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DIA β

Creación

Versión española de Creation, de la Interdisciplinar Encyclopedia of Religion and Science.

Traducción: Héctor Velázquez


Contenido

1 La noción de creación  

La noción de “creación” pertenece sobre todo al lenguaje de la Revelación bíblica. Su originalidad en el contexto de la religión, de la filosofía y de las ciencias, viene de explicitar la especificación ex nihilo, creación a partir de la nada. Tal especificación no está presente en el uso de otros verbos que podrían parecer análogos al verbo “crear”, como hacer, configurar, fundar, instituir, realizar, etc. La teología cristiana, basándose sobre el dato bíblico y sobre la comprensión realizada por la exégesis patrística, identifica la acción de “crear” con una acción propia de Dios, que llama a la existencia las cosas que no son (Gen 1,1; Rm 4,17).


1.1 Diversos significados del término  

Un primer modo de entender el término creación corresponde a su significado “activo”, como acción que tiene sólo a Dios como sujeto, acción potente y radical, que indica el poner algo en el ser a partir de la nada, esto es, a partir de lo que aún no existe; o en general, dar origen a algo esencialmente nuevo. Tal acción viene expresada en hebreo por el verbo bara´ y pasa al griego generalmente con el verbo kútzein, y más raramente como poieîn (hacer, producir, que indican acción divina o humana en general). Es la acción con la cual Dios crea al principio el cielo y la tierra (Gen 1,1), el hombre y la mujer como varón y hembra (Gen 1,27) y todas las cosas que ha hecho (Gen 2,3-4; Is 45,8); pero también la acción con la cual cumple sus obras salvíficas a favor de su pueblo (Ex 34,10) y con la que renueva lo íntimo del corazón humano (Sal 51,12; Jer 31,22); es, en fin, la obra de la creación de nuevos cielos y de una nueva tierra al final de los tiempos (Is 65,17). Se trata por lo tanto de una acción divina con efectos tanto en el orden cósmico como en el salvífico, pero para realizarla no se requieren ni intermediarios ni causas subordinadas: sólo Dios puede llevarla a cabo.

La creación puede entenderse también en su significado “pasivo”, como el efecto de la acción creadora, eso es, como el conjunto de las cosas creadas, o simplemente “creación”. Es en este contexto que se utilizan expresiones como “la creación alaba al Señor” o “responsabilidad por la creación”. La Escritura habla de una creación que gime con dolores de parto (Rm 8,22) o de un sacerdocio, como el de Cristo resucitado, que no pertenece a esta creación (Heb 9,11). Si en su significado activo la creación significa acción divina, radical y extraordinariamente poderosa, en su significado pasivo, en referencia a las cosas creadas, indica casi su opuesto: una realidad terrena, finita y contingente, sujeta a la corruptibilidad y la muerte. La primera es acción trascendente y eterna, la segunda es el efecto temporal y mundano.

Cabe señalar un tercer modo de hablar de la creación, cuya comprensión reviste gran importancia en la relación entre teología, filosofía y ciencia: puede ser entendida como una relación, esto es, como una dependencia continua y fundante de aquello que ha sido hecho por su Creador. Es gracias a la filosofía cristiana que este aspecto ha sido desarrollado, sobre todo gracias a la “filosofía del acto de ser” desarrollada por Tomás de Aquino: “La creación pone algo en lo creado tan sólo según la relación; porque lo que se crea no se hace por medio de un movimiento o cambio (…). La creación en la creatura no es sino cierta relación respecto al Creador, a modo de principio de su ser” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.45, a.3, resp.; cfr. también Contra Gentiles, II, c.18; De potentia, q.3,a.3).

En estricto sentido Dios no creó el mundo, sino que más bien lo crea. Algunas de las implicaciones contenidas en esta perspectiva serán retomadas en las próximas secciones. Será gracias a esta tercera concepción de la creación, que la teología y la filosofía podrán establecer correctamente los conceptos de creación continua, de conservación en el ser y de providencia divina, relevantes para la comprensión de la relación entre Dios y la naturaleza.

La comprensión de la creación como relación nos permite establecer la polaridad entre actividad y pasividad expresada en los dos significados precedentes. La Revelación bíblica ofrece las bases suficientes para reconocer que la noción de creación entendida como relación es capaz de establecer una conexión verdadera y no solo aparente entre el carácter finito de la creatura y la infinidad del Creador, entre la temporalidad del mundo y la eternidad de Dios, sin disolver la trascendencia del Creador ni divinizar a la creatura. La expresión filosófica de esta conexión puede ser representada de modo convincente por la noción metafísica de “acto de ser”, del cual depende la existencia actual de la creatura (el hecho de que ella exista ahora) y su esencia específica (el hecho de que sea propiamente aquello que ella es). Mediante tal acto, que hace ser a la creatura en sí misma, el Creador puede estar presente en la creatura de modo íntimo, no removiendo sino estableciendo su autonomía (Cfr. TOMÁS DE AQUINO, De veritate, q.8, a.16, ad16m; Summa Theologiae, I, q.105, a.5).


1.2 La utilización del término creación en algunos contextos científicos  

Este término se encuentra hoy no sólo en la literatura interdisciplinar, sino también en aquella que es propia de las ciencias. Su más difundida utilización pertenece a la contribución de la cosmología física. El libro de George Gamow The Creation of the Universe (New York, 1952) es el primero de una serie de textos de divulgación científica en presentarlo ya en el título. La cosmología generalmente habla sobre creación en el contexto del “problema del origen”, más precisamente en la discusión de los modelos físico-matemáticos que permiten extrapolaciones acerca del estado inicial del Universo como un todo. En lo que concierne al significado efectivo del término creación en un contexto similar, regresaremos más adelante (ver más abajo, § 2). Debe señalarse en seguida, que el término creación aparece en la presentación de muchos modelos cosmológicos; algunos de los cuales admiten una singularidad de espacio-tiempo clásico, y otros no. Así, se encuentra la expresión “creación del Universo” cuando se habla del Big Bang, que indica la primigenia expansión por la que el universo físico completo pasó rápidamente de un estado de altísima densidad y temperatura, donde las fuerzas fundamentales de interacción no estaban aún diferenciadas y la radiación aún no se transformaba en materia, hacia un estado de diferenciación al disminuir considerablemente la densidad y temperatura; lo que progresivamente permitió la formación de las partículas elementales, los núcleos, los átomos, las estrellas y las galaxias. Las cosmologías del Big Bang son aquellas elaboradas a partir de las soluciones encontradas por Friedmann (1922) y por Lemaître (1927) a las ecuaciones de campo gravitacional de Einstein que describen el comportamiento global del Universo en un contexto físico-matemático regulado por los principios de la relatividad general, en un espacio-tiempo geométrico regulado por una métrica de Robertson-Walker. Todos estos modelos, designados usualmente por el acrónimo FLRW models, admiten necesariamente una singularidad inicial. Este “inicio” no puede ser descrito por las ecuaciones de campo, porque en ese punto las ecuaciones no están definidas.

En los modelos cosmológicos, tales como los de Estado Estacionario (Steady State models), elaborados hacia mediados de los años cincuenta, también encontramos el término “creación”. Originalmente sugeridos por Bondi, Gold y Hoyle (1948), y desarrollados sucesivamente por Hoyle y Narlikar (1963), los modelos fueron replanteados más recientemente con algunas variantes como modelos de Estado Cuasi-Estacionario. Sin embargo, estos modelos discrepan de las observaciones experimentales porque hoy conocemos muchos efectos astrofísicos que solamente pueden ser interpretados admitiendo un Universo con un estado inicial de altísima densidad y temperatura. Estos modelos no prevén algún Big Bang, sino más bien una “creación espontánea y continua de materia” que permita al Universo permanecer de hecho en un “estado estacionario”, donde la mayor parte del volumen debido a la expansión es compensada por la nueva cantidad de materia producida. Esta nueva cantidad de materia, cuyo flujo puede considerarse casi despreciable en la escala cósmica, tendría origen en los núcleos activos de galaxias específicas, de cuásares o de otros objetos colapsados. A su vez, el modelo desarrollado por Hartle y Hawking (1983) busca superar la noción de “creación”. Este modelo, dado a conocer al gran público a través del popular libro de Hawking A Brief History of Time. From the Big Bang to Black Holes (Breve historia del tiempo. Del Big Bang a los agujeros negros, Barcelona, 1988), evita la necesidad de una singularidad inicial simplemente removiendo, mediante una oportuna transformación matemática, la dependencia de las ecuaciones de la variable temporal cuando se aproxima al límite del origen del espacio y tiempo. Con ocasión de esta remoción, el modelo presenta un Universo autocontenido (self-contained) y el autor se pregunta si hay acaso todavía algún lugar para un Creador (Cfr. Hawking 1988, 187).

Por su lado, la física cuántica relativista emplea la noción de creación en un doble contexto. El primero es aquél en el cual se indica la transformación de energía en masa, como ocurre por ejemplo en la llamada “creación de parejas”. Se trata de la aparición de parejas de partículas-antipartículas originadas a partir de un campo de radiación de alta energía, como ocurre por ejemplo en la creación de electrones o positrones (electrones positivos) de un campo fotónico de rayos gamma. El segundo concierne a la creación de masa-energía mediante la extracción de energía del espacio-tiempo geométrico, esto es, de la energía presente en la curvatura del espacio-tiempo. Esto es posible porque el “vacío” asociado al espacio cuántico relativista, a diferencia de cuanto puede suceder al espacio en física clásica, posee una cierta energía mínima capaz de dar origen a pares de partículas-antipartículas. En condiciones ordinarias donde el espacio-tiempo tiene una curvatura despreciable, dichas parejas pueden considerarse “virtuales”, porque su eventual formación es inmediatamente seguida por su aniquilación. Sin embargo, cuando la curvatura es no despreciable, como en los estados iniciales de la expansión del Universo, las condiciones de una rápida aniquilación ya no están presentes, y de ser virtuales, se convierten en pares de partículas reales.

Consideraciones análogas, siempre en un contexto cuántico relativista, pueden aplicarse al Universo en su conjunto. En este caso está la energía entera del universo que puede ser extraída de la curvatura del espacio-tiempo. Para que esto pueda acontecer, es suficiente en principio que la energía total del Universo tenga un valor igual a cero, balanceándose así la energía positiva presente bajo la forma de materia y de radiación, con la energía negativa presente bajo la forma de campo gravitacional. Análogamente, cuando el Universo entero es descrito como el estado específico de una función de onda cuántica, no hay más que sólo los pares singulares de partículas virtuales para poder emerger del vacío geométrico; sin embargo, es la aparición misma del Universo, esto es, su “creación”, la que puede ser descrita como una fluctuación del vacío cuántico. Varios autores entendieron tales modelos como “creación a partir de la nada” (E. Tryon, A. Vilenkin, H. Pagels, P. Atkatz, J. Gott). Para una breve descripción de los aspectos físicos cosmológicos de estos modelos, ver Isham (1988); en cuanto a los aspectos filosóficos, ver Sanguinetti (1995) y Zycinski (1996).

Otro ámbito científico donde se habla a veces de creación es el de la termodinámica del no equilibrio. En este caso se presenta la aparición de “orden a partir del caos” como creación de estructuras nuevas e inéditas (Cfr. Prigogine y Stengers 1984). Mientras el desarrollo global de cualquier sistema es el de un crecimiento de entropía, hacia un equilibrio térmico y una progresiva degradación, fluctuaciones lejanas de las posiciones de equilibrio hacen que localmente puedan originarse estructuras ricas y complejas no previsibles porque no pueden describirse a partir de una dinámica lineal. Algunos autores colocan el surgir de estructuras organizadas, y por consiguiente de la vida, al interior de esta fenomenología.

Finalmente, es la biología la que habla en ocasiones de “creación de la vida en un laboratorio” o “creación de la vida a partir de la materia inanimada” en el contexto de su intento, hasta ahora sin resultado, de reproducir artificialmente la fenomenología de una célula viviente mediante la síntesis de sus elementos bioquímicos constitutivos y la reproducción de sus procesos funcionales básicos (Para una visión de conjunto, cfr. De Duve 1991). La divulgación científica ha hablado extensamente de los experimentos ocupados de reproducir las condiciones atmosféricas presentes inicialmente sobre la Tierra, con la intención de sintetizar moléculas orgánicas, aminoácidos y proteínas, partiendo de elementos químicos simples y de la presencia de energía ultravioleta (A. Oparin, J. Haldane, S. Miller, H. Hurey).


2 La doctrina bíblica sobre la creación  

2.1 Una correcta hermenéutica del mensaje bíblico acerca de la creación  

En el encuentro entre la fe cristiana y las ciencias naturales, el debate sobre la creación se ha centrado en torno a la exégesis bíblica del Libro del Génesis, y en modo particular sobre la “obra de los seis días” (hexamerón). Aunque la importancia religiosa y cultural de esta “narración de los orígenes” (Gen 1, 1-2,4a) merece gran atención, un acercamiento a la creación que solo considere este texto terminaría siendo reductivista. Sobre la creación existen páginas bíblicas muy significativas en el Libro de los Salmos y en el de Job, en el Libro de la Sabiduría y en el de los Proverbios; en libros proféticos como Isaías y Jeremías, y en varias páginas del Nuevo Testamento, especialmente en los escritos joánicos y paulinos. Una excesiva atención a la exégesis de los capítulos iniciales del Génesis, puede tender a un intento por extraer de ellos mayor información teológica de cuanto ellos contienen, corriéndose el doble riesgo del fundamentalismo y del concordismo. En el primer caso, una mal entendida fidelidad al texto desvinculado del resto de la Escritura, puede llevar al rechazo de los resultados de las ciencias naturales cuando se imaginan no conformes a la lectura realizada; en el segundo, la preocupación de reconducir estos últimos al contenido de los versículos del Génesis, cuando se entienden innecesariamente como las claves de todo el mensaje bíblico, termina forzando e incluso tergiversando su verdadero significado.

Para valorar correctamente la doctrina bíblica sobre la creación, además de reconocer las tres acepciones del término antes mencionadas, es necesario hacer uso de una esencial regla hermenéutica. Mientras la Sagrada Escritura habla de la creación con la intención de revelar la imagen del Creador y la naturaleza de las relaciones entre Dios y el ser humano (y sólo secundariamente las relaciones entre el hombre y el mundo), las ciencias experimentales hablan sobre lo creado centrándose sobre el mundo en sí mismo. Incluso cuando la Escritura hace uso de un lenguaje cósmico, recurriendo a elementos utilizados en la observación de la naturaleza, el mensaje que transmite es teológico y antropológico. Se trata, en primera instancia, de un discurso sobre quién es Dios y sobre quién es el ser humano. Si el cosmos entra de modo significativo en tal diálogo no es para enseñar qué cosa sea en sí mismo, sino para revelar su papel con relación a Dios y al hombre. Sin embargo, algunas lecturas particulares de este tema han conducido a un erróneo olvido de la teología de la creación: dado que serían hoy las ciencias quienes se encargarían de revelar qué cosa es el mundo, el discurso teológico sobre la creación debería ser redimensionado favoreciendo, por el contrario, otros ámbitos de la teología en mayor sintonía con aspectos existenciales, salvíficos, religiosos o éticos. En realidad, la fe en la creación y en un Dios creador representa una base insustituible del credo cristiano y, en cierto modo, de toda verdadera fe en el único Dios “porque si Dios no tiene una real relación con el mundo, si esto no está supuesto en el proyecto de Dios, la fe pierde sus fundamentos y se disuelve en la esfera vaga del sentimiento” (Ratzinger 1993). La fe en un Dios creador y la unidad entre un Dios que crea y un Dios del cual se invoca la salvación, son signos que distinguen la verdadera religión de la superstición y la credulidad.


2.2 La creación según el libro del Génesis y la “narración de los orígenes”  

Se han escrito muchas obras exegéticas sobre las primeras páginas del Génesis (ver, por ejemplo, Danielou 1965, Westermann 1988, y para un enfoque interdisciplinar, Jaki 1992). Para nuestros fines bastará retomar algunas ideas fundamentales. Existen dos narraciones que han sido colocadas lado a lado: la primera (Gen 1,1-2, 4 a, llamada “P” por Priestercodex, o códice sacerdotal, donde Dios es indicado con el nombre de ´Elohîm), fue puesta por escrito en la época del segundo exilio del pueblo de Israel (siglo vi a.C.) y tenía como intención el reforzamiento de la fe en un Dios Creador, siempre capaz de misericordia y de salvación; la segunda (Gen 2, 4 b-25, llamada “J” o tradición Jahvista por el nombre por el cual Dios es llamado, Yahvé), es por el contrario un texto de redacción más antigua (siglos xi-x a.C.). El lenguaje de la redacción sacerdotal muestra afinidad con los poemas de los orígenes conocidos en el mundo babilónico (por ejemplo, el poema Enuma Elish), del que retoma el antagonismo entre luces y tinieblas, el ritmo narrativo y los simbolismos del jardín real o de una costilla de la cual se originará la mujer a partir del hombre. Al mismo tiempo que original, esta narración presenta varias características singulares que son aún más notables. El caos o las tinieblas no tienen una actividad propia o divina, sino que son solamente el contexto donde el único Dios, que las ha realizado, da orden a las cosas que crea; el Sol y la Luna no son nombrados ni asimilados a la divinidad, sino que son creaturas de Dios, queridas por su función de “luz mayor” y “luz menor” (Gen 1,16); el hombre y la mujer no aparecen en escena como siervos o instrumentos de los dioses, sino al vértice de un clímax de altísima solemnidad que subraya su papel de personas libres, custodios de la tierra, y casi representantes de Dios en ella.

En el bien conocido versículo que inaugura la narración, “Al principio cuando Dios creó el cielo y la tierra” (Gen 1,1), el término “al principio” (gr. Arché, hebr. Berešit) excluye cualquier tipo de realidad preexistente fuera de Dios; los términos “el cielo y la tierra” juegan el papel del concepto de “Universo”, que la lengua hebrea no usa como vocablo único. Estas palabras también pueden indicar tanto la realidad espiritual como la material, lo que es visible y lo que es invisible. Los ángeles pertenecen por consiguiente también a la creación. El término “día” (hebr. Jôm), que surge de la narración, no indica un intervalo temporal de 24 horas, sino que sirve para dar al relato un desarrollo dinámico que tiende hacia la creación del primer hombre y la primera mujer, y en el séptimo día, al reposo de Dios en la gloria de su creación y en el gozo de sus creaturas (Para el rico simbolismo del séptimo día, cfr. Juan Pablo II, Dies Domini, 1-18).

El mensaje teológico y antropológico asociado a las dos narraciones busca mostrar que todo aquello que existe depende de un único Dios. La creación es el efecto de su palabra; no es una emanación de sí mismo. Lo creado es distinto de Dios; expresa un proyecto libre que se despliega en el tiempo con orden y gradualidad, permitiendo a todas las cosas participar de la bondad y perfección divinas. El hombre y la mujer se asemejan a Dios mucho más que el resto del mundo visible, y su creación se presenta como un nuevo acto divino, cuya solemnidad y trascendencia se manifiestan en el nuevo triple uso del verbo bara´ (Gen 1,27). Aún más, Dios se empeña a sí mismo en la creación del ser humano con una acción que indica la donación de su Espíritu (cfr. Gen 2,7). El hombre y la mujer son llamados a una vida de intimidad con Dios y a la guía sabia de lo creado donde son colocados como libres y responsables de las propias acciones, como mostrará la sucesiva historia de tentaciones y desobediencias (cfr. Gen cap. 3). La creación del universo no nace de un contexto de conflicto entre fuerzas opuestas, sino de la voluntad creadora de un único Dios: incluso cuando el mal en sus diversos contextos y personificaciones haga su ingreso en el mundo, se presentará con un carácter creatural (cfr. Gen 3,1; y más tarde Job 1,6), como algo que no puede escapar a la omnipotencia divina, siempre capaz de ser conducido de regreso a la acción de la providencia de Dios (cfr. en el contexto del Nuevo Testamento, Rm 5,20).

Análogamente a lo que hemos dicho en cuanto a la creación del Universo material, también respecto a la creación del hombre y la mujer, la información contenida en las dos narraciones del Génesis, aunque ofrece elementos esenciales de gran relevancia, debe ser completada con las enseñanzas contenidas en otras páginas bíblicas. Esto es especialmente necesario para comprender plenamente la dimensión relacional -la dependencia de la creatura humana respecto de Dios- contenida en el mismo concepto de creación. Tal comprensión, de hecho, verá sus notas definitivas sólo en el Nuevo Testamento, porque es Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne, quien revela el verdadero significado de la relación entre Dios y el hombre, y el papel del mundo creado en el plan de Dios. El mensaje antropológico contenido en el libro del Génesis puede aún considerarse en cierto modo como una referencia insuperada: puesto que Jesús se refiere a ello como una verdad establecida por Dios, “en el principio” (cfr. Mt 19,4-8). Pertenece a esta verdad originaria la creación del ser humano “a imagen y semejanza de Dios” (Gen 1,26). Esto parece implicar una decisión nueva, reflexiva y original por parte de Dios, y no como simple desarrollo determinista y espontáneo de los hechos precedentes acaecidos. El Creador dispone que “la tierra produzca brotes” y “las aguas hormigueen de seres vivientes” (Gen 1,11 y 1,20), pero no será alguna realidad creada la que genere al hombre y la mujer. Es Dios mismo quien, operando de manera directa y sin intermediarios, aunque sirviéndose de materia preexistente (cfr. Gen 2,7 y 2,21-22) es responsable de que los seres humanos sean “humanos”. La Escritura presenta la bondad original del trabajo del hombre, la bondad del mundo creado con respecto al ser humano (cfr. Gen 2,8-15), y sobre todo la existencia de un estado de cercanía con Dios; y un estado de armonía con la creación que acompañaba la colocación del primer hombre y la primera mujer “en la intimidad de su Creador”.

Incluida en la verdad de los eventos fundacionales hay un juicio padecido por los progenitores y su desobediencia al Creador (cfr. Gen 2,16-17 y 3,1-6). Esta desobediencia surge de haber deseado poner en sospecha la bondad de Dios y haber querido sustituirlo en la determinación de lo que es bien y de lo que es mal (Cfr. Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 37-38). Se trata de una caída moral que comporta consecuencias para toda la raza humana: mina las relaciones entre el hombre y la mujer, trastorna las relaciones de la creatura humana consigo misma e introduce desorden en lo creado, que a partir de aquel momento transformará sus relaciones armónicas con sus progenitores (cfr. Gen 3,16-19). Este último aspecto, es decir, el hecho de que una herida es también infligida al universo material y no sólo a la vida moral humana, representa uno de los aspectos más difícil de comprender para nosotros, y no obstante necesario para llevar a cabo una correcta “teología de la naturaleza” y evitar una forma simplista de “optimismo naturalista”. La restauración de la relación entre el hombre y la naturaleza será posible sólo en la economía del Nuevo Testamento, a la luz de la redención cristiana (cfr. Rm 8,19-23), cuya tarea implica también históricamente el reordenamiento del universo material y su reconducción a Dios (Cfr. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 37-39).

En cuanto a la orientación que se sigue en la exégesis católica, fue aclarado hace ya varios años que las enseñanzas transmitidas en las páginas del Génesis deben ser consideradas “históricas”. Sin embargo, esto no debe entenderse en el sentido de mirar siempre y escrupulosamente los eventos narrados en la Biblia buscando una correspondencia con hechos científicos (cfr. Denzinger y Hünermann 1999 (en adelante DH), nn. 3518-3519), sino en el sentido de que el significado de los contenidos transmitidos se apoya en el análisis definitivo, sobre eventos reales y no se detiene al nivel del simbolismo que emplea el lenguaje (Cfr. DH 3513). La Escritura no está unida al lenguaje de una específica historia de la creación, sino que revela que la creación pertenece a la historia. Las grandes encíclicas bíblicas (León XIII, Providentisimus Deus, 1893; Pío XI, Spiritus Paraclitus, 1920; Pío XII, Divino afflante Spiritu, 1943) ofrecen a los exégetas una progresiva reflexión al respecto. En lo que toca a la creación del primer hombre y la primera mujer y a su relación originaria con el Creador, además de recordar la naturaleza histórica de la narración bíblica (Cfr. DH 3514, 3898), el magisterio católico ha subrayado dos enseñanzas principales. Ellas son: la dependencia sin mediación respecto de Dios de toda persona humana que viene a la vida -una dependencia que el lenguaje teológico tradicionalmente ha señalado como “la creación directa del alma”-, y la necesidad de sostener la creación de una primera pareja humana (monogenismo). Este último requisito se hace necesario porque una hipótesis de poligenismo “no parece reconciliable” con la existencia de características normativas para toda la raza humana, tal como fueron establecidos por la relación original que la primera pareja de progenitores tuvo con el Creador y por las consecuencias provocadas por su pecado original (Cfr. Pío XII, Humani Generis, DH, 3896-3897). Reflexiones en torno a la antropología subyacente a la creación de la primera pareja humana pueden encontrarse en una serie de discursos pronunciados por Juan Pablo II durante las audiencias generales en los años 80 (Juan Pablo II 1987 y 1997).


2.3 Nuevos elementos sobre la creación en otros libros de la Sagrada Escritura  

Las enseñanzas contenidas en los Libros sapienciales enriquecen y profundizan en aquello que fue presentado en el Libro del Génesis. El firmamento, el sol y las estrellas, no son dioses, sino creaturas que obedecen al verdadero Dios, y están llamadas a darle gloria (Job 9,7-9; Sal 19,6-7); el mundo creado ejercita una llamada religiosa y estética capaz de guiar a los seres humanos a reconocer a su Creador (cfr. Sira 43,2-12; Sab 13,1-5); la Sabiduría con la cual Dios crea y ordena todas las cosas no es una creatura, sino que pertenece desde la eternidad al misterio de Dios (cfr. Prov 8,22-31); en lo creado toda cosa encarna orden, medida y armonía (cfr. Sira 42,23-24; Sab 11,20); la estabilidad de las leyes naturales viene comprendida como manifestación de la fe y de la irrevocabilidad del amor divino (cfr. Sal 119, 89-91; Sira 16,24-30). Más aún, la ley moral escrita en el corazón del ser humano y las leyes cósmicas que obedecen los cuerpos celestes participan de un único cántico de alabanza a Dios (cfr. Sal 19 y 33). Desde el punto de vista de las relaciones con las ciencias naturales reviste gran interés hacer notar que, de acuerdo con la Escritura, la grandeza de la creación supera enormemente cuanto el ser humano alcanza a ver o puede conocer de ella: “¡Qué admirables son todas sus obras! Y eso que apenas un destello se puede contemplar” (Sira 42, 23); “Muchas son las cosas ocultas mayores que esas; de sus obras solo contemplamos unas pocas” (Sira 43,32); “Esto es sólo lo más externo de su obra. ¡Qué débil susurro escuchamos de Él!” (Job 26,14; cfr. también Sab 9, 14-16; Ec 3,11). Finalmente, en la lectura sapiencial comparecen de modo más explícito el problema del sentido del sufrimiento en un mundo creado bueno por Dios (Libro de Job) y aquel del sentido de la vida en el horizonte finito de una creación caduca y corruptible (Libro del Eclesiastés): pero el hombre será invitado a considerar lo creado cuando, probado por el sufrimiento y el escándalo del mal, pondrá en duda la existencia de Dios (cfr. Job 38,1-40,5).

En los libros proféticos, particularmente en los libros de Isaías y Jeremías durante la era del segundo exilio, los grandes temas de la creación expuestos en el libro del Génesis se proponen nuevamente con tono decisivo, unidos esta vez a la esperanza de la salvación (cfr. Is 40,22-28 y 44,24-28; Jer 32,17 y 33,25-26). La relación entre creación y alianza o entre creación y salvación merece cuidadosa atención. En primera instancia debe reconocerse que la experiencia religiosa primera y fundamental del pueblo de Israel no fue aquella de la fe en un Dios creador, sino la de la salvación que Yahvé obró en el tiempo del Éxodo de Egipto. Tal experiencia de liberación fue el lugar privilegiado de la revelación de la ley moral y de los lazos religiosos que unen a la humanidad con Dios. Cuando el pueblo de Israel pone por escrito las narraciones de la creación, en las varias épocas de su historia, lo hará a la luz de su fe en Dios, el Salvador. Desde esta perspectiva, que sin duda está fundamentada, varios teólogos han evidenciado que la creación constituye el primer paso hacia la salvación y premisa de la alianza (G. von Rad), y afirman que la alianza misma podría ser el fundamento interno de la creación (K. Barth). Ahora bien, tal perspectiva no debería ser radicalizada, esto es, no debe disminuir el valor intrínseco de la fe en la creación. De hecho, la fe en un Dios Creador tiene su estatuto propio, uno ligado a la religiosidad de la humanidad en su conjunto, del cual los escritos sagrados de Israel buscan revelar la historia primigenia incluso antes de la constitución del pueblo elegido. Esta fe debería considerarse en cierto modo independiente de las sucesivas experiencias de cautividad y liberación del pueblo de Israel, en un momento específico de su historia. La fe en un Dios Creador, como oportunamente han subrayado otros autores (Westermann 1988), puede incluso preceder a la de un Dios Salvador. Si la fe en un Dios Creador fue menos desarrollada en términos de literatura bíblica fue porque pertenecía a una visión pacíficamente compartida por Israel y representaba un componente adquirido de otras fuentes, pero completamente reconocida como parte de su especificidad cultural y religiosa.

El Nuevo Testamento no dedica particular atención a la creación, porque la fe en la creación está de alguna manera “presupuesta” en el ambiente religioso de Israel. La expresión “fundación del mundo” (gr. Katablé kósmou) es usada frecuentemente en referencia a la creación (cfr. Mt 25,34; Lc 11,50; Jn 17,24; Ef 14; 1Pe 1,20). En cambio, en el Nuevo Testamento encontramos un gran desarrollo de la relación entre el misterio del Verbo encarnado y la creación. De hecho, es el Verbo encarnado quien es la revelación definitiva acerca del significado que toda la creación tiene en los planes de Dios, y quien además revela la verdadera imagen de la creación humana. Los principales temas de la doctrina de la creación, en modo particular la dignidad y la tarea del ser humano, vienen expuestos a la luz de una restauración cristológica operada en el misterio pascual de Jesucristo. El Nuevo Testamento no está tan interesado en la naturaleza del acto creador ni en la naturaleza del mundo creado, sino en las relaciones entre Dios, el ser humano, y el mundo. El significado original de tales relaciones se encontrará en la causalidad ejemplar del Cristo-Verbo encarnado, quien también toma el papel de causalidad final que mira a la recapitulación de toda la creación hacia el Padre en el Espíritu Santo.

En el prólogo de la Carta a los Hebreos, el autor subraya la centralidad de la Palabra encarnada, no sólo en el crear sino en el continuo sustento del mundo creado por medio de la palabra misma (cfr. Heb 1,1-3). En un capítulo enteramente dedicado a la fe de Israel, el autor presenta la fe en la creación del mundo como el fundamento de todas las cosas creídas, incluidas las obras salvíficas de Dios a través de la historia: “Por la fe nosotros comprendemos que el universo fue ordenado por la palabra de Dios, de modo que a partir de lo no visible ha sido originado lo que se ve” (Heb 11,13).

Finalmente vale la pena notar un punto de gran importancia. En la evangelización del mundo grecorromano hay una clara llamada al “Dios Soberano, que ha hecho el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto ella contiene” (Hech 4,24; 14,15 y 17,24). Mientras que la predicación dirigida a los hebreos estaba principalmente enfocada en mostrar que en Jesús de Nazaret se habían cumplido las Escrituras que ellos conocían, en la predicación a los paganos el punto de partida está constituido por una referencia cosmológica al entendimiento común de un Dios Creador. Éste era, por ejemplo, el método utilizado por los Padres de la Iglesia. La fe en un “Dios que ha hecho el cielo y la tierra”, recorre como un estribillo gran parte del Antiguo Testamento y puede ser hallada en épocas que preceden la narración sacerdotal “P” de Génesis 1. La alianza con Noé, después del diluvio, se establece en un contexto cósmico donde la imagen de Dios sólo puede ser la de un Creador omnipotente (cfr. Gen 9,8-17). Después de que Dios pidió a Abram abandonar su país politeísta para ir a una nueva tierra y formar así una descendencia de culto estrictamente monoteísta, el sacerdote Melquisedec se hará reconocer como adorador del mismo Dios, el Altísimo, llamándolo Creador del cielo y de la tierra (cfr. Gen 14,19).


2.4 Reflexiones teológicas  

La fe cristiana en un Dios creador es la fe monoteísta del único Dios en tres Personas. Es la naturaleza divina indivisa, no las Personas individuales, que llama al ser a la creación, fuera de sí misma (ad extra), (Cfr. DH 800, 1331). No obstante, el Dios creador es un Dios trinitario y en la obra de la creación cada Persona divina opera de acuerdo con el papel y la lógica que ella posee al interior de la comunión de la vida divina: el Padre como origen ingénito, el Hijo como aquel que todo recibe del Padre y a quien el Padre desea referirse continuamente, el Espíritu como quien todo recibe del Padre y del Hijo y quiere reproducir la relación de amor entre ellos en todas las cosas. El Símbolo Niceno-Constantinopolitano (381) profesa la fe “en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra”, pero habla también de “un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios (…) por quien todo fue hecho” y del “Espíritu Santo, Señor y dador de vida” (DH 150). Si bien con matices diversos en las tradiciones latina y oriental, la teología ha visto siempre en la creación rastros ejemplares de las procesiones trinitarias, tanto en el aspecto del origen (exitus) a partir de Dios, como en el de su retorno (reditus) en la vida trinitaria (Cfr. TOMÁS DE QUINO, Summa Teologiae, I, q.45, aa.6-7). “Podemos afirmar que la creación del mundo encuentra su modelo en la eterna generación del Verbo, del Hijo, de la misma sustancia del Padre. La creación encuentra su origen en el Amor que es el Espíritu Santo. Este Amor-Persona es consustancial al Padre y al Hijo, junto con el Padre y con el Hijo, es la fuente de la creación del mundo a partir de la nada, esto es, del don de la existencia a todo ser. De tal don gratuito participa toda la multiplicidad de los seres, visibles e invisibles, a tal punto de aparecer casi ilimitada, y todo aquello que el lenguaje de la cosmología indica como «macrocosmos» y «microcosmos»” (Juan Pablo II, Catequesis, 12.3.1986).

El [[Conocimiento natural de Dios]] a través del mundo creado no puede alcanzar la imagen de un Dios trinitario. Sin embargo, una vez conocida por la Revelación la riqueza de la verdadera imagen personal del Creador, se puede colegir con mayor profundidad la lógica subyacente al mensaje de la creación. A la luz del personalismo trinitario encontramos fundamentada la comprensión de una creación no sólo ex nihilo, sino también ex amore Creatoris (cfr. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 2). Las referencias a las Personas ayudan a entender la concepción del mundo como signo, sacramento, don de Dios, la admiración estética que la naturaleza es capaz de producir, e incluso la concepción de la creación como obra de arte. Es por su ejemplaridad trinitaria que “las creaturas sensibles significan algo sagrado, esto es, la sabiduría y la bondad divina” (TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, III, q.60, a.2, ad 1m), y por lo que el hombre está llamado a tener un cuidado responsable. La existencia de una vida trinitaria divina basada en la libertad de la recíproca donación interpersonal, garantiza que el mundo no sea una emanación necesaria de Dios, evitando con ello el error del panteísmo. La presencia de marcas de filiación y de una comunión de amor en el mundo creado, originada por la reproducción fuera de Dios de las relaciones trinitarias que se dan en la vida interior de Dios, garantiza la existencia de una providencia y evita el error del deísmo.


3 Las características filosófico-teológicas de la creación y las ciencias naturales  

Además de precisar que hablamos de creación “a partir de la nada”, el esquema filosófico-teológico de la doctrina sobre la creación asocia cinco notas clásicas: temporalidad, racionalidad, libertad, finalidad y perfección (o “bondad” de la creación). El Magisterio de la Iglesia ha ofrecido un sumario conciso en el Concilio Vaticano I retomando aquello que ya había sido afirmado por el IV Concilio Lateranense en 1215: “Este solo verdadero Dios, por su bondad y «virtud omnipotente», no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar su perfección por los bienes que reparte a la creatura, con libérrimo designio, desde el principio del tiempo, creó de la nada a una y otra creatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana, y después la humana, como común, compuesta de espíritu y de cuerpo” (DH 3002). Por su relevancia para el pensamiento científico, ofrecemos una discusión más detallada acerca del carácter ex nihilo y de la temporalidad de la creación (§ 3.1.-3.3), ocupándonos después de un modo más sintético de las restantes cuatro notas (§ 3.4).

3.1 El alcance filosófico-teológico del concepto de “creación ex nihilo  

La afirmación de que Dios crea a partir de la nada equivale a la afirmación de la omnipotente libertad de Dios. Se está, en efecto, afirmando que, para crear, Dios no tiene necesidad de nada fuera de sí y que su acción no está limitada o condicionada por cosa alguna preexistente o coeterna a Él. Si bien los pasajes bíblicos que utilizan en modo formal tales expresiones son limitados (2Mac 7,28; Rm 4,17), el carácter ex nihilo de la creación se puede deducir con suficiente certeza de varios contextos bíblicos. Ya desde los primeros siglos de la era cristiana, los Padres de la Iglesia lo enseñaron como elemento característico de la fe (Cfr. May 1994). En Génesis 1, por ejemplo, las tinieblas y el caos no presentan consistencia ontológica propia, ni ofrecen resistencia alguna a la acción de Dios, sino que representan sólo un recurso narrativo debido al particular lenguaje elegido por el autor sagrado. La imagen bíblica de Dios consignada por el Antiguo Testamento es la de un Creador omnipotente, Señor de la historia y de la naturaleza, a lo cual corresponde un monoteísmo que no consiente compromisos (cfr. Ex 20,2-6; Is 43,11-13; Mc 12,29-30). El Nuevo Testamento por su parte presentará la preeminencia del Verbo encarnado sobre la creación, con los caracteres de universalidad y totalidad: el Padre ha puesto absolutamente todo en sus manos y su tarea de recapitular toda la creación renovada no deja espacio para alguna interferencia por agentes fuera de Él. (cfr. Jn 1,1-3; Ef 1,10.22; Col 1,15-20). La unicidad y la omnipotencia de Dios exigen como deducción necesaria que nada sea antes que Él. Cuando hablamos de “nada” no nos referimos a alguna realidad capaz de generar distinción porque la noción de nada nace al mismo tiempo que la noción de creación. Su consistencia es sólo lógica, no ontológica. La creación no es un obrar de Dios sobre la nada, sino un obrar de Dios por sí mismo. Un Dios que no crea a partir de la nada no podría ser el único omnipotente Dios.

Tal visión de la creación excluye cualquier forma de dualismo. Aquí yace uno de los principales elementos de originalidad de la “narración bíblica de los orígenes”, especialmente si se compara con las narraciones pertenecientes a muchas otras tradiciones filosóficas o religiosas extra-bíblicas. La visión bíblica supera el dualismo platónico entre espíritu y materia (o entre cuerpo y alma), puesto que ambos dependen de Dios como creaturas. El mundo no es una emanación o una parte de Dios, ni el cuerpo o la materia son alguna cosa que se le oponga como el mal radical. Se supera también el dualismo aristotélico entre sustancias celestes incorruptibles y sustancias terrenas corruptibles -superación clara ya en la teología patrística y parcialmente ofuscada en la medieval-, porque la eternidad e incorruptibilidad pertenecen tan sólo a Dios. Se supera, en fin, el dualismo maniqueo y agnóstico entre el bien y el mal con una enseñanza que será reproducida más veces por la cristiandad (Cfr. DH 286, 457, 874). El mal no tiene consistencia propia, sino que debe interpretarse como privación de bien; y sobre todo debe entenderse dentro del horizonte de la libertad humana, no en el de la fatalidad o el determinismo ciego (fatum). En el relato bíblico de la creación hay una sola diferenciación: aquella entre Creador y creatura; entonces, todo lo que no es Dios depende de Dios en modo radical.

La remoción hebraico-cristiana de cualquier dualismo entre bien y mal, como principios que crean el cosmos, implica la asunción de una responsabilidad importante: una vez que se deja de entender el mal como “principio”, la revelación judeo-cristiana tiene que “explicar el problema del mal”. Las doctrinas gnósticas y maniqueas, cuyo dualismo era común a aquél de las tradiciones filosóficas orientales más antiguas, hacían un buen intento de explicar la presencia del mal y su acción en el mundo, porque lo identificaban como un principio activo que operaba a placer. El creador del bien estaba por lo tanto dispensado de dar razón de la existencia del mal puesto que el mal, estaba “ahí” desde el principio. En la tradición bíblica no es así: el mal no es un principio ni un dios, y por tanto es atinente explicar por qué está presente en un mundo que el único Creador Dios quería bueno. El mal moral es así rastreado a la esfera de la libertad personal mientras que el mal físico conduce al misterio del límite y la incompletud. La teología cristiana entiende el límite y la incompletud como características propias del ser creatura, buscando al mismo tiempo una unión con la ruptura de la armonía entre hombre y Creador debida al pecado original. Será Dios mismo quien “dé razón del mal” asumiendo sobre sí la consecuencia del pecado, del límite y de la muerte, con la Encarnación y el misterio pascual del Hijo de Dios hecho hombre.


3.2 La creación “ab initio temporis  

El mensaje bíblico de la creación y la imagen de Dios aportada por la Revelación también requieren que el tiempo sea considerado como una realidad creatural. La creación del mundo debe ser comprendida dentro de la categoría de un inicio temporal (cfr. Gen 1,1; Prov 8,22). “Antes de que nacieran los montes, y la tierra y el mundo fuesen generados, desde siempre y por siempre tú serás, Dios” (Sal 90,2). La vida íntima y eterna de Dios no está marcada por el tiempo ni hubo un tiempo anterior a la creación. El tiempo, como recordaba San Agustín en la polémica contra los maniqueos, nace con la creación del mundo: “Y tus años son un día solo y tu día no es todo el día, sino hoy, porque tu hoy no cede al mañana, como no sucede al ayer. Tu hoy es la eternidad (…). Tú creaste todos los tiempos y antes de todos los tiempos tú eras, y sin tiempo alguno no había tiempo” (Cfr. San Agustín, Confesiones, XI, 13, 16). Análogamente Santo Tomás de Aquino en diálogo filosófico con la razón, señalaba que el tiempo no puede considerarse una medida de la creación: “no se dice que las cosas fueron creadas al inicio del tiempo, como si el principio del tiempo fuese medida de la creación, sino porque simultáneamente con el tiempo fueron creados el cielo y la tierra (…). La creación no es movimiento ni término de movimiento” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.46, a.3, ad1m y ad 2m).

Sin embargo, se requiere una importante precisión. En un contexto filosófico donde la creación se entiende como la relación continua y fundante por la cual el Creador mantiene en la existencia a la creatura, la creación a partir de la nada no implica necesariamente un inicio absoluto del tiempo. Y esto es porque, como ya se vio, el tiempo no puede ser “medida” de la creación. Esto es, que Dios ha creado a partir de la nada podría depender desde siempre de Dios. Es notable en esto la reflexión de Tomás de Aquino. Después de haber aclarado que también un mundo existente desde un tiempo infinito, sería por esto, a pesar de todo, un mundo creado (Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.46, a.2, ad1m y ad2m), señalaba que la razón es incapaz de demostrar la existencia de un inicio del tiempo (Ambos desarrollados ya en la Contra Gentiles, II, caps. 31-38). La creación ab initio temporis sería también considerada como una conclusión revelada por la Sagrada Escritura, de por sí inaccesible al pensamiento filosófico: “Que el mundo no haya siempre existido es sostenido tan solo por la fe y no puede ser probado demostrativamente, como ya dijimos sobre el misterio de la Trinidad (…). La razón es que el inicio del mundo no puede ser demostrado partiendo del mundo mismo” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.46, a.2, resp). Es importante también precisar, sin embargo, que si el mundo hubiese existido desde un tiempo infinito, no podría esto equipararse con la eternidad de Dios: el primero es la sucesión infinita de eventos de un tiempo creado, lo segundo no pertenece al tiempo sino al eterno presente de la vida inmanente de Dios (Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.46, a.2, ad 5m). Si bien la exégesis que hace Aquino de la Sagrada Escritura se distancia en algunos aspectos de la contemporánea, es opinión común de los teólogos que el inicio absoluto del tiempo esté implicado en el mensaje bíblico sobre la creación, una vez que se entiende a la luz de todo el contenido bíblico, así como fue enseñado desde los primeros siglos de la era cristiana y enfatizado más tarde por el Magisterio de la Iglesia (Cfr. DH 800, 3002, 3890).

Como con la creación a partir de la nada, también la concepción de un inicio del tiempo y su comprensión en el contexto creatural, que implica un inicio y manifiesta una tensión hacia un fin y con ella una intencionalidad, es una declaración original de la Revelación Judeo-Cristiana cuando se compara con tradiciones extra-bíblicas, antiguas o contemporáneas. Un Universo dominado por una ley del “eterno retorno”, donde no se genera ninguna novedad esencial, esto es, un Universo eterno que intenta escapar a priori al interrogatorio sobre los orígenes, tendería tarde o temprano a asociar a la naturaleza los atributos propios del Dios Absoluto, y al hacerlo dejaría sin resolver lo que la filosofía llama “el problema de la contingencia”.


3.3 La creación a partir de la nada y el problema del inicio del tiempo en el contexto de las ciencias naturales  

En ciertos textos de divulgación científica las referencias a la creación se presentan en uno de los contextos en los que aparece la noción de Dios, como el del “problema de los orígenes”. La posición clásica, convertida por cierto tiempo en un verdadero lugar común, asociaba la idea física equivalente a “creación” con aquellos modelos cosmológicos que mostraban una “singularidad inicial” cuando el tiempo tiende de regreso a 0 (t -> 0). Si el universo ha tenido origen con un Big Bang y tiene una edad clara y limitada, eso significaría un origen de los tiempos, un “punto cero” más allá del cual no habría materia ni espacio-tiempo y esto recordaría la noción teológica de una creación a partir de la nada, al inicio del tiempo. Un clima cultural favorable a esta concordancia llevó incluso a Pío XII a hacer una alusión en términos semejantes, causando el desacuerdo de Georges Lemaître (Cfr. Lambert 2002). Por esta misma razón muchos también piensan que otros modelos cosmológicos que lograban negar la unicidad de un Big Bang, o prescindían del todo de él (universo cíclico, universo de estado estacionario, universo autocontenido, etc.), podían eliminar la necesidad de un Creador. No son pocas las obras que han consignado testimonios históricos acerca de la supuesta validez “religiosa” de tal alternativa (Cfr. Bonnor 1963, 117-119; Giacomini 1972, vol. VI, 781 y 793.; Hawking 1988, 168, 170, 187). En el contexto de una teoría unificada que pueda contemplar también la posibilidad de una cuantización de la gravedad (GUT, Grand Unification Theories), hay autores que ven en los más recientes modelos de un Universo originado por una fluctuación cuántica del vacío geométrico la plausibilidad de la idea de una “creación ex nihilo” (Cfr. Guth y Steinhardt 1984), mientras que para otros eso sería una demostración de que no hay necesidad alguna de creación (Cfr. Tryon 1973). Se trata de un debate como el desarrollado entre el “teísta” William Craig y el “ateo” Quentin Smith, capaz de generar obras voluminosas con títulos elocuentes: Theism, Atheism and Big Bang Cosmology (Oxford, 1993). Parecen necesarias por tanto algunas precisiones.

La velocidad con la cual pasa el tiempo está determinada por la intensidad del campo gravitacional, esto es, por la densidad de masa. En proximidad de una singularidad gravitacional las habituales categorías temporales que comúnmente usamos ya no son capaces de expresar el estado de los hechos. Alrededor de la singularidad hay un horizonte espacio-temporal que genera una discontinuidad en la escala del tiempo. Todo eso significa que una ideal aproximación a una singularidad podría durar un tiempo infinito, lo cual vuelve realmente problemática la idea misma de un inicio del tiempo. Por ejemplo, un contador que midiese el tiempo mediante la oscilación de la función y = sen (1/x), describiría la aproximación a un origen finito (x = y = 0) mediante un número infinito de oscilaciones. No obstante el extendido uso que hacemos de ello en el lenguaje común, cuando afirmamos que la edad del Universo a partir del Big Bang es cerca de 15 mil millones de años, no damos una real medida de duración. La situación no es comparable a cuando decimos, por ejemplo, que un fósil tiene una edad de 100 millones de años. Todo el intervalo de edad del fósil yace dentro de una escala homogénea de tiempo, mientras que para el Universo entero no es así, porque hay un horizonte que separa los dos extremos del intervalo, esto es, el origen y la época actual. Análogamente, cuando hablamos de la “edad del Universo” indicamos algo semejante a la edad del ser humano, pero con una importante diferencia: que mientras el periodo de tiempo comprendido entre la concepción y el nacimiento es alrededor de nueve meses, no podemos saber cuánto haya durado la “gestación” del universo. Si la noción de un inicio absoluto no es estrictamente viable en una cosmología del Big Bang (y en la cosmología en general), entonces este tipo de modelo no puede ser usado como una demostración del origen del Universo y por ello, mucho menos, como la confirmación de un acto de creación.

Una vez comprendida la noción teológica de creación como dependencia causal, antes que como dependencia en el tiempo, se puede fácilmente observar que también los modelos que prescinden de la introducción de una singularidad gravitacional son plenamente compatibles con un Universo “creado”. Para hacer física necesitamos de cantidad, de propiedades, leyes, del “ser” y de la específica “formalidad” de la naturaleza, cosas que la ciencia no crea sino que recibe. La nada metafísica que hace de fondo de inteligibilidad para la noción de creatio ex nihilo no es comparable con el vacío cuántico, ni con la métrica que describe la curvatura del espacio-tiempo y la energía en ella contenida. Estas últimas especificaciones presuponen leyes, determinaciones, formulaciones en términos cuantitativos, cosa que la metafísica clásica indica habitualmente como “entes en potencia”, porque esta capacidad (“potencia activa”) viene reservada al Absoluto incondicionado y, en teología, sólo a la naturaleza de Dios. Desde el punto de vista epistemológico, los modelos cosmológicos que ofrecen las “teorías del todo” (TOE, Theory of Everything), capaces de explicar también el porqué y la especificidad formal de aquellas leyes físico-matemáticas que justifican o llaman al ser al Universo, incurrirían necesariamente en paradojas de incompletud, esto es, serían obligadas a la introducción encubierta de particulares “operadores de existencia” o funcionales matemáticos con finalidad análoga. En definitiva, se puede decir que la concepción teológica de una creación ex nihilo y ab initio temporis es ciertamente muy consonante con una cosmología de Big Bang, pero la verdad de aquella no depende de la verdad de ésta. Todo modelo cosmológico que conserve una suficiente relación con lo real y reconozca en el cimiento de la actividad de la ciencia la necesidad de presuponer la existencia y la específica naturaleza de las cosas materiales, permanece abierto a la noción filosófica y teológica de creación, y por lo tanto resulta compatible con ella.

Todo lo observado aquí vale a fortiori para las nociones de creación utilizadas por las ciencias naturales que hacen referencia a cualquier cosa preexistente, como las transformaciones entre masa y energía, la creación de pares reales o virtuales, la emergencia de estructuras complejas; o en el ámbito bioquímico, a fenómenos como la polimerización espontánea de las macromoléculas. La eventual reproducción de un viviente autorreplicante en laboratorio, en fin, haría referencia no sólo a la preexistencia de sus componentes bioquímicos, sino también a la intención del investigador. Todo aquello que en el Universo hay de “creativo” pertenece en el fondo a la trascendencia del ser personal sobre el ser sic et simpliciter y es en cierto modo siempre reconducible al único sujeto que puede ser verdaderamente creativo, esto es, Dios.


3.4 Racionalidad, libertad, finalidad y bondad de la creación  

La racionalidad del mundo procede de la inteligencia de su Creador y de la plena libertad con la que Él ha creado el mundo así como ha querido. El carácter “racional” de la creación, no obstante, depende directamente del rol de la mediación desempeñado por el Logos cristiano tanto en el origen como en la conservación del mundo creado. Dios ha hecho todo por medio del Verbo. “Quien actúa por inteligencia realiza las obras según la idea que tiene de las mismas; por ejemplo, el constructor realiza materialmente una casa que tiene ya en la mente, en cuanto a la idea (…). Dios produjo las cosas no por necesidad natural, sino mediante su inteligencia y voluntad. Por consiguiente Dios hizo todas las cosas por su Verbo, que es la norma de todas las cosas creadas” (Tomás de Aquino, Contra Gentiles, IV, c.13). En estrecha relación con la característica teológica de “finalidad”, un mundo creado mediante la Palabra y para la Palabra hecha carne, es un mundo inteligible, capaz de encerrar un significado y de revelar un proyecto. El mundo se manifiesta a sí mismo con una fuerte unidad, verificable a través de la identidad de sus propiedades elementales en todo el cosmos y en la capacidad de extrapolar leyes de validez universal a partir de su validez a escala local. La relación que el Logos cristiano exhibe con la naturaleza y con la historia, sugiere que la racionalidad de la creación debe corresponder a un saber y un marco interpretativo de tipo realista.

La libertad de la creación se desprende de la naturaleza personal de su Creador y de su unicidad. La razón última de por qué el mundo es como es, depende sólo de la libre voluntad de Aquel que lo ha puesto en la existencia. Un Universo creado en libertad no es una emanación necesaria de la divinidad, como sugirió el pensamiento platónico y neoplatónico, pero tampoco es un cosmos cerrado sobre sí mismo, con una lógica autosuficiente, como fue propuesto por la física aristotélica. No obstante gobernado por leyes estables y necesarias, un universo creado es siempre contingente, porque las razones últimas de su existencia y sus propiedades no son automáticamente deducibles de sí mismo, y tampoco son ellas necesarias respecto a Dios. La libertad de creación nos obliga a considerar el Universo como un sistema filosóficamente abierto. No me refiero aquí a un particular tipo de geometría o al valor de la curvatura del espacio-tiempo que debería regir un modelo semejante de Universo. Simplemente quiero arrojar luz sobre el hecho de que el conocimiento que tenemos acerca de él no puede ser completamente deducido partiendo de principios a priori, sino que debe ser continuamente alimentado por sus interacciones con el mundo real, que precisamente se comporta como un sistema abierto. La comprensión del Universo no podría ser construida sobre la base de una lógica autorreferencial ni a un nivel axiomático ni físico. En sustancia, los “porqués” últimos de la realidad física no pueden ser obtenidos a partir de una meta-ley cósmica: en un Universo originado por la voluntad libre de un Creador, no tendría sentido definir una “teoría empírica del todo”, y una vez conocida ésta, no representaría en lo más mínimo la última vía de acceso a la mente de Dios (Hawking 1988, 244). A la libertad de Dios que crea, corresponde, al final, la libertad de la creatura humana, llamada a recibir una palabra creadora y a responder al mensaje que contiene.

Existen múltiples modos de acceder a la finalidad como característica de la creación. En una primera aproximación, finalidad quiere decir que el mundo creado, efecto de un Creador inteligente, libre y personal, conlleva una cantidad positiva de información y encarna también un significado. Esta consideración se une a las reflexiones ya referidas sobre la inteligibilidad y la racionalidad de la creación, pero se agrega la incompatibilidad con las visiones del cosmos que consideran su venir al ser (o incluso su “creación”) como un evento casual, o la aparición de la vida y la persona humana como un epifenómeno. La Escritura no suministra indicaciones explícitas acerca de la medida en que la vida está difundida en el Universo, porque su horizonte narrativo está centrado sobre la relación que une al hombre con Dios. No obstante, la aparición de la vida y de la vida inteligente, representa un primer término de la tensión creadora, tanto en la narración del Génesis como en otros lugares bíblicos: “El Señor, el Creador de los cielos, que es Dios, el diseñador y hacedor de la tierra, que la ha dejado estable y la ha creado, no como región hostil, sino que la ha plasmado para que fuese habitada” (Is 45,18). Si el obrar creador de Dios tiene como analogado las procesiones divinas propias de la vida trinitaria (generación e inspiración), y éstas terminan en una Persona divina -el Hijo y el Espíritu, respectivamente-, no debe sorprender que también la creación tenga como término el ser personal: Dios no quiere el Universo simplemente con el propósito del don de la existencia, sino para que este don descanse sobre el ser personal, esto es, en beneficio de observadores inteligentes y libres. Fue al contemplar esta profunda certeza, que un autor como Newman gustaba repetir en la intimidad de la propia conciencia: “Yo mismo y mi Creador”. La centralidad del Verbo encarnado en el plan de la creación (cfr. Col 1,16) representa la resonancia cristológica de un personalismo semejante. El finalismo teológico, sin embargo, opera a un nivel más alto de cuanto pueda revelar un análisis empírico e incluso metafísico sobre la finalidad presente en la naturaleza: el finalismo filosófico o la teleonomía empírica no son más que una imagen de la finalidad teológica, sin agotar su verdadera explicación. Esto que al nivel del análisis empírico aparece como la coherencia existente entre valores cuantitativos o como un proceso teleonómicamente orientado hacia una actividad inmanente, y en filosofía podría aparecer como debido a un diseño o a una causa inteligente, en el plano teológico asume, con mucho, un significado más profundo. Es el sentido de una llamada a la existencia, de una vocación, la intención de conceder un don gratuito.

Una profundización de la peculiaridad de finalidad de la creación debería explicar por qué Dios perfecto y satisfecho en su vida de comunión personal, quiso llamar a la existencia al mundo, de modo que otros seres personales puedan existir delante de su Creador. A la consideración de que Dios crea no por necesidad, sino por amor, se debe añadir que Dios crea también por su gloria. En una lógica trinitaria, el Padre quiere al mundo por el amor de su Hijo, y el Hijo lo quiere por el Amor que tiene por el Padre. A través de la persona humana, que gratuitamente recibió el sello de su filiación, la creación entera puede dar gloria al Padre, en el Hijo y con la comunión del Espíritu Santo. En respuesta a la objeción kantiana acerca de un supuesto “egoísmo de Dios” se puede responder subrayando que gloria de Dios y el bien de la creatura coinciden, en cuanto que no hay otro bien para la persona humana que el de participar de la comunión de las relaciones trinitarias como hijos en el Hijo. “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Existe pura y simplemente por al amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y solo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador” (Juan Pablo II, Gaudium et Spes, 19). En una historia de libertad marcada por la caída en el pecado original, esta llamada se traduce en una historia de virtudes y defectos, que implica la aceptación de la finitud y la muerte y debe someterse a la lógica de una “nueva creación” (ver abajo, § 6).

La fe cristiana en la bondad de la creación, como consecuencia del rechazo del dualismo, confiesa la convicción de que la omnipotencia pertenece sólo al bien y no al mal. Dios creó buenas todas las cosas (Cfr. DH 1350): no es el mundo ni la materia lo que se opone a Dios, sino el pecado. Las relaciones entre Creador y creatura están marcadas por la providencia, porque la radical distinción que Dios guarda respecto del mundo no impide a Dios cuidar del mundo. La bondad y perfección de la creación indican que el mundo es también, en su orden específico, perfecto y completo. Esto no significa que Dios no pudiera haber creado las cosas de modo diverso. Aclarar esto sirve para garantizar la plena libertad del Creador, porque un Universo que poseyera una perfección absoluta y no relativa podría limitar el poder de la acción divina, vinculándolo a un único y necesario proyecto creativo. Afirmar una perfección relativa, no absoluta, del mundo, refuerza en última instancia la distinción entre Dios y el mundo, porque un Universo perfectísimo y necesario terminaría asumiendo los caracteres filosóficos del Absoluto (Cfr. DH 1044; sobre el tema, también Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.25, a.6). Sólo en una creación “relativamente perfecta” Dios puede donarse libremente a la creatura y amar la creación gratuitamente. En relación a la cosmología física, la posibilidad de que el Universo haya tenido origen en la rápida expansión inflacionaria de muchísimos dominios espacio-temporales independientes entre sí, un multi-Universo en el cual el nuestro sería tan solo uno de tantos, no invalidaría la perfección relativa de la creación, ni la unidad de la creación. Aunque en una lógica más compleja y que todavía debe ser precisada, todos estos posibles dominios, cualquiera que pueda ser su evolución cósmica individual, seguirían perteneciendo al mismo plan creador y dependerían de la misma acción con la que Dios crea todo a partir de la nada.


4 Las relaciones entre Dios y el mundo creado  

4.1 Inmanencia y trascendencia de Dios  

Al Dios Creador de la tradición judeo-cristiana, invocado como Padre nuestro que estás en los cielos, se pueden asociar una dimensión “familiar” y una dimensión “cósmica”; la idea de proximidad y de santidad, el carácter de ser trascendente y el de presencia inmanente. Ambas dimensiones deberían en el fondo subsistir en toda imagen de Dios capaz de alimentar una auténtica relación religiosa. Un Dios totalmente inalcanzable para nosotros perdería todo significado, mientras que un Dios tan sólo inmanente podría no satisfacer nuestros anhelos de eternidad y salvación que nos impulsan a ver más allá de nuestro horizonte antropológico. En la Revelación bíblica la imagen de un Dios santo y por lo tanto diferente del mundo, coexiste con la de un Dios cercano a la humanidad y a su historia, al punto de hacerse uno de nosotros. La Revelación sugiere que el pensamiento filosófico de las categorías de trascendencia e inmanencia pueden ser articuladas de un modo armónico. El Dios revelado en sí mismo en Jesucristo es “un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todos, a través de todos y en todos” (Ef 4,6; cfr. Hech 17,28); trascendencia e inmanencia dejan de ser conceptos alternativos, para convertirse en correlativos.

La fuente más importante para comprender tal novedad es una vez más la doctrina de la creación ex nihilo, y la imagen de un Dios que es simultáneamente increado (y por lo tanto trascendente) y Creador (y por tanto inmanente como una causa en su efecto). La filosofía griega no contemplaba la posibilidad de mantener unidas estas dos propiedades. Acerca del Ser, la filosofía platónica predicó la eternidad, la inmutabilidad y el ser sin principio, mientras que la relación con las creaturas y en las creaturas era confiada al Demiurgo. Uno de los puntos más fuertes de la enseñanza patrística fue precisamente mostrar la diferencia entre el Dios cristiano y los dioses paganos, que no tenían la condición de ser al mismo tiempo increados y creadores. Sólo un Dios que trasciende el mundo como Creador increado puede ser, en palabras de San Agustín: “más interior a mí que lo más interior que hay en mí mismo; y más alto que lo más alto que hay en mí (interior intimo meo et superior summo meo)” (San Agustín, Confesiones, III, 6, 11).

La dificultad de combinar estos dos polos deriva del hecho que trascendencia e inmanencia frecuentemente se entienden únicamente en su aspecto “cósmico”, esto es, en su dimensión espacio-temporal. En esta perspectiva, trascendencia expresaría distancia, separación, mientras inmanencia significaría una presencia que sostiene desde el interior; la primera estaría más en la línea de superar algo y la segunda en la de establecer algo. Los dos conceptos manifiestan por tanto una cierta alternativa. La misma noción de “trascendencia” aparecería así disfrazada porque, comprendiéndola sólo como distancia de Dios a partir de las creaturas, se termina colocando los dos términos -Dios y lo creado- sobre el mismo plano, un plano espacio-temporal. En el mensaje bíblico a su vez la trascendencia de Dios tiene un significado más rico. No implica solo la idea de separación, ni la trascendencia alude principalmente a la inconmensurabilidad de Dios, sino a su santidad moral, a cuán inescrutables son sus caminos. La trascendencia divina no es signo de una inefabilidad fugaz, sino más bien el testigo de lo insondable de sus designios, que permanecen en un auténtico abismo para toda predicción humana (cfr. Is 55,8). Es esta una “superioridad esencial” de Dios sobre la creación, no una simple trascendencia espacial. Por otro lado, la inmanencia divina no está limitada al sostenimiento metafísico de todo lo que existe, sino que implica el conocimiento íntimo de las cosas, de las intenciones desconocidas del ser humano; la providencia de Dios hacia aquello que es pequeño y aparentemente privado de significado: no es una inmanencia dimensional, sino el hecho de que toda creatura está bajo el amor de Dios y su cuidado vigilante (cfr. Sal 139).


4.2 Dios como Absoluto y la autonomía de las creaturas  

La simultánea y no contradictoria inmanencia-trascendencia de Dios que se nos presenta en la Revelación, salva el riesgo del panteísmo, en el que Dios, confundido con el mundo, es materializado o la creatura es divinizada; pero también salva del deísmo, que termina tarde o temprano concibiendo un mundo sin Dios. Sólo un Dios que sea al mismo tiempo trascendente e inmanente puede garantizar la autonomía de la realidad creada y reconducir la lógica de esta autonomía a un plano creador que trascienda la creatura.

La filosofía tomista, que elabora con originalidad la metafísica aristotélica a la luz de la Revelación, pretende resolver la relación entre trascendencia e inmanencia de Dios en relación con la creatura gracias a la composición entre “acto de ser” y “esencia”. El acto de ser que es el efecto propio de Dios en cada creatura es al mismo tiempo el elemento más íntimo en toda entidad. Mientras la esencia expresa la especificidad y la naturaleza autónoma de todo ente, la composición de la esencia con el acto de ser hace que Dios pueda operar en todas las cosas. Garantía de esta autonomía es el hecho que todo ente recibe por la creación una “naturaleza” específica, como principio de su propia operación. La naturaleza metafísica que todo ser ha recibido de Dios, una suerte de “punto de contacto” entre el Creador y las creaturas, es parte del plan global de Dios sobre toda la creación. A este plan toda creatura contribuye autónomamente, siendo y operando “según aquello que es” (Cfr., para un desarrollo desde una perspectiva filosófica, Tanzella-Nitti 1997).

Una ulterior clave para una mejor comprensión de la autonomía de la creación es ofrecida por la noción de “participación”, que el pensamiento cristiano ha reelaborado a partir del platonismo. La suprema causalidad de Dios permite que cada efecto creado participe de su ser y de su perfección trascendental “tomando parte en él, sin ser una parte de él”. Sólo Dios puede participar el ser de un modo no fragmentado porque siendo Él una causa separada del mundo, es capaz de crear ex nihilo, a partir de la nada. La noción de participación resuelve en modo definitivo la tentación panteísta, aclarando que Dios es el ser de toda cosa, no como si Él fuera parte constitutiva de su esencia sino porque es su única causa.

En el plano antropológico la esencia y la naturaleza del ser personal son básicamente expresadas por su libertad. Una consideración similar a lo arriba explicado puede favorecer la comprensión de la relación entre la causalidad de Dios y la causalidad de la libertad humana. La autotrascendencia del ser humano, testimoniada por la historia cultural y espiritual de la humanidad, no tiene como fin una especie de alienación ni de aniquilación del ser propio. Es más bien un trascender hacia Aquel que funda la individualidad y la libertad de todo ser humano. Al reconocerse cada uno como dependiente de Dios, la persona humana no pierde su propia autonomía, sino que la encuentra en sí mismo, y encuentra de nuevo a Dios, tan inmanente como a su propio “ser”. “Es mi bien -afirma Agustín- aferrarme a Dios, pues si no permanezco en Él, no podré permanecer en mí mismo” (San Agustín, Confesiones, VII, 11).


4.3 Creación y providencia  

Habíamos ya observado que el modo correcto de entender el origen de todas las cosas a partir de Dios no radica en ver la creación como un instante especial, privilegiado, sino como una continua relación causal. En un mundo así concebido, reconocer que el Creador sea la causa primera y la causa final de todo lo que Él creó, conduce a la idea de “gobierno” y “providencia”. Providencia divina, conservación en el ser y creación continua son conceptos interrelacionados también en la Sagrada Escritura: “Tú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que has hecho, porque si hubieras odiado algo, no lo habrías creado. ¿Cómo podría subsistir una cosa si tú no quisieras? ¿Cómo se conservaría si no la hubieras llamado? Pero tú eres indulgente con todos, ya que todo es tuyo, Señor que amas la vida” (Sab 11, 24-26).

La Escritura habla de una paternidad providente de Dios sobre todas las cosas (cfr. Sab 11,20 y 12,13), sobre la naturaleza y sobre los seres vivos (cfr. Sal, 145,15-16; Mt 6, 26-29), sobre la persona humana (cfr. Sal 130,2; 104, 14-15; Mt 6,31-33), en modo particular sobre los que son débiles y pequeños (Sal 146,9; Mt 18,10). La centralidad y la capitalidad de Cristo sobre la creación, significan que la entera providencia divina es en el fondo una acción del mismo Cristo sobre lo creado, acción que a través de su Espíritu continúa siendo acción creadora. Pero también la persona humana configurándose a Cristo, puede participar en esta acción, convirtiéndose en parte de la providencia divina. El carácter “cristiano” de esta dinámica conducirá sin embargo al encuentro con la cruz; paso obligado para convertir el mal en bien, y para mostrar que incluso el mal puede ser aceptado en orden a la obtención de un bien más alto: “en efecto, todo concurre al bien de aquellos que aman a Dios, que han sido llamados según su propósito” (Rom 8,28). Para el creyente la fe en la providencia representa “un horizonte religioso de comprensión de la realidad”, al interior del cual erigiéndose por encima y más allá de las causas naturales que determinan los diversos eventos, toda cosa puede ser reconocida como un don de Dios, una invitación del Creador, una oportunidad para responder a su llamada. El lugar privilegiado de la fe en la providencia y de su reconocimiento es, por lo tanto, la oración.

Con respecto a la historia del mundo, el cristianismo tiene ciertamente una perspectiva “optimista”. Al mismo tiempo que la lógica de la cruz y la realidad del pecado pueden ser calificadas también como “realistas”, la distancian de la perspectiva idealista del mito del eterno progreso o de la utopía social. El cristianismo se separa igualmente de un determinismo fatalista, materialista o historicista, donde la libertad humana puede ser anulada en la impersonal naturaleza de una ley cósmica: “la verdad sobre la existencia de Dios y en particular sobre la Divina Providencia, constituye la fundamental y definitiva garantía del hombre y de su libertad en el cosmos” (Juan Pablo II, Catequesis, 7.5.1986). Incluso en el pensamiento griego los dioses se ocupaban de los hombres, pero todo se desarrollaba según una ley que no podían controlar del todo, debido a la necesidad de la materia o del destino. La providencia que actúa en el cosmos cristiano, al contrario, depende de un solo Dios que ha creado la materia y que ha deseado un Universo cuya historia ha sido escrita también por la libertad humana. La providencia cristiana no se limita a garantizar la existencia de una ley en la cual toda parte tiene un lugar en el todo, ni tiende sólo a hacer que toda parte se reduzca a aceptar el lugar que le toca en función del bien del todo. Es principalmente una providencia que quiere el bien de las partes en cuanto partes, y que se ocupa de valorar su papel preocupándose de que la parte confiada a cada uno sea la mejor posible (Cfr. Sanguineti 1987).

La persona humana, elevada a la dignidad de cooperar con la providencia divina debe entonces completar una creación aún no concluida: “El hombre, en efecto, cuando con sus manos o con ayuda de la tecnología cultiva la tierra para que produzca frutos y llegue a ser una morada digna de toda la familia humana, y cuando conscientemente interviene en la vida de los grupos sociales, sigue el plan mismo de Dios, manifestado al comienzo de los tiempos, acerca de someter la tierra y perfeccionar la creación, y desarrollarse a sí mismo. Al mismo tiempo, obedece el mandamiento de Cristo de ponerse él mismo al servicio de sus hermanos. Además, cuando el hombre se entrega a sí mismo a diferentes disciplinas como filosofía, historia y ciencias matemáticas y naturales, y cuando cultiva las artes, puede contribuir en gran medida a elevar a la familia humana a un más sublime entendimiento de la verdad, el bien y la belleza, y a la formación de mejores juicios con valor universal. Y entonces la humanidad puede ser más claramente iluminada por la maravillosa Sabiduría que siempre estuvo con Dios desde la eternidad, disponiendo todas las cosas con Él, regocijándose en la tierra y deleitándose entre los hijos de los hombres (cfr. Prov 8,22-31)” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 57).


5 Creación y evolución  

5.1 Los términos del debate  

La relación entre creación y evolución se ha convertido en uno de los mayores puntos de confrontación entre la visión científica del mundo y la Revelación bíblica. En la época moderna el problema surgió inicialmente en la primera mitad del siglo xix con la hipótesis de J.B. Lamarck (1744-1829) sobre las variaciones morfológicas que han caracterizado a los vivientes a través del paso del tiempo (Filosofía zoológica, 1809), pero se vuelve crucial a partir de las obras de Darwin (1809-1882) sobre el origen de las especies y la selección natural (El origen de las especies, 1859; La descendencia del hombre, 1871). Por su parte, la geología ya había sugerido que la historia del planeta implicaba un rango temporal mucho más largo del que los conteos bíblicos acerca de los orígenes parecían proponer. En el siglo xx fue sobre todo la observación del cosmos la que extendió enormemente las coordenadas espacio-temporales de nuestra “distancia respecto de los orígenes”, mostrando con radicalidad insospechada cuán largas habían sido las transformaciones físico-químicas inmediatas en el Universo antes de alcanzar su condición actual. La visión científica contemporánea del Universo es innegablemente la de un cosmos en evolución.

A partir de una interpretación literal de la Biblia en lo relativo a los orígenes de la Tierra y los vivientes o de la historia de los primeros seres humanos (básicamente las narraciones contenidas en el libro del Génesis), que podrían dar pie a pensar a primera vista en un intervalo de tiempo mucho más reducido y en la creación inmediata y completa de las especies de vivientes, sobre todo del primer hombre y la primera mujer, surgieron muy pronto fuertes reclamos por su incompatibilidad con el pensamiento científico. A fines de 1800 comenzaron a cristalizarse, principalmente en el mundo anglosajón, dos posiciones no privadas de resonancia ideológica, conocidas como “creacionismo” y “evolucionismo”. La primera, peligrosamente cercana a la comprensión literal del texto del Génesis, desinteresándose casi completamente de los resultados de la ciencia; mientras que la segunda asumió plenamente el horizonte histórico-evolutivo ofrecido por las ciencias naturales, desinteresándose de profundizar en aquellos elementos de compatibilidad sugeridos por una sana teología de la creación. El eco de estas posiciones permanece hoy en algunos estratos de la opinión pública, especialmente en aquellos con escaso acceso a una correcta documentación teológica. En las últimas décadas del siglo xx en algunos estados de los Estados Unidos se han dado casos de disputas legales entre diversos grupos sociales con motivo de los programas y de los libros de texto a utilizarse en la enseñanza escolar (el primer ejemplo de un debate público cáustico fue el ocurrido en Kansas). El término “evolucionismo”, aun ampliamente utilizado, indica más precisamente la visión filosófica que hace de la naturaleza entera un gran proceso histórico en continua mutación, en la que no sería posible reconocer la existencia de fin alguno. La teoría (o teorías) biológica sobre la evolución establece simplemente que el Universo muestra una historia evolutiva, lo que no necesariamente conlleva un punto de vista filosófico.


5.2 La presencia de la dimensión histórico-evolutiva en la comprensión teológica de la creación  

Incluso antes de una confrontación con la exégesis bíblica, debería observarse que la asunción de una perspectiva histórica no entra en conflicto con una correcta teología de la creación. Como ya se ha señalado, sólo en un Universo que ha tenido un inicio en el tiempo y tiende hacia un fin, la historia adquiere un verdadero significado. Vista desde la parte del mundo creado, la relación entre el Creador y la creatura, inaugurada por el acto creador, se presenta como una acción continua (creatio continua), y por tanto inmersa en la historia. Si en primer lugar se atribuye al término “evolución” el significado de crecimiento, desarrollo o extensión en el tiempo, de aquello que está implicado en las premisas, no habría dificultad en afirmar que la evolución es en cierto modo el “método” con el cual crea Dios: la evolución cósmica, biológica y cultural, son en última instancia partes de un solo proceso creativo.

Con un lenguaje propio de su época, algunos Padres de la Iglesia como Atanasio, Basilio, Gregorio de Nisa y sobre todo Agustín, hablaron de la creación como un acto divino que se despliega a sí mismo en el tiempo, pero que posee en sí mismo, ex parte Creatoris, todo el proyecto del mundo. En un contexto ciertamente lejano del debate sobre la evolución, es de interés descubrir algunos indicios de esta perspectiva también en los versos de Dante Alighieri: “in Dio s'interna, legato con amore in un volume, ciò che per l'universo si squaderna” (En Dios está recogido, atado por el amor como en un libro, todo lo que por el Universo se desarrolla: Paraíso, XXXIII, 85-87). Es propiamente en el campo de la exégesis de la creación que San Agustín sugirió la existencia de razones seminales contenidas en el mundo natural (Cfr., por ejemplo, De Genesi ad litteram, V, 4 y VI, 6; De Trinitate, III, 9, 16). El mismo tema fue retomado en la época medieval por San Buenaventura (1217-1274) en su comentario a la narración sobre los seis días (Collationes in Hexaëmeron, 1273). Antes que la evolución fuese propuesta en términos darwinianos, Niels Steensen (1638-1686) había ya identificado los fósiles como restos de especies vivientes ahora extintas. Los anglicanos Joseph Butler (The Analogy of Religion, 1736) y John Wesley (A survey of the Wisdom of God in Creation, 1763) habían registrado de un modo no conflictivo los largos tiempos históricos implicados en la creación y las similitudes entre la morfología de los primates y la del hombre. J. H. Newman (1801-1890) menciona la hipótesis de Darwin en alguna de sus cartas, añadiendo no encontrar nada contrario a la religión (cfr. “Letter to J. Walker of Scarborough”, en Dessain y Gornall 1973, 77-78 y “Letter to rev. Pusey”, en Dessain y Gornall 1973, 137).


5.3 Las necesarias coordenadas teológicas de la relación entre creación y evolución  

La teología cristiana de la creación no se opone a una visión evolutiva del mundo y de la vida, con tal de que sean reconocidas ciertas enseñanzas contenidas en el mensaje bíblico.

Dichas enseñanzas deben conservarse para mantener la coherencia de toda la doctrina filosófico-teológica sobre la creación, tal como fue confesada por las primeras profesiones de fe. Estas podrían resumirse sucintamente en las siguientes: Dios es absolutamente distinto del mundo y su vida personal no es objeto de proceso evolutivo alguno. La libertad de Dios y de su proyecto creador son el origen y la causa de la evolución en el Universo y lo dirigen hacia su fin; nada de cuanto acontece en la evolución del cosmos es extraño o desconocido al plan creador de Dios o independiente de su voluntad. La razón fundante y última de la evolución no es la materialidad del Universo, sus propiedades y potencialidades, sino aquello que le trasciende, esto es, la acción creadora de Dios, si bien esta acción actúa a través y mediante los elementos del Universo material. El Universo fue deseado con el propósito de albergar vida, vida inteligente en un primer plano: su aparición es el fruto de la explícita y libre voluntad divina y no el resultado de eventos casuales ni de una ley determinista. Desde el momento de su creación, el primer hombre y la primera mujer dependen de Dios en modo diverso de como el resto de la creación depende de Él: ellos fueron hechos a su imagen y semejanza. En la creación de la persona humana, la acción de Dios es inmediata, esto es, no mediada por otras causas segundas. Nuestros progenitores experimentaron una prueba moral originaria cuyo resultado parcialmente modificó su relación con Dios y con el mundo creado y, a través de ello, la relación del mundo y Dios. Todo ser humano que viene a la existencia, durante toda la historia, es querido en un modo personal por Dios, el Creador. Finalmente, el sentido último de todo proceso evolutivo, de toda historia del cosmos y de la humanidad, solo puede ser plenamente comprendido a la luz del misterio del Verbo encarnado. Él expresa, revela y realiza el “misterio de la creación” como “misterio de la voluntad del Padre”, especialmente a través de su muerte y resurrección de la cual surgen consecuencias muy importantes para el futuro del cosmos y de la humanidad. Hasta donde es posible entender, no es posible decir mucho más sobre la creación, pero tampoco mucho menos.

Existe, por lo tanto, el espacio para una reflexión teológica que puede tomar en cuenta los datos de las ciencias sobre la evolución. Así lo señalaba Juan Pablo II: “Una fe en la creación, correctamente entendida y una enseñanza sobre la evolución rectamente entendida no crea obstáculo alguno: la evolución, en efecto, presupone la creación; la creación es vista a la luz de la evolución como un acontecimiento que se extiende en el tiempo -como una creatio continua- en la cual Dios se hace visible a los ojos del creyente como “Creador del Cielo y la tierra” (Discurso a los participantes del Congreso “Fe cristiana y teoría de la evolución”, Roma, 26.4.1985). Esta compatibilidad es posible si pensamos “que el cuerpo humano, siguiendo el orden impreso por el Creador en las energías de la vida, podría haber sido preparado en las formas de los seres vivientes antecedentes. El alma humana, sin embargo, de la cual depende en definitiva la humanidad del hombre, no puede surgir de la materia, dado que el alma es de naturaleza espiritual” (Juan Pablo II, Catequesis, 16.4.1986). En una alocución a la Pontificia Academia de las Ciencias el 22 de octubre de 1996, el mismo Pontífice aclara que no era necesario continuar refiriéndose a la evolución biológica en términos de una simple hipótesis sino que se le podía considerar una teoría interpretativa bien establecida en la actualidad, gracias a la convergencia de muchos resultados independientes” (Cfr. “Mensaje a la Pontificia Academia de las Ciencias”, 22.10.1996, Enchiridion Vaticanum, 15, 1346-1354).

Como en otros contextos del debate entre una lectura científica del mundo y la Revelación cristiana, también en la relación entre evolución y creación muchos de los supuestos puntos de conflicto dependen de su asunción a priori, de naturaleza filosófica y a veces ideológica (Cfr. Maldamé 1966, 575-616). Como señala Maldamé (1966), con cierta frecuencia no quedan suficientemente claras las premisas filosóficas que subyacen a algunas presentaciones de la evolución. Son tales, por ejemplo, el atribuir al azar el papel de una “causa” en la evolución cósmica o biológica. O presentar algunas afirmaciones de las cuales no es posible tener un conocimiento factual, como la existencia de un poligenismo originario, como si estuviera basado en un resultado científico; o incluso presentar como “evolución” científica lo que en realidad tan solo sería un “evolucionismo” filosófico. Finalmente, es importante señalar que las ciencias naturales están progresivamente dejando de lado la noción de “evolución casual”. Tanto en cosmología como en los estudios sobre el origen de la vida, van gradualmente atrayendo más atención aproximaciones que enfatizan la coordinación de causas, la acción de la teleonomía, o la presencia de morfogénesis y fenómenos holísticos.


5.4 Intentos filosóficos de síntesis  

El pensamiento contemporáneo ha explorado diversas vías para una síntesis de las nociones de creación y evolución, generalmente dentro de un contexto filosófico más amplio que tiene por objeto el estudio de la “acción de Dios en la naturaleza”. Una de estas vías -sobre la cual ya había hecho referencia- se propone desarrollar la propuesta neotomista, poniendo particular atención a la noción de acto de ser y a la estrecha relación existente entre causalidad formal (más cercana al campo del análisis empírico) y causalidad final (que trasciende a su vez tal ámbito). Dios no crea puros efectos, sino causas. En relación con la causalidad divina, la casualidad de las creaturas es una “causa segunda” no una “causa instrumental” (Para una profundización en tal sentido, cfr. Cardona 1978, Nicolas 1973, Tanzella-Nitti 1997).

Siguiendo un acercamiento fenomenológico, Bergson introdujo el concepto de “evolución creadora” (L´évolution créatrice, 1906) con el cual se proponía superar tanto la evolución mecanicista como la finalista, cerradas ambas a la novedad del proceso real, cuya lógica sería la de un “impulso vital” (élan vital), siempre abierto a la imprevisible riqueza del Espíritu. Teilhard de Chardin compartió el concepto de evolución creadora, pero decidió enfatizar su aspecto fuertemente finalístico (Le Phénomène Humain, 1955), el de un Universo donde la materia es para la vida, la vida para la persona humana, ésta para Cristo, y Cristo para Dios. Un intento reciente de armonizar la doctrina de la creación con la fenomenología histórico-evolutiva del devenir cósmico inicia con la “filosofía del proceso” de Whitehead (Process and reality, 1929), cuya influencia actualmente está bastante viva, especialmente en la teología anglosajona de las Iglesias reformadas.

Si bien la filosofía espiritualista de Bergson y Teilhard y la filosofía del proceso de Whitehead intentaron establecer un marco de referencia de carácter metafísico, en varios aspectos de su pensamiento se distancian de la comprensión de las relaciones entre Dios y el mundo como lo entendería una “metafísica del ser”, y esto no sin consecuencias en el plano teológico. De tal modo que para ser compatible con la metafísica del ser, el impulso vital del Espíritu, reconocido como el sujeto de la evolución creadora (Bergson), debería siempre corresponder a un verdadero proyecto creador, cuyo alcance, sin embargo, no puede depender entera ni automáticamente de las potencialidades de la materia (Teilhard). En el caso de la filosofía del proceso, esta podría terminar “historizando” la imagen de Dios, porque su acción creadora estaría casi inmersa en el devenir cósmico, con implicaciones también para su conocimiento del futuro.


6 El concepto bíblico de nueva creación y el futuro del Universo  

La doctrina bíblica sobre la creación implica también la idea de una “nueva creación” (Is 65,17; cfr. Rm 8,22-23), la promesa de “un nuevo cielo y una nueva tierra” (Apoc 21,1; 2Pe 3,13). Sin anular cuanto hoy caracteriza al Universo material, tal renovación representaría su transfiguración espiritual (Cfr. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 48 y Gaudium et Spes, 39). Para ahondar en la lógica de esta transfiguración, especialmente las relaciones entre la primera y la nueva creación, y la novedad que la resurrección de Jesucristo ha traído al mundo, consultar: http://inters.org/resurrection. Aquí me limitaré a completar con algunas observaciones complementarias lo que ha sido dicho hasta ahora.

Al discutir el futuro del Universo, la comparación entre la perspectiva teológica y las ciencias naturales parece encontrar serias dificultades. Si sobre el tiempo ya transcurrido, teología y ciencia pueden iniciar acercamientos acerca de un “discurso sobre los orígenes”, en cuanto al futuro del tiempo puede observarse que la extensión predecible de la historia del Universo material no coincide necesariamente con la fracción de tiempo histórico que acompañará la historia de la salvación hasta el “final de los tiempos”. La noción bíblica del “fin de los tiempos” (cfr. Mt 24,3; Apoc 10, 5-7; cfr. también 1Cor 10,11) no corresponde con una “finalización de las condiciones que hacen posible la vida sobre la tierra”, ni con el final del Universo físico globalmente entendido; aunque, en sentido estrictamente físico, una vez que el Universo ha sido llamado a la existencia, éste no tendrá un fin (Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.104, a.4).


6.1 Historia del cosmos e historia de la Salvación  

Hasta ahora habíamos utilizado el término “historia” de un modo general, pero hay que observar que el Universo no tiene una historia sino un desarrollo temporal. Solo las creaturas racionales son sujeto de historia, que construyen por medio de su libertad en las circunstancias tanto del bien como del mal. Es esta historia de libertad la que alcanza su cumplimiento al “fin de los tiempos”; un cumplimiento donde serían satisfechas las ansias humanas de justicia, de bien y de salvación negadas por el pecado, en virtud de los méritos que Cristo obtuvo para todos en la cruz. La duración temporal de los escenarios físicos del futuro Universo -el hecho, por ejemplo de que éste tenga una expansión ilimitada o por el contrario, finita- no determina las condiciones para que se dé el cumplimiento definitivo de la historia posible, ni tampoco el contexto en el cual tendrá lugar el juicio moral final.

El Universo físico será transfigurado de acuerdo a las modalidades conocidas por nosotros. Esto comportará probablemente una cierta destrucción (cfr. Mt 13,24-25; Apoc 6,12-14), pero también la conservación de cuanto en él pertenece al plan creador de Dios. Las condiciones físicas de un Universo transfigurado no pueden conocerse simplemente extrapolando el conocimiento que posemos en la actualidad. Las propiedades del cuerpo de Cristo resucitado, primicia de la nueva creación transfigurada, no pueden deducirse directamente de las propiedades físicas o biológicas de su verdadera naturaleza humana, como las hemos conocido históricamente. Dios puede hacer cielos nuevos y tierras nuevas a partir tanto de un Universo destinado (con medidas hechas aquí y ahora) a ser temporal y espacialmente ilimitado, como de uno donde todo podría concluir con una gran implosión cósmica. Consideraciones análogas se pueden hacer cuando se pasa del escenario futuro del cosmos tomado en su conjunto, al de nuestro sistema solar en particular. Expresiones como “fin del mundo”, “juicio universal” o “retorno de Cristo” no pueden ponerse en relación directa con el tiempo que el Sol recorrerá para agotar su reserva de hidrógeno o con el tiempo que los humanos tenemos a nuestra disposición para migrar hacia planetas más hospitalarios.


6.2 Puntos esenciales de la confrontación entre cosmología y teología  

Teniendo en cuenta lo que hemos discutido hasta ahora, existen al menos dos puntos a ser aclarados que, probablemente, nunca serán completamente comprendidos. Viendo hacia el pasado, el primer punto tiene que ver con la relación entre el pecado del hombre y la historia del Universo que le precede; el segundo, mirando hacia el futuro, concierne a qué valor atribuir a la teleonomía cósmica que parece operar desde el origen del Universo hasta la aparición del ser humano en la tierra (o incluso hasta el misterio pascual de Cristo), cuando se proyecte como un proceso histórico sobre escenarios futuros cosmológicos.

En cuanto al primer punto, una perspectiva teológica que mira a la Encarnación del Verbo como cumplimiento de la historia del cosmos, atribuyendo a la salvación de Cristo también una dimensión cósmica, debe preguntarse a sí misma si la evolución cosmológica, como la conocemos, tiene en sí alguna huella de la corrupción del pecado. Sin embargo, la cosmología no reconoce cambio esencial alguno, ni en los procesos químicos o biológicos después de la aparición del ser humano (y por tanto después del pecado original), si se le compara con cómo la física y la biología trabajan durante todo el tiempo precedente a aquella extraordinaria aparición. Respecto al problema de la muerte, la disolución de los vivientes en el orden biológico, parecería preceder al pecado de los progenitores. Esto implica la dimensión histórica del pecado original y quizá el mismo pecado de los ángeles, que con el Universo del ser humano comparten muchas cosas, sobre todo la condición de ser una creatura.

Desde el segundo punto de vista, se destaca que una lectura teleonómica de la cosmología, esto es, la idea de que un Universo en evolución encontraría su perfección en la aparición del ser humano (cumplimiento antropológico), o en la Encarnación del Verbo de Dios (cumplimiento cristológico), parecería al final estar siempre incompleta si es referida a los escenarios cosmológicos futuros. Las condiciones ambientales que han hecho posible la aparición de la vida y del ser humano sobre la Tierra pueden subsistir por un tiempo limitado, si se compara con la escala de tiempo cósmica. Si una comprensión cristocéntrica de la historia del cosmos favorece una idea de “continuidad” entre la primera y la nueva creación, el hecho de que el Universo entero continuará existiendo y desarrollándose también cuando las condiciones que hacen posible la vida sobre la Tierra hayan terminado, parecería acentuar una “discontinuidad” entre el mundo tal como lo conocemos y el nuevo mundo transfigurado. Dicho en otras palabras, la historia física del Universo y la historia de la salvación parecerían reconciliarse mejor a partir del origen del Universo hasta la Pascua, de cuanto nos parecería ocurrir desde la Pascua en adelante.

Con la intención de aportar elementos para la solución de las preguntas anteriores, debemos recordar la importancia meta-histórica de la resurrección de Jesús, Su resurrección fue capaz de ejercitar una dirección normativa incluso sobre el futuro del cosmos, en modo ciertamente misterioso para nosotros. Lo que a primera vista podría parecer contradictorio a los ojos humanos -me refiero a la posible existencia de un finalismo antropocéntrico que envolviera el cosmos entero, pero destinado a durar un tiempo limitado- no puede negársele que contenga un sentido divino: también el Universo como el género humano podría estar llamado a “su misterio pascual”; la nueva creación podría alcanzar el Universo físico entero sólo al término de una larguísima evolución, a través de un estado de disminución, decaimiento, y de muerte cósmica a lo largo de un tiempo muy largo, completamente desconocido para nosotros. Consideraciones que no pueden sino hacer percibir tanto al teólogo como al científico la profundidad abismal del objeto común de su pensamiento -el universo real pero también Quien lo tiene en sus manos-, de frente al cual el silencio adorador es a menudo mucho mejor que la palabra que intenta interpretar y comprender: ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad; tampoco conocemos de qué manera se transformarán todas las cosas. La figura de este mundo, deformada por el pecado, pasará; pero Dios nos enseña que se prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habitará la justicia, y cuya bienaventuranza será capaz de saciar y rebosar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano (Gaudium et Spes, 39).


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8 Cómo Citar  

Tanzella-Nitti, Giuseppe. 2016. "Creación". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Creación


9 Derechos de autor  

Voz "Creación", traducción autorizada de la entrada "Creation" de la Interdisciplinary Encyclopedia of Religion and Science (INTERS) © 2016.

El DIA agradece a INTERS la autorización para efectuar y publicar la presente traducción.

Traducción a cargo de Héctor Velázquez. DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E.Vanney - 2016.

ISSN: 2524-941X

Asigna significado a cada uno de los símbolos no lógicos de un lenguaje dado. Brinda contenido empírico a un sistema axiomático formal.