquiera de estas últimas afirmaciones constituyen, entonces, lo que podríamos denominar interpretación ontológica del PA, el cual, en resumidas cuentas, sostendría que la relación de adecuación de las cosas al hombre no es sólo un rasgo de nuestro modo de mirar, sino de las cosas mismas. En otras palabras: no es que el universo material sea así porque no soy capaz de verlo de otro modo, sino que es así porque está en su razón de ser el hacer posible mi existencia. Seguidamente procuraremos ver esto con un poco más de detalle.
3.1 Interpretación gnoseológica ↑
Parece unánime entre los expertos reconocer que la fuerza fundamental del PA está en la necesidad condicional: un hecho (la existencia del hombre) explica todo aquello sin lo cual no sería posible (esto es, las propiedades del mundo). No hay duda respecto de que todas las cosas, y el hombre en particular, tienen un carácter condicionado. En todo caso, la cuestión es si dicha condicionalidad supone efectivamente algún sesgo en la determinación de los atributos del universo, o acaso deba quedar como una simple trivialidad. Y si se diera lo primero, quedará por indagar si la pauta de selectividad establecida por este principio responde a una causalidad meramente fortuita o más bien de tipo intencional.
Ya hemos tenido oportunidad de enumerar unos cuantos datos significativos desde el punto de vista científico que avalan justamente el carácter altamente específico que impone la presencia humana en el mundo. Ahora, en instancia interpretativa, empezaremos por exponer ciertos puntos referidos al PA como pauta de conocimiento acerca del universo.
3.1.1 El trascendentalismo ↑
Hay una interpretación bastante difundida, según la cual el PA no sería más que una versión elaborada de los planteos de Immanuel Kant, según los cuales el mundo no se presenta más que de acuerdo a lo que permiten las condiciones a priori que plantea el sujeto que observa. Este modo de pensar, fuertemente arraigado en muchas corrientes epistemológicas, podría denominarse trascendentalismo, y ha sido ilustrado con la imagen de una red de pescar cuya trama determina a priori el tamaño mínimo de los peces que puede capturar (Sanguineti 1994, 242).
Digamos que no es lo mismo el sesgo que suponen las condiciones del conocimiento que aquel que exige nuestra misma existencia. No es lo mismo decir si el Sol no emitiera radiación dentro del espectro visible no podríamos verlo que decir si el Sol estuviera más cerca o más lejos de la Tierra no estaríamos aquí para verlo. En efecto, el sesgo kantiano se restringe al orden formal: de todas las determinaciones actuales de las cosas, sólo conocemos aquellas aptas para inmutar nuestras facultades. El sesgo antrópico, en cambio, pertenece al orden existencial: de todas las determinaciones posibles del mundo sólo se realizan las que son compatibles con la existencia humana, y por lo tanto no podemos esperar conocer otras que esas.
Lo que se pone de relieve en esta perspectiva es la imposibilidad de concebir para nosotros un mundo incompatible con la observabilidad, o, si se prefiere, la imposibilidad de describir el universo tal como absolutamente es pasando por alto el sesgo que suponen las limitaciones a priori de nuestra observación (Barrow y Tipler 1986, 2).
3.1.2 Alcances explicativos del PA ↑
3.1.2.1 ¿Por qué principio? ↑
El conocimiento humano tiende, por naturaleza, a organizarse en relación a principios. La capacidad del intelecto de referir la fragmentación del dato empírico a la unidad de los principios no es otra cosa que el fundamento de la ciencia y, en sentido eminente, de la sabiduría.
Si bien en toda forma de saber cabe una cierta sistematización orientada según los principios, en el caso de las ciencias particulares estos asumen características especiales. Se trata de ciertas proposiciones de valor conjetural, hipótesis de máxima generalidad, con las cuales se pretende formalizar un sistema unificado de enunciados particulares, de tal suerte que, a partir de esos principios, sea posible, por una parte, dar razón de un conjunto de leyes o datos puntuales, y por otra deducir nuevas leyes o predecir nuevos fenómenos.
Por lo tanto, el espíritu que lleva a buscar esos principios no es solamente el afán contemplativo de llegar a la unidad en términos ontológicos, sino también la búsqueda de una economía de pensamiento. Existe al respecto una profunda tensión en el ámbito de la filosofía de la ciencia acerca de la auténtica interpretación de las teorías o modelos científicos, entre quienes les atribuyen un fundamento real, por lo que estas ciencias alcanzarían la verdad sin más, y quienes, por el contrario, rechazan ese fundamento o al menos no lo consideran como referente de la labor científica, la que sólo se ocupará de elaborar construcciones teóricas capaces de dar razón de un cierto dominio de fenómenos suficientemente constatados.
En cosmología el recurso a los principios se justifica además por un motivo especial: la vastedad eventualmente infinita del universo parece tornar inviable toda inducción a partir de la mera experiencia humana. El método científico aplicado a la exploración del cosmos plantea un severo desafío, ya que las condiciones extremas del universo con respecto a lo observable imponen una suerte de censura a nuestros limitados recursos intelectuales: ¿qué habrá más allá del alcance de los más poderosos telescopios concebibles? ¿Qué habrá en el corazón de un agujero negro? ¿Qué aconteció en la singularidad de los primeros momentos del universo, antes de lo que nuestras ecuaciones más audaces pueden rastrear?
El ejemplo más cercano que podemos tomar como comparación es el del principio cosmológico. Ya hemos visto cómo a partir de Copérnico se inicia un camino firme hacia la descentralización del hombre con respecto al cosmos, de suerte que, finalmente, se proclama la necesidad metodológica de rechazar cualquier afirmación o explicación que invoque algún tipo de privilegio para la condición humana. Ya en nuestro siglo se diseñó a partir de esta idea un principio enunciado en términos positivos: el universo es isotrópico y homogéneo, vale decir que desde cualquier punto de referencia puede observarse el mismo aspecto hacia cualquier dirección.
Algunos autores hacen notar que existe un fuerte apoyo experimental en favor del principio cosmológico a partir de varios fenómenos bastante bien establecidos (Merleau-Ponty 1971, 39-40). Así también se concede el mérito de este principio para preservar la distinción entre la reflexión científica y las interpretaciones finalistas o creacionistas de cuño metafísico. No obstante, y a pesar del dilatado consenso que ha ganado entre los científicos, conviene tener presentes algunos puntos frágiles. Entre ellos la negación del hecho incontrastable de nuestra posición peculiar como observadores, que hace parecer artificiosa la pretensión de “objetividad absoluta”. Y también el carácter en cierto modo arbitrario de ese principio, lo cual se debe, en el fondo, a nuestro punto de vista marginal en la inmensidad del cosmos.
Esta breve discusión sobre el principio cosmológico no tiene otro objeto que ilustrar las características (y los riesgos) que posee el razonamiento científico a partir de principios a priori o demasiado generales. Si nos trasladamos al caso del PA, constatamos que la intención que lo puso en vigencia es semejante. Así como alguna vez se creyó en el dominio exclusivo de las formas circulares y esféricas en el universo, o en la imposibilidad de admitir cualquier norma que señalase algún privilegio en cuanto a la posición del hombre en el océano cósmico, el PA ha prestado a la cosmología el servicio de ponerse como fundamento de todas aquellas propiedades del universo en su conjunto que, sin poderse deducir de ningún plexo de condiciones iniciales, pueden resolverse como condición necesaria de la existencia humana. Pero sobre todo permite acotar en extremo los márgenes en que cabe definir tales condiciones iniciales. Acaso la función más importante de este principio es la de sintetizar numerosos hechos y pautas que se descubren en el universo, y muy en especial aquellos que revelan una coincidencia altísimamente improbable o un alto grado de orden.
De acuerdo con las observaciones de Alonso (1989, 109-116), y en sentido contrario a las manifestaciones de muchos científicos, el PA estaría mucho más de acuerdo con las exigencias del discurso científico que el principio cosmológico. En efecto, si lo despojamos de interpretaciones abusivas o de proyección filosófica (que sin dejar de ser lícitas promueven la confusión), se trata de un esquema de razonamiento irreprochable, tanto en su validez formal (que enseguida indagaremos) como en la constancia de los hechos en que se sustenta, como son nuestra propia existencia y las condiciones que ésta exige bajo el supuesto de las leyes actualmente aceptadas. Por el contrario, el principio cosmológico es una afirmación de valor más bien apriorístico, que no se basa en hechos conocidos sino más bien en la necesidad de cubrir una ignorancia insalvable, y que resulta por lo tanto mucho más especulativo.
3.1.2.2 ¿Por qué antrópico? ↑
Evidentemente, si tenemos en cuenta las austeras intenciones que reveló su creador, Brandon Carter, detrás de esta denominación sólo existe la referencia al hombre como aquella especie cuya existencia plantea, de hecho, ciertas condiciones necesarias en las características del universo. No debería buscarse, tal vez, ningún otro propósito, como no lo hay, por ejemplo, en la denominación sapiens aplicada como nombre científico de la especie humana. No obstante, la palabra ha provocado tantas suspicacias y apasionamientos que el propio Carter debió declarar luego que, de haber sabido que ocurriría tal alboroto, habría pensado en otro nombre (cognizability principle) para caracterizar lo que a su juicio no es más que una pauta de auto-selección del conocimiento (Carter 1983). Vamos a referirnos a esta suerte de controversia "ideológica" al tratar justamente la objeción de antropomorfismo que muchos enrostran a los partidarios del principio.
Por el momento, puede notarse que, en su formulación original, el PA habla de observadores y no de hombres, pero es obvio que se trata de observadores capaces de plantearse a sí mismos como tales y las cuestiones que dicha condición da a lugar. En definitiva, no cabe pensar sino en observadores inteligentes. No es el punto discutir aquí la posibilidad o aún la probabilidad de que haya vida inteligente en otros rincones del universo. No obstante, resulta indudable que, si bien la exclusividad del hombre como habitante personal del cosmos enfatizaría aún más la extraordinaria selectividad y refinamiento del orden natural, la existencia de otros seres racionales sería un argumento favorable al PA fuerte si se quiere hacer hincapié en las generosas virtualidades de la naturaleza bajo condiciones específicas. Si la vida inteligente proliferara en otras partes del universo, la explicación basada en la presencia de una tendencia natural prevalecería más nítidamente sobre aquella que invoca el factor azar.
3.1.2.3 Formalismo del PA ↑
Planteadas en su generalidad, las diferentes formulaciones del PA no hacen más que destacar el carácter necesario de ciertas condiciones presentes en el universo para que resulte posible la existencia humana. Ahora bien, dado que evidentemente el hombre existe, de ahí se deduce necesariamente la existencia de aquellas condiciones. Así, por ejemplo, se dice que Si no se diera que las constantes físicas asumen tal o cual valor, o la proporción de materia y antimateria es tal, y así sucesivamente, entonces no podría existir el hombre. En términos más abstractos
siendo X cualquiera de los fenómenos cosmológicos a los que se aplica esta argumentación. De aquí puede afirmarse que
con lo cual la “explicación” antrópica de X consiste en probar que se sigue necesariamente de A (Alonso 1989, 87-92). Esta forma de argumentación aparece sistematizada por primera vez en Aristóteles, quien entendía que la necesidad que la ciencia debe buscar en las cosas podía darse a priori, es decir desde las causas antecedentes, y en ese caso estaríamos en un esquema afín al determinismo clásico, o bien a posteriori, según la cual, en vista de los resultados que alcanza algún proceso natural, se infiere que han debido ponerse los medios hipotéticamente necesarios para tal desenlace (Aristóteles Física II, 9).
Esta consideración sobre la formalidad del AP exige algunas aclaraciones. En primer lugar, el contexto en que Aristóteles formula la necesidad a posteriori tiene que ver con la afirmación de la causalidad final, es decir la presencia de una inclinación intrínseca en la naturaleza que la conduce espontáneamente a su término perfectivo. Sin embargo, hablando estrictamente, no es inevitable reconocer la presencia efectiva de un orden finalista para poder plantear el esquema visto. En este tipo de estructura argumentativa, la percepción de un vínculo condicional no autoriza a abrir juicio sobre las causas que efectivamente ponen la condición. Así, pues, asignar improbabilidad a un cierto orden de cosas con la intención de sugerir un diseño es adjudicar al mundo alguna propiedad absoluta que excede el mero formalismo lógico, ya que la exigencia de una necesidad condicional no basta para provocar la condición.
En segundo lugar, es un error creer que, a partir de la relación de consecuencia que se funda entre la existencia humana y las características del universo, ya no queda nada más por explicar. Se ha planteado, efectivamente, que la frase de Carter cogito, ergo mundus talis est da sustento a la convicción de que el mérito del PA está, precisamente, en clausurar por completo toda especulación sobre misterios, demiurgos y designios. Semejante forma de pensar ha sido caracterizada con el título de filosofía antrópica (Craig 1987, 441).
Ciertamente, podría pensarse que la afirmación del PA es trivial y redundante, en la medida en que todos los seres son condicionados, y que la simple comprobación de su existencia deriva en la no menos simple certificación de que las condiciones necesarias se han cumplido. ¿Qué puede haber de interesante al sostener que tales y cuales condiciones deben cumplirse, ya que de lo contrario no podríamos existir ni mucho menos reflexionar sobre ello?
Aquí es donde se presenta, tal vez, el rasgo más considerable del AP: que esas condiciones sean absolutamente necesarias (o casi) no significa que sean obvias. En cualquier momento de la historia, y por muy precaria que fuese la información disponible, se hubiese aceptado sin reparos que el hombre no existiría si el universo no diera lugar a esa posibilidad. Pero lo notable es que, a medida que avanza nuestra comprensión de la naturaleza, la conexión entre ella y el hombre se ve cada vez como más determinante. Sólo en este contexto cobra sentido, por ejemplo, el aparente derroche de espacio y tiempo que se requieren para el advenimiento de la especie humana. El formalismo basado en la necesidad condicional permite, en el caso del PA, tomar conciencia de la profunda unidad y coherencia que posee nuestro mundo, así como de la extraordinaria singularidad de la especie humana. Justamente el mérito central de la idea antrópica es poner de manifiesto un vínculo de condicionalidad no sospechado anteriormente entre el cosmos y el hombre. (Tanzella-Nitti 2002; Sanguineti 1994, 242-243).
3.1.2.4 En qué sentido PA no es explicativo ↑
Las restricciones al valor explicativo del PA habría que buscarlas, principalmente, en dos direcciones. En primer lugar, advirtiendo que, de la misma manera que no parece necesario adjudicar a todas y cada una de las características del hombre un efecto de selección antrópico, tampoco es sencillo afirmar que todo lo que hay y todo lo que ocurre en el universo está efectivamente condicionado en términos antrópicos. Las leyes naturales, al menos en el estado en que hoy las conocemos, parecen más bien sugerir un comportamiento probabilístico, tendencial, en el que la preponderancia de ciertos logros no descalifica la presencia de otros a modo de residuos o repercusiones indiferentes al plan general. En otras palabras, las mismas razones antrópicas para justificar un universo tan dilatado en el espacio y en el tiempo son las que dan pie a la posibilidad de que ese universo no esté distributivamente ordenado a la existencia humana, sino que, por decir, sea técnicamente irrelevante el número exacto de galaxias y estrellas que lo habitan, o el porcentaje exacto en que se halla en la naturaleza un elemento químico no significativo (Alonso 1989, 126-136).
Pero no cabe duda de que la salvedad más importante proviene de la diferencia entre el sentido gnoseológico y el sentido ontológico con que puede interpretarse este principio. Si permanecemos en la línea gnoseológica nuestra explicación se reduce a mostrar cómo el orden de las cosas, aparentemente contingente en sí mismo, se contrae a la necesidad que surge de la existencia del hombre. Estamos hablando de un sesgo definido por la peculiaridad de la condición humana. Pero no estamos aún autorizados a responder a la pregunta crucial: por qué, al fin y al cabo, el hombre existe, y, especialmente, por qué existe a pesar del altísimo costo que implica su existencia. En efecto, probar que el mundo es acogedor no es lo mismo que mostrar cómo es que ha llegado a serlo. Se supone que cualquier arquitecto es capaz de emplear los mismos argumentos de coherencia para justificar cada una de las partes del diseño de una casa o un edificio, pero aún queda pendiente la cuestión acerca de la construcción misma del edificio. Por eso debemos dar paso inmediatamente al desarrollo del segundo aspecto de la interpretación del PA.
3.2 Interpretación ontológica ↑
Según esta perspectiva, el intento de diluir la fuerza del PA en una mera trivialidad omite la debida comprensión de las relaciones de causalidad. Volviendo nuevamente a Aristóteles, puede decirse que algunas cosas suceden bajo necesidad condicional o a posteriori, según la cual puesto un efecto se infieren necesariamente las causas o condiciones según las cuales se produjo, mas no a la inversa. A partir de que todo lo que acontece deviene necesario con necesidad de hecho (esto es, en cuanto ha efectivamente acontecido), y de la extendida identificación que se hace entre causalidad y determinismo, se entiende la confusión entre el orden lógico y el ontológico. Si bien es posible reconstruir apodícticamente una secuencia causal a partir del efecto último, no se sigue que esa secuencia haya acaecido necesariamente. Para ejemplificar esto, el filósofo griego habla de alguien que ingiere alimentos salados y sale de su casa en busca de agua para calmar la sed. Entonces se encuentra con unos ladrones que lo atacan y le dan muerte. Una cosa es explicar la causa de la muerte y otra la pretensión de inferir que todo aquel que consuma alimentos salados acabará muerto por ladrones (Aristóteles Metafísica VI, 3).
De modo, pues, que no tiene cabida excusarse de una explicación de la existencia humana y de las condiciones que la hacen posible como si la secuencia causal en su conjunto no hubiese podido ser de otro modo. Lo que justamente debe hacerse notar en este momento es la diferencia capital que existe entre decir que el universo debe poseer determinadas características y decir que nosotros debemos observar en el universo solo determinadas características. No es ciertamente sorprendente que no observemos en el mundo condiciones incompatibles con nuestra existencia. Pero no por ello deja de ser sorprendente que sólo existan aquellas condiciones que son compatibles con nuestra existencia. Es obvio para cualquier hijo que no estaría aquí si sus padres no se hubiesen conocido, pero no es obvio que no hubieran podido no hacerlo. Si acaso sobrevivo a un pelotón de fusilamiento no debe sorprenderme el no estar muerto (de otro modo mal podría sorprenderme), pero es más que sorprendente que ninguno de los tiradores haya dado en el blanco. En el primer caso hay un modus ponendo ponens que involucra una proposición condicional: si me interrogo luego no estoy muerto. Lo difícil es probar la premisa que afirma el antecedente: ¿cómo es posible que, en efecto, aún esté con vida? (Sanguineti 1994, 242-243).
Estas reflexiones introductorias nos habilitan ya para plantear el interrogante fundamental que resume el aspecto ontológico del PA. Hasta ahora tenemos por cierto que el hombre existe y que su existencia implica ciertas condiciones especialísimas a escala universal que, obviamente, se cumplen. Pero también sabemos que, en función de las leyes según las cuales parece regirse el dinamismo cósmico, dichas condiciones, precisamente por ser especialísimas, son extraordinariamente improbables. Entonces, la pregunta es: ¿por qué ocurre algo cuya probabilidad a priori tiende a 0? Aquí aparecen dos líneas de respuesta posibles: si existe un universo de suyo extremadamente improbable, es porque
a) debe haber condiciones, no apreciables en primera instancia, que hagan a ese universo algo más bien altamente probable;
b) en el fondo la existencia del universo no debe ser considerada como un hecho aleatorio.
La primera opción constituye lo que podríamos llamar la vertiente naturalista, que intenta subsumir el fenómeno de las grandes coincidencias cosmológicas en pautas estrictamente naturales, sin recurso alguno a la intencionalidad. La segunda alternativa conduce a la línea teleológica, que postula la presencia de un curso finalista en la organización del universo. Expondremos seguidamente ambas opciones.
3.2.1 La vertiente naturalista y el principio de plenitud ↑
Una vez que en ciencia se definen los principios hay que establecer cómo funcionan, esto es, cómo se expresan operativamente para dar lugar a los fenómenos que se supone tratan de explicar. Si se quiere tomar un ejemplo análogo, la biología se maneja bajo el régimen del principio o teoría de la evolución de las especies, entendida más o menos como la tendencia de la biósfera a derivar formas vivientes más complejas a partir de otras menos complejas. Sin embargo, más allá del hecho en sí de la evolución, que por lo menos a grandes rasgos hoy en día casi nadie cuestiona, subsiste la controversia acerca de cómo opera la evolución, es decir, de qué manera o con arreglo a qué leyes se verifica dicha tendencia. Así aparecen las especulaciones de Lamarck sobre la herencia de los caracteres adquiridos, Darwin y la selección natural, Gould y los grandes saltos evolutivos, Monod y la síntesis de azar y necesidad, etc.
Este ejemplo ofrece otra semejanza con el tema que estudiamos. Efectivamente, cuando en su momento se postuló la teoría de la evolución, sobre todo con la obra de Darwin, se generó una verdadera conmoción intelectual ya que por primera vez se concebía lo que podríamos llamar un mecanismo creador, vale decir, una secuencia de procedimientos naturales capaz de engendrar orden, algo que hasta entonces sólo podía pensarse como directamente atribuible a una causa inteligente, en este caso de orden divino. Tal vez lo más fascinante que siempre tuvo esta concepción es precisamente la posibilidad de una alternativa al modelo creativo-artesanal cuya descripción según el Génesis parecía quedar superada.
En relación a la naturaleza del universo podríamos reconocer un esquema de reflexión similar: he aquí una totalidad imbuida de un fortísimo sentido de orden y armonía, a los cuales el PA puede expresar en términos de adaptación a la existencia humana. Los cálculos matemáticos que reflejan la exorbitante improbabilidad de esa configuración desacreditan de plano la actitud de encogerse de hombros como si una cualidad semejante careciese de toda relevancia. De modo que no quedan más que dos posibilidades a la vista: o bien interpretamos esto como una manifestación de la Inteligencia Divina, o bien apelamos a mecanismos naturales, esto es, a patrones de selectividad interna puramente inmanentes.
Pero aquí el problema se agrava, ya que no se trata de una selección entre diversas partes del universo, como serían las múltiples especies o individuos vivientes con sus diversos grados de adaptabilidad, sino de una selección de la que resulta el universo mismo. Lo que es aquí verdaderamente desafiante es concebir al universo no ya como escenario de todo resultado posible, sino como un resultado en sí mismo, como algo que sea a la vez un producto (algo hecho o engendrado) pero de índole física o natural (no como obra de una Causa Trascendente). En este contexto aparece la hipótesis conocida como de los universos múltiples.
La idea general que la inspira sería la siguiente: dado que el universo testimonia un ajuste extraordinario de sus partes a fin de hacer posible la vida y la existencia humana, y considerando impropia del discurso científico una hipótesis de diseño que conduzca a la afirmación de un Artesano Divino, debe admitirse que este universo resulta de alguna forma de selección aplicada sobre un conjunto de universos, con respecto al cual tenga sentido definir las condiciones de adaptabilidad que este tiene. Debe pensarse, pues, que existen otros mundos que le den sentido a la pregunta acerca de por qué estamos en, u observamos, o simplemente existe este. El enunciado genérico de la idea que acabamos de expresar puede denominarse principio de plenitud: la realización de todas las posibilidades de un sistema vuelve necesaria a cada una de ellas.
El modelo más conocido corresponde a John Wheeler. Este físico y cosmólogo, creador de la expresión agujero negro, ha ofrecido dos versiones sucesivas de su propuesta, que se pueden identificar respectivamente como "modelo Wheeler 1" y "modelo Wheeler 2" (Barrow y Tipler 1986, 469-471).
El modelo Wheeler 1 es conocido como universo oscilante o universo pulsátil: como un jugador de póker que mezcla infinitas veces las cartas y así obtiene tarde o temprano una mano favorable, nuestro universo es apenas un ensayo más en una secuencia infinita de explosiones y colapsos. Pero en este caso no sólo se alteran las condiciones iniciales de un inicio a otro, sino también las mismas leyes físicas. La aplicación de las leyes cuánticas imprime el rasgo de aleatoriedad que garantiza una variación indefinida de cuadros cosmológicos, sobre el cual tendrían vigor los razonamientos antrópicos. En otras palabras, "nuestro" universo sería un ciclo cuyos parámetros de conformación son estrictamente compatibles con la vida humana, y si bien dicha compatibilidad resulta extraordinariamente improbable, no es sorprendente que aparezca tarde o temprano en una secuencia ilimitada de ensayos.
Con respecto al modelo Wheeler 2, se trata de una aplicación del principio cuántico según el cual la trayectoria de las partículas no se define de acuerdo a parámetros lineales, sino en términos probabilísticos. La ecuación de onda Ψ genera no una sino infinitas soluciones que permanecen indeterminadas hasta que la onda colapsa por la intervención del observador. Ahora bien, si cada acto de observación define la trayectoria de una partícula, define también todos los procesos causales que se desencadenan a partir de ella y, en última instancia, define un curso posible del universo entero. Más simplemente, determina un universo completo. Los distintos universos definidos a partir de la "fragmentación" provocada por la observación no constituyen meras posibilidades lógicas o estados potenciales sino bifurcaciones reales, esto es, no constituidas por observaciones. No hay en este caso un colapso de la función de onda que deja definitivamente inhabilitadas todas las posibilidades menos una, sino una multiplicación indefinida de universos totalmente incomunicados entre sí.
Este proceso de fragmentación, planteado desde el Big Bang mismo, da origen a múltiples universos con enormes diferencias entre sí: tasa de expansión, turbulencia, nivel de las fuerzas básicas, etc. De esta manera puede justificarse aun un mundo extremadamente improbable como el nuestro, apto para la vida, pues no es más que una ramificación finísima del árbol de posibilidades. Es en este contexto donde cabe aplicar el PA: el universo que observamos no puede sino satisfacer las condiciones que supone la existencia de observadores.
Es el propio Wheeler quien, llevando hasta el extremo la conjetura sobre la relación entre el universo y el acto de observación, formula por la misma época el llamado Principio Antrópico Participatorio: “Los observadores son necesarios para que llegue a existir el universo” (Barrow y Tipler 1986, 22). Esta formulación pretende ser una aplicación a escala cosmológica de la interpretación de Copenhague de la física cuántica, de acuerdo con la cual la no decidibilidad de un sistema esencialmente probabilístico sólo puede quebrantarse a partir del acto de observación que afecta intrínsecamente a la naturaleza de lo observado. La realidad misma de lo que vemos es, en última instancia, una resultante del acto de un observador que, al completar por así decirlo la dupla sujeto-objeto, le confiere su sustento (Comitti 2011, 1504-4).
En líneas generales, predomina la sensación de que estos ensayos pretenden, a toda costa, soslayar la instancia metafísica, y en especial la idea de un Agente trascendente y una finalidad constitutiva. Algunos asumen esta hipótesis como un caso más de la filosofía antrópica: lo que ella pretende no es explicar nada, sino eliminar la necesidad de una explicación (Smart 1987, 118).
En un plano más epistemológico sobresalen dos reproches: por una parte, la imposibilidad de corroborar estos modelos, (salvo quizás el caso de los universos oscilantes) habida cuenta de que solo tiene sentido la distinción entre universos cuando no existe ninguna forma de interacción física entre ellos por medio de la cual podría obtenerse información acerca de su existencia. Por otro lado, en estas conjeturas se produce una abierta violación de la navaja de Ockham. Si una teoría científica debe escogerse entre otras por el menor número de supuestos y elementos a combinar, tal como este principio lo recomienda, está claro que no se puede ir más lejos de esta norma que al invocar la existencia de infinitos mundos (o de infinitas regiones heterogéneas en el universo, lo que para el caso no importa). Parece una petición excesivamente pretenciosa (Hacking 1987).
3.2.2 La vertiente teleológica ↑
La inobjetable capacidad del intelecto humano para descubrir, y eventualmente explicar y producir orden, lo ha llevado espontáneamente, y desde tiempos muy lejanos, a la intuición de que la totalidad de las cosas, el universo mismo, es un escenario altamente organizado y diseñado con extremo cuidado y perfección. Y, dando apenas unos pasos más, ha abrazado la convicción de que ese orden maravilloso lo tiene a él mismo por destinatario, de modo que todas las cosas sirven al propósito de hacer posible la existencia humana y se subordinan a las exigencias de su desarrollo vital.
En este contexto, no resulta para nada sorprendente la predisposición de muchos a considerar el PA como un signo privilegiado de la configuración teleológica del universo. En la medida en que se acepta la existencia de causas finales bajo ciertas evidencias, el testimonio empírico que alimenta al PA es quizá de los más elocuentes con que sea posible contar. En otras palabras, así como el PA no hace falta para probar que el universo tiene un diseño, pues acabamos de ver que esta idea pertenece a una tradición consolidada, sí es bienvenido como recurso para persuadir a quienes todavía no admiten el orden finalista.
Nunca antes en la historia se habían acumulado datos tan numerosos, precisos y relevantes para avalar esta concepción. En efecto, como lo ha destacado Tanzella-Nitti (2002), los rasgos antrópicos del universo no son reductibles a un hipotético mecanismo puramente eficiente y ciego, como lo es hasta cierto punto la selección natural en el caso de la evolución de las especies vivientes. Dado que, por otra parte, dichos rasgos no están localizados en un ámbito o nivel restringido, sino que involucran a todo el universo, la presunta existencia de esa causalidad subyacente exigiría postular una suerte de Teoría del Todo (TOE según la sigla en inglés) o Teoría de la Gran Unificación (GUT). Pero precisamente una teoría semejante ya perdería su estatus de enunciado científico y pasaría a ser un asunto propio de la filosofía. Hoy se tiende a diferenciar, cuando se habla de finalidad, entre el fin tomado como término o perfección extrínseca de una actividad, y la tendencia intrínseca que poseen los agentes para ordenarse a esa perfección (Artigas 1992, 400-404). El reconocimiento de la dimensión tendencial en la naturaleza es difícilmente discutible en la medida en que aparece expresada cada vez que se enuncia una ley física o se describe una conducta viviente. Los problemas aparecen cuando se asocia la concepción finalista con otros planteos que no guardan una vinculación necesaria con ella. Así, por ejemplo, se presume que, al haber surgido en una época más propensa a admitir el modelo determinista de la causalidad, esta doctrina pierde sustento con el derrumbe de ese modelo. Sin embargo, lo que la filosofía clásica nos permite descubrir es que, justamente por su condición intrínseca a las cosas, la tendencia teleológica participa de todas las limitaciones que impone la finitud del ser que actúa, y así no debemos creer que esa tendencia sea incapaz de expresarse por caminos no determinados (como es el caso clarísimo de la libertad humana). Si partimos de la aceptación cada vez más firme de la perspectiva evolutiva del cosmos, resulta claro que, más allá de las marchas y contramarchas, de las catástrofes y “pasos en falso” que hay o parece haber habido en la evolución, hay una direccionalidad global que se va imponiendo inexorablemente. De modo que podría admitirse, en el orden particular, un margen más o menos amplio de coincidencias y productos accidentales, sin perjuicio de la orientación definitiva del conjunto.
Pero más allá de estas anotaciones básicas sobre el problema de la finalidad en la naturaleza, lo que merece destacarse del PA es el lugar protagónico que asume el hombre en la economía universal. La verdadera potencia de este principio consiste en mostrar hasta qué punto llega la direccionalidad de las cosas en relación al hombre. Así como la mentalidad pre-copernicana confundía la jerarquía ontológica con supuestos privilegios topográficos asociados por otra parte a la concepción euclídea del espacio, el principio copernicano también se apresura en reducir la jerarquía del hombre por razones geométricas. Sin embargo, el redescubrimiento de la centralidad del hombre a partir de una dimensión más profunda arroja una intensa luz sobre su propia condición y el puesto que le cabe en el universo. En tal sentido, el PA merece ser aprovechado en todo el alcance de su mensaje: no sólo reafirma la armonía y diseño del cosmos, sino que pone al hombre como clave de bóveda de todo lo visible (Sanguineti 1994, 245-246; Velázquez Fernández 2005, 95-108; Khrapko 2003, Olum 2004).
4 Cuestiones epistemológicas ↑
A partir de las observaciones efectuadas a nivel filosófico con respecto al PA, surgen algunos puntos complementarios que tienen que ver más directamente con la lógica del discurso científico. Para empezar, hay que advertir que la cosmología como ciencia de la totalidad del universo no ha resuelto aún algunas controversias que afectan a la definición de su objeto, su método y sus supuestos. Cuestiones tales como la singularidad, la contingencia y la evolución del universo tienen impacto directo en la posibilidad de legitimar un conocimiento científico acerca de él y sugieren posiciones precavidas cuando se discuten problemáticas de fondo, como el caso del PA. Pero también pueden señalarse problemas que afectan a este principio en especial, más allá de su adscripción a la cosmología. Nos dedicaremos a tres de ellos: la validez de un modelo teleológico, la capacidad de predicción, y consiguientemente de falsación, del principio, y su supuesto antropocentrismo.
El primer punto es si, una vez aceptada la existencia de causas finales por razones filosóficas, la ciencia misma tiene derecho a valerse de ellas. Es decir si, bajo el supuesto de que existan verdaderos propósitos o tendencias en las cosas, le cabe a la ciencia positiva introducirlos como hipótesis explicativas. Hablando más concretamente, ¿puede la cosmología, sin perder su carácter de ciencia, invocar como explicación de fenómenos tales como la isotropía, la edad del universo o la formación del carbono la afirmación de que “eso es lo más conveniente para que se produzca la aparición del hombre”? ¿Es lícito postular una direccionalidad universal animada por el proyecto de alcanzar la especie humana?
Hay que convenir en que la ciencia moderna surgió con el empeño de dar la espalda a cualquier argumento teleológico, poniendo toda la carga explicativa en la línea de las causas eficientes y el modelo de la necesidad mecánica. Hoy por hoy existe una mayor permeabilidad por parte de los biólogos, ya que en ese ámbito resulta imposible reducir el carácter específico de lo viviente a presupuestos puramente mecanicistas. Pero en el orden de la física tanto la noción de sustancia como la de finalidad aparecen diluidas. La norma lógica va de un estado dado de un sistema a otro estado, por aplicación de ecuaciones diferenciales, y eso parece ser todo lo que hace falta. Sin embargo, hay testimonios históricos que permiten descubrir la posibilidad de otro encuadre para la justificación de los fenómenos naturales. Se trata de aquellas leyes cuyo descubrimiento se debió a la suposición de algún principio discriminatorio, de alguna pauta de selectividad o de optimización (cálculo de variaciones). Así Fermat pudo establecer el principio de la refracción de la luz, Maupertuis corrigió a Leibniz en su teoría sobre el choque de los cuerpos elásticos y Euler estableció la generalización de que la naturaleza obra siempre según lo máximo o lo mínimo.
Por este motivo se ha equilibrado la discusión hasta el punto de encontrar vertientes epistemológicas que de ninguna manera desautorizan a la ciencia para proceder conforme a “normas de calidad preestablecidas”. Sin comprometerse con la cuestión metafísica, se declara viable una línea de investigación que asuma el supuesto de que las cosas responden a fines, aunque se mantiene la exigencia de que las conclusiones a que se llegue a partir de ese como si queden sometidas a prueba experimental. Podríamos denominarlo una metodología heurística (Zycinski 1987, 325-326).
Al considerar este asunto, Alonso (1989, 133 y 136) defiende la argumentación antrópica mostrando que su aplicación no se circunscribe a hechos del pasado, como son las condiciones iniciales del universo, sino que también intenta justificar por qué algunas propiedades actuales están sesgadas por la presencia del observador humano. Así mismo, afirma que la validez del formalismo retrodictivo o a posteriori no depende de la connotación antrópica, sino que podría emplearse en cualquier otro contexto.
Merece apuntarse aquí, aunque sea brevemente, la concepción de Mariano Artigas acerca de los supuestos de la ciencia. Para este autor existe un fuerte vínculo de condicionalidad entre la actividad científica y un contexto epistemológico y metafísico caracterizado por la inteligibilidad del orden cósmico y nuestra capacidad natural para desentrañarla. Pero a la vez la ciencia, al apoyarse en esos supuestos, contribuye a su mejor comprensión. Cabe decir, entonces, que el PA suministra un escenario mucho más refinado para establecer de qué modo opera la teleología de la naturaleza (Artigas 2000, 75).
El segundo punto se refería a la capacidad predictiva del PA. En general los investigadores lo ven estéril bajo ese ángulo. Sin embargo, Carr y Rees plantean la situación en términos provisionales (1979, 612), y si volvemos a examinar el formalismo de la explicación no aparece inconveniente para que en algún momento esas predicciones y sus eventuales corroboraciones se verifiquen. Hay muchas perspectivas a partir del conocimiento de nuevos rasgos específicos de la naturaleza humana que podrían desembocar en la exigencia de condiciones hasta el presente no advertidas.
En cuanto al antropomorfismo, se trata de un cargo que se han ocupado de poner sobre el tapete los defensores acérrimos del principio copernicano. Para ellos debe mantenerse una asepsia metodológica que elimine cualquier referencia protagónica hacia el hombre, no solo por la tendencia natural que tenemos a poner las cosas bajo nuestra medida, sino por los cuantiosos daños que esa actitud generó en el conocimiento objetivo durante muchos años. Considerando que somos también nosotros “polvo de estrellas” y que no nos asiste ningún privilegio con respecto a las leyes físicas (ninguna piedra nos perdonará la vida si la gravedad la precipita sobre nuestra cabeza) esta supuesta coordinación benefactora de la que habla PA podría no ser más que una ilusión (Atkins 1995).
Sin embargo, hay que empezar por admitir que no es concebible aquella perspectiva de la objetividad según la cual existe plena independencia entre lo observado y el observador. El mundo ya no es más como una película de cine o una fotografía, en las cuales nada de lo que ocurre se ve afectado por nuestro acto de observación. Y no nos referimos solamente a la interacción que supone el acto de observación, tema que ha puesto de manifiesto la física cuántica pero que tal vez podría minimizarse a escala macroscópica. Estamos diciendo que al observar la naturaleza también nos observamos a nosotros, que nosotros también somos naturaleza y que es completamente válido llegar a veces a afirmaciones sobre el mundo a partir de una experiencia interna (que no es lo mismo que una experiencia subjetiva).
Por su parte, Alonso defiende al PA de esta acusación ya que la razón por la que se pone al hombre en referencia a las características del universo son las propiedades físicas del cuerpo humano, aquello que guarda homogeneidad con el resto del mundo material, y por lo tanto no se apela a ningún juicio de valor. El PA solo dice que si se pretende llegar a un producto natural como es el cuerpo humano, se requieren de tales y cuales condiciones específicas de orden espacio-temporal. La sofisticación de esas condiciones no debe entenderse como un homenaje a la dignidad humana, sino la consecuencia lógica del alto nivel de desarrollo y complejidad que encontramos, sin prejuicio alguno, en nuestro propio cuerpo (Alonso 1989, 138).
5 Resonancias teológicas ↑
El Concilio Vaticano II ha dejado, entre tantos frutos, una puerta abierta y una vigorosa llamada hacia el diálogo de la Iglesia con la cultura contemporánea. Una de las expresiones más elocuentes de ese espíritu de apertura ha sido, sin duda, el estímulo a la interacción entre ciencia y teología, con un notable despliegue en las últimas décadas. La predisposición a ese encuentro no ha surgido solamente desde el ámbito religioso. Los propios científicos han llegado con sus últimos avances a un nivel de profundidad en el conocimiento de lo real que, inevitablemente, suscita interpelaciones que van más allá de sus dominios. Incluso en aquellos círculos intelectuales de inclinación más bien agnóstica se aprecia una mayor predisposición para tener en cuenta ciertos aspectos de la problemática científica que conducen directa o indirectamente hacia temáticas trascendentes.
Son varias las especialidades desde las cuales se ha dado lugar a un escenario de discusión interdisciplinar. La cosmología ocupa un espacio destacado, sobre todo a partir de las diversas propuestas acerca del origen del universo, entre las que sobresale la denominada teoría del Big Bang. El intento de dar una explicación puramente científica acerca de la aparición del mundo desde un supuesto tiempo inicial potenció en forma significativa la polémica acerca de si aquella “gran explosión” de los comienzos exige, o más bien suprime, la intervención creadora de Dios. Aunque el PA tiene un carácter algo más sofisticado, ha sido un aporte en esa misma línea, y representa hasta hoy un desafío provocativo para los estudiosos de la ciencia sagrada. En esta última sección se propondrán algunos avances sobre ese punto.
La Biblia declara con nitidez el puesto central del hombre (Gen. 1, 26 y 2,7; Salmo 8, 5-9), y así lo ha entendido la tradición, ya desde la Patrística y en especial en la escuela de Capadocia, donde aparece la idea de la persona humana como microcosmos. Esta concepción antropocéntrica ha sido sistematizada por Santo Tomás de Aquino (cf. Suma Contra Gentiles III, 22 y 112; Compendium Theologiae c. 148). El Magisterio más reciente ha querido poner de relieve esa característica como un privilegio y a la vez una responsabilidad en la custodia de la creación (cf. Francisco Laudato Si).
Esa afirmación, inapropiadamente entendida, fue alguna vez un obstáculo para la aceptación de algunas teorías científicas fundamentales, como el heliocentrismo copernicano y la evolución de las especies. El quiebre de la relación entre religión y ciencia condujo finalmente al reduccionismo positivista. Si bien el principio copernicano no cuestiona las convicciones religiosas (más bien contribuye a comprenderlas en un nivel superior de madurez), fue históricamente asociado a un rechazo de la fe, o al menos a una completa separación entre lo religioso y lo racional. En el siglo XX, la Iglesia Católica tuvo una actitud más receptiva, procurando una mayor integración de los aportes de la ciencia con la reflexión teológica. Al mismo tiempo, sostuvo con firmeza la idea original de la centralidad del hombre, rechazando la pretensión de un naturalismo para el cual la especie humana es un habitante más del universo, producto del juego fortuito de causas de orden meramente físico-químico.
A medida que se fueron superando las tensiones entre la ciencia y la teología, la convergencia de los procesos naturales hacia el surgimiento del hombre fue tomada como un signo del plan providencial de Dios que se consuma en una criatura hecha a Su imagen y semejanza. Al mismo tiempo, esta renovada visión teológica del hombre como síntesis y acabamiento del cosmos se desplazó hacia el área de la cristología. En la medida en que la persona de Cristo asume lo humano, se plantea una lectura de la Encarnación que involucra también al universo entero (Colosenses 1, 15-17).
Ya desde el medioevo se plantea el debate entre la escuela dominicana y la franciscana acerca del motivo de la Encarnación. Para Duns Scoto, eminente representante de esta última, tal motivo no radica en la misión redentora del Hijo de Dios, sino en llevar a su plenitud el gesto amoroso de Dios realizado en la creación. En otras palabras, aunque el hombre no hubiera pecado, el Verbo se habría encarnado de todas formas para dar cumplimiento a la manifestación gloriosa del Padre. Más que pensar a Cristo en función del universo, es el universo el que debe ser pensado en vistas a Cristo (Tanzella-Nitti 2002).
Ahora bien, esta perspectiva parece minimizar la figura de Cristo como vértice de la historia y culminación del plan de salvación. En ese contexto sale al cruce una de las figuras más destacadas de la teología del siglo XX, considerado el iniciador de la “cristología cósmica”: Pierre Teilhard de Chardin. Su obra está basada en la figura de Cristo como “punto Omega” del devenir evolutivo de la creación. Partiendo del nuevo paradigma científico que plantea al universo en clave histórica, Teilhard considera que todo el orden natural está orientado hacia la plenitud realizada en la figura de Cristo. No obstante, la propuesta del pensador jesuita parece haber descuidado hasta cierto punto la fuerza del misterio del pecado y el acontecimiento de la Muerte y Resurrección de Cristo. Ahora bien, como lo hace notar Jean-Michel Maldamé (1993), del mismo modo en que la creación del alma espiritual es irreductible a la evolución de la materia y sin embargo está en continuidad con el proceso de autorrealización del dinamismo creador, puede afirmarse que el misterio de la Resurrección constituye un acto sobrenatural pero que, en lenguaje paulino, significa la redención de todo el orden cósmico que se recapitula en Cristo. A través de estos breves comentarios se intenta mostrar las virtualidades que ofrece el PA para una proyección desde lo antropocéntrico hacia lo cristocéntrico (Tanzella-Nitti, 2002).
Tal vez la gran paradoja del PA sea el hecho de que las mismas leyes que expresan el “ajuste finísimo” bajo el cual es posible la existencia humana sean a su vez las que establezcan, en un tiempo suficientemente prolongado, la disolución de las condiciones actuales de nuestra existencia y, por lo tanto, la segura desaparición de nuestra especie. La afirmación según la cual el universo existe por causa del hombre se desvanece al comprobar que las mismas premisas en que se apoya sirven a la larga para demostrar lo contrario. De aquí se desprende el aporte de la teología que, en consonancia con los misterios escatológicos, propone asumir la fugacidad de la historia humana y su perspectiva de destrucción en relación al misterio pascual de la transformación de todas las cosas para dar lugar a “un nuevo Cielo y una nueva Tierra”.
Para finalizar, digamos que el diálogo entre ciencia y teología que se despliega en nuestra época constituye en sí mismo un tema de análisis que ha inspirado una copiosa bibliografía. Entre las propuestas aparecidas se encuentra el concepto de consonancia, introducido por Ernan McMullin (1981) y luego explicitado por John Polkinghorne (2002). Se trata de un enfoque que procura establecer un vínculo equilibrado entre el campo científico y el de la teología, evitando soluciones extremas o simplistas, como el concordismo o, en el otro extremo, los “magisterios no solapados” de Stephen Gay Gould. Para salvaguardar al mismo tiempo la autonomía de los saberes y la unidad profunda de la verdad acerca de la realidad, se habla de consonancia como un criterio que indica la coherencia, compatibilidad o congruencia entre una teoría científica y la visión general del mundo que corresponde a la fe. En tal sentido es posible y válido, desde el punto de vista epistemológico, examinar la no contradicción entre ambos enfoques (digamos una consonancia “débil”) e inclusive la armonía o compaginación que cabría establecer cuando la perspectiva científica y la teológica se comparan parte a parte. Así, por ejemplo, las teorías que invocan una presencia destacada de los factores aleatorios, como en el caso del neodarwinismo, representarían un caso de consonancia débil ya que, según lo ha establecido la reflexión teológica, el gobierno divino de la creación no excluye la intervención de causas azarosas. En cambio, el PA tiene una elevada carga de contenido empírico que subraya con énfasis la impronta de centralidad del hombre revelada por la visión cristiana, y podría considerarse en tal sentido como un ejemplo claro de consonancia “fuerte” (Beltrán 2010).
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7 Cómo Citar ↑
Beltrán, Oscar Horacio. 2016. "Principio antrópico". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Principio_antrópico
8 Derechos de autor ↑
DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E. Vanney - 2016.
ISSN: 2524-941X
9 Herramientas académicas ↑
Otros recursos en línea:
“Was the Universe Made for Us?” http://www.anthropic-principle.com
“Documentazione Interdisciplinare di Scienza e Fede” http://www.disf.org
“Grupo de Investigación Ciencia Razón y Fe” http://www.unav.es/cryf
“Quaerentibus. Teología y Ciencias” http://quaerentibus.org
10 Agradecimientos ↑
El autor agradece al Dr. Claudio Bollini por la revisión de su artículo y las observaciones hechas.
Asigna significado a cada uno de los símbolos no lógicos de un lenguaje dado. Brinda contenido empírico a un sistema axiomático formal.
En su concepción estándar, el propósito de la ciencia es comprender el mundo sistematizando todos los hechos en un único sistema teórico.