Diferencia entre revisiones de «Constructivismo ético»

Carlos Ignacio Massini-Correas
Universidad de Mendoza

De DIA
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Revisión de 18:32 22 mar 2018

1 Introducción: caracterización del constructivismo  

En filosofía práctica en general, y en especial en filosofía moral y filosofía del derecho, al igual que en otros varios ámbitos del conocimiento, se han difundido en los últimos años varias propuestas gnoseológico-prácticas que se autodenominan “constructivistas” y que proponen, de diferentes modos y con muchas variantes, una superación de las elaboraciones “realistas” en iusfilosofía, la mayoría de las veces tildadas –muy discutiblemente– de “metafísicas”. En los Estados Unidos, autores como John Rawls (1971 y 1993, 89-129), Christine Korsgaard (1996 pássim) y Bruce Ackerman (1984) han asumido explícitamente posiciones constructivistas, y otro tanto ha ocurrido en la Argentina con Carlos Nino, en Italia con Vittorio Villa y Carla Bagnoli, en Gran Bretaña con Onora O’Neill, en Australia con John Mackie y con varios pensadores más en otros países.

Ahora bien, las tesis centrales genéricamente aceptadas por los autores que se pueden llamar –y se autodenominan– “constructivistas” en el ámbito de los saberes directivos de la praxis humana, pueden ser reducidas a dos principales: (i) en los saberes referidos prácticamente a la conducta humana, la fuente de los contenidos valorativos, normativos o principales, no es el conocimiento receptivo de ciertos fenómenos humanos (experiencia), sino la mera construcción de la razón (sobre el concepto filosófico de “experiencia” y su alcance en el ámbito práctico, véase: Massini-Correas 2012); (ii) esta construcción racional no es absolutamente libre o arbitraria, sino que está sujeta a ciertos límites, que aseguren alguna imparcialidad y, en ciertos casos, una mínima “objetividad” de las elaboraciones realizadas. La primera puede llamarse “tesis anti-realista” y la segunda “tesis de la limitación constructiva”. A través de la defensa de estas dos tesis se pretende alcanzar una elaboración racional directiva de la conducta humana (ética personal, política, jurídica, o económica) que, no le deba nada –o casi nada– a la experiencia de las realidades humanas y práctico-morales y que tenga sus raíces últimas en la autonomía humana, pero que esté a la vez dotada de ciertos límites (al menos relativamente) independientes del simple arbitrio individual o grupal.

En un sentido similar a lo apuntado, el profesor de Palermo Vittorio Villa ha resumido y explicitado las principales dimensiones del constructivismo en la filosofía del derecho; en un libro especialmente interesante, este autor comienza por distinguir ocho versiones del constructivismo, en una enumeración que no considera exhaustiva: constructivismo ético-político, del orden social, intuicionista, sistémico, social, empirista, sociológico y post-positivista (Villa 2011, 54). En el desarrollo de esta clasificación se observan algunas superposiciones y reiteraciones, pero lo importante es que el mismo Villa acepta que es posible proponer un concepto unitario de constructivismo, que incluya las ocho versiones diferenciadas.

Este concepto unitario puede expresarse –según Villa– diciendo que “constructivismo” es aquella concepción del conocimiento “según la cual el resultado intelectual (del tipo que sea) que se obtiene mediante el uso de un determinado procedimiento (del tipo que sea), no puede ser valorado sino en relación al procedimiento empleado, y de esta forma evitar apoyarse en una especie de “correspondencia” con un estándar o con cualquier elemento independiente del procedimiento mismo” (Villa 2011, 83). De aquí se sigue que el estudioso italiano, además de aceptar la posibilidad de un concepto unitario de “constructivismo”, lo caracteriza prácticamente a través de las mismas tesis enunciadas más arriba: la tesis anti-realista (evitar toda “correspondencia” con una realidad independiente) y la tesis de la limitación constructiva (el resultado cognitivo está garantizado y limitado por el procedimiento seguido para alcanzarlo o por otras instancias restrictivas).

Por su parte, los profesores de la Universidad de Adelaida, Garrett Cullity, y de Saint Andrews, Berys Gaut, han desarrollado una caracterización del constructivismo ético que reviste especial interés. Para estos pensadores, el punto de vista común entre todas las concepciones éticas razonables es que, para todas ellas, “un agente tiene razones normativas para realizar X si y sólo si sería bueno para él, todas las cosas iguales, realizar X” (Cullity y Gaut 1998, 4). Pero según estos autores, este punto de partida común deja lugar a profundas discrepancias, en especial entre la concepción 'aristotélica, que tiene carácter recognitivo, es decir, aquél según el cual la función de la razón práctica es la de reconocer si una acción es valiosa (buena), donde el ser buena de una acción se constituye independientemente de su elección racional. Por otra parte, “desde el punto de vista constructivo de la relación entre el valor (bien) y la razón práctica, el ser valiosa (buena) de una acción es tenida como constituida solo por ser el objeto de una elección racional […]. Esta concepción se encuentra en Kant de un modo especialmente puro, pero los neo-humeanos pueden ser naturalmente caracterizados en este sentido como constructivistas” (Ibídem).

Es decir que, para estos autores y otros que comparten sus puntos de vista, no sólo existe un constructivismo neo-kantiano, sino también uno de corte neo-humeano. En ambos el bien humano no se considera reconocido como tal a partir de un conocimiento referencial, sino que se constituye fundamentalmente a partir de la misma elección humana; la diferencia entre ellos radica en que en el constructivismo neo-kantiano el bien se constituye a partir de ciertas estructuras de la razón práctica, y en el neo-humeano a partir de determinadas preferencias o deseos del sujeto actuante, o de un conjunto de sujetos actuantes. Por su parte, la concepción neo-aristotélica es radicalmente anti-constructiva y realista, ya que no hace depender el bien moral de las elecciones de los sujetos, sino del conocimiento de cualidades que les son en cierto modo ajenas. Por lo tanto, y siguiendo a estos autores, es posible distinguir dos formas principales de constructivismo: el neo-kantiano y el neo-humeano, que se oponen ambas diametralmente al realismo de matriz aristotélica.

En las consideraciones que siguen se analizará ante todo el concepto unitario de “constructivismo”, aunque haciendo referencia explícita a las particularidades de cada una de las concepciones propuestas (una buena enumeración de esta variedad de concepciones puede verse en Ferrater Mora 1979, 611-613; y en Mallon 2013) y se discutirá su valor epistémico y su fuerza argumentativa. Para ello, se comenzará con una introducción crítica al constructivismo teórico-científico, siguiendo luego por el análisis del que corresponde al pensamiento práctico-normativo, que es el que interesa aquí en definitiva, comenzando por las propuestas neo-kantianas, y siguiendo con las denominadas neo-humeanas. En cada caso se efectuará una valoración crítica de las propuestas constructivistas, verificando su coherencia interna y su capacidad para dar respuesta a los principales problemas de la especulación y de la vida ética.


2 Sobre el constructivismo teorético  

Como ya se anticipó más arriba, las diferentes versiones del constructivismo, teórico o práctico, se elaboran en oposición contradictoria con las propuestas denominadas “realistas” en teoría del conocimiento (Véase en este punto la voz “Realismo ético” en este mismo diccionario). En el ámbito teórico o especulativo, estas últimas concepciones han sido definidas por Antonio Millán-Puelles diciendo que el realismo “es la doble tesis según la cual, 1) hay cosas independientes de nuestro pensar y de nuestro querer; y 2) conocemos algo de esas cosas. No todo (quien conoce todo es Dios).” (Millán-Puelles 1996, 29. Véase también Millán-Puelles 1994, 40-56). Frente a esta doble afirmación, se levanta una también doble y contraria enunciación, cuyas diversas versiones se encuadran bajo el nombre general de “constructivismo” (teorético); ella consiste en la aseveración de dos tesis principales: 1) no podemos conocer si existen realidades en sí más allá de nuestros actos de pensamiento; y 2) todo lo que conocemos (sensaciones, percepciones, ideas, teorías) es una (mera) construcción de nuestra mente o de nuestro lenguaje (o de ambos). (Véase Darós 2009).

Por su parte, Maurizio Ferraris sostiene, en un sugerente libro, que la oposición entre realistas y constructivistas es la que existe entre dos intuiciones principales: “La primera –escribe el profesor de Turín– la realista, afirma que existen cosas (por ejemplo, el hecho de que hay montañas de más de cuatro mil metros en la luna) que no dependen de nuestros esquemas conceptuales. La segunda […] cree en cambio que el hecho de que haya montañas de más de cuatro mil metros en la luna es también dependiente de nuestros esquemas conceptuales o aun simplemente de las palabras que usamos […]. Propongo llamar a esta intuición “construccionista” o “constructivista”, en cuanto ella asume que partes relativamente grandes de la realidad son construidas por nuestros esquemas conceptuales y aparato perceptivo” (Ferraris 2014, 23-24).

Por lo tanto, estas tesis realistas y constructivistas pueden sintetizarse en dos fórmulas principales, que quedarían establecidas del siguiente modo:

  1. Tesis realista: “algún conocimiento es no construido (meramente) por el entendimiento”
  2. Tesis constructivista: “toda verdad es construida (meramente) por el entendimiento”

Ahora bien, de estas tesis, una de ellas es universal afirmativa (la constructivista) y la otra es particular negativa (la realista) y por lo tanto son formalmente contradictorias y si una de ellas es verdadera, la otra habrá de resultar inexorablemente falsa y viceversa (véase Ziembinski 1976, 211-217), con todas las consecuencias que esto conlleva para las relaciones entre estas diferentes concepciones. Dicho brevemente: si el “constructivismo”, tal como se lo ha definido, es verdadero, el “realismo”, también en los términos establecidos, habrá de ser inexorablemente falso y contrariamente, la verdad del “realismo” acarreará la necesaria falsedad del “constructivismo”.

De estas concepciones, el realismo –a veces denominado “integral”, “metódico” o “crítico”– es el punto de vista que caracteriza a la tradición clásica de pensamiento, tal como ha sido explicitada nuevamente en nuestros días por pensadores como Étienne Gilson (1997, sobre Gilson véase Couratier 1980), Yves Simon (2002), Hilary Putnam (sobre Putnam, véase Alvarado Marambio 2002), Maurizio Ferraris o Alasdair MacIntyre (2006, sobre MacIntyre véase Matteini 1980). Por su parte, el denominado “constructivismo” es el resultado último natural de la concepción moderna del conocimiento humano, según la cual el saber científico –experimental o exacto– aparece como paradigma de todo pensamiento válido y como opuesto a la religión y las humanidades, que se presentan como el ámbito de la oscuridad, la cerrazón y el atraso (Sayés 2012, 23-28). Pero además, el pensamiento moderno fue progresivamente considerando al realismo como “ingenuo”, “a-crítico” e incapaz de fundar las ciencias, las que también progresivamente fueron siendo consideradas –y cada vez más– como meras construcciones del entendimiento humano (véase Vattimo 2013, en especial, 91-104). En un camino que va desde Descartes (o Montaigne) a Kant, la innegable –pero no única– dimensión constructiva del pensamiento fue adquiriendo una importancia cada vez mayor, hasta asumir, en el último de estos pensadores, un alcance (al menos casi) exclusivo (véase Schneewind 2009, pássim).

En efecto, según el filósofo de Königsberg, a partir de un extraño impulso de la realidad en sí, realidad que no puede conocerse ni menos estudiarse, y a través de un proceso que va de las formas de la sensibilidad a las categorías del entendimiento, el sujeto forma –construye– sus conceptos y juicios, en definitiva, lo esencial de su pensamiento. Escribe Volker Gadenne en este punto que, según Kant, “nuestra capacidad cognitiva no tiene acceso al mundo de las cosas en sí. Qué y cómo sea ese algo que produce nuestras sensaciones, permanece oculto para nosotros (…). Ahora bien, si nosotros nunca nos relacionamos con las cosas sino sólo y exclusivamente con ‘objetos’ que están ya determinados por formas de intuición y categorías del pensamiento, esto puede expresarse diciendo que los objetos de nuestro conocimiento son constituidos o construidos” (Gadenne 2006, 233. Sobre la noción de “objeto” en la modernidad, véase: Muñoz 2016, passim).

En un sentido similar, en un relevante libro sobre el pensamiento del filósofo prusiano, Otfried Höffe afirma que “las reglas de la síntesis y la determinación no nacen de las sensaciones. Tampoco se obtienen por mera combinación. Obedecen a la espontaneidad del entendimiento, que se ‘inventa’ normas para concebir lo dado intuitivamente y comprueba si lo que piensa vale como interpretación de lo dado. El pensamiento no se dirige a un mundo ya estructurado. Sin el pensamiento sólo se da algo inconexo e indeterminado, un caos de sensaciones, mas no la unidad y determinación de una realidad; sin el pensamiento no hay mundo” (Höffe 1986, 84). Esta afirmación final destaca el presupuesto central del constructivismo teorético: sólo existe el mundo en cuanto pensado-construido; fuera del pensamiento humano que la ha construido, no existe realidad alguna y, si existe, es meramente caótica y por lo tanto incognoscible.

Pero en el caso del constructivismo actual, posterior al “giro lingüístico” de la filosofía contemporánea (véase Rorty 1990, pássim.), ya no es el entendimiento y sus categorías el que construye la realidad, y ni siquiera la vida social humana en general1, sino que será el lenguaje y sus textos lo que estructurará el mundo. “En este caso –escribe Gadenne– el mundo es considerado como una construcción social, producto de la acción social, en la que tienen un papel central los actos de lenguaje. La instancia constructora no es aquí el individuo ni tampoco, menos aún, el cerebro, sino en cada caso una comunidad lingüística determinada” (Gadenne 2006, 248). De este modo, desaparece la función referencial del lenguaje, y la realidad queda reducida a textos creados por medio de acciones –“juegos”, en la terminología de Wittgenstein– del lenguaje, que se desarrollan fundamentalmente en el nivel pragmático (véase Morris 1994, 31-36). Dos afirmaciones expresan adecuadamente esta nueva actitud frente a la realidad; la primera es la muy conocida de Jacques Derrida: “Nada existe fuera de los textos”; la segunda es de Hans Georg Gadamer: “lo que es en-sí sólo puede ser sabido tal como se representa para la conciencia que experimenta. De este modo la conciencia que experimenta hace presente esta experiencia: el en-sí del objeto es en-sí ‘para nosotros’” (Gadamer 1977, 429).

Esta impronta constructivo-hermenéutica de una buena parte de la filosofía contemporánea ha sido ejemplarmente resumida por Fernando Inciarte al escribir que “la metamorfosis que ha sufrido la hermenéutica últimamente, se debe fundamentalmente a que el texto en que se hace ahora consistir al mundo, no se considera ya independiente de la interpretación o interpretaciones a que puede ser sometido. Dicho en otras palabras: el mundo, como texto, tiene en sí mismo la estructura de su interpretación, no es algo separado de ésta. Más brevemente: el intérprete es ahora el creador del texto” (Inciarte 2004, 208 –cursivas añadidas–; véase también Massini-Correas 1997, 257-279). Esto significa que el sujeto cognoscente-interpretante es el constructor del texto en el que consiste el mundo; en resumidas cuentas, el sujeto hermenéutico es el constructor del mundo2.


3 Problemas del constructivismo teorético  

Ahora bien, estas modalidades del constructivismo cognitivo teórico han sido objeto de numerosas críticas, confutaciones y problematizaciones; en este lugar se hará referencia a sólo tres, que aparecen como las más fuertes y decisivas. La primera de ellas radica en que las tesis constructivistas resultan claramente contraintuitivas, ya que bajo la premisa de un mundo meramente construido podríamos crear una realidad alternativa en la que no existieran ni la ‘gravedad’ ni el ‘cáncer’, pero bajo ciertas circunstancias nos moriríamos de una enfermedad que se caracteriza por la rápida y anormal multiplicación de determinadas células y nos reventaríamos contra el piso si intentáramos pasar por el aire de un rascacielos a otro. En otras palabras, la construcción de mundos veleidosos choca contra el hecho palpable de que no podemos modificar ciertas estructuras de las cosas, que resultan renuentes a nuestras manipulaciones y que se nos imponen necesariamente y sin excepción: podemos untar una tostada con jalea o con manteca, pero no podemos hacerlo con una piedra o con un trozo de hierro (En este punto, véase: Willaschek 2000 y Darós 2009, pássim).

Por otra parte, y en segundo lugar, al constructivismo se le plantea un dilema insoluble, que es el siguiente: el o los agentes constructores del mundo, ¿son también ellos construidos o existen en sí mismos objetivamente? En el primer caso, se desemboca en la afirmación discutible de una construcción que construye otra, pero que necesita para existir haber sido construida por otra construcción y así infinitamente. “Ahora bien –escribe Gadenne– hablar de construir pierde su sentido inteligible cuando no se prevé una instancia real que lleve a cabo [al menos en definitiva] la construcción. Quien afirma que todo es construcción, no presenta una tesis nueva que merezca la pena discutir, sino algo ininteligible” (Gadenne 2006, 255). Dicho más simplemente: una instancia meramente construida no puede ser –radicalmente– constructora de nada y por lo tanto la tesis constructivista resulta inadmisible.

En el segundo caso, es decir, si se afirma que todo es construido menos el sujeto o los sujetos constructores, se arriba al absurdo de que el cerro Aconcagua y las cataratas del Iguazú son meras construcciones y sólo el (los) sujeto (s) constructor (es) existe (n) realmente. Ahora bien, si todo lo que conocemos son meras construcciones, ¿cómo sabemos que el sujeto constructor no es él mismo construido, ya que no tenemos acceso a una realidad en sí, ni siquiera la del sujeto constructor? Pero sin la realidad del sujeto constructor, no tiene sentido hablar de construcciones, ya que construir pierde su sentido sin una instancia que realice en definitiva la construcción. Por su parte, Kant sostenía que es imposible alcanzar el conocimiento de las cosas en sí, las que se reducen a un caos de sensaciones; pero ¿cómo saber que son un caos si no se puede conocerlas de ninguna manera?; ¿por qué razones válidas el noúmeno o cosa en sí no puede ser un mundo ordenado magníficamente, constituido de seres dotados de una naturaleza esencial?; finalmente: ¿cómo podemos conocer las formas de la sensibilidad y las categorías del entendimiento que estructuran el mundo si no podemos acceder a la realidad en sí de esas estructuras mentales? (En este punto véase Young 1998).

Y respecto al tercero de los problemas, corresponde destacar que el supuesto central del constructivismo en cualquiera de sus versiones radica en una incomprensión severa acerca del núcleo duro de las doctrinas realistas; en efecto, los constructivistas rechazan de plano e integralmente el realismo, diciendo que resulta ingenuo pretender que pueda conocerse la realidad natural de un modo total y absoluto; ahora bien, si esto no es posible (como no lo es), según estos autores resulta necesario sostener alguna de las variantes del constructivismo, que parten de la base de que no se puede conocer nada objetivo del mundo natural. Pero esta argumentación es claramente ilusoria, toda vez que, de la afirmación obvia de que el mundo no puede conocerse total y absolutamente, no se sigue que no pueda conocerse de alguna manera y en algunos de sus aspectos o dimensiones (Véase: Domínguez Prieto 2010, 232-239.).

Pero esto último es lo que ha sostenido siempre el realismo clásico, al menos en sus versiones más elaboradas. Efectivamente, ni Aristóteles, ni Tomás de Aquino, ni Cornelio Fabro (véase Fabro 1978, 239-291), ni los ya citados Gilson, Millán Puelles y Alasdair MacIntyre defienden una concepción meramente pasiva y absoluta del conocimiento. Para ellos y la inmensa mayoría de los pensadores realistas, el conocimiento absoluto y total de la realidad pertenece sólo a Dios, en quien el existir no está limitado por ninguna esencia o modo de ser, pero no corresponde al ser humano, que existe en el marco de una naturaleza que lo actualiza, pero que a la vez lo limita en su ser y en sus operaciones, en especial, en sus operaciones cognitivas (véase Gilson 1972, pássim). Además, la actividad cognitiva no es bajo ningún aspecto meramente pasiva, sino que contiene inexorablemente una dimensión activa, podríamos decir “constructiva”, tanto en el nivel sensible como en el intelectual del conocimiento; respecto de este último, basta con recordar la importancia otorgada por el Aquinate a la dimensión “activa” (intellectus agens) del entendimiento en el proceso cognitivo intelectual (Véase Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 79, a. 3; q. 84, a. 6; q. 85, a. 1. Sobre la inteligencia de estos textos, véase, entre muchos otros: Sanguineti 2005, 97-148 y González Ayesta 2002, 93 ss.).

En definitiva, la acusación levantada contra el realismo clásico de incurrir en un palmario dogmatismo, a través de una visión puramente pasiva del conocimiento, no tiene asidero serio de ninguna especie. Por ello, sostiene Gadenne que “queda con esto aclarado qué quiere decir el realista cuando (…) habla del conocimiento de la realidad objetiva. Se refiere a la aceptación provisional, revisable, de una proposición basada en la observación o de una hipótesis. Es una pretensión del conocimiento que está por encima de la del escéptico y se mantiene, al mismo tiempo, por debajo de la del dogmático. Esto lo ignoran a menudo las posturas antirrealistas y constructivistas, y dirigen sus argumentos contra un realismo que concibe [todo] el conocimiento como seguro, es decir, que atacan un realismo dogmático” (Gadenne 2006, 260). Pero este “realismo dogmático” no es el que corresponde al pensamiento clásico y sólo puede encontrarse en algunos pocos racionalistas modernos; de este modo, resulta que los constructivistas parten en su elaboración constructiva del ataque a una premisa que no es la propia del realismo más elaborado; en otras palabras, como dicen los anglosajones, están ladrando al árbol equivocado.


4 El constructivismo práctico-procedimental (o kantiano)  

Si bien es cierto que no parece que exista necesariamente una continuidad sistemática entre el constructivismo teórico y su variante práctica, es lógico que la derivación constructivista del saber teórico por parte de un sector importante de la filosofía contemporánea, haya alcanzado también al ámbito del conocimiento práctico y en especial del práctico-moral. En efecto, tanto el nihilismo crítico, como el positivismo, la descendencia kantiana y el giro hermenéutico han adoptado ciertas tesis constructivistas y han tenido –y tienen– numerosos representantes en la filosofía práctica de nuestros días: la perspectiva nihilista se ha encarnado en las diferentes “teorías críticas” (Véase: Derrida 1997, 34-35 y 65-66; Mangabeira Unger 2015; y Massini-Correas 2011, 121-141), la versión kantiana ha desembocado en una serie de procedimentalismos, entre los que se destacan los de Christine Korsgaard, Jürgen Habermas, Carlos Nino y John Rawls. Y por su parte, la versión hermenéutica ha culminado en las diferentes propuestas hermenéutico-jurídicas, como las de Ronald Dworkin o Giusseppe Zaccaria. Finalmente, el empirismo-positivismo constructivo ha tenido una reciente y elaborada revaloración en las obras de John Mackie, Bernard Williams (1985 pássim) y Andrei Marmor (véase Massini-Correas 2013).

Todas estas alternativas constructivistas parten –de modo similar a los constructivismos teóricos que ya hemos analizado– de la imposibilidad de un conocimiento objetivo y veritativo de ciertos principios éticos sustantivos o de una realidad deóntico-normativa susceptible de ser aprehendida intelectualmente, aunque sea de modo impreciso y con mínima certeza. Frente a esta imposibilidad, proponen como alternativa la nuda creación-elaboración de un sistema de normas, o de normas y principios, que no reconozca ningún referente en la realidad de las cosas, ni esté limitada por ningún núcleo de indisponibilidad objetiva que ese sistema deba respetar (En este punto, acerca de la necesidad de un núcleo de indisponibilidad deóntica y de su (pretendido) carácter procedimental-constructivo, véase: Habermas 1997; véase Höffe 1991, 6-12).

Ahora bien, esta imposibilidad del conocimiento de un núcleo de eticidad objetiva no implica –para varios de estos autores– que no existan otros sectores de la realidad –en especial los que son el objeto de estudio de las ciencias empiriológicas– que sean susceptibles de un cierto conocimiento aprehensivo, a veces de carácter objetivo, y que este conocimiento ejerza una determinada influencia en el orden directivo de la praxis humana. Expresado en otras palabras, la ética vendría a ser una realidad meramente construida, un ámbito en el que resulta imposible el realismo cognitivo, pero esto no impediría la posibilidad de un conocimiento objetivo y veritativo en el campo del conocimiento puramente empírico-especulativo (Véase, en este punto: Bulygin 1961, 25, 51 y pássim. Bulygin, sin militar como constructivista, en este volumen sostiene una posición de ese tipo, de corte claramente instrumental).

En lo que sigue, se dejará metodológicamente para más tarde el tratamiento de las concepciones neo-humeanas e instrumentalistas de la razón práctica, para concentrar ante todo el análisis en la perspectiva que se ha denominado kantiana o procedimental de la razón práctico-ética, en razón –principalmente– de que la construcción está en estas versiones limitada por ciertos procedimientos pensados para otorgarle una “objetividad” o “verdad” aunque más no sea “débil” y superar así la a-valoratividad y radical no-objetividad de las versiones nihilistas y positivistas, así como la ambigüedad de las propuestas hermenéuticas3.

Dicho en otras palabras: estas corrientes procedimentales de pensamiento se sitúan claramente, la mayoría de las veces de modo explícito, en el marco de la herencia kantiana, y están movidas por el propósito declarado de evitar las consecuencias des-fundamentadoras, escépticas e irracionalistas a que se ven abocadas las soluciones críticas y en especial las neo-humeanas. Sus temas fundamentales son tres: la función de la razón en la ética, la justicia política y la fundamentación de los derechos humanos; y sucede que los tres necesitan la búsqueda de alguna forma de objetividad, ya que, de lo contrario, su justificación valorativo-normativa se vería reducida o minimizada en clave decisionista, pragmática o simplemente emotivista (Véase Massini-Correas 2006, 185).

Carla Bagnoli sostiene –refiriéndose a esta versión procedimental– que “el constructivismo en la ética es el punto de vista de que, en tanto que hay ciertas verdades normativas, por ejemplo, verdades acerca de lo que hay que hacer, ellas están en cierto sentido determinadas por un proceso idealizado de deliberación, elección y acuerdo racional (…). Estas verdades no están fijadas por hechos que son independientes del punto de vista práctico, de cualquier modo que se lo caracterice; antes bien, están constituidas por lo que los agentes pueden acordar bajo ciertas condiciones específicas de elección”. Y más adelante precisa que “el término ‘constructivismo’ entró en los debates recientes de teoría moral con el artículo ‘Kantian Constructivism in Moral Theory’ de John Rawls (1980) (…). Según Rawls, estos debates fallan en acertar con el verdadero problema de los desacuerdos morales porque adoptan estándares equivocados de objetividad. Estos estándares inadecuados –explica– son metafísicos y apelan a la realidad independiente y a la verdad de los valores” (Bagnoli 2011, secciones 1 y 2).

De aquí se sigue que, según esta versión del constructivismo: (i) para superar los desacuerdos morales en la sociedad sería necesario el recurso a algún tipo de objetividad, es decir, a una instancia de valoración que trascienda la mera subjetividad de los agentes; (ii) el constructivismo procedimental renuncia expresamente a la posibilidad de alcanzar, en el ámbito de la praxis, algún tipo de verdad por adecuación o correspondencia con ciertas realidades independientes de la praxis misma y de su dirección racional (adecuación a la que se denomina, muy cuestionablemente, “metafísica”) (Acerca del tema de la verdad en el ámbito de la praxis, véase: Barrio Maestre 2011); (iii) la objetividad ha de venir, por el contrario, de un “proceso idealizado de deliberación, elección y acuerdo racional”, y se constituye por lo que los agentes acordarían en determinadas condiciones idealizadas o hipotéticas de deliberación racional; y (iv) estas condiciones ideales que fundan la objetividad son, ellas también, construidas; sostiene Bagnoli en este último punto, que esto se realiza “imaginando cómo los ciudadanos con convicciones liberales elegirían si fueran colocados en la posición original, donde las fuentes de parcialidad están bloqueadas (…). Este experimento de pensamiento produce un acuerdo hipotético…” (Bagnoli 2011, 3).

Es necesario recalcar aquí que estas posiciones procedimentalistas son claramente herederas de la Ilustración y por lo tanto han renunciado radicalmente a la posibilidad de obtener la necesaria objetividad de los juicios práctico-normativos a partir del conocimiento de ciertas estructuras de la realidad, en especial de realidades tales como la índole propia del hombre, ciertos valores objetivos o determinados bienes humanos (véase Clavier 2010, pássim). Como consecuencia, la razón práctico-moral, los principios de justicia y la justificación de los derechos humanos recaban la mentada objetividad sólo en alguna forma de transubjetividad, ya sea racional-dialógica, como en el caso de Robert Alexy4, o en algún experimento ideal hipotético-procedimental, tal como el propuesto por John Rawls en A Theory of Justice (véase Massini-Correas 2004a, 21 ss.) o por Onora O’Neill en Constructions of Reason. En cualquier caso, el elemento constructivo, aunque limitado procedimentalmente, resulta ser el fundamental para la determinación de la noción de razón práctica, así como de los principios capaces de justificar opciones de justicia o derechos humanos. Estas versiones kantianas del constructivismo pueden ser calificadas como “cognitivistas no-naturalistas” (Hartmann 1965, 37-38) (o “no realistas”) y responden a la innegable necesidad humana de encontrar una justificación racional y objetiva para las realidades práctico-morales. Que alcancen esa justificación es un problema distinto, sobre el que se argumentará en detalle más adelante.


5 El constructivismo kantiano de Onora O’Neill  

Mientras tanto, y a los efectos de precisar con más detalle y al mismo tiempo explicitar las notas del constructivismo denominado “kantiano”, se hará una breve referencia a las ideas sobre este tema de la destacada filósofa británica Onora O’Neill. En un libro profusamente citado, Constructions of Reason (O’Neill 2000), la profesora de Cambridge y miembro de la Cámara de los Lores discute la concepción procedimental del constructivismo kantiano, en especial en la formulación del tutor de su tesis doctoral, John Rawls. Allí comienza sosteniendo que “en algún lugar en el espacio entre las explicaciones realista y relativista de la ética, se dice que existe una tercera y distinta posibilidad. Una de estas posiciones, pretendidamente tanto anti-realista cuanto anti-relativista, es el ‘constructivismo kantiano’ de John Rawls” (O’Neill 2000, 206). Y más adelante precisa que, “en A Theory of Justice, Rawls usa principalmente la metáfora del contrato más que la de la construcción para caracterizar su emprendimiento […]. No obstante, el método de generar principios por referencia a elecciones realizadas en una posición original, también es llamada ‘constructiva’, porque se trata de un procedimiento que puede resolver disputas” (O’Neill 2000, 207).

Ahora bien, para O’Neill, “no existen dudas de que aspectos importantes de A Theory of Justice son kantianos. No obstante, Rawls se aparta fundamentalmente de Kant, apoyándose en una concepción de la racionalidad meramente instrumental” (O’Neill 2000, 207). Para la pensadora británica, el razonamiento de Rawls es instrumental porque está orientado por y a ciertos objetivos, como los “bienes primarios” que Rawls propone para la posición original, conocidos a pesar del velo de la ignorancia: derechos y libertades, poderes y oportunidades, ingresos y riqueza. De este modo, al realizar sus elecciones orientados a, o en vista de, fines-bienes, los participantes de la “posición original” adoptarían una posición realista o humeana, pero no propiamente kantiana.

Por otra parte, esta autora sostiene que la concepción del sujeto defendida por Rawls no reviste, a pesar de las afirmaciones en contrario del pensador norteamericano, carácter propiamente abstracto, sino más bien ideal. En efecto, el constructivismo rawlsiano asume que los agentes de la construcción de los principios éticos están dotados de una independencia o autonomía, de las que están privados la gran mayoría de los seres humanos. “La idealización –escribe O’Neill– enmascarada como abstracción, produce teorías que puede aparecer como aplicándose ampliamente, pero que de hecho excluyen encubiertamente de su alcance a todos aquellos que no igualan un cierto ideal. Ellas privilegian ciertos tipos de vida y de agente humano, presentando sus características específicas como ideales universales” (O’Neill 2000, 210). En el caso de Rawls, los agentes de elección son sujetos liberales, por lo que quedan excluidos ab initio todos aquellos que no lo son.

El problema que se presenta a esta idealización del sujeto es que las idealizaciones requieren de una justificación, y la que Rawls ofrece es demasiado débil como para confirmarla como única opción. De este modo, “ideales diferentes de la persona podrían formar parte de otros procedimientos constructivos, que generarían otras concepciones de la justicia diferentes” (O’Neill 2000, 211). Y de hecho, el autor de A Theory of Justice termina haciendo referencia a “una cierta tradición política” y a los “juicios de nuestra tradición”, es decir, a una concepción del sujeto que no resulta propiamente universalizable, sino inevitablemente particularista. “En definitiva –escribe O’Neill– ‘nuestra’ tradición resulta invocada para justificar este ideal [del sujeto] sin tener que establecer afirmaciones metafísicas acerca del carácter de agente. En resumen, algunos de los caracteres menos kantianos del constructivismo rawlsiano producen un sinnúmero de dificultades” (O’Neill 2000, 212).

Por su parte, Onora O’Neil intenta superar estas dificultades proponiendo un nuevo ensayo de constructivismo kantiano que no se centre en titulaciones de derechos y en un ideal de persona como el de Rawls, sino más bien en principios que establezcan obligaciones, tal como ocurriría –según esta autora– en la tradición del contrato social. Además, O’Neill se centra no en la búsqueda de ciertos principios éticos universalizables, sino más bien en la de aquellos principios que no pueden serlo, es decir, en principios negativos que excluyen universalmente ciertos tipos de conducta. Y pone como ejemplo el que denomina “principio de engaño” (principle of deception), cuya formulación sería “en toda proposición práctica debe intentarse engañar al destinatario”, que excluye todo lo que garantiza la confianza y que haría, si se lo adoptara, imposibles todos los proyectos de engaño que se intentaran.

En otras palabras, si el engaño fuera un principio de conducta, todo intento de engañar resultaría vano y, en definitiva, imposible. Por lo tanto, debe ser rechazado universalmente para hacer posible la interacción humana. “Puesto de un modo un poco general, los principios de acción que giran sobre la victimización de alguien, ya sea destrozando, paralizando o socavando sus capacidades para la acción, al menos por cierto tiempo y en ciertos aspectos, pueden ser aceptados por algunos pero no adoptados universalmente. Para mantener las cosas bajo control –concluye O’Neill– asumamos solamente que la justicia exige (al menos) que la acción y las instituciones no estén basadas en principios de victimización (engaño, coerción, violencia)” (O’Neill 2000, 215-216).

Ahora bien, los principios son en cierta medida abstractos, y por lo tanto no constituyen la totalidad del razonamiento práctico, sino que deben ser aplicados teniendo en cuenta los contextos reales de acción, en especial la vulnerabilidad de los sujetos. “La coerción –afirma la autora– es una cuestión de fuerza o amenaza, y aquello que constituye una amenaza debe variar con las vulnerabilidades de aquellos que son amenazados” (O’Neill 2000, 216). Pero esta variabilidad en la aplicación no debe conducir a una recaída en el relativismo; para O’Neill, “para evitar recaer en el relativismo, debemos confiar no meramente en los principios abstractos que podrían ser aceptados (o rechazados) por cualquier pluralidad de agentes mínimamente racionales de indeterminada independencia mutua. Debemos confiar en interpretaciones específicas de estos principios que puedan ser aceptadas (o rechazadas) por los actualmente involucrados […]. La apelación al consenso es aquí no al consenso hipotético de los idealmente racionales e independientes, ni a un consenso real que podría reflejar una opresión (estas rutas llevan ya sea al realismo o bien al relativismo). Más bien, la apelación es al consenso posible de agentes reales” (O’Neill 2000, 217).

Por otra parte, según esta autora, el criterio de validez de este consentimiento no radica en que haya sido efectiva y ostensiblemente dado, sino sólo que cada arreglo u oferta podría haber sido rechazada o renegociada, aún por aquellos sobre los que esos principios recaen de modo más severo y penoso. Para O’Neill, esta solución supera tanto las concepciones ideales (la de Rawls) como las relativizadas (realistas) del consenso: “Las explicaciones idealizadas de la justicia tienden a ignorar las vulnerabilidades reales, y las explicaciones relativizadas tienden a legitimarlas” (O’Neill 2000, 217). Además, este consenso propuesto por la autora, está pensado para asegurar que pueda ser rechazado, más que aceptado por todos los miembros de una pluralidad, en especial por los más vulnerables.

Esta solución constructiva kantiana –sostiene O’Neill– se balancea entre las concepciones idealizadas y relativizadas de la ética: “Las lecturas idealizadas –escribe–exigen pruebas de una realidad moral que Rawls no proporciona; las lecturas relativizadas sólo pueden ofrecer una crítica interna de la justicia en las sociedades liberales modernas” (O’Neill 2000, 218). De este modo, concluye sintéticamente la autora, “si este esquema [el que ella propone] puede ser llenado, existe al menos cierto espacio entre el realismo y el relativismo” (Ibídem).

En síntesis, lo que importa aquí es que O’Neill comparte con la mayoría de los constructivistas kantianos la pretensión de elaborar una teoría ética superadora del realismo ético, pero que a la vez no conduzca al mero relativismo moral, que significaría, lisa y llanamente, la desaparición de toda ética normativa (véase Bagnoli 2015). Evidentemente, la autora intenta elaborar una solución basada en un consenso, pero que no sea demasiado exigente en cuanto a sus requisitos, es decir, demasiado ideal (como el de Rawls), ni tampoco meramente fáctico, como el que supuestamente propondrían las posturas realistas. Se trata, entonces, de un consenso solo negativo y realizado más en el nivel de las aplicaciones que el de los principios, y que reviste además un carácter meramente posible, no categórico, con lo que se pondría fuertemente en cuestión el kantismo alegado en la propuesta de la autora.


6 Algunos problemas del constructivismo ético-procedimental  

Ahora bien, el problema central que plantean las versiones del constructivismo en el ámbito ético es que, en el caso de las versiones nihilistas e instrumentalistas, se aboca a una renuncia explícita y asumida a cualquier posibilidad de justificación racional de los contenidos éticos, fundamentalmente en términos de principios de justicia o de derechos humanos. El material normativo de las normas éticas se resolverá, ya sea en términos de mero poder o pura dominación, ya sea con referencia a las exigencias establecidas de modo decisionista y compulsivo por el estado (Véase, acerca de la reducción del derecho a mera fuerza: Schauer 2015, 1-10 y pássim), o con referencia a las ideologías vigentes (Véase, sobre el derecho como superestructura ideológica: Kennedy 2010, 125 y pássim), o a las emociones o sentimientos “morales”, sin necesidad ni posibilidad de justificación racional en términos normativos, esto último en un sentido de algún modo cognitivo. En otras palabras, se estará frente a un completo vacío de cualquier racionalidad neutral, es decir, frente a la imposibilidad de dirigir adecuadamente la conducta de seres racionales, que en cuanto tales sólo pueden ser reglados racionalmente (véase Murphy 2007, 41).

Las consecuencias son menos claras en el caso de las propuestas procedimentalistas. Pero a pesar de ello, se les plantea claramente una versión del dilema según la cual el punto de vista o artificio práctico-procedimental-constructivo, o bien (i) está sujeto a restricciones morales o (ii) no está sujeto a ninguna restricción. En el primer caso, estos límites no pueden estar en sí mismos construidos, ya que esto llevaría a una regressio ad infinitum de instancias constructivas, y por lo tanto resultaría necesario recurrir a alguna forma de realismo moral para encontrar en definitiva esos límites. En el segundo caso, si no existe ningún límite, se arriba necesariamente a la arbitrariedad, que no captura ni explica las convicciones humanas más profundas en el campo moral, y hace desaparecer cualquier atisbo de objetividad, así como toda instancia de indisponibilidad deóntica.

Y la tercer respuesta posible, ya fuera del planteo del citado dilema, es que las estructuras procedimentales –si bien no necesitan adecuarse a realidades independientes de los agentes– han de corresponderse con la constitución entitativa propia de los sujetos involucrados, lo que significaría caer en una nueva forma de realismo, esta vez referido a la índole constitutiva del sujeto, realismo que termina apareciendo así una vez más como en definitiva inevitable (véase Crisp 2006, 52-55). Carla Bagnoli sostiene en este punto que, si las limitaciones de la razón práctica son constitutivas, es decir, estructurales al sujeto, y por lo tanto no son en sí mismas construidas, resulta inevitable que aboquen a una solución realista. “El constructivismo –escribe– por lo tanto, o bien fundamenta las verdades morales en estándares arbitrarios, o bien colapsa en el realismo” (Bagnoli 2015, 21). Pero entonces –en el segundo de los extremos– se cae en la concepción clásica de la verdad y el conocimiento práctico, según la cual la razón práctica es raigalmente referencial, aunque se estructure de modo parcialmente constructivo; o dicho en otras palabras, tiene una dimensión realista, referida a la realidad del hombre y sus perfecciones, y otra constructiva, según la cual los elementos conocidos referencialmente: bienes, principios éticos y jurídicos, dimensiones de la perfección humana, son concretados y determinados activamente para su aplicación a las diferentes circunstancias de la vida y de la conducta humana (véase Finnis 2011). Pero en ese caso ya no se estaría en presencia de una versión constructivista propiamente dicha de la razón, deliberación y elección práctica, sino de alguna forma de realismo, que si bien incluye una dimensión constructiva, habrá de ser radicalmente referencial o “intencional” y decisivamente diferente de los diversos constructivismos.

Esto se percibe especialmente en el intento de Onora O’Neill de proponer una versión constructiva de la eticidad, que supere el carácter “ideal” de la presentación rawlsiana. En efecto, la integrante de la Cámara de los Lores termina por plantear una construcción moral de la justicia realizada a través de un acuerdo meramente posible –y en rigor hipotético– que en definitiva tiene como dato central la vulnerabilidad de los sujetos involucrados. Pero esto significa, por una parte, una radical debilidad deóntica de la propuesta en razón de su carácter hipotético, y por otra, su compromiso con una dimensión indudablemente realista, como es la que corresponde a la vulnerabilidad de los implicados. Una vez más aparece el dilema central del constructivismo: o se cae en el cognitivismo realista, o se pierde todo valor justificatorio racional de carácter categórico. Y es indudable que sin principios categóricos no hay ética inteligible, al menos integralmente, y menos aún una que se presente como pretendidamente kantiana.


7 La “falacia procedimental” y una incomprensión radical  

Ahora bien, más allá de las aporías que se ha visto plantea la propuesta constructivista en el ámbito del conocimiento doctrinal-principial, resulta manifiesto también que su aplicación al ámbito de las conductas humanas y de las relaciones e instituciones que son su resultado y la hacen posible, desemboca en problemas decisivos y de difícil resolución. Uno de ellos –que se suma al “dilema” al que se refirió más arriba– es el denominado de la “falacia procedimental”, según la cual se “pretende afirmar en la conclusión de un proceso argumentativo la legitimidad de toda una serie de contenidos materiales que no se encuentran legítimamente justificados en las premisas. […] Ahora bien, es evidente que si no se introducen en el comienzo de la cadena argumentativa afirmaciones de contenido adecuadamente justificadas, el solo discurrir de la razón, por más vericuetos, acuerdos y contramarchas que se improvisen, no podrá conducir a expresiones razonables y justificadas con contenido material, ni en el orden normativo, ni en ningún otro orden del saber” (Massini-Correas 2004a, 40; véase también Kaufmann 1992, 42).

En definitiva, las pretensiones del constructivismo práctico-moral de alcanzar contenidos ético-jurídicos a partir del mero procedimiento discursivo, resultan claramente vanas, tal como lo han puesto de relieve, entre varios otros, Paul Ricoeur y –un poco paradojalmente– Jürgen Habermas. Este último afirma categóricamente que “un procedimiento en cuanto tal no puede generar legitimación; más aún, el mismo procedimiento de establecer las normas está sujeto al deber de legitimación; la forma técnico-jurídica sola –concluye– (…) a la larga no podrá asegurarse el reconocimiento…” (Habermas 1982, 108. Sobre lo sostenido por Ricoeur en este punto, véase: Ricoeur 1995, 71 ss). Esto significa que los intentos del constructivismo ético de generar justificación a partir del solo proceso argumentativo o discursivo no generan por sí mismos contenidos justificados de alguna índole; esto sería como pretender que después de un buen rato de hacer girar la máquina picadora en la que se introdujo barro, ésta produjera carne picada, por el sólo girar reiterado de su mecanismo.

Es evidente aquí que, si en los orígenes del razonamiento aparecen ciertas valoraciones o ciertos datos, éstos determinarán el resultado de esa inferencia y que el mismo proceso inferencial –suponiendo que sea correcto lógicamente– no puede producir resultados independientes de aquello que se tuvo en cuenta al comienzo. Ahora bien, esos datos o valoraciones que actúan como premisas de una cadena inferencial pueden provenir de dos fuentes: (i) de su referencia a realidades fácticas o prácticas, con lo cual se tratará de datos originarios, basados en el conocimiento de realidades dadas; o bien, (ii) de construcciones mentales, individuales o colectivas. En el primer caso, se aboca al realismo, y se está completamente fuera del constructivismo; y en el segundo, se presenta una vez más una alternativa insalvable: (a) o bien las construcciones originales son arbitrarias, en cuyo caso también lo serán las conclusiones; (b) o bien tienen alguna justificación racional, la que deberá coherentemente tener también carácter construido, con lo cual se entra en una regresión al infinito, y las conclusiones resultarán también arbitrarias. En definitiva, el constructivismo procedimentalista debe optar necesariamente, o bien por una remisión a un realismo de base, o bien por la arbitrariedad y el sinsentido.

Corresponde también exponer ahora algunas líneas sobre la radical incomprensión en que incurren la mayoría de los pensadores constructivistas acerca del contenido de las afirmaciones realistas en el ámbito práctico-normativo, a la que ya se ha hecho breve mención en las páginas precedentes. Y este punto adquiere cierta relevancia, toda vez que la gran mayoría de los autores constructivistas elaboran sus teorías en oposición explícita a alguna forma de realismo ético. Esta incomprensión queda en claro v.gr. en un texto de Carlos Rosenkrantz, en el que se sostiene que “hay varias teorías de la verdad moral. Un grupo de ellas, grupo que reúne tanto a las teorías intuicionistas de la verdad como al naturalismo ético, sostiene que las propiedades morales pertenecen a un mundo moral que tiene una existencia previa y preordenada. Para estas teorías la verdad moral es trascendente y atemporal […]. Un segundo grupo niega que las propiedades morales sean propiedades que pertenezcan a un mundo moral con existencia previa y preordenada. Sostienen que las propiedades morales […] no son propiedades que existen y sólo esperan ser descubiertas y ordenadas, sino que son propiedades que ‘construimos’ nosotros mismos” (Rosenkrantz 1993, 22; énfasis añadido).

Por supuesto que Rosenkrantz no cita ningún autor que sostenga esas afirmaciones intuicionistas-naturalistas, para las cuales las propiedades morales están preordenadas a la praxis moral, son a-temporales o absolutamente invariables en el tiempo y que sólo deben ser descubiertas ya estructuradas en un mundo moral preexistente, sin ninguna necesidad de construcción. Pero lo que es completamente evidente es que esa descripción no se corresponde con las afirmaciones del realismo moral en sus versiones clásicas, el cual no sostiene: (i) que sea posible un conocimiento absoluto (es decir, completo y perfecto) de la realidad extramental, ni teórica, ni práctica; (ii) que la función cognitiva sea meramente pasiva y receptiva de datos existentes en un mundo “trascendente”; (iii) que, consecuentemente, el entendimiento no tenga ninguna función activa, función que puede denominarse “constructiva”, en el proceso del conocimiento intelectual, especulativo o normativo; (iv) que el conocimiento práctico-normativo sea completamente a-temporal e independiente de las variables circunstancias de tiempo y lugar; y (v) que, especialmente en el caso del conocimiento práctico, la razón no cumpla una función organizativa, determinativa y precisiva, y que para llevarla a cabo no pueda recurrir a la ayuda de ciertas reglas o procedimientos, algunos de carácter heurístico, al menos parcialmente construidos (Sobre la estructura epistémica de la ética realista clásica, véase: Abbà 1996; y Westberg 2002).

De este modo, si se trata de oponerse a las concepciones realistas o “no-constructivistas” del conocimiento práctico-normativo, resultaría necesario aclarar expresamente que no se tiene en mira a las versiones clásico-realistas de la eticidad, sino a otras, que a su vez sería necesario individualizar en sus autores y defensores, para evitar la vaguedad en la que quedan las críticas o argumentaciones cuando no se dirigen a ningún autor o escuela en particular. Pero en definitiva, de lo que se trata es de no fabricar un monigote, fácil de desacreditar y descartar, pero que muy poco o nada tiene que ver con los contenidos efectivos de las doctrinas que se atacan.


8 El constructivismo neo-humeano de John Mackie  

Una vez estudiada la versión neo-kantiana o procedimental del constructivismo ético, corresponde analizar aunque sea someramente la presentación neo-humeana o instrumentalista de la racionalidad práctico-ética. Es bien sabido que el escéptico escocés sostenía enérgicamente la imposibilidad de que la razón cumpliera funciones directivas de la acción humana, incluida la determinación de los bienes que son los objetivos de esa acción. En un famoso pasaje del Treatise, llamado tradicionalmente slave passage, Hume escribe que “no hablamos estricta y filosóficamente cuando hablamos del combate entre la pasión y la razón. La razón es, y ha de ser sólo esclava de la pasiones, y no puede pretender ningún otro oficio que el de servirlas” (Hume 1985, 462). Este pasaje ha sido interpretado por la mayoría de los neo-humeanos en el sentido de que más que de pasiones o sentimientos en sentido estricto, debería hablarse de propósitos o deseos, que pueden tenerse sin necesidad de experimentar al mismo tiempo una emoción o un impulso pasional (véase Cullity y Gaut 1998, 6).

Por supuesto que en esta situación que plantea Hume el papel de la razón solo puede ser instrumental, reducido a la búsqueda de los medios útiles para la consecución de los fines deseados por el apetito. “Un neo-humeano que acepta esta última pretensión –escriben Cullity y Gaut– posee una concepción instrumental de la razón práctica, conforme a la cual aquello que un sujeto tiene razón para hacer es lo que promueve la satisfacción de los últimos deseos propios” (Cullity y Gaut 1998, 8). Esto significa que en este esquema la razón ha de revestir necesariamente carácter hipotético, conformándose con proposiciones del tipo de “si deseas alcanzar el pote de los chocolates del estante superior, habrás de proveerte de una escalera”. Por supuesto que esto significa dejar de lado la posibilidad de juicios prácticos categóricos, que establezcan deberes incondicionales, del tipo de “no se debe mentir (nunca)”, tal como los propuestos por los autores kantianos.

Pero no obstante estas diferencias, la mayoría de los neo-humeanos aparecen claramente como constructivistas, toda vez que al no existir por principio parámetros objetivos –es decir, de algún modo independientes del sujeto– de dirección de las conductas que hayan de ser reconocidos, la única solución alternativa radica en la construcción de esos parámetros de conducta. “De acuerdo con los constructivistas humeanos –escribe Nathaniel Jezzi– […] las condiciones formales de la construcción constriñen lo que son las propias razones, pero no determinan completamente el contenido de las razones que uno tiene; mejor aún, el contenido de las propias razones depende en una significativa extensión del contenido de las actitudes con las que uno comienza […]. En otras palabras, los constructivistas humeanos están abiertos a la posibilidad de un cierto tipo de relativismo acerca de las razones prácticas” (Jezzi).

Se trata en este caso, por lo tanto, de construir razones para la acción –que no habrán de ser nunca categóricas– a partir de preferencias, deseos o actitudes de los sujetos. Y estas razones serán instrumentales e hipotético-condicionales, toda vez que la razón sólo puede versar en este caso acerca de los medios a utilizar para alcanzar los objetivos establecidos por esas preferencias o deseos. Uno de los autores más conocidos entre los que han elaborado doctrinas de este tipo ha sido el australiano John Mackie (1917-1981), quien culminó su carrera como fellow del University College de Oxford, y escribió, entre varias obras, Ethics: Inventing Right and Wrong, aparecido por primera vez en 1977 y que constituye algo así como el manifiesto del constructivismo humeano. En lo que sigue se expondrán brevemente las ideas contenidas en ese libro, como arquetipo de ese tipo de constructivismo, para resumir después los principales problemas que se plantean a esa doctrina.

En el comienzo mismo del volumen, Mackie deja en claro el esquema filosófico-práctico al que adhiere y que será el que intente explicitar y defender en la obra: “Pero quizá los verdaderos profesores de filosofía moral –afirma, luego de citar a los clásicos– son los ladrones y los fuera de la ley, quienes, como dice Locke, guardan la confianza y las reglas de la justicia entre ellos, pero las practican como reglas de conveniencia sin las cuales no pueden permanecer juntos, pero sin la pretensión de recibirlas como leyes innatas de la naturaleza. Espero que la explicación de esta paradoja quede clara en el curso del libro” (Mackie 1977, 10-11). Y al iniciar el primer capítulo de la obra, este autor inserta una afirmación que aparece como una divisa o consigna de sus ideas: “No existen valores objetivos” (Mackie 1977, 15).

En lo que sigue, Mackie explicita qué entiende al decir “objetivos”; en efecto, para este autor existen varios significados de esa palabra, pero en este contexto él se está refiriendo puntualmente: (i) a una verdad de segundo orden, o de carácter meta-ético, a “un punto de vista acerca del estatus de los valores morales y de la naturaleza de la valoración moral, acerca de dónde y cómo estos valores encajan (fit) en el mundo” (Mackie 1977, 16); (ii) a que desde un punto de vista escéptico-moral, “lo que he llamado escepticismo moral es una doctrina negativa, no positiva: esta sostiene algo que no existe, no algo que existe. Dice que no existen entidades o relaciones de un cierto tipo, valores objetivos o requerimientos, que mucha gente ha creído que existen” (Mackie 1977, 17); (iii) a que la objetividad moral no es un problema real, sino ficticio; en efecto, para Mackie, ante todo, se trata de un problema pasado de moda; además, no debe confundirse objetividad con intersubjetividad: “El acuerdo subjetivo puede producir valores intersubjetivos, pero intersubjetividad no es objetividad. Tampoco es objetividad la simple universabilidad: alguien puede estar preparado para universalizar sus juicios prescriptivos o aprobaciones […] y todavía reconocer que esas prescripciones o aprobaciones son actividades suyas y nada más” (Mackie 1977, 22-23); (iv) a que afirmar que no existen valores objetivos, “es como decir que las afirmaciones de valor no pueden ser ni verdaderas ni falsas” (Mackie 1977, 25), ya que “algo puede ser llamado bueno en la medida en que satisface un cierto deseo; pero la objetividad de esas relaciones [de deseo] no constituye en nuestro sentido un valor objetivo” (Mackie 1977, 27).

Por supuesto que todas estas afirmaciones significan necesariamente que no existen imperativos categóricos propiamente dichos, sino que todos revisten carácter hipotético, del tipo de “si deseas X, tienes que poner los medios Y para alcanzarlo”, es decir, que se trata de meros inventos o construcciones a partir del hecho de un deseo o un propósito. Pero Mackie también reconoce que el lenguaje corriente de la ética trata a los imperativos, normas o valores como si fueran objetivos, y que otro tanto han hecho la gran mayoría de los filósofos que en el mundo han sido, pero sostiene que se trata de una pretensión ficticia (fictitious): “los conceptos morales tradicionales del hombre ordinario –escribe este autor– así como los de la línea principal de los filósofos occidentales, son conceptos de valor objetivo. Pero es precisamente por esta razón que el análisis lingüístico y conceptual no es suficiente. La exigencia de objetividad, no obstante estar insertada en nuestro pensamiento y en nuestro lenguaje, no es auto-justificatoria. Puede y debe ser cuestionada” (Mackie 1977, 35).

Ahora bien, los argumentos principales esgrimidos por Mackie para avalar esta tesis son dos: el “argumento de la relatividad” y el “argumento de la extrañeza” (o de la “rareza”) (queerness). Según el primero, la premisa fundamental de la defensa del escepticismo ético radica en la bien conocida variedad de los códigos morales en el tiempo y en el espacio (Sobre este argumento, véase: MacKinnon 2001, 25-29), que avala –según este autor– un “subjetivismo de segundo orden: las diferencias radicales entre los juicios morales de primer orden hacen dificultoso tratar a estos juicios como aprehensiones de verdades objetivas” (Mackie 1977, 36). Pero Mackie concluye a continuación, relativizando el argumento, que “en resumen, el argumento de la relatividad tiene alguna fuerza simplemente porque las reales variaciones en los códigos morales son explicadas más fácilmente por la hipótesis de que ellos reflejan formas de vida que por la hipótesis de que expresan percepciones, la mayoría de ellas seriamente inadecuadas y malamente distorsionadas, de valores objetivos” (Mackie 1977, 37).

En cuanto al argumento de la “rareza”, Mackie sostiene que tiene dos partes: una metafísica y otra epistemológica; respecto de la primera afirma que “si existieran valores objetivos, entonces ellos habrían de ser entidades o cualidades o relaciones de un tipo muy extraño, marcadamente diferentes de cualquier otra cosa del universo”. Y en la segunda, la epistemológica, defiende que “si nosotros fuéramos conscientes de esos valores, tendría que haber alguna facultad especial de percepción o intuición moral, claramente diferente de nuestros modos ordinarios de conocimiento de cualquier otra cosa” (Mackie 1977, 38).

Ahora bien, según este autor, “la única respuesta adecuada [a ese argumento] sería mostrar cómo, a partir de fundamentos empíricos, podemos construir una explicación de las ideas, creencias y conocimiento que tenemos de todos esos asuntos”; y como esa explicación –según Mackie– no es posible, la propuesta de una objetividad de valores y prescripciones, “no es un sinsentido, sino que es falsa” (Mackie 1977, 39-40). Dicho brevemente: para Mackie no existen entidades valorativo-prescriptivas, del tipo de las empíricas o naturales, y tampoco existe una facultad especial, distinta de la propia del conocimiento empiriológico, capaz de conocer esas entidades; y como sólo existen realidades fácticas y facultades de conocimiento de base empírica, los valores y prescripciones no existen y, consecuentemente, las proposiciones que afirman su existencia son falsas. De aquí que el mismo Mackie haya denominado también a este argumento “teoría (o tesis) del error”, ya que sostiene que todas las proposiciones éticas son falsas por no corresponder a algún dato de la realidad extramental.

Por otra parte, para Mackie estos argumentos funcionan de un modo similar frente a las afirmaciones que pretenden la existencia de un objetivo general de la vida humana, como las propuestas por Aristóteles y el Aquinate. “Si se reclama –escribe el pensador australiano– que algo es objetivamente el correcto o propio objetivo de la vida humana, entonces ello es equivalente a la afirmación de algo que es imperativo categórica y objetivamente, lo que cae fácilmente dentro del alcance de nuestros argumentos precedentes” (Mackie 1977, 47). De lo sostenido hasta ahora, Mackie concluye que “el escepticismo moral debe, por lo tanto, tomar la forma de una teoría del error, admitiendo que una creencia en valores objetivos está construida en el pensamiento y leguaje moral ordinario, pero sosteniendo que esa creencia es falsa” (Mackie 1977, 48-49). Ahora bien, es claro que si no existen bienes, valores, normas o imperativos dotados de cierta objetividad, ellos han de ser inventados a partir de los deseos, propósitos y actitudes de los sujetos morales y que no existen límites objetivos ni verdades en esta tarea de construcción (véase: Mackie 1977, 105 ss. En este punto, véase también: Kalinowski 1992).


9 Problemas centrales de la presentación de Mackie  

Ahora bien, esta presentación del filósofo australiano, que es una de las más coherentes propuestas neo-humeanas, tiene muchas ambigüedades y presenta varios problemas; el primero de estos problemas radica en que se trata de una construcción teórica de la ética realizada sin ninguna remisión explícita a –y aun expresamente en contra de– cualquier experiencia en materia moral. En efecto, Mackie rechaza explícitamente toda alusión a la experiencia cristalizada en el lenguaje moral, a los conceptos morales corrientes y a la tradición del pensamiento moral de la humanidad; en otras palabras, deja rotundamente de lado lo que se denomina habitualmente el ethos de la humanidad como punto de partida de la filosofía moral.

Este ethos –afirma el autor en varios de los textos citados más arriba– concibe a la moralidad como objetiva, prescriptiva y categórica, cuando en realidad no lo es. De este modo, puede concluir que su propuesta de filosofía moral se contrapone in toto a la ética normativa o teórica vigente en el mundo y en la historia: en otras palabras, se opone a lo que la gente denomina generalmente ética o moral. Asimismo, queda invalidada la principal fuente de experiencia ética: la que corresponde al lenguaje moral, en la que se contiene un precipitado de experiencias prácticas a nivel universal y trans-temporal (Soaje Ramos 1980, 99-107. Asimismo, véase: Chappell 2009).

Esta actitud no sólo es extraña o rara, sino que es además aventurada, toda vez que sostener que toda la civilización humana ha sostenido durante milenios una postura que es radicalmente falsa, mientras que la propia es la única verdadera, significa una desproporción y un simplismo notables. Pero además, si se deja de lado la experiencia como fuente de contenidos éticos: ¿a dónde habrá de recurrirse para obtenerlos?; saber que matar a un inocente es malo, o que quitarle la comida a un pobre indigente es incorrecto, o que torturar a otro sólo por diversión es inicuo, resulta extremadamente dificultoso si toda la experiencia ética, teórica y práctica, de la humanidad no vale nada y resulta definitivamente ilusoria.

Por otra parte, el argumento central de Mackie para justificar su tesis del total escepticismo ético, al que denomina de la “extrañeza” (con una primera parte “metafísica”), adolece de debilidades extremas y decisivas, la primera de las cuales es que este argumento parte de una concepción de la realidad de una pobreza llamativa, ya que la limita a los hechos empíricos, es decir, a hechos materiales susceptibles de conocimiento sensorial. Ahora bien, una vez que se ha asumido apriorísticamente esa concepción, es claro que quedan fuera de los entes existentes las relaciones, las cualidades, situaciones, cantidades, apetitos, hábitos, y todas aquellas dimensiones de la realidad que no pueden reducirse a hechos empíricos (En especial las estudiadas en las Categorías de Aristóteles; en este punto, véase: Hood 2004, 1-19; y Aubenque 2009, 281-304), y más específicamente, las realidades deóntico-morales: deberes, facultades, prohibiciones, valoraciones, etc. Mackie sostiene que este último tipo de realidades debería pertenecer a una categoría “extraña” de entes, sin mayor justificación ontológica.

Por supuesto que aquí el autor supone una identidad entre los conceptos “extraño” y “no empírico”, y considera inconcebible la existencia de esos elementos y dimensiones que denomina “extrañas”. Escribe Mackie en este punto: “Cuando nosotros hacemos la pregunta embarazosa: cómo podemos ser conscientes de este carácter prescriptivo-autoritativo […] ninguno de nuestros reportes de percepciones sensibles […] nos proveerá de una respuesta satisfactoria” (Mackie 1977, 38-39). Está claro que aquí el autor identifica “ser conscientes” con “percepciones sensibles”, con lo cual quedan excluidos de la realidad, o al menos de su conocimiento, todos aquellos ámbitos de cosas que no puedan ser el objeto directo de percepciones sensitivas. Pero es bien conocido que existen estudios serios y difundidos que justifican y explican sobradamente la existencia de entidades no empíricas, desde las Categorías de Aristóteles a la Teoría del objeto puro de Antonio Millán Puelles (1990, 804-832). Y en el orden del conocimiento directivo de la praxis humana, corresponde citar las numerosas obras de Georges Kalinowski (1964) o Nicolai Hartmann (2011, 158 ss.), así como de varios otros pensadores más.

Y en cuanto al segundo tramo del argumento de la “rareza” (denominado “epistemológico”), según el cual de existir esas entidades “raras” no empíricas, sería necesaria asimismo la existencia de una facultad humana especial (y también extravagante o insólita) destinada a aprehenderlas, es claro que esto supone una antropología según la cual cada forma de actividad humana debería contar con una facultad distinta y específica que la realizara. Ahora bien, esta sí que aparece como una antropología “rara”, que implicaría la existencia de una facultad para cada modalidad de acción humana, por similares y vinculadas que ellas sean. De este modo, la afectividad humana no podría ser el vehículo único del amor de amistad, el amor patriótico, el amor erótico y al amor por los animales, sino que sería necesaria la presencia de tantas facultades como tipos de amor existen, es decir, varios cientos y siempre abiertas a su multiplicación infinita (Sobre estos argumentos de Mackie, véase: Joyce 2015).

Por otra parte, y a la inversa de lo sostenido por Mackie en su argumento de la “rareza”, una gran cantidad de pensadores en el ámbito de la antropología filosófica y de la psicología, sostienen con fuertes fundamentos que las facultades humanas pueden realizar varias funciones semejantes, tal como es el caso de la razón, que puede cumplir y cumple de hecho con actividades teoréticas y prácticas, sin que por ello sea necesario desdoblar esa facultad en tantas cuanto sean los diferentes tipos de actividad (Véase, en este punto: Russell 2011, 13-18). Y otro tanto puede decirse de la voluntad, la sensibilidad, el apetito sensible y tantas más (Sobre la diversidad y especificación de las facultades, véase: García Cuadrado 2001, 45 ss. y Verneaux 1988, 205 ss.).

Pero el problema central que presenta esta versión empirista del constructivismo ético es que ella conduce inexorablemente al relativismo ético, lo que significa en definitiva la disolución y la desaparición de la ética en cuanto tal. En este sentido, afirma Nathaniel Jezzi que “los constructivistas humeanos están abiertos a la posibilidad de un tipo de relativismo acerca de las razones prácticas. Esto significa que, desde su punto de vista, podría dejarse de lado la idea de que cuando las condiciones formales del constructivista son aplicadas a las actitudes de la mayoría de la gente, dan un conjunto de razones prácticas que mantienen las perspectivas del sentido común acerca de la moralidad, como la de que tenemos razones para no torturar a otros por mera diversión”. Desde esta perspectiva, sostiene este autor, un Calígula coherente tendría razones para torturar a otro por simple placer, si ese es su propósito o su deseo. “Esto es considerado por varios –concluye– como un serio costo teorético de aceptar esta forma de constructivismo” (Jezzi, sección 2c). Y no puede ser de otra manera, toda vez que, desde esta perspectiva, la razón funciona sólo de modo instrumental al servicio de los propósitos, deseos o actitudes fácticas del sujeto actuante, que por definición son contingentes, múltiples y variables, y en especial no sujetos en cuanto tales a cualquier referencia deóntica o axiótica.

Ahora bien, este relativismo significa la eliminación de la ética, tanto como disciplina y cuanto como praxis, toda vez que un conjunto de reglas donde ninguna de las cuales es categórica, ni universal, ni inexcepcionable, ni objetiva, no cumple con las exigencias que la experiencia moral plantea al conocimiento ético. En este punto, Edmund Husserl ha escrito que el escepticismo ético “significa el abandono de la validez verdaderamente incondicionada de las exigencias éticas, la negación de toda obligación, digámoslo así, realmente obligatoria. Conceptos tales como ‘bueno’ y ‘malo’, ‘prácticamente racional’ e ‘irracional’ se convierten en meras expresiones de hechos psicológico-empíricos de la naturaleza humana […]. Conforme a ello, todas las normas éticas, tal como han de extraerse, en tanto que consecuencias, de los principios éticos, tienen una validez meramente fáctica” (Husserl, Vorlesungen über Ethik und Wertlehre, cit. por Millán-Puelles 1994, 359). Es decir, no de carácter práctico-moral o ético5.

Dicho de otro modo, del análisis detallado del fenómeno moral se desprende que ese fenómeno se presenta inequívocamente y de modo universal como planteando –al menos algunas veces– exigencias incondicionadas, deberes categóricos y valoraciones decisivas. Y por esto, lo que los hombres y mujeres han denominado ética incluye constitutivamente estas dimensiones y no puede ser concebida adecuadamente sin ellas. De este modo, una doctrina como la de Mackie, que excluye definitivamente esos aspectos de la consideración ética y la reduce a una mera invención de la razón sin límites intrínsecos y de la sensibilidad indeterminada, ha de abocar necesariamente a la negación de la ética como conocimiento directivo de la praxis humana (aquí véase Massini-Correas 2004b).

Finalmente, es posible concluir en este punto trayendo a colación una afirmación de Dietrich von Hildebrand, quien en su Ética sostiene que “hemos de advertir que, aún cuando este tipo de relativismo ético es una lógica consecuencia del relativismo en general, el motivo inconsciente del relativismo general es, no obstante, con gran frecuencia el deseo de eludir toda norma ética absoluta. Al menos, la honda resistencia inconsciente frente a la objetividad de la verdad tiene a menudo su origen en una clase de orgullo que se rebela radicalmente contra los valores objetivos” (Von Hildebrand 1953, 106). Y esta rebelión contra la objetividad es decididamente una de las improntas centrales de la mentalidad y de la cultura tardomoderna y posmoderna, y de su consecuente deriva relativista (véase Goñi 2010, pássim).


10 Conclusiones sobre el constructivismo ético  

Luego de los desarrollos realizados hasta ahora, es posible arribar a algunas conclusiones que aparecen como oportunas; estas conclusiones son las siguientes:

  1. Las concepciones éticas que se denominan “constructivistas” pueden ser caracterizadas por ciertas notas comunes: (i) su rechazo radical a que el conocimiento en general y el conocimiento práctico en especial puedan tener su origen en la aprehensión de realidades distintas del sujeto cognoscente, es decir, una repulsa decisiva y completa al denominado realismo cognitivo; (ii) como consecuencia de lo anterior, todos los contenidos éticos son en definitiva el resultado exclusivo de la construcción-invención de la razón humana, sin referencia alguna a realidades trascendentes a la inmanencia del sujeto;
  2. Pero además, y en la primera parte de este trabajo, ha quedado en claro que también el denominado “constructivismo teórico-científico” –que se caracteriza de modo similar aunque no idéntico al de carácter ético– aboca a una serie de aporías de difícil sino imposible resolución; y asimismo, que para que el constructivismo tenga algún sentido inteligible, debe renunciar a la mera construcción en algún momento de su desarrollo y abocar a una solución al menos parcialmente realista; es decir, renunciar a su punto de partida y a su supuesto central;
  3. Por otra parte, y con referencia al constructivismo práctico o ético, es necesario decir que éste adquiere diversas formas, la más difundida de las cuales es la del constructivismo procedimental, que como se ha visto debe enfrentarse a una modalidad del dilema según el cual el procedimiento de construcción de los principios prácticos puede o bien (i) tener ciertos límites morales, en cuyo caso éstos no pueden ser en definitiva meramente construidos, ya que de lo contrario se produciría una inaceptable regresión al infinito, o bien (ii) no tener límites morales de ninguna especie, con lo cual se abocaría a la mera arbitrariedad o simple capricho; ahora bien, ninguna de estas alternativas resulta razonable y, en definitiva, inteligible consistentemente;
  4. Pero además, las propuestas constructivo-procedimentales incurren en una evidente falacia –que puede denominarse “falacia procedimental”– según la cual sobre la base de la sola forma de los razonamientos, discursos o diálogos se pretende legitimar conclusiones que parten de premisas que no están previamente legitimadas de modo no procedimental; ahora bien, esto resulta injustificable, toda vez que si estuvieran legitimadas sólo procedimentalmente se produciría nuevamente una regresión al infinito, con la correspondiente desfundamentación y negación de sentido; y si estuvieran justificadas de modo cognitivo-aprehensivo, se caería en el realismo, y el constructivismo resultaría desactivado irremediablemente;
  5. En cuanto al constructivismo de formulación neo-humeana, en especial en la versión propuesta por John Mackie, éste se caracteriza constitutivamente por su negativa radical de cualquier objetividad ética, de modo tal que la estructura de la eticidad ha de ser el resultado de la mera construcción-invención por parte de una razón sólo instrumental, guiada y motivada por los deseos, propósitos y actitudes del sujeto; esta perspectiva conduce a aporías de difícil solución, una de las cuales –no la menos importante– radica en su abocamiento a un drástico relativismo moral, con el consiguiente deslizamiento hacia la supresión de la ética como saber específico y con sentido normativo;
  6. Finalmente, conviene reiterar una vez más que la raíz decisiva de la mayoría de las inconsistencias constructivistas, en especial las que se producen en los ámbitos práctico-éticos, radica en una severa y persistente incomprensión de las afirmaciones centrales del realismo gnoseológico y práctico. En efecto, la gran mayoría de las versiones del constructivismo suponen que el realismo acepta una serie de afirmaciones peregrinas y absurdas –en especial una concepción meramente pasiva y dogmática del conocimiento– y consecuentemente han elaborado sus propuestas en oposición frontal a un fantasma inexistente. Es muy probable que un conocimiento más preciso y completo del pensamiento realista clásico hubiera conducido inevitablemente a resultados distintos a los del constructivismo ético contemporáneo, y seguramente más consistentes y en definitiva más satisfactorios para la explicación, valoración y dirección de la praxis humana.


11 Notas  

1.- Véase: Berger, P.L. y Luckmann, T., La construcción social de la realidad, trad. S. Zuleta, Buenos Aires, Amorrortu, 2011; allí, estos autores sostienen que “el mundo de la vida cotidiana no solo se da por establecido como realidad por los miembros ordinarios de la sociedad en el comportamiento subjetivamente significativo de sus vidas. Es un mundo que se origina en sus pensamientos y acciones, y que está sustentado como real por éstos”; p. 35. Volver al texto

2.- Además de las dos versiones mencionadas de constructivismo cognitivo: el racional-mental y el lingüístico-social, existen varios ensayos de modalidad cientificista-materialista, que también se denomina “radical” y que reduce los procesos cognitivos a fenómenos neurobiológicos y fisiológicos cerebrales (Gadenne 2006, 237-244). Volver al texto

3.- Algunos autores, como Carlos Nino, reducen el constructivismo ético a esta modalidad “procedimental”; para este autor, “la idea central del constructivismo ético es que los juicios morales se justifican sobre la base de presupuestos procedimentales y aún tal vez sustantivos, de la práctica social en cuyo contexto se formulan”; Nino, C., El constructivismo ético, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989, p. 11. Llama la atención la referencia de Nino a la posibilidad de ciertos presupuestos “sustantivos”, ya que si con esa palabra se entiende “captados en la realidad”, no se estaría propiamente frente a una concepción constructivista. Volver al texto

4.- Alexy, R., El concepto y la validez del derecho, trad. J.M. Seña, Barcelona, Gedisa, 1997, pp. 131-157. Si bien Alexy no ha hecho en principio alegación de constructivismo, resulta indudable su adhesión a una forma intersubjetiva de la “objetividad” jurídica. Véase también: Alexy, R., “¿Derechos humanos sin metafísica?”, en Ideas y Derecho. Anuario de la Asociación Argentina de Filosofía del Derecho, Vol. 2008, Buenos Aires, 2008, pp. 11-24. Volver al texto

5.- Este relativismo es el que lleva a Mackie a sostener que no existen en realidad derechos humanos, sino sólo un único derecho: el de los sujetos a elegir progresivamente cómo han de vivir, es decir, a hacer lo que les venga en gana, con lo que desaparece cualquier noción de derechos humanos; véase: Mackie, J., “Can There Be a Right-Based Moral Theory?”, en AA.VV., Theories of Rights, Ed. J. Waldron, Oxford, Oxford University Press, 1984, pp. 168-181. Volver al texto


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13 Cómo Citar  

Massini-Correas, Carlos Ignacio. 2018. "Constructuvismo ético". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Constructivismo_ético


14 Derechos de autor  

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