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DIA β

Agnosticismo

Versión española de Agnosticism, de la Interdisciplinar Encyclopedia of Religion and Science.

Traducción: Carlos Miguel Gómez Rincón


El término “agnosticismo” tiene su raíz etimológica en la palabra griega ágnostos, que significa “incognoscible”. A pesar de que el agnosticismo, en tanto que escuela filosófica, tiene una larga historia y ha recibido diferentes connotaciones en diversos periodos, fue Thomas H. Huxley (1825-1895), el naturalista inglés, quien dio al término el sentido de una antítesis del “gnóstico” de la historia de la Iglesia. En un congreso de la Sociedad de Metafísica de Londres en 1869, Huxley definió al “gnóstico” como alguien que pretende saber mucho sobre asuntos que otros desconocen (1893, 237-245). En su libro Agnosticismo de 1889 reiteró esta definición. Sobre todo es importante resaltar aquí la oposición señalada por Huxley entre una “gnosis” religiosa, que pretende conocer lo incognoscible, y el “agnosticismo” del científico, que se rehúsa a determinar a priori la solución de los problemas que constituyen el objeto de su investigación. En efecto, es justamente esta negación la que constituye el significado del agnosticismo moderno, en tanto que este no busca ser, en la mayoría de los casos, una refutación hostil de asuntos metafísicos o religiosos –como es el caso del ateísmo–, sino más bien un llamado a suspender el juicio con respecto a la cuestión de Dios y lo Absoluto. Para no inhibir la investigación científica, la existencia de Dios o lo Absoluto no es ni negada ni afirmada por el agnosticismo. Mientras que el ateísmo mantiene que no existe Dios, el agnosticismo se limita a afirmar que no poseemos, desde el punto de vista científico y cognitivo, instrumentos racionales adecuados para afirmar o negar tales realidades.

En este artículo se analizarán, en primer lugar, las fuentes filosóficas del agnosticismo moderno, que se remonta a la filosofía crítica kantiana, y sus consecuencias para el pensamiento científico, la religión y la cultura moderna en general; a continuación, luego de señalar algunas críticas clásicas a esta posición filosófica, se presentará la postura de la Iglesia Católica al respecto y se terminará con la cuestión de la posibilidad de conocer a Dios según la tradición del pensamiento cristiano.


Contenido

1 El agnosticismo como una posición filosófica  

En una carta de 1879, Charles Darwin se declaró un agnóstico en este sentido acuñado por Huxley. De modo semejante, Herbert Spencer, quien defendió en sus First Principles de 1862 la imposibilidad de demostrar científicamente la existencia de una fuerza misteriosa que sostiene los fenómenos naturales, fue clasificado como un agnóstico. El fisiólogo Raymond Du-Boys afirmó en su libro The Seven Enigmas of the World (1880) que ante los profundos misterios del mundo y de la existencia es más responsable para el ser humano, y sobre todo para el científico, declarar que no podemos saber, dado que tales enigmas desbordan el ámbito del conocimiento científico. Presumiblemente esta forma moderna del agnosticismo, que no debe confundirse con las tendencias agnósticas que han estado circulando desde el origen de la historia de la filosofía, tiene sus antecedentes intelectuales y su motivación en la limitación que la crítica kantiana impuso a las cuestiones metafísicas.


1.1 La crítica del principio de Causalidad  

Ciertamente, la formulación moderna más rigurosa del agnosticismo metafísico se debe a Immanuel Kant (1724-1804). Esta formulación influyó decisivamente en el agnosticismo tanto filosófico y científico como religioso de los siglos XIX y XX. En su Crítica de la Razón Pura (1781), particularmente en la tercera parte, titulada Dialéctica Trascendental, tanto como en la Crítica de la Razón Práctica (1788), Kant muestra claramente que las presuposiciones del agnosticismo metafísico derivan, por un lado, del empirismo de David Hume (1711-1776), particularmente de su crítica al concepto metafísico de causalidad, y por el otro, de la idea de la ratio separata propia del racionalismo moderno. Basándose en el principio según el cual todo conocimiento proviene de la experiencia, previamente formulado por John Locke (1632-1704) en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1688) y reelaborado por George Berkeley (1685-1753) en el Tratado sobre los principios del conocimiento humano (1710), Hume niega en su Investigación sobre el entendimiento humano (1748) que las ideas abstractas, incluso la idea de materia, tengan valor de verdad. Esto porque para Hume sólo tienen valor cognitivo aquellas ideas que hacen referencia a impresiones sensibles inmediatas. Consecuentemente, tanto la idea de causa como el principio metafísico de causalidad deben ser rechazados como engañosos porque no podemos descubrir en la experiencia ninguna conexión necesaria entre los eventos que consideramos vinculados causalmente. Efectivamente, la idea de causa hace referencia sólo a la impresión dejada por una secuencia de eventos y por lo tanto sólo indica el orden de esta sucesión, de la cual no puede inferirse un principio de conexión necesaria. La idea de causa, concluye Hume, es una creencia que surge en la conciencia a partir de la repetición de secuencias de eventos. Estas repeticiones llevan a creer, erróneamente, en la posibilidad de identificar unos de los elementos de la secuencia como causas y otros como efectos (cf. Hume 2005, Libro I, Parte III, 14-15; Parte II, 6 y Parte IV, 2).

Esta crítica de la idea de causa conduce inevitablemente a la demolición de los fundamentos de la metafísica. Pues, a partir del segundo periodo de la obra de Platón (cf. Fedón 97a, 98c-e, 100c-d) y posteriormente con la Metafísica de Aristóteles (cf. Libro I y II), la metafísica había hecho del principio de causalidad la piedra angular de la ontología, buscando un conocimiento que sin limitarse a los efectos observables sería capaz de elevarse a las causas fundamentales del ser.


2 El agnosticismo de Kant: Consecuencias para el pensamiento científico y la religión  

2.1 Kant y el agnosticismo metafísico  

Tanto Sexto Empírico (180-220) en sus Esbozos pirrónicos, como algunos de los representantes del nominalismo en la edad media, como Nicholas D’Autrecourt (1300-1350), Pierre D’Ailly (1350-1420) y Guillermo de Ockham (1280-1349) habían ya ofrecido críticas al principio de causalidad, pero en Kant esta crítica se une con la aceptación del principio de la experiencia proveniente del empirismo, al mismo tiempo que con el reconocimiento, propio del racionalismo moderno, del valor de la actividad autónoma del intelecto. De este modo, Kant consiguió derivar todas las consecuencias gnoseológicas de la crítica de Hume al principio de causalidad, con miras a formular una evaluación crítica del conocimiento metafísico.

Para el filósofo de Königsberg, todo conocimiento con valor de verdad debe ser modelado a partir del tipo de conocimiento que hace posible a la ciencia. En otras palabras, solamente tendía valor de verdad el conocimiento que resulta de la síntesis entre lo que es dado a la intuición sensible y la acción de las “formas a priori”, mediante las cuales los fenómenos son subsumidos por una categoría específica del entendimiento. Kant se ocupa de examinar la naturaleza de los “juicios sintéticos a priori”, con lo cual reformula no solamente el fundamento del conocimiento científico sino también de todo conocimiento que tenga valor para los seres humanos. Todo conocimiento que merezca el apelativo de “científico” debe ser el resultado de la síntesis entre la materia y una forma a priori dada por el entendimiento. En tanto que fuente y raíz de toda categoría a priori del entendimiento, el “yo pienso” constituye la condición trascendental de todo conocimiento, que debe ser comprendido como la constitución trascendental de la experiencia. Como resultado, el conocimiento filosófico es moldeado a partir del conocimiento científico, el cual, a su vez se convierte en el paradigma de todo conocimiento.

La filosofía después de Kant se entenderá a sí misma solamente como metodología de la ciencia o epistemología, esto es, como una reflexión sobre el estatus científico de las teorías. De este modo, gradualmente pierde su carácter de conocimiento para convertirse en una reflexión sobre las modalidades del conocimiento. Es claro entonces que la metafísica, que pretende ir más allá de los fenómenos que constituyen la experiencia para descubrir las esencias de las cosas en sí mismas (noúmeno), las cuales no son accesibles mediante la experiencia sensible, se convierte en un conocimiento sin objeto y no puede pretender ser un conocimiento bien fundado. De acuerdo a una imagen ofrecida por el mismo Kant, al intentar ir más allá de los límites de la experiencia, la metafísica es como una paloma que quisiera volar sin aire bajo sus alas. Por esto, cuando la metafísica hace preguntas acerca de Dios, el alma, el mundo o la libertad cae en antinomias insuperables. El agnosticismo metafísico consiste, pues, no en una negación a priori de estas cuestiones, sino en la tesis de que no es posible adquirir ningún conocimiento metafísico porque este caería más allá de los límites de la experiencia fenoménica.


2.2 Kant y el agnosticismo científico  

Un gran número de filósofos, inspirados por el modelo kantiano, se ocuparon durante los siglos XIX y XX de las consecuencias del agnosticismo metafísico generado por la Crítica de la Razón Pura. Se puede afirmar que el agnosticismo científico constituye el reverso del metafísico en tanto que lo presupone y radicaliza, afirmando la indiferencia del conocimiento científico con respecto a los grandes temas de la metafísica, particularmente aquellos de carácter religioso. Así, por ejemplo, Augusto Comte (1798-1857), consideró como “hechos” verdaderos solamente aquellos que pueden ser descritos de acuerdo a experiencias concretas y, de modo semejante a Kant, juzgó que cualquier búsqueda de causas metafísicas de los hechos mismos carece de fundamento (Cf. Comte 1973 y 2007).

Un tipo particular de agnosticismo científico fue representando por Herbert Spencer (1820-1903), quien en su libro The Factors of Organic Evolution (1887) sostiene que la totalidad de la naturaleza y el cosmos están regulados por un principio evolucionista teleológico. En este sentido, a partir del estudio de los fenómenos naturales no sería posible inferir la existencia de un Dios creador y ordenador del universo. Sin embargo, sólo por esta razón la existencia de tal ser tampoco puede ser negada, en tanto que según Spencer, en los confines de la experiencia humana y del conocimiento científico permanece lo “Incognoscible”, aquello que se encuentra justamente “más allá” de la ciencia (Cf. Spencer 1862). Esto es para Spencer lo que la metafísica y la religión han denominado Dios. A pesar de que no forma parte de las categorías cognitivas de la ciencia, esta realidad no puede ser negada por ella, como pretende el ateísmo científico.

La epistemología contemporánea, desarrollada después de la crisis del positivismo, elaboró una serie de duras críticas a la imagen del conocimiento científico positivista (Poincaré, Boutroux, Duhem, Mach, Bergson, Hilbert, Peano, Frege). Numerosos descubrimientos científicos, el progreso en lógica y matemáticas, así como la formulación y desarrollo en el siglo XX de un nuevo paradigma de interpretación basado en la relatividad, condujeron a los científicos y a los filósofos hacia una concepción no estática ni mecanicista de las leyes de la naturaleza formuladas en las teorías científicas. Estas comenzaron a ser comprendidas como relaciones dinámicas y probabilísticas, marcadas por la impredictibilidad y abiertas a la emergencia de la complejidad. Todo esto dio lugar al surgimiento de diversas corrientes epistemológicas: el neo-positivismo lógico (Schlick, Carnap, Ayer, Russell), de acuerdo con el cual sólo las proposiciones empíricas o fácticas, es decir, aquellas cuyo contenido es verificable, tienen significado y valor cognitivo; la metafísica de la ciencia (Meyerson, Eddington) para la cual toda ciencia implica una metafísica y el conocimiento científico debe comprenderse como un descubrimiento progresivo de la realidad que encuentra su fundamento último en la metafísica; el racionalismo científico (Popper, Feyerabend) según el cual la ciencia es una construcción racional del ser humano y los hechos observados son elementos dependientes de la teoría que se utiliza para organizarlos. Para esta posición, las teorías son respuestas a problemas teóricos que las preceden y, en último término, sistemas de conjeturas a las cuales los experimentos no añaden nada verdadero. Si una teoría científica es capaz de resolver un problema, la verificación experimental cumple la función de un control continuo sobre la misma teoría, a lo que se añade la advertencia de Popper de que no se debería hablar de una “verificación” en sentido positivista, sino más bien de “falsación”, ya que ninguna teoría científica es definitiva sino provisoria, y está sujeta a la posibilidad de ser falseada y superada por una teoría mejor.

A pesar de que la epistemología contemporánea ha criticado las concepciones kantiana y positivista del conocimiento, no consiguió remover sus implicaciones agnósticas. El prejuicio kantiano contra la metafísica ha permanecido en casi todas las formas de epistemología contemporánea, en tanto que a pesar de que se acepta que la ciencia evoluciona e incluso los criterios para evaluar el carácter objetivo de las teorías se transforman, la ciencia continúa sin embargo siendo considerada la única forma de conocimiento válido. Las preguntas que traspasan el dominio de la ciencia – la cuestión de Dios en particular– pueden cuando mucho aceptarse como asuntos que tienen valor existencial, pero no como conducentes a conocimiento. El agnosticismo científico consiste precisamente en un rechazo de la idea de que en el dominio científico, como sea que se comprenda, pueden formularse cuestiones metafísicas y religiosas, o de que al menos estas pueden ser reconocidas como significativas en la búsqueda del conocimiento.


2.3 Kant y el agnosticismo religioso  

Mediante un análisis profundo y detallado de la conciencia moral en la Crítica de la Razón Práctica, Kant recupera no sólo la verdad de la libertad y la inmortalidad del alma, sino también de la existencia de Dios como el fundamento último y necesario de la vida moral y como fuente del sentido de la existencia humana. Al respecto, Juan Pablo II escribió en Cruzando el umbral de la esperanza:

“De este modo, puede hablarse con todo fundamento de experiencia humana, de experiencia moral, o bien de experiencia religiosa. Y si es posible hablar de tales experiencias, es difícil negar que, en la órbita de las experiencias humanas, se encuentren asimismo el bien y el mal, se encuentren la verdad y la belleza, se encuentre también Dios. En Sí mismo, Dios ciertamente no es objeto empírico, no cae bajo la experiencia sensible humana; es lo que, a su modo, subraya la misma Sagrada Escritura: «a Dios nadie lo ha visto nunca ni lo puede ver» (cfr. Juan 1,18). Si Dios es objeto de conocimiento, lo es -como enseñan concordemente el Libro de la Sabiduría y la Carta a los Romanos- sobre la base de la experiencia que el hombre tiene, sea del mundo visible sea del mundo interior. Por aquí, por la experiencia ética, se adentra Emmanuel Kant, abandonando la antigua vía de los libros bíblicos mencionados y de santo Tomás de Aquino. El hombre se reconoce a sí mismo como un ser ético, capaz de actuar según los criterios del bien y del mal, y no solamente según la utilidad y el placer” (57-8).

El camino para encontrar a Dios en la experiencia moral es ciertamente diferente del camino de las experiencias cosmológicas y ontológicas, pero no se opone a ellas. Si bien no hay lugar a dudas de que desde el punto de vista metafísico la crítica kantiana representa una forma de agnosticismo teórico, este es contradictorio por una simple razón. Una vez que se admite no sólo que la idea de Dios es pensable, sino que su existencia y la inmortalidad del alma se consideran condiciones necesarias e inescapables de la vida moral de los seres humanos, es legítimo y racional suponer que tal existencia es demostrable – demostrable no es el sentido matemático o científico, lo cual está condicionado por el mundo de la experiencia sensible, sino en el sentido de un curso de pensamiento auténtico y verdadero capaz de extraer conclusiones a partir de ese modo de existencia que trasciende los hechos de la simple experiencia sensorial. Cuando Ludwig Wittgenstein (1889-1951) escribe en el Tractactus Logic-Philosophicus: “Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo” (6.52), expresa la conciencia de que el conocimiento científico tiene valor como un conocimiento sobre los hechos del mundo, pero ante los problemas de la vida –que no son de carácter científico sino moral y religioso– las demostraciones de la ciencia son insuficientes y es necesario buscar un tipo diferente de conocimiento.

La formulación kantiana de las tres preguntas fundamentales de la filosofía (“¿Qué puedo saber?”; “¿Cómo debo actuar?”; “¿Qué puedo esperar?”) se encontraba a la base de una nueva antropología, según la cual estas preguntas corresponden a las dimensiones de la persona humana (metafísica, ética y religión). Si la pregunta metafísica es resuelta a través de las preguntas científicas –lo cual termina en el agnosticismo metafísico kantiano–, las preguntas moral y religiosa quedan separadas y requieren respuestas diferentes. No habría que tratar de demostrar la existencia de Dios a partir de los rasgos del universo, sino de los signos de trascendencia presentes en la existencia humana. No se llegaría a Dios a partir del mundo sino del ser humano. Tanto la “metodología de lo inverificable” de G. Marcel (1889-1973) y otros autores existencialistas, como el “método de la inmanencia” de M. Blondel (1861-1949) y la noción de “medida” de K. Jaspers (1883-1969) se mueven en el horizonte de la búsqueda del “sentido” religioso más allá de los límites en los que Kant encerró el conocimiento. El “agnosticismo religioso” de algunos autores sería entonces la posición según la cual las preguntas morales y religiosas no pueden ser resueltas en el nivel científico ni metafísico sino en otras dimensiones de conocimiento que no pueden ser formuladas ni mediante las categorías tradicionales de la metafísica ni a través de conceptos científicos. El encuentro entre el agnosticismo teórico y el pensamiento religioso fue expresado de manera aguda en la filosofía teológica de Wilhelm Weischedel (1905-1975), particularmente en su obra El problema de Dios en el pensamiento escéptico (1976).

Finalmente, el agnosticismo fue moldeado por varios autores existencialistas, quienes le otorgaron un fuerte matiz religioso. Para Søren Kierkegaard (1813-1855) demostrar racionalmente a Dios significa tanto como perderlo, porque Dios está por encima de la razón. El “absurdo” de la fe, que fue revelado en Abraham quien recibió la orden de sacrificar a su hijo, lo cual contradecía toda ley moral fundada en la metafísica, significaba para Kierkegaard que los seres humanos se encuentran en un plano totalmente diferente del de Dios, y que el paso de un nivel a otro sólo es concebible como un salto de fe. Este salto de fe representa la gran separación entre una filosofía que al final de su propio desarrollo reconoce las verdades de la fe (obsequium rationale fidei) y una filosofía que mantiene que sólo luego de haber llevado a sus últimas consecuencias las posibilidades metafísicas y científicas de la razón es posible el salto de fe, lo cual representa “la incesante batalla de la fe por lo posible” (Chestov 1968, 167). La batalla entre una explicación racional de eventos existenciales y la comprensión de tales eventos a la luz de la fe en la revelación divina llega a ser dramática y conduce a conclusiones paradójicas para la razón. Para Leon Chestov “la filosofía especulativa permanece en la superficie, moviéndose en un plano de dos dimensiones. Por el contrario, el pensamiento existencial conoce una tercera dimensión: la fe” (Ibídem). Por su parte, Miguel de Unamuno (1864-1936) afirma en El sentimiento trágico de la vida (1913) que no hay una reconciliación posible entre la razón filosófica y la vida, entre la filosofía y una religión de la existencia, lo cual justamente constituye el sentimiento trágico de la vida.

El agnosticismo religioso, por lo tanto, opera en el nivel de una profunda consideración teórica. De un lado, afirma la existencia de Dios y las verdades de la fe religiosa, pero por el otro niega a la razón la posibilidad de extraer algo de estas verdades, las cuales constituyen el sentido último y definitivo de la existencia. Cuando Dostoievski (1821-1881) escribió que si tuviera que escoger entre Cristo y la verdad escogería a Cristo aún en contra de la verdad, expresa de este modo el punto central del agnosticismo religioso, el cual niega a priori la posibilidad de conciliar la verdad religiosa con la verdad del conocimiento intelectual.


3 Críticas al agnosticismo  

Además de lo anteriormente mencionado, se pude afirmar que el agnosticismo está sujeto a los mismos problemas que condujeron a las filosofías de la antigüedad al escepticismo. La afirmación según la cual nada puede ser dicho o conocido sobre Dios, la inmortalidad del alma y cuestiones semejantes, asevera ciertamente algo sobre todo esto, por lo cual resulta auto-contradictoria. Del mismo modo, la tesis según la cual el conocimiento humano tiene como único objeto los fenómenos de la ciencia resultó ser inadecuada para comprender la complejidad de los problemas de la persona humana, los cuales, siguiendo a Kant y a Wittgenstein, no son sólo de carácter científico, sino que involucran cuestiones de carácter moral y religioso. Justamente por esta razón, el reconocimiento de los límites del conocimiento humano lleva dentro de sí el reconocimiento de una verdad que se encuentra más allá de tales límites, una verdad sin límites que es Dios. Así, una crítica al agnosticismo implica señalar las dificultades y, de cierta manera, mostrar la incoherencia de una posición que afirma que el sentido de la existencia no puede ser conocido, al mismo tiempo que en muchos casos asevera que tal sentido existe en otro nivel, el de lo moral y religioso.

Puede observarse que el agnosticismo está presente en buena parte de la cultura contemporánea, no sólo en los ámbitos científico y filosófico, sino también en el literario y artístico. Si bien no se auto-identifica con el ateísmo, el agnosticismo se convierte en una de las expresiones más refinadas de nihilismo. Porque igual que el nihilismo, la afirmación de la imposibilidad de conocer el sentido de la existencia termina por convertirse en la afirmación de que no hay sentido, mediante la afirmación de una finitud radical. De este modo, el agnosticismo choca también con el problema del sentido de la libertad. Privada de su vínculo con un Absoluto que renuncia conocer, la libertad pierde sentido y, junto con ella, también la responsabilidad hacia el otro y hacia uno mismo, a la cual el ejercicio de la libertad resultaría necesariamente asociado. La imposibilidad de hallar un fundamento a la existencia sin un compromiso lleno de sentido termina por mezclar el agnosticismo con posiciones como el humanismo ateo, el cual representa una manera de mantener la aspiración de la razón hacia la justicia y la verdad sin aceptar los compromisos metafísicos de tal aspiración. En un sentido general, el problema del agnosticismo arroja luz sobre la manera como puede ser pensada la relación entre la fe y la razón no sólo en el plano de la racionalidad analítica, sino sobre todo en el nivel antropológico, superando la idea de una ratio separata que nació en la modernidad y encontró en el agnosticismo uno de sus resultados explícitos.


4 Las enseñanzas del Magisterio Católico sobre el agnosticismo  

4.1 El Concilio Vaticano I y el problema del fideísmo  

Entre las enseñanzas de la Iglesia Católica que se refieren directamente al agnosticismo filosófico ocupan un lugar prominente aquellas que tratan de la capacidad de la razón humana para llegar a la verdad de las cosas sin detenerse en las apariencias y, particularmente, las que se refieren al conocimiento natural de Dios. En la Constitución Dogmática Dei Filius del Concilio Vaticano I (1870) se declara solemnemente que la Iglesia “sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza a partir de las cosas creadas con la luz natural de la razón humana: «porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de lo creado» (Rom 1,20)” (11)

Más aún, Dei Filius aclara qué puede ser conocido de Dios mediante la razón: su existencia y los principales atributos de su naturaleza. Igualmente explica que este conocimiento es una presuposición necesaria de la fe en la Revelación. Esta doctrina es complementada con el rechazo a las posiciones que afirman que Dios no puede ser conocido con certeza por la razón humana a partir de las cosas que han sido creadas. De este modo, se considera que la razón humana es capaz, por su propia fuerza, de conocer la existencia de Dios como el principio y el fin de todas las cosas, así como de elevarse mediante la observación de sus obras al conocimiento de sus atributos, como la omnipotencia, la perfección y la bondad. Esta tesis, que pertenece al ámbito de la filosofía, se afirma aquí como la definición de la fe, lo cual censura toda forma de agnosticismo, particularmente en sus expresiones modernas.

De acuerdo con algunos autores, como Cornelio Fabro (1911-1995), es necesario describir como “agnosticismo teológico” la postura que, radicalizando la trascendencia de Dios y debilitando la razón humana, declara que sólo es posible conocer de Dios las verdades que vienen de la Revelación, esto es, de la Sagrada Escritura y la tradición. Ejemplos de esta posición son representados en la época patrística y escolástica por algunos de los exponentes de la teología negativa derivada de Pseudo Dionisio Areopagita, tanto como por los teólogos musulmanes seguidores del Kalàm (tradición), e incluso por el mismo Maimónides, el maestro de la teología judía medieval, para quienes Dios no puede ser nombrado mediante sustantivos positivos que se refieren a cosas creadas, porque su naturaleza trasciende totalmente la creación. Otras expresiones del agnosticismo teológico son la teologías de los siglos XV al XIX que, reaccionando contra el racionalismo y la Ilustración, reducen las capacidades de la razón al punto de hacerla incapaz de conocer verdades naturales, las cuales sólo serían accesible mediante la fe (fideísmo) o la tradición (tradicionalismo), o incluso afirmar que para poder llegar a cualquier verdad la razón humana necesita extraerla directamente de la esencia divina (ontologismo).

Es importante notar que las tendencias fideístas han estado siempre presentes en la historia de la cultura cristiana, y han sido defendidas con miras a salvaguardar la fe de ciertas filosofías racionalistas y nihilistas. Posiciones cercanas al fideísmo pueden ser encontradas en Tatiano y Tertuliano en la época patrística; Pedro Damian y Guillermo de Ockham en la edad media; Pascal, Kierkegaard, Chestov, Dostoyevski y Unamuno en la época moderna, pero sobre todo por Martin Lutero (1483-1546). En el siglo XIX, el agnosticismo encontró una formulación completa en L.-E. Bautain (1796-1867) y F.-R. Lamennais (1783-1854) quienes estaban seriamente preocupados por los obstáculos que el pensamiento moderno parecía poner a la fe.

Si bien la Iglesia Católica reconoce las buenas intenciones de aquellos que han desarrollado este tipo de posición, considera sin embargo tanto el fideísmo teórico como el teológico como formas de agnosticismo. Lo mismo vale para el “tradicionalismo” que tuvo proponentes en el siglo XIX como J. De Maistre (1723-1851) y L.-G.-A. De Bonald (1754-1840), quienes mantuvieron la primacía de la tradición de la Iglesia, reductivamente comprendida, contra la autoridad de la razón filosófica. Tanto el fideísmo como el tradicionalismo, en tanto que reacciones contra la ratio separata de la modernidad y en nombre de la preeminencia de la fe y la tradición, llegan a negar a la razón humana sus capacidades legítimas.

El magisterio de la Iglesia Católica también considera como una forma de agnosticismo el “ontologismo” mantenido por Nicolás de Malebranche (1638-1715) – si bien el término fue acuñado por Vincent Gioberti (1801-1852) en su Introducción al estudio de la filosofía. Esta posición –también atribuida inicialmente a la filosofía de Antonio Rosmini (1797-1855) hasta que se demostró que tal enfoque no era en realidad representativo del pensamiento de este autor–, buscando reaccionar contra el racionalismo y al mismo tiempo oponiéndose radicalmente al fideísmo, afirma que la razón humana puede acceder a una visión directa de la verdad en la esencia divina, en tanto que Dios no es sólo lo primero en el orden del ser, sino también en el orden del conocer. Para el ontologismo, igual que para el fideísmo, la razón humana no es en realidad una facultad autónoma, si bien puede elevarse al conocimiento de la verdad contemplándola directamente en la naturaleza divina.


4.2 El carácter agnóstico del modernismo  

El Magisterio de la Iglesia ha considerado que el modernismo representa también una forma de agnosticismo. Este movimiento filosófico y religioso se desarrolló en el seno del catolicismo entre los siglos XIX y XX y se caracterizó por una aceptación, a veces poco crítica, de los principios de la filosofía moderna. Sus representantes más importantes fueron Le Roy y Loisy en Francia, Tyrrell en Inglaterra y Fogazzaro y Bonaiuti en Italia. Pio X condenó este movimiento en numerosos documentos, sobre todo en el decreto Lamentabili de 1907, luego, el mismo año, en la encíclica Pascendi Dominici Gregis y finalmente en 1910 mediante el motu proprio Sanctorum antistitum. En este se refirió al modernismo como “la síntesis de todas las herejías”, con lo cual pretendía afirmar que en esta corriente de pensamiento confluían lo que consideraba los mayores errores del pensamiento moderno: el agnosticismo, el relativismo, el subjetivismo, el racionalismo, el cientismo, el inmanentismo y el historicismo. La fe fue reducida por este movimiento a una suerte de sentimiento vago y el contenido de la doctrina fue sometido a las cambiantes leyes de la historia.

En cierto modo el modernismo es una consecuencia del agnosticismo kantiano en el plano teológico porque:

“Los modernistas establecen, como base de su filosofía religiosa, la doctrina comúnmente llamada agnosticismo. La razón humana, encerrada rigurosamente en el círculo de los fenómenos, es decir, de las cosas que aparecen, y tales ni más ni menos como aparecen, no posee facultad ni derecho de franquear los límites de aquéllas. Por lo tanto, es incapaz de elevarse hasta Dios, ni aun para conocer su existencia, de algún modo, por medio de las criaturas: tal es su doctrina. De donde infieren dos cosas: que Dios no puede ser objeto directo de la ciencia; y, por lo que a la historia pertenece, que Dios de ningún modo puede ser sujeto de la historia”. (Pascendi 6)

Tanto los términos “ciencia” como “historia” requieren ser clarificados. El primero se utiliza aquí en el sentido de conocimiento verdadero el cual está respaldado por el uso riguroso de la razón. En cuanto a la historia, los modernistas insistieron en que se trataba de la dimensión en la cual necesariamente se expresan la religión y la doctrina y en la cual se desarrollan. Sin embargo, al mismo tiempo el modernismo devaluó el carácter histórico de la revelación, cuestionando la habilidad de conocer el valor de las intervenciones de Dios y la veracidad histórica de las acciones de Jesucristo, todo esto a favor de una relación más espiritual y subjetiva entre Dios y el individuo llamado por él.

En este contexto, no sólo el conocimiento filosófico de Dios sino incluso la posibilidad misma de una revelación divina en la historia fueron consideradas doctrinas ligadas a formas de “intelectualismo”, que debían ser superadas. Para el documento Pascendi, el agnosticismo de los modernistas condujo a un agnosticismo científico e histórico, comprendido como el paso preliminar y necesario hacia una experiencia religiosa no fundada en el rito o el dogma, ni mucho menos justificada por un conocimiento filosófico o metafísico, sino basada en la pura subjetividad (cf. Pascendi 6, 14, 15, 20, 39).


4.3 El Concilio Vaticano II  

Las enseñanzas del Concilio Vaticano I y de Pio X acerca de los efectos negativos del agnosticismo sobre la filosofía y la filosofía fueron retomadas por el Vaticano II. Este Concilio se ocupa de modo especial de las consecuencias del agnosticismo para las dimensiones éticas y religiosas de la vida práctica de las personas de hoy. En esta línea, se considera que el agnosticismo constituye la presuposición cultural del vasto fenómeno actual conocido como indiferencia religiosa. La Constitución pastoral Gaudium et spes reconoce que el agnosticismo toma varias formas y aspectos que no siempre pueden ser señalados con claridad, pero al mismo tiempo hace una referencia explícita al pensamiento científico:

“Es cierto que el progreso actual de las ciencias y de la técnica, las cuales, debido a su método, no pueden penetrar hasta las íntimas esencias de las cosas, puede favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo cuando el método de investigación usado por estas disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para hallar toda la verdad. Es más, hay el peligro de que el hombre, confiado con exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de buscar ya cosas más altas” (Gaudium et spes 57).

El agnosticismo es de este modo visto como un resultado de cierta manera de comprender el progreso científico que toma a la ciencia y a su método como la norma suprema en la búsqueda de la verdad, negando de este modo el valor de toda otra forma de conocimiento, cuyas verdades se consideran simplemente probables, inciertas y carentes de un fundamento adecuado.

El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) también se ocupa del agnosticismo en la misma perspectiva que Gaudium et spes. En particular subraya de qué modo la actitud de indiferencia práctica ante Dios y los asuntos religiosos son el resultado del agnosticismo cultural y filosófico:

“El agnosticismo reviste varias formas. En ciertos casos, (…) se resiste a negar a Dios; al contrario, postula la existencia de un ser trascendente que no podría revelarse y del que nadie podría decir nada. En otros casos, el agnosticismo no se pronuncia sobre la existencia de Dios, manifestando que es imposible probarla e incluso afirmarla o negarla” (2127).

Desde un punto de vista pastoral, los frutos del agnosticismo son muy relevantes, porque este puede “contener a veces una cierta búsqueda de Dios, pero puede igualmente representar un indiferentismo, una huida ante la cuestión última de la existencia, y una pereza de la conciencia moral. El agnosticismo equivale con mucha frecuencia a un ateísmo práctico” (2128).

4.4 La Encíclica Fides et ratio: crítica al agnosticismo y la necesidad de filosofar dentro de la fe  

Esta Encíclica de Juan Pablo II (1998) sintetiza la doctrina de la Iglesia Católica sobre el agnosticismo pero también la complementa con una reflexión sobre la relación entre la razón y la fe, así como sobre la cuestión de la posibilidad de adquirir un conocimiento filosófico de Dios. Desde el comienzo la Encíclica señala que la filosofía moderna, “En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamientos.” (5) Lo cual ha dado lugar a “varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general” (5). A continuación la Encíclica desarrolla su tema central, esto es, la reafirmación del valor “metafísico”, en lugar de relativo, de las verdades acerca de Dios alcanzadas por la inteligencia humana.

En este sentido, el documento busca confirmar la doctrina tradicional acerca de la capacidad de la razón humana de llegar, dentro del horizonte de la filosofía del ser creado, a una “apertura plena y global hacia la realidad entera, superando cualquier límite hasta llegar a Aquél que lo perfecciona todo.” (97) Fides et ratio va incluso más allá al criticar firmemente la ratio separata de la modernidad, la cual “más que afirmar la justa autonomía del filosofar […] reivindica una autosuficiencia del pensamiento que se demuestra claramente ilegítima” (75, cf. 45). Esto porque “rechazar las aportaciones de verdad que derivan de la revelación divina significa cerrar el paso a un conocimiento más profundo de la verdad, dañando la misma filosofía” (75). Con relación al conocimiento de Dios, afirma la Encíclica, se debería hablar de una “filosofía cristiana” capaz de articular fe y razón, así como filosofía y teología, esto es, las “dos alas” con las cuales el ser humano se puede elevar al misterio de Dios. La relación entre filosofía y teología mediante la cual se busca recuperar el patrimonio del pensamiento cristiano debe ser circular. Ambas disciplinas deben colaborarse mutuamente para no caer en la tentación de encerrar en un sistema seco la frescura perenne que es contenida en el misterio de la revelación traída por Jesucristo. Esta revelación es una fuente permanente de novedad que no puede ser agotada o explicada. (Cf. The Magisterium of the Fathers of the Church according to the Encyclical “Fides et ratio”, 4). Por lo demás, dado que “ninguna forma histórica de filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la verdad, ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de la relación del hombre con Dios” (Fides et ratio, 51), se sigue que solo una filosofía capaz de armonizarse con la fe es capaz de alcanzar la plenitud de la verdad.

Fides et ratio indica los dos momentos que una filosofía cristiana debe incluir: uno subjetivo, “que consiste en la purificación de la razón por parte de la fe.” (76) Particularmente, se trata aquí de la liberación de “la razón de la presunción, tentación típica a la que los filósofos están fácilmente sometidos.” (76). El otro momento es el objetivo, el cual tiene que ver con los contenidos del conocimiento filosófico acerca de Dios, en tanto que:

“La Revelación propone claramente algunas verdades que, aun no siendo por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran sido nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola. En este horizonte se sitúan cuestiones como el concepto de un Dios personal, libre y creador, que tanta importancia ha tenido para el desarrollo del pensamiento filosófico y, en particular, para la filosofía del ser. A este ámbito pertenece también la realidad del pecado, tal y como aparece a la luz de la fe, la cual ayuda a plantear filosóficamente de modo adecuado el problema del mal. Incluso la concepción de la persona como ser espiritual es una originalidad peculiar de la fe” (76).

En otras palabras, a la revelación le corresponde la manifestación de varias verdades filosóficas fundamentales a la cuales la razón, dejada a sus propios recursos, es incapaz de llegar.


5 El agnosticismo y la posibilidad de un discurso sobre Dios  

5.1 ¿Puede Dios ser conocido?  

Una interpretación adecuada de las doctrinas de la iglesia expresada en los documentos anteriores debe ser elaborada en el marco del problema del conocimiento de Dios, desarrollado en la tradición teológica y el magisterio. Los Padres y Doctores de la Iglesia han afirmado unánimemente dos verdades que se encuentran presentes en la revelación bíblica: de un lado, se trata de la posibilidad de conocer a Dios, de un modo analógico y partiendo de las criaturas; del otro, la imposibilidad de la razón humana para conocer la esencia íntima de Dios de manera inmediata. Los dos polos de esta estructura gnoseológica son paradigmáticamente expresados en las Escrituras. Así, por ejemplo, la consideración de San Pablo en la Carta a los Romanos, según la cual “lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras” (Rom 1, 20), se complementa con la afirmación de Jesús en el Evangelio de Mateo: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.” (Mt 11, 27) Con esto concuerda también la conclusión del solemne prólogo del Evangelio de San Juan: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado.” (Jn 1, 18)

Ya los Padres de la Iglesia señalaron esta tensión. Por un lado, afirmaron que Dios puede ser conocido mediante la luz natural de la razón y mediante la reflexión sobre sus obras; por el otro, enfatizaron la necesidad de rescatar el conocimiento de Dios de las tendencias puramente racionalistas o gnósticas, que eliminarían o desacreditarían el misterio. Es posible afirmar que esta tensión entre los dos polos del conocimiento de Dios, que más tarde evolucionaron en una “teología positiva” o catafática y una “teología negativa” o apofática, ha proveído la base para la reflexión católica sobre el problema. Ciertamente, desde el punto de vista del pensamiento cristiano, no puede separarse la preocupación por salvaguardar la capacidad de la razón de conocer la existencia de Dios del esfuerzo correspondiente por no reducir el misterio del ser y la divinidad de la vida en categorías exclusivamente racionales. No por azar la tradición patrística, de orientación neoplatónica, ya se trate de la griega o la latina, considera como una muestra de orgullo (hybris) todo intento de comprender el misterio de Dios mediante la sola razón. Agustín escribe: “Estamos hablando de Dios, ¿qué tiene de extraño que no lo comprendas? Pues, si lo comprendes, no es Dios” (Sermones 117, 5). Y luego continúa: “Tocar en alguna medida a Dios con la mente es una gran dicha; en cambio, comprenderlo es absolutamente imposible” (Ibídem).

Por su parte, Juan Crisóstomo, en su sermón titulado De incomprehensible, incluso afirma que todo esfuerzo por “comprender” a Dios es blasfemo. Pseudo Dynosio, quien influenció determinantemente el nacimiento y el desarrollo de la teología negativa, particularmente a través de la recepción que su obra De divinis nominibus tuvo en la teología medieval, estaba convencido de que al tratar sobre asuntos divinos las negaciones son más adecuadas, pues las afirmaciones no consiguen captar su naturaleza inefable (cf. La Jerarquía Celeste II, 3). En su Teología Mística propone un camino de purificación que conduce a dejar de lado todos los fenómenos sensibles, todas las representaciones de formas y todos los discursos, para lograr ascender al conocimiento de Aquel que trasciende todo. La persona que desea acercarse al misterio de Dios se libera de lo visible y

“Penetra en las tinieblas realmente misteriosas del no-saber, y allí cierra los ojos a todas las percepciones cognitivas y se abisma en lo totalmente incomprensible e invisible, abandonado por completo en el que está más allá de todo y es de nadie, ni de sí mismo ni de otro, pero renunciando a todo conocimiento, queda unido en la arte más noble de su ser con Aquel que es totalmente incognoscible y por el hecho de no conocer nada, entiende por encima de toda inteligencia” (1,3).

Y esto es así porque Dios no es el objeto de ninguna facultad humana. Él no corresponde adecuadamente ni a los sentidos, ni a la imaginación, ni a la opinión, ni al discurso, ni al conocimiento.


5.2 El pensamiento de Tomas de Aquino  

Esta doctrina, común a los Padres de la Iglesia, recibió una formulación clara en la tradición latina con Agustín y fue desarrollada un paso más con Tomas de Aquino, quien escribe que dado que Dios escapa a toda “modalidad del intelecto” (omnem formam) (2005, d. 49, q.11, a.1, ad 3um) y puesto que la Causa primera es superior a cualquier exposición que se pueda hacer de ella (Liber de causis, prop. V), es necesario afirmar que el conocimiento de Dios no pertenece al ser humano (2005, d. 49, q.11, a.7, ad 12um). La razón humana puede llegar a saber que Dios existe y a conocer varios de sus atributos, pero no es nunca capaz de conocer su esencia, porque esto implicaría la divinización de la razón. Este fue, en efecto, el error de G. W. F. Hegel (1770-1831), cuya filosofía pretendía expresar la esencia misma de la divinidad, absolutizando de esa forma la razón humana y ‘divinizándola’. Para Tomas “de Dios no podemos saber qué es sino qué no es.” (Suma Teológica I, q.3, Prólogo)

La doctrina de Tomás de Aquino sobre el conocimiento de Dios mediante la luz natural de la razón, así como aquella sobre la relación entre la teología negativa y la positiva, consigue unificar las exigencias legítimas de la razón filosófica, sin caer en el racionalismo, con las advertencias de la teología negativa, sin terminar en un apofatismo agnóstico que simplemente hace de Dios un extraño, no sólo para el conocimiento, sino también para toda relación de comunión con los seres humanos. Por conseguir este equilibrio varios documentos de la Iglesia, como Aeterni Patris (1879) y Fides et ratio, reconocen que su pensamiento coincide plenamente con el Magisterio Católico.

En pocas palabras, podemos resumir la posición tomista con respecto a la posibilidad de conocer a Dios del siguiente modo: En primer lugar, la razón humana puede conocer adecuadamente las propiedades de las cosas creadas y, a partir de sus operaciones, también la naturaleza espiritual del alma, aún cuando Tomás reconoce que es difícil conocer qué es el alma (Sobre la Verdad q.10, a.8, ad 8um). Sin embargo, la razón no puede conocer adecuadamente la esencia ni de las cosas corporales ni de las espirituales, porque tal conocimiento presupone la comprensión de la materia primera y de la libertad, y por lo tanto está reservado sólo al intelecto divino, que es el primer principio y el fin último de todas las criaturas.

En segundo lugar, la razón humana puede, sin embargo, mediante sus propias fuerzas y luego de haber sido suficientemente ejercitada, llegar a conocer la existencia de Dios, sus principales atributos (eternidad, simplicidad, unicidad, espiritualidad, bondad, verdad, etc.) y su relación con la creación (omnipotencia, omnisciencia, providencia, etc.). Todo el recorrido de la filosofía antigua, sobre todo las metafísicas de Platón y Aristóteles, dan testimonio de que la razón, partiendo de los seres finitos, es capaz de llegar al reconocimiento de que el fundamento de todo ser es un primer principio trascendente, la causa de todo cuanto es, una inteligencia suprema que ordena el cosmos. No obstante, Tomás señala que este conocimiento es meramente “indicativo” y no “comprehensivo”, porque no es nunca completamente adecuado a la naturaleza divina, la cual excede siempre los límites de la razón humana. A pesar de esto, se trata de un conocimiento necesario y confiable.

“Sobre lo que creemos de Dios hay una doble verdad. Hay ciertas verdades de Dios que sobrepasan la capacidad de la razón humana, como es, por ejemplo, que Dios es uno y trino. Otras hay que pueden ser alcanzadas por la razón natural, como la existencia y la unidad de Dios; las que incluso demostraron los filósofos guiados por la luz natural de la razón” (Suma Contra los Gentiles I, Ch.3).

De esto se sigue que el conocimiento de Dios mediante la razón natural, el cual es en sí mismo finito y parte de las perfecciones finitas de las criaturas, es un conocimiento limitado al reconocimiento de que “Él es”, pero incapaz de comprender adecuadamente lo que Él es, su esencia divina. Tomás también reconoce que tal conocimiento no es alcanzado de manera inmediata, sino sólo luego de mucho esfuerzo, y no por parte de todos, sino sólo de unos pocos. Por lo demás, se trata de un conocimiento mezclado con el error, debido al pecado original (cf. Suma Teológica I, q.1, a.1). Ciertamente, incluso si Platón y Aristóteles llegaron a un conocimiento elevado de Dios y su naturaleza, fueron incapaces de llegar a la verdad de la creación, la cual sólo puede ser alcanzada mediante la revelación. Esto no quiere decir que sea posible adquirir conocimiento del orden natural a partir de la observación de los efectos de la creación.

Para sintetizar, Tomás de Aquino consigue equilibrar la teología afirmativa, que alcanza una magnífica expresión en la Summa Theologiae, con la teología negativa, particularmente en la formulación de Pseudo Dyonisio, hacia la cual Tomás sentía gran admiración, ofreciéndole un nuevo fundamento doctrinal sistemático. En una de las páginas iniciales de la Suma Teológica escribe: “Como quiera que de Dios no podemos saber qué es sino qué no es, al tratar de Dios no podemos centrarnos en cómo es, sino, mejor, en cómo no es.” (I, q.3, Prólogo). Y comentando sobre De divinis nominibus de Pseudo Dyonisio afirma que el grado más alto que podemos alcanzar en esta vida en el conocimiento de Dios se encuentra más allá de todo lo que podemos pensar, por lo cual hablar de Dios de modo negativo es lo más apropiado (Cf. De divinis nominibus I, 1, 3).

En consecuencia, es posible afirmar que Tomás salvaguarda tanto los derechos de la razón como los de Dios de una forma que probablemente ningún otro pensador ha alcanzado en la historia de la filosofía cristiana. La síntesis que ha alcanzado puede aún hoy alimentar una respuesta iluminadora a los retos planteados por el agnosticismo teológico y religioso.


6 Conclusiones  

En la época contemporánea el agnosticismo parece haber adquirido el rostro del relativismo en el contexto filosófico y del indiferentismo en la mentalidad cotidiana. La tesis según la cual Dios no puede ser conocido racionalmente, así como en general tampoco la unicidad de la verdad (aún si pueden ser captados en alguno de sus aspectos o desde diversos puntos de vista) tiene su origen y su formulación sistemática en occidente en el pensamiento de Kant, y dio origen a tendencias idealistas, existencialistas y nihilistas. Esta tesis ha sido unida recientemente con diversas formas de gnosis que logran hacer coexistir de modo sincrético visiones de mundo heterogéneas –como por ejemplo en los movimientos de la Nueva Era– teniendo que pagar el precio de perder el significado central de las cuestiones acerca de Dios y la verdad. Partiendo del agnosticismo epistemológico, la racionalidad filosófica poco a poco se fue disolviendo, primero tendiendo hacia formas de voluntarismo, y luego hacia el emotivismo y el vitalismo, los cuales buscaron su fundamento más en el instinto que en el intelecto. A pesar de que con esto se buscó proteger las esferas de valor que parecían necesarias para una vida social ordenada en un mundo pluralista, este proceso condujo, según el análisis severo de Husserl, a la bancarrota del conocimiento objetivo. (Cf. Husserl 1991) Como consecuencia del agnosticismo contemporáneo la ética ha tomado el lugar de la metafísica, pero sigue siendo incapaz de evadir el problema de tener que justificar sus fundamentos. La solución a esta cuestión es buscada hoy mediante vías no metafísicas.

En la esfera teológica, el agnosticismo ha influenciado principalmente la relación entre la fe y la razón en las tradiciones reformadas, las cuales se inclinan más hacia un discurso acerca de Dios en el que la primacía de la revelación es entendida como una forma de autosuficiencia de la voz de Dios que desafía las demandas de la razón. De este modo, la universalidad del llamado a la salvación se busca en un fundamento existencial (Lutero, Bultmann), más que en una razón o una naturaleza común a todos los seres humanos. Sin embargo, las relaciones entre teología y agnosticismo siempre serán delicadas y no hay para ello una solución inmediata, simplemente porque el momento apofático constituye una condición irrevocable para la reflexión sobre Dios. Sin embargo, este momento debe ser completado, como en el caso de Tomás de Aquino, por la utilización de la vía positiva, guiada por el principio de la analogía del ser (analogía entis), hacia el cual las tradiciones reformadas no han solido mostrar confianza. Cuando el equilibro de estos momentos o vías del discurso teológico se torna problemático, la teología puede terminar aceptando una imagen de Dios que lo percibe no solamente como inexplicable (como afirman los Padres, la teología monástica y la mismas Escrituras), sino también como últimamente indecible (Heidegger) y, por lo tanto, incomunicable.

En el ámbito de las ciencias, es importante señalar el modo cómo la filosofía de la ciencia ha proyectado sobre la actividad científica y la interpretación del pensamiento científico las mismas consecuencias del agnosticismo, de modo que las teorías y la experiencia aparecen desempeñando un rol cada vez más “instrumentalista” y menos cognitivo. Esto conduce al funcionalismo inevitable de una ciencia que al ser considerada “neutral” resulta más fácilmente dependiente de las leyes de la economía y la política. El hecho de que las ciencias naturales y matemáticas sean hipotéticas y no apodícticas, de modo que deberían basarse en una fundación última que resulta indemostrable, ha apoyado la idea según la cual la ciencia puede usarse simplemente como un instrumento. Pero esta fundación última indemostrable de las ciencias, en lugar de utilizarse como un argumento a favor del agnosticismo, puede identificarse con las presuposiciones metafísicas de la ciencia, las cuales no pueden ser demostradas partiendo del mismo método científico. En efecto, el problema del fundamento de las ciencias se ha convertido en un asunto cada vez más urgente sobre el cual han indagado la lógica y las matemáticas, en busca de la posibilidad de un fundamento auto-fundado de todo conocimiento. Gracias a la recurrencia de este problema, las ciencias matemáticas parecen haberse abierto hoy a las cuestiones lógicas y metafísicas más profundas, con miras a encontrar un fundamento no agnóstico de sus sistemas.

Ya en el siglo XIX y hasta tiempos recientes, el Magisterio de la Iglesia parece haber predicho todos estos desarrollos, si bien la construcción de un nuevo sistema filosófico capaz de superar el agnosticismo no era su tarea. En nuestro tiempo, es necesario preguntar si el agnosticismo, con sus múltiples consecuencias, no habrá ya agotado su peso filosófico y si no se ha ido convirtiendo lentamente en una ideología.


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8 Cómo Citar  

Mura, Gaspare. 2015. "Agnosticismo". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Agnosticismo


9 Derechos de autor  

Voz "Agnosticismo", traducción autorizada de la entrada "Agnosticism" de la Interdisciplinary Encyclopedia of Religion and Science (INTERS) © 2015.

El DIA agradece a INTERS la autorización para efectuar y publicar la presente traducción.

Traducción a cargo de Carlos Miguel Gómez Rincón. DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E.Vanney - 2015.

ISSN: 2524-941X


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