La noción de función biológica es una herramienta básica del discurso sobre los seres vivos. Tanto en el lenguaje común como en el científico se atribuyen frecuentemente funciones tanto a las partes que componen las entidades biológicas como a los procesos que estas llevan a cabo. De esta forma, se afirma por ejemplo que el corazón tiene una función y también que el bombeo de la sangre es funcional.
Lo determinante de las explicaciones funcionales es que apelan a una contribución concreta que un rasgo supone o debe suponer con respecto a una meta o propósito. Una explicación funcional puede no estar conformada por enunciados que adscriban explícitamente una función a nada, incluso estos enunciados puede que ni siquiera incluyan la palabra “función”. Lo que caracteriza a este tipo de explicación es que se sustenta en la postulación de un “propósito” o “finalidad” que se considera inherente a los fenómenos que se abordan.
Así, el concepto de función biológica parece poseer un peculiar poder explicativo. Afirmar –citando de nuevo el que es probablemente el ejemplo más utilizado en la literatura filosófica sobre las funciones– que “la función del corazón es bombear sangre” es, a juicio de muchos teóricos, equivalente a decir que este efecto del corazón (el bombeo de la sangre) es relevante para explicar la existencia, estructura y morfología de los corazones. Un efecto biológico es una función si es una contribución a un fin biológico como, por ejemplo, la supervivencia, la reproducción o el auto-mantenimiento. Así, el poder explicativo de las funciones reside en su carácter teleológico: las atribuciones funcionales hacen referencia, en último término a una “finalidad” propia para los procesos y estructuras biológicas.
En las últimas décadas se han propuesto varios análisis conceptuales de la noción de función biológica y se han desarrollado diversas formulaciones que, desde perspectivas diferentes, ofrecen aproximaciones teóricas a las explicaciones funcionales en las ciencias biológicas. En esta entrada se explican estos diferentes acercamientos filosóficos al concepto de función biológica y se analizan los diferentes aspectos que conforman esta discusión. Para ello, este trabajo se ajusta a la siguiente estructura: tras esta introducción, en la sección 1 se distingue entre los enfoques filosóficos acerca de las funciones biológicas según se trate de análisis conceptuales o teóricos. En la sección 2 se explica el carácter particular de las explicaciones que en las ciencias biológicas apelan a la noción de función y las razones por las que estas explicaciones se consideran un reto para las concepciones clásicas de la filosofía de la ciencia (sección 2.1), se analiza el carácter teleológico y normativo de las funciones biológicas (sección 2.2), se compara el concepto de función tal y como es entendido en biología con la interpretación y uso de este concepto en relación con los artefactos y las instituciones sociales (sección 2.3) y se abordan las particularidades de la idea de función para el ámbito de las ciencias de la vida (sección 2.4). Por último, en la sección 3, se expone el estado actual del debate filosófico en filosofía de la biología, en donde sobresalen tres enfoques: el etiológico (sección 3.1), el disposicional (sección 3.2) y el organizacional (sección 3.3).
Contenido
1 Filosofía y funciones biológicas ¿Análisis conceptual o teórico? ↑
Según la estrategia que siguen y el objetivo que se proponen, podemos distinguir los análisis filosóficos del concepto de función entre conceptuales y teóricos (Millikan 1989a, Neander 1991a).
Los análisis conceptuales se interesan por el uso de las explicaciones funcionales, buscando una definición de la noción de función que sea aplicable al conjunto de los casos en los que intuitivamente o de forma especializada se utiliza este término. Un análisis conceptual busca por tanto las condiciones necesarias y suficientes para la aplicación de ciertos términos en ciertos casos concretos, enfocándose en la relación entre el término que se analiza y las creencias, ideas y percepciones de aquellos que lo profieren tanto en el contexto ordinario como en el científico o técnico.
La estrategia habitual de los análisis conceptuales consiste en poner a prueba un concepto concreto aportando contraejemplos, es decir, casos en los que un individuo o una comunidad lingüística hacen uso de este concepto pero que no se ajustan a los límites impuestos por el análisis conceptual. Consecuentemente, un análisis conceptual del concepto de función consistiría en determinar un conjunto de condiciones bajo las cuales los hablantes hacen uso de la noción de función, y, dentro de este enfoque, las críticas consistirían en encontrar usos que no se correspondan con estas condiciones propuestas. Por ejemplo, un caso muy citado de debate entre análisis conceptuales hace referencia al descubrimiento de la función del bombeo de la sangre del corazón por parte de William Harvey en el siglo XVII (Boorse 1976, 97; Nagel 1977, 284; Bigelow y Pargetter 1987, 188). Frente a los enfoques evolutivos, este caso se suele presentar como un contraejemplo, pues obviamente Harvey no tenía en mente las ideas de Darwin a la hora de postular la función del corazón, por lo que se defiende que el uso de la noción de función va más allá de las consideraciones evolutivas (puede verse una respuesta a esto en Neander 1991a).
Frecuentemente se entiende el estudio filosófico de la explicación funcional como un ejercicio de este tipo y existen importantes trabajos que pueden considerarse como análisis conceptuales (Woodfield 1976, Neander 1991a, Amundson y Lauder 1994, entre otros). Sin embargo, son muchos los problemas y dificultades que presentan los análisis conceptuales y que han hecho que muchos autores los vean como un tipo de empresa filosófica compleja y bastante ambigua. Parece haber insalvables dificultades para averiguar cuáles son las ideas, creencias y percepciones explícitas o implícitas de los hablantes para cada caso. Además, cabe señalar (tal y como han hecho, entre otros, Millikan 1989a y Schwartz 2004) que un análisis conceptual no aspira en principio a ir más allá del uso de los conceptos y que no analiza el fondo teórico en el que este uso supuestamente se sustenta. En palabras de Ruth Millikan, los análisis conceptuales son “un programa confuso, una quimera filosófica, la cuadratura del círculo, un hijo no deseado de una visión errónea de la naturaleza del lenguaje y el pensamiento” (Millikan 1989ª, 290).
Un análisis teórico, en cambio, es un intento de explicar aspectos propios del objeto al que el término refiere, o de la relación entre el uso de un término y el fenómeno al que hace referencia. Un análisis de este tipo se sitúa pues en un marco teórico concreto y se encarga de describir aquello a lo que se refiere un término concreto en relación a ese marco. Así, enunciados como “el agua es H20” o “el oro es el elemento que tiene el número atómico 79” son resultado de análisis teóricos acerca de los términos “agua” y “oro” (Neander 1991a, 314).
Las diferencias entre los análisis conceptuales y teóricos requerirían de un tratamiento que excede los objetivos de este trabajo. En cualquier caso, cabe señalar que estas dos estrategias, la conceptual y la teórica, tienen puntos en común. Por ejemplo, un análisis teórico adecuado de un término debería dar cuenta de cuál es el uso correcto de este término y de por qué ha sobrevivido y continua usándose hoy día en un marco teórico determinado (Millikan 1984). Para los propósitos de esta entrada, y sin querer minusvalorar el interés filosófico y científico de las investigaciones conceptuales (de hecho, hay quien como Karen Neander (1991a) ha defendido la relevancia e inevitabilidad de los análisis conceptuales de la noción de función biológica), nos centraremos en los análisis teóricos que conforman el debate actual, pues consideramos que son estos los que van a la raíz del problema filosófico sobre las funciones biológicas, esto es, el de su fundamentación teórica.
2 Las funciones y las explicaciones en Biología ↑
2.1 Funciones y modelos clásicos de explicación ↑
Aunque algunos autores (por ejemplo, Thompson 1987, Lipton y Thompson 1988a, 1988b) han defendido que los enunciados funcionales tienen solamente una relevancia descriptiva acerca de las propiedades y características de cierto tipo de sistemas, hay un amplio consenso en que las funciones tienen también una capacidad explicativa. Cuando atribuimos una función a un rasgo biológico estamos haciendo algo más que describir este rasgo. De hecho, las adscripciones funcionales constituyen una forma de explicación muy habitual en las ciencias biológicas: cuando presumimos que un rasgo posee una función determinada estamos explicando aspectos y características de este rasgo que consideramos relevantes.
Aún cuando existen razones para ser cautos con el uso e implicaciones que tiene hablar de funciones de los rasgos de los seres vivos (véase Mayr 1988), es indudable que el concepto de función es un instrumento esencial en Biología, así como en otros ámbitos, y que posee unas propiedades características que diferencian a las explicaciones funcionales del resto de explicaciones científicas, lo que implica varios retos para la filosofía de la ciencia.
El principal desafío filosófico que suponen las explicaciones funcionales es que no parecen ajustarse al tipo de explicación tradicionalmente aceptado en ciencia y que se basa en la noción estándar de causalidad. Los enunciados funcionales no conforman en modo alguno explicaciones causales al uso. Una función es un efecto causal en el que está envuelto un rasgo de un sistema, pero no todos los efectos ni todas las relaciones causales pueden ser consideradas como funciones. Una función es algo más que lo que un rasgo hace o causa. Este “algo más” es la idea de telos. Como ya hemos señalado, las explicaciones que se basan en atribuciones funcionales introducen en el discurso una dimensión teleológica al postular fines para los sistemas: una función es un efecto de un rasgo que es especialmente relevante porque supone una contribución para un fin. Este carácter finalista es una propiedad distintiva solo de ciertos tipos de sistemas y es la relación causal de las partes de estos sistemas con respecto a estos fines lo que hace que ciertos efectos sean funciones.
Se ha acusado a la postulación de esta teleología de ir asociada a una forma predarwinista o creacionista de considerar a los organismos vivos (Cummins 2002, Davies 2009), es decir, de remitir a formas no científicas de entender las entidades naturales. De hecho, las explicaciones funcionales no encajan fácilmente en los modelos clásicos de explicación científica, tales como el modelo nomológico-deductivo de Hempel y Oppenheim (1948). Según este modelo, toda explicación científica sigue el mismo esquema general: a partir de un conjunto de premisas, que incluyen postulados en forma de ley (nomos) acerca de ciertas regularidades, se deduce la existencia u ocurrencia de un conjunto de fenómenos. Por lo tanto, y atendiendo a este modelo, toda causalidad en ciencia es, en términos aristotélicos, causalidad eficiente. Sin embargo, la dimensión teleológica que parecen conllevar las explicaciones funcionales expresa un tipo de “causación retroactiva” (“causación final” en la terminología de Aristóteles). Decir que “la función del corazón es hacer circular la sangre” parece equivalente a decir que “el corazón existe para la circulación sanguínea”, lo que es lo mismo que afirmar que “el corazón existe porque hace circular la sangre”, lo cual es dar una explicación teleológica aparentemente sustentada en un poder causal de los efectos sobre las causas: la circulación de la sangre (efecto) es la razón o causa de la existencia del corazón (causa).
Este carácter teleológico, que posteriormente va a ser fundamentado por los modernos análisis teóricos del concepto de función, resulta desde un principio problemático para autores como Hempel y Nagel. Esta aparente incompatibilidad entre el modelo de explicación científico clásico y el modo de explicación característico de gran parte de la ciencia biológica supone un cuestionamiento de la posición y el estatus de la Biología frente a aquellas ciencias cuyas explicaciones se ajustan al modelo nomológico-deductivo, en particular con la Física. Éste es un problema fundamental en filosofía de la ciencia y una de las cuestiones más discutidas en filosofía de la biología.
Así, Nagel (1961, 1977) considera que una explicación funcional hace referencia a la contribución de un rasgo a una capacidad global del sistema, mientras que para Hempel (1959, 1965) la atribución de una función a una parte o rasgo de un sistema es, en último término, una explicación sobre las causas de la existencia de este rasgo o parte en ese sistema. Lo que ambos autores comparten es su propósito de averiguar cómo, por ejemplo, el papel del corazón con respecto a una capacidad de los vertebrados o la misma existencia de los corazones puede ser deducida de enunciados en forma de leyes que incluyan el hecho de que la circulación de la sangre es un efecto de la presencia del corazón y, al mismo tiempo, una causa de ésta.
El debate filosófico sobre las funciones biológicas que se dará en las siguientes décadas tendrá muy en cuenta los trabajos de Hempel y Nagel pero, como veremos más adelante, ya desde sus primeros orígenes tomará un nuevo rumbo. A comienzos de los años 70 del siglo XX, con muy poca diferencia de tiempo, se presentaron dos caracterizaciones muy distintas de la noción de función que han marcado las vías en las que después se desarrollarían las propuestas más recientes e influyentes (véase la sección 3).
2.2 Teleología y normatividad ↑
En una de las muchas taxonomías sobre las funciones que han surgido en el debate en los últimos años (véase, por ejemplo, Walsh y Ariew 1996 o Saborido 2014), Bock y von Wahlert (1965) marcaban una distinción entre “funciones como actividad”, es decir, todo lo que un rasgo biológico hace o es capaz de hacer, y “funciones como rol biológico”, esto es, el papel que se le asigna a ese rasgo con respecto a alguna propiedad del sistema. Basándose en gran medida en esta distinción, otros teóricos como Arno Wouters han propuesto otras distinciones como la siguiente:
1. función como actividad (función1) —lo que un organismo, parte, órgano o sustancia hace o es capaz de hacer;
2. función como rol biológico (función2) —el modo en el cual un rasgo o una actividad contribuye a una actividad o capacidad compleja de un organismo;
3. función como ventaja biológica (función3) —las ventajas que para un organismo supone tener un cierto rasgo o comportamiento;
4. función como efecto seleccionado (función4) —los efectos por los cuales un rasgo ha sido seleccionado en el pasado y que explican su presencia actual. (Wouters 2003, 635)
En esta entrada dejaremos en principio de lado las “funciones como actividad” o las “función1” en la terminología de Wouters ya que esta concepción de la noción de función se subsume perfectamente dentro de los conceptos de “efecto” o “capacidad”. Las funciones que aquí nos interesan son las que Bock y von Wahlert llaman “funciones como rol biológico”, esto es, aquellas a las que Wouters denomina “función2”, “función3” y “función4”.
Estas funciones son teleológicas al menos en un sentido y pueden serlo también en otro. En primer lugar, las atribuciones funcionales implican una teleología porque, como ya hemos dicho, parecen hacer referencia a ciertas razones de ser, propósitos o intenciones relacionadas con las entidades a las cuales se les atribuye estas funciones. Un efecto de un rasgo es una función solamente con respecto a una finalidad (sea ésta la que sea) a la cual este efecto contribuye.
En segundo lugar, cierto tipo de explicaciones funcionales son también teleológicas en un sentido más fuerte, ya que tratan de explicar la existencia de un rasgo a través de algunos efectos o consecuencias de su propia actividad. No se trata simplemente de decir que un rasgo tiene un propósito o una finalidad, sino que este propósito o finalidad explica por qué existe el rasgo. En este sentido, las preguntas de “para qué” y “por qué” se convierten en equivalentes: decir que el corazón existe para bombear sangre implica afirmar que el corazón existe porque bombea sangre, y viceversa. En palabras de Walsh: “la teleología es un modo de explicación en el cual la presencia, la ocurrencia o la naturaleza de un fenómeno es explicada apelando a una meta o finalidad al cual este fenómeno contribuye” (Walsh 2008, 103).
Así pues, es posible argumentar que existen dos formas de hablar de teleología. En primer lugar, son teleológicos todos aquellos enunciados que hacen referencia a ciertos “fines”, “metas” o “propósitos”, tal y como ocurre en el caso de las explicaciones funcionales. En segundo lugar, las explicaciones funcionales son teleológicas para varios autores también porque ofrecen una explicación (logos) acerca de la existencia de un determinado rasgo precisamente a través de la finalidad (telos) que le atribuimos cuando decimos que tiene una determinada función. Es este sentido fuerte de teleología el que defiende la postura etiológica desde sus inicios (Wright 1976) y que ha sido fuertemente criticado por teóricos de otras perspectivas (por ejemplo, Cummins 2002, Davies 2001).
Además de poseer este carácter teleológico, el concepto de función es inherentemente normativo en la medida en que se refiere a algún efecto que se supone que se ha de producir (Price 1995; 2001, 12-15, Hardcastle 2002, 144). Cuándo se atribuye una función se postula al mismo tiempo una norma que es aplicable al comportamiento de aquello que consideramos funcional. Tal y como McLaughlin (2001, 2009) ha apuntado, las funciones hacen referencia a una clase particular de relaciones entre determinados medios y fines dentro de un sistema, las cuales van más allá del concepto estándar de causalidad y tienen un fondo último normativo: para que se den unos fines que son característicos de los sistemas deben darse ciertos efectos en los rasgos de ese sistema, efectos a los cuales denominamos funciones.
La atribución de funciones implica por tanto la postulación de un tipo de efecto concreto para el rasgo funcional. Este tipo de efecto es lo que nos permite evaluar normativamente su actividad. Por ejemplo, decir que la función del corazón es bombear sangre es equivalente a afirmar que el corazón debe bombear sangre y que, en caso de no hacerlo, el corazón no estaría actuando de acuerdo a una norma que la misma atribución del bombeo de sangre como función del corazón le supone. Por supuesto, esta dimensión normativa de las funciones requiere de una justificación teórica apropiada de los criterios bajo los cuales las relaciones funcionales son identificadas como tales de entre todas las relaciones causales presentes en la actividad de un sistema y son por tanto entendidas como la norma que se debe satisfacer. Esto es, se debe explicar por qué defender que algunas de estas relaciones causales deben cumplirse (esto es, las funciones), mientras que otras simplemente ocurren (el resto de efectos no funcionales o “accidentales” de los rasgos).
Ambos aspectos, el teleológico y el normativo, superan el esquema tradicional de las explicaciones causales clásicas y suponen por tanto un auténtico reto para la filosofía de la ciencia, especialmente para aquella que se enmarca en una perspectiva naturalista (Achinstein 1977; Buller 1999; Mossio et al. 2010).
2.3 ¿“Función biológica” o “función en general”? ↑
Las explicaciones funcionales son una herramienta clave no solo de la Biología, sino también de las ciencias que se encargan de analizar y comprender los objetos creados por humanos. La noción de función es un concepto clave en tres ámbitos principales: el biológico, el tecnológico y el social, así como en los ámbitos híbridos que surgen de la interrelación de estos tres (ecosistemas, sistemas biotecnológicos, sistemas socio-tecnológicos y sistemas socio-biotecnológicos) (cfr. Krohs y Kroes 2009, 4).
Se ha defendido (Perlman 2009, Preston 2009, Longy 2009) que una definición adecuada del concepto de función debería poder aplicarse a todos los ámbitos en los que se utiliza este concepto y es ya un lugar común en la literatura especializada que es un desideratum de toda teoría sobre las funciones el lograr una definición capaz de abarcar todos estos campos (Preston 1998, 215). Sin embargo, no parece que éste sea un requisito necesario para una buena definición del concepto en un ámbito determinado.
Tal y como Nicholson (2012) ha señalado, considerar que los organismos son como máquinas es algo que está en la base de gran parte de la Biología contemporánea, que hereda esta concepción de una filosofía de la naturaleza de corte cartesiano y la aplica en su lenguaje científico usando frecuentemente imágenes mecanísticas e ingenieriles para describir las entidades biológicas, por ejemplo denominando a la célula como una “máquina molecular” (Maturana y Varela 1973, Konopka 2002). Esta equiparación entre las organizaciones ingenieriles y biológicas ha sido denominada “analogía artefactual” por autores como Ruse (2003), Ayala (2004) o Lewens (2000). Esta forma de entender los sistemas biológicos puede ser provechosa y quizá hasta cierto punto necesaria, pero no puede hacernos olvidar el hecho de que muchos de los aspectos esenciales de los seres vivos, como el de su carácter intrínsecamente teleológico o su organización auto-re-producida, no pueden identificarse con los de una máquina.
Muchos conceptos se utilizan tanto para el caso de los sistemas biológicos como de los artefactos y de los sistemas sociales, tales como “evolución”, “organización jerárquica”, “desarrollo”, “(re)producción” o “integridad”. (Krohs y Kroes 2009, 4-5). De hecho, la analogía artefactual puede explicar en gran medida el origen del uso del lenguaje funcional en Biología. Sin embargo, las propiedades organizacionales de los organismos vivos son radicalmente distintas de las de los artefactos. El papel de la intencionalidad y la fundamentación de la normatividad son completamente diferentes para cada campo, y la noción de funcionalidad también se aplica de forma diferente en los ámbitos biológicos y técnicos. Por ejemplo, mientras que las adscripciones funcionales conciernen a los artefactos como un todo (por ejemplo, la función de un martillo), en el caso biológico se aplican a las partes o rasgos de los organismos y no a éstos como entidades globales. Si nos dejamos llevar demasiado por la analogía artefactual estaremos ignorando propiedades únicas de los seres biológicos que son el fundamento mismo de la idea de funcionalidad biológica.
En conclusión, no parece indiscutible que una buena definición de función deba necesariamente poder ser aplicada de igual manera en todos los ámbitos en los que hablamos de funciones. De hecho, defender esto puede entenderse, tal y como ha defendido Davies, como muestra de una manera ingenua de ver las similitudes entre los seres vivos y los artefactos técnicos (Davies 2001, 7-8). En este trabajo nos restringiremos por tanto al ámbito biológico, aún cuando muchas de las propuestas de análisis teórico de las funciones biológicas hayan tenido también la ambición de poder ser aplicadas en los otros casos en los que también se habla de funciones.
2.4 Funciones en biología ↑
Ya Kant en la Crítica del Juicio había señalado que en la naturaleza se observa un tipo de finalidad intrínseca, pues los seres vivos están organizados como si tuviesen un fin propio. Este aparente carácter teleológico, comúnmente aceptado cuando nos referimos a artefactos u organizaciones que son diseñadas por los seres humanos para cumplir ciertos propósitos, resulta más problemático cuando tratamos con sistemas biológicos. Al fin y al cabo, los artefactos y las instituciones sociales son diseñadas, utilizadas y mantenidas de forma más o menos consciente para cumplir con una cierta finalidad impuesta por sus usuarios.
No obstante, apelar a la intencionalidad de estos diseñadores o usuarios quizá pueda no ser suficiente para fundamentar la atribución de funciones ni siquiera para este tipo de casos. No hay un consenso sobre esto en la filosofía de la tecnología y hay quien sostiene que la intencionalidad de los usuarios y diseñadores no es un fundamento válido o suficiente tampoco para abordar las funciones en los sistemas artificiales (Bloom 1996, Meijers 2000, Vermaas y Houkes 2003, Lewens 2004, Krohs 2008).
En el caso de los sistemas biológicos, apelar a fines es algo aún más complicado, ¿cómo podríamos justificar la referencia a un telos y una norma inherentes cuando ni siquiera podemos apelar a una intención externa? Resulta como mínimo problemático explicar desde las ciencias biológicas la organización de los seres biológicos en términos de una intencionalidad externa.
La consideración de que la organización observable en la naturaleza es solo un caso particular de una organización artefactual es la base en la que se apoya una forma “onto-teo-lógica” (véase Heidegger 2006) de entender a los organismos vivos. Así, si recurrimos de nuevo al caso de la función del corazón, podemos decir desde este pampsiquismo que la causa de la existencia del corazón es un poderoso Demiurgo, Deidad, Creador o Diseñador Inteligente externo que habría creado el corazón para (es decir, con la intención consciente de) hacer circular la sangre. Éste ha sido el punto de vista predominante en la historia del pensamiento sobre las funciones biológicas. Considerar que el mundo natural ha sido creado y diseñado por una mente primera y superior está en la base de las más antiguas reflexiones sobre la naturaleza, es la presuposición fundamental de gran parte del pensamiento más primitivo, puede encontrarse en la cosmología de autores clásicos y es uno de los fundamentos del pensamiento teológico de gran parte de nuestra historia pasada y presente. La definición de la Naturaleza como un gran artefacto es la idea que funda la Teología Natural (Paley 1970) y aún hoy es defendida con modernos argumentos por los partidarios del Diseño Inteligente. Además, se ha defendido incluso que esta es la forma en la que comenzamos a interpretar el mundo que nos rodea cuando somos niños (véase Kelemen 1999, 2004; Defeyter y German 2003).
Uno de los mayores hitos de la revolución científica protagonizada por Darwin fue el demostrarnos que es posible explicar este “diseño natural” sin hacer referencia a un diseñador externo (Dawkins 1986, Dennett 1995). El mecanismo evolutivo de la selección natural nos proporciona una explicación del origen de este diseño que acude solo a causas eficientes. Pero, aún a pesar del triunfo y afianzamiento progresivo de esta “revolución copernicana” de Darwin en nuestra cultura popular y, sobre todo, científica, parece que esto no implica el librarnos del todo de la causalidad final en el campo del estudio de lo biológico.
En la Biología y las disciplinas afines o derivadas de ésta, tales como la Fisiología o la Etología, la causalidad final se ha atrincherado de un modo un tanto ambiguo, aunque muy tenaz, en el moderno concepto de función. Como ya se ha señalado anteriormente, la Biología y las explicaciones funcionales tienen una muy estrecha relación. De hecho, se ha defendido muy a menudo que no parece posible una ciencia de lo biológico que no hable de funciones, lo que es especialmente visible en la rama de la Fisiología, a la que incluso se la ha llegado a denominar como “ciencia de la función”. Algunos autores (Ayala 1968, Mayr 1988), han llegado a sostener que es precisamente este tipo de explicación, en tanto en cuanto inherente a las ciencias de la vida, algo que diferencia a la Biología del resto de ciencias y la convierte en una disciplina autónoma, irreducible al pretendido modelo de la Física. Ayala, por ejemplo, ha afirmado que la presencia de las explicaciones teleológicas en Biología no es solo aceptable, sino realmente indispensable (Ayala 1970, 44). Aunque se pueda admitir que el concepto de función biológica sigue teniendo un cariz teleológico pre-científico, es también un instrumento conceptual al que la Biología no puede renunciar. Una célebre sentencia de Haldane afirma que la teleología es para el biólogo como una amante a la que no puede renunciar pero con la que tampoco quiere ser visto en público. Sea como fuere, las explicaciones funcionales constituyen un reto ineludible para la filosofía de la biología. Son muchas las propuestas que persiguen una fundamentación naturalista adecuada de estos aparentes propósitos naturales que convierta a la teleología en una acompañante respetable para la Biología, lo cual supondría, en último término, un tratamiento teóricamente adecuado de la idea de causalidad final sin necesidad de recurrir a un pampsiquismo y abordando las preguntas sin responder que aún plantea la Biología post-darwinista acerca de los fines y las normas naturales. En la siguiente sección analizaremos estas propuestas.
3 Estado de la cuestión: enfoques etiológicos, disposicionales y organizacionales ↑
3.1 El enfoque etiológico ↑
El artículo “Functions” de Larry Wright (1973) inaugura la perspectiva etiológica, que considera, al igual que hiciera Hempel, que la función de una entidad es la razón por la que esa entidad existe en la actualidad. De acuerdo con Wright (1973, 161), un enunciado de la forma “la función de X es Y” implica las siguientes dos afirmaciones:
(a) X está ahí porque hace Y; y
(b) Y es una consecuencia (o resultado) de que X esté ahí
En este esquema, (b) representa el hecho de que Y es un efecto (no una causa) de X, y (a) representa la explicación teleológica de la existencia de X, ya que la palabra “porque” es utilizada aquí en su sentido “ordinario, conversacional y explicativo-causal” (Wright 1973, 157). Y aquí es en donde Wright da un novedoso giro a las definiciones clásicas: en lugar de considerar a Y como una causa de X (lo que reintroduciría el problema de la causalidad retroactiva), el análisis de Wright parte del hecho de que Y es un efecto de X a fin de proveer una explicación en términos de causalidad eficiente de la existencia de X en tanto en cuanto produce Y.
Wright considera su propuesta como una teoría “etiológica” de la teleología, ya que analiza los enunciados funcionales como explicaciones de la existencia de un rasgo estrictamente en términos de sus antecedentes causas eficientes, es decir, de su etiología. De esta forma, el enfoque etiológico toma explícitamente la cuestión de la teleología como el problema central para una teoría de las funciones y considera que las explicaciones funcionales son capaces de explicar la existencia del rasgo funcional de un modo científicamente válido. Así, la estrategia etiológica busca justificar y naturalizar el carácter teleológico de las funciones apelando a un modo de explicación causal científicamente aceptable.
En la formulación predominante, derivada de los trabajos de Wright, se apela a un proceso causal histórico-selectivo, según el cual la existencia de los actuales rasgos funcionales es la consecuencia de la selección ejercida sobre los efectos de las ocurrencias previas del rasgo (Millikan 1989a, Neander 1991b, Kitcher 1993, Griffiths 1993, Godfrey-Smith 1994, Buller 1998). Estas teorías etiológicas, a las que podemos denominar como “teorías de efecto seleccionado”, han recurrido a la selección natural como el mecanismo causal que explicaría la existencia de los rasgos funcionales. De acuerdo con estas teorías, la función de un rasgo está determinada por los efectos por los cuales las pasadas instancias de este rasgo (sus ancestros) fueron seleccionadas por el mecanismo evolutivo de la selección natural.
La selección explicaría así la existencia de los rasgos funcionales actuales a partir de la actividad de las ocurrencias previas del rasgo, ya que éstas habrían dado una ventaja selectiva a su portador permitiendo que sus herederos hayan sobrevivido continuadamente hasta hoy. La emergencia y preservación de un comportamiento funcional pueden por tanto interpretarse como el resultado de un proceso adaptativo guiado por la selección natural.
Así, según estas teorías de efecto seleccionado, la función (propia) de X es Z si X se deriva evolutivamente de X' y X existe porque X' hacía Z en el pasado. La característica explicada por este análisis funcional etiológico debe haber sido seleccionada por la consecuencia funcional y debe haber sido producida o reproducida como un resultado directo de ese proceso de selección. Tanto la selección de la consecuencia funcional sobre otras alternativas como la replicación de la estructura con esa consecuencia como un resultado directo de la selección son requisitos para garantizar una adscripción funcional etiológica, es decir, para poder hablar de “funciones propias”.
De este modo salvamos el concepto de función de la amenaza de una inexplicable explicación teleológica, ya que los procesos funcionales no están producidos por las mismas entidades que se supone que explican su existencia, sino por sus ancestros. La principal consecuencia de esta estrategia explicativa es consecuentemente su enfoque histórico: lo que hace a un rasgo funcional no es el hecho de que contribuya de algún modo a una capacidad del sistema al que pertenece, sino el que tenga una historia selectiva determinada.
Indudablemente, esta estrategia etiológico-evolutiva tiene notables virtudes. En primer lugar, a través de la restricción de su enfoque a los rasgos que son sometidos a selección, se excluyen las atribuciones funcionales para rasgos de otro tipo de sistemas. En segundo lugar, el hecho de interpretar las funciones como efectos seleccionados permite una identificación certera de las funciones de entre todos los procesos que se dan en un sistema y, en particular, dibuja una frontera entre las funciones de los rasgos y los efectos accidentalmente útiles para el sistema. Además, como sus partidarios señalan, las teorías etiológicas están particularmente bien posicionadas para dar cuenta de varios aspectos relacionados con la atribución de funciones. En particular, no se requiere que un rasgo desarrolle su función en el momento actual ni de un modo regular o correcto y ofrecen una caracterización firme de qué es una disfunción: un rasgo funciona de un modo incorrecto cuando no hace aquello para lo cual ha sido seleccionado (Millikan 1989a, Neander 1991a).
Aún considerando estas virtudes, el enfoque de las teorías de efecto seleccionado tiene también sus debilidades. Una de ellas es que una fundamentación evolutiva en términos de selección natural no puede garantizar funcionalidad a estructuras que han sido seleccionadas en un momento histórico por una característica y que han vuelto a ser seleccionadas por otra distinta en un momento posterior. Este tipo de situaciones son muy comunes en biología y ha llevado a autores como Gould y Vrba (1982) a recuperar el término de “exaptaciones” (exaptations). El origen de los huesos en los vertebrados es uno de los ejemplos que utilizan para ilustrar las exaptaciones. En un principio, los huesos se formaron por la acumulación de moléculas de fosfato de calcio que servían para satisfacer las necesidades de la actividad metabólica de ciertos organismos, sin tener nada que ver con su función actual de dar soporte al cuerpo (Halstead 1969). Un caso parecido es el de las plumas de las aves. El Archaeptorix, uno de los primeros ancestros de los pájaros contemporáneos, ya estaba cubierto de plumas, aunque en este caso no tenían ninguna función relacionada con el vuelo sino que se cree que tenían un papel como aislante térmico. Solamente más tarde las plumas de las aves adoptaron su actual función (Gould y Vrba 1982, 7). En estos casos, la razón por la que la característica fue seleccionada en un estadio evolutivo difiere del motivo por el que fue seleccionado en otro. Nos encontramos por así decirlo ante dos funciones de efecto seleccionado distintas para un mismo rasgo. El enfoque de las teorías de efecto seleccionado se demuestra pues inadecuado o al menos insuficiente para abordar las funciones en estos casos.
A fin de evitar este problema, teóricos como Godfrey-Smith (1994), Griffiths (1993) o Schwartz (1999) desarrollaron un nuevo tipo de teoría etiológica que considera únicamente la historia reciente. Según esta teoría, la función de un rasgo sería, de entre todos los efectos que este rasgo haya podido tener para los distintos antecedentes históricos, aquel efecto que ha hecho que este rasgo se haya seleccionado más recientemente. De este modo, no importa que, por ejemplo, en un principio los huesos tuviesen una función metabólica, porque la razón por la que recientemente los huesos se han seleccionado es porque dan soporte al cuerpo y esta es, ahora, su función propia.
La definición propuesta por Godfrey-Smith es la siguiente:
La función de m es F si y solo si:
I. m es miembro de la familia T,
II. los miembros de la familia T son componentes de sistemas biológicos reales del tipo S,
III. entre las propiedades compartidas por los miembros de T está la propiedad o el conjunto de propiedades C, que puede hacer F,
IV. una de las razones por las que los miembros de T, como m, existen en la actualidad es el hecho de que miembros ancestros de T se mostraron exitosos bajo selección en el pasado reciente, gracias a que contribuyeron positivamente a la fitness de sistemas del tipo S, y
V. miembros de T fueron seleccionados porque hacían F, debido a que tenían C.
(Godfrey-Smith 1994, 218)
Paul Griffiths propone también una definición similar a la de Godfrey-Smith, que considera además aplicable al campo de las funciones de los artefactos:
“Siendo i un rasgo de sistemas del tipo S, F es una función propia de i en sistemas de tipo S si y solo si una explicación seleccionista en términos de causas próximas de los sistemas S debe considerar F como una contribución a la fitness de S desempeñada por i.” (Griffiths 1993, 153)
En esta misma línea, Peter Schwartz propone el siguiente enfoque basado en la “utilidad continuada” (continuing usefulness account):
“Un tipo de rasgo X tiene la función propia F (en un tiempo t) si y solo si:
C1. X ha surgido, ha sido modificado o ha sido mantenido por selección natural en algún momento (anterior a t) porque haciendo F ha contribuido a la fitness de individuos con X, y
C2. El desempeño de F por parte de X ha contribuido de forma relevante y reciente (antes de t) a la supervivencia y reproducción de organismos en esta especie y con este rasgo.” (Schwartz 1999, 253)
Esta propuesta logra responder a la dificultad de las exaptaciones, sin embargo, aunque restrinjamos en el tiempo el ancestro pertinente para la atribución funcional, muchas de las objeciones presentadas contra las teorías de efecto seleccionado, como la de su incapacidad para abordar el origen primero de las funciones biológicas o la emergencia de diversidad funcional, siguen sin ser satisfactoriamente respondidas.
Otro tipo de propuesta etiológica es la “etiología débil” defendida por Buller (1998) y Kitcher (1993) según la cual la función de un rasgo no está definida por la contribución al proceso por el cual este rasgo se ha mantenido evolutivamente, sino por la forma en la que el rasgo funcional ha contribuido a preservar la existencia de su portador (y sus descendientes) a través del proceso de selección natural. La clave de este enfoque etiológico radica en desplazar la atención del rasgo al sistema. Lo importante para determinar que un rasgo es funcional no está en si este rasgo ha contribuido mediante un efecto determinado a su propia selección, sino a la selección del tipo de sistema al que pertenece. En el caso biológico lo que determina el para qué está diseñado un rasgo concreto es la presión de la selección natural no sobre ese rasgo concreto, sino sobre un tipo de organismo en su conjunto. Es esta presión selectiva lo que determina el diseño de los organismos al cual responden las funciones de los rasgos biológicos. Según la definición Buller:
“Un rasgo concreto T en un organismo O tiene la función de producir un efecto del tipo E solo en caso de que instancias pasadas de T contribuyesen a la fitness de ancestros de O debido a que producían E, y por lo tanto contribuyeron causalmente a la reproducción de rasgos T en el linaje de los organismos O.” (Buller 1999, 284)
Ésta es una teoría etiológica menos restrictiva que la defendida por los partidarios de las teorías de efecto seleccionado como Millikan o Neander. Aunque ambos tipos de propuesta apelan a la historia de un rasgo para definir su función, la “etiología débil” de Kitcher y Buller no precisa que un rasgo haya sido seleccionado frente a otras posibles variantes de rasgos para que sea considerado como funcional. No importa si ha habido o no selección de este rasgo concreto frente a una variación de rasgos “rivales”, sino que basta con que haya contribuido a la capacidad de reproducción y supervivencia de los organismos ancestros portadores de este rasgo mediante alguno de sus efectos (esto es, su función). No obstante, esta teoría, al igual que las teorías de efecto seleccionado o las teorías de historia moderna, sigue siendo problemática, pues al igual que éstas tiene un carácter inherentemente epifenoménico.
Como crítica general, podría considerarse que los aspectos problemáticos de todas las teorías etiológicas se derivan de su epifenomenalismo: desde una perspectiva histórica como la que se propone, las atribuciones funcionales no tienen ninguna relación con las contribuciones actuales de ese rasgo con respecto al sistema actual, ya que se fijan únicamente en la historia selectiva del rasgo. Es decir, lo que determina la atribución de función (o funciones) a un rasgo concreto no son los efectos actuales de la presencia de este rasgo concreto, sino los efectos pasados que tuvo la presencia de los ancestros de este rasgo en ancestros del sistema que se está analizando.
Se ha señalado a menudo que uno de los problemas que se le presentan a los análisis etiológicos es el de su incapacidad de resolver las paradojas derivadas de contraejemplos basados en “dobles”, consistentes en imaginar dos objetos con propiedades idénticas pero en el que uno de ellos tiene una historia evolutiva a sus espaldas y el otro se ha formado espontáneamente (Bigelow y Pargetter 1987). Desde el enfoque etiológico nos veríamos obligados a decir que podemos atribuir funciones a los rasgos y partes de la entidad con historia evolutiva, pero no a los rasgos y partes de la entidad sin historia evolutiva, a pesar de que ambas son indistinguibles tanto en estructura como en comportamiento. Y, aunque se puede sostener que este tipo de contraejemplos basados en experimentos mentales sin base empírica no son pertinentes, ya que en la realidad no existe nada con la suficiente complejidad para poder sobrevivir y reproducirse sin una historia evolutiva (Millikan 1989b), no es necesario recurrir a un experimento mental para encontrar situaciones en las que la historia causal que da origen a una entidad funcional no nos es accesible o no está basada en la selección natural. Esto es precisamente lo que ocurre cuando abordamos la cuestión acerca del origen de la vida o cuando nos centramos en investigar el origen o la emergencia de nuevas funciones. ¿En qué momento podemos decir que un rasgo o parte de un sistema es ya funcional? ¿Realmente no existen funciones hasta que un mecanismo selectivo las “escoge”? Parecería que la realidad es más bien la contraria y que los mecanismos de selección (como la selección natural) actúan precisamente sobre conjuntos suficientemente diversos de entidades en las que ya se dan ciertos comportamientos distintivos, a los cuales podríamos perfectamente llamar “funciones”. Como los teóricos disposicionalistas han defendido, contamos con buenos motivos para suponer que es posible establecer criterios para determinar qué comportamientos son funcionales independientemente (o, al menos, antes de) la actuación de la selección natural (Boorse 1976, Cummins 2002, Davies 1994, 2001).
3.2 El enfoque disposicional ↑
Basándose precisamente en el análisis de lo que un sistema concreto hace aquí y ahora, Robert Cummins (1975) con su artículo “Functional Analysis” funda la perspectiva “sistémica”, también llamada “disposicional” o “de rol causal”. La forma de entender las funciones biológicas de Cummins se centra en un tipo de estrategia explicativa a la que denomina “análisis funcional”. Según Cummins, los enunciados funcionales no explican la existencia de un rasgo funcional –es decir, no tienen una dimensión teleológica en el sentido fuerte que vimos en la sección 2.2– sino que son explicaciones acerca de la contribución de este rasgo con respecto a una actividad o capacidad del sistema que lo engloba. A través del análisis funcional de una capacidad de un sistema la contribución de cada rasgo o parte (es decir, su función) se hace visible.
Así, las funciones no se fundamentan en una causalidad circular que explica la existencia del rasgo funcional, como defienden los etiológicos, sino que son una clase particular de efectos causales o disposiciones de un rasgo. Partiendo de esta perspectiva, las teorías disposicionales que siguen este modelo de Cummins han sido denominadas de “rol causal”, “disposicionales” o “forward-looking” (mirando hacia delante), por contraste con la perspectiva “backward-looking” (mirando hacia atrás) del enfoque etiológico.
Cabe decir que, aunque el análisis teórico de Cummins ciertamente logra salvar el problema del epifenomenalismo, lo hace al coste de vaciar el concepto de función de su contenido teleológico, por lo que parece incapaz de explicar el modo en el cual el concepto de función es usado normalmente en biología. Basta recordar el ejemplo con el que comenzamos este escrito: los biólogos (y seguramente también el resto de personas) parecen estar de acuerdo en que la función del corazón es bombear sangre y no, por poner otro caso de algo que también hace el corazón, emitir sonido. Según el análisis funcional propuesto por Cummins, ambos efectos pueden ser considerados funciones. Si buscamos los principios teóricos subyacentes al concepto de función biológica, el cual discrimina entre los efectos del corazón como bombeador de sangre y como productor de sonido, debemos admitir que el análisis de Cummins es, por lo menos, insuficiente.
A fin de salvar los problemas de la postura excesivamente liberal de Cummins, los diferentes enfoques disposicionales posteriores han propuesto criterios para identificar las capacidades que han de ser consideradas como objetivos de las relaciones funcionales. El reto consiste en ofrecer una caracterización de estas capacidades que sea al mismo tiempo naturalizada –esto es, fundada en las características constitutivas del sistema y no relacionada con las decisiones extrínsecas de un observador externo– y adecuada –es decir, que introduzca constricciones sobre lo que cuenta como funcional en concordancia con la normatividad presente para las adscripciones funcionales tanto en el uso científico como cotidiano–.
Así, propuestas directamente derivadas del trabajo de Cummins, como las de Craver (2001) o Davies (2001) defienden que las funciones no serían sino efectos causales de la actividad de un rasgo de un sistema jerárquicamente organizado con respecto a una capacidad de más alto nivel. En esta línea, aunque de un modo más restrictivo, se han desarrollado otras propuestas que han introducido un mayor número de restricciones específicas sobre lo que hace a las relaciones causales propiamente funcionales, ligando el concepto de función, al igual que ya propuso Nagel, con la idea de goal-directedness (direccionalidad hacia un fin). De acuerdo con estos enfoques, se adscriben funciones a las partes que componen los sistemas biológicos y a los artefactos porque el comportamiento de estas entidades parece estar regulado y orientado hacía alguna finalidad (Adams 1979, Boorse 1976, 2002). En el caso específico de los sistemas biológicos, el reto teórico consiste en identificar, de entre todas sus capacidades sistémicas y sobre la base de criterios no arbitrarios, la meta o las metas a las que se supone están dirigidos.
Una respuesta a este reto ha sido adoptar una caracterización de la idea de “direccionalidad hacia un fin” (goal-directedness) que limita la clase de sistemas y capacidades hacia las cuales se debe conducir el análisis funcional (Boorse 2002, Nissen 1997). En particular, los sistemas biológicos pueden ser descritos como cibernéticamente dirigidos para sobrevivir (y reproducirse), y las funciones biológicas serían pues disposiciones para lograr estas metas. Las “metas” de los sistemas biológicos estarían determinadas por las regulaciones internas de los sistemas biológicos. La principal virtud de esta perspectiva es que ofrece una interpretación de las funciones que, a diferencia de lo que ocurría con el enfoque sistémico más amplio, reconoce y fundamenta las funciones como relaciones con respecto a fines.
No obstante, la caracterización cibernética de “sistema dirigido a fines” no se restringe únicamente al tipo de sistemas y capacidades a las que usualmente atribuimos funciones. Tal y como ya señaló Jonas (1966), la caracterización cibernética de “finalidad” es incapaz de dar cuenta adecuadamente de la frontera entre sistemas “genuinamente” dirigidos a metas (esto es, los sistemas biológicos y los artefactos) y los sistemas físicos en equilibrio (physical equilibrium systems), los cuales tienden a algún estado constante o estado de equilibrio (véase también Nissen 1980, Di Paolo 2005). Toda regulación interna que lleva al sistema hacia un estado concreto puede entenderse como un comportamiento “dirigido a un fin”. Por esta razón, y tal y como Bedau (1992) y Melander (1997) argumentan, los criterios cibernéticos pueden interpretar comportamientos que usualmente consideramos disfuncionales como funcionales en aquellos casos en los cuales el sistema opera activa y persistentemente para lograr una meta “errónea”.
Existe una tercera vía disposicional que propone identificar las funciones con las contribuciones causales de los componentes al éxito reproductivo (fitness) (Bigelow y Pargetter 1987, Canfield 1964, Ruse 1971, Walsh 1996). Estas teorías sostienen que un rasgo biológico tiene una función solo cuando confiere al organismo que lo posee una propensión a mejorar su capacidad de supervivencia y reproducción (Bigelow y Pargetter 1987, 108). Estos teóricos argumentan que esta referencia a la propensión a mejorar la supervivencia y reproducción logra evitar que se atribuyan funciones a efectos accidentales y/o contingentes. No obstante, y pesar de la indudable ventaja de tener en cuenta el hecho de que las funciones contribuyen de algún modo a la supervivencia del sistema, lo cual constituye una importante dimensión de las funciones biológicas, se ha de tener en cuenta que todas las funciones biológicas son contribuciones a la mejora de la capacidad de supervivencia, pero no todas las contribuciones a la capacidad de supervivencia son consideradas normalmente como funciones. Cualquier efecto de un rasgo del sistema puede, bajo las condiciones de entorno adecuadas, suponer una contribución a la supervivencia. Apelar a la propensión a la supervivencia y la reproducción tampoco supone una solución satisfactoria para dar con una definición de función biológica.
Como vemos, la principal virtud de los enfoques disposicionales está en el reconocimiento de que las atribuciones funcionales hacen referencia a algo más que a simples relaciones causales: las funciones se refieren a relaciones dirigidas a fines en los sistemas reales y actuales, es decir, “disposiciones”. Más específicamente, las funciones serían contribuciones de los componentes de los sistemas analizados que dan lugar a la emergencia de una capacidad concreta del sistema global. No obstante, este enfoque, que se basa en el rechazo por principio del concepto de función como un concepto teleológico, no ha sido capaz de determinar de forma unívoca cuál es la capacidad concreta del sistema con respecto a la cual es legítimo considerar a ciertos efectos como funciones.
3.3 El enfoque organizacional ↑
Así pues, el debate entre etiologicistas y disposicionalistas coloca el estudio filosófico sobre las funciones ante una problemática alternativa. Dependiendo de la forma en la que se aborde la dimensión teleológica de las explicaciones funciones nos encontramos, por un lado, con las teorías etiológicas, las cuales tratan de dar cuenta de esta dimensión desde un enfoque problemáticamente epifenoménico, ya que no hacen referencia a las características o propiedades del sistema concreto que se analiza; por otro lado, las teorías disposicionales entienden las funciones en términos de contribuciones actuales a ciertas capacidades del sistema analizado, pero no parecen llegar a una formulación última que permita determinar cuáles serían las capacidades globales pertinentes al rechazar por principio la dimensión teleológica del concepto de función.
Por otro lado, la mayoría de autores parece estar de acuerdo en que los enfoques etiológico y disposicional proveen de definiciones alternativas sobre las funciones, en el sentido de que la explicación acerca de la existencia de un rasgo funcional parece ser conceptualmente independiente de la explicación de la contribución de este rasgo a una capacidad del sistema analizado, y viceversa. Algunos autores (Allen y Bekoff 1995, Godfrey-Smith 1993, Millikan 1989b, 2002) han propuesto una solución pluralista que aboga por la coexistencia de estas dos definiciones alternativas sobre las funciones, argumentando que los enfoques etiológicos y disposicionales realmente se ocupan de dos conceptos distintos pero complementarios. Otros, como Kitcher (1993), Walsh (1996) y Walsh & Ariew (1996), han defendido que hay, de hecho, un único concepto de función dentro del cual las conceptualizaciones etiológica y disposicional pueden ser subsumidas como casos particulares. La perspectiva organizacional que presentaremos a continuación adopta una estrategia muy diferente aunque supone también otro intento de unificación de estas perspectivas tratando de preservar sus virtudes y salvar sus limitaciones.
El enfoque organizacional ofrece una definición unificada extendiendo la dimensión teleológica de las atribuciones funcionales a la actividad actual del sistema analizado, es decir, explica la razón de la existencia del rasgo a través de lo que el sistema hace “aquí y ahora”. Las funciones, tanto de los rasgos históricos como de los actuales, son contribuciones a algún aspecto propio de la organización del sistema (siguiendo la línea de los disposicionales) que explican la presencia de este rasgo (tal y como defendían los etiológicos). Este concepto organizacional de función pretende abordar tanto la dimensión teleológica como la dimensión normativa de las funciones biológicas unificando los enfoques de las teorías etiológicas y disposicionales en un mismo marco teórico.
En el enfoque organizacional las funciones se fundamentan en las relaciones causales que un conjunto de partes de un sistema establece entre sí mediante una compleja red de interacciones que, en último término, mantiene y produce a esas mismas partes componentes. A esta red de relaciones causales la denominamos organización auto-mantenida. Con respecto a una organización auto-mantenida, las funciones son interpretadas como efectos causales específicos de una parte o rasgo que contribuyen al mantenimiento de esta organización y, por lo tanto, al suyo propio. Por tanto, las atribuciones funcionales, tanto de los rasgos históricos como de los actuales, son explicaciones de la presencia de este rasgo, pues una función es una contribución a la organización del sistema al cual pertenece. De esta forma, la perspectiva organizacional no cae en el problema del epifenomenalismo y se muestra, al mismo tiempo, perfectamente consistente con el esquema propuesto por Wright, pues esta contribución a la organización auto-mantenida supone una causalidad circular.
De esta forma, interpretar una función como una contribución a la organización nos ofrece los recursos teóricos para naturalizar la teleología de las funciones ofreciendo al mismo tiempo una explicación tanto de la existencia de los rasgos funcionales como de su rol causal con respecto a la actividad actual del conjunto del sistema (Saborido et al. 2010). Dado que la actividad de un componente X contribuye al mantenimiento del conjunto de la organización y, por tanto, al mantenimiento de ciertas condiciones necesarias para su propia existencia, es lícito responder a la pregunta “¿por qué existe X en ese sistema?” con la respuesta “porque X tiene la función Y en ese sistema”. Lo que explica, de forma teleológica, la razón de la existencia de este componente haciendo referencia a alguno de sus efectos, esto es, a su función.
Los trabajos de McLaughlin (2001), Schlosser (1998), Delancey (2006), Edin (2008), Collier (2000), Bickhard (1993, 2000) y Christensen y Bickhard (2002) pueden considerarse como los más significativos referentes de esta nueva perspectiva. Todos ellos fundan el análisis teórico del concepto de función en la caracterización ontológica de los sistemas biológicos como sistemas que poseen una organización auto-mantenida. Sin embargo, pueden observarse notables diferencias entre estas propuestas. En las siguientes líneas expondremos de forma muy sucinta en qué consisten algunas de estas propuestas teóricas.
Schlosser (1998) propone que los rasgos funcionales son aquellos componentes de un sistema complejo que, bajo ciertas circunstancias, son auto-reproducidos. Las explicaciones funcionales son pues enunciados acerca de la presencia de ciertos rasgos en sistemas con un tipo específico de organización, a saber, sistemas auto-reproductivos “complejos”. Un rasgo funcional X es una parte de un sistema complejo que produce F, y F es, bajo ciertas circunstancias, algo necesario para la auto-reproducción de X. La funcionalidad es pues una “condición de necesidad” para la autoreproducción de los rasgos de un sistema complejo. Por ejemplo, la función del corazón es bombear sangre si y sólo si, considerando un periodo finito de tiempo, (1) el corazón es causalmente necesario para establecer el bombeo de la sangre y (2) el bombeo de sangre es causalmente necesario para establecer a su vez al corazón. Las atribuciones funcionales son, pues, sólo apropiadas para rasgos que se auto-reproducen, lo que restringe los sistemas con partes funcionales a los sistemas con partes auto-reproductivas. Estos sistemas son, en términos de Schlosser, “sistemas que pasan a través de secuencias cíclicas de estados y que gracias a ello se mantienen estables a largo plazo, a pesar de estar cambiando continuamente” (Schlosser 1998, 311). El caso paradigmático de sistema complejo auto-reproductivo, a cuyos rasgos se aplican las atribuciones funcionales, es el organismo biológico. Así, Schlosser propone el siguiente esquema:
F es una función de X(en el tiempo t) si y solo si:
Para un cierto periodo de tiempo t0 < t < t + x + y <t0 + T
(1) X(t) es directamente causalmente necesario para establecer F(t +x) (bajo ciertas circunstancias c1).
(2) F(t + x) es indirectamente causalmente necesario para establecer X(t + x + y) (bajo ciertas circunstancias c2).
(3) Las relaciones causales entre X(t), F(t+x) y X(t+x+y) son complejas. (Schlosser 1998, 315).
En resumen, la propuesta organizativa de Schlosser considera que la funcionalidad de un rasgo puede ser definida como condición de necesidad para la auto-reproducción de este rasgo. La existencia de un rasgo X en un tiempo t se explica teleológicamente a través de su función, pues esta función es causa de que este rasgo se auto-reproduzca en un sistema complejo, ya sea esta auto-reproducción dentro del mismo sistema complejo o en otro distinto (como es el caso de las funciones de los rasgos relacionados con la reproducción, como el óvulo o el semen).
Por su parte, Peter McLaughlin expone en su libro What Functions Explain: Functional Explanation and Self-Reproducing Systems (McLaughlin 2001) otra caracterización organizacional de las funciones. Para McLaughlin, decir que la función de X (para S) es F, significa afirmar, por lo menos, que:
(1) X hace o posibilita F (en o para cierto sistema S);
(2) F es bueno para S; y
(3) siendo bueno para S, F contribuye a la (re)producción de X (es decir, hay un mecanismo de feed-back implicado en el hecho de que F beneficie que S (re)produzca X) (McLaughlin 2001, 140).
En este caso, se considera que un rasgo (X) es funcional si contribuye mediante su actividad al funcionamiento de los mecanismos de retroalimentación y es por tanto “bueno” para el sistema, ya que contribuye al mantenimiento del conjunto y a la misma (re)producción del rasgo. En este sentido, comparte con Schlosser esta idea de que una función es una contribución a la reproducción, en última instancia, del propio rasgo funcional.
Quizá la principal novedad de la teoría de McLaughlin esté en que admite varias formas de entender esta (re)producción del rasgo. La (re)producción de X puede ser dentro de un mismo sistema (como puede ser el caso por ejemplo del corazón), o en un sistema distinto (semen) o, incluso, puede tratarse de una (re)producción meramente virtual, lo cual nos permite aplicar este esquema también a las funciones de los artefactos y de los sistemas sociales. Por ejemplo, (1) las gafas (X) mejoran la visión (F) en los humanos (S); (2) mejorar la visión (F) es algo considerado como bueno por y para los humanos que usan gafas (S); y (3) ya que esto es considerado como algo bueno, mejorar la visión (F) contribuye a la reproducción de las gafas (X), pues los humanos las seguirán manteniendo y fabricando.
Sin embargo, y aun cuando este tipo de caracterización de las funciones nos abra la prometedora vía para una teoría unificada de las funciones biológicas y tecnológicas, se hace necesario una caracterización más concreta del tipo de organización auto-mantenida al cual es posible atribuir funciones. Al contrario de lo que ocurría con el modelo de Schlosser, que contaba con una caracterización de sistema complejo demasiado restrictiva, podemos encontrar multitud de entidades y sistemas, tales como las estructuras disipativas, en las cuales sería posible aplicar el modelo de McLaughlin, aun cuando sus partes y rasgos no sean usualmente sujetos de atribuciones funcionales.
Además, tanto la propuesta de Schlosser como la de McLaughlin se apoyan principalmente en la idea de que una función es una contribución al mantenimiento y reproducción de un rasgo o componente. De este modo, un rasgo o componente X tendría la función Y, si y solo si Y contribuye a que X se reproduzca o mantenga. No obstante, este tipo de planteamiento da algunos problemas. Por ejemplo, el caso del comportamiento de algunas entidades, tales como las células cancerígenas, que “disfuncionalmente” se sobre-reproducen, debería ser visto como un comportamiento funcional desde esta perspectiva, así como el de otros muchos rasgos o componentes que, precisamente por su continuado mantenimiento o su reproducción desmedida no solo no contribuyen a la organización auto-mantenida del sistema, sino que son una amenaza para ésta.
Dentro del enfoque organizacional sobre las funciones biológicas, se está desarrollando también una perspectiva distinta que no cae en este problema, pues no se centra en la auto-reproducción de los rasgos funcionales, sino en la contribución activa de estos rasgos a la dinámica constitutiva del sistema global. En esta línea han venido trabajando John Collier (2000), Mark Bickhard y Wayne Christensen (1993, 2000, 2002).
Estos autores fundamentan la normatividad y la teleología de las funciones biológicas en las propiedades de auto-mantenimiento de los sistemas biológicos. Los sistemas biológicos son sistemas auto-mantenidos, pues son capaces de modificarse a sí mismos y a su entorno en pro de su persistencia, respondiendo de este modo a los estímulos externos e internos modificando su propio funcionamiento para incrementar su viabilidad. Los sistemas auto-mantenidos son sistemas auto-gobernados compuestos por redes de procesos interdependientes cuya actividad colectiva está generada por el propio sistema (Collier 2000). Son auto-mantenidos porque su organización interna modifica, en mayor o menor medida, sus condiciones de contorno, lo que posibilita el mantenimiento del sistema. La organización o estructura interna de estos sistemas puede existir únicamente en condiciones alejadas del equilibrio termodinámico, por lo que se precisa el mantenimiento recursivo de una serie de procesos encadenados a fin de asegurar la preservación de estas condiciones alejadas del equilibrio e impedir así la desintegración.
En física, el ejemplo paradigmático de sistemas auto-mantenidos son las estructuras disipativas (Glansdorff y Prigogine 1971, Nicolis y Prigogine 1977), esto es, los sistemas en los cuales un patrón macroscópico (una “estructura”) emerge en presencia de un específico flujo de materia y energía en unas condiciones de entorno alejadas del equilibrio termodinámico. En estas estructuras disipativas, este patrón macroscópico ejerce a su vez una acción constrictiva sobre las condiciones de entorno que contribuyen al mantenimiento de este flujo de materia y energía necesario para su propia existencia. En la naturaleza, una amplia gama de sistemas físicos y químicos, tales como los huracanes, los remolinos, las reacciones químicas oscilatorias o las células de Bénard, pueden ser descritos como sistemas disipativos (Chandresekhar 1961, Field et al. 1972, Field y Noyes 1974). Dado que las estructuras disipativas pueden existir sólo en la medida en que se den unas específicas condiciones de contorno, y dado que la misma estructura global contribuye al mantenimiento de esas condiciones, la actividad del sistema es pues una condición necesaria (aunque, por supuesto, no suficiente) para la existencia misma del sistema.
Podemos considerar una célula viva como un ejemplo de sistema automantenido (Christensen y Bickhard 2002, Hofmeyr 2007), pues su organización interna transforma materia y energía de su entorno a través de sus vías metabólicas a fin de lograr la energía química y las moléculas orgánicas precisas para recomponer esa misma organización metabólica y, en definitiva, auto-mantenerse.
Los autores que se enmarcan en este enfoque organizacional definen el concepto de función en los siguientes términos: los diferentes rasgos de este tipo de sistemas son funcionales en tanto en cuanto contribuyen a que el sistema global pueda seguir auto-manteniéndose. Así, las rutas metabólicas de una célula son funcionales porque sirven a la autonomía de la célula, el corazón es funcional porque sirve al auto-mantenimiento del vertebrado y el semen es funcional porque sirve al de la especie. Un rasgo funcional emerge en la organización de un sistema porque es útil para mantener las condiciones que permiten el auto-mantenimiento de ese sistema, lo cual fundamenta la normatividad y la teleología de las funciones. En palabras de Bickhard:
Una contribución al mantenimiento de las condiciones alejadas del equilibrio de un sistema también alejado del equilibrio es funcional, es decir, sirve a una función con respecto a la estabilidad y la persistencia de ese sistema (Bickhard 2000, 114).
Esta propuesta, sin embargo, presenta una importante dificultad: al igual que ocurre con el resto de modelos organizacionales, no es capaz de especificar en qué condiciones es posible atribuir funciones a los rasgos de un sistema auto-mantenido, pues existen sistemas de este tipo, tales como las mencionadas estructuras disipativas, a cuyas partes no se atribuyen funciones, aun a pesar de realizar un auto-mantenimiento. De hecho, uno de los ejemplos de sistema auto-mantenido que estos autores manejan es el de la llama de una vela, la cual vaporiza la cera de la vela y facilita la convección del aire, contribuyendo así a su propio mantenimiento. Sin embargo, no se ve sobre qué base puede hablarse de partes funcionales en este tipo de sistemas auto-mantenidos tan simples, y, por tanto, en qué sentido una idea tan genérica de auto-mantenimiento puede fundamentar el concepto de funcionalidad.
En otra propuesta organizacional (Mossio et al. 2009, Saborido et al. 2011) se ha defendido que las atribuciones funcionales requieren considerar que el auto-mantenimiento biológico se lleva a cabo gracias a un modo complejo de interdependencia que apela las relaciones en conjunto de constricciones que instancian lo que se ha denominado “cierre organizacional”. El cierre organizacional es la realización de una red de interrelaciones entre estructuras materiales (constricciones) que ejercen una influencia sobre sus condiciones de entorno de forma tal que se posibilita que el conjunto de la red se auto-mantenga. En un cierre organizacional, cada proceso o parte que contribuye al auto-mantenimiento está dinámicamente presupuesto por el resto de partes y procesos, de tal forma que el conjunto de un sistema debe actuar de una determinada manera pues, de lo contrario, dejaría de existir (Mossio 2013, Montevil y Mossio 2015, Moreno y Mossio 2015).
Esta idea de cierre organizacional permite naturalizar la noción de función y es algo que no se da en todos los sistemas auto-mantenidos. Para que haya cierre organizacional debe darse una diferenciación interna entre las contribuciones al mantenimiento del sistema. Dado que podemos identificar a ciertas partes como constricciones que ejercen efectos causales distintos que son mutuamente dependientes y que, a través del mantenimiento del conjunto, contribuyen a su propio mantenimiento, se pueden atribuir funciones a estas partes y esta atribución de funciones tiene una relevancia explicativa capaz de fundamentar tanto la teleología como la normatividad de los enunciados funcionales. Así, según la definición de estos autores, un rasgo tiene una función si y solo si cumple con estas tres condiciones:
C1. T contribuye al mantenimiento de la organización O de S;
C2. T es producido y mantenido bajo ciertas constricciones ejercidas por O
C3. S realiza cierre organizacional (Saborido et al. 2011).
Así, el corazón tiene la función de bombear sangre porque (C1) bombear sangre contribuye al mantenimiento del organismo permitiendo a la sangre circular, lo cual posibilita, entre otras cosas, el transporte de nutrientes a las células, la estabilización de la temperatura y el Ph, etc. Al mismo tiempo, (C2) el corazón es producido y mantenido bajo ciertas constricciones ejercidas por el organismo, cuya integridad es asimismo un requisito para la existencia del propio corazón. Por último, el organismo presenta una organización que realiza cierre organizacional, pues está constituido por un conjunto de estructuras interdependientes que contribuyen al auto-mantenimiento biológico del conjunto del sistema.
Esta propuesta no es susceptible a las acusaciones de liberalidad que se presentaban a otros enfoques organizacionales pero también ha sido criticada. Además de cuestionar las posibles ventajas de este enfoque sobre los ya clásicos (Garson 2016, Artiga & Martinez 2016, Mossio y Saborido 2016), se han señalado las dificultades de esta teoría para dar cuenta de las funciones de rasgo relacionados con la reproducción (Delancey 2006, Saborido et al. 2011) o para fundamentar la idea de disfunción (Artiga 2011, Kraemer 2013, Saborido et al. 2016, Saborido y Moreno 2015).
En conclusión, cabe señalar que el enfoque organizacional está compuesto por una familia cada vez más numerosa de teorías que han enriquecido el debate filosófico actual sobre las funciones biológicas.
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