La metafísica analítica es una disciplina filosófica que tiene por objeto la estructura fundamental de todo lo que existe, tanto en lo que concierne a cuáles son las categorías básicas de entidades, como en lo que tiene que ver con las relaciones de prioridad y dependencia entre las entidades de esas categorías. En esto, la metafísica analítica no tiene ninguna diferencia con lo que siempre se ha entendido por ‘metafísica’ en toda la tradición filosófica. Lo peculiar tiene que ver con el adjetivo ‘analítico’ que cualifica la metodología con la que se persigue esa indagación acerca de todo lo que hay con máxima generalidad. Tal como se va a explicar en este artículo, sin embargo, no hay realmente tal metodología característica o, por lo menos, no es la metodología que uno supondría –si se atiende a lo que históricamente se ha entendido por metodología filosófica ‘analítica’. La metafísica analítica es la tematización de casi todas las cuestiones tratadas en la ontología clásica que durante buena parte de la historia de Occidente han sido un patrimonio filosófico común, una philosophia perennis, pero como desarrollo de una tradición que reconoce sus orígenes en las contribuciones de Gottlob Frege, Bertrand Russell, George Edward Moore y Ludwig Wittgenstein a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Esa tradición de pensamiento tomó un cariz decididamente anti-metafísico a mediados del siglo pasado, pero que luego fue superado. La superación del prejuicio anti-metafísico coincidió, además, con la superación de los presupuestos metodológicos del ‘giro lingüístico’ –lo que normalmente se ha asociado como lo propio de la filosofía ‘analítica’.
En este artículo se van a explicar cuáles han sido los hitos de esta evolución histórica, desde el rechazo frontal a la metafísica en el neopositivismo lógico a su recuperación. Se van a explicar las metodologías principales que se utilizan en metafísica analítica, así como las críticas que esas metodologías han recibido. En tercer lugar, se presentarán algunas de las áreas principales en las que se ha concentrado la discusión filosófica entre quienes cultivan la disciplina.
Contenido
1 ¿Qué es la ‘metafísica analítica’? ↑
En la Metafísica, Aristóteles caracteriza al tipo de indagación que está realizando como “ciencia” o “teoría del ente en cuanto ente” (IV, 1, 1003a 21). La forma en que se hace esta indagación de qué sea el ente es considerando los diferentes sentidos en que se dice el verbo “ser”, cuyo caso focal de aplicación es la ousía o sustancia (VII, 1, 1028a 14-15). Por esto, la indagación acerca de qué sea el ente viene a ser la indagación de qué sea la ousía (VII, 1, 1028b 3-4). Diferentes categorías de entidades admiten la atribución del verbo “ser” (VII, 1, 1028a 10). Estas diferentes categorías, sin embargo, no están a la par en cuanto a su prioridad ontológica. Cualidades, cantidades y relaciones son ontológicamente dependientes de la sustancia y, por ello, ‘son’ en un sentido derivativo (VII, 1, 1028a 23-25). Las líneas centrales de este tipo de indagación no resultan muy diferentes de lo que pretende hacer un metafísico contemporáneo. Típicamente, un metafísico va a proponer categorías de entidades y, luego, va a describir y justificar relaciones de dependencia entre ellas, de manera de generar una estructura en la que se pueda discriminar lo que es ontológicamente prioritario y lo que es ontológicamente derivativo. Por supuesto, muchos metafísicos contemporáneos no admitirán que existan ‘sustancias’ –tal como las entendía Aristóteles– o no admitirán la existencia de cualidades, cantidades y relaciones como entidades numéricamente diferentes de los objetos particulares. Esos metafísicos propondrán otras categorías como prioritarias, o postularán la reducción de algunas de ellas respecto de otras. En cualquier caso, van a proponer un catastro de tipos básicos de cosas que existen y cuáles de ellas dependen de cuáles otras, o cuáles de ellas fundan cuáles otras, tal como lo ha hecho Aristóteles. Si esto es así, si el tipo de indagación que hace un metafísico contemporáneo no difiere –en lo sustantivo– de lo que se ha hecho tradicionalmente al hacer metafísica, ¿por qué razón se requiere caracterizar una disciplina como ‘metafísica analítica’ y no llamarla simplemente ‘metafísica’ a secas? La razón para ello es principalmente histórica y tiene que ver con la evolución que ha experimentado la tradición filosófica analítica el siglo pasado.
1.1 La metafísica de los padres fundadores ↑
Los padres fundadores de la tradición filosófica analítica tenían en común una gran valoración de los logros de la lógica moderna y de su utilidad para la clarificación de cuestiones filosóficas, pero también tenían en común la pretensión de ofrecer una imagen global de la realidad que contrastaba con varias corrientes idealistas o psicologistas dominantes. Moore y Russell, por ejemplo, reaccionaban contra los hegelianos ingleses de fines del siglo XIX quienes, por cierto, tenían una concepción metafísica acerca de la estructura básica del mundo. Al reaccionar contra estas corrientes, sin embargo, no estaban criticando el proyecto de hacer metafísica, sino proponiendo otra diferente. Mientras los idealistas tendían a postular la dependencia de todas las entidades respecto del ‘todo’, Moore y Russell tendían a postular una ontología ‘atomista’ en la que –al contrario– las entidades ontológicamente prioritarias son independientes entre sí y es su existencia la que funda la existencia del mundo como un todo (cf. Russell 1918; Soames 2003a, 4-11, 182-193; 2014a, 133-171, 568-629). Frege, por su parte, proponía una distinción ontológica entre ‘objetos’ (Gegenstande), ‘funciones’ (Funktionen) y ‘conceptos’ (Begriffe) (cf. Frege 1892a, 1892b; Soames 2014a, 3-59). Un ‘concepto’ es un tipo de función que se caracteriza porque su valor es siempre un valor de verdad. Objetos y funciones son, entonces, las categorías fundamentales en la metafísica de Frege. Para efectuar esta distinción entre categorías ontológicas, sin embargo, Frege se orienta por una distinción semántica entre ‘nombres propios’ y ‘predicados’. Los predicados resultan de sustituir por variables los nombres propios que aparezcan en oraciones completas. Si se tiene la oración “Micifuz es un gato”, sustituir el nombre propio “Micifuz” por una variable libre x arroja el predicado “x es un gato”. Estos constituyentes de una oración completa han de poseer un valor semántico, de manera que su estructuración genere condiciones de verdad determinadas para las oraciones que puedan ser formadas. Un ‘objeto’ es todo aquello a lo que hace referencia un nombre propio. Un ‘concepto’ es todo aquello a lo que hace referencia un predicado (cf. Frege 1892b). Un nombre propio no puede ser sustituido por un predicado, ni viceversa. Un predicado posee un carácter ‘incompleto’ o ‘insaturado’ que no posee un nombre propio. Para Frege, esta diferencia entre nombres y predicados determina una diferencia igualmente marcada entre ‘objetos’ y ‘conceptos’. De esta manera, por ejemplo, una de las razones para sostener que los números son objetos es que se hace referencia a ellos mediante nombres. Esto muestra de entrada ciertas características del enfoque ‘analítico’ de cuestiones ontológicas que fue común hasta la década del 70 del siglo pasado. Frege insiste en que para dilucidar la ontología de las matemáticas no debemos orientarnos por aquello que nos resulte evidente a nuestra percepción sensible o a nuestra intuición imaginativa. Los números no son entidades –si es que lo son– accesibles por percepción. La forma adecuada de acceder a la ontología de los números es considerar, en cambio, la ‘objetividad’ de los enunciados matemáticos (cf. Frege 1884, §§ 58-61). Si un enunciado posee un valor de verdad determinado, entonces las expresiones que conforman tal enunciado deben tener valores semánticos definidos, esto es, referencia. Si se considera una ecuación matemática como 2 + 3 = 5, parece evidente que es objetivamente verdadera. Los numerales “2”, “3” y “5”, por lo tanto, deben tener referentes. Esos referentes, para Frege, deben ser objetos.
En Russell y Wittgenstein también se puede apreciar cómo se adoptan compromisos metafísicos debido a exigencias que provienen de lo que se considera que debe ser una adecuada teoría del significado. En el Tractatus logico-philosophicus, por ejemplo, Wittgenstein sostiene que deben existir objetos (Gegenstande) de existencia necesaria, pues de otro modo no podría haber significado determinado (cf. 1921, 2.0211; Soames 2003a, 197-213; 2014b, 3-23). Para que un enunciado posea condiciones de verdad se requiere que los nombres que ocurren en tal enunciado tengan referencia. La referencia de algunos nombres puede, tal vez, analizarse por la referencia previamente presupuesta de otros nombres, pero este procedimiento no puede seguirse al infinito. Se requieren ciertos nombres cuya referencia esté garantizada, esto es, nombres que refieren a objetos de tal naturaleza que la cuestión acerca de si existen o no carece de sentido. Estos ‘objetos tractarianos’ son de existencia necesaria (cf. 1921, 2.022, 2.023), son la ‘sustancia del mundo’ (cf. 1921, 2.021) y son las piezas fundamentales en las que debe resolverse cualquier análisis (cf. 1921, 2.0201). Nuevamente, se puede ver que no hay aquí una renuncia a hacer metafísica. Se está proponiendo una estructura ontológica fundamental para el mundo. Existe, eso sí, un giro metodológico que pone el centro de atención en las condiciones requeridas para una teoría del significado.
1.2 Horror metaphysicus ↑
La asociación de la filosofía analítica con una postura ‘anti-metafísica’ aparece en las siguientes generaciones de filósofos que se entienden como herederos del pensamiento de Frege, Russell y el Wittgenstein del Tractatus. Los neo-positivistas o empiristas lógicos son, quizás, el ejemplo más característico. Son, por una parte, continuadores de diferentes corrientes ‘positivistas’ del siglo XIX que asignan a la ciencia natural un lugar central –si es que no exclusivo– en el conocimiento humano. Son también continuadores de los programas logicistas de Frege y Russell. Frege y Russell habían pretendido reconstruir la aritmética como parte de la lógica, utilizando herramientas formales mucho más sofisticadas que las que habían estado disponibles desde Aristóteles. Estas mismas herramientas formales ofrecen la promesa de una reconstrucción semejante pero ahora de las ciencias naturales (cf. por ejemplo, Carnap 1928; Soames 2014b, 129-159). Esta reconstrucción permitiría, al mismo tiempo, mostrar cómo es que la ciencia natural se encuentra epistemológicamente justificada a partir de la experiencia y cómo las especulaciones ‘metafísicas’ carecen de sentido (cf. Carnap 1932; Ayer 1936, 13-29; Soames 2003a, 271-299; 2014b, 107-198). Es más, el adjetivo “metafísico” llega a ser usado por los neopositivistas como sinónimo de “sin sentido”. A pesar de sus declaraciones, sin embargo, nunca dejaron de hacer ontología, aunque bajo otros nombres. Los problemas acerca de cómo debían ‘traducirse’ diferentes tipos de expresiones eran problemas realmente acerca de la naturaleza de ciertas entidades. La metafísica es, además, condenada como ‘sin sentido’ mediante un criterio de significado especialmente estrecho: el principio de verificabilidad. De acuerdo con este ‘principio’ el significado de un enunciado sintético son sus condiciones de verificación empírica, esto es, el conjunto de experiencias que serían evidencia para ella. Todo enunciado no analítico que no pueda ser verificado empíricamente resulta sin significado. Este principio, sin embargo, no tardó en mostrarse como inadecuado (cf. Soames 2003a, 271-299; 2014b, 311-333). Pero, a pesar de estos problemas de la estrategia neopositivista, el élan anti-metafísico ganó aceptación y fue también acogido por otras corrientes alternativas dentro de la misma tradición filosófica analítica. Tanto los cultivadores de la filosofía del lenguaje ordinario (cf. Ryle 1932) como el segundo Wittgenstein (cf. Wittgenstein 1953, §§ 110-133) mantuvieron la idea de que los problemas tradicionales de la metafísica deberían ‘disolverse’ cuando se pudiese comprender cómo es que surgen de una inadecuada comprensión de las estructuras semánticas de nuestros lenguajes. Aún cuando la apelación a un principio como el de verificabilidad les parezca a estos filósofos una simplificación inadecuada, siguen pensando que en los enunciados acerca de los que se ha discutido tradicionalmente en la metafísica debe existir algún defecto. Debe existir algún error de construcción sintáctica o alguna expresión sin valor semántico. El descubrimiento de cuál sea ese defecto requiere una comprensión más profunda acerca de cómo funciona nuestro lenguaje natural.
Realmente, tal como se ha indicado, en los días de gloria del ‘giro lingüístico’ nunca dejó de hacerse metafísica. La metafísica se hizo, sin embargo, asumiendo que los problemas acerca de qué existe y qué es ontológicamente fundamental se van a resolver mediante un adecuado análisis lógico-semántico de las estructuras de nuestro pensamiento y de nuestro lenguaje (cf. para formulaciones muy explícitas, Dummett 1991, 1-19; 1996, 4-14). Las discusiones ontológicas tradicionales son recuperadas, pero ahora transpuestas como problemas acerca de cuál sea el ‘significado’ de nuestros enunciados sobre, por ejemplo, objetos particulares, propiedades o eventos localizados temporalmente. Un ejemplo muy característico de esta perspectiva es el método del ‘compromiso ontológico’ propuesto por Willard V. O. Quine (cf. Quine 1948; 1969, 91-113). La ‘ontología’ es la descripción de qué es lo que hay, esto es, de qué es lo que se encuentra en el rango de nuestros cuantificadores. Hay una multitud de teorías que estimamos bien justificadas por nuestra mejor ciencia natural. Esas teorías pueden ser regimentadas en lógica de primer orden, esto es, pueden ser analizadas adecuadamente poniendo de relieve cuál es su estructura lógico-semántica. Tal ‘regimentación’ va a mostrar qué predicados son los que están siendo atribuidos o negados y, en especial, va a poner de relieve qué es lo que hay, qué entidades son aquellas que admitimos como existentes. Si una teoría bien justificada incluye un enunciado que dice que “hay electrones”, entonces nuestra teoría requiere aceptar que existen entidades que admiten la descripción de ‘ser un electrón’. El compromiso ontológico de una teoría es aquello que la teoría postula como existente, esto es, como estando en el rango de los cuantificadores en esa teoría. Por esta razón, Quine sostuvo que “ser considerado como una entidad es, pura y simplemente, ser admitido como valor de una variable” (Quine 1948, 13). La ontología, entonces, no es optativa. Cualquiera sea nuestra concepción de qué es lo hay en el sentido más general, tal será nuestra ontología. La tarea filosófica es ponerla de relieve haciendo ver cuáles son los compromisos ontológicos que han sido adoptados.
En muchos casos, sin embargo, los compromisos ontológicos que se adoptan son meramente aparentes. La tarea del análisis es desentrañar los compromisos reales de los que no lo son, mostrando cuál es la verdadera estructura semántica de los enunciados de una teoría. Buena parte de la discusión filosófica a mediados del siglo pasado estuvo concentrada en mostrar que ciertos compromisos ontológicos pueden ser evadidos mediante una adecuada paráfrasis de los enunciados comprometedores. Quine, por ejemplo, quiere evadir cualquier compromiso ontológico con entidades abstractas tales como propiedades, proposiciones o significados (cf. Quine 1960, 175-250). Quine, también, rechaza que nuestras atribuciones modales –las atribuciones de necesidad, posibilidad o contingencia– deban llevarnos a admitir ‘esencias’ (cf. Quine 1953, 139-159). Es digno de notar que la postulación de una paráfrasis adecuada no resuelve de por sí un problema ontológico. Si dos enunciados son lógicamente equivalentes y poseen las mismas condiciones de verdad, no hay todavía razones para preferir a uno de ellos como aquel que muestra ‘más claramente’ qué es lo que hay. La preferencia por una paráfrasis sobre otra no es una justificación por sí misma para preferir una ontología sobre otra. Es más, muchas veces son razones de carácter ontológico las que llevan a preferir una paráfrasis. De este modo, el espíritu anti-metafísico asociado a la filosofía analítica viene a ser, en los hechos, un espíritu de rechazo de lo ‘abstracto’, de lo que excede lo que puede mostrar la ciencia natural y de lo oscuro o místico.
A la actitud de filósofos como Quine, que da completa preeminencia a la ciencia natural, debe oponerse la de otros filósofos que tienen una actitud más ‘ecuménica’ hacia nuestro acceso ordinario al mundo. Peter Strawson es quizás el ejemplo más notorio de esta actitud (cf. Strawson 1959). La corriente de filosofía del lenguaje ordinario conduce a una valorización de los presupuestos ontológicos que hacemos normalmente. No se requiere una reforma de la perspectiva ordinaria por lo que sea que nos muestre la ciencia natural, sino simplemente comprender mejor cuál es la metafísica que sustenta tal perspectiva. Esto es lo que se ofrece en lo que Strawson denomina una “metafísica descriptiva” por oposición a una “metafísica revisionaria”. La ‘metafísica descriptiva’ pone de relieve cuáles son los esquemas conceptuales que utilizamos para pensar sobre el mundo y cuáles son sus presupuestos. No pretende reducir ese esquema a uno que se considere más ‘científico’, sino sólo mostrar cómo es que sus nociones básicas están conectadas entre sí. La comprensión adecuada de tal esquema no es un análisis reductivo, sino que es la comprensión de esa red de conexiones conceptuales mutuas. Mientras que la perspectiva naturalista representada especialmente en Quine ganó prevalencia en Estados Unidos, en Reino Unido es la perspectiva de filósofos como Strawson la que resulta dominante. Esto incide también en que los filósofos en Reino Unido tengan un mayor aprecio por una tradición filosófica más amplia en la que Aristóteles y Kant son relevantes.
1.3 La transformación de la década de 1970 ↑
En un período que se inicia aproximadamente a mediados de la década de 1960 del siglo pasado pero que tiene su cénit en la década de 1970, los supuestos centrales que habían sido asociados a la filosofía analítica son abandonados por buena parte de los filósofos que se inscriben en la tradición. En diferentes áreas de discusión los temas y problemas de filosofía del lenguaje pasan a tener un lugar secundario. Convergen en este período varias líneas de desarrollo paralelas: una nueva concepción de la modalidad metafísica, una nueva valoración del ‘realismo científico’ y de sus presupuestos, y una nueva libertad especulativa que no está constreñida por exigencias formales, sino que se vale de las construcciones formales para pensar hipótesis metafísicas de gran alcance. Filósofos decisivos para esta transformación son Saul Kripke, David Lewis y David Armstrong, entre otros. Al llegar al cambio de milenio, “metafísica” ya no es un nombre vergonzante, sino que designa una disciplina filosófica perfectamente respetable y cultivada con pasión por nuevas generaciones de filósofos.
La evolución de Kripke es una buena muestra del tipo de cambios que se han producido estos años. En sus célebres conferencias de 20, 22 y 29 de enero de 1970 en la Universidad de Princeton –publicadas luego en el volumen Naming and Necessity (1980)– presenta varios argumentos para sostener que los nombres propios no pueden ser entendidos ni como descripciones definidas, ni como racimos de descripciones identificatorias. Una descripción es una expresión lingüística que dice cómo es un objeto, tal como “ser blanco” o “ser de forma cuadrada”. Una descripción definida es una descripción que pretende seleccionar a un y sólo a un individuo, tal como “el hombre más alto del mundo” o “el mejor futbolista de la liga”. Típicamente, una descripción definida se introduce con el artículo determinado “el/la F”. La opinión preponderante entre los filósofos del lenguaje había sido que el significado de los nombres propios eran descripciones definidas. Así, el significado de “Napoleón Bonaparte” es ser el general francés que venció en Austerlitz, por ejemplo. Un enunciado que contenga el nombre propio “Napoleón”, tal como “Napoleón es F” debería ser analizado, por lo tanto, como diciendo que hay un y sólo un objeto que es el general francés que venció en Austerlitz y ese objeto es F. Este enunciado resulta falso si es que no hay un general francés que haya vencido en Austerlitz, o si hay más de un general francés vencedor en Austerlitz, o si este objeto así singularizado no es F. Kripke hace notar, sin embargo, que un nombre propio es un ‘designador rígido’, mientras que normalmente una descripción definida no lo es. Un designador rígido es una expresión que designa a un mismo objeto particular en todos los mundos posibles en que ese objeto existe. Un ‘mundo posible’ es una forma en que podrían ser todas las cosas. Un designador rígido es, entonces, una expresión que designa al mismo objeto no importa cómo sean las cosas, aún cuando fuesen las circunstancias muy diferentes de como son de hecho. El nombre propio “Napoleón Bonaparte” designa a ese mismo individuo, aunque en otros mundos posibles Napoleón nunca llega a ser general o es derrotado en Austerlitz, o no llega a librarse esa batalla. La expresión “el general francés vencedor en Austerlitz”, en cambio, designa en cada mundo posible a quienquiera que sea el que vence en Austerlitz ahí. Si, por ejemplo, en un mundo posible es otro general quien está al mando de las fuerzas francesas en Austerlitz y obtiene una brillante victoria, sea el general Michel Foucault, entonces “el general francés vencedor en Austerlitz” designa ahí a Foucault y no a Napoleón.
Nótese que un designador rígido que hace referencia al ‘mismo’ objeto en diferentes mundos posibles obliga a considerar qué es lo que determina la identidad de ese objeto bajo circunstancias posibles diferentes de lo que sucede de hecho. Si Napoleón en el mundo actual es un general francés vencedor de la batalla de Austerlitz y en otro mundo posible es un niño que muere de tifus a los cinco años, entonces debemos suponer que ser un general, vencer en una batalla o sufrir una enfermedad no son rasgos o características que determinen la identidad de Napoleón. Habrá rasgos o características de Napoleón que se mantendrán constantes en todos los mundos posibles en los que existe y otras que no lo harán. La identidad de Napoleón parece estar determinada por las primeras y no por las segundas. Se puede apreciar, entonces, que la cuestión de cuáles sean las condiciones de identidad de un objeto en diferentes mundos posibles es la cuestión acerca de cuál sea la ‘esencia’ de ese objeto, esto es, de qué es lo que determina ontológicamente que ese objeto sea lo que es. Las propiedades que quedan fuera de la ‘esencia’ de un objeto son, en cambio, propiedades accidentales. La discriminación entre propiedades esenciales y accidentales no aparece aquí como un invento metafísico, sino como algo que resulta de nuestras prácticas ordinarias por las que hacemos suposiciones contrafácticas acerca de lo que podría o no sucederle a un objeto. Si consideramos, por ejemplo, acerca de si Napoleón pudo haber perdido en Austerlitz, estamos suponiendo que vencer en Austerlitz es accidental para Napoleón. Si, en cambio, nos parece que Napoleón no pudiese haber sido una bacteria, esto es porque suponemos que Napoleón es esencialmente un ser humano, lo que es incompatible con ser una bacteria.
Kripke también sostiene que las identidades son necesarias, si es que son verdaderas. La opinión prevalente entonces era que claramente hay identidades contingentes. Por ejemplo, Héspero (el lucero de la mañana) = Fósforo (el lucero de la tarde), pero esto es algo que ha llegado a saberse por investigación empírica y no por mera reflexión a priori. Pero, si es así, parece que podría haber sido que hubiésemos descubierto que Héspero no es el mismo cuerpo celeste que Fósforo, si es que otra evidencia empírica se hubiese recabado. Por el contrario, si todas las identidades fuesen necesarias, entonces debería poder saberse a priori que Héspero = Fósforo. Esto es, debería bastar solamente la reflexión acerca del contenido de ese enunciado y de sus constituyentes para percatarse de que debe ser verdadero. Pero esto parece sencillamente falso. Por mucho que se reflexione sobre el significado de los nombres propios “Héspero” y “Fósforo”, no parece inscrito en el significado de esos nombres que deban tener el mismo referente. Se puede apreciar que subyace a estas asociaciones la suposición de que algo es necesario si y sólo si podemos llegar a conocerlo a priori, y algo es contingente si y sólo si podemos llegar a conocerlo a posteriori. Así había sido postulado por Kant (cf. Crítica de la razón pura, B1-B30), por lo menos, y la filosofía posterior no lo había puesto en cuestión. Había resultados formales bien conocidos de lógica modal cuantificacional que justificaban la necesidad de la identidad, lo que choca con esa identificación (cf. Marcus, 1961), pero eran considerados como una ‘paradoja’, esto es, como un resultado aparentemente válido que lleva a una conclusión notoriamente falsa, lo que obliga a averiguar cuál es la fuente del error. El razonamiento depende de dos premisas generalmente aceptadas: (i) que para todo x, es necesario que: x = x; y (ii) que si x = y, entonces si x es F, y es F (principio de indiscernibilidad de los idénticos). Supóngase ahora que dos objetos cualesquiera, a y b, son idénticos. Entonces, por (ii) toda propiedad de a debe también poseerla b. Pero, por el principio (i), es necesario que: a = a. Entonces a instancia la propiedad de ser necesariamente idéntico a a. Pero si a posee esta propiedad, también debe poseerla b. Entonces b es necesariamente idéntico a a. Así, si a = b, es necesario que a = b.
Kripke hace notar, en contra de la opinión prevalente hasta entonces, que el hecho de que algo sea necesario o contingente no tiene, de por sí, que ver con la forma en que ese hecho pueda llegar a conocerse –si es que puede conocerse (cf. Kripke 1980, 34-48). El que un hecho sea necesario tiene que ver con que las cosas no podrían ser de otro modo. El que un hecho sea contingente tiene que ver con que las cosas podrían ser diferentes. Esto es, tiene que ver con desarrollos alternativos de los cursos de acontecimientos, dada cual sea su naturaleza, y no con los modos de acceso que nosotros tengamos para ellos. Se trata de una cuestión metafísica y no epistemológica. Por lo menos, no es obvio que lo metafísico y lo epistemológico deban fusionarse en cuanto a la modalidad. Se requiere una argumentación para ello, la que no ha sido dada. Así, nada impide que existan verdades necesarias, pero cuya justificación es a posteriori. Las identidades necesarias son un ejemplo de este tipo de verdades. Si Héspero = Fósforo, entonces es necesario que Héspero = Fósforo, pero esta es una verdad conocida mediante observación empírica.
Otra razón para rechazar la necesidad de la identidad es la suposición de que el significado de los nombres propios son descripciones definidas. En esta perspectiva, el significado de “Héspero” debería ser algo así como el cuerpo celeste especialmente brillante visible sobre el horizonte antes del amanecer, y el significado de “Fósforo” debería ser algo así como el cuerpo celeste especialmente brillante visible sobre el horizonte después del atardecer. Entonces, Héspero = Fósforo significa que el cuerpo celeste especialmente brillante visible sobre el horizonte antes del amanecer = el cuerpo celeste especialmente brillante visible sobre el horizonte después del atardecer. Pero esta identidad es contingente, pues otros cuerpos celestes podrían ser visibles en esos momentos y no el planeta Venus, como sucede de hecho. Kripke ya ha mostrado, sin embargo, que los nombres propios son designadores rígidos y, por ello, el significado de “Héspero” no es una descripción. Lo que sucede es que el cuerpo celeste al que hace referencia el nombre propio “Héspero” es el mismo cuerpo celeste al que hace referencia el nombre propio “Fósforo”, y ese objeto es necesariamente idéntico a sí mismo.
Junto a los casos de identidades enunciadas entre aquello a lo que refieren nombres propios, otro tipo de casos de gran importancia son las identidades enunciadas entre aquello a lo que refieren nombres comunes y las identificaciones teóricas que se plantean en la ciencia natural. Kripke sostiene que estas identidades también son necesarias, si son verdaderas, a pesar de tener típicamente una justificación a posteriori. Es más, sostiene que la semántica de esos nombres comunes funciona de manera análoga a como funcionan los nombres propios. Se trata de designadores rígidos de ‘tipos naturales de entidades’ (natural kinds), esto es, géneros de entidades que poseen una misma naturaleza en común y cuyas características se explican por tal naturaleza. Estas ideas fueron defendidas en el mismo período para los términos científicos teóricos por Hilary Putnam (cf. Putnam 1975). Ejemplos de estas identificaciones teóricas son la identificación de una molécula de agua con H2O, la identificación del calor con el promedio de energía cinética molecular o la identificación del oro con el elemento con número atómico 79. Se trataría de identidades necesarias, si es que son verdaderas, aunque se han llegado a conocer mediante evidencia empírica. Si al considerar la identidad de un mismo objeto en diferentes mundos posibles se está considerando –o, por lo menos, presuponiendo– cuál sea la esencia de ese objeto, cuando se considera con qué debe identificarse el agua, o el calor, o el oro, se está también considerando cuál sea la esencia de esos tipos de entidades o de procesos. Tradicionalmente se había desechado de plano la idea de que la ciencia natural tuviese que ver con las ‘esencias’ de las cosas, pues eso supondría que la ciencia se debería hacer mediante reflexión a priori y no mediante investigación empírica. Se supone que la revolución científica del siglo XVII había consistido, entre otras cosas, en dejar atrás la ciencia escolástica que pretendía resolver cuestiones teóricas mediante discusiones verbales, sin observar cómo son los fenómenos realmente. Una vez que se disocia la modalidad metafísica de la forma de acceso epistemológico que tenemos para ella, deja de ser problemático sostener que la ciencia natural tiene por objeto –entre otras cosas– comprender la esencia de los objetos y de los procesos naturales.
Estas transformaciones tuvieron un efecto liberador. Cuestiones de filosofía del lenguaje y de lógica modal, tal como la cuestión acerca de cuál sea el significado de un nombre propio o por qué las identidades son necesarias, conducen a (re)descubrir que hay ‘esencias’ –o, por lo menos, que nuestras prácticas ordinarias presuponen que hay esencias. Súbitamente, toda una masa de reflexión metafísica de nuestra tradición occidental dejaba de ser una sarta de sinsentidos y se hacían inteligibles. Nótese que estas consideraciones lógico-semánticas son del mismo tipo que aquellas que habían conducido a los neopositivistas a rechazar la ‘metafísica’ como una práctica absurda. El desarrollo de la tradición de pensamiento que asigna a la comprensión del significado un rol preponderante lleva a admitir que la estructura fundamental de la realidad –lo que sea necesario o contingente– no depende de lo que podamos o no descubrir a priori.
Una muestra de la transformación que se produce en el seno de la filosofía analítica es el trabajo de David Armstrong en estos años. En sus volúmenes sobre los universales y el realismo científico (cf. Armstrong 1978a, 1978b) hace un nuevo planteamiento sistemático del venerable problema de los universales. En los años 50 y 60 del siglo pasado la cuestión no había dejado de tratarse, pero como un problema acerca de cuál es el compromiso ontológico del lenguaje ordinario y del discurso científico, tal como se va a explicar más abajo. La perspectiva inaugurada por Armstrong, en cambio, deja a un lado de entrada el problema semántico acerca de cuál sea el significado de los predicados. Si es razonable postular universales no es porque sean el significado de términos generales. Los universales, de existir, no son una ‘sombra’ de nuestro lenguaje. Los universales deben postularse pues son la mejor forma de explicar cómo una multitud de objetos pueden compartir la ‘misma’ naturaleza –el problema denominado de ‘lo uno sobre lo múltiple’. Los universales, de existir, fundan las semejanzas objetivas entre objetos y sus poderes causales. Armstrong también sostiene que las leyes naturales son relaciones entre universales (cf. Armstrong 1983) y no meras regularidades de tipos de eventos. La existencia de relaciones de ‘necesitación’ entre universales es lo que funda la existencia de regularidades que puedan ser constatadas empíricamente. Esas relaciones de necesitación entre universales son también lo que funda hechos contrafácticos acerca de lo que podría acaecerle a los objetos que instancian esos universales –o que pudiesen instanciar esos universales. Se puede apreciar aquí que las consideraciones acerca del significado son secundarias. Lo que resulta decisivo es la función teórica que pueden satisfacer los universales en comparación a las alternativas nominalistas, suponiendo que la imagen que la ciencia natural nos ofrece del mundo es –al menos aproximadamente– verdadera y objetiva. Dados esos roles teóricos, el realismo científico es una razón para aceptar la postulación de universales.
Contemporáneamente al trabajo de filósofos como Kripke o Armstrong, David Lewis desarrolla gran parte de sus contribuciones. Con Lewis nos encontramos con un ‘sistema’, ejecutado por partes que han ido encajando entre sí y que se apoyan mutuamente (cf. 1973a, 1983a, 1986a, 1986b). En la mayoría de los puntos, está en oposición a lo sostenido por Kripke o por Armstrong, pero comparte con ellos un mismo espíritu en ciertos presupuestos metodológicos fundamentales. Las cuestiones acerca del significado tienen una importancia muy secundaria. Cuando la semántica no parece coincidir con una teoría metafísica, se puede reformar la semántica para que lo sea (cf. por ejemplo, Lewis 1968). La justificación de una teoría metafísica se debe efectuar por su ‘fertilidad’ explicativa y por el adecuado ‘equilibrio reflexivo’ que se alcance entre las ventajas explicativas y nuestras intuiciones (cf. Lewis 1983, ix-xii). Lewis es famoso por haber defendido la existencia de ‘mundos posibles’ entendidos literalmente como universos paralelos. La razón para hacerlo no es una cuestión de semántica de nuestro discurso modal –aunque la teoría metafísica permite luego desarrollar una semántica– sino la explicación que tales entidades ofrecen para teorías metafísicas de propiedades, de proposiciones, de hechos contrafácticos, de la causalidad, entre otras.
Aparece, entonces, que lo que denominamos “metafísica analítica” ha surgido por la evolución histórica interna de una tradición filosófica que se ha iniciado con la pretensión de hacer una reconstrucción racional de las matemáticas y las ciencias naturales usando las herramientas de la ‘nueva’ lógica. Esta tradición ha supuesto que una comprensión adecuada de la estructura lógico-semántica de nuestros lenguajes permitiría ‘disolver’ las cuestiones metafísicas tradicionales. La constatación del fracaso de este programa, esto es, la constatación de que los problemas metafísicos no se pueden adjudicar como cuestiones lógico-semánticas ha conducido a una reapropiación de las cuestiones ontológicas sustantivas. Tal como se va a explicar más abajo, sin embargo, aunque se ha abandonado la suposición de que los problemas metafísicos sustantivos se pueden resolver mediante análisis lógico-semántico, sí hay una selección de problemas que está determinada, en buena medida, por la atención a las condiciones de verdad para tipos de enunciados y la atención a qué es lo que debería hacer verdaderos esos enunciados, cuando lo son.
2 Metodologías en metafísica analítica y algunas críticas ↑
Podemos distinguir al menos tres metodologías prominentes dentro de la metafísica analítica: (i) la metodología del compromiso ontológico, (ii) la metodología del Truthmaking y (iii) la metodología de la estructura y la fundación. La primera de ellas, como se anticipó en la sección §1.2, proviene del método del ‘compromiso ontológico’ propuesto por Willard V. O. Quine (cf. Quine 1948; 1969, 91-113). Esta metodología, huelga decir, tomó con el tiempo un camino propio, distante hasta cierto punto del lugar que ocupa dentro del proyecto empirista de Quine. No quisiéramos detenernos extensamente en explicar esta metodología dado el tratamiento ofrecido en §1.2, pero nos gustaría explicar su compresión de la ontología como el tratamiento de cuestiones de existencia. De acuerdo con la aproximación quineana a este tipo de problemas, expresiones como el verbo “existir” o “haber”, o expresiones cuantificacionales como “algo” o “alguno”, deben ser tratadas como expresiones que indican un cierto compromiso ontológico. De este modo, consideremos la siguiente proposición:
Algunos Fs son Gs
Dicha proposición representa lo que podríamos considerar un caso en el cual se deriva más o menos directamente un cierto compromiso ontológico. Afirmar que algunos Fs son Gs no es para el quineano otra cosa que afirmar que existen ciertos Fs que tienen la propiedad de ser Gs. “Algunos Fs son Gs” y “Existen algunos Fs que son Gs” son dos enunciados que expresan el mismo compromiso ontológico. Quine y la tradición quineana que lo sigue consideran este tipo de compromiso como una demanda de la verdad de las teorías acerca del mundo que suscribimos. Estamos, de hecho, ontológicamente comprometidos con la existencia de las entidades que las variables particulares de nuestra teoría tienen como rango, de tal manera de volver verdaderos a los enunciados que forman parte de la teoría.
Este método quineano del compromiso ontológico contrasta con lo que hemos llamado la metodología del Truthmaking y la metodología de la estructura y la fundamentación. En el caso de la metodología del Truthmaking, lo que encontramos es un énfasis en el compromiso ontológico que podemos derivar de los truthmakers de una teoría, esto es, de aquellos ítems del mundo que resultan necesarios para que los enunciados de nuestras teorías sean verdaderos. Así, una teoría estaría ontológicamente comprometida con los Fs si y solo si los Fs resultan necesarios para que la teoría sea verdadera.
Decir que una entidad hace verdadera o es el truthmaker de un enunciado o una teoría equivale a decir, en cierto sentido, que tal entidad es suficiente para la verdad del enunciado o teoría en cuestión. Los truthmakers de un enunciado pueden ser a veces fáciles de determinar. Considérese el caso del siguiente enunciado:
Napoleón existe.
Trivialmente, este enunciado tiene como truthmaker a Napoleón, supuesto que admitamos que Napoleón exista en algún sentido. Otros enunciados, en cambio, pueden tener como truthmakers una pluralidad de entidades, como el enunciado “Los fantasmas existen”, si bien no sea del todo fácil determinar cuál sea esa pluralidad. Por último, otros truthmakers pueden incluir a una cantidad determinada de entidades, sin que eso signifique que sea evidente de qué manera se agrupen tales entidades en el truthmaker en cuestión. Considere ahora para estos efectos el siguiente enunciado:
Platón fue el maestro de Aristóteles.
Ni Platón por separado ni Aristóteles por separado pueden ser el truthmaker de esta oración. Más bien, pareciera que Platón y Aristóteles en conjunto son el truthmaker, de modo que la relación de truthmaking tendría un argumento plural. Otras posibilidades, ontológicamente menos parsimoniosas, podrían ser tratar a Platón y Aristóteles como un solo truthmaker por medio de la relación mereológica de fusión, o bien por medio de la existencia de un conjunto al cual pertenecerían ambas entidades. En el primer caso, lo que tendríamos es una solo entidad resultante de la fusión de Platón y Aristóteles; en el segundo, un conjunto que tendría a Platón y Aristóteles por elementos.
Un caso peculiar para la metodología del Truthmaking lo constituyen las oraciones existenciales negativas. Por ejemplo, la oración
No hay tal cosa como el abominable hombre de las nieves.
pareciera no ser verdadera en virtud de las entidades que existen en el mundo, sino en virtud de una entidad que precisamente no existe. Nuestra oración entonces no poseería estrictamente hablando un truthmaker que la haría verdadera, sino que sería verdadera en virtud de la inexistencia de una o más entidades que la harían falsa. Esta preocupación se exacerba si suscribimos, como muchos partidarios de la metodología del Truthmaking lo hacen, un maximalismo respecto a la existencia de los truthmakers. De acuerdo con este maximalismo, al menos toda verdad contingente debe tener un truthmaker. Así, teniendo a la vista el compromiso frecuente con este maximalismo acerca de los truthmakers, un modo en el cual los partidarios de la metodología del Truthmaking han intentado explicar el problema que presentan los enunciados existenciales negativos es introduciendo la idea de hechos o estados de cosas de totalidad. La idea sería que tal como una oración existencial corriente es verdadera en virtud de poseer un hecho o estado de cosas actual como su truthmaker, una oración existencial negativa sería verdadera en virtud de poseer como su truthmaker un hecho o estado de cosas actual de totalidad, el cual no incluiría dentro de las entidades existentes la entidad cuya existencia es negada por este tipo de oraciones.
Ahora bien, una pregunta que este tipo de metodología debe enfrentar, dados sus compromisos, es cómo entender la suficiencia que debe tener un truthmaker respecto a la verdad de una oración o una teoría. Una primera posición que respondería a esta pregunta es el necesitismo. Según el necesitismo, la suficiencia de la que aquí se habla se ha de analizar en términos modales, de manera que
x es un truthmaker de una oración O si y solo si O es verdadera y necesariamente si x existe, entonces O es verdadera.
No obstante, el problema de esta posición es que enfrenta objeciones hasta cierto punto similares a las que enfrentan posiciones que ofrecen un análisis puramente modal de las esencias. En este caso, el problema sería que cualquier entidad podría llegar a ser el truthmaker de una oración o teoría necesaria. Habitualmente, los defensores del necesitismo han intentado resolver este revés apelando a su vez a una relación más refinada en su análisis para estos casos, como lo es la relación de fundación (ground) o alguna otra relación similar que captura el “en-virtud-de”. El partidario de esta metodología sostiene que O es verdadera en virtud de la existencia de x. De acuerdo con este análisis reforzado,
x es un truthmaker de O si y solo si O es verdadera y necesariamente la verdad de O se funda en x.
Esta precisión nos lleva, a su vez, a otro asunto aquí relevante, a saber, ¿en qué consiste exactamente esta relación de fundación a la cual ha apelado el partidario de la metodología del Truthmaking? La noción de ‘fundación’ es comúnmente introducida como un tipo de relación explicativa que nos provee explicaciones metafísicas no-causales acerca del mundo. Se volverá sobre esta noción más abajo (cf. § 4). Ejemplos populares que ilustrarían el trabajo que esta noción realizaría serían capturados por enunciados como:
El conjunto cuyo único miembro es Sócrates existe en virtud de que Sócrates existe;
Una acción es querida por los dioses porque es piadosa; o
La mesa existe debido a la existencia de las partes que la componen.
Las relaciones de fundación se consideran relaciones modalmente necesarias y constituyen para muchos (si bien el consenso no es unánime) un orden parcial estricto por el hecho de ser irreflexivas, asimétricas y transitivas. Dicho esto, hay dos distinciones adicionales que es importante hacer aquí. La primera es que debemos distinguir entre la noción de fundación como una relación explicativa y la relación de fundación como una relación no-explicativa que respalda las explicaciones de esta naturaleza que podamos ofrecer (Bliss y Trogdon 2014). Quienes han defendido la primera comprensión de la noción de fundación articulan nuestro discurso acerca de la noción de fundación por medio de un conector sentencial que carece de condiciones de verdad extensionales. (Correia 2010, Fine 2012). Los defensores de esta comprensión de la noción de fundación permanecen neutrales respecto a la existencia de entidades, tales como hechos o proposiciones, que podrían conectarse cuando invocamos esta noción en nuestras explicaciones acerca de la estructura del mundo. Por otra parte, quienes favorecen la segunda comprensión de la noción de fundación articulan nuestro discurso acerca de esta noción por medio de un predicado relacional que la designa. Hechos, proposiciones o cosas han sido propuestos como los relata de esta relación (Schaffer 2009, Rosen 2010, Audi 2012). En el caso de Schaffer, más aun, lo que encontramos es una actitud bastante laxa respecto a la categoría de entidades que pueden figurar como relata de la relación de fundación, siendo incluso posible que entidades que pertenecen a distintas categorías ontológicas estén conectados por ésta.
La segunda distinción concierne a la pregunta de si acaso la noción de fundación es una noción unitaria o bien captura un número amplio de relaciones de dependencia que no obstante se agrupan y designan bajo la noción de fundación. La posición que a menudo se adopta por default es que efectivamente la noción de fundación es una noción unitaria, tal como, por ejemplo, a menudo se asume que nuestra noción de ‘causa’ o ‘parte’ sería unitaria. Algunos críticos de esta posición sostienen, por su parte, que la noción de fundación podría corresponder más bien a una noción disyuntiva que abarca relaciones de dependencia más específicas. Entre tales relaciones de determinación podríamos distinguir la noción de ‘fundación’ antes mencionada, la cual distintivamente correspondería a un tipo de dependencia metafísica, pero también nociones de ‘dependencia’ propias del ámbito normativo y de la ciencia natural. Otros, a su vez, tratan a la noción de ‘fundación’ como una noción genérica que debe ser contrastada con nociones de ‘fundación’ más perspicuas y refinadas que pertenecerían a dicho género. Cada una de estas relaciones de fundación refinadas serían analizables en términos de su pertenencia al género de esta noción de ‘fundación’ junto con la diferencia específica propia de su especie de dependencia. Volviendo a los ejemplos dados más arriba, el punto de los críticos del carácter unitario de la noción de ‘fundación’ es que cada uno de los ejemplos provistos representan especies distintas de estas nociones de ‘fundación’ más refinadas y no una misma especie de noción de ‘fundación’ haciendo el mismo trabajo explicativo en distintos contextos y respecto a diferentes relata.
Una vez precisadas estas dos cuestiones, estamos ahora en una posición tal que podemos caracterizar adecuadamente a la tercera metodología empleada dentro de la tradición de la metafísica analítica, a la cual en el inicio de esta sección hemos denominado la metodología de la estructura y la fundación. De acuerdo con esta metodología, el propósito de la metafísica debiera ser establecer con precisión qué funda o fundamenta exactamente a qué (Schaffer 2009) o, dicho de otro modo, qué entidades son fundamentales y qué entidades serían no fundamentales y por tanto dependientes de entidades fundamentales. Así, las preguntas ontológicas tal como las entiende la metodología del compromiso ontológico devienen hasta cierto punto triviales para el defensor de la metodología de la estructura y de la fundación. Si acaso entonces los números existen, si acaso existe una entidad divina tal como sostiene el teísmo clásico, si acaso existen objetos materiales ordinarios como árboles o sillas, son todas preguntas que podemos eventualmente responder afirmativamente sin mayor disquisición. Lo relevante será determinar cuáles de estas entidades existen fundamentalmente y sin fundarse en la existencia de otras entidades, y cuáles existen en virtud de las relaciones de dependencia que tienen con entidades fundamentales. Se volverá a insistir sobre estos puntos más abajo (cf. § 4).
3 Temas centrales ↑
En esta sección se hará una presentación sucinta de algunas áreas de discusión que han llegado a ser centrales en la metafísica analítica contemporánea. Se podrá apreciar en la consideración de estas áreas más acotadas cómo es que ha producido la evolución explicada –en términos generales– en el § 1, así como se podrán apreciar en acción las maniobras metodológicas discutidas en el § 2.
3.1 Propiedades ↑
El llamado ‘problema de los universales’ es la cuestión acerca de cómo pueden diferentes objetos llegar a ser –en algún sentido– algo unificado. Se lo ha llamado, por esto, como el problema de ‘lo uno en lo múltiple’. Si dos objetos particulares son cubos perfectos, entonces parece haber algo que esos objetos comparten. Esto es, que dos objetos sean cubos perfectos parece implicar que hay una entidad de cierto tipo, a saber, ser un cubo perfecto. Desde Platón se ha pensado que esto es una razón para postular características o propiedades numéricamente diferentes de los objetos que las instancien y que –por su naturaleza– pueden encontrarse ejemplificadas en diferentes objetos particulares. Una entidad de este tipo es lo que ha sido denominado tradicionalmente un ‘universal’. Durante todo el siglo pasado se siguió discutiendo acerca de los universales, pero con diferentes énfasis. El enfoque de partida fue, como es de esperar, el del compromiso ontológico. Señala D. F. Pears:
¿Existen los universales? Esta pregunta fue debatida por tanto tiempo y con vehemencia, porque se la consideró equivocadamente como una cuestión fáctica acerca de un dominio etéreo de ser. ¿Pero por qué se cometió este error? Un diagnóstico es que los términos generales fueron asimilados tácitamente a nombres propios, y que, una vez que esta práctica es denunciada, se vuelve inocua, pero ya no hay razón para mantenerla. (Pears, 1951, 44).
La razón que existiría para justificar que hay universales sería, para Pears, un error semántico. Hay razones para postular la existencia de objetos de cierto tipo si es que tales objetos son entidades que ‘nombramos’. Si hay un nombre “n” que designa a tal entidad, entonces los enunciados en los que aparece tal nombre autorizan inferir –por generalización existencial en lógica de primer orden– que hay algo de lo que se hace la atribución del caso1. Deberíamos admitir la existencia de universales si es que hubiese nombres auténticos para hacer referencia a ellos, pero no los hay –de acuerdo con Pears. Hay predicados en nuestros lenguajes que ‘dicen’ algo de algo, pero los predicados no son nombres haciendo referencia.
Habría mucho que decir sobre esta argumentación2, pero se puede apreciar desde ya que tiene como punto de partida la constatación de nuestras prácticas lingüísticas. Se trata del enfoque del problema de los universales que cabe esperar si uno supone que la filosofía del lenguaje es filosofía primera. Si hay motivos para aceptar universales, esas razones no son diferentes de las que ha tenido Frege en su momento para postular números naturales: hay oraciones verdaderas en las que ocurren nombres propios; todo nombre propio refiere a un objeto. Luego, debe existir aquello a lo que refieren esos nombres, pues, de otro modo, tales oraciones no podrían tener un valor de verdad determinado. La controversia acerca de los universales, entonces, viene a ser la cuestión acerca de si la estructura lógico-semántica correcta de las oraciones que estimamos verdaderas trae o no consigo un compromiso ontológico con universales. Muchos filósofos sostuvieron que no hay tal compromiso –tal como Pears. Otros sostuvieron que sí lo hay (cf. Pap 1959; Jackson 1977).
Ya se ha indicado arriba cómo esta situación fue transformada por la contribución de David Armstrong, especialmente en su libro Universals and Scientific Realism (1978a, 1978b). La modificación central respecto de la discusión anterior es la separación del problema de los universales respecto del problema acerca de cuál sea el valor semántico de predicados y nombres generales. La justificación para los universales es la existencia de semejanzas objetivas entre objetos, el requerimiento de un fundamento para los poderes causales que estos tengan (cf. Armstrong 1978a, 22-24; 42-43; 56-57) y una ontología razonable de las leyes naturales (cf. Armstrong 1978b, 148-157; 1983). Así, por ejemplo, se puede atribuir a diferentes objetos el mismo predicado “no ser una galaxia”. No parece razonable, sin embargo, sostener que un gato y un electrón son semejantes entre sí, porque es verdad decir de ambos que ‘no son galaxias’. Tampoco sería razonable sostener que gatos y galaxias son semejantes porque es verdad decir de ambos que “son gatos o galaxias”. La justificación de los universales tiene que ver ahora con la mejor explicación de lo que nos parece mostrar nuestra ciencia natural. El hecho de que algo se pueda ‘decir’ o no de un objeto no parece ser lo que funda ontológicamente qué poderes causales tenga ese objeto, cuál sea su naturaleza intrínseca y qué leyes naturales sean las que determinan su comportamiento. El nominalismo de predicados precisamente pretende hacer que las naturalezas de las cosas estén fundadas en nuestras prácticas lingüísticas. Parece obvio que se atribuyen predicados con verdad a un objeto porque tal objeto posee cierta naturaleza y no al revés.
Las alternativas a las ontologías de universales ofrecen otras entidades que pueden cumplir las mismas funciones teóricas, pero sin poner en cuestión este enfoque fundamental. El nominalismo de semejanza, por ejemplo, ha sostenido que las funciones de los universales pueden ser satisfechas por clases de objetos semejantes entre sí (cf. Lewis 1983a, 14-15; Rodriguez-Pereyra 2002). Las teorías de tropos, por otro lado, han sostenido que los universales pueden ser sustituidos por clases de tropos –esto es, propiedades particulares– semejantes entre sí (cf. Campbell 1990; Maurin 2002, 59-116), o clases naturales de tropos (cf. Ehring 2011, 175-241). En ambos casos, hay tantas propiedades como sean necesarias para determinar completamente el carácter cualitativo intrínseco de todo lo que hay, así como las relaciones externas entre lo que hay. Explícitamente, no hay clases de semejanza de objetos o de tropos para cada predicado posible. La discusión en metafísica de propiedades está más viva que nunca, pero ya no es una discusión sobre ‘compromisos ontológicos’. El debate tiene que ver con la aptitud que tengan universales, clases de semejanza de objetos o clases de tropos para satisfacer ciertas funciones teóricas que se espera que deben satisfacer los universales o lo que haga sus veces.
3.2 Modalidad ↑
La preocupación filosófica por la modalidad y las nociones afines ha existido siempre. En el siglo pasado, sin embargo, esa preocupación ha pasado por un contraste muy marcado, desde un desprestigio casi completo a un interés obsesivo. Esto se explica en buena medida por la transformación que impulsaron las ideas de Kripke y otros filósofos en la década del 70, tal como se ha indicado arriba. Los positivistas lógicos estuvieron inclinados a pensar que la necesidad de ciertas proposiciones estaba fundada simplemente en el significado que se ha convenido en otorgar a expresiones de un lenguaje. Los términos pueden tener asignado cualquier significado que queramos darle. Esto es un hecho puramente convencional. Dadas esas convenciones, habrá expresiones que, por su modo de estructuración, son verdaderas sin importar cómo sea el mundo. Otras serán falsas sin importar cómo sea el mundo –y sus negaciones, entonces, serán verdaderas sin importar cómo sea el mundo. Otras, en fin, no tendrán valores de verdad determinados por tales convenciones y la estructura semántica. Estas proposiciones serán algunas veces verdaderas, otras veces falsas de acuerdo con cómo sean los hechos. Un ejemplo muy característico de este enfoque es el de Carnap (1956). El ámbito de lo ‘necesario’ y, correlativamente, el ámbito de lo ‘imposible’ está fundado en los significados. La dilucidación de cuál sea el significado es algo que puede hacerse perfectamente a priori. Los positivistas rechazan la existencia de verdades ‘sintéticas a priori’ –tal como lo había propuesto Kant– pero no se han movido un ápice de la asimilación de la necesidad con lo que puede justificarse a priori. De acuerdo con la definición de Carnap:
Una oración Gi es L-verdadera en un sistema semántico S si y sólo si Gi es verdadera en S de tal modo que su verdad puede ser establecida sobre la base solamente de las reglas semánticas del sistema S, sin referencia alguna a hechos (extra-lingüísticos). (Carnap 1956, 10).
Por definición, una oración L-verdadera se da en toda ‘descripción de estado’. Una ‘descripción de estado’ es una clase de oraciones que contiene, para toda oración atómica, o bien tal oración o su negación, pero no ambas. Una oración L-determinada es una oración que es, o bien L-verdadera o bien L-falsa. Una oración ‘fáctica’ es una oración que no es L-determinada. Se puede ver, entonces, que la necesidad se identifica con la verdad y la imposibilidad con la falsedad fundadas ambas en las ‘reglas semánticas’. La contingencia, en cambio, se identifica con los casos en los que no existe verdad o falsedad fundadas en ‘reglas semánticas’.
Por esto, las conexiones necesarias son todas ellas artefactos lingüísticos, cuyo fundamento es –finalmente– las convenciones por las que se ha asociado algún significado a expresiones de un lenguaje. Desde esta perspectiva no tiene sentido suponer que un objeto posee ciertas propiedades ‘necesariamente’. No tiene sentido suponer que hay algo así como una ‘esencia’ para un objeto, que sea la colección de todas las propiedades que ese objeto posee ‘necesariamente’. A un objeto se puede hacer referencia de muchas maneras. Sea una de esas formas de singularizar a un objeto la expresión D. Será necesario para D ser F, por ejemplo, pero esto tiene que ver no con cierta naturaleza íntima de aquello que D designa, sino que es algo que se sigue de la forma de designación. Quine hace notar que pensar cualquier otra cosa sería una ‘recaída’ en el esencialismo aristotélico (1953, 155):
Esto [el esencialismo] implica adoptar una actitud discriminatoria hacia ciertas formas de especificar únicamente a x, por ejemplo (33) [que 9 = el número de los planetas], y favoreciendo otras formas, por ejemplo (32) [que 9 = 3Ö9], como revelando mejor de algún modo la “esencia” del objeto. Las consecuencias de (32) pueden ser vistas, desde esta perspectiva, como necesariamente verdaderas del objeto que es 9 (y que es el número de los planetas), mientras que algunas consecuencias de (32) son consideradas como todavía sólo contingentemente verdaderas de ese objeto. (Quine, 1953, 155).
El mismo objeto –en este caso, el número 9– puede ser singularizado como el número x que es el producto de la raíz cuadrada de x por 3, pero también como el número de los planetas3. Parece razonable sostener que es necesario que 9 > 7. Sucede que 9 = 3Ö9, pero también que 9 es el número de los planetas. Entonces, si se sustituye el término “9” por otro que tenga la misma referencia, deberíamos aceptar como una consecuencia lógica de que es necesario que 9 es mayor que 7, que es necesario también que el número de los planetas sea mayor que 7. Pero parece obvio que no hay ninguna necesidad en que los planetas hayan sido más que siete. Nada parece obstar a que hubiesen llegado a ser menos.
Este tipo de objeciones a la existencia de hechos modales metafísicos –esto es, que están fundados en nuestros mecanismos semánticos– fueron dejadas a un lado en gran medida por las ideas de Kripke acerca de los nombres propios como ‘designadores rígidos’ y la llamada “teoría de la referencia directa”, tal como se ha explicado arriba. Hay una diferencia no-arbitraria entre diferentes formas de singularizar a un objeto, porque algunas de estas formas designan al ‘mismo’ objeto en todos los mundos posibles y otras no. Con todo, aún admitiendo que hay hechos modales objetivos cuya existencia no está constreñida por la forma en que accedemos a tales hechos, debe darse una explicación acerca de cuál es su naturaleza. En algún sentido, la cuestión acerca de la naturaleza de los hechos modales se torna mucho más urgente que antes, dado que no basta hacer apelación a factores epistemológicos y semánticos para adjudicar si algo es posible o necesario. Las décadas que han seguido a la transformación kripkeana han visto una proliferación de teorías para ofrecer esta explicación.
Estas teorías pueden ser agrupadas en dos grandes familias que han sido denominadas como ‘actualistas’ y ‘posibilistas’ (cf. Adams 1974). La diferencia crucial entre estas concepciones tiene que ver con el valor ontológico que se otorga a la ‘actualidad’. Las cosas son de cierto modo. La totalidad de lo que existe –de hecho– puede ser llamado el ‘mundo actual’. Las cosas podrían ser de otros modos. Cada una de las formas en que podrían ser las cosas –todas las cosas– ha sido denominada un ‘mundo posible’. Es característico de cualquier posición ‘actualista’ que se le otorgue al mundo actual una preeminencia ontológica respecto de todos los restantes mundos posibles. Cuál sea el carácter de esa preeminencia dependerá del tipo de teoría actualista de que se trate. En cualquier caso, los actualistas sostendrán que todos los mundos posibles deben estar fundados en el mundo actual, ya sea porque son ‘construcciones’ de entidades actuales o se ‘reducen’ a entes actuales. Las posibilidades están fundadas en lo que es en acto. Por ejemplo, Robert Adams sostiene que los mundos posibles pueden ser entendidos como conjuntos máximamente consistentes de proposiciones llamadas ‘historias de mundo’ (cf. Adams 1974, 204). Un conjunto de proposiciones se denomina ‘máximamente consistente’ cuando, para toda proposición p, el conjunto o bien tiene a p como elemento, o bien tiene a no-p como elemento. Se trata, por lo tanto, de un conjunto libre de contradicción por construcción, pero que también es ‘completo’ en el sentido de que describe completamente como podrían ser las cosas, si es que todas las proposiciones de uno de esos conjuntos fuesen verdaderas. Si cada proposición describe cómo podrían ser las cosas si es que fuese verdadera, cada uno de los conjuntos máximamente consistentes de proposiciones hace una descripción ‘completa’ en la que las cosas serían de acuerdo con lo que expresan cada una de esas proposiciones, ya sea porque son como lo enuncian o no son como lo enuncian. Exactamente uno y sólo uno de esos conjuntos describe el mundo actual por tener como elementos sólo proposiciones verdaderas. Cualquier otro conjunto máximamente consistente de proposiciones diferirá en poseer a lo menos una proposición falsa, por lo que la conjunción de todas esas proposiciones también será falsa. La totalidad de proposiciones que permite fundar este espacio modal está conformada por entidades abstractas, pero actualmente existentes. Las proposiciones existentes –comoquiera sean concebidas– son las proposiciones actualmente existentes, aún cuando no todas ellas sean actualmente verdaderas.
El ‘actualismo’ en cualquiera de sus formas contrasta con el ‘posibilismo’ acerca de los mundos posibles. La tesis central del posibilista es que las posibilidades no están fundadas en los entes actuales. No hay privilegio ontológico del mundo ‘actual’ por sobre otros mundos posibles. Todos ellos están ontológicamente a la par. El ejemplo más característico de una posición de este tipo es el realismo modal ‘extremo’ de David Lewis (cf. 1973a, 1986b). Lewis sostiene que no debe buscarse ningún sustituto teórico de los mundos posibles. Estos deben ser admitidos como una base ontológica para la explicación de otras entidades. Los mundos posibles son entidades como ‘nuestro’ mundo: una suma de objetos conectados todos ellos –y sólo ellos– por estar a alguna distancia espacio-temporal entre sí. Esa totalidad de mundos posibles es lo que hace verdaderos o falsos los enunciados modales (cf. Lewis 1986b, 5-20), pero también permite explicar la naturaleza de las propiedades (cf. Lewis 1986b, 50-69), las proposiciones (cf. Lewis 1986b, 27-50) y ofrece condiciones de verdad para los condicionales contrafácticos (cf. Lewis 1973a, 84-91). Las relaciones causales, a su vez, son concebidas como ‘dependencias contrafácticas’ (cf. Lewis 1973b). ¿Qué es el mundo ‘actual’ en esta perspectiva? No se trata, tal como se ha explicado, del fundamento de todas las posibilidades, sino de un mundo seleccionado por ser el mundo en que habita el hablante que utiliza el adjetivo “actual” o el adverbio “actualmente”. Se trata de una expresión demostrativa, tal como “aquí”, cuyo valor varía de acuerdo con el contexto de su uso (cf. Lewis 1986b, 92-96).
3.3 Tiempo ↑
El debate dentro de la tradición metafísica analítica acerca de la naturaleza del tiempo se configura de manera determinante, al menos en un momento inicial, por el tratamiento que hace del tema el filósofo cantabrigense J. M. E. McTaggart en su artículo “The Unreality of Time” (1908) y en el primer volumen su libro The Nature of Existence (1921). Según McTaggart, existen dos maneras de ordenar la serie o dimensión temporal. La primera de ellas, que corresponde a lo que McTaggart denomina “serie A” y que da lugar a la teoría-A del tiempo, establece que las posiciones en el tiempo se pueden ordenar de acuerdo con la posesión de propiedades tales como “estar a dos días en el futuro”, “estar a un día en el futuro” o “ser un día pasado”. De esto parecieran seguirse dos otros aspectos distintivos de esta teoría. El primero de ellos es que la teoría-A del tiempo supone la existencia de lo que ordinariamente llamamos el paso del tiempo. Este paso o flujo del tiempo, sin entrar en mayores detalles, consistiría en el hecho de que los eventos o sucesos que conforman la serie temporal exhibirían un cierto dinamismo en lo que respecta a sus propiedades temporales, de manera que dichos eventos pasarían de tener la propiedad de ser futuros a tener la propiedad de ser presentes y luego la de ser pasados. El segundo de ellos es que la semántica para enunciados temporales que nos ofrece la teoría-A implica aceptar que las condiciones de verdad de dichos enunciados contienen de modo irreductible hechos acerca de su tiempo verbal. Entre otras cosas, se seguiría de esto que para el defensor de la teoría-A el valor de verdad de un enunciado temporal podría ser cambiante.
Por otra parte, la llamada “serie B” da lugar a la teoría-B del tiempo. Esta teoría establece que el orden que notamos en la dimensión temporal se estructura a partir de relaciones diádicas de anterioridad, posterioridad y simultaneidad, tales como “dos días anterior a”, “un día posterior a” o “simultaneo con”, que todo par de eventos puede instanciar. A diferencia de lo que encontramos en la teoría-A, el hecho de que estas relaciones temporales estipuladas por la teoría-B son inmutables y eternas permite ofrecer una semántica para enunciados temporales cuyas condiciones de verdad prescinden del todo de hechos irreductibles acerca de su tiempo verbal. Esto, además, no obliga a los defensores de la teoría-B a aceptar que el valor de verdad de los enunciados temporales pueda ser cambiante.
Considérense ahora el caso de los siguientes dos enunciados temporales para ilustrar los aspectos centrales que se han atribuido aquí a la teoría-A y la teoría-B:
Las Olimpiadas de Tokyo 2020 tienen lugar dentro de este mes y el próximo.
Las Olimpiadas de Tokyo 2020 tienen lugar dentro de los meses de julio y agosto de 2021.
Según la teoría-A, si efectivamente las Olimpiadas de Tokyo 2020 están teniendo lugar cuando el primer enunciado es afirmado, el primer enunciado será verdadero. Si, en cambio, las Olimpiadas de Tokyo 2020 ya hubieran tenido lugar o bien todavía no hubieran tenido lugar, el primer enunciado será falso. En cambio, según la teoría-B el valor de verdad del segundo enunciado no es cambiante. Si, en efecto, las Olimpiadas de Tokyo 2020 están teniendo lugar dentro de los meses de julio y agosto de 2021, el segundo enunciado será verdadero en todo instante de tiempo; si no lo están, será falso en todo instante de tiempo.
Tanto la teoría-A como la teoría-B del tiempo se asocian con distintas teorías acerca de la ontología temporal. Comencemos tal vez por el caso más simple de abordar. La teoría-B del tiempo se ha visto asociada mayormente con la posición que se denomina “eternalismo”. De acuerdo con esta posición, todos los instantes de tiempo —y las entidades que existen en dichos instantes— existen. No existe así para esta teoría una diferencia ontológica saliente entre el presente, el pasado y el futuro. Como es fácil de notar, los compromisos ontológicos del eternalista se avienen naturalmente con la tesis de la teoría-B según la cual no necesitamos de las propiedades de ser presente, pasado y futuro para explicar la realidad temporal. De este modo, podríamos afirmar que tal como el partidario de la teoría-B sostiene que la naturaleza del tiempo puede explicarse a partir de la existencia de una multiplicidad de puntos temporales ordenados a partir de relaciones de posterioridad y anterioridad, el partidario del eternalismo afirma que todo instante de tiempo de dicha multiplicidad posee el mismo estatus ontológico en cuanto a su existencia.
En el caso de la teoría-A, la teoría ontológica del tiempo con la que comúnmente se la ha asociado es el llamado “presentismo” (cf. Sider 1999, Markosian 2004, Ingram 2019). De acuerdo con una formulación intuitiva de la teoría presentista, sólo las entidades que existen en el presenten existen realmente. De este modo, podríamos tener cambios relevantes en el mundo sólo en virtud del hecho de que algo deje de ser presente para llegar a ser pasado, o bien deje de ser futuro para ser presente. No obstante, encontrar una formulación algo más perspicua del presentismo no ha probado ser una tarea fácil, sobre todo por el riesgo de volver a esta teoría una posición trivial acerca de la ontología temporal. Así, por ejemplo, si simplemente interpretamos la definición antes propuesta considerando el tiempo verbal presente de “existen”, estaríamos afirmando la trivialidad que solo las entidades que existen en el presente existen en el presente. Pero si interpretásemos dicho “existen” en un sentido atemporal, nos comprometeríamos con la afirmación trivialmente falsa según la cual solo las entidades presentes existen, han existido y existirán. Thomas Crisp (2005) propone dos definiciones tentativas que, al menos provisionalmente, nos podrían ayudar a caracterizar el presentismo:
x es presente = ∀y (x no tiene distancia temporal alguna con y).
∀x (x es una entidad presente).
La primera definición toma la noción de distancia temporal de la teoría de la relatividad y exige que, para todo par de entidades existentes, no pueda haber distancia temporal entre ambas. La segunda definición, en cambio, restringe nuestro dominio cuantificacional solo a entidades presentes, de manera tal que dicho dominio estará constantemente cambiando y excluyendo a entidades futuras o entidades que dejen de ser presentes para llegar a ser pasadas.
Otras teorías que se han propuesto en este debate a la par con una teoría-A del tiempo son la teoría del “bloque creciente” (growing block; Broad 1923; Correia y Rosenkranz 2013, 2018) y la teoría del “punto destacado en movimiento” (moving spotlight; Cameron 2015, Deasy 2015, Miller 2019). De acuerdo con la teoría del bloque creciente, solo el presente y el pasado podrían ser considerados como reales desde el punto de vista ontológico. Dicho de otra manera, entonces, para esta teoría el presente constituiría una especie de límite o frontera entre aquello que es real y aquello que no existe por aún encontrarse en el futuro. Por su parte, la teoría del punto destacado (PDM) acepta la existencia de una multiplicidad de puntos o instantes de tiempo igualmente existentes, pero sostiene, junto con ello, que existe un instante de tiempo destacado —el instante de tiempo presente— que está constantemente cambiando y que da lugar a un tipo especial de cambio. Tal tipo de cambio, a diferencia de lo que sostiene la teoría-B, simplemente no puede ser explicado a partir de variaciones en las propiedades de esta multiplicidad de instantes de tiempo. En cierto modo, la PDM combinaría intuiciones eternalistas junto con la tesis de la teoría-A de que encontramos algo ontológicamente relevante en el hecho de que los cosas dejen de ser futuras para ser presentes y luego a pasen a ser pasadas.
3.4 Persistencia ↑
El contraste entre lo que podríamos llamar teorías dinámicas del tiempo y teorías estáticas del tiempo encuentra un correlato plausible en la división principal que en esta sección asumiremos entre teorías sobre la persistencia en el tiempo de objetos materiales. Aunque probablemente corresponda admitir un mayor número de precisiones, podemos dividir las teorías sobre la persistencia de objetos materiales en dos grandes grupos, a saber, aquellas que permiten que los objetos materiales se extiendan en la dimensión temporal y aquellas que desautorizan tal modo de extensión. En el primer grupo se encuentra la teoría “perdurantista” de la persistencia, una teoría típicamente adoptada por quienes también suscriben una ontología temporal eternalista y una explicación temporal como la que nos propone la teoría-B (Lewis 1986b, Heller 1990, Sider 2001). Para la teoría perdurantista, los objetos materiales se extienden a través del tiempo en virtud de tener diferentes partes temporales en diferentes momentos de su existencia. Debemos pensar aquí en el tiempo como una dimensión más —una cuarta dimensión, para ser más precisos— en la que los objetos materiales se extienden.
La teoría “endurantista” de la persistencia, en cambio, niega que los objetos materiales se extiendan a través del tiempo (Johnston 1987; Lowe 1987, 1988; Haslanger 1989, 1994; Merricks 1994, 1999; Miller 2005; Gilmore 2006, 2007). Mientras que el perdurantista afirma una analogía robusta entre la forma en que un objeto se extiende a través del tiempo y la forma en que un objeto se extiende a través de las tres dimensiones espaciales, el endurantista sostiene que tal analogía no se observa. Para los endurantistas, existe una diferencia metafísicamente substancial entre el modo en que los objetos materiales habitan el tiempo y el modo en que habitan el espacio. Por esta razón, encontramos casi con unanimidad que quienes se encuentran comprometidos con la teoría-A del tiempo y alguna de las ontologías temporales que se asocian a ésta adoptan el endurantismo.
Sin embargo, es conveniente señalar que esta división propuesta en ocasiones tiene dificultades para clasificar adecuadamente otras teorías. Considérese los dos siguientes ejemplos. La teoría de las entidades simples extendidas afirma que los objetos materiales no tienen partes de ningún tipo, ya sea espaciales o temporales, pero no obstante son capaces de extenderse a través del espacio y el tiempo al estar totalmente presentes en cada una de las regiones espaciales y temporales que ocupan. Si tuviéramos que juzgar esta teoría por su posición respecto de la extensión temporal, tendríamos que situarla junto a la teoría perdurantista; pero si tuviéramos que juzgarla por sus afirmaciones sobre la mereología temporal de los objetos materiales, tendríamos que situarla junto con la teoría endurantista.
Tomemos ahora la teoría de la persistencia de los ‘escenarios’ (Sider 1997, 2001; Hawley 2001). Aunque podría pensarse que la teoría de los escenarios pertenece a la misma familia de teorías que la teoría perdurantista, tal suposición no es del todo correcta. Por una parte, el partidario de esta teoría rechaza la metafísica perdurantista de partes temporales y la analogía espacial que el perdurantismo utiliza para motivar una de sus tesis centrales. En cambio, lo que el partidario de la teoría de los escenarios introduce es la existencia de substancias tridimensionales instantáneas, esto es, substancias que solo existen por un instante de tiempo. De este modo, la analogía primordial para ilustrar su posición no apela a las partes espaciales de los objetos materiales, sino a las ‘contrapartes’ que un objeto material tiene en otros mundos posibles en los que existe. Este tipo de relación no es una relación de identidad numérica. Se trata más bien de una relación de contrapartida temporal, que puede caracterizarse adecuadamente, siempre que se realicen los debidos ajustes, por la noción de contrapartida que Lewis (1968) utiliza en su metafísica modal.
El hecho de que la teoría de los escenarios sólo se comprometa con substancias tridimensionales instantáneas, más las correspondientes relaciones temporales de contrapartida, plantea a su vez una última cuestión relativa a las teorías de la persistencia. A veces se confunde la teoría endurantista con el tridimensionalismo y la teoría perdurantista con el tetradimensionalismo. Creemos que es conveniente decir algo sobre esta doble confusión. La teoría endurantista de la persistencia sostiene que los objetos materiales que persisten pueden extenderse a través de las tres dimensiones espaciales, pero no extenderse a través de la dimensión temporal. Si entendemos el tridimensionalismo de esta manera, como a menudo suele hacerse, entonces no habría problema en identificar a estas dos teorías. Pero si se considera que el tridimensionalismo equivale a la afirmación ontológica de que hay objetos materiales tridimensionales y no, por ejemplo, que hay objetos tridimensionales que existen continuamente a través del tiempo, entonces resulta problemático identificar a estas dos teorías. En efecto, si esta formulación más débil del tridimensionalismo se identifica con la teoría endurantista, entonces la teoría de la persistencia de los escenarios debería contar como una de las tantas variantes del endurantismo. Sin embargo, esta es una conclusión que ninguna de las partes que intervienen en el debate estaría dispuesta a aceptar.
Del mismo modo, si el tetradidimensionalismo se entiende sólo como una posición que implica que el tiempo constituye una cuarta dimensión más, entonces se seguiría por una cuestión de hecho (más no de iure) que algunas versiones del endurantismo, coma las de Mellor (1998) o Gilmore (2006, 2007) contarían como tetratridimensionalistas. Incluso, si robusteciéramos nuestra formulación del tetradimensionalismo y sostuviéramos que el tiempo no sólo constituye una cuarta dimensión, sino que además es una dimensión fuertemente análoga al espacio, tendríamos el resultado contraintutivo de que la teoría de la persistencia de las entidades simples extendidos resultaría ser una variante del tetradimensionalismo, debiendo situarse por esta razón junto al perdurantismo. Como solución práctica a lo que quizás podría ser sólo una disputa terminológica, proponemos aquí equiparar el endurantismo con la versión más fuerte del tridimensionalismo y el perdurantismo con la versión más fuerte del tetradimensionalismo, con la estipulación adicional de aceptar también el principio según el cual la extensión a través del tiempo implica la existencia de partes temporales propias. Entre otras cosas, aceptar tal estipulación volvería metafísicamente imposible la teoría de la persistencia de las entidades simples extendidas.
3.5 Causalidad ↑
La noción de ‘causalidad’ nunca ha dejado de ser objeto de reflexión para los filósofos en la tradición analítica debido a la importancia que la ciencia natural le asigna a la identificación de conexiones causales. Durante buena parte del siglo pasado, sin embargo, han sido prevalentes concepciones reductivistas, si es que no abiertamente eliminativistas (cf. en particular, Russell 1913). David Hume inauguró en el siglo XVIII una forma de pensar en la causalidad como algo que resulta de regularidades entre tipos de eventos –o que nuestra ‘costumbre’ proyecta desde regularidades. Esta forma de pensar fue, en gran medida, dominante para los empiristas lógicos y sus sucesores. De acuerdo a la teoría regularista de la causalidad el hecho de que el evento c –del tipo C– causa el evento e –del tipo E– se reduce a que: (i) c es espacio-temporalmente continuo con e; (ii) c precede temporalmente a e; y (iii) el hecho de que todo evento del tipo C es sucedido regularmente por un evento del tipo E (cf. Psillos 2002, 19). Ordinariamente suponemos que la existencia de relaciones causales entre eventos (debido a las propiedades universales que están instanciadas en esos eventos) es lo que funda las regularidades que podemos constatar empíricamente. Las regularidades son ontológicamente derivativas respecto de la causalidad. El punto de vista de los defensores de la teoría de la regularidad es exactamente el inverso: es la causalidad la que está fundada en regularidades o se reduce a regularidades. Últimamente, no hay ‘poderes’ o ‘potencias’ en los objetos para ‘hacer’, ‘efectuar’ o ‘producir’ algo. Los acontecimientos se suceden unos a otros del modo que lo hacen porque sí, pudiendo haberse sucedido de otro modo. Nosotros después podemos contemplar estas sucesiones ‘desde arriba’, por decirlo de algún modo, y constatar que hay tipos de eventos que ocurren regularmente. Esas regularidades son las que hemos denominado relaciones ‘causales’. Señala Ernest Nagel –en una obra clásica de filosofía de la ciencia de los años 60 del siglo pasado– cuáles son las características de una relación causal:
En primer lugar, la relación es invariable o uniforme, en el sentido de que cuando se produce la causa aludida, también se produce el efecto aludido. Además, se hace la suposición tácita corriente de que la causa constituye una condición necesaria y suficiente para la producción del efecto. (…) En segundo lugar, la relación es válida entre sucesos espacialmente contiguos (…) En tercer lugar, la relación tiene un carácter temporal, en el sentido de que el suceso considerado como causa precede al efecto y es también “continuo” con este. (…) Y, por último, la relación es asimétrica. (Nagel 1961, 79-80).
Se puede apreciar que no hay conexiones causales si no están ‘apoyadas’ por leyes naturales, que son, a su vez, meras regularidades entre tipos de eventos. La posición expuesta aquí por Nagel es estándar en su época (cf. por ejemplo, Popper 1959, 57-60; Braithwaite 1959, 340-346). Los requerimientos para que exista causalidad son también los requerimientos para que se pueda dar una ‘explicación’ de un hecho. La ‘explicación’ es, si se quiere, el ‘reflejo semántico’ de una relación causal. De acuerdo con la teoría nomológico-deductiva –la teoría dominante sobre la explicación en esos años– se explica el explanandum si y sólo si el enunciado del explanandum se puede deducir a partir de leyes naturales –regularidades– y el enunciado del estado inicial del sistema de que se trate (cf. Hempel 1965, 233-246). El enunciado del estado inicial del sistema en conjunción con las leyes naturales conforma el explanans. Al comienzo de la década del 70 del siglo pasado dos contribuciones produjeron una modificación profunda en el debate: la teoría contrafáctica de la causalidad de David Lewis (cf. Lewis 1973b) y la crítica de Elizabeth Anscombe a las teorías reductivistas (cf. Anscombe 1971). La teoría de Lewis se instaló como la continuación de las concepciones regularistas. Anscombe, por otro lado, formuló una posición crítica de las premisas reductivistas humeanas dominantes hasta entonces. Lewis, en primer lugar, ha explotado la semántica de los condicionales contrafácticas para ofrecer una teoría de la causalidad. En vez de apoyarse en regularidades para hacer la reducción de los hechos causales, lo hace en ‘dependencias contrafácticas’. La idea central es que un condicional contrafáctico del tipo si p fuese verdadero, entonces q sería verdadero debe ser interpretado como una implicación estricta, pero cuyo valor está limitado a los mundos posibles más ‘cercanos’ al mundo de evaluación. Los mundos posibles pueden ser ‘ordenados’ de acuerdo a su semejanza o desemejanza. Los mundos que sean más semejantes entre sí estarán más ‘cerca’ en la métrica. Los mundos que sean más desemejantes estarán más ‘lejos’ en la métrica. Una vez fijada una ‘métrica’ entre los mundos posibles, se puede definir para cada mundo posible su ‘vecindad’, la clase de los mundos más ‘cercanos’ a un mundo dado. El condicional si p fuese verdadero, entonces q sería verdadero es verdadero en el mundo posible w –el ‘mundo de evaluación’– si y sólo si en todos los mundos más ‘cercanos’ a w en que p es verdadera, q también es verdadera. Esta semántica es desarrollada por Lewis en el importante libro Counterfactuals (1973a). Ese mismo año publicó Lewis su teoría de la causalidad en The Journal of Philosophy (1973b). Hay hechos que fundan la verdad de los contrafácticos, esto es, los hechos que se dan independientemente en cada mundo posible y sus semejanzas mutuas. Estos mismos hechos son la base de reducción para los hechos causales. Para Lewis, hay ‘dependencia causal’ entre los eventos c y e si y sólo si se dan los siguientes condicionales: si c existiese, entonces e existiría y si c no existiese, e no existiría. La causalidad es una generalización de la dependencia contrafáctica
4 Notas ↑
1.- Si [Gn] –donde “n” es un nombre propio– entonces [\exists</math>x Gx]. Este es una derivación característica en lógica de predicados de primer orden. Tal como se ha explicado más arriba, la lógica de primer orden fue considerada la lógica ‘canónica’ que pone de relieve los compromisos ontológicos de una teoría. Volver al texto
2.-En efecto, no se trata de que los defensores de universales hayan confundido la función semántica de la predicación con la función semántica de la nominación. Los lenguajes naturales cuentan con muchos sustantivos que –prima facie– son nombres de universales. También se hacen múltiples cuantificaciones que parecen tener como rango universales (cf. Pap 1959; Jackson 1977). Es notorio, además, que las conclusiones restrictivas sobre el compromiso ontológico con universales se hacen suponiendo sólo lógica de primer orden, esto es, dejando a un lado expresamente la lógica de orden superior –en la que se cuantifica sobre variables en posición predicativa. Volver al texto
3.-Por supuesto, este ejemplo fue propuesto antes de que los astrónomos hayan llegado a la conclusión de que Plutón no califica como un auténtico planeta. Volver al texto