Diferencia entre revisiones de «Modelos científicos»
Alejandro Cassini
Universidad de Buenos Aires
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Los filósofos de la ciencia han reconocido, desde hace ya varias décadas, que una de las principales actividades de la práctica científica normal consiste en la construcción y aplicación de modelos. Una descripción de estas prácticas de la ciencia, que son tanto teóricas como experimentales, muestra que hay numerosos tipos de modelos científicos, entre otros, mapas, maquetas, íconos, prototipos, sistemas de ecuaciones y simulaciones computacionales. Un modelo, por consiguiente, puede ser tanto un objeto concreto como uno abstracto. Además, es evidente que los modelos desempeñan funciones muy diversas, que van desde la predicción teórica hasta la enseñanza de la ciencia. La función heurística de los modelos se admite de manera casi unánime. La capacidad explicativa de los modelos, en cambio, ha sido más discutida. En cualquier caso, la finalidad con la que se construyen los modelos depende de los intereses de los usuarios de tales modelos. Un mismo modelo puede desempeñar varias funciones a la vez en un mismo contexto de aplicación, así como migrar, usualmente luego de sufrir modificaciones, de un contexto a otro, e incluso de una disciplina a otra diferente.
La concepción predominante de los modelos ha procurado comprenderlos en función del concepto de representación. De esta manera, los modelos se han concebido como representaciones (idealizadas o simplificadas) de los fenómenos, de modo que el carácter representativo sería la propiedad esencial que los diferentes tipos de modelos tienen en común. Sin embargo, el concepto mismo de representación, que proviene de la filosofía del lenguaje y de la mente, ha sido refractario al análisis filosófico, por lo que no existe una teoría de la representación científica que tenga consenso en la comunidad los filósofos de la ciencia. Frente a esta dificultad, se ha intentado elaborar una concepción no representacionista de los modelos, que todavía es incipiente.
1. Los modelos en la filosofía de la ciencia
El concepto de modelo ha adquirido un papel cada vez más preponderante en la filosofía de la ciencia desde el último cuarto del siglo XX hasta la actualidad. La filosofía de la ciencia como disciplina autónoma se origina en la década de 1930 y se propone como una de sus tareas principales elucidar la noción de teoría. Los ejemplos paradigmáticos los proveen las nuevas teorías de la física desarrolladas a partir de la segunda mitad del siglo XIX, tales como la electrodinámica de Maxwell, la termodinámica, y la física estadística, o en las primeras tres décadas del siglo XX, en particular, la relatividad especial y general y la mecánica cuántica no relativista. La estructura de las teorías científicas y la relación de las teorías con la experiencia constituyen las preocupaciones fundamentales de los filósofos clásicos de la ciencia (como Carnap, Reichenbach, Nagel, Hempel, e incluso Popper, entre muchos otros) hasta aproximadamente la década de 1970. A partir de esa fecha, las teorías comienzan a ceder el lugar privilegiado que habían ocupado hasta entonces como objeto de estudio epistemológico. Los filósofos de la ciencia colocan en el centro de su atención el concepto de modelo más que el de teoría (y, en consecuencia, la relación misma entre teorías y modelos se vuelve un problema epistemológico). A comienzos del siglo XXI un filósofo como Frederick Suppe (2000) expresa bien el espíritu de la época cuando afirma que los auténticos vehículos del conocimiento científico no son las teorías, sino los modelos. Por su parte, C. Ulises Moulines (2011) categoriza como “modelística” a la última fase del desarrollo de la filosofía de la ciencia del siglo XX, aquella que se inicia, precisamente, hacia 1970.
Los modelos científicos habían sido discutidos por científicos y filósofos desde mediados del siglo XIX, particularmente en el campo de la física, como ha mostrado Daniela Bailer-Jones (2009). En la década de 1960, Max Black (1962), Mary Hesse (1963) y Peter Achinstein (1968) escribieron los primeros estudios filosóficos detallados sobre los modelos en ciencia. Antes ya se había producido una buena cantidad de artículos sobre el tema, pero de manera relativamente aislada (Bailer-Jones 2009 contiene una bibliografía detallada de estas obras más antiguas). El cambio en el enfoque de los filósofos de la ciencia durante la década de 1970 se debe a dos razones principales. La primera de ellas es el surgimiento de la concepción semántica o modelo-teórica de las teorías científicas como alternativa a la concepción clásica, que había sido elaborada desde la década de 1930 y todavía se encontraba vigente. De acuerdo con la concepción semántica (que se analiza con más detalle en la sección 4), una teoría no es un conjunto de oraciones lógicamente cerrado, sino una colección de modelos. De esta manera, los modelos pasan a concebirse como constitutivos de las propias teorías científicas, cuando hasta entonces habían sido considerados como ajenos a las teorías, o al menos, como meros complementos ilustrativos o ejemplificadores. La segunda razón proviene de la creciente orientación de los filósofos de la ciencia hacia el análisis de las prácticas científicas concretas, sobre todo a partir de la década de 1980. El estudio de las prácticas científicas reveló a los filósofos, entre muchas otras novedades, que la producción de teorías es un fenómeno relativamente poco frecuente y no ocupa un lugar preponderante en la tarea científica cotidiana. En la práctica de la ciencia normal, en cambio, resulta mucho más importante la elaboración y el empleo de modelos, frecuentemente con una finalidad puramente instrumental y de carácter predictivo.
Aunque es indudable que el estudio de los modelos científicos desempeña un papel importante en la agenda de los filósofos de la ciencia de la actualidad, ese papel no es en modo alguno excluyente. Una buena parte de la investigación filosófica de las últimas décadas se ha ocupado, entre muchos otros, de asuntos tales como la explicación científica, la confirmación de hipótesis o la experimentación, temas que frecuentemente se han desarrollado con independencia del concepto de modelo. Es claro que hay muchos problemas de la filosofía de la ciencia que no tienen relación con los modelos o la modelización. Por otra parte, tampoco parece razonable sostener que los modelos son el único vehículo del conocimiento científico, ya que, sin duda, también lo son las teorías. La modelización de los fenómenos es una de las empresas más importantes de la ciencia actual, pero es una entre muchas otras. La ciencia es una actividad que tiene múltiples aspectos y funciones que difícilmente puedan unificarse mediante el concepto de modelo.
2. La pragmática de los modelos
La primera dificultad con la que se encuentra el estudio de los modelos científicos es la ambigüedad del propio término “modelo”. Este es un término polisémico que tiene una diversidad de significados y usos, tanto en el discurso de los filósofos de la ciencia como en el de los propios científicos. Esta multiplicidad de significados hace que sea muy difícil, e incluso prematuro intentar una clasificación de los tipos de modelos que se emplean en la ciencia. Lo mejor que puede hacerse, en la situación actual, es caracterizar algunos de los tipos de modelos más importantes que se usan en diferentes ciencias.
Ante todo, existe un significado unívoco y preciso del término modelo en la matemática y las ciencias formales. Este es el sentido con que se lo emplea en la teoría de modelos, una rama de la lógica matemática ya bien desarrollada (que se describe brevemente en la sección 3). Sobre este concepto específico de modelo no hay mayores desacuerdos entre los filósofos de la ciencia. La situación es muy diferente en el campo de las ciencias empíricas, tanto naturales como sociales, donde existe una diversidad de usos del término, la mayoría de los cuales presenta, además, un cierto grado de vaguedad. La gran mayoría de las discusiones entre los filósofos de la ciencia se refieren a los modelos en las ciencias empíricas, sobre los cuales existen pocos puntos de acuerdo generalizado y persisten muchos disensos.
Un examen, incluso muy parcial y somero, de la bibliografía científica en ciencias tales como la física o la biología muestra que el término modelo se emplea de una manera altamente informal y a menudo incluso descuidada. Muchos científicos no distinguen entre modelo y teoría y usan estos dos términos de manera indistinta. Así, por ejemplo, cuando se discuten las diferentes interpretaciones de la mecánica cuántica, los libros de texto de física se refieren a la teoría de variables ocultas de David Bohm como “la teoría de Bohm” o “el modelo de Bohm” (también “la interpretación de Bohm”), como si estas expresiones fueran sinónimas. Existe, pues, un uso bastante extendido del término que, o bien identifica a los modelos con las teorías, o bien considera a los modelos como una subclase de las teorías (esto es, como teorías de dominio restringido).
Cuando en los usos científicos se intenta distinguir entre modelos y teorías, suelen señalarse algunas de estas características:
a) Los modelos suelen tener un ámbito de aplicación sumamente restringido y acotado mientras que las teorías pretenden tener un dominio de aplicación mucho más amplio, o incluso, para algunos, un dominio universal o irrestricto.
b) Los modelos tienen un carácter híbrido en tanto están formados por hipótesis
que pertenecen a diferentes teorías, además de incorporar datos empíricos de diferentes niveles, mientras que las teorías son mucho más homogéneas y unificadas.
c) Los modelos parecen tener en muchos casos un carácter provisorio, hasta el punto de que a veces se construyen con la finalidad de resolver un solo problema específico, perteneciente a un contexto dado de investigación, y luego se abandonan o descartan. Los modelos suelen tener una vida muy efímera. Las teorías, en cambio, aunque nunca son completamente estables, tienen un carácter más duradero y permanente.
d) Los modelos presentan un cierto grado, a veces muy elevado, de idealización, que aquí entenderé como una simplificación o distorsión deliberada, mientras que las teorías resultan generalmente menos idealizadas, aunque casi siempre más abstractas que los modelos.
e) Los modelos tienden a proliferar, es decir, se tiende a emplear múltiples modelos diferentes, a menudo incompatibles entre sí, para dar cuenta de un mismo dominio de fenómenos. Las teorías, en cambio, tienden a unificarse, al menos como ideal, de manera que alcancen la mayor generalidad posible y sean capaces de abarcar el mayor número de fenómenos.
Todas estas características varían bastante según el contexto o la ciencia de que se trate, pero se encuentran indudablemente presentes en el uso que los científicos hacen del término modelo. Desde el punto de vista filosófico, sin embargo, no son propiedades que permitan hacer una distinción clara y nítida entre modelos y teorías. Si se las empleara para ello, la conclusión que podría obtenerse es que la diferencia entre un modelo y una teoría es una cuestión de grado. Algunos filósofos estarían dispuestos a aceptar esta consecuencia, pero otros la rechazarían sin dudarlo.
Cuando se atiende a los ejemplos de modelos que ofrecen los científicos, se obtiene una diversidad que parece desconcertante (como ha señalado Bailer-Jones 2009). Se puede constatar que se llama modelo, entre otras cosas, a los siguientes objetos: íconos, prototipos, maquetas, mapas, diagramas, sistemas de ecuaciones, programas de computación, y la lista podría continuarse. ¿Qué tienen en común todos estos objetos para ser llamados modelos? Una respuesta ampliamente extendida entre los filósofos de la ciencia es que todos ellos se emplean para representar un determinado fenómeno o dominio de fenómenos. Se admite, no obstante, que los modelos no proporcionan una representación visual o fotográfica de los fenómenos sino, inevitablemente, una representación aproximada, simplificada y a menudo distorsionada de los fenómenos que caen bajo su alcance. Usualmente se engloba este hecho bajo la categoría de idealización y se admite que los modelos proporcionan una representación idealizada de los fenómenos. La siguiente, entonces, podría considerarse como una caracterización minimal de los modelos científicos: Un modelo científico es una representación idealizada de un determinado fenómeno o dominio de fenómenos.
Existe otro uso del término “modelo” que es el que se emplea cuando se hace referencia a los modelos de los datos, cuyo análisis filosófico introdujo Patrick Suppes (1962). Generalmente las predicciones derivadas de una teoría o de un modelo no se contrastan por medio de los llamados “datos crudos” de la observación, sino mediante un modelo de tales datos. Este tipo de modelo también se considera una representación idealizada, pero de los resultados de la experiencia, por ejemplo, de mediciones repetidas de una magnitud. Los modelos de los datos se obtienen mediante la aplicación de instrumentos estadísticos a los datos crudos. Primero, se toman determinadas muestras de los fenómenos que se quiere observar o medir. Después, se eliminan los datos que se consideran erróneos o divergentes, en el proceso llamado reducción de datos. Luego, se analizan los datos seleccionados, por ejemplo, un conjunto de resultados de mediciones repetidas de un determinado parámetro físico, y se determina la media (y otras medidas de tendencia central), se calcula la desviación estándar (y otras medidas de dispersión), se elabora un histograma, o se ajusta una curva, o bien se construye otra forma de presentación de los datos que se estime adecuada. El resultado de este proceso es un modelo de los datos con el cual se comparan las predicciones teóricas, que se consideran confirmadas si caen dentro del margen del error experimental incorporado al modelo. Los modelos de los datos plantean interesantes cuestiones filosóficas relacionadas con la epistemología de los métodos estadísticos (véase, por ejemplo, Mayo 1996). No obstante, no han estado en el centro de la discusión actual en el marco de la concepción representacionista de los modelos científicos.
Otra perspectiva para el análisis de los modelos científicos consiste en atender a la función que estos desempeñan en las prácticas científicas. Aquí también se puede constatar una amplia diversidad de fines, usos y funciones. Indudablemente, la práctica de la modelización tiene múltiples finalidades o, lo que es equivalente, los modelos se construyen para cumplir muy diferentes funciones. A menudo un mismo modelo puede desempeñar varias funciones simultáneamente, incluso en un mismo contexto de uso. Los modelos desempeñan indudablemente una función heurística y exploratoria: permiten el acceso a fenómenos poco conocidos o que no resultan tratables con los recursos del conocimiento vigente (teorías, datos observacionales u otros modelos). Otra de sus funciones principales es la predicción de los fenómenos: algunos modelos, como los modelos del clima, se construyen con la única finalidad de predecir la ocurrencia de los fenómenos, pero no se proponen describir ni explicar tales fenómenos, al menos no de manera primaria, esto es, como su objetivo principal. Una tercera función bien establecida de los modelos es su función didáctica o pedagógica: los modelos son particularmente útiles para introducir a los estudiantes en temas complejos mediante representaciones simplificadas; los modelos de bolas y varillas que se emplean en la química para ilustrar la estructura de las moléculas constituyen uno de los ejemplos mejor conocidos.
Las funciones heurística, predictiva y didáctica de los modelos son evidentes y muy pocos filósofos están dispuestos a negarlas o discutirlas. Hay otras funciones, en cambio, que han suscitado menos consenso. Una de las más discutidas es la función explicativa de los modelos. Sin duda hay modelos que proporcionan explicaciones de los fenómenos, pero estas explicaciones no siempre exhiben un mecanismo causal para la producción de dichos fenómenos. Solo un número relativamente reducido de modelos se propone aislar mecanismos causales, aunque, puede alegarse, hay modelos que proporcionan explicaciones no causales. El problema se traslada, entonces, al tipo de explicación que se busque, o, desde el punto de vista filosófico, a la clase de explicaciones que se esté dispuesto a aceptar como legítimas en el dominio de cada ciencia (para un examen detallado de esta cuestión véase Woodward 2003).
Estrechamente relacionada con la función explicativa de los modelos está la cuestión de si los modelos nos proporcionan una comprensión de los fenómenos y, si es así, qué tipo de comprensión son capaces de producir. Es bien conocido que Willian Kelvin sostuvo que sólo los modelos mecánicos de un fenómeno son aceptables porque solo ellos nos permiten entender realmente ese fenómeno (véase Bailer-Jones 2009 para un análisis detallado de este punto). Todo modelo, según Kelvin debería proporcionar, entonces, una suerte de explicación mecánico-causal. Pero es evidente que en la ciencia actual los modelos mecánicos son apenas una minoría entre los múltiples modelos que se producen. Hay innumerables modelos que son puramente matemáticos y computacionales. Tales modelos no permiten en muchos casos una representación visual de los fenómenos modelados, como ocurre, por ejemplo, en la física cuántica. Así pues, la cuestión de qué clase de comprensión nos permiten obtener esos modelos abstractos permanece todavía abierta.
La pragmática de los modelos, esto es, el estudio de la relación de los modelos con sus usuarios es un campo todavía poco explorado. Algunos aspectos, sin embargo, ya pueden comprenderse con cierta claridad. Los modelos científicos tienen una diversidad de usos y funciones que parecen ser irreductibles. Los modelos se construyen para resolver un problema determinado en un cierto dominio de fenómenos, aunque frecuentemente tienen aplicaciones en dominios de fenómenos no previstos. Con adaptaciones, son incluso capaces de migrar de una ciencia o disciplina a otras muy diferentes y aparentemente alejadas entre sí (aunque los cambios probablemente alteren la identidad del modelo, por lo que parece más razonable afirmar que es una plantilla (template), o estructura formal o computacional, del modelo la que se traslada, como hace Humphreys 2004). Los productores de los modelos y los usuarios de tales modelos generalmente no coinciden; basta pensar, por ejemplo, en el caso de los mapas. No obstante, los modelos siempre se construyen teniendo en cuenta los intereses de los usuarios y están sujetos a cambios cuando estos intereses se modifican o se transforman.
3. Los modelos en las ciencias formales
En el dominio de las ciencias formales, principalmente la matemática, los conceptos de teoría y modelo no son equívocos; al contrario, tienen un significado único y bien definido. Aquí no es posible analizarlos con detalle, por lo que solo se considerará su caracterización más general, evitando en lo posible el uso de formalismo lógico, con el fin de diferenciarlos de sus diferentes significados en las ciencias empíricas.
Ante todo, una teoría formal (en adelante, llamada simplemente teoría) se formula en un determinado lenguaje formal. Un lenguaje formal consta de un conjunto de símbolos que constituyen su vocabulario y un conjunto de reglas de formación, que especifican cómo combinar los símbolos para construir las fórmulas bien formadas de ese lenguaje. En un lenguaje formal los símbolos no tienen significado descriptivo alguno, sino solamente una categoría lógico-gramatical: constantes individuales, predicados (monádicos, diádicos, etc.) y funtores (unarios, binarios, etc.). Por consiguiente, las fórmulas bien formadas de ese lenguaje tampoco tienen significado, son meramente cadenas de símbolos construidas de acuerdo con las reglas de formación. Un lenguaje formal, entonces, es un lenguaje puramente sintáctico, es decir, dotado únicamente de una sintaxis lógica. Las fórmulas de ese lenguaje, por tanto, no tienen valor de verdad, no son ni verdaderas ni falsas.
La interpretación de un lenguaje formal consiste en asignar un único significado a cada término descriptivo de dicho lenguaje, es decir, a las constantes, predicados y funtores. Los símbolos puramente lógicos (como las conectivas, los cuantificadores y el signo de identidad), en cambio, no están sujetos a interpretación. En todo caso, tienen un significado puramente lógico ya fijado de antemano. Un lenguaje formal interpretado es un lenguaje semántico en el cual todas las fórmulas bien formadas son oraciones dotadas de un valor de verdad. Se dice, entonces, que son verdaderas, o falsas, en una determinada interpretación. Es evidente que una misma fórmula de un lenguaje formal puede ser verdadera en una interpretación dada y falsa en otra interpretación, pero no puede ser simultáneamente verdadera y falsa en una misma interpretación.
Una teoría formulada en un determinado lenguaje formal L es un conjunto lógicamente cerrado de fórmulas bien formadas de L. Esto quiere decir que si C es un conjunto no vacío de fórmulas de L, la teoría Tc es el conjunto de todas las fórmulas que se deducen de C. En el caso de un lenguaje interpretado Li, si O es un conjunto no vacío de oraciones de Li la teoría To es el conjunto de todas las consecuencias lógicas de O. Toda teoría es un conjunto infinito de oraciones, ya que las consecuencias lógicas de cualquier oración o conjunto de oraciones son siempre infinitas en número. Particular importancia tienen las teorías axiomatizadas. Una teoría axiomatizada es simplemente el conjunto de las consecuencias lógicas de los axiomas, los cuales constituyen un subconjunto de las oraciones de un determinado lenguaje. Así si A es un conjunto no vacío de axiomas, la teoría TA es el conjunto de todas las consecuencias de A (en símbolos: TA = Cn (A)). El conjunto de los axiomas puede ser tanto finito como infinito. En el primer caso se dice que la teoría está finitamente axiomatizada. Una teoría axiomática formulada en un lenguaje formal (es decir, no interpretado) se llama un sistema axiomático formal.
La interpretación de un sistema axiomático formal consiste en asignar un significado a cada uno de los términos primitivos (o sea, no definidos) que aparecen en los axiomas. Para interpretar dicho sistema, o en general cualquier teoría formal, es necesario especificar un determinado dominio de objetos D, y luego, identificar una función interpretación I que asigne significado a los términos primitivos del sistema en ese dominio. La asignación de significado se hace de acuerdo con la categoría lógico-gramatical de cada término primitivo. De esta manera, la función interpretación asigna un objeto del dominio D a cada constante individual, un conjunto de objetos de D a cada predicado monádico, un conjunto de pares ordenados de objetos de D a cada predicado diádico, y así sucesivamente. Una interpretación de un lenguaje formal en general puede considerarse, entonces, como un par ordenado áD, Iñ, donde D es un conjunto no vacío de objetos cualesquiera e I es la función interpretación.
Un modelo de una teoría formal es una interpretación de dicha teoría en la cual todas las fórmulas de esa teoría resultan verdaderas. Es evidente que todo modelo es una interpretación de una teoría, pero no toda interpretación de dicha teoría constituye un modelo de la misma. Las teorías que tienen al menos un modelo se denominan satisfacibles. Las teorías inconsistentes (aquellas que contienen contradicciones) no son satisfacibles. Ello es así porque la interpretación de una teoría, a menos que se especifique lo contrario, siempre presupone la lógica clásica. Por consiguiente, no hay ninguna interpretación posible en la cual una fórmula y su negación resulten verdaderas. Las teorías inconsistentes, por tanto, no tienen modelos. Se sigue de allí que si una teoría es satisfacible, entonces, es consistente. Encontrar un modelo de una teoría dada implica ofrecer una prueba de consistencia de dicha teoría. De allí la importancia fundamental que tiene en matemática probar que una teoría es satisfacible. Si una teoría tiene un modelo, casi siempre tiene un número infinito de modelos. Pero, por cierto, eso no implica que podamos conocerlos. En verdad es muy difícil encontrar siquiera un solo modelo para las teorías matemáticas. Una misma teoría puede tener modelos en diferentes dominios de objetos, tanto abstractos (por ejemplo, conjuntos de números o de funciones) como concretos (tales como conjuntos de partículas o de moléculas). Los modelos de una teoría pueden ser tanto finitos como infinitos, según su respectivo dominio sea un conjunto finito o infinito de objetos. Encontrar diferentes modelos de una misma teoría implica encontrar nuevos dominios de objetos a los cuales dicha teoría resulta aplicable. Se llama modelo pretendido a aquel al cual se quiere aplicar una determinada teoría, a veces construida específicamente para ese fin. Algunas teorías, como la aritmética de Peano tienen un modelo pretendido específico, en este caso la aritmética elemental en el dominio de los números naturales, mientras que otras, como la teoría de grupos, no tienen un modelo pretendido. En cualquier caso, toda teoría satisfacible tendrá siempre múltiples modelos no pretendidos, no importa cuál sea su modelo pretendido.
En la matemática standard las teorías se definen como estructuras conjuntistas. Una estructura en matemática es un conjunto ordenado cuyos elementos son también conjuntos. Toda estructura posee al menos un dominio y al menos una relación o función definidas sobre ese dominio, o bien algún elemento distinguido de ese dominio. De manera más general, una estructura es un conjunto ordenado áD1,…, Dn, R1, …, Rm, f1, …, fi, a1, …, akñ . Una estructura debe contener al menos un dominio, que habitualmente se especifica como un conjunto no vacío de objetos cualesquiera, y al menos una relación, y/o función definida sobre los objetos del dominio. Una teoría matemática es una estructura en la cual se cumplen determinados axiomas. Así, por ejemplo, la aritmética de Peano de primer orden (AP1) es la estructura , donde C es un conjunto no vacío de objetos, es un funtor unario, son dos funtores binarios (el superíndice indica el grado del funtor) y a y b son dos constantes individuales. Respecto de esta estructura se cumplen los axiomas de Peano. Estos axiomas proporcionan una definición explícita de la estructura denominada AP1. El modelo pretendido de la aritmética de Peano es la estructura M = áℕ, S, +, x, 0, 1ñ, donde ℕ es el conjunto de los números naturales, S es la función sucesor inmediato, + y x son las operaciones de suma y producto entre números naturales, y 0 y 1 son dos elementos distinguidos de ℕ. Como se podrá advertir, el modelo se obtiene interpretando cada uno de los términos de la estructura AP1. En el modelo M todos los axiomas de AP1 resultan oraciones verdaderas, o, como se dice de manera más habitual, los axiomas son verdaderos en la estructura M. Dado que si los axiomas de una teoría son verdaderos también son verdaderas todas las consecuencias lógicas de esos axiomas, resulta que en M son verdaderos todos los teoremas de AP1. Más en general, un modelo de una teoría es una estructura en la cual son verdaderos todos los teoremas de dicha teoría.
Un modelo de una teoría es siempre una estructura, es decir, un conjunto ordenado de conjuntos. Desde el punto de vista ontológico, un modelo es, por tanto, una entidad abstracta, independientemente de que el dominio de esa estructura pueda ser un conjunto de objetos concretos.
Dos estructuras se llaman similares si a) tienen el mismo número de dominios, relaciones, funciones y elementos distinguidos, y b) si las relaciones y/o funciones son del mismo grado. Así, por ejemplo, las estructuras E1 = áD1, R1ñ y E2 = áD2, R2ñ serán semejantes en caso de que R1 y R2 sean ambas relaciones monádicas, o ambas relaciones diádicas, etc., pero no serán semejantes en caso de que R1 sea monádica y R2 sea diádica, etc. La misma condición se aplica en caso de que la estructura contenga funciones.
Dos estructuras semejantes son isomorfas si a) sus respectivos dominios son biyectables (por tanto, tienen el mismo número de elementos), y b) si las relaciones y/o funciones preservan la estructura (es decir, si dos elementos cualquiera de una estructura están relacionados de cierta manera, entonces, los elementos correspondientes de la otra estructura están relacionados de la misma manera). Un isomorfismo es, entonces, una biyección entre dos conjuntos que preserva la estructura de tales conjuntos. Si solo se cumple la condición b), las dos estructuras son homomorfas. Un homomorfismo es una función entre dos conjuntos que preserva la estructura de tales conjuntos. Es evidente que todo isomorfismo es también un homomorfismo, pero no a la inversa. El isomorfismo y el homorfismo son ambas relaciones de equivalencia, es decir, son relaciones reflexivas, simétricas y transitivas.
Todo lo anterior relativo a las relaciones entre estructuras se aplica igualmente a las relaciones entre modelos, ya que estos son precisamente cierta clase de estructuras: aquellas en las cuales todos los teoremas de una teoría resultan verdaderos. Si todos los modelos de una misma teoría son isomorfos entre sí, se dice que dicha teoría es categórica. La relación entre teorías formales y modelos es el objeto de estudio de una de las ramas más desarrolladas de la lógica matemática, la llamada, precisamente, teoría de modelos, acerca de cuyos resultados fundamentales existe un amplio consenso en la comunidad científica (para una introducción amplia al tema véase Manzano 1999; para una exposición más avanzada véase Hodges 1997).
4. Teorías y modelos en las ciencias empíricas
4.1 La concepción semántica de las teorías
De acuerdo con la concepción clásica de las teorías, elaborada entre 1930 y 1970 aproximadamente, una teoría es un conjunto de oraciones cerrado respecto de la relación de consecuencia lógica. Las teorías empíricas están constituidas por el conjunto de las consecuencias de la unión de dos conjuntos diferentes de oraciones: el de los postulados teóricos y el de las reglas de correspondencia. Si llamamos A al primer conjunto y C al segundo, la concepción clásica de las teorías empíricas puede resumirse en una fórmula: T = Cn (A È C). Esta concepción suele denominarse también enunciativa o sintáctica, pero esta última denominación no es adecuada. Una teoría empírica, según la concepción clásica tiene un carácter fundamentalmente semántico, ya que las reglas de correspondencia proporcionan una interpretación (llamada parcial) de los postulados teóricos contenidos en A. Una teoría sin reglas de correspondencia tendría un carácter puramente sintáctico, pero no sería una teoría empírica, sino una teoría puramente formal, de carácter lógico o matemático. La concepción clásica de las teorías sufrió muchas modificaciones y correcciones, sobre todo en la manera de concebir las reglas de correspondencia. La versión más ortodoxa puede encontrarse en Braithwaite (1953) y Carnap (1956), mientras que la formulación final, ya muy debilitada, es la que ofrece Hempel (1970), que puede considerarse como el último intento por reparar la concepción clásica de las teorías para rescatarla de las críticas (para una exposición histórica detallada véase Suppe 1977).
La concepción semántica de las teorías se gestó desde la década de 1950, con trabajos como el de Suppes (1957), pero se formuló claramente desde la década de 1970 en adelante. Hay muchas versiones de esta concepción que son bastante diferentes entre sí, pero que comparten un núcleo común de ideas, básicamente, que una teoría no debe identificarse con un conjunto de oraciones, sino con una colección de modelos. Pero, obviamente, no toda colección de modelos constituye una teoría, sino solo los que guardan entre sí cierta relación. El núcleo de la concepción semántica de las teorías puede expresarse, entonces, de esta manera: una teoría es una colección de modelos M relacionados entre sí por una relación R. Muchos filósofos de la ciencia de diferentes posiciones epistemológicas coinciden en la aceptación de esta idea general acerca de la naturaleza de las teorías empíricas (entre otros, Suppes 1957, 1969 y 2002, Van Fraassen 1980, 1989 y 2008, Balzer, Moulines y Sneed 1987, Giere 1988, 1999 y 2006, Suppe 1989, Da Costa y French 2003).
Las diferentes versiones de la concepción semántica difieren en la manera en que entienden tanto el concepto de modelo como la relación que liga entre sí a los diferentes modelos de una misma teoría. Aquí se presentarán solo dos versiones que ocupan, por así decirlo, posiciones extremas dentro del espectro de la llamada familia semanticista.
La primera de estas versiones del semanticismo es el estructuralismo metateórico, el cual, inspirado en los trabajos pioneros de Suppes (1957), fue desarrollado por Sneed (1971) y sistematizado por Balzer, Moulines y Sneed (1987). De acuerdo con esta tradición, el concepto de modelo en las ciencias empíricas debe entenderse en el mismo sentido que en la matemática, es decir, como una estructura conjuntista (tal como se la definió en la sección 3). Esta idea fue introducida por Suppes (1960) y resultó sumamente influyente una década más tarde. Por otra parte, según el estructuralismo, la relación entre los modelos de una misma teoría es alguna clase de morfismo, en particular un isomorfismo o un homomorfismo (tal como se los definió en la sección 3). También se ha propuesto la relación de isomorfismo parcial (Da Costa y French 2003). Dado que todos estos morfismos son relaciones de equivalencia, la clase de los modelos de una teoría dada queda perfectamente delimitada, esto es, se puede distinguir siempre cuáles son los modelos de una teoría y cuáles no lo son. Una teoría, de acuerdo con el estructuralismo, es una entidad bien definida, tal como lo son todos los conjuntos en las teorías clásicas de conjuntos, donde la identidad de cada conjunto está determinada exclusivamente por sus elementos. De manera análoga, la identidad de una teoría está determinada por sus modelos.
La otra versión del semanticismo es la propuesta por Ronald Giere (1988, 1999 y 2006), que es la que más difiere del estructuralismo entre los miembros de la familia semanticista. Según Giere, los modelos de una teoría deben concebirse de la manera más informal y amplia posible, que es la que mejor se ajusta a los usos que los científicos hacen del término modelo. Así pues, los modelos pueden ser tanto sistemas de ecuaciones, como prototipos, maquetas, mapas o diagramas, e incluso conjuntos de oraciones. Por otra parte, la relación que liga a los modelos de una misma teoría es una relación de semejanza, entendida también en un sentido informal y muy amplio. Una teoría empírica es, entonces, una colección de modelos semejantes entre sí. Una consecuencia de esta concepción es que las teorías científicas son entidades esencialmente vagas que tienen límites poco definidos. Ello es así porque la semejanza es una relación no transitiva, que va perdiéndose gradualmente, de modo que algunos modelos de la teoría serán más o menos semejantes a los otros, sin que pueda establecerse una demarcación tajante entre los modelos que forman parte de una determinada teoría y aquellos que no forman parte de ella. Giere (1988) no solo acepta esta consecuencia, sino que, además, considera que es una ventaja porque se adecua a la naturaleza mal definida de las teorías científicas en la práctica concreta de las ciencias empíricas. Giere, sin embargo, deja sin determinar cómo debe especificarse la semejanza entre los modelos de una teoría. Considera que el grado y respecto en el cual los modelos son semejantes es algo que debe establecerse en cada contexto específico. Si esto no se hace, es decir, si no se limitan las propiedades relevantes para establecer la semejanza, se corre el riesgo de que la relación se vuelva trivial, ya que cualquier modelo (o cualquier entidad) es semejante a cualquier otro en algún grado y en algún respecto.
Tanto en la versión estructuralista como en la versión de Giere de la concepción semántica, una teoría no se identifica solamente con una colección de modelos relacionados entre sí. Las teorías empíricas también tienen un componente proposicional o enunciativo, que los estructuralistas llaman aserción empírica y Giere llama hipótesis teórica. Estas son oraciones que afirman que un determinado modelo de una teoría representa adecuadamente un determinado dominio de fenómenos. Sin este elemento enunciativo, las teorías no tendrían relación con la experiencia y no podrían ser contrastadas por la observación. En efecto, sin la relación de representación, una mera colección de modelos no hace afirmación alguna sobre los fenómenos del mundo real ni tiene, por tanto, valor de verdad. Las aserciones empíricas o hipótesis teóricas, como toda oración declarativa, son verdaderas o falsas y, en principio al menos, pueden ser confirmadas o refutadas por la experiencia.
En razón de que según la concepción clásica las teorías tienen un carácter semántico y de que según la concepción semántica las teorías tienen un componente proposicional o enunciativo, no parece adecuado hablar de una concepción semántica o no enunciativa de las teorías, como se hace a menudo. Resulta más ajustada la denominación de concepción modelo-teórica de las teorías empíricas, que suele emplearse en algunas ocasiones, aunque el nombre “concepción semántica” ya se halla establecido por el uso y parece que difícilmente sea desplazado en lo inmediato.
En cualquiera de las variantes del semanticismo la relación entre modelos y teorías es la misma y se encuentra bien definida: los modelos son elementos componentes de las teorías empíricas. Así pues, la relación es intrínseca y no se establece entre dos clases de entidades autónomas. Las teorías son, precisamente, colecciones de modelos, por lo que una teoría sin modelos (por ejemplo, una teoría inconsistente) no es una teoría en absoluto. La consistencia aparece, entonces, como una condición necesaria de toda teoría empírica. Los semanticistas no extienden esta idea a las teorías de la matemática, donde obviamente no puede presuponerse la consistencia.
Las diferentes versiones de la concepción semántica (tanto el estructuralismo como la de Giere, y también otras) son todas representacionistas, es decir, consideran que la relación que liga a los modelos de una teoría con los fenómenos es una relación de representación. La manera de caracterizar este elusivo concepto es todavía objeto de un debate no resuelto entre los filósofos de la ciencia y en la filosofía en general. La noción de representación suscita agudos problemas, algunos de los cuales serán abordados en la sección 5.
4.2 Los modelos como mediadores
Los modelos no tienen un lugar claramente delimitado en la concepción clásica de las teorías. Como ya se indicó en la sección anterior, los clásicos consideran a las teorías como sistemas axiomáticos interpretados. En este contexto, los modelos de una teoría se conciben generalmente como reinterpretaciones de los términos teóricos del sistema mediante términos que refieren a objetos más familiares o más cercanos a la experiencia. Típicamente, la reinterpretación se hace asignando objetos macroscópicos a términos que originalmente pretenden referirse a objetos microscópicos. Así, por ejemplo, una teoría molecular puede tener un modelo que la ejemplifica mediante bolas y varillas, o una teoría atómica puede tener un modelo en términos de bolas de billar que se mueven en el vacío y chocan entre sí. Un modelo, entonces, no es más que una interpretación alternativa de los postulados de una teoría. Esta interpretación sirve principalmente para fines pedagógicos, sobre todo, para presentar la teoría mediante ejemplos visuales o intuitivos. Para la concepción clásica los modelos no solo son independientes de las teorías, sino que resultan prescindibles; a lo sumo son un complemento útil de valor heurístico o didáctico.
Uno de los pocos autores clásicos que concede un lugar destacado a los modelos es Ernest Nagel (1961). Sostiene que los modelos son uno de los tres componentes de las teorías, junto con los postulados teóricos y las reglas de correspondencia. Los modelos proporcionan una interpretación de los postulados teóricos en términos familiares o visualizables. No pueden sustituir a las reglas de correspondencia, por lo cual no permiten deducir enunciados observacionales de los postulados, pero, no obstante, desempeñan diversas funciones importantes en la ciencia. Según Nagel, los modelos tienen valor heurístico por sí mismos y pueden permitir el desarrollo de líneas de investigación novedosas que no habrían surgido del análisis de la propia teoría. No solo pueden sugerir la necesidad de nuevas reglas de correspondencia para los términos teóricos de una teoría, sino también conectar dicha teoría con sus sucesoras o predecesoras. Con todo, los modelos de una teoría no deben confundirse con la propia teoría. En algún sentido, entonces, una teoría ya está completamente formulada con los postulados teóricos y las reglas de correspondencia y no requiere, al menos de manera esencial, de un modelo.
La concepción semántica de las teorías, por su parte, se ubica en el extremo opuesto de la concepción clásica porque considera que los modelos son constitutivos de una teoría y, por consiguiente, no tienen ninguna independencia de ella. La teoría misma se identifica mediante la clase de sus modelos.
Algunos filósofos de la ciencia, en particular Morrison (1998), Morgan y Morrison (1999) y Cartwright (1999) han adoptado una posición intermedia, de acuerdo con la cual los modelos son una suerte de mediadores entre las teorías y la experiencia.
Mary Morgan y Margaret Morrison (1999) consideran que los modelos son agentes autónomos que funcionan como instrumentos para la investigación científica. Mediante esta expresión quieren decir que los modelos científicos no dependen de una teoría determinada, sino que son entidades híbridas en cuya construcción intervienen diversos elementos heterogéneos entre sí. Usualmente un modelo se construye empleando hipótesis pertenecientes a una o varias teorías diferentes (a veces incluso mutuamente incompatibles), así como apelando a diversos datos empíricos de diferentes clases. No obstante, los modelos no pueden derivarse solamente de la teoría o de los datos. De esta manera, Morgan y Morrison se oponen tanto a la concepción clásica como a la concepción semántica de las teorías. De acuerdo con estas autoras, los modelos no son constitutivos de una teoría determinada, pero tampoco son completamente independientes de toda teoría, ni mucho menos prescindibles o irrelevantes para la práctica científica. Al contrario, los modelos son instrumentos empleados en la ciencia, tal como un termómetro o un voltímetro, pero, a diferencia de esta clase de instrumentos, los modelos también cumplen una función representativa. Empleando una conocida distinción de Ian Hacking (1983), Morgan y Morrison sostienen que los modelos sirven a la vez para representar a los fenómenos como para intervenir sobre ellos.
Nancy Cartwright (1999), por su parte, también acepta que los modelos funcionan como mediadores entre las teorías y el mundo real y que, en la mayoría de los casos, tienen un carácter representativo. Su argumento principal es que, al menos en el dominio de la física, las teorías son demasiado abstractas y alejadas de la experiencia como para poder ser contrastadas o aplicadas. Para hacerlo se requiere de un modelo más concreto o, si se quiere, menos abstracto, un modelo en el cual las relaciones entre conceptos abstractos formuladas en la teoría sean ejemplificadas. Las teorías físicas, sostiene Cartwright, no representan lo que ocurre en el mundo; únicamente los modelos tienen esta capacidad representativa. Sin embargo, los modelos no forman parte de ninguna teoría determinada. Desde este punto de vista, Cartwright se opone a la concepción semántica de las teorías. Su posición es que, aunque los modelos puedan haber sido construidos a partir de ciertas teorías, tienen, no obstante, un carácter independiente de toda teoría en particular (para un examen detallado de la concepción de los modelos de Cartwright véase Hartmann, Hoefer y Bovens 2008).
5. Los modelos como representaciones de los fenómenos
El concepto de representación, ampliamente utilizado en diferentes ramas de la filosofía, es, sin embargo, uno de los más elusivos y ha resistido hasta hoy los más diversos intentos de elucidación. Se lo ha estudiado en los dominios de la filosofía del lenguaje y de la mente, en relación con las ideas de representación lingüística y representación mental, así como en el campo de la estética, en relación con la idea de representación artística. Más recientemente, los filósofos de la ciencia se han ocupado de este concepto precisamente en relación con la idea de que los modelos constituyen representaciones de los fenómenos. Existen numerosas maneras en que ha sido enfocada la cuestión de la representación científica, pero hasta el momento no puede decirse que exista una teoría sistemática y bien desarrollada acerca de este tema. Es, por tanto, todavía una cuestión abierta que es objeto de discusión y disenso entre los filósofos de la ciencia.
Se admite generalmente que los modelos científicos no son entidades mentales ni lingüísticas. Pueden ser entidades concretas, como una maqueta o un prototipo, o entidades abstractas, como una estructura conjuntista o un sistema de ecuaciones, pero, en cualquier caso, no tienen un carácter mental o lingüístico. Dado este punto de partida, sobre el que hay amplio consenso entre los filósofos de la ciencia, el problema de la representación científica, en particular, el de la relación entre los modelos y los fenómenos, no puede reducirse al problema de la representación mental o lingüística. Por otra parte, dado que los objetos artísticos, como una pintura o una escultura, son entidades concretas, muchos filósofos consideran que la cuestión de la representación artística es relevante para la representación científica e incluso puede servir como inspiración y fuente de analogías (véase, por ejemplo, Frigg 2010a, 2010b, Toon 2012, y, más en general, Suárez 2010).
La filosofía analítica se ha enfocado primariamente en las propiedades formales de la relación de representación. Hay consenso en que un análisis adecuado de esta relación requiere determinar: i) el grado de la relación; ii) los relata de la relación; y iii) las propiedades lógicas de la relación. No obstante, acerca de las respuestas a todas estas cuestiones hay discrepancias entre los filósofos. El análisis más básico considera que representación es una relación diádica, que los relata de la relación son una fuente (source) y un objetivo (target) y que la relación es irreflexiva, asimétrica e intransitiva. Los ejemplos más intuitivos provienen del arte: un cuadro es la fuente que representa un objetivo, que es el paisaje, pero el cuadro no se representa a sí mismo, ni el paisaje representa al cuadro, ni el cuadro representa a otra cosa que el paisaje pudiera representar. En general, hay consenso en que esas son las propiedades lógicas de la relación de representación, pero no en el hecho de que dicha relación sea una relación diádica.
En el caso de la modelización científica, la fuente de la representación es un modelo, que puede ser un objeto concreto o abstracto, y el objetivo de la representación es un determinado fenómeno. El término fenómeno se emplea aquí en un sentido muy general que cubre aquello que se llama fenómeno físico, sistema físico, porción del mundo real y otros. Las dos formas más comunes de representación propuestas por los filósofos de la ciencia son los morfismos, en particular el isomorfismo, y la semejanza. Esto se corresponde con las dos variantes de la concepción semántica de las teorías expuestas en la sección 4. Ambas han sido objeto de severas críticas (véase en particular Suárez 2003, 2004 y 2010).
Consideremos en primer lugar el isomorfismo, cuya situación es análoga para otros morfismos. Los proponentes de esta posición, como los estructuralistas y otros semanticistas, sostienen que un modelo M representa un fenómeno F si y solo si M y F son isomorfos entre sí (o tienen una relación de morfismo más débil, como el isomorfismo parcial o el homomorfismo). El primer problema de esta idea se encuentra en los relata de la relación. El isomorfismo, en sentido literal y no metafórico, es una relación que solo está definida entre estructuras conjuntistas. Por tanto, los relata de la relación deben ser ambos conjuntos. Ya se dijo que los modelos son concebidos por los estructuralistas como estructuras conjuntistas, pero, entonces, los fenómenos también tienen que serlo. ¿De qué modo tiene que entenderse, entonces, la relación de representación entre la maqueta de un puente (el modelo) y el puente real (el fenómeno)? Aquí se trata de objetos concretos, pero las estructuras son entidades abstractas. La única salida parece ser admitir que los objetos concretos ejemplifican o instancian estructuras abstractas. Entonces, debe decirse que la estructura instanciada por el puente es isomorfa a la estructura instanciada por la maqueta. En virtud de esta identidad de estructuras es que la maqueta representa al puente real. Al tomar esta vía aparecen inmediatamente problemas metafísicos, ya que un mismo objeto puede, en principio, instanciar muchas estructuras diferentes. La manera más natural de evitar estos problemas metafísicos consiste en admitir que un modelo representa en realidad a otro modelo, por ejemplo, un modelo teórico representa a un modelo de los datos. Pero esta estrategia obliga a concebir a todos los modelos, incluso los aparentemente concretos, como estructuras conjuntistas (algo que ya había advertido Suppes 1960). En cuanto a las propiedades de la relación, el isomorfismo, al ser una relación de equivalencia, no tiene ninguna de las propiedades que intuitivamente se adjudican a la relación de representación. Lo mismo vale para otros morfismos. Por consiguiente, la representación no puede consistir en algún morfismo entre estructuras.
Los partidarios de analizar la representación en términos de semejanza sostienen que un modelo M representa un fenómeno F si y solo si M y F son semejantes entre sí La relación de semejanza, no obstante, enfrenta también dos problemas importantes. El primero es el riesgo de trivialización: dos objetos cualesquiera siempre son semejantes en algún respecto, es decir, tienen alguna propiedad en común. Por otra parte, la clasificación de una colección de objetos en clases de semejanza depende de que se especifiquen determinadas propiedades relevantes, de otro modo, no es posible formar clases de equivalencia unívocas. Giere (2004 y 2006) acepta este punto y admite que la semejanza entre un modelo y los fenómenos que representa debe ser especificada en grado y relevancia. El segundo problema es que la llamada semejanza relevante tampoco cumple con las propiedades asignadas a la relación de representación. Es una relación reflexiva y simétrica, y en general es no transitiva, aunque tampoco es intransitiva (dos objetos semejantes a un tercero en un cierto respecto y en un cierto grado pueden o no ser semejantes entre sí en ese mismo respecto y grado). En conclusión, la semejanza relevante tampoco puede proporcionar un análisis adecuado de la relación de representación.
Se han propuesto muchas maneras diferentes de caracterizar la relación de representación sin necesidad de definirla, es decir, de especificar condiciones necesarias y suficientes para su aplicación. Aquí solo es posible presentar una muestra muy selecta de teorías de la representación y señalar algunas de sus dificultades.
Mauricio Suárez (2004 y 2010) ha propuesto una concepción inferencial de la representación científica, a la que considera minimalista y deflacionaria, ya que no pretende definir explícitamente el concepto de representación. Ante todo, sostiene que la representación debe ser objetiva, es decir, no meramente un signo convencional, sino que la fuente debe permitir obtener información acerca del objetivo representado. La representación no puede reducirse a la mera referencia o denotación de un objeto por parte de otro. Considera, entonces, que un modelo M representa un determinado fenómeno F si cumple con dos condiciones: i) tiene fuerza representativa, es decir, M se emplea en la práctica para representar F; y ii) tiene capacidad inferencial, esto es, M permite a los agentes informados que lo usan extraer inferencias específicas válidas acerca de F. Por tanto, el modelo debe permitir un razonamiento sustituto (surrogate reasoning) acerca del fenómeno representado, una idea que ya había sido propuesta por Swoyer (1991). No se sigue, sin embargo, que todas las conclusiones extraídas mediante un razonamiento sustituto sean verdaderas, ya que los modelos son generalmente idealizados e inexactos en cierta medida, y solo proporcionan una aproximación a los fenómenos. Esta caracterización inferencial de la representación introduce a los agentes, junto con sus intereses y propósitos, como elementos esenciales del proceso de representación científica. Los agentes pueden ser tanto los modeladores mismos como los usuarios de los modelos. De esta manera, la representación científica deviene una práctica colectiva que, como tal, puede admitir diversas formas y modalidades según el contexto en el que se desarrolle.
Ronald Giere (2004, 2006, 2010 y 2012) también enfatiza los aspectos pragmáticos y sociales de la representación científica. Sostiene que la representación es una relación tetrádica entre un agente, un modelo, un fenómeno y un propósito. La relación de representación tiene, entonces, la siguiente forma general: el agente A usa el modelo M para representar el fenómeno F con el propósito P. La representación científica es, así, una práctica que realizan los miembros de las comunidades científicas. Giere adopta una posición realista acerca de los modelos, por lo que no se refiere a los fenómenos, sino al mundo real como el objetivo de la representación. Considera, en consecuencia, que los modelos representan determinados aspectos del mundo real. El carácter representativo de los modelos se funda en su semejanza con ciertos aspectos de la realidad elegidos como objetivo de la representación. Pero un modelo no representa un aspecto del mundo por el hecho de ser objetivamente semejante a este, sino por el hecho de que un agente selecciona ciertos rasgos o propiedades del modelo que considera semejantes a ciertos rasgos o propiedades de cierto aspecto del mundo real. Para efectuar esta tarea no se requiere ninguna medida objetiva de la semejanza. El carácter representativo de un modelo depende, pues, de las intenciones de los agentes. La semejanza entre los modelos y el mundo es, entonces, relativa y varía según el contexto y los intereses de los agentes. Giere (2012) distingue tres clases de modelos: teóricos, físicos y computacionales, pero considera que la manera en que estos modelos representan el mundo real es la misma y se basa en las semejanzas seleccionadas por los agentes. A esta posición la llama una concepción intencional de la representación. Los modelos pueden ser tanto entidades abstractas, como los modelos teóricos (especialmente, los matemáticos) y computacionales, o bien entidades concretas, como los modelos físicos, pero la diferencia en el carácter ontológico no cambia el modo en el que se los emplea para representar el mundo real. Toda representación, según Giere, se funda en una semejanza selectiva, establecida por un agente, entre el modelo y ciertos aspectos del mundo. Esta clase de semejanza es necesariamente parcial, ya que hay rasgos del modelo que no representan propiedades de los sistemas reales y, a la vez, hay propiedades del sistema real que no tienen contraparte en el modelo. Cada modelo representa una perspectiva del mundo real, por lo que un mismo fenómeno físico puede ser representado mediante diferentes modelos.
Michael Weisberg (2013) también propone un enfoque de la representación basado en la semejanza entre los modelos y los fenómenos representados. Distingue tres clases de modelos: concretos, matemáticos y computacionales, que son un tipo especial de modelos matemáticos. Todo modelo es especificado mediante una descripción lingüística. Por su parte, el objetivo de la representación se obtiene por abstracción a partir de los fenómenos. Los modelos concretos, como el modelo a escala del puente de la ciudad de San Francisco, representan de manera directa a su objetivo. En cambio, los modelos matemáticos, como el modelo predador-presa de Lotka y Volterra, representan de manera indirecta a su objetivo a través de una representación matemática de dicho objetivo. Pero en ambos casos, la representación consiste en la semejanza. La semejanza entre un modelo y su objetivo puede ser tanto estructural como comportamental, por lo cual un modelo no necesariamente debe ser físicamente semejante al objetivo representado. No obstante, a diferencia de Giere, Weisberg considera que la semejanza entre los modelos y los fenómenos es objetiva y no depende de las intenciones del agente que construye el modelo ni varía con el contexto de uso de dicho modelo. Weisberg pretende hallar una medida de la semejanza entre el modelo y los fenómenos basándose en las propiedades que estos comparten, pero su intento ha sido objeto de severas críticas (véase Parker 2015) y es difícil que pueda considerarse exitoso.
Diversos filósofos de la ciencia (como Frigg y Toon) han apelado a conceptos y teorías de la representación estética como fuente de una analogía con la representación científica. En particular, se han inspirado en las concepciones de la representación de Goodman (1968) y de Walton (1990), concebidas originalmente para dar cuenta de la representación en las artes visuales y en la literatura.
Roman Frigg (2010a, 2010b y 2010c) elabora una concepción indirecta de la representación científica, para lo cual recurre a algunas ideas de Kendall Walton (1990) sobre la representación en la literatura y el arte. Frigg considera que los modelos científicos, al menos los de carácter teórico, como, por ejemplo, el modelo atómico de Bohr, son análogos en muchos respectos a los personajes de la ficción literaria. Para elaborar esta analogía aplica la llamada teoría de la pretensión (pretence theory) de Walton. De acuerdo con esta teoría, una ficción literaria es una especie de juego de “hacer creer que” (game of make-believe). En estos juegos, un determinado objeto funciona como la utilería (prop) que promueve la imaginación, por ejemplo, una rama de árbol es imaginada como una espada en un juego infantil. La modelización científica, según Frigg, funciona de una manera similar a la de esta clase de juegos. La construcción de un modelo comienza con la descripción de un sistema modelo; este sistema, a su vez, actúa como la utilería de un juego de hacer creer que. Constituye lo que Frigg llama una p-representación (donde la p se refiere al prop), que da como resultado un objeto imaginario que es el propio sistema modelo. Luego, a través de un acto que llama t-representación (donde la t se refiere al target) se proclama que ese sistema modelo representa su objetivo, por ejemplo, un determinado fenómeno físico. Así, la representación de los fenómenos resulta indirecta, ya que está mediada por la previa representación del sistema modelo. Esta p-representación es de carácter lingüístico porque se formula en un texto, mediante definiciones, principios teóricos o ecuaciones matemáticas. El resultado es un modelo que tiene el carácter de un objeto imaginario, semejante al de los personajes de ficción.
Adam Toon (2012) también propone una concepción de la representación científica basada en la ideas de Walton (1990). Distingue entre modelos físicos y modelos teóricos, pero considera, a diferencia de Frigg, que las dos clases de modelos representan a su objetivo de manera directa. De acuerdo con Toon, un modelo tiene carácter representativo si y solo si funciona como una utilería en un juego de hacer creer que. Esto es, un modelo representa un determinado sistema físico si prescribe ciertas cosas imaginarias (imaginings) acerca de dicho sistema en el contexto de un juego de hacer creer que. En este juego los modelos funcionan como utilería. Los modelos físicos, como las maquetas o prototipos, constituyen su propia utilería, mientras que los modelos teóricos emplean como utilería descripciones preparadas y conjuntos de ecuaciones, en particular, ecuaciones de movimiento que especifican la dinámica de un sistema. Estas descripciones preparadas son las que prescriben cosas imaginarias acerca del sistema que es el objetivo de la representación. Toon considera que su concepción de la representación es derivativa: el poder representativo de los modelos deriva del poder representacional de ciertos estados mentales, los de la imaginación. Ello no implica, sin embargo, que los modelos sean entidades mentales.
Todas las concepciones representacionistas de los modelos deben afrontar el problema de la llamada representación inadecuada (misrepresentation), es decir, deben dar cuenta de la diferencia entre representar incorrectamente los fenómenos y no representarlos en absoluto. El hecho de que un modelo sea representativo, en efecto, no implica que proporcione una representación adecuada del objetivo que se propone representar. Así, por ejemplo, en 1953, antes de construir el exitoso modelo de doble hélice del ADN, Watson y Crick intentaron construir un modelo de triple hélice, que resultó un fracaso. Ambos modelos constituyen representaciones de la estructura molecular del ADN, pero el de la triple hélice debe considerarse más bien una representación inadecuada que un modelo no representativo. No hay todavía consenso entre los filósofos de la ciencia acerca de cómo debe entenderse la representación inadecuada ni acerca de cómo debe juzgarse si la representación que proporciona un determinado modelo es adecuada o no. El problema se hace más agudo por el hecho de que, siendo todo modelo más o menos idealizado, la representación del objetivo siempre ha de ser más o menos inadecuada, apenas aproximada, en el mejor de los casos.
En razón de las dificultades que presenta la elucidación del concepto de representación, algunos filósofos, como Callendar y Cohen (2006) son escépticos sobre la posibilidad de construir una teoría de la representación científica; simplemente, consideran que no es una cuestión interesante, ya que, en principio, “cualquier cosa puede representar a cualquier otra” si así lo estipulan los usuarios.
Otros filósofos, por el momento una minoría, han intentado desarrollar una concepción no representacionista de los modelos científicos. Entre ellos se cuenta Tarja Knuuttila (2011) que propone considerar a los modelos como artefactos epistémicos susceptibles de desempeñar una pluralidad de funciones, entre las cuales la de representar los fenómenos podría ser solo una más. Según Knuuttila, los modelos son instrumentos construidos con un propósito específico y sirven como útiles externos al pensamiento. No son entidades puramente abstractas, sino que tienen siempre un soporte material que permite considerarlos como entidades concretas, aunque no son sistemas naturales, sino artificiales. En tanto son concretos, los modelos pueden ser manipulados y tomarse como objeto de experimentación. De estas características se deriva el valor epistémico o cognitivo de los modelos en la ciencia, en particular, de su manipulabilidad. La alternativa no representacionista a la concepción dominante de los modelos todavía se encuentra en proceso de elaboración, pero resulta atractiva para quienes encuentran insuperable el problema de la representación inadecuada o, más en general, para quienes adhieren a una concepción no realista de los fines del conocimiento científico.
6. Modelos, idealizaciones y ficciones
Todos los filósofos de la ciencia admiten que los modelos son representaciones idealizadas que, en ocasiones, distorsionan severamente el sistema u objetivo que se proponen representar. Por otra parte, muchos filósofos han advertido que los modelos frecuentemente contienen elementos ficticios, expresados mediantes términos que se consideran explícitamente no referenciales. Por esta razón, han propuesto considerarlos como simples ficciones útiles. Puede decirse, de manera general, que los filósofos de tendencias realistas han preferido considerar a los modelos como idealizaciones que, en principio, pueden corregirse, mientras que los filósofos que se inclinan por una epistemología anti-realista han optado por el ficcionalismo.
6.1 Los modelos como idealizaciones
Aunque se admite generalmente que los modelos son representaciones idealizadas de los fenómenos, el concepto mismo de idealización no ha sido elucidado de manera satisfactoria. Usualmente se apela a otros conceptos, tales como abstracción, distorsión, simplificación y aproximación, para caracterizar a la noción de idealización, pero la manera de entender estos otros conceptos y sus relaciones mutuas varía mucho de un autor a otro. Por consiguiente, todavía no existe una teoría bien desarrollada acerca de la idealización en la ciencia.
Ernan McMullin (1985) proporcionó uno de los primeros intentos sistemáticos de abordar el tema, adoptando una perspectiva claramente realista acerca de los modelos científicos. Entiende por idealización la “simplificación deliberada de algo complicado” con el fin de volverlo al menos parcialmente comprensible o tratable. El proceso de idealización puede implicar tanto la distorsión del fenómeno original como el hecho de “dejar de lado alguno de sus componentes”, es decir, hacer abstracción de ellos. Según McMullin, un modelo es siempre un constructo teórico idealizado que posee solamente las propiedades que el modelador le asigna explícitamente. Todo modelo es, por consiguiente, incompleto, pero, en principio, siempre puede completarse un poco más. Hay, pues, grados de incompletitud. McMullin llama idealización formal a la que procede despreciando propiedades del objeto modelado que se suponen relevantes para el problema que se quiere resolver. Por otra parte, llama idealización material a la que consiste en dejar sin especificar determinadas propiedades del objeto en cuestión que se consideran irrelevantes para los fines del modelo. Así, por ejemplo, en el modelo atómico de Bohr, que concibe al átomo como un sistema planetario en miniatura, la estructura interna del núcleo se deja sin especificar, efectuando de ese modo una idealización material. Por otra parte, el núcleo se considera en reposo, las órbitas de los electrones perfectamente circulares y se desprecian los efectos relativistas del movimiento de los electrones. Todas estas son idealizaciones formales, que tomadas literalmente deberían considerarse como supuestos falsos. El resultado de la idealización, según McMullin, es que los modelos se apartan de la verdad (o de la verosimilitud) respecto de los objetos modelados. Esta afirmación solamente tiene sentido en el contexto de una concepción realista de los modelos, de acuerdo con la cual estos constituyen descripciones de sus respectivos objetivos. Sobre la base de ese supuesto, McMullin considera que los modelos, en principio al menos, pueden hacerse más realistas mediante un proceso de desidealización que elimine algunas de las abstracciones y distorsiones introducidas originalmente. De esta manera, pueden volverse más verosímiles, es decir, aproximarse más a la verdad.
Esta concepción realista de los modelos y las idealizaciones ha sido objeto de muy diversas críticas. Morrison (2011 y 2015) señala que no todos los modelos que se emplean en la física pueden desidealizarse incorporando nuevos parámetros y variables dinámicas, o cambiando los valores a las ya existentes. Además, en la práctica muchas veces se emplean diferentes modelos de un mismo fenómeno o dominio de fenómenos, donde cada modelo resulta útil para explicar o predecir un determinado aspecto de tales fenómenos. En algunos casos, indica Morrison, los modelos no son incompatibles entre sí, sino complementarios, como ocurre con los diferentes modelos que representan el flujo turbulento de un fluido. Por tanto, podrían considerarse como diferentes descripciones del mismo fenómeno. Aunque los modelos no puedan unificarse ni desidealizarse, la situación todavía sería compatible con una posición realista, tal como el perspectivismo de Giere (2006), para quien cada uno de estos modelos proporcionaría una representación parcial de los fenómenos desde una determinada perspectiva.
Sin embargo, existen modelos que son incompatibles entre sí, en el sentido más fuerte de que son mutuamente inconsistentes. Un ejemplo clásico de esta situación lo proporcionan los diferentes modelos del núcleo atómico que se construyeron desde la década de 1930 hasta nuestros días (véase al respecto Cook 2006). No existe todavía una teoría acerca de la interacción de los nucleones (protones y neutrones) que componen los núcleos de los átomos que pueda explicar o predecir todos los fenómenos experimentalmente conocidos en el dominio de la física nuclear. En vez de ello, hay una multitud de modelos diferentes, más de 30, cada uno de los cuales es exitoso para tratar acerca de algún aspecto del comportamiento de los núcleos atómicos.
La situación puede ilustrarse con dos de los primeros modelos nucleares. El modelo de la gota líquida considera que el núcleo es una esfera de fluido incompresible, cuya estructura interna consiste en un centro de nucleones agrupados para los cuales la fuerza nuclear está completamente saturada y una capa superficial de nucleones menos ligados, esto es, donde la fuerza nuclear no está saturada. Es un modelo esencialmente clásico, donde las propiedades cuánticas de cada nucleón no se tienen en cuenta. Este modelo permite predecir correctamente las masas y las energías de ligadura de los núcleos y explicar los fenómenos de fisión de núcleos pesados. El modelo de capas, en cambio, supone que el núcleo no tiene un centro de nucleones, sino que estos se distribuyen en capas alrededor de un potencial central que se supone que posee simetría esférica. Cada una de las capas corresponde a los estados cuánticos de la misma energía. Los nucleones, al igual que los electrones en el átomo, tienden a ocupar los estados de menor energía, es decir, las capas interiores, hasta que estas se saturan. Este modelo explica los llamados “números mágicos”, esto es, el hecho de que los núcleos con ciertos números pares de protones y/o neutrones (2, 8, 20, 28, 50, 82) sean mucho más estables que otros núcleos con diferente composición. Ello se debe a que en esos núcleos existe el número exacto de nucleones como para llenar un número determinado de capas, sin dejar ninguna sin saturar.
Es evidente que estos dos modelos son incompatibles porque toman como punto de partida hipótesis que son mutuamente inconsistentes. Además, cada uno de ellos es incompleto, porque deja sin explicar muchos fenómenos conocidos sobre los núcleos; precisamente por esa razón se construyeron posteriormente muchos otros modelos. Morrison (2011 y 2015) considera que esta situación en la cual proliferan los modelos incompatibles constituye una dificultad insalvable para la posición realista, ya que no puede admitirse que cada modelo constituye una representación parcial del núcleo desde una determinada perspectiva. El perspectivismo, si ha de ser una forma de realismo, está constreñido a sostener que las diferentes perspectivas de un mismo fenómeno deben ser todas compatibles entre sí. Frente al problema de los modelos inconsistentes, el realista solo puede responder que se trata de una situación transitoria, debida a la incompletitud de nuestro conocimiento.
Diversos filósofos de la ciencia han ofrecido otras elucidaciones de la noción de idealización, pero estas resultan difícilmente comparables debido a que definen de manera diferente de la habitual términos tales como “abstracción” (Morrison 2015), o hacen clasificaciones atípicas de los diferentes tipos de idealización (Weisberg 2013). Uno de los intentos más comprehensivos es el de Martin Jones (2005), que intenta regimentar el uso de los términos de manera tal que capturen al menos algunos aspectos importantes de las prácticas científicas de modelización. De acuerdo con Jones, la idealización implica la distorsión del objetivo representado, es decir, un modelo es idealizado cuando representa a su objetivo como dotado de alguna propiedad que este no tiene, o bien como carente de una propiedad que tiene (aquí sería más prudente decir que “creemos” que tiene). Por su parte, la abstracción implica la omisión de alguna propiedad del objetivo representado, o sea, un modelo es abstracto cuando omite alguna propiedad que tiene el objetivo, pero sin representarlo como carente de tal propiedad. Por ejemplo, un modelo introduce una idealización cuando representa a una partícula como carente de extensión, pero hace una abstracción cuando omite el peso de la partícula sin representarla como carente de peso. Así, según Jones, la idealización es una representación inadecuada del objetivo, mientras que la abstracción desprecia ciertas propiedades del objetivo, pero sin representarlas de manera inadecuada. La idealización y la abstracción son cuestiones de grado, aunque no es claro cómo determinar el número de idealizaciones que contiene un modelo ni cómo sopesarlas respecto de su importancia.
6.2 Los modelos como ficciones
El ficcionalismo en la filosofía de la ciencia es una posición anti-realista tradicional, asociada principalmente con la “filosofía del como si” de Hans Vaihinger (1911/1927), pero con antecedentes claros en obras de Kant y de Nietszche. Vaihinger consideraba que las ficciones plenas, tal como el punto material inextenso, son autoinconsistentes, mientras que las semi-ficciones son empíricamente falsas. Todas las ficciones se introducen en la ciencia como expedientes útiles con expresa conciencia de su carácter falso. Vaihinger pensaba, además, que las ficciones eran recursos provisorios que a largo plazo deberían reemplazarse por hipótesis con auténtico contenido empírico. Arthur Fine (1993) reactualizó el ficcionalismo de Vaihinger aplicándolo a los modelos científicos. Según Fine, la práctica de la modelización en la ciencia contemporánea consiste principalmente en la introducción de ficciones útiles (para una crítica de esta tesis véase Cassini 2013).
Muchos filósofos actuales de la ciencia se han inclinado por el ficcionalismo, adoptando una posición afín a la de Vaihinger y Fine (véase por ejemplo los trabajos contenidos en Suárez 2009). En principio, el ficcionalismo puede resolver el problema de la existencia de múltiples modelos incompatibles de un mismo fenómeno, dado que no le atribuye carácter descriptivo a ninguno de ellos. Otros filósofos, en cambio, han intentado explorar la analogía entre los modelos y los personajes de ficción en la literatura (por ejemplo, Frigg 2010a y 2010b). Los resultados de esta línea de investigación todavía no son claros, dado que la ontología de las ficciones literarias presenta serias dificultades, por lo cual puede correrse el riesgo de tratar de aclarar un asunto oscuro por medio de otro aún más oscuro. Por otra parte, hay evidentes analogías negativas entre ambos. En efecto, las ficciones literarias parecen ser entidades incompletas, en el sentido de que los personajes ficticios solo tienen el reducido número de propiedades que el autor les ha atribuido de manera explícita. Los modelos, en cambio, permiten la exploración de las propiedades que no están explicitadas en su construcción, pero que se siguen como consecuencia de ellas.
Los modelos concretos, como las maquetas o los íconos, difícilmente puedan concebirse como obras de ficción. Los modelos teóricos, como el modelo del gas perfecto o el del péndulo ideal, han sido considerados a menudo como entidades abstractas, productos de la imaginación constructiva. En tanto tales, tendrían el mismo status ontológico que las entidades matemáticas, como los números y los conjuntos. El ficcionalismo matemático considera a todos los objetos de la matemática como meras ficciones, pero esta posición no puede apoyarse en el solo hecho de que esos objetos sean entidades abstractas, ya que podrían concebirse como ideas platónicas, habitantes de un mundo ideal independiente de la mente humana (sobre el ficcionalismo matemático véase Bonevac 2009 y sobre el platonismo véase Balaguer 1998). Algo análogo podría decirse de los modelos teóricos que se emplean en las ciencias empíricas: del hecho de que sean entidades abstractas no se sigue que sean ficciones.
Diversos filósofos se han opuesto al ficcionalismo por muy diferentes razones. Algunos (como Giere 2009 y Teller 2009) han señalado que el hecho de que un modelo contenga algún elemento ficticio (y, por tanto, no representacional) no convierte al modelo como un todo en una ficción, ya que este conserva otros componentes, tal vez la mayoría, que no son ficciones y poseen capacidad de representación. Otros han enfatizado el hecho de que, cualesquiera sean las analogías entre los modelos teóricos y las ficciones literarias, las diferencias funcionales son más significativas que las semejanzas. Los modelos científicos desempeñan funciones cognitivas que no tienen contrapartida en la literatura o el arte, como la explicación y la predicción de los fenómenos. El debate acerca de la concepción ficcionalista de los modelos continúa abierto y continuamente se presentan argumentos a favor y en contra de dicha posición (véanse, entre otros, Godfrey-Smith 2009, Contessa 2010, Pincock 2012, Toon 2012, Weisberg 2013, Woods 2014 y Morrison 2015).
7. Modelos y simulaciones computacionales
Las simulaciones computacionales tienen en la actualidad un empleo sumamente extendido en todas las ciencias, tanto naturales como sociales. Su uso no se limita a aquellos dominios, como la cosmología, la astrofísica, la economía o las ciencias sociales, donde las posibilidades de realizar experimentos reales son escasas, sino que se extiende incluso a las ciencias aplicadas y a las tecnologías. Parte de este éxito se explica por razones de eficacia y economía: las simulaciones, a diferencia de muchos experimentos, son generalmente poco costosas y demandan tiempos relativamente cortos. De hecho, una buena parte de los modelos científicos se implementa mediante simulaciones computacionales. Si bien las primeras simulaciones se crearon durante las décadas de 1940 y 1950, los filósofos de la ciencia tardaron mucho en tomarlas en cuenta como objeto de análisis epistemológico. Paul Humphreys (1991) y Ronald Laymon (1991) escribieron algunos de los artículos pioneros sobre este tema, mientras que el propio Humphreys (2004) fue el autor de la primera monografía filosófica dedicada a las simulaciones. Posteriormente, se produjo una polémica acerca de si las simulaciones planteaban problemas filosóficos realmente novedosos o si podían considerarse como un caso especial de la modelización científica. Frigg y Reiss (2009) adoptaron esta última posición, mientras que Humphreys (2009) replicó defendiendo la originalidad filosófica de las simulaciones.
Las simulaciones, al igual que los modelos, han sido caracterizadas apelando al concepto de representación: una simulación proporciona la representación del comportamiento de un objeto, o más precisamente, la evolución temporal de un determinado sistema físico.
Eric Winsberg (2010) señala la estrecha vinculación existente entre las actividades de modelización y simulación. Sostiene que toda simulación computacional toma como punto de partida un modelo de los fenómenos que se quieren simular, modelo frecuentemente, aunque no siempre, respaldado en una teoría general. Ese modelo recibe luego un tratamiento específico, que consiste en asignar valores a los parámetros y a las condiciones iniciales del modelo. Sobre esa base se construye un solucionador, que es el algoritmo computacional propiamente dicho a partir del cual se obtienen los resultados de la simulación. Para llegar a estos resultados, el solucionador debe introducir ciertos cambios en el modelo inicial, que casi siempre lo simplifican. En la mayoría de los casos, las ecuaciones diferenciales continuas del modelo deben ser discretizadas para que puedan ser computacionalmente tratables. Además, usualmente se introducen otras idealizaciones y aproximaciones en el modelo, a veces incluso elementos ficcionales que son meros expedientes útiles para la computación. El resultado de una simulación, señala Winsberg, no siempre es una imagen o un video de animación, sino, a menudo, una larga lista de datos, a veces expresados en forma puramente numérica. Estos datos deben ser objeto de análisis estadístico e interpretación hasta llegar a un modelo de los datos (Winsberg lo llama “modelo de los fenómenos”, pero esta expresión es ambigua porque podría aplicarse también al modelo teórico que sirvió como punto de partida de la simulación). De esta manera, los modelos están presentes tanto al comienzo como al final de la construcción de una simulación computacional.
La epistemología de las simulaciones computacionales es un tema muy debatido en la actualidad, pero solo parcialmente relevante para la cuestión de los modelos científicos. El problema básico es determinar si los resultados de la simulación son confiables. En el lenguaje de la computación se llama verificación al proceso de determinar si el modelo computacional proporciona una solución aproximada de las ecuaciones matemáticas del modelo teórico inicial. Por otra parte, se llama validación al proceso de determinar si el modelo elegido constituye una representación adecuada de los fenómenos que se quieren simular. Estos términos tienen en filosofía un significado muy diferente, por lo que deben emplearse con cautela, aunque ya están bien establecidos en el dominio de las ciencias de la computación (para un tratamiento detallado del tema véase Oberkampf y Roy 2010)
Una manera habitual de validar las simulaciones consiste en comparar sus resultados con los datos disponibles provenientes de la experiencia, es decir, de la observación y medición de los fenómenos. Este proceso recibe el nombre de validación por correspondencia. Cuando no se dispone de tales datos previos, la confiabilidad de la simulación resulta más difícil de establecer. El procedimiento más habitual en tales casos consiste en efectuar un análisis de la robustez de los resultados de la simulación. Por lo general, implica comparar los resultados obtenidos mediante diferentes modelos de un mismo fenómeno con el fin de encontrar propiedades o estructuras invariantes. Además, una simulación puede contrastarse por medio de otra simulación que utiliza un algoritmo diferente o bien que emplea un modelo más refinado. El resultado se considera robusto si es aproximadamente el mismo en todos los casos. Finalmente, es posible apelar a la realización de un tipo de experimento virtual denominado experimento de validación. Ninguno de estos procedimientos garantiza la confiabilidad de los resultados obtenidos, pero es evidente que pueden complementarse y reforzarse mutuamente. El tema de la robustez fue introducido en la filosofía de la ciencia por Wimsatt (1981 y 2007) y ha tenido importancia en el ámbito de los modelos y las simulaciones, donde resulta un caso específico de aplicación de un procedimiento mucho más general (véase Soler y otros 2012, Weisberg 2013).
Muchos filósofos de la ciencia han seguido una línea de investigación que consiste en comparar las simulaciones con los experimentos porque piensan que hay importantes analogías en la manera en que se validan los resultados de unos y otros. Ante todo, las simulaciones tienen semejanzas con los experimentos mentales (sobre esta clase de experimentos véase Brown 2011) hasta el punto de que muchos piensan que los han reemplazado en la práctica científica actual. Las analogías con los experimentos reales son más discutibles y han sido mucho más debatidas (véase, entre muchos otros, Morgan 2003 y 2012, Giere 2009, Morrison 2009, Parker 2009, y Parke 2014). Se ha acuñado la expresión “experimentos virtuales” para caracterizar a las simulaciones, pero no es obvio cuál sea su significado preciso. Parece claro que las simulaciones pueden cumplir algunas de las funciones de los experimentos reales, tales como la exploración de nuevos dominios de fenómenos y el control de otros experimentos. No obstante, hay otras funciones, como la de descubrir la existencia de nuevas clases de entidades (un tipo de partícula postulado por una teoría, por ejemplo, como el bosón de Higgs) que no parecen estar al alcance de ninguna simulación. Por último, la función heurística de las simulaciones, como la de los experimentos mentales, está fuera de toda duda, pero es más difícil aceptar que los resultados de una simulación puedan considerarse como evidencia para la contrastación de teorías y modelos. Al menos, no como el mismo tipo de evidencia que proporcionan los experimentos reales. El valor epistemológico de las simulaciones computacionales es una cuestión importante que todavía no ha sido bien explorada y permanece abierta a la investigación. El tema tiene, además, importancia práctica, ya que cada vez más frecuentemente deben tomarse decisiones políticas sobre la base de simulaciones, como ocurre, por ejemplo, en el caso del cambio climático global, donde hay un grado considerable de incertidumbre (sobre este punto véase Frigg, Thomson y Werndl 2015a y 2015b; Bradley y Steele 2015).
8. Conclusión
Los modelos científicos en el ámbito de las ciencias fácticas han sido objeto de estudio intensivo por parte de los filósofos de la ciencia durante las dos últimas décadas. En las ciencias formales, en cambio, la teoría de modelos ya estaba bien establecida hace ya medio siglo. Los filósofos de la ciencia han tomado conciencia del uso extensivo de los modelos y las simulaciones tanto en las ciencias naturales como sociales, reconociendo que la modelización de los fenómenos es una de las actividades principales, aunque no la única, por supuesto, en la práctica de la ciencia normal. No obstante, a pesar de la extensa bibliografía producida, todavía hay muchas cuestiones que no han podido esclarecerse, en particular, el concepto de representación que está a la base de todas las concepciones representacionistas de los modelos. Por su parte, la filosofía de las simulaciones computacionales se encuentra recién en sus comienzos. La filosofía de los modelos y simulaciones aún no ha madurado lo suficiente como para fijar una terminología clara y precisa, lo cual se refleja en los diferentes sentidos con que se emplean términos clave, como “idealización” y “abstracción”, entre muchos otros. Puede preverse, entonces, que el estudio de los modelos científicos permanecerá activo en los próximos años, aunque, por cierto, se encuentra lejos de abarcar todos los temas y problemas de la filosofía general de la ciencia.
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Otro recursos en línea
Frigg, Roman and Hartmann, Stephan, "Models in Science", The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Fall 2012 Edition), Edward N. Zalta (ed.), URL = http://plato.stanford.edu/archives/fall2012/entries/models-science/.
Kopesky, Jeffrey, “Models”, Internet Enciclopedia of Philosophy, URL = http://www.iep.utm.edu/models/.
Entradas relacionadas: Método científico, realismo científico, representación mental, teoría científica.
Agradecimientos: Estoy en deuda con todos los integrantes del grupo sobre modelos en ciencia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde henos estudiado este tema por varios años. Dos miembros de este grupo, María Cristina González y Leandro Giri, leyeron una versión anterior de este artículo e hicieron observaciones muy útiles.
El capítulo de la filosofía que trata con el conocimiento humano, sus alcances y sus límites.