El 10 de octubre de 1990, The Journal of the American Medical Association (JAMA) publicó un singular artículo del neuroanatomista Frank Lynn Meshberger sobre el fresco del genial Michelangelo Buonarotti, conocido como La creación de Adán, que se encuentra en la bóveda de la Capilla Sixtina, en el Vaticano. Meshberger la sometió a un exhaustivo análisis y descubrió que la imagen de Dios con los ángeles representa, con gran detalle, un cerebro y su unión con la columna vertebral. Casi cinco siglos después de La Creación…, más precisamente en el año 1991, la artista conceptual inglesa Helen Chadwick desarrolló una transparencia fotográfica en la que se ven las dos manos de una mujer sosteniendo un cerebro, y que lleva el sugestivo título de Self-Portrait (Autorretrato). Esta obra representa la siguiente idea: el cerebro constituye el centro de nuestra identidad. En otras palabras, nuestro yo es, esencialmente, nuestro cerebro. Todas nuestras percepciones, nuestros sentimientos, nuestras creencias y nuestros pensamientos son producciones de nuestro cerebro.
En este sentido, tanto el análisis neuroanatómico de Meshberger en torno a la obra de Michelangelo, como así también el trabajo de Chadwick, son un fiel reflejo del impacto que la neurociencia ha venido teniendo en la cultura durante las últimas décadas. De hecho, transitamos una época en que la neurociencia se ha apropiado del liderazgo que antes tuvieron la física y la genética entre las disciplinas científicas. La abrumadora cantidad de nuevos éxitos en este campo ha generado un nivel de expectación en cuanto a su capacidad explicativa como pocas veces se ha visto (tanto en la comunidad científica como en la opinión pública). Dichos éxitos están directamente relacionados con el avance de las matemáticas, la física, la biología y la informática, pero sobre todo, con el desarrollo de las nuevas técnicas de neuroimagen. Así, la neurociencia ha experimentado, desde los años ochenta, una auténtica revolución tecnológica.
Desde aquellos años se ha abierto un vasto horizonte de posibilidades para las investigaciones sobre el Sistema Nervioso. Difícilmente encontremos un aspecto de la naturaleza humana que haya permanecido ajeno a ese campo de investigación. Prueba de ello ha sido la aparición de líneas de investigación que apenas treinta años atrás hubieran resultado inimaginables: neuroeconomía, neuroeducación, neuroarte, neuropolítica, neurohistoria, neuroderecho y neuromarketing (entre muchas otras… ¡hasta neurogastronomía!). Como es de imaginar, las experiencias religiosas, dada su extraordinaria importancia en la vida de los individuos y de las sociedades, no quedaron al margen del auscultamiento de la neurociencia. De esto tratará, en efecto, el presente artículo. ¿Es aceptable la idea de una neuroteología? ¿Cómo convendría definir dicho término? ¿Es razonable suponer que la neuroteología constituye la mejor fuente de explicación de las experiencias religiosas? ¿Qué aporta de interesante y qué peligros entraña? ¿Qué configuración epistemológica y metodológica debería poseer para no incurrir en fáciles reduccionismos? ¿Cuáles han sido sus hallazgos más significativos hasta el momento? ¿Qué disciplinas científicas deberían tomar parte en sus investigaciones? ¿Sólo la neurociencia, o también podrían incluirse otras? ¿Cuáles son sus posibilidades? ¿Cuáles son sus límites?
Lo que sigue a continuación es un intento por responder a estas complejas preguntas que, básicamente, se compendian en seis apartados. El primero aborda el problema semántico y presenta el status quaestionis. El segundo se centra en la dimensión interdisciplinar y propone el desarrollo de una neuroteología holística siguiendo las directrices sugeridas por Aldous Huxley (el creador del término). El tercero examina la noción de experiencia religiosa atendiendo especialmente a su modo de comprensión en el marco de las investigaciones neuroteológicas. El cuarto consiste en una revisión historiográfica de la disciplina. En ese contexto, describe sus problemas fundamentales y presenta los resultados de algunos de los estudios más relevantes. El quinto se aboca a sus desafíos metodológicos. El sexto procura definir su estatuto científico. Finalmente, el séptimo apartado indaga sobre las ventajas de la neuroteología desde el punto de vista práctico.
Contenido
1 Neuroteología: acuerdos y desacuerdos en el uso del término ↑
El término neuroteología ha sido definido de diversas maneras, por lo que será necesario, en primera instancia, examinar sus diferentes acepciones (al menos las más relevantes), como así también las razones por las que diversos autores lo rechazan; y en segunda instancia, justificar su uso y delinear un concepto más preciso. La génesis del término neuroteología es estrictamente literaria y tiene lugar en la obra de Aldous Huxley. El primer trabajo en que el autor insinúa la creación de esta disciplina es una novela de juventud titulada Antic Hay (1923). Allí se dice de uno de sus personajes que ha estudiado teología, y se añade: “Pero si teología y teosofía, entonces, ¿por qué no teonomía, teotrofía, teotomía, teogamia? ¿Por qué no teofísica y teoquímica?” (Huxley 1948, 7). Mucho tiempo después, en la novela Island (1962), Huxley se referirá, ya de manera explícita, a la neuroteología. Algunos años más tarde, concretamente en 1970, el Premio Nobel en Medicina Francis Crick publica en la revista Nature un artículo titulado “Molecular Biology in the Year 2000”. En dicho artículo, el científico dice sentirse en la obligación de sugerir el desarrollo de un nuevo campo “en el cual prácticamente no se ha hecho ningún trabajo hasta ahora, y propongo para su consideración la teología bioquímica (biochemical theology)” (1970). En opinión de Crick, esa nueva teología debería emprender el estudio ⎼a nivel de la biología molecular de la sinapsis y la organización global del sistema nervioso⎼ de asuntos como, por ejemplo, la eficacia de la oración. En tal sentido, Crick reconoce la pertinencia de la propuesta huxleyana y la cercanía de su teología bioquímica con la teoquímica.
Con todo, fue James Ashbrook quien en la década de 1980 comenzó a utilizar el vocablo neuroteología con fines estrictamente científicos, concretamente, en su artículo de 1984 titulado “Neurotheology: The Working Brain and the Work of Theology”. Dicho término no alcanzó mayor popularidad hasta la aparición de los trabajos de Eugene d’Aquili y su discípulo Andrew Newberg. Desde entonces, y especialmente en los últimos 15 años su uso fue incrementándose considerablemente. Según Ashbrook (y otros como Michael Persinger, Vilayanur Ramachandran, Willoughby Britton, Osamu Muramoto y Michael Gazzaniga), la neuroteología se define como el intento de averiguar si existe o no un específico lugar de Dios (God spot) en el cerebro. En otras palabras, la neuroteología consistiría en el estudio de los correlatos cerebrales de las experiencias religiosas. Por ejemplo, Persinger (1983) desarrolló una hipótesis general según la cual las experiencias religiosas y místicas serían el resultado de micro convulsiones epilépticas acaecidas en el lóbulo temporal. Es decir, las experiencias religiosas serían efectos patológicos o fallas específicas de ciertos acontecimientos neurológicos. Ramachandran (1998) también sugiere que las experiencias religiosas podrían tener su origen en el lóbulo temporal. En la misma línea, Willoughby Britton afirma ⎼coincidiendo con Ramachandran⎼, que el lóbulo temporal constituye el módulo de Dios (God module). La expresión God module fue introducida por Ramachandran en la Annual Conference de la Society for Neuroscience del año 1997. El módulo de Dios sería aquella región del cerebro por la cual nos es posible conectarnos con lo sagrado. Muramoto (2004), por su parte, ubica ese módulo en el córtex prefrontal medial, y Michael Gazzaniga (2005) identifica tres zonas del cerebro relevantes para la formación de creencias y experiencias religiosas: el lóbulo frontal y los lóbulos temporales. Sobre éstos últimos sostiene Gazzaniga: “Los lóbulos temporales (sobre todo en las regiones temporales medias) son quizá responsables de los aspectos emocionales de la experiencia religiosa” (Gazzaniga 2005, 164). En fin, para estos científicos la religiosidad parece poseer una localización claramente distinguible y definida en el cerebro.
Algunos prosélitos de la neuroteología han pretendido incluso definir la verdad de los postulados religiosos (comenzando por la existencia de Dios) sobre la base del estudio biológico de los comportamientos del cerebro durante las experiencias religiosas (Jeeves 2010). Pero concepciones como las recién desarrolladas han sido objeto de duras críticas, precisamente porque sugieren una recuperación de la clásica frenología decimonónica, tal y como fuera defendida en su momento por hombres como Franz Gall, Orson Fowler, Henry Clarke, George Combe, Charles Cowan y William Scott, esto es, como la búsqueda de abultamientos espirituales en el cerebro dentro de los cuales Dios se encontraría configurado o cableado (hardwired). Los tres principios fundacionales de la frenología postulados por Franz Gall (cf. Jeeves 2010) son los siguientes: 1) el cerebro (particularmente el córtex) es un órgano de la mente; 2) el cerebro está compuesto de partes, cada una de las cuales sirve a una facultad/función específica; y 3) el tamaño de las diferentes partes del cerebro, indica la fuerza relativa de las diferentes facultades/funciones a la que cada una de ellas sirve. Cabe añadir que estos principios han contribuido a delimitar el marco de referencia de la investigación neurocientífica (junto con otros postulados y descubrimientos, entre los que merece destacarse especialmente el de las áreas del lenguaje por parte de Paul Broca y Carl Wernicke).
El tercer principio fue el más cuestionado, y por ende, el que mayor daño ocasionó a la reputación de la frenología. Sin embargo, los otros dos han ejercido enorme influencia en la investigación neurocientífica. Prueba de ello es, por ejemplo, la teoría de la modularidad de lo mental (modularity of mind) de Jerry Fodor (1983), que –en opinión de Raymond Tallis (2011)– se inspira en los postulados de Gall. La frenología contemporánea es, desde luego, diferente a la postulada por sus defensores decimonónicos, puesto que no puede, por ejemplo, omitir el fenómeno de la plasticidad cerebral, otrora desconocido. No obstante, el marco de referencia establecido por los primeros frenólogos continúa siendo básicamente el mismo. Y dentro de ese marco se han desarrollado algunos de los más importantes experimentos neuroteológicos.
Esa parece haber sido la razón por la que algunos científicos (entre los que destacan Malcolm Jeeves y Warren Brown) se resisten a atribuirle estatus científico a la neuroteología. Ellos consideran que el localizacionismo ha sido superado. En efecto, Jeeves y Brown afirman, en primer lugar, que la frenología fue falsada (dicho esto en los términos de la epistemología popperiana), y en segundo lugar, que tanto en la frenología como en la neurociencia contemporánea, existe una amplia variedad de posibles relaciones entre la ciencia y la religiosidad (2010). Es así que la neuroteología parece incurrir inevitablemente en un reduccionismo, y esto fundamentalmente por dos razones: 1) porque pretende circunscribir la religiosidad a ciertas experiencias de carácter puramente subjetivo acaecidas en un supuesto módulo de Dios; y 2) porque pretende que la neurobiología sea la única fuente de explicación de las experiencias religiosas. En sintonía con Jeeves y Brown, el médico judío Jerome Groopman sostiene: “¿Por qué tenemos este extraño interés, revestido de neuroteología, de objetivar la fe con las campanas al vuelo y los vítores de las nuevas tecnologías? […] el creer que la ciencia es el camino a seguir para descifrar lo divino, y que la tecnología puede captar a Dios en fotografía, no es más que pura deificación de las capacidades del hombre. Y eso, tal como místicos religiosos y expertos estudiosos admiten por igual, es la esencia de la idolatría” (cf. Jeeves 2010, 55).
El temor de Groopman con la neuroteología –como así también el de Jeeves y Brown–, está justificado, especialmente si se toma en cuenta la frecuencia con que la ciencia deja paso al cientificismo. No obstante, el empeño del hombre por objetivar el fenómeno religioso (experiencias religiosas, creencias y comportamiento religioso) a través del conocimiento científico no sólo es posible –como lo atestigua la abundante literatura científica de áreas como la biología evolutiva, la psicología evolutiva, la etología humana, la antropología, las ciencias cognitivas de la religión y, desde luego, las neurociencias– sino también necesario. La ciencia y la tecnología tienen mucho que aportar al conocimiento del fenómeno religioso, siempre y cuando no sucumban a la tentación de la auto-divinización, como señala atinadamente Groopman.
Ahora bien, retomando la cuestión de la frenología, parece claro que ⎼en una época en la que el modelo holista-sistémico está expandiéndose por todo el espectro de disciplinas científicas⎼, una rehabilitación de la misma suena a todas luces anacrónico e ingenuo. Como afirma Uttal: “El problema central que enfrenta la neurociencia cognitiva es cómo lidiar con la suposición no demostrada de que los procesos mentales son tan accesibles, separables y localizables como los aspectos materiales del cerebro” (2001). Este problema se torna particularmente relevante a la hora de estudiar las experiencias religiosas pues suponiendo que una experiencia de ese tipo pueda ser localizada en un circuito/área específica del cerebro, quedará pendiente de respuesta la pregunta acerca de qué es exactamente lo que dicha localización nos dice sobre la forma en que el cerebro lleva a cabo esa función (Cunningham 2011). En este aspecto, concepciones como la de Ashbrook han condicionado decisivamente la opinión de un importante número de científicos que, por eso mismo, se niegan a adscribirle a la neuroteología el estatuto de disciplina científica. Pero del hecho de que las críticas esgrimidas contra la concepción de Ashbrook sean correctas, no se deriva que no existan modos alternativos de concebir la neuroteología (modos a los no se les podrían aplicar tales críticas).
Una de esas concepciones alternativas es la de Newberg, d'Aquili y Rause (2001). Estos científicos entienden que la neuroteología: “explora la teología desde una perspectiva neurológica […] ayudándonos a comprender la tendencia del hombre hacia la religión y el mito religioso” (177). Esta concepción de la neuroteología parece menos pretenciosa que la anterior, aunque también ha sido objeto de críticas. Martínez-Salio (2009) señala, por ejemplo, que no se puede hablar de un equivalente neuro- de la teología, por las siguientes razones: la teología es la ciencia que trata de Dios, de sus atributos y perfecciones, como así también del conocimiento que el hombre tiene de Él a través de la fe o la razón; pero la existencia y las características de Dios no pueden ser objeto de la investigación científica (en este caso, de las neurociencias). Luego, el vocablo neuroteología, definido en los términos de d'Aquili y Newberg sería epistemológicamente inapropiado.
Contra esto, cabe señalar que si bien la definición de teología sugerida por Martínez-Salio (2009) es ⎼en principio⎼ correcta, también es cierto que, en el contexto epistémico en el que se plantea la neuroteología, el significado del vocablo teología adquiere “un sentido más amplio que incluye conceptos como Dios, religión, espiritualidad, trascendencia, mística, entre otros” (Acosta 2015). En otras palabras, la teología puede comprenderse como la disciplina que indaga acerca de Dios considerando las diferentes maneras en que Éste se vuelve accesible a la experiencia humana. A la luz de esta definición, el planteamiento de d’Aquili y Newberg no parece tan descabellado. Aun así, Newberg (varios años después de la muerte de su colega d’Aquili) reconoce no haber estado nunca satisfecho con el uso del término neuroteología y considera que son diversas las razones de su insatisfacción. A pesar de eso el autor sostiene que, aunque trataba de evitar el uso del término tanto como podía en sus artículos y libros, se daba cuenta de que nunca iba a desaparecer, pues el resto del mundo continuaba usándolo para describir el campo que estudia la intersección entre el cerebro y la religión (2010).
Por otra parte, existen enfoques alternativos como el de Wilfried Apfalter, para quien el vocablo neuroteología tiene un marcado carácter anfibológico, debido a que las diferentes “idiosincrasias de la formación de la palabra” (2009) pueden llevar a algunos a enfatizar la dimensión neuro, y a otros la dimensión teológica. De hecho, según criterio del autor, el término neuroteología cae bajo el paraguas de la teología. Siendo esto así, el autor propone concebir y practicar la neuroteología desde un marco de referencia teológico. Dicho de otra manera, Apfalter considera que la neuroteología es parte de la teología y que, por eso mismo, su nombre más apropiado sería el de teoneurología o neurociencia cognitiva de la experiencia religiosa (2009).
Cabe mencionar, por último, una postura más radicalmente anti-neuroteológica, como es la del biotecnólogo italiano Alberto Carrara, quien en su artículo “Neuroteología. Lo que hay detrás de esta nueva ‘ciencia’” (2011), califica a la neuroteología de pseudociencia, sin más. Carrara busca en el portal de Amazon libros dedicados a la neuroteología o a la relación entre neurociencia y religión. Dice encontrar 34 títulos en lengua inglesa al 15 de enero de 2011, y a los autores de todos esos libros los acusa de reducir la persona humana a su simple biología, sin reparar en el hecho de que varios de ellos (por ej. Eugene d’Aquili, Andrew Newberg, Malcolm Jeeves, Warren Brown, Mario Beauregard y Anne Runehov) se sitúan en las antípodas de lo que sería una concepción materialista/biologicista de la persona humana. Finalmente, define a la neuroteología como “una pseudo-ciencia que, por medio del método empírico, trata de estudiar los fundamentos neurológicos y evolutivos de las experiencias espirituales subjetivas”, todo esto, sin ofrecer razones epistemológicas, metodológicas o lingüísticas que justifiquen una definición tan denostativa.
En fin, más allá de las diferencias existentes entre las concepciones recién enunciadas, se han formulado otras críticas a la neuroteología, pero desde un punto de vista ético. Puntualmente, el neurólogo de Cambridge Alasdair Coles (2008) sostiene que quienes utilizan el neologismo neuroteología dan a entender que antes del surgimiento de dicha disciplina no se efectuaron trabajos científicos relevantes sobre las experiencias religiosas, y con ello desacreditan investigaciones de enorme valor. Contra la crítica de Coles podría decirse que, efectivamente, la neuroteología constituye una nueva disciplina por dos razones básicas: 1) porque propone un método distinto basado en la utilización de herramientas tecnológicas nuevas (no invasivas) con las cuales se puede estudiar la dinámica cerebral como en ningún otro momento de la historia ha podido hacerse, lo cual supone un auténtico cambio de paradigma en el modo de estudiar las experiencias religiosas. Luego, no se trata de negar el valor de los trabajos precedentes, sino de priorizar una nueva forma de aproximación a ese tipo de experiencias, que como tal, provee información radicalmente diversa en comparación con las investigaciones anteriores. 2) Porque si bien es cierto que se han hecho numerosas investigaciones acerca de la religiosidad, todas ellas han consistido en estudios aislados dentro de un campo de investigación mucho mayor (un ejemplo muy conocido es el tratado sobre psicología de la religión de William James titulado Las variedades de la experiencia religiosa, de 1902). En tal sentido, bajo el nombre de neuroteología lo que se pretende es formalizar, sistematizar y dar consistencia disciplinar (epistemológica, metodológica y conceptual) a un ámbito de estudio específico dentro del cual sea posible propiciar encuentros, debates e investigaciones conjuntas con un firme propósito de avance.
Ahora bien, el panorama de la neuroteología parece poco alentador dada la falta de consenso en los asuntos recién mencionados. Quizás sea tiempo de retornar a las fuentes en busca de una respuesta de mayor calado que aporte claridad al problema. Y aquí la idea de “retorno a las fuentes” no se refiere a Ashbrook y a su originario uso científico del término, sino al origen literario (al menos sólo en las formas) al que ya se hizo referencia, es decir, a la caracterización inicialmente adscrita por Huxley en su obra Island. Dicha caracterización alude a un proyecto de trabajo multidisciplinar en el que, por un lado, se busque intersecar ⎼en un discurso compartido⎼ los conocimientos alcanzados en torno a las experiencias religiosas, y por otro lado, se evite toda clase de verticalismo epistemológico-metodológico que opaque o minimice el valor de lo sostenido por el resto de las disciplinas. Se podría incluso dar un paso más allá y decir que, para Huxley, la neuroteología no alude únicamente a las experiencias religiosas sino a la naturaleza humana. La neuroteología tiene que ver, en última instancia, con el modo como entendemos al hombre. Para el escritor inglés, las experiencias religiosas constituyen la cúspide del desarrollo humano, el elemento humanizador por antonomasia. De ahí que la neuroteología deba centrarse en ellas procurando no postergar ningún aspecto de su complejísima dinámica.
De manera similar, pero sin llegar a la radical visión huxleyana, otros autores afirman que la neuroteología debe ocuparse de investigar cómo el fenómeno y la conducta religiosa pueden ser comprendidos desde el punto de vista neurocientífico, tomando en cuenta los aspectos teológicos y religiosos. Así, para estos autores el problema no consiste en ofrecer una visión exhaustiva del fenómeno religioso en clave neurocientífica, sino más bien “en comprender las correlaciones entre los fenómenos religiosos y lo que los estudios neurocientíficos han sido capaces de mostrar con relación a esos fenómenos religiosos” (Runehov 2007, 23). Vista de este modo, la neuroteología tendría consecuencias positivas tanto para la teología como para la misma neurociencia. En esa línea, una publicación realizada conjuntamente por el Observatorio Vaticano y el Center for Theology and Natural Sciences de Berkeley, California, aboga por una neuroteología de la persona que favorezca el mutuo enriquecimiento de la teología y la neurociencia, considerando que la segunda puede ayudar a la teología a incorporar materialidad en su noción de persona humana, y que la teología puede favorecer a la neurociencia haciéndola consciente de las características más holísticas y sintéticas del ser humano (Russell, Murphy, Meyering y Arbib 1999).
Ciertamente, esta concepción de la neuroteología se aproxima significativamente a la propuesta que insinuó Huxley a comienzos de la década de 1960. De hecho, la neuroteología entendida en clave huxleyana trasciende los intereses estrictamente científicos y tecnológicos dado que constituye un elemento fundamental para superar el cientificismo moderno que identifica a la racionalidad con el discurso científico (considerado como el único modo de acceso válido a la realidad). Pero un desarrollo más detallado de estos temas amerita un epígrafe aparte.
2 Concepción huxleyana de la neuroteología: hacia una interdisciplinariedad radical ↑
Aldous Huxley (1894-1963) acuña el vocablo neuroteología en los últimos años de su vida, en un contexto novelístico-utópico y, por tanto, ficticio. No obstante, el autor utiliza la novela como herramienta para transmitir un mensaje de alto contenido filosófico, e incluso podría decirse, para exponer toda una cosmovisión. Sus referencias a la neuroteología son muy escuetas en términos explicativos y no suman más de dos. Con todo, una lectura general de sus ensayos, novelas, cartas y notas, y un estudio diacrónico de sus ideas, permiten esbozar una concepción suficientemente clara de su naturaleza. De acuerdo a la propuesta de Huxley, la neuroteología, lejos de pretender naturalizar la religión incurriendo en reduccionismos ontológica y epistemológicamente objetables, debería erigirse en una ciencia de fronteras, es decir, en un saber que parte del a priori de que el ser humano es una realidad cognoscitivamente inagotable. Según el autor, el neuroteólogo es “alguien que piensa en la gente en términos de Clara Luz del Vacío y de sistema nervioso vegetativo, simultáneamente” (1962, 97). Para el desarrollo del concepto de neuroteología, Huxley toma como marco de referencia la tradición budista, más precisamente, el budismo tibetano (el Bardo Thodol o Libro Tibetano de los Muertos). La noción de Clara Luz del Vacío podría equipararse a lo que en occidente denominamos Espíritu, y según sea el caso, Infinito.
Pero ¿qué significa comprender a la persona en términos de Clara Luz del Vacío y del sistema nervioso vegetativo simultáneamente? Tal vez la respuesta pueda encontrarse en su último escrito, un breve artículo de 1963 titulado Education on the Nonverbal Level. Allí Huxley define al hombre como un “anfibio múltiple” (multiple amphibian), que existe en uno y, al mismo tiempo, en varios universos: “Él es, al mismo tiempo, un animal y un intelecto racional; un producto de la evolución cercanamente relacionado con los simios y un espíritu capaz de auto-trascendencia; un ser sentiente en contacto con los datos brutos de su propio sistema nervioso y del entorno físico, y al mismo tiempo el creador de un universo de palabras y otros símbolos de fabricación casera […] Él es un ego auto-consciente y auto-centrado que es también miembro de una especie moderadamente gregaria […] Neurológicamente, es un evolucionado cortex-Jekyll asociado con un inmensamente antiguo tronco-cerebral-Hyde. Fisiológicamente, es una creatura cuyo sistema endocrino está perfectamente adaptado a las condiciones imperantes del Paleolítico inferior, pero vive en una metrópolis y pasa ocho horas al día en una oficina con aire acondicionado. Psicológicamente, es un producto altamente educado de la civilización del siglo veinte, encadenado, en un estado de simbiosis difícil y hostil, a una dinámica perturbadoramente inconsciente, a una salvaje fantasía y a una identidad impredecible, y sin embargo capaz de enamorarse, de escribir cuartetos de cuerdas, y tener experiencias místicas” (2000-2002, V.6: 304). Como se puede observar, Huxley desarrolla una concepción antropológica que no prescinde de ningún enfoque, y que otorga primacía a las experiencias religiosas porque sitúan al hombre en el horizonte del ser, en la frontera entre el tiempo y la eternidad.
Siendo esto así, ¿cómo sería entender la neuroteología en clave huxleyana? No parece haber una respuesta taxativa a esta pregunta. Empero, considerando la definición dada por el autor e interpretándola desde los postulados fundamentales de su concepción metafísico-religiosa, antropológica y epistemológica, se sugiere lo siguiente: la neuroteología no sólo consiste en el estudio de las correlaciones existentes entre el sistema nervioso y las experiencias pre-místicas o místicas, sino en un programa mucho más amplio y ambicioso. La neuroteología es el intento de articular en un discurso compartido (en una especie de lingua franca) cohesionado y consecuente, los resultados de las investigaciones realizadas en todo el rango de disciplinas que estudian las experiencias religiosas, desde las ciencias naturales hasta las humanidades. Se trataría entonces, de un esfuerzo de fusión –a nivel discursivo– de los conocimientos adquiridos en todo el espectro de disciplinas que estudian las experiencias religiosas y que, por ende, cubren todos los niveles ontológicos posibles, desde el nivel neuro hasta el teológico-místico. Huxley propone con claridad meridiana un estudio de esas características con relación a la naturaleza humana. En Literature and Science, declara que una hipótesis sobre la naturaleza humana genuinamente científica, no resulta atractiva por ser científica, sino porque rehúsa simplificar en exceso, e insiste en hacer justicia con las diferentes dimensiones de una realidad en extremo compleja. Para el autor, una antropología auténticamente científica incluirá tanto a la literatura, a la metafísica y a la teología, como a la fisiología, a la bioquímica, a la psicología experimental, a las ciencias sociales y a la antropología (2000-2002, V.6). Esta idea se desarrolla, de manera muy condensada, en la cita del párrafo anterior. Y las experiencias religiosas, en la medida en que constituyen un componente fundamental de la condición humana, no deberían quedar al margen de esa metodología.
De hecho, en unas notas escritas en el transcurso de una gripe, Huxley explica una idea que refleja con gran claridad lo dicho anteriormente, por razón de lo cual merece ser reproducida textualmente a pesar de su extensión. Dice lo siguiente: “Piensa, por ejemplo, en aquella experiencia mística […]. La experiencia de una Luz, que es también, y de forma manifiesta, Amor. La consciente autotranscendencia fundiéndose en solidaridad con un universo que, a pesar de la muerte, a pesar del dolor ineludible y de todas nuestras crueldades gratuitas, es revelado por la Luz como algo que fundamentalmente Está Bien. Hablamos de esta experiencia, la ‘explicamos’ en lenguajes diferentes. Está el lenguaje, por ejemplo, del psicólogo profundo […]. Pasando del diván al laboratorio, podemos hablar del tema con los lenguajes no subjetivos de la bioquímica o de la neurofisiología […]. Dejando el laboratorio, entramos en la iglesia y empezamos a explicar las cosas con el lenguaje de la teología […].
Vemos, entonces, que a los sucesos únicos a los que damos el nombre de ‘experiencia mística’, se les puede aplicar una medida de orden conceptual, y pueden ser explicados y dotados de sentido dentro de los marcos de referencias más o menos inconmensurables a los que estos diversos lenguajes remiten. Pero, ¿dentro de qué marco de referencia más amplio pueden combinarse todas estas explicaciones diversas, de forma que adquieran un sentido más global y profundo? ¿A qué lingua franca totalmente expresiva se pueden traducir los distintos dialectos de la química, la psiquiatría, la teología y el positivismo trascendental? Con cuarenta de fiebre, casi creí conocer esta lingua franca. Con treinta y siete, sé muy bien que no. Algún día, supongo, la enorme confusión de la propia realidad y de la multiplicidad desconcertante de marcos de referencia científicos y filosóficos, será reducida a algo parecido a la unidad, a un único sistema de conceptos. Cuando esto ocurra, se hablará nuestra hipotética lingua franca, o al menos se plasmará en los símbolos de un nuevo dialecto matemático más expresivo. ¿Existirá un equivalente hablado de este nuevo dialecto? Sin fiebre, lo dudo. Pero con cuarenta grados, parecía alcanzar a atisbarlo…” (cf. Archera 1999, 207-208).
Esta larga cita ocupa un papel central en la historia de la neuroteología, y traza un programa de trabajo interdisciplinar que anticipa la noción de consiliencia de E. O. Wilson (aunque sin incurrir en el reduccionismo de éste último). Huxley propone buscar una fraseología adecuada que logre entramar los discursos de la teología, la filosofía, la psicología y la bioquímica o neurofisiología para explicar las experiencias religiosas (podrían añadirse otras áreas de investigación). Y sugiere buscar dicha fraseología porque la considera absolutamente necesaria para conseguir una visión totalizante, para que la fragmentación cada vez más acuciante del conocimiento no nos haga perder de vista el todo.
Por otra parte, evaluando los diferentes textos de Huxley, se pueden detectar en su proyecto al menos dos características fundamentales: 1) que partiendo del principio de no-reducción sugiere una neuroteología interdisciplinar; y 2) que es crítico con el dualismo de cuño cartesiano que tan fuerte impronta ha dejado en la filosofía, la psicología y la neurociencia contemporánea. Con respecto a la primera característica Huxley es categórico, pues rechaza de plano la sola idea de que la investigación sobre las experiencias religiosas sea monopolizada por las ciencias del cerebro, tal como parecen sostenerlo algunos científicos contemporáneos (varios de ellos aparecen mencionados en el apartado precedente). Y con respecto a la segunda característica, Huxley postula la existencia de un continuum entre mente y cuerpo, al cual se refiere en términos de “urdimbre continua de la vida” (continuous web of life) (1977, 166). Así, si el ser humano se entiende en términos de continuum, también una explicación totalizante de las experiencias religiosas puede entenderse, análogamente, en términos de continuum disciplinar.
En un contexto distinto, aparece de nuevo la idea de una neuroteología entendida como la búsqueda de un conocimiento holístico/multi-nivel, en sintonía con las más novedosas propuestas epistemológico-metodológicas (Oviedo 2015; Mitchell 2009). Tales propuestas constituyen una expresión más actualizada/aquilatada de las ideas ya intuidas por el escritor inglés. Podría afirmarse que en el deseo huxleyano de tender puentes entre las humanidades y las ciencias naturales, se descubre la clave de su propuesta para el desarrollo de la neuroteología. Una propuesta que no se limita a comprender dicha disciplina como mera búsqueda de correlatos neuronales, ni como mero diálogo entre neurociencia y teología, sino como la búsqueda de una comprensión integradora de las experiencias religiosas en la que el estudio de los correlatos neuronales constituye tan sólo uno de los multiniveles a integrar en el marco de una explicación plural y convenientemente articulada de tales fenómenos. Todo esto sin perder de vista, desde luego, el carácter naturalmente inefable de esas experiencias como así también la evolución y los cambios a que se encuentra sometido el conocimiento que tenemos de ellas.
3 Noción de experiencia religiosa ↑
La religiosidad parece situarse en la punta del iceberg del proceso evolutivo humano. Así lo señala Horgan cuando dice que “la [r]eligión es sin duda la manifestación más compleja del fenómeno más complejo conocido por la ciencia, la mente humana” (2006). Dicho fenómeno es difícil de encerrar en una breve definición dada la vasta pluralidad de formas en que se manifiesta. Su definición más general incluye la totalidad de la vida religiosa: creencias, formas de comportamiento, prácticas rituales, sistemas simbólicos, arte, música, literatura, formas de organización, experiencias místicas, etc. No obstante, del gran abanico de elementos que forman parte de la vida religiosa, la neuroteología –como se señaló anteriormente– se centra principalmente en el estudio de las experiencias religiosas. Como es de imaginar, un análisis exhaustivo de la noción de experiencia religiosa requeriría un artículo aparte o mejor, un tratado, pues su complejidad es considerable.
Existen religiones doctrinalmente más elaboradas que otras, orientales y occidentales, monoteístas, politeístas y no-teístas, panteístas y trascendentalistas, reveladas y no-reveladas, arcaicas/totémicas, antiguas y modernas. En cada una de ellas las experiencias religiosas poseen características diferentes. Esta diversidad dio origen al debate epistemológico acerca de si resulta o no factible detectar elementos compartidos, una suerte de común denominador en dichas experiencias, independientemente del entorno geográfico, religioso, institucional, cultural, social, lingüístico e incluso del origen étnico y de las condiciones psicológicas de los experimentadores, que hacen posible esas diferencias. En dicho debate, como señala Martín Velasco (1999), se destacan dos modelos: 1) el esencialismo (también denominado perennialismo o universalismo); y 2) el constructivismo. El primero hunde sus raíces en la filosofía de Kant y en el romanticismo alemán (particularmente Schleiermacher), y defiende la existencia de una base común en las religiones, de una experiencia radical y fundante de unión entre el hombre y lo Absoluto, al margen de las diferencias recién señaladas. El énfasis puesto en la idea de que más allá de la diversidad de expresiones utilizadas para referir al Absoluto (Brahman, Yahvé, Allah, etc.) subyace en el hombre una intención, un impulso o un sentido religioso compartido, constituye el núcleo mismo del esencialismo.
Contra esto, el constructivismo parte del axioma de que no hay experiencias inmediatas y puras, ya que las experiencias están culturalmente mediadas, lo cual implica que, en realidad, pueden ser estudiadas como construcciones culturales. Según Robert K. C. Forman, las experiencias místicas, al igual que toda otra experiencia, están sometidas a “procesos formativos y constructivos del lenguaje y la cultura” que “no sólo intervienen configurando nuestra interpretación de la experiencia después de que ésta ha tenido lugar, sino durante su misma realización” (1993). El constructivismo considera que hay muchas formas de espiritualidad puesto que al ser construcciones culturales no poseen ningún elemento que cumpla la función de común denominador, como suelen afirmar los esencialistas. Así, todo parece resumirse en la siguiente formulación de Stephen Katz: “La experiencia mística debe ser mediada por el tipo de seres que nosotros somos. Y el tipo de seres que somos lleva consigo una experiencia que no es sólo instantánea y discontinua, sino que comprende, además, memoria, aprehensiones y expectativas, estando cada experiencia constituida por todos esos elementos y siendo configurada de nuevo por cada nueva experiencia” (1978, 59). Todo lo dicho refleja la enorme complejidad que entrañan conceptos tales como religión, espiritualidad, experiencia religiosa/mística, etc.
A fin de circunscribir el tema y adecuarlo a las posibilidades del presente artículo, se caracterizará la experiencia religiosa tomando en consideración el marco de las investigaciones neuroteológicas. En este marco, el modelo predominante parece ser el esencialista, ya que uno de los propósitos de la neuroteología consiste en detectar las similitudes existentes en las diferentes tradiciones y prácticas (Newberg 2010). Es por eso que los distintos estudios realizados en este campo se han desarrollado partiendo del axioma de que todas las experiencias religiosas poseen un conjunto de rasgos compartidos (que suelen mezclarse de diversas maneras). Desde el punto de vista fenomenológico, dichas experiencias pueden incluir percepciones explícitas como voces, visiones, etc., y percepciones vagas (numinosas) que frecuentemente se encuentran asociadas a emociones (Previc 2006). El rasgo más característico de las experiencias religiosas es el sentido de unión o conectividad con el Ser Divino o el Cosmos Divino. Según Andrew Newberg, “[e]sas experiencias de unidad pueden variar desde un sentido de unidad muy leve a uno completo. Un enfoque para evaluar estas experiencias sería considerarlas situadas a lo largo de un continuum unitario. En un extremo del espectro se encuentran experiencias tales como las alcanzadas a través de una liturgia de iglesia o mirando una puesta de sol. Esas experiencias llevan consigo una leve sensación de estar conectados con algo más grande que el Yo. En el otro extremo del espectro están los tipos de experiencias usualmente descritas como místicas o trascendentes” (2010, 164).
La sensación de unidad parece ser decisiva de toda experiencia religiosa. Sin embargo, pueden señalarse también otros rasgos: 1) toma de conciencia de una Presencia que todo lo abraza; 2) sensación de la existencia de un designio divino en la vida de la persona; 3) toma de conciencia de la ayuda divina recibida en respuesta a las plegarias; 4) conciencia de ser cuidados o guiados por la Divinidad; 5) experiencia de que el Yo y todas las demás cosas son Una con el Ser Divino; 6) sensación de haber alcanzado el Fundamento último de la realidad; 7) pérdida del sentido de espacio y tiempo; 8) sensaciones positivas de paz, alegría profunda y amor incondicional; 9) experiencia de una absorción feliz en el momento presente (Fingelkurts y Fingelkurts 2009). A estos rasgos mencionados podrían añadírseles también: 10) pérdida del sentido de la causalidad; 11) sensaciones de vitalidad y bienestar físico y mental; 12) inefabilidad de la experiencia (limitación del lenguaje y del pensamiento para explicar su contenido); y 13) cambios positivos en la actitud y comportamiento del sujeto (Rubia 2009).
Hecha esta caracterización general, las experiencias religiosas podrían definirse como aquel tipo de experiencia en la que el Ser, el Sentido, Dios, la Divinidad, el Fundamento, la Verdad o la Realidad Última aparece o se hace presente al sujeto de la experiencia, ya sea cognitivamente, perceptivamente, o en la forma de algún tipo de experiencia cumbre (Alston 1991). Como quedó expresado recientemente, la neuroteología se mueve en un campo de experiencias difíciles de definir en términos exactos debido a la gran cantidad de matices con que pueden presentarse. Más allá de eso, la tesis esencialista predominante en el contexto de las investigaciones neuroteológicas, podría tener, en opinión de Newberg (2010), valiosas repercusiones en favor de la existencia de un núcleo experiencial común a las diversas tradiciones. En efecto, si las investigaciones neuroteológicas lograran verificar la existencia de denominadores comunes en sus experiencias, tanto a nivel fisiológico como fenomenológico, se pondría de manifiesto –entre dichas tradiciones– una cercanía mucho mayor de la que expresan sus doctrinas.
4 Historia, problemas e investigaciones más relevantes ↑
Desde sus comienzos, la ciencia ha mostrado profundo interés por el estudio del fenómeno religioso, y el motivo de esta inquietud es que la religión (entendida en un sentido muy general) desde tiempos remotos, ha sido un elemento prioritario y definitorio en la vida de los hombres: en su modo de lidiar con los pequeños y grandes problemas de la vida cotidiana, de comprenderse a sí mismos, de influir en las relaciones interpersonales y de propiciar un vínculo fecundo entre individuo, comunidad y mundo. En el caso de la neuroteología –que como área de investigación con identidad propia cuenta con aproximadamente 30 años–, debe decirse que su surgimiento ha sido precedido (y motivado) por el trabajo de un grupo importante de científicos entre los cuales merecen destacarse William James (1842-1910), Rudolf Otto (1869-1937), Alfred Adler (1870-1937), Sigmund Freud (1856-1939), James Leuba (1867-1946), Edwin Starbuck (1876-1947), Carl Jung (1875-1961), Gordon Allport (1897-1967), Roger Sperry (1913-1994) y Viktor Frankl (1905-1997) (con anterioridad a éstos cabría mencionar a los frenólogos del siglo XIX).
De todos ellos, James y Leuba son probablemente sus predecesores más notables. Las ideas de James sobre la relación entre cerebro, psiquis y religiosidad se remontan a 1902, año en que publica su monumental obra The Varieties of Religious Experience, que desde su primer capítulo titulado Religion and Neurology, abre el camino para valiosas investigaciones en ese campo. Por su parte, Leuba publica, en 1925, un libro titulado The Psychology of Religious Mysticism, en el que estudia la naturaleza humana atendiendo especialmente a los aspectos psicológicos de las experiencias místicas. Ese libro representaba, en palabras del autor: “...un esfuerzo para eliminar esa parte de la ‘vida interior’ del dominio de lo oculto” (ix). Y es también allí donde Leuba reconoce el impacto de la obra de James en su investigación.
Los casos arriba mencionados poseen un común denominador: que el estudio del fenómeno religioso se realiza casi exclusivamente desde la perspectiva de la psicología. Ciertamente, en algunos casos se alude a las bases orgánicas de dichos fenómenos. No obstante, debe tenerse en cuenta que esas conclusiones eran altamente conjeturales debido al limitado conocimiento del cerebro que se tenía en aquellos tiempos. Mayormente, los estudios sobre psicología de la religión provenían de la práctica clínica (ej. Freud y Frankl) o de la documentación histórica y testimonial (ej. James y Jung). Esas formas de abordaje se basaban en el clásico método introspectivo (predominante en la literatura filosófico-religiosa hasta el siglo XVIII), pero aspiraban al logro de una mayor objetividad de la mano de un observador externo (el psicólogo) que registraba la información brindada por los pacientes/sujetos de las experiencias y las sometía a un riguroso análisis.
Actualmente, la neuroteología aspira a examinar dicho fenómeno valiéndose de las últimas herramientas tecnológicas no invasivas de escaneo cerebral, lo cual supone un cambio de paradigma que coloca los nuevos estudios sobre la religiosidad en un contexto completamente nuevo aunque no exento de problemas. En efecto, algunos de los principales problemas que subyacen a la investigación neuroteológica son: 1) la pretensión de encontrar elementos para una eventual prueba o refutación de la existencia de Dios; 2) la pretensión de encontrar el lugar de Dios (God spot) en el cerebro humano; 3) la importancia del problema mente-cerebro para la interpretación de los datos obtenidos en las investigaciones; y 4) el compromiso existencial de los científicos con un determinado credo, sea éste religioso, agnóstico o ateo que puede incidir en las conclusiones de las investigaciones.
A continuación explicaré sucintamente cada uno de ellos.
1) Algunos investigadores o escritores como Michael Persinger (1983), Matthew Alper (2006) o el español Francisco Mora (2007) creen que las investigaciones neuroteológicas aportan datos empíricos para probar o refutar la existencia de Dios (refutar, en el caso de los autores mencionados). Pero ante todo es necesario reconocer: a) que tanto la neuroteología como el resto de las ciencias, se encuentran metodológicamente limitadas para resolver eficazmente ese problema (Dios no parece estar al alcance del escáner); y b) que toda búsqueda de respuestas más allá de ese límite supondría un salto a un nivel de reflexión diferente, filosófico quizá, pero ya no científico stricto sensu. Además, una disciplina como la neurociencia no puede tomar como objeto a Dios porque básicamente se ocupa de lo observable-cuantificable, y Dios no es ni lo uno ni lo otro. Los canadienses Beauregard y Paquette lo dicen expresamente: “la realidad externa de Dios no puede ser confirmada ni negada delineando los correlatos neurales de las RSMEs [sigla inglesa que refiere a las experiencias religiosas/espirituales/místicas]” (2006, 186). La neuroteología, entendida como búsqueda de correlaciones entre las experiencias religiosas y las estructuras/funciones del cerebro, yerra en sus objetivos y se devalúa como disciplina si pretende dar respuesta a un problema que excede sobradamente sus límites epistémicos.
2) Sobre este tema ya se han hecho comentarios pertinentes en el primer apartado. Tan sólo recuerdo que la pretensión de encontrar el lugar de Dios (God spot) en el cerebro sólo parece reivindicar la concepción frenológica que la neurociencia contemporánea rechaza por diversas y bien fundadas razones (véase Norman y Jeeves 2010). La neuroteología, entendida en los términos antes definidos, dista mucho de la frenología.
3) Las conclusiones de los diversos experimentos neuroteológicos son, al menos en parte, resultado de la posición previamente adoptada por el investigador acerca del problema mente-cerebro. En efecto, los mismos datos objetivos obtenidos en el transcurso de una investigación recibirán interpretaciones diversas, en un defensor del reduccionismo eliminativo y uno del dualismo de propiedades (por sólo citar ejemplos de teorías claramente divergentes con relación al problema mente-cerebro). Éste parece ser uno de los grandes problemas de fondo de la neuroteología (que además se encuentra íntimamente vinculado a los dos anteriores). Un problema sobre el cual no hay acuerdo en la comunidad científica y que, en última instancia, crea dudas sobre la legitimidad epistémica de la disciplina. Por ejemplo, quienes abogan por el reduccionismo eliminativo, explicarán que las experiencias religiosas se reducen a meros procesos electro-químicos acaecidos a nivel cerebral y que, por tanto, Dios es un producto de nuestra biología. Por el contrario, quienes se identifiquen con alguna teoría no reduccionista, definirán dichos procesos como la base biológica de un fenómeno que excede los alcances de la investigación neurocientífica. En otras palabras, que Dios podría haber configurado nuestra estructura cerebral para posibilitar nuestro vínculo con Él (Martínez-Salio 2009).
A modo de ejemplo, mencionaré algunos de los argumentos de mayor peso a favor de ambas tesis. Por un lado, quienes defienden alguna forma de materialismo consideran que las experiencias religiosas son un subproducto (byproduct) de la evolución humana, y sus argumentos más utilizados son los siguientes: a) que las experiencias religiosas se originan a partir de una intensa activación de las cortezas frontal y temporal como así también del sistema límbico, seguido de una desactivación del cortex parietal (Boyer, 2003; d’Aquili y Newberg 1993, 1999; Ramachandran 1998; Persinger 1983); b) que la hiperestimulación crónica de áreas específicas del cerebro con pulsos electromagnéticos puede inducir experiencias religiosas, por tanto, dichas experiencias son de carácter orgánico y nada tienen de místicas, sagradas o divinas (Persinger 1997); c) que las experiencias religiosas son, mayoritariamente, una manifestación de desórdenes psicopatológicos como la epilepsia, la esquizofrenia, el trastorno bipolar o el trastorno obsesivo-compulsivo (Persinger (1997) sostiene que las experiencias religiosas involucran síntomas parecidos a la epilepsia, por ende, la religión tendría su origen en ataques de tipo epiléptico); d) que muchas drogas psicotrópicas entre las cuales cabe mencionar al LSD, la Mescalina (principio activo del Peyote), la Ayahuasca y las anfetaminas pueden producir experiencias religiosas (la religiosidad puede inducirse farmacológicamente) (Roberts 2006); y e) que las experiencias religiosas serían una actividad residual del cerebro, producida por una activación inadecuada de diferentes estructuras o regiones cerebrales (Dawes y Maclaurin 2013; Boyer 2003; Atran 2002).
Por otro lado, quienes asumen posturas alternativas al materialismo argumentan lo siguiente: a) que la lista de áreas y estructuras involucradas en las experiencias religiosas es muy amplia (aproximadamente una docena según Beauregard y Paquette [2006]), lo cual supone la activación conjunta de una familia de sistemas, cada uno de los cuales se encuentra implicado en contextos no religiosos; b) que hay suficiente evidencia para descartar las psicopatologías como una explicación adecuada de las experiencias religiosas (son incontables los casos detectados de experiencias religiosas en individuos psicológicamente sanos), por ejemplo, en su conocido experimento neuroteológico realizado con quince monjas carmelitas, Beauregard y Paquette (2006) confirmaron que ninguna de ellas presentaba síntomas de patologías psiquiátricas o neurológicas al momento de la investigación como tampoco en su historia pasada; c) que no hay evidencias de que existan regiones o estructuras específicas del cerebro capaces de producir experiencias religiosas por sí mismas; d) que en contra del mecanicismo reduccionista dominante en la comunidad neurocientífica, diversos estudios de neuroimagen parecen haber confirmado la existencia de causación mental (Beauregard 2009).
En primer lugar, los resultados de los estudios por imágenes de la regulación consciente y voluntaria de diferentes estados de ánimo tales como la excitación sexual, la tristeza y la emoción negativa muestran que la metacognición y la recontextualización cognitiva alteran selectivamente la manera en que el cerebro procesa y reacciona a los estímulos emocionales. En segundo lugar, los resultados de los estudios de neuroimagen en los efectos de la psicoterapia sobre diferentes formas de psicopatología como el trastorno obsesivo-compulsivo, ataques de pánico, agorafobia, aracnofobia, etc., han demostrado que las funciones mentales y procesos involucrados en la psicoterapia influyen significativamente en la actividad cerebral. En tercer lugar, los resultados de las investigaciones de neuroimagen en los efectos placebo y nocebo en individuos sanos y en pacientes con enfermedad de Parkinson o trastorno depresivo demuestran que las creencias y las expectativas pueden modular la actividad neurofisiológica y neuroquímica en aquellas regiones del cerebro implicadas en la percepción, el movimiento, el dolor y el procesamiento de la emoción. Y en cuarto lugar, hay evidencias de que las experiencias religiosas poseen un correlato positivo con la salud mental y física, es decir, las experiencias religiosas ejercen cierta influencia causal descendente por la cual protegen a la persona contra una amplia variedad de enfermedades físicas y mentales (Fingelkurts y Fingelkurts 2009; Ellis 2009; Beauregard 2007).
Cabe afirmar entonces que la hermenéutica neuroteológica se encuentra mediada por las diversas teorías explicativas de la relación mente-cerebro. Pero esto, lejos de debilitar el carácter científico de la neuroteología relativizando el valor de sus conclusiones, obliga a sus investigadores a revisar y refinar sus experimentos, a mejorar sus herramientas metodológicas y a justificar sus argumentos y contraargumentos con un alto nivel de exigencia teórico-práctica, lo cual genera una dinámica de trabajo científicamente estimulante y fructífera. Por lo demás, cabe esperar que la neuroteología aporte información experimental de significativa utilidad para las investigaciones sobre la naturaleza de la consciencia.
4) Otro problema que se encuentra en la base de la neuroteología es el del compromiso existencial de los investigadores con una determinada fe, sea ésta religiosa, atea o agnóstica. Este problema subyace a todos los anteriores e implica la inclusión de elementos subjetivos en el desarrollo de las conclusiones. No obstante, prácticamente en todas las ciencias sucede que cuando sus problemas se llevan hasta el límite, hasta sus últimas consecuencias, surgen interrogantes en los cuales lo religioso y las diversas posiciones asumidas al respecto, condicionan decisivamente el tipo y nivel de respuestas dadas por los científicos. La neuroteología no quedaría al margen de esta situación, más aún si se considera la clase de problemas con los que debe lidiar. Pero eso no devalúa sus propósitos, por el contrario, cabría preguntarse si una ciencia auténticamente humana puede prescindir de la historia, los presupuestos tácitos (valores, creencias, costumbres, experiencias) y la personalidad de aquellos que la practican.
Aquí surge la pregunta acerca de si la neuroteología puede subsistir, en tanto que disciplina científica, cargando con semejantes problemas. Y parece que sí puede, aunque en algunos de ellos urge una búsqueda de consenso por parte de la comunidad de investigación. En el apartado siguiente se evaluará su dimensión metodológica con mayor detalle y se profundizará en algunas de las cuestiones recién planteadas.
5 La cuestión del método ↑
Desde el punto de vista metodológico, la neuroteología enfrenta los siguientes desafíos. En primer lugar, no parece cumplir con las exigencias básicas de una disciplina científica, consistente en la búsqueda de teorías generales con leyes atemporales, objetividad, claridad, precisión, verificabilidad e imparcialidad (entre otras), puesto que debe lidiar con el problema de cómo comprender el componente subjetivo de las experiencias religiosas (Newberg 2010). Ciertamente, esta crítica se aplica también a otras disciplinas como la neuropsicología o la psicología empírica, pero en la neuroteología se torna especialmente problemática debido al carácter inefable de las experiencias que pretende explicar. En segundo lugar, la neuroteología padece de confusión en cuanto a su objeto de estudio pues la noción de experiencia religiosa engloba un abanico muy heterogéneo de vivencias; de allí que la pretensión de buscar sus correlatos neuronales pueda resultar fútil (Geerz 2009). En tercer lugar, el estudio del sustrato biológico de las experiencias religiosas implica asumir axiomáticamente que las experiencias de las personas con las que se investiga son efectivamente religiosas (por ejemplo, una persona podría tener experiencias con alta carga emocional pero no necesariamente religiosas), dado que las neurociencias, por sí mismas, son incapaces de demostrar la existencia de experiencias religiosas (Geerz 2009). En cuarto lugar, tomando en cuenta lo dicho en el punto anterior, no es posible confirmar si la persona que participa de los experimentos neuroteológicos está teniendo, efectivamente, una experiencia específicamente religiosa (el escáner no puede demostrarlo). Finalmente, en quinto lugar, las neurociencias no se encuentran en condiciones de negar que los contenidos de las experiencias religiosas no puedan ser también experimentados en contextos no-religiosos, y es que no parece posible, en principio, establecer una simple dicotomía entre las experiencias cotidianas y las religiosas, pues esto supondría ignorar la complejidad de las experiencias humanas (Ratcliffe 2006).
En vista de las cuestiones recién planteadas cabe entonces preguntarse: ¿es metodológicamente viable la neuroteología? Y la respuesta es, tentativamente: sí, la neuroteología es viable más allá de sus lagunas metodológicas por varias razones. Primero, ninguna ciencia ha surgido con todos sus conflictos epistemológicos resueltos, por el contrario, los problemas van surgiendo y se van solucionando, provisoriamente, conforme la ciencia comienza a practicarse y desarrollarse (ni la misma física ha logrado eludir este principio). Segundo, las neurociencias cuentan con diferentes métodos para el estudio del cerebro, cada uno de los cuales, tomado separadamente, puede no ser suficiente, pero tomados de forma conjunta y articulada pueden ofrecer un gran caudal de información sobre las experiencias religiosas.
Tercero, si bien es necesario que toda disciplina científica se desarrolle en torno a un objeto de estudio suficientemente delimitado y a un conjunto relativamente estable de axiomas, reglas y procedimientos, también es necesario que los investigadores cuenten con cierta libertad de acción, pues no existen reglas definidas para hacer descubrimientos científicos (Toulmin 2001). Cuarto, la neuroteología es inevitablemente ambigua en lo referente a su pretensión de objetividad puesto que los fenómenos de los que se ocupa no pueden repetirse con un grado de exactitud tan alta (como es el caso, por ejemplo, de los fenómenos que estudia la física). Quinto, aceptar a la neuroteología como ciencia implica abandonar el elitismo intelectual que niega todo vestigio de racionalidad o cientificidad a campos del conocimiento que no se ajustan a las exigencias del modelo de la ciencia pura (cuyo mayor referente es la física teórica). Es menester sustituir esa tiranía intelectual por una democracia intelectual (si caben dichas expresiones) que permita a cada campo desarrollar métodos adecuados a sus objetivos.
Sexto, en principio, la neuroteología no necesita ni puede demostrar la existencia de experiencias religiosas (un intento de explicación semejante excedería los límites de su horizonte explicativo). En todo caso debe investigar aceptando apriorísticamente la existencia de dichas experiencias, del mismo modo como la física explica el movimiento sin intentar responder a la pregunta acerca de si el movimiento existe. Las experiencias religiosas vienen siendo reconocidas como tales desde hace milenios y en todas las culturas (Geerz 2009). Y séptimo, la tecnología no puede determinar si el sujeto está teniendo una experiencia religiosa en el preciso momento en que su cerebro está siendo escaneado, por eso es necesario confiar en la experiencia y los conocimientos de la persona que se somete a estudio. El éxito de la investigación depende, en gran medida, de la cuidadosa selección de los sujetos que formarán parte de él. Según Runehov (2006), una experiencia puede ser considerada religiosa si cumple con los siguientes criterios: a) si la experiencia acontece en concordancia con las doctrinas y soterología esencial a las tradiciones religiosas; y b) si el sujeto de la experiencia la reconoce como tal, aunque ⎼huelga decirlo⎼, no toda experiencia reconocida como religiosa efectivamente lo es (para ello es imprescindible que la persona sujeta a estudio no sufra psicopatologías y que posea amplia experiencia en el tema).
Considerando las razones expuestas, es procedente pensar que la neuroteología tiene por delante un camino largo y prometedor. Por otra parte, si se concede que el conocimiento científico se encuentra sujeto a un proceso de maduración permanente, se deberá aceptar que la neuroteología, como toda ciencia naciente, necesita tiempo para hacer los ajustes, correcciones y modificaciones pertinentes a fin de solidificar su espacio epistemológico y consolidarse como disciplina. No obstante, sus bases están adecuadamente definidas como para hacerla merecedora de reconocimiento por parte de la comunidad científica. Y es que el propósito de aprovechar las nuevas tecnologías para examinar desde otro ángulo un fenómeno de tanta importancia para los individuos y las sociedades como es el de la religiosidad, parece loable y justifica el otorgamiento de subsidios para la investigación. Dichas tecnologías permiten realizar estudios mínimamente invasivos del cerebro humano en diferentes contextos y situaciones. Por ejemplo, las imágenes obtenidas por resonancia magnética (MRI) permiten observar la estructura del tejido cerebral. Y mediante el uso de la fMRI (imágenes por resonancia magnética funcional), se puede superponer ⎼a la imagen facilitada por la MRI⎼, una representación de las áreas metabólicamente más activas.
De este modo, las pautas de actividad cerebral pueden ser observadas en un estado mental determinado o simultáneamente a la realización de tareas que comprometan funciones cognitivas. Otra valiosa herramienta actual al servicio de la investigación neurocientífica es la tomografía por emisión de positrones (PET). Esta tecnología que se incluye en la llamada medicina nuclear brinda información muy similar a la fMRI. Antes del desarrollo de las técnicas de neuroimagen, los investigadores realizaban experimentos con animales y estudiaban las pautas de comportamiento de personas con lesiones o alteraciones cerebrales (el caso de Phineas Gage es, sin dudas, el más paradigmático). Actualmente, técnicas como la estimulación magnética transcraneal (TME) permiten experimentar in vivo con el sujeto, provocándole alteraciones transitorias y reversibles en áreas previamente seleccionadas.
Ahora bien, estos métodos suscitan un interesante abanico de preguntas: ¿qué tipo de explicaciones pueden brindarnos las nuevas tecnologías con respecto a las experiencias religiosas?, ¿cómo sabemos si dichas explicaciones son correctas?, ¿qué tan precisa y confiable es la información que nos ofrecen? En principio, cabe decir que la neuroteología sólo puede explicar las experiencias religiosas “en la medida en que son observables, repetibles y testeables; en otras palabras, sólo parcialmente. Así, los neurocientíficos pueden explicar las experiencias religiosas desde una metodología restringida y en una medida metodológicamente limitada” (Runehov 2006, 57). La neuroteología, como señala Runehov, sólo estudia aquellas experiencias religiosas que pueden repetirse a fin de determinar pautas que permitan explicarlas. Por el contrario, experiencias como la vivida por Tomás de Aquino en la capilla de San Nicola o, más recientemente, la vivida por André Frossard en el Barrio Latino de París no se pueden estudiar porque son espontáneas, imprevisibles e irrepetibles. Tomás de Aquino después de esa experiencia inefable no quiso escribir más y dejó incompleta la tercera parte de su Summa Theologiae por considerarla una nimiedad en comparación con lo que se le había revelado. En cuanto a André Frossard (escritor y periodista del diario Le Figaro, educado en un ateísmo total por padres comunistas), confiesa que entró en una iglesia para buscar a un amigo y salió unos minutos más tarde siendo un católico “llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable” (1990, 157). Estas experiencias son las más transformadoras y radicales, pero lamentablemente no están al alcance de las neurociencias. Algunos investigadores afirman que esas experiencias cumbre podrían replicarse y estudiarse utilizando drogas psicoactivas. Sin embargo, no hay elementos que permitan afirmar la existencia de una exacta simetría entre las experiencias espontáneas y las inducidas, pues, podríamos saber qué procesos cerebrales acaecen en el transcurso de una experiencia con psicotrópicos, pero nunca podremos saber qué sucedió en el cerebro de Tomás de Aquino en la capilla de San Nicolás. No hay elementos para cotejar ambas experiencias e inferir su similitud. Nuestro conocimiento de las experiencias espontáneas sólo puede ser de carácter testimonial. Y este tipo de conocimiento no tiene relevancia para la neuroteología tal y como se la entiende actualmente.
Las técnicas de neuroimagen presentan dificultades importantes para una adecuada interpretación, lo cual condiciona decisivamente las investigaciones neuroteológicas. El filósofo Alva Noë (2010) sostiene que la PET y la fMRI (tecnologías de imágenes funcionales cerebrales), proporcionan imágenes multicolores del cerebro y dichos colores se corresponden, supuestamente, con los diferentes niveles de actividad neuronal. Cuanto más vivos son los colores, tanto mayor es, supuestamente, el nivel de actividad. Pero esas imágenes no son en realidad imágenes del cerebro en acción pues la información consiste, al igual que el boceto policial de un sospechoso, en un conjunto de representaciones hipotéticas o conjeturales sobre lo que los científicos creen que está sucediendo en el cerebro. Los italianos Paolo Legrenzi y Carlo Umiltà afirman algo semejante cuando señalan que muchos lectores “no saben que son necesarios muchos pasos para producir una simple imagen del cerebro con un área coloreada, y que cada uno de esos pasos está basado en supuestos que no siempre son sólidos” (2011, 15).
Para entender esto, señala Noë, es menester considerar, en primer lugar, cuál es el tipo de actividad neuronal relevante para el fenómeno que se quiere comprender, puesto que a cada actividad mental le corresponde un determinado proceso neuronal. El problema se presenta al momento de decidir qué actividades neuronales se corresponden con el acto mental que se pretende explicar (en este caso, las experiencias religiosas). Para ello es necesario saber cómo se comporta el cerebro cuando no se tiene ninguna experiencia religiosa, es decir, se necesita información de base a partir de la cual evaluar si la desviación de dicha base puede asociarse con el fenómeno que se quiere conocer. Noë concluye que esto podría lograrse contrastando la imagen del cerebro en estado de reposo con la imagen del cerebro en el preciso momento en que se está viviendo una experiencia religiosa.
Pero aquí surge otra pregunta, ¿cómo decidir el aspecto que presenta el cerebro en estado de reposo? El cerebro jamás está en reposo, ni siquiera en las fases profundas del sueño. Por supuesto, esta contrastación, aunque tentativa, constituye el mejor método disponible hasta el momento para descubrir cuáles son las regiones del cerebro involucradas en el desenvolvimiento de un determinado proceso cognitivo. Es un método válido que alienta esperanzas con respecto a posibles avances futuros. Por lo demás, la PET y la fMRI no permiten asegurar cuándo suceden los fenómenos neuronales con exactitud. Los eventos celulares se desarrollan en una escala de milésimas por segundo, sin embargo, las técnicas de neuroimagen pueden requerir escalas temporales de hasta un minuto para detectar y procesar señales que produzcan imágenes. Ante la imposibilidad de seguir esos procesos al detalle los investigadores han encontrado la forma de normalizar los datos elaborando un promedio a partir de los datos correspondientes a distintos sujetos. Pero el empleo del promedio supone una importante pérdida de información: “Después de todo, los cerebros difieren unos de otros en la misma medida en que difieren los rostros y las puntas de los dedos [...] De ahí que los científicos proyecten sus descubrimientos en un cerebro estándar idealizado. Las fotos que vemos en las revistas científicas no son instantáneas del cerebro de una persona concreta en acción” (Noë 2010, 41-42). Puede decirse que no hay todavía una solución satisfactoria a este problema.
Como si esto fuera poco, las imágenes PET o fMRI no brindan información directa sobre la cognición o conciencia, como así tampoco sobre la actividad neuronal, y esto se debe a que desarrollan imágenes basadas en la detección de magnitudes físicas (a través de ondas de radio o luz) que supuestamente se correlacionan de manera impecable con la actividad del cerebro. En consecuencia, las técnicas de neuroimagen no representan directamente la dinámica cerebral, por razón de lo cual es condición inexcusable que no nos dejemos distraer por el atractivo estético de esas imágenes. A estas dificultades habría que añadir otras como los fallos de software, recientemente denunciados por Anders Elkund et. al. (2016), y la escasa replicación de los estudios (en neuroteología este asunto es particularmente delicado). Desde luego, hay que decir que todas estas objeciones de ninguna manera menoscaban el valor de las investigaciones neurocientíficas/neuroteológicas y sus prometedoras posibilidades de descubrimientos. No obstante, constituyen una seria advertencia y un llamado a la prudencia con respecto al nivel de expectativas que se depositan en ellas. Como señala Giménez-Amaya: “las técnicas de neuroimagen son excelentes para explorar el sistema nervioso humano, pero sería muy aventurado depender exclusivamente de sus resultados para sacar conclusiones unitarias del actuar del hombre” (2010).
6 El estatuto científico ↑
De lo dicho en los apartados anteriores se desprende la siguiente pregunta ¿es la neuroteología una ciencia o una pseudociencia? Dicho interrogante presupone la aceptación de criterios epistémicos claramente establecidos acerca de lo que caracteriza a la ciencia y lo que la distingue de la no-ciencia o pseudociencia. Según el Oxford English Dictionary, la pseudociencia podría definirse como: “Una ciencia pretendida o espuria; una colección de creencias relacionadas sobre el mundo, a las que se considera erróneamente basadas en el método científico, o con el estatus que las verdades científicas tienen ahora” (cf. Hansson 2015). Algunos ejemplos de pseudociencia serían –según los partidarios de dicha distinción, entre los que destacan Karl Popper y Mario Bunge– la Astrología, la Parapsicología, la Grafología, la Numerología, el Comunismo Científico y el Psicoanálisis. No obstante, no hay unanimidad en la comunidad de investigadores con respecto a la legitimidad de tal distinción. De hecho, hay disciplinas científicas que en sus orígenes fueron rechazadas como pseudocientíficas, por ejemplo la cosmología y la osteopatía, como así también, disciplinas que fueron consideradas científicas en sus orígenes pero luego rechazadas como pseudocientíficas, por ejemplo la alquimia y la frenología. Además, frecuentemente se emplea el término pseudociencia como etiqueta denostativa para desacreditar todo aquello que no se amolde a lo que el usuario del término considera que debe reconocerse como científico.
La cuestión se encuentra aún en la palestra de los debates epistemológicos a pesar de los incontables artículos y libros que se le han dedicado. En el presente artículo se asume una posición refractaria de la distinción tajante entre ciencia y pseudociencia, en línea con lo sostenido por autores como Michael Polanyi, Thomas Kuhn y Paul Feyerabend, pero especialmente por Stephen Toulmin y Larry Laudan. Toulmin entiende que el dualismo ciencia-pseudociencia debe ser rechazado, y en contrapartida defiende la existencia de un espectro amplio de campos con distintos programas y procedimientos a los que reconoce como buenos a su manera (2001). Por su parte, para Laudan (1996), no es posible establecer diferencias claras entre la investigación científica y otras modalidades de investigación intelectual puesto que, a fin de cuentas, todas procuran dar sentido a nuestra experiencia y al mundo. Además, señala que en ambos casos hay obstáculos empíricos y conceptuales. Para él, los criterios que definen el nivel de cientificidad de una determinada disciplina son su carácter progresivo y los fines que se propone alcanzar, pero no sus rasgos metodológicos. En síntesis, no es posible realizar demarcaciones tajantes entre ciencia y no-ciencia o pseudociencia porque no hay rasgo epistémico que caracterice específicamente a las ciencias. Para Laudan, el vocablo pseudociencia sólo opera a nivel emotivo y su aplicación posee un carácter meramente subjetivo. Esta posición de ninguna manera propone un relativismo epistemológico ni gnoseológico, tan sólo afirma –vale insistir en esto– que no existen criterios de demarcación suficientemente claros como para trazar una línea de separación inapelable entre lo que se considera científico y lo que no. Sin embargo, esto no significa que no existan maneras de realizar distinciones cualitativas y aplicativas entre las diferentes modalidades del conocimiento.
Hecha esta aclaración, ¿tiene sentido seguir preguntándonos si la neuroteología (tanto en su significación actual como en la huxleyana) es una disciplina científica? Si se parte de la aceptación tácita de que la distinción ciencia-pseudociencia es correcta y se encuentra lapidariamente definida, la pregunta adquiere un tono decisivo; pero si dicha distinción es puesta bajo sospecha sobre la base de que los criterios utilizados para justificarla carecen de solidez suficiente, la pregunta indudablemente se diluye. Considerando las tesis de los autores recién mentados, podría afirmarse que la neuroteología es una disciplina científica, si por científico nos referimos ⎼en términos generales⎼, a un tipo de conocimiento con objetivos claramente delimitados y sujeto a un proceso de desarrollo constante. En tal sentido –y a fin de eliminar algunas confusiones importantes acerca de los problemas que preocupan a la neuroteología–, es preciso señalar que: a) la neuroteología no es un camino para demostrar la existencia o inexistencia de Dios; b) no consiste en la búsqueda de abultamientos espirituales o del lugar de Dios en el cerebro al estilo de la antigua frenología; y c) no es un recurso para demostrar que los grandes fundadores de religiones, santos o místicos sufrían neuropatías o psicopatologías, como la epilepsia o trastornos y desórdenes de distinto tipo. De esta manera, por la vía negativa, vale decir, desde una idea clara acerca de lo que no es la neuroteología, se añaden elementos de juicio para perfilar con mayor precisión lo que sí es –en líneas generales, un análisis de las correlaciones entre los fenómenos religiosos y lo que los estudios neurocientíficos son capaces de mostrar con relación a esos fenómenos religiosos” (Runehov 2007)– y definir su estatuto científico.
7 Aplicaciones prácticas ↑
En principio, no es indispensable que un área de conocimiento determinada posea aplicaciones prácticas para ser considerada ciencia. A pesar de eso, es posible detectar en la neuroteología al menos dos ventajas desde el punto de vista pragmático. En primer lugar, aporta elementos para un examen en profundidad de los beneficios terapéuticos-mejorativos de la religiosidad y las prácticas que esta incluye (meditación, oración, ejercicios espirituales, ascetismo/frugalidad en el vivir, etc.). En esta línea van los estudios realizados en el Laboratory for Affective Neuroscience de la University of Wisconsin, que han aportado evidencias de que los enfermos crónicos pueden mejorar la sintomatología y la calidad de vida, practicando técnicas meditativas (Lutz, Slagter, Dunne y Davidson 2008). Se cree que los enfermos podrían echar mano del vasto arsenal de recursos que ofrecen las religiones sin necesidad de dar crédito a sus creencias y doctrinas. Es decir, se podría practicar una religiosidad de corte puramente psicológico e incluso de base agnóstica o atea con fines estrictamente terapéuticos, del mismo modo en que muchos occidentales practican el Yoga o el Tai Chi Chuan sin adherir al Hinduísmo ni al Taoísmo (sus doctrinas de base).
Aquí surge una pregunta insoslayable: ¿cuán efectiva puede resultar la aplicación de una técnica religiosa si se prescinde de una adhesión real a sus hechos fundantes? Los efectos terapéuticos de unos ejercicios espirituales, ¿pueden ser los mismos en quien tiene fe que en quien no la tiene? Parecería que no. Luego, si fuese necesaria la adhesión a una determinada fe, ¿puede esto hacerse al sólo fin de obtener un beneficio terapéutico? Y suponiendo que esto fuera posible, ¿no sería una hipocresía, una instrumentalización de la fe? ¿Qué tan factible sería obtener beneficios para la salud con una religiosidad vivida bajo esas condiciones? Muchas son las preguntas que aquí se disparan y difíciles las respuestas. Sin embargo, hay un hecho que parece innegable y que otorga a las investigaciones en neuroteología un alto valor práctico: desde el punto de vista terapéutico-mejorativo (tanto a nivel psíquico como físico), la religiosidad puede aumentar la calidad de vida de las personas. Un sustancial número de estudios realizados sobre la relación entre religiosidad y mortalidad aporta pruebas que relacionan la religiosidad con la longevidad. A nivel físico, por ejemplo, favorece una mejor recuperación de enfermedades (por ejemplo, incrementa las posibilidades de supervivencia en pacientes con trasplante de corazón). Y a nivel psíquico, previene contra el abuso de sustancias (alcohol y drogas), como así también contra los trastornos de ansiedad y depresión, entre otras patologías (George, Larsons, Koeing y McCullough 2000).
En segundo lugar, como se dijo antes, la neuroteología puede ofrecer una mirada original de las experiencias religiosas, lo que sin duda contribuye al logro de un conocimiento más exhaustivo e integrador de la naturaleza humana, puesto que la organización social y política, la educación, los valores y criterios de convivencia y la relación del hombre con el ecosistema, son algunas de las esferas en las que nuestra concepción del ser humano y del fenómeno religioso tiene una implicancia decisiva. Ciertamente, un considerable número de científicos afirma que la religiosidad es apenas un epifenómeno de la conciencia, un subproducto del cerebro, un error, un emergente fallido del devenir evolutivo. El mentado Richard Dawkins (2006) es uno de los más acérrimos defensores de esta idea. Si esto fuera cierto, la religiosidad sería un error que ha dado sentido a la vida de miles de millones de seres humanos y que ha jugado un papel determinante en la historia humana, pues no hay individuo, clan, pueblo o civilización, cuya historia pueda narrarse fidedignamente sin considerar las implicancias del hecho religioso.
Es así que la hipótesis de Dawkins (y otros) encierra una sorprendente paradoja: define a la religión como un fenómeno periférico e irrelevante en términos evolutivos aunque, concomitantemente, constituye el fenómeno con mayor impacto en la historia humana. Es por eso que la explicación de la religiosidad en términos de error evolutivo crea más problemas de los que soluciona, y viola flagrantemente el principio de parsimonia –tan indispensable en la práctica científica–, pues de ninguna manera parece la respuesta más simple, entendido esto en los términos en que lo propone dicho principio. Ante tales planteos resuena la atinada e irresuelta pregunta de Rhawn Joseph: “si no hay una entidad divina en el mundo, ¿por qué nuestro cerebro se ha adaptado para percibir y experimentar lo que supuestamente no existe?” (2001). La neuroteología no puede ofrecer una respuesta total a la pregunta de Joseph, pero sus investigaciones pueden aportar evidencias y teorías significativas en esa línea, además de brindar elementos para la formulación de nuevas preguntas.
Ciertamente, al problema de la demarcación aquí planteado se le podría juzgar de anacrónico dadas las aporías que entraña y el limitado interés que suscita dentro del ámbito científico. Sin embargo, su supuesta obsolescencia teórica no parece afectarlo desde el punto de vista práctico. Esto se debe a que la demarcación (ciencia-pseudociencia) es puesta en práctica cotidianamente: quienes se dedican a la gestión de la educación incluyen en los programas de estudios a la química, pero excluyen a la alquimia, las fundaciones y comisiones de investigación científica adoptan criterios que permiten obtener fondos a los físicos pero no a los psíquicos o a los astrólogos, y los editores de revistas especializadas rechazan aquellos artículos de sospechoso estatuto científico (Gieryn 1983). Luego, una disciplina que no fuera reconocida como científica en estos ámbitos, una disciplina que fuera relegada a la esfera de lo para-educativo, no tiene futuro.
Por eso resulta urgente analizar los estudios neurocientíficos de la religión desde el punto de vista de la demarcación, independientemente de los desacuerdos existentes con relación a la validez del problema. Las razones esgrimidas en el párrafo anterior son estrictamente prácticas, por supuesto, pero no por ello menos significativas en orden a la supervivencia y desarrollo de la disciplina. Hecha esta aclaración, podría decirse que la neuroteología, aún con las lagunas e inconsistencias propias de una ciencia todavía emergente, reúne las condiciones necesarias para que se la reconozca como tal. Su objetivo en tanto que disciplina científica es ciertamente problemático, tanto por la complejidad del fenómeno que se propone estudiar, como por las dificultades inherentes a su método y la consiguiente facilidad con que los investigadores pueden saltarse fuera de los márgenes que éste les establece. De manera que si un neurocientífico desea inmiscuirse en el debate sobre la relación cerebro-religión, debe hacerlo con el convencimiento de que su disciplina no puede agotar el problema, sino sólo aportar elementos para un análisis que ha de realizarse en un nivel de reflexión más inclusivo que aquel dentro del cual se desarrolla su ciencia.
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10 Derechos de autor ↑
DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E. Vanney - 2017.
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