Diferencia entre revisiones de «Investigaciones contemporáneas sobre el libre albedrío»
Juan F. Franck
Universidad Austral
Agustina Lombardi
University of Oxford
(Página creada con «Los experimentos llevados a cabo por Benjamin Libet sobre el libre albedrío hicieron que este concepto entrara en crisis para una buena parte de la comunidad científica y...») |
(Sin diferencias)
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Revisión de 15:06 16 may 2017
Los experimentos llevados a cabo por Benjamin Libet sobre el libre albedrío hicieron que este concepto entrara en crisis para una buena parte de la comunidad científica y filosófica, aun a pesar de sus muchas imprecisiones, tanto metodológicas como conceptuales. Numerosos escritos de divulgación han sobredimensionado luego el alcance de esos experimentos, contribuyendo a arrojar un manto de sospecha sobre una creencia tan cara al ser humano. También en el ámbito de la psicología se ha buscado obtener datos empíricos que permitieran resolver si verdaderamente somos o no dueños de nuestras acciones y decisiones. En términos generales, y a contracorriente de lo que sugieren muchos artículos periodísticos, más interesados en conmover la opinión pública que en ofrecer un panorama objetivo de la cuestión, en la comunidad académica predomina la cautela antes que el entusiasmo acerca de la posibilidad de responder negativamente a esta pregunta. No solamente porque se estaría negando una convicción común muy arraigada y fundamento a la vez de la vida social y de nuestro sistema legal y ético, sino debido a las limitaciones y hasta errores conceptuales de la mayoría de los experimentos que sugieren una conclusión negativa.
En esta voz se presentará en primer lugar con algún detalle los experimentos originales llevados a cabo por Libet. En la segunda sección se reseñará las principales reelaboraciones y variaciones, pensadas justamente para paliar los defectos de esos experimentos. En la tercera sección el foco estará en las principales interpretaciones que los experimentos han recibido, tanto en la ciencia como en la filosofía. Aunque existen no pocos reparos metodológicos, tal vez la discusión más fundamental sea la conceptual, en el sentido de que los estudios antes mencionados no estarían estudiando propiamente el libre albedrío, sino otro tipo de actos. Finalmente, la cuarta sección analizará algunos estudios desde la psicología que aportan información relevante y han provocado también numerosos comentarios.
Contenido
1 El experimento de Libet ↑
Benjamin Libet (1916-2007) trabajó en el Departamento de Fisiología de la Universidad de California, San Francisco, y saltó a la fama al ser uno de los pioneros en diseñar un experimento científico que parecía poner a prueba nuestra libertad, un rasgo que va a la raíz misma de la naturaleza humana (Libet 1994).
A raíz de la investigación llevada a cabo por los alemanes Kornhuber y Deecke (1965) acerca de la actividad neuronal electrofisiológica que precede a actos voluntarios, Libet decidió diseñar un nuevo experimento en 1982, cuyos resultados publicó al año siguiente. Kornhuber y Deecke habían concluido que todo acto voluntario libre es precedido hasta un segundo por una actividad neuronal electrofisiológica a la que denominaron Bereitschaftspotential (potencial de preparación, disposición o alistamiento). Dado que los sujetos analizados por los científicos alemanes debían realizar movimientos voluntarios repetitivos cada 30 segundos y sin pestañar, consideró que se estaban analizando actos con condiciones externas impuestas. De este modo, en cuanto que se asignaba a los sujetos el momento en que debían realizar el movimiento, Libet asumió que se estaba comprometiendo la libertad misma del acto.
Por lo tanto, Libet decidió reelaborar el experimento de Kornhuber y Deecke investigando actos que él consideraba verdaderamente libres: actos endógenos, que surgían caprichosa y espontáneamente ‘de la nada’ (Libet 1982). Por otro lado, Libet introdujo a la investigación un componente de la experiencia subjetiva: la percepción de la conciencia. Su objetivo consistía en analizar si la toma de conciencia de la voluntad o intención de actuar aparecía con tanta anticipación como el potencial de preparación del acto libre. Dicho en otras palabras, Libet buscaba presentar evidencia experimental del momento en el que aparece la conciencia de la voluntad o intención de actuar con respecto al comienzo del potencial de preparación y al acto voluntario libre, y de este modo determinar el papel que juega la conciencia en el inicio del acto motor voluntario.
En consecuencia, debía comparar el inicio de la experiencia subjetiva de tener conciencia de querer actuar con los tiempos objetivos de inicio del movimiento, indicado por el electromiograma (EMG), y el potencial de preparación, indicado por el electroencefalograma (EEG). Para convertir la experiencia subjetiva en un dato que fuera reportable y medible experimentalmente, Libet diseñó un reloj osciloscopio que era unas 25 veces más rápido que un reloj normal, en vistas de ajustarse a los tiempos en milisegundos, donde los milisegundos eran reflejados por la posición de un punto luminoso que giraba en la pantalla de 5 pulgadas de un osciloscopio de rayos catódicos, haciendo las veces de manecilla de un reloj normal. Dado que el punto completaba una vuelta en 2.56 seg, y que giraba sobre 60 líneas radiales equidistantes, los sujetos de experimentación podían detectar (teóricamente) intervalos de 107 mseg., por lo que cada segundo era equivalente a 43 milisegundos en tiempo real. Con la utilización de este reloj, logró medir y comparar objetivamente el inicio de los tres elementos involucrados en el experimento: la toma de conciencia de querer actuar, el potencial de preparación y el inicio del acto motor voluntario.
Libet estudió tres tipos distintos de toma de conciencia, que clasificó en tres series al momento de realizar el experimento: la conciencia del deseo de moverse (W), la conciencia de estar moviéndose (M), y la conciencia de sentir un estímulo cutáneo irregularmente provocado por los investigadores (S). En la serie W, la consigna consistía en mantener la mirada fija en el centro del reloj osciloscopio, y mover la mano cuando se sintiera la necesidad de hacerlo, caprichosa y libremente. La clave era dejar que la necesidad o urgencia de actuar apareciera por sí misma en cualquier momento sin ningún tipo de pre-planeamiento o concentración de cuándo actuar. Los sujetos eran alentados a dejarse sorprender por este deseo de moverse, ya que esto indicaba que se trataba de actos voluntarios realmente endógenos, que brotaban caprichosamente ‘de la nada’, es decir sin un comando preestablecido, y sin haber sido inducidos por los experimentadores. Al finalizar, debían reportar la posición de la luz del osciloscopio en el momento en el cual aparecía la conciencia de querer actuar. En la serie M el sujeto también debía realizar un movimiento de mano libremente, pero esta vez debía reportar el momento en el cual aparecía la conciencia de haberse movido. En la serie S, el sujeto debía permanecer relajado sin realizar ningún movimiento. Se le aplicaba una estimulación eléctrica en la mano entre un 15 y 20% por encima del umbral de sensación en tiempos aleatorios no conocidos por el sujeto pero sí por el experimentador. El sujeto luego debía reportar el momento en el cual había sido consciente de sentir el estímulo. Tanto la serie M como S fueron empleadas como control de validez del método empleado (el osciloscopio). Además, S, que siempre dio valores negativos con un promedio de -50 milisegundos, sirvió para establecer el bias, o sesgo, del sujeto, que era tenido en cuenta al medir W.
Como resultado del experimento, Libet distinguió dos tipos de potenciales de preparación (RP), con tiempos distintos de aparición y correspondientes a sendos tipos de actos voluntarios. El RP I, que comenzaba antes de los -700 milisegundos, estaba asociado a aquellos actos que implicaban un pre-planeamiento. El RP II, que comenzaba alrededor de los -400/-700 milisegundos, estaba asociado a actos espontáneos, libres y caprichosos. El promedio estadístico resultó en un RP genérico de -550 milisegundos con respecto a la activación del músculo.
Siguiendo una concepción tradicional e intuitiva, Libet esperaba que la conciencia de querer realizar el acto libre (W) apareciera antes de los -550 milisegundos, o incluso al mismo momento que el potencial de preparación, para así guiar y dar lugar al comienzo del acto libre. Sería anti-intuitivo, dice, que la conciencia de querer actuar apareciera después de los -550 milisegundos, ya que este resultado iría en contra de nuestra concepción tradicional de libre albedrío, para la cual es el sujeto el que, conscientemente, da lugar al acto (Libet 1999).
Sin embargo, los resultados del experimento no fueron como Libet esperaba: con respecto al tiempo 0 (registrado por el EMG al activarse la musculatura de la mano), la conciencia del deseo de moverse aparecía entre 200 y 150 milisegundos antes del movimiento, esto es, 350 milisegundos después del RP II. Estos resultados sugerían que todo acto libre es iniciado inconscientemente por procesos neuronales antes de que el sujeto sea consciente de que ha tomado la decisión de realizar un acto libre. Si bien Libet reconoce que está estudiando un acto sencillo, este no deja de ser para él un ejemplo que sirve de paradigma para todo acto voluntario y que por lo tanto puede extrapolarse a todo tipo de acto libre (Libet 1999, 53-54).
El experimento de Libet desató un intenso debate tanto en el ámbito científico como en el filosófico, forzando un nuevo examen del problema de la libertad humana. El hecho de que se pudieran medir procesos eléctricos en el cerebro que antecedieran a la toma de conciencia de querer realizar actos que normalmente calificamos como libres, parecía poner en riesgo la libertad de nuestras decisiones. Pensémoslo del siguiente modo: pareciera que el cerebro se está preparando para hacer algo voluntariamente antes de que el sujeto sea consciente de haber tomado la decisión de hacerlo. La causalidad de nuestras obras no estaría en nuestra decisión, ya que el cerebro les daría comienzo antes.
Consciente de la polémica desatada, y en un intento por salvaguardar la libertad humana, Libet propuso la siguiente solución. Si bien el proceso volitivo comenzaría inconscientemente, la conciencia conservaría un rol. Aunque ya no daría inicio al acto libre, como tradicionalmente siempre se pensó, controlaría que el acto se termine llevando a cabo. En efecto, los 50 milisegundos anteriores al acto son los que necesita la corteza primaria motora para activar las neuronas motoras de la médula espinal, después de lo cual ya no se puede anular el movimiento. Pero aún queda un intervalo de 150 milisegundos, suficiente para que la conciencia pueda intervenir en la acción, vetándola y no dejando que se realice. Seríamos libres, por consiguiente, de vetar o de permitir que se lleve a cabo la acción.
2 Las principales reelaboraciones ↑
El experimento de Libet fue el primero de una serie de investigaciones que intentaron dar respuesta a la pregunta por el control que el hombre tiene sobre sus propias decisiones y acciones. En esta sección presentaremos brevemente las reelaboraciones del experimento que tuvieron más repercusión en el ámbito científico. Estas comenzaron pocos años después y continúan realizándose en la actualidad.
Una de las primeras reelaboraciones es la llevada a cabo por Keller y Heckhausen (1990). Partieron de dos hipótesis: 1) que Libet no estaba estudiando actos verdaderamente libres, sino una expectación general de movimiento provocada por la indicación dada al comienzo del experimento; 2) que esta indicación forzaba que procesos que normalmente se realizaban de modo inconsciente se volvieran conscientes. A fin de testear dichas hipótesis, los científicos diseñaron dos experimentos. En primer lugar, replicaron exactamente el llevado a cabo por Libet, obteniendo los mismos resultados. En segundo lugar, midieron el RP de movimientos inconscientes para comprobar si comenzaban con la misma latencia que los movimientos espontáneos analizados por Libet. El experimento consistía en que los participantes contaran de tres en tres hacia atrás comenzando por el número 3521, de modo que tuvieran la atención enfocada en dicha actividad. Mientras tanto, podían realizar movimientos que les surgieran naturalmente pero sin preocuparse por ellos. Una vez que se activaba el EMG, se les preguntaba si los movimientos habían sido conscientes. La mayoría de los movimientos habían sido inconscientes, y eran los únicos tenidos en cuenta para el experimento. El comienzo del RP de dichos actos resultó ser el mismo que el de aquellos estudiados por Libet. Para Keller y Heckhausen, el hecho de que el valor del RP de los movimientos inconscientes estudiados por ellos y el de los movimientos espontáneos y conscientes estudiados por Libet fuera el mismo, indicaba que los actos que Libet estudiaba eran movimientos que no necesariamente se hacían conscientes. Al ser actos que bien podían realizarse inconscientemente, nada tenían que ver con actos verdaderamente libres, donde la conciencia sí juega un papel fundamental. El experimento de Libet, en consecuencia, no implicaba una amenaza para la libertad humana.
La reelaboración de Haggard y Eimer (1999) es una de las que más repercusiones tuvo. Criticaron principalmente dos aspectos del experimento de Libet: 1) que se instruía a los sujetos que debían realizar el mismo movimiento con la misma mano, comprometiendo la libertad del acto; 2) que el RP no era un indicador adecuado del acto voluntario específico, sino que era un indicador de un estado más general que se origina alrededor de un segundo antes del RP I medido por Libet. Para solventar la primera crítica, propusieron dar a los participantes la opción de elegir qué mano mover. Para solucionar la segunda, Haggard y Eimer propusieron medir el potencial de preparación lateralizado (LRP), que consiste en la medición de la actividad electrofisiológica contralateral al movimiento, dado que es un indicador más específico del movimiento de la mano. Según los resultados obtenidos el LRP comienza a los -800 milisegundos, tiempo que se asemeja al RP I medido por Libet, y la toma de conciencia del deseo de flexionar el dedo a los -355 milisegundos. A su vez, encontraron una co-variación entre la aparición de W y el LRP: W tempranos estaban acompañados por LRP tempranos y W tardíos estaban acompañados por LRP tardíos. De acuerdo a Haggard y Eimer, este resultado indicaba una relación causal entre el LRP y W, dado que el LRP causaba W. De este modo la libertad de nuestros actos quedaba comprometida, ya que estos se encontraban determinados por la actividad neuronal antes de ser conscientes nosotros de haber tomado la decisión de hacerlos.
Trevena y Miller (2002) realizaron una nueva reelaboración. Con vistas a salvaguardar la libertad humana, presentaron y testearon dos argumentos que ponían en duda los resultados obtenidos por Libet. El primero se apoyaba en lo que llamaron sesgo (bias) de medición, que haría aparecer a los RP antes de lo habitual. Esto se debería a un problema conocido al hacer investigación con EEG, llamado smearing artifact, por el cual el valor de la latencia del componente del EEG depende de si se toman los valores individuales de cada prueba y luego se hace un promedio o si se hace un gran promedio general de las formas de onda. Si se hace esto último, el valor obtenido termina siendo más cercano al comienzo más temprano de las ondas individuales que contribuyen al promedio general. En consecuencia, el valor real del RP debería ser más cercano al movimiento. Trevena y Miller propusieron, por lo tanto, comparar el comienzo del RP con el W más temprano. Sin embargo, los resultados mostraron que el RP, que aparecía a los -800 milisegundos, siempre precedía al W más temprano, que aparecía a los -400 milisegundos. De este modo, el smearing artifact no resultaba suficiente para revocar los resultados de Libet y por ende poner a salvo la libertad de nuestros actos. El segundo argumento presentado por Trevena y Miller consistía en afirmar, junto con Haggard y Eimer, que el RP representa un estado más general de expectación y que por lo tanto es más significativo comparar W con el LRP, que aparecía a los -300 milisegundos. Puesto que hallaron que en muchos casos la decisión precedía a la formación del LRP, concluyeron que eso reforzaba la idea de que W precede al LRP y es la causa de nuestros movimientos. Para Trevena y Miller, no queda duda de que los actos son realizados libremente por el sujeto que conscientemente decide llevarlos a cabo.
En 2008 Herrmann y su equipo publicaron un experimento que se enfocó en analizar el rol causal del RP en un paradigma de reacción ante una opción (Herrmann et al. 2008). De acuerdo a Herrmann, el RP no consiste en un indicador específico del comportamiento, sino que representa un estado de expectación que no pone en riesgo la libertad de nuestros actos. Para demostrar esta hipótesis, en este estudio solicitaron a los participantes que apretaran uno de dos botones de acuerdo al estímulo que aparecía en una pantalla. Los resultados mostraron que había actividad neuronal previa al acto motor, similar al RP de Libet. Esta actividad, sin embargo, estaba presente antes de que apareciera el estímulo y que por lo tanto el sujeto tuviera que elegir qué botón apretar. En conclusión, dicha actividad neuronal reflejaría un estado de expectación que no interfiere con nuestra noción de libertad.
Haynes y su equipo publicaron su reelaboración ese mismo año (Soon et al. 2008). Evaluaron un movimiento electivo de las manos derecha o izquierda mediante imágenes de resonancia magnética funcional. Estas imágenes fueron analizadas con procedimientos de reconocimiento de patrones a fin de detectar señales que permitieran predecir la decisión del sujeto. Encontraron patrones que codificaban el resultado de la decisión motora en la corteza frontopolar y en una zona de la corteza parietal, hasta 7 segundos antes de la decisión motora del sujeto. Sumado a este hallazgo, lograron predecir hasta en un 60% de los casos estudiados el movimiento que iba a ser llevado por los participantes, que debían elegir si mover la mano derecha o izquierda. Para Haynes y su equipo, cuando la conciencia aparece la mayor parte del trabajo está ya realizado. En consecuencia, no habría forma de salvaguardar la libertad humana.
También en 2008 Matsuhashi y Hallett reelaboraron el experimento pero, en lugar del reporte subjetivo utilizado por Libet, decidieron implementar un método objetivo para medir la intención de actuar. Este método consistía en presentar tonos en intervalos aleatorios no conocidos por los participantes (aunque sí por los experimentadores). Si los sujetos estaban pensando en realizar un acto cuando escuchaban el tono debían abortar el movimiento y reportar el “pensamiento de movimiento” (T). De este modo, los científicos podían determinar el tiempo objetivo de T, que tenía un valor de -1,4 segundos. El RP I comenzaba a los -2,17 segundos y el RP II a los -0,57 segundos. De acuerdo a Matsuhashi y Hallett, la intención de actuar emergería en distintas etapas, todas partes del mismo proceso. Por lo tanto, T y W reflejarían dos estados conscientes diferentes: W, o la meta-conciencia, indicaría la última etapa de un proceso comenzado por T. Si bien estadísticamente el RP I comenzaba antes que T, dado que para algunos sujetos T precedía al RP I, Matsuhashi y Hallett sostuvieron que no era posible establecer una correlación causal entre el RP y T. En consecuencia, la libertad de nuestros actos no quedaba comprometida, como habían sugerido Haggard y Eimer.
Un año después, Banks e Isham (2009) publicaron un experimento que intentaba demostrar que W no se encuentra determinada ni causada por el RP sino que se encuentra relacionada con la percepción del momento en el cual se realiza el movimiento. Para probar esto, hicieron creer a los participantes que estaban apretando un botón, que se encontraba dentro de una caja donde no podía ser visto, más tarde del tiempo real. El engaño se llevó a cabo aplicando un sonido supuestamente al momento exacto en el que se apretaba el botón, aunque en realidad generalmente se escuchaba un poco más tarde del tiempo real. Un retraso en la percepción del tiempo en el que se apretaba el botón resultaba en un W más tardío. De acuerdo a los científicos, este resultado demostraba que la mayor parte del componente de W se infería de la acción realizada. Por lo tanto, sostienen que los resultados muestran que el modelo volitivo que utilizamos hoy en día es simplista. Este modelo asume un modelo causal en el que la intención se genera conscientemente y es la causa inmediata de una acción, mientras que la generación de respuestas también se originaría a partir de procesos cerebrales inconscientes.
Guggisberg et al., quienes reelaboraron el experimento de Libet en 2011, optaron por medir oscilaciones neuronales rápidas, comúnmente llamadas de frecuencia gama o alta gama (~40-200 Hz), en vez de medir el RP. Encontró que no existe un atraso en el comienzo de la consciencia de querer actuar con respecto a la actividad electrofisiológica que activa el acto motor, dado que W aparece en el mismo momento en el que aumentan las oscilaciones de alta frecuencia presentes en la corteza motora contralateral al movimiento. Junto con Matsuhashi y Hallett, Guggisberg considera que tomar una decisión es un proceso dinámico que ocurre en distintas etapas, entre las cuales se encuentran dos estados conscientes bien distintos: 1) un estado consciente de primer orden, directo e irreflexivo; 2) un estado meta-consciente reflexivo o introspectivo, que corresponde al W de Libet.
Fried y su equipo reelaboraron el experimento de Libet, pero en vez de medir el RP, midieron la actividad de 1019 neuronas individuales (Fried et al. 2011). Siguiendo a Haynes et al., su objetivo era predecir la intención de actuar de los participantes. Los resultados del experimento dieron un W de -193 milisegundos (similar a los valores obtenidos por Libet). A su vez, descubrieron una actividad neuronal progresiva en el área motora suplementaria del cerebro 1500 milisegundos antes del inicio de W, similar al valor del RP descubierto por Libet. Por otro lado, a través de la activación de tan sólo 256 neuronas localizadas en el área motora suplementaria, pudieron predecir hasta 700 milisegundos antes de la aparición de W y con un 80% de certeza, la elección entre dos movimientos. Para Fried y su equipo, la intención de actuar emergería una vez que la activación de las neuronas cruza un cierto umbral. De este modo, la libertad de nuestros actos, tal como sostuvo Haynes antes, quedaría, al menos, notablemente comprometida.
En 2013, Schlegel, junto con los filósofos Sinnott-Armstrong y Roskies, replicaron el experimento de Libet con 21 participantes en vez de los 6 analizados por Libet y los 8 por Haggard (Schlegel et al. 2013). El principal objetivo del experimento consistió en clarificar el rol del RP y del LRP y de establecer su relación con la consciencia y la libertad, dado que, si bien ya habían pasado treinta años del experimento de Libet, sostienen, el rol de la actividad electrofisiológica relacionada con los actos motores voluntarios aún no se encuentra claramente establecido. Los resultados del experimento mostraron valores similares a los de Haggard y Eimer. Sin embargo, no encontraron una co-variación entre el RP o el LRP y W. Los experimentos dieron como resultado, significativamente contra-intuitivo, que el comienzo de un LRP con un W temprano es de -719 milisegundos y que el de un LRP con W tardío es de -851 milisegundos. Si el LRP causara W, como sostuvo Haggard, los resultados deberían haber sido exactamente al revés. Por lo tanto, Schlegel et al. concluyeron que no hay relación causal entre W y LRP, y por lo tanto ni el RP ni el LRP causan la experiencia consciente del acto libre.
3 Interpretaciones y repercusiones en la filosofía de los experimentos tipo Libet ↑
Indudablemente la filosofía no ha sido indiferente a los experimentos reseñados, principalmente a los de tipo Libet, y sería imposible brindar un panorama completo de las reacciones que ha suscitado. Además, es tal la importancia que atribuimos al tema de la libertad que lógicamente también neurocientíficos y psicólogos han realizado aportes filosóficos, reflexionando sobre el sentido y la adecuada interpretación de esos hallazgos. Desde el punto de vista metodológico, los trabajos de Libet han cosechado fuertes críticas pero, como hemos visto, eso no ha logrado desalentar mayormente a los investigadores, sino que ha generado numerosas réplicas, intentando corregir los defectos del experimento original. Más difíciles de superar son los problemas conceptuales subyacentes, pero con todo, en este caso la filosofía puede agradecer a la ciencia el haberla estimulado tanto a refrescar como a afinar las distinciones necesarias para comprender mejor la naturaleza de nuestros actos voluntarios y de lo que entendemos por libertad. Así, ciencia y filosofía encuentran en esta cuestión un campo fértil para el trabajo conjunto y el mutuo esclarecimiento.
Una crítica metodológica frecuente que los filósofos hacen a los experimentos tipo Libet es que las mediciones están promediadas y no permiten identificar RP individuales, lo cual haría posible aproximarse al menos a establecer una relación causal entre la actividad electrofisiológica previa a los actos libres y la consciencia o la intención de realizarlos. Además, la neurociencia no proporciona todavía un análisis de grano fino, mide la actividad eléctrica en áreas relativamente grandes como para extraer conclusiones precisas. Para muchos, dada la composición material del cerebro, hasta no alcanzar niveles cuánticos la neurociencia no podría resolver la cuestión del determinismo de nuestras acciones (Roskies 2011, Searle 2004). Claro que esta crítica no ahuyenta la igualmente poderosa amenaza que sería para el libre albedrío depender de la resolución aleatoria de un cierto grado de probabilidad (Dennett 1984, Honderich 1988) y los esfuerzos de Stuart Hameroff por compatibilizar los fenómenos cuánticos en el cerebro con el libre albedrío no han dado todavía los resultados esperados (Hameroff 2012; Hameroff y Penrose 2014; ver la entrada Neurociencia y mecánica cuántica). Por eso, aunque claramente la existencia de fenómenos cuánticos en el cerebro aportaría un elemento relevante en la discusión, se hace necesario pensar que es falsa la alternativa entre determinismo y azar, ya que de antemano excluye la posibilidad de que la mente posea un rol causal en la acción (Soler Gil 2013).
Otra crítica que también puede hacerse es que Libet mide la relación del RP y del movimiento con la experiencia consciente de querer moverse o estar moviéndose, no propiamente con la intención de moverse, que es distinta y anterior. Esto es importante porque una interpretación apresurada de los experimentos de Libet sugería que tanto la intención como la conciencia de la intención son causadas por mecanismos neurales que se disparan sin participación del sujeto. Frente a esto, Terry Horgan (2011) propone un modelo en el que no resulta una ilusión que nuestras intenciones conscientes sean causa de acciones motoras. Distingue una causalidad propia de estados (state-like) de la causalidad propia del agente (agent-like) y de eventos (event-like). La causalidad propia del agente es algo muy debatido en la filosofía y mientras que para unos es necesario acudir a ella (O’Connor 2000) para otros, la mayoría, no tiene asidero alguno. Horgan sugiere que la causalidad propia de eventos no es la única alternativa. Un evento es algo preciso y puntual en el tiempo, pero un estado puede extenderse por un período más o menos prolongado y ser también causalmente responsable de actos mentales y acciones motoras.
Según Horgan, los sujetos de los experimentos del tipo Libet forman una intención general de realizar determinado movimiento dentro de un lapso temporal dado. Si bien la intención fue formulada en un momento determinado, debe mantenerse en el tiempo para que la acción prevista se realice oportunamente. Si hubieran desistido conscientemente de participar en el experimento, lo más lógico es pensar que ningún RP ni ningún movimiento habrían tenido lugar. Y lo mismo puede decirse de intenciones formuladas conscientemente en alguna instancia, incluso mucho tiempo antes, pero que permanecen inconscientes hasta el momento de la acción e incluso durante la acción, como casi todo lo que hacemos al conducir un vehículo, por ejemplo. La mayoría de nuestras acciones cotidianas tienen esta dinámica y no sería razonable decir que responden a mecanismos ajenos a nuestro control, de modo que no hay razones para no atribuir un rol causal a nuestros actos conscientes.
Horgan llama intenciones duraderas (standing intentions) a las que persisten en el tiempo. Formuladas de manera consciente y libre, actúan con la causalidad propia de un estado, que también podría llamarse habitual, y desatan un proceso cerebral que surge espontáneamente en un intervalo de tiempo dado aunque no necesariamente en un momento preciso, pre-definido por esa intención. A su vez, la experiencia consciente de la agencia, es decir de ser la fuente del movimiento, no dispara la intención de actuar aquí y ahora, pero sí podría acompañar el desarrollo del movimiento iniciado e influir en su cumplimiento o interrupción. Por otra parte, tener la experiencia de ser un agente voluntario no es percibirse como causa del proceso neural que finaliza en la realización de una acción determinada, pero en el escenario descripto correspondería a la realidad: el agente se experimenta como causa de la acción y así es verdaderamente.
Por otro lado, Gomes (1999) piensa que aunque las intenciones fueran causadas por los RP, podrían contarse entre las causas de la decisión final de actuar. Pero en tales casos cabría preguntar si existe algún control consciente de esa intención. De lo contrario, la acción seguiría siendo consecuencia de un mecanismo ciego y la intención sería epifenoménica, como interpreta Pockett (2004), entre otros.
Otro intento de Gomes de rescatar la eficacia de las intenciones conscientes choca con dificultades análogas. Gomes sostiene que la posibilidad de decidir obrar diversamente no es una de las circunstancias de la acción, entre las que habría que contar además todos los estados corporales de la persona externas a las áreas o los subsistemas del sistema nervioso relacionados con los eventos mentales. Para evitar tanto el materialismo como el cartesianismo, también ligado a la folk psychology, Gomes piensa que hay que entender al agente dotado de libre albedrío como parte del mundo físico de causas y efectos; así, el self sería un subsistema del cerebro. Pero dicha explicación no daría cuenta de lo distintivo de lo mental, que quedaría reducido a una instancia adicional de un mecanismo cerebral complejo.
Las contribuciones de Alfred Mele van desde clarificaciones conceptuales hasta propuestas experimentales (Mele 2006, 2009, 2010, 2013). Aquí recogeremos las primeras, ya que ayudan a despejar las imprecisiones terminológicas e interpretativas de los experimentos originales, que han provocado las extrapolaciones conocidas.
Deseos, intenciones y decisiones son para Mele cosas diferentes. Desear es querer hacer algo, sin necesariamente formular ninguna intención de hacerlo. Una intención, a su vez, es el propósito de hacer algo, aunque luego no se haga. Decidir en el sentido relevante para los experimentos es elegir una intención entre varias posibles. Las urgencias (urges) o impulsos que Libet interpretaba como actos voluntarios libres, además de estar condicionados por la decisión consciente de los sujetos de participar en los experimentos, son deseos; no son intenciones ni decisiones. La intención de realizar un movimiento en determinadas circunstancias ya había sido formulada al comienzo de las pruebas, probablemente luego de que el sujeto ponderara, y consecuentemente decidiera, si habría de prestarse o no al experimento. Esta decisión es mucho más relevante para la cuestión de la libertad que los movimientos realizados, pero cae fuera del experimento, por definición.
También cabe hablar de intenciones distales (distal) cuando recaen sobre acciones a realizar en un futuro no inmediato y más o menos indeterminado, e intenciones próximas (proximal), cuando se refieren a un futuro inmediato, como flexionar la muñeca ahora mismo. Hay además intenciones relativamente específicas o relativamente inespecíficas: el propósito de hacer algo concreto y definido (ir a ver tal película tal día) o de hacer algo todavía no del todo definido (salir en los próximos días, ir al cine a ver tal película en los próximos días, ir al cine tal día a ver alguna película, etc.). Todas estas intenciones ejercen alguna causalidad sobre las acciones concretas de los sujetos: si formo la intención de ir al cine hoy a la noche, en algún momento del día consultaré los horarios. Siguiendo estas distinciones, se puede sostener que los RP correspondientes no se dispararon ‘porque sí’. Mele refiere a los experimentos del psicólogo alemán Peter Gollwitzer sobre las intenciones de implementación (implementation intentions), que son aquellas intenciones formadas de realizar una determinada acción en un lugar y tiempo determinados, a fin de alcanzar una meta. En uno de esos estudios, la totalidad de los sujetos que formaban intenciones de implementación adicionales cumplían la acción, frente a solo la mitad de quienes formaban únicamente una intención genérica (Gollwitzer 1993, 1999). Con independencia de que una intención inconsciente pueda o no ser causa de una acción, hay una fortísima evidencia de que las intenciones conscientes sí ejercen un rol causal, lo cual está perfectamente de acuerdo con nuestra experiencia cotidiana.
En una de las pruebas Libet pidió a los sujetos que no flexionaran el dedo a pesar de querer hacerlo; el RP se formaba y luego interrumpía su progreso, al ser vetado. La intención era evidentemente de no flexionar y el deseo o la urgencia era el impulso a flexionar. Por lo tanto, los RP están asociados a esos deseos pero no a intenciones. Los sujetos no toman conciencia de una decisión o una intención ya formulada por el cerebro, sino de un impulso, deseo, urgencia o preparación, que ya es efecto de una intención formada anteriormente. Una intención de moverse ahora es formada conscientemente, o no, si los sujetos deciden vetarla. Refiriéndose a los estudios sobre tiempos de reacción hechos por (Haggard y Magno 1999), Mele resalta el dato interesante de que la media arrojada por esos experimentos es de -231ms, es decir que los sujetos no habrían formulado una intención de moverse anteriormente. La proximidad de este dato con el W medido por Libet hace pensar que la intención consciente se formó mucho después de los -550ms en los que comienza en promedio la escalada del RP.
Mele quiere despejar la duda de que estos experimentos arrojarían una sombra sobre la atribución de responsabilidad moral a las acciones. Al realizar acciones moralmente relevantes las personas sopesan conscientemente las alternativas, no así durante los experimentos, que involucran opciones indiferentes desde el punto de vista moral y no requieren mucha deliberación, incluso más bien ninguna. La decisión que se tomará en una situación moralmente relevante está lógicamente influida por la atención consciente puesta en razones, creencias y deseos. Por consiguiente, nada en estos experimentos permite concluir la inexistencia de responsabilidad moral. Y a quienes esgrimen que es posible hacer creer artificialmente a alguien que es autor de sus decisiones cuando ha sido estimulado eléctricamente para hacer algo y también para creer que ha sido él quién ha decidido obrar así (Wegner y Wheatley 1999; Pockett 2004), se puede responder fácilmente que eso no prueba que no exista el libre albedrío, sino a lo sumo que esas acciones no han sido realizadas de manera verdaderamente libre (Roskies 2010).
John Searle (2001) sostiene que es clave llegar a comprender las operaciones cerebrales si queremos resolver el problema del libre albedrío. Sin embargo, considera que nuestro escaso conocimiento acerca de la neurobiología de los actos volitivos conscientes aún no nos permite interpretar correctamente los datos obtenidos por los experimentos del tipo Libet, que de ningún modo resultan en una amenaza al libre albedrío. Searle coincide con Mele en que el potencial de preparación sólo emerge en aquellos sujetos que previamente han formado la intención de obrar de cierto modo. Como consecuencia de la decisión tomada con anterioridad, los sujetos mueven la mano de vez en cuando y por ende se produce la activación del potencial de preparación previo al movimiento y de modo inconsciente. De este modo, querer concluir que no tenemos libre albedrío a partir de los experimentos del tipo Libet es como querer concluir que el tenista, cuyo cuerpo comienza a moverse antes de ser consciente del rumbo que toma la pelota debido a los circuitos neuronales formados por medio de la práctica y el entrenamiento, no es libre. Sin embargo, la clave de ser un buen jugador está en poder realizar ciertos movimientos estratégicos antes de ser conscientes de los estímulos que impulsan a moverse.
El argumento más original de Searle en contra de los experimentos del tipo Libet consiste en sostener que nuestro conocimiento en neurobiología de los actos voluntarios aún no nos permite poseer una teoría completa del rol del potencial de preparación en la causa de la acción y que por lo tanto no se puede sostener que el potencial de preparación establece condiciones antecedentes causalmente suficientes que determinan la acción subsecuente. Esto quiere decir que la activación del potencial de preparación no es una causa suficiente para determinar el movimiento subsiguiente. Para Searle, uno de los grandes problemas al considerar la cuestión del libre albedrío consiste en creer que todo evento que ocurre en el mundo posee una causa suficiente anterior que lo determina, al modo en que un bolígrafo cae al suelo por la ley de la gravedad. De este modo, cabe preguntarse si todas nuestras decisiones y acciones son precedidas por condiciones causalmente suficientes, que determinan que dichas decisiones y acciones y no otras se lleven a cabo. Según Searle, esta pregunta tiene dos aspectos: uno psicológico y otro neurobiológico. Desde el primer aspecto, sostiene que no tenemos evidencia que demuestre que estemos determinados psicológicamente a obrar, con la excepción de ciertos casos puntuales como las adicciones o la hipnosis. Eventos psicológicos como deseos, creencias, miedos, obligaciones, etc., no determinan nuestras acciones. Experimentamos una brecha, a modo de razones, entre los eventos psicológicos y las acciones. Desde el aspecto neurobiológico, dado que los estados psicológicos son el nivel superior de estados cerebrales que los determinan por medio de una causalidad de-abajo-hacia-arriba, cualquier tipo de libertad psicológica debe reflejarse en el nivel neurobiológico. Así, si el libre albedrío existe, la brecha que experimentamos en el nivel psicológico debe reflejarse en el nivel neurobiológico. De acuerdo a Searle, el único indicio en la naturaleza que nos podría permitir hoy en día hablar de un indeterminismo a nivel cerebral, es la teoría de la mecánica cuántica. Para evitar el elemento de azar que introduce la mecánica cuántica y que iría en contra del libre albedrío mismo, Searle sostiene que se podría alegar que la función evolutiva de la consciencia consiste en organizar al cerebro de modo que se puedan llevar a cabo decisiones conscientes en la ausencia de condiciones causalmente suficientes (Searle 2004). Claramente el mismo Searle reconoce lo implausible de esta postura y sostiene que el problema del libre albedrío es aún una cuestión abierta.
Para Daniel Dennett (Dennett 2003), los experimentos del tipo Libet no significan una amenaza ni para el libre albedrio, que de por sí es compatible con un determinismo, ni para la moralidad de nuestros actos y la responsabilidad que tenemos sobre ellos.
En primer lugar Dennett, que se declara compatibilista, no considera una contradicción la compatibilidad entre un determinismo materialista y el libre albedrío. Es más, considera necesaria esta compatibilidad a fin de eliminar todo resto misterioso o sobrenatural propio de una concepción tradicional del libre albedrío. A pesar de que nos encontramos en un mundo determinista, Dennett sostiene que el libre albedrío consiste en nuestra capacidad de prever posibles futuros, sopesar las consecuencias y tomar medidas para hacer que en su lugar suceda otra cosa. Nuestras acciones, sostiene, no son inevitables en cuanto que no son ineludibles. La clave para entender el libre albedrío se encuentra, por lo tanto, en nuestra capacidad para ‘evitar’ determinados sucesos.
En segundo lugar, Dennett considera que el hecho de que parezca que el cerebro decide antes de que nosotros seamos conscientes de dicha decisión, no lleva a un vacío moral en nuestro obrar. Este ‘vacío moral’ consistiría en el lapso de tiempo que hay entre que aparece el RP y W, que promedia los 300 milisegundos y que muchos, incluido Libet, tratan de suplir con el ‘veto’, es decir la capacidad de suprimir el acto que se había iniciado inconscientemente. Para Dennett, esta visión se apoya en la idea errónea de que para tomar una decisión estamos restringidos a la información a la que podemos tener acceso a partir de una subregión particular del cerebro. De este modo, nuestra conciencia debe esperar a que le llegue la información correspondiente para tomar la decisión de qué hacer con ella. En el caso de Libet, debemos esperar 300 milisegundos para ser conscientes del acto que estamos por llevar a cabo y poder decidir si vetarlo o no. Sin embargo, Libet mismo reconoce que el veto también podría iniciarse inconscientemente en el cerebro (Libet 1999), quedando sin sustento la existencia misma del veto, como sostiene Dennett.
Por otro lado, Dennett remarca que el método empleado por Libet para medir la experiencia subjetiva es ambiguo. Esto se debe a que en realidad son varios los eventos, y por ende los tiempos, que se están realizando para reportar el lugar donde se encuentra la luz en el osciloscopio al momento de ser consciente de que se está tomando la decisión de moverse. Así, si bien la luz del osciloscopio llega casi instantáneamente a la retina del ojo, la señal visual debe ser procesada antes de que el sujeto logre considerar como simultáneos los eventos de ver la luz y decidir conscientemente.
En definitiva, el alcance que tienen estos experimentos para Dennett es doble. En primer lugar, lo que Libet hace es descubrir que no hay una decisión que se toma desde una ‘sede central’ en el cerebro, desde lo que él llama ‘teatro cartesiano’ (Dennett 1991). Si así fuera, todo podría suceder al mismo tiempo en un mismo lugar y por ende no existiría el problema temporal que presenta el experimento de Libet. Sin embargo, los eventos que se llevan a cabo en el cerebro suceden en lugares y momentos distintos en forma paralela y simultanea, permitiéndonos responder a distintos estímulos a la vez. Así, nuestros cerebros son capaces de realizar múltiples tareas de forma deliberada y controlada, pero automatizando gran parte del trabajo.
En segundo lugar, para Dennett los experimentos del tipo Libet llevan a que descubramos que la toma de una decisión consciente lleva tiempo, y que por ende el libre albedrío no debe medirse en instantes. Shaun Gallagher comparte esta visión al sostener que el libre albedrio no debe ser entendido como un acto puntual, sino que el tomar una decisión es un proceso que se desarrolla en el tiempo (Gallagher 1998). Además, afirma Dennett, muchas veces tomamos decisiones anticipadamente, moldeando actos que vamos a ejecutar. Podríamos afirmar, por lo tanto, que los sujetos que accedieron a llevar a cabo el experimento propuesto por Libet tuvieron que tomar la decisión de participar, y esto ya los predispuso a obrar de cierta forma.
Al igual que Dennett, Murillo y Giménez Amaya (2008) se enfocan en el problema temporal que suscita el experimento de Libet. Los españoles resaltan una deficiente concepción de la temporalidad en los experimentos de Libet sobre la libertad y la conciencia, que se refleja también en la interpretación de Dennett y de muchos otros. Aducen dos razones. En primer lugar, todo proceso neuronal necesita un cierto lapso de tiempo para cumplirse; además, la deliberación previa a la decisión también dura un tiempo determinado. El aspecto diacrónico de la temporalidad no parecería tan problemático, pero mirando las cosas más de cerca, dicha diacronía o duración consiste en una comparación de momentos que aparecen como pasados o futuros en relación al presente. Ahora bien, la comparación es un acto sincrónico, ya que si se extendiera en el tiempo, la comparación misma no se lograría. Parece entonces que el sujeto no solo vive en el tiempo, sino fuera de él, justamente para poder vivir la temporalidad. Tampoco puede decirse que solamente el presente sea real, porque si así fuera, el tiempo consistiría en una sucesión interminable de instantes incomunicados y sería una apariencia. En segundo lugar, Murillo y Giménez Amaya destacan que aunque una decisión pudo tomarse en un momento determinado, la intención que guía un acto voluntario no se da en un instante precisamente identificable de tiempo, sino que atraviesa y está presente a lo largo de todos los procesos que involucran el cumplimiento de la acción voluntariamente realizada. Las reflexiones de estos autores son especialmente pertinentes porque revelan que la temporalidad no puede entenderse únicamente como sucesión de momentos físicamente mensurables, sino que es una dimensión bastante más compleja de la experiencia humana. Es correcto que decir que el problema del libre albedrío no es acerca de movimientos corporales sino de acciones intencionales (Gallagher 2006), pero eso es precisamente lo que exige un análisis más completo.
4 El libre albedrío y la psicología empírica ↑
No solo la neurociencia ha incursionado en la investigación empírica del libre albedrío. En las últimas décadas se ha visto también un incremento significativo de investigaciones en el ámbito de la psicología. En orden a evaluar la relevancia de estos estudios es útil la distinción que hace Shaun Nichols (2008) de tres proyectos diversos: el proyecto descriptivo, cuyo objeto es qué piensa la gente común sobre el libre albedrío; el proyecto substantivo, que intenta decidir si esas creencias son correctas; y el proyecto prescriptivo, en el que la pregunta decisiva es cómo actuamos a la luz de nuestra concepción acerca del libre albedrío.
Del primer tipo de estudios podría esperarse una confirmación de la presunción intuitiva, compartida también por muchos filósofos y psicólogos, de que la mayor parte de la gente sostiene una visión libertaria de libre albedrío, es decir que lo asocia a la posibilidad de obrar diversamente y a la consiguiente atribución de responsabilidad moral al agente. Nahmias et al. (2006) han puesto esa presunción en tela de juicio. Buscaron testear la predicción incompatibilista de que ante un escenario de determinismo la mayoría de la gente piensa que quienes actúan no lo hacen con libre albedrío y no son moralmente responsables. Eligieron una población no familiarizada con el debate filosófico y evitaron también emplear el término ‘determinismo’, para no influir en las respuestas. Presentaron diversas situaciones en las que en un universo con leyes fijas y de efectos perfectamente predecibles distintos agentes realizaban una típica acción reprochable (robar), una típica acción buena (rescatar a un chico) y una típica acción moralmente indiferente (salir a correr). Con porcentajes similares en los tres casos una importante mayoría consideró que los sujetos actuaban libremente, y en los dos primeros que eran moralmente responsables. Solo cuando el énfasis recaía en factores externos, como la genética o la educación, el porcentaje de atribución de responsabilidad disminuyó respecto del de atribución de libertad, aunque no significativamente. Obviamente, la conclusión del estudio no afecta al problema del libre albedrío en sí, sino al de conocer cuál es la concepción común. Es muy probable que haya una incongruencia en dicha concepción, como sucede en tantos otros ámbitos, quizá por falta de reflexión, pero Nahmias y su grupo concluyen igualmente que si el estudio refleja adecuadamente la realidad, la idea corriente de que la libertad presupone una concepción indeterminista, verdadera o no, es menos intuitiva de lo que parece. Sin embargo, cabe señalar que al intentar evitar justamente que los participantes respondieran en base a una consideración previa del problema del determinismo, buscando que lo hicieran siguiendo únicamente su intuición corriente, se les dificultaba tener en cuenta la distinción fundamental entre predictibilidad y determinismo, nociones que fácilmente se confunden y que sería imprescindible deslindar para evaluar cuál es la verdadera concepción de la gente común sobre el libre albedrío. Nahmias reconoce en su artículo que sería necesario hacer estudios paralelos para evaluar las diversas reacciones ante esta y otras distinciones sin recurrir a explicaciones teóricas. Pero es lógico pensar que hasta que no se hagan esos estudios de manera rigurosa, de su propio relevamiento no sería posible obtener las conclusiones que pretende.
Siempre ateniéndonos a la división de Nichols, el proyecto sustantivo intenta corroborar o desmentir la tesis libertaria. Como es de suponer, son más abundantes los estudios en esta segunda línea, entre otras cosas porque una investigación busca determinar alguna correlación entre fenómenos, o alguna explicación de los hechos. Y según la tesis libertaria cualquier explicación que se dé es insuficiente para dar cuenta de la decisión libre.
Un primer tipo de estudios experimentales en psicología social, llamados situacionistas, indagan sobre el impacto de determinadas situaciones en la conducta de las personas. Son famosos los que resaltan el ‘efecto observador’, según el cual las personas están tanto menos inclinadas a ayudar a otra cuanto mayor es la cantidad de testigos que presencian la misma situación (Darley y Latané 1968). El mismo efecto parece tener la concomitancia de una sensación molesta como el ruido (Matthews y Canon 1975); por el contrario, una sensación placentera, como un aroma agradable, tiene el efecto opuesto y predispone a ayudar (Baron 1997). Lo más relevante para el presente análisis es que la influencia de estos factores es tan documentable como inadvertida para los sujetos, sugiriendo, según Bargh, que los procesos mentales superiores responden a diversos automatismos antes que a la conciencia (Bargh 2007).
Existen experimentos terriblemente dramáticos en esta línea. Dos muy conocidos son los realizados por Stanley Milgram y por Philip Zimbardo. Ambos querían comprender mejor cómo ciudadanos comunes durante la era Nazi habían sido capaces de cometer o tolerar las atrocidades del régimen. Milgram (1974) se hizo famoso por sus estudios en la Universidad de Yale sobre la obediencia a la autoridad. En el experimento dos sujetos sorteaban los roles de profesor y aprendiz en un pretendido estudio sobre la memoria y el aprendizaje. El sorteo era ficticio y el verdadero sujeto del experimento asumía siempre el rol de profesor. La consigna era que debía castigar al aprendiz con un shock eléctrico de creciente intensidad (¡hasta 450 voltios!) si respondía mal a las preguntas. Por supuesto, el aprendiz no recibía ningún shock pero simulaba recibirlos. Ante la intención del sujeto de interrumpir el experimento por los gritos del aprendiz, se le pedía por favor que continuara, y si insistía con terminar, se llegaba hasta decirle que era esencial que siguiera. El resultado alarmante fue que un porcentaje superior al 60% continuó el experimento hasta el final.
Zimbardo (Haney, Banks y Zimbardo 1973, Zimbardo 2008) y sus colaboradores idearon el Experimento de la Prisión de Stanford, durante el cual se asignó a estudiantes de la Universidad de Stanford los roles propios de una cárcel: prisioneros, guardias, etc. Los participantes seleccionados como prisioneros fueron arrestados en sus domicilios, llevados a la comisaría, despojados de sus ropas, etc. etc., todo en aras de una simulación lo más realista posible. Se buscó también simular la vida en la cárcel con igual realismo. Los guardias cumplían sus respectivos turnos pero vivían en sus casas. El experimento no pudo extenderse las dos semanas estipuladas, sino que fue suspendido por la crueldad mostrada por algunos guardias y los daños psicológicos que comenzaban a sufrir muchos de los prisioneros.
Una posible conclusión es que todos estos estudios revelan el escasísimo control que la gente común tiene sobre sus acciones, que el entorno es capaz de determinar la conducta, incluso hasta obliterar la responsabilidad moral: nuestra capacidad para el mal solo espera una situación propicia y si hacemos el bien, es porque las circunstancias son favorables. Alfred Mele (2014) se opone a esta interpretación pesimista y sostiene que tanto el conocimiento como la educación son factores que predisponen a las personas a actuar de manera más, o menos, civilizada, y a resistir la tentación de seguir impulsos torcidos. Además, como resulta patente en el experimento de Milgram, la conducta de los sujetos se puede entender perfectamente como un caso de ‘debilidad de la voluntad’ o akrasía, según el término de Aristóteles (Mele 1995). El sujeto entiende lo que sería correcto o bueno hacer, pero su poco entrenada voluntad cede ante una presión opuesta. Por otra parte, en el experimento de Zimbardo muchos participantes no fueron crueles o ayudaron a las personas que los necesitaban. Por más escalofriantes que sean los resultados, no prueban la inexistencia de libre albedrío ni la imposibilidad de tener control sobre las propias acciones, aunque sí que dicho control no va de suyo y tiene que ser cultivado.
Otros estudios parecen mostrar que nuestra creencia en el libre albedrío no tiene suficiente sustento. Así como en el ámbito de la física impredictibilidad no equivale a indeterminismo, que no podamos predecir una acción o un evento psíquico no implicaría que estos no tengan causas necesarias. La objeción más común a esta argumentación recurre a la introspección como modo de conocer nuestros estados mentales, en particular el sentido de la propia agencia. Por esa razón, quienes piensan que el libre albedrío es una ilusión buscan mostrar, por un lado, que la introspección no es suficiente para conocer las causas de muchos eventos ni acciones y, por otro, que está sujeta a error.
Daniel Wegner refiere diversos argumentos para sostener que preferimos creer en la magia de la voluntad consciente porque desconocemos los mecanismos físicos y mentales que explican nuestra conducta. La hipnosis, el síndrome de la mano ajena, los experimentos de Libet, los fenómenos de proyección de la acción, entre otros, probarían que es posible disociar la conciencia y el mecanismo generador de la acción. Junto con Thalia Wheatley realizó un experimento en el que cómplice y participante manejaban conjuntamente un mouse que movía un cursor sobre una pantalla. Aunque se les pedía que hicieran movimientos circulares, el cómplice guiaba sutilmente los movimientos hacia los objetos de la pantalla que el experimentador mencionaba. Los participantes eran inducidos a creer que solo ellos escuchaban nombrar esos objetos, no el cómplice, y en sus respuestas contestaban mayoritariamente, aunque no por encima del 60%, que ellos habían realizado el desplazamiento (Wegner y Wheatley 1999). Tras referir multitud de experimentos propios y de otros investigadores que apoyarían su conclusión, Wegner afirma que la mente crea esta ilusión, llegando a sostener la idea humeana de que incluso el yo y la mente serían ilusiones (Wegner 2002). Entre lo mucho que se le ha objetado, señalemos que si los sujetos hubieran creído que ellos habían realizado el movimiento, uno esperaría un resultado al menos cercano al 100% (Mylopoulos y Lau 2015). Por otra parte, el hecho de que en algunos casos la creencia de ser el autor de una acción sea errónea no significa que lo sea siempre. La introspección y la experiencia de la propia agencia podrán no ser infalibles, pero eso no implica que estén sistemáticamente equivocadas (Nahmias 2002, Bayne 2006).
Los resultados de todas estas investigaciones son estadísticos, pero solo se podría probar el determinismo si los valores obtenidos fueran completamente unívocos y estuvieran libres de todo error, algo bastante difícil de lograr. Incluso si se lograra, el resultado sería inductivo y no podría universalizarse. No hace falta ser un experto en lógica modal para entender que ‘necesario’ no es lo mismo que ‘probable’, tampoco que ‘altamente probable’. Los no pocos casos individuales que no coinciden pueden deberse perfectamente a una decisión libertaria del agente, es decir no determinada por un proceso anterior. No está en discusión que muchos procesos neurales y psíquicos puedan ser deterministas, ni que esos procesos influyan sobre la decisión, pero influir no equivale a determinar. Es por eso que en esta cuestión siempre habrá lugar para una argumentación a priori, en ambos sentidos.
Otra línea de investigaciones aporta datos significativos sobre el problema del libre albedrío. Partiendo de considerar que los experimentos tipo Libet no estudian actos propiamente libres, porque no implican deliberación racional, se enfocan en los procesos conscientes asociados a las decisiones. Roy Baumeister, por ejemplo, asume la concepción intuitivamente libertaria y piensa que hay que investigar los procesos conscientes porque solo mediante ellos se puede conceptualizar distintas opciones, simulando alternativas posibles que permiten interrumpir el automatismo de la cadena input-output. Sostiene además que el poder de la voluntad es un recurso limitado y que el autocontrol y la deliberación racional son más esenciales al libre albedrío que su carácter espontáneo o endógeno. Una prueba indirecta de esto es aportada por las investigaciones que revelan que los sujetos que realizan tareas que requieren autocontrol muestran luego mayor cansancio al realizar tareas que requieren optar y, viceversa, si se les da para realizar tareas que implican hacer opciones, su capacidad de autocontrol disminuye luego. En cambio, la energía disponible no disminuye para tareas simples y automáticas, lo que sugiere que la fuente de energía para ambos tipos de tareas es la misma (Schmeichel, Vohs & Baumeister 2003; Vohs, Baumeister, Schmeichel, Twenge, Nelson y Tice 2008). Este fenómeno, llamado ego depletion (agotamiento del yo; Baumeister 2002), está vinculado también al nivel de glucosa y se observa igualmente en estudios que involucran iniciativa y creatividad (Baumeister, Schmeichel, DeWall y Vohs 2007).
En sintonía con la distinción aportada por Mele entre intenciones próximas e intenciones distales (Mele 2009, ver más arriba, sección 3), Baumeister, Masicampo y Vohs (2011) ofrecen evidencias de que aunque su efecto se aprecia con el tiempo la influencia de actividad intensamente consciente, como la planificación, sopesar alternativas, adquirir perspectiva, reflexionar, etc. son más relevantes en la causación de la conducta que la actividad cerebral inmediatamente previa a la acción. Baumeister aporta además razones de tipo adaptacionista para sostener una concepción de libre albedrío más vinculada con la racionalidad que con la aleatoriedad. El hombre es un ser social y cultural. La conciencia racional, el autocontrol y el libre albedrío son herramientas adaptativas muy eficaces para la vida social. El libre albedrío es en buena medida una capacidad para conformar la propia conducta a reglas (Baumeister 2010).
El tercer proyecto distinguido por Nichols, el prescriptivo, se enfoca en cómo actuamos a la luz de nuestras creencias acerca del libre albedrío. En particular, sería decisivo saber si modifica el comportamiento de la gente creer o descreer en la libertad de sus acciones. Es una obviedad que un pilar de la vida en sociedad, del sistema legal y de la moral tanto pública como privada, es considerar a las personas responsables de sus actos, pero ¿qué hay si el libre albedrío fuera una ilusión? ¿Qué consecuencias tendría que la gente lo supiera o creyera? Algunos autores consideran que hay consecuencias positivas de la creencia en el determinismo como negación de la libertad: las personas serían más compasivas con su prójimo, tal vez menos vengativas, etc. (Pereboom 2001, Greene y Cohen 2004). Pero a la vista de que estudios como el de Baumeister, Masicampo y DeWall indicado un poco más abajo sugieren exactamente lo contrario, cabe preguntarse si sería conducente apelar al determinismo para generar esas actitudes. Bastaría con reconocer que con frecuencia los impulsos, el ambiente o las otras personas ejercen una fuerte influencia sobre nuestras decisiones sin llegar a determinarlas. De hecho, por sentido común aceptamos grados de responsabilidad y las leyes contemplan multitud de atenuantes, sin cancelar del todo la responsabilidad. El neurólogo norteamericano Michael Gazzaniga sostiene que el libre albedrío es una ilusión generada por el sistema intérprete, que nos convence de que actuamos libremente por tal o cual motivo cuando en realidad la ‘decisión’ ha sido siempre resultado de un proceso neuronal que ignoramos por completo. Aún así, sería una ilusión imposible de erradicar, porque está en la base de buena parte de nuestro sistema de creencias. La posición de Gazzaniga es ciertamente curiosa pero es ilustrativa de que un mundo completamente determinista tiene algo de impensable (Gazzaniga 2006, 2011).
Sin embargo, son mucho más elocuentes los estudios que muestran los efectos negativos de una creencia disminuida en el libre albedrío. El más conocido y comentado es el de Kathleen Vohs y Jonathan Schooler (Vohs y Schooler 2008). Comprobaron que la creencia en la irrealidad del libre albedrío resultaba en una mayor inclinación a engañar y hacer trampa. El estudio fue realizado en una población de estudiantes universitarios de grado. Una de las pruebas consistía en que los estudiantes debían retirar ellos mismos de un sobre una moneda de un dólar por cada pregunta bien respondida, en ausencia del examinador. Debían triturar los papeles con las respuestas, de modo que no había forma de comprobar su honestidad. A unos se había inducido anteriormente a creer en la inexistencia en el libre albedrío mediante lecturas seleccionadas, otros recibían lecturas neutras y un tercer grupo había leído previamente textos que apoyaban la posibilidad de tener el control de las propias acciones. La medición estadística resultante dio una cantidad significativamente más alta de preguntas bien respondidas –es decir, de monedas retiradas– para el primer grupo y muy semejante para los otros dos, sugiriendo a los examinadores que la creencia común es a favor del libre albedrío.
Otros equipos continuaron esta línea, por ejemplo los de Baumeister (Florida State University) y Alquist (Texas Tech University). En quienes no creen o son inducidos a no creer en el libre albedrío se ve una mayor agresividad y una menor disposición a ayudar a otros, ambas importantes actitudes antisociales y que denotan menor capacidad para realizar esfuerzos (Baumeister, Masicampo y DeWall 2009). También se observa un mayor nivel de conformismo y una probabilidad menor de formar opiniones propias, así como una creatividad disminuida (Alquist, Ainsworth y Baumeister 2013). Y en la medida en que la concepción común es que ser libre consiste en poder o haber podido obrar de diversas maneras, se verifica también una correlación entre el pensamiento contrafáctico, es decir de lo que pudiera ocurrir o haber ocurrido variando algunos hechos o circunstancias, y la creencia en el libre albedrío (Alquist, Ainsworth, Daly, Stillman y Baumeister 2015). A propósito de estos experimentos Eddy Nahmias observa que no hay que concebir el libre albedrío como un poder absoluto, sino como una capacidad limitada de autocontrol que requiere esfuerzo para hacerse efectiva. Se pronuncia contra la tesis libertaria y a favor del compatibilismo, pero subraya el valor de los trabajos de Baumeister, Alquist y otros. Interpreta que es en realidad la tesis libertaria lo que fuerza a muchos a sostener que la voluntad libre es una ilusión. El compatibilismo, que asocia al naturalismo, sería más modesto pero su negación tendría peores consecuencias, ya que desalentaría ese esfuerzo de la voluntad para tener el control de las propias acciones (Nahmias 2011). A esto puede observarse que la misma posibilidad de realizar un esfuerzo podría estar condicionada a una tesis libertaria, al menos a un modesto incompatibilismo. De hecho, muchos incompatibilistas aceptarían de buen grado esas observaciones.
A menudo se habla peyorativamente de una ‘filosofía de sillón’, significando aquella filosofía que se mantiene en un análisis conceptual sin confrontarse experimentalmente con la realidad. A menudo este reproche es atinente, pero en lo que concierne al libre albedrío hay que reconocer que siempre habrá una dimensión accesible a la reflexión filosófica con independencia de toda investigación científica, ya que lo que denominamos libre albedrío es experimentado de manera cotidiana por cualquier persona normal. Es más, y sin desmerecer los experimentos analizados, en la mayoría de los casos el gran problema consiste en determinar si se está estudiando verdaderamente el libre albedrío, algunos de sus aspectos, algo semejante o incluso algo completamente ajeno. Es cierto que los descubrimientos recientes permiten adquirir mayor conciencia de los límites y condicionamientos de nuestra capacidad de decisión, y la filosofía no haría bien en hacer caso omiso de ellos. Pero sin la experiencia en primera persona de lo que significa actuar libremente, careceríamos de un criterio adecuado para interpretar esos mismos descubrimientos. Por otra parte, la experiencia en primera persona no es menos experiencia que la científica.
Hemos visto también que las interpretaciones de tipo eliminativista, es decir las que pretenden que estos experimentos demuestran la no existencia de lo que el sentido común acepta como un hecho, a saber que somos autores conscientes al menos de muchas de nuestras acciones, no son verdaderamente concluyentes. Contra dichas interpretaciones se yerguen, por ejemplo, dificultades metodológicas –el carácter estadístico de las mediciones, la no equivalencia entre correlación y causalidad, la dependencia del reporte subjetivo, el factor temporal implicado en los procesos neurales, entre otras– y conceptuales, como la necesidad de distinguir entre deseos, impulsos, intenciones, decisiones, etc. Sin embargo, es de esperar que los estudios reseñados en esta entrada se multipliquen en el futuro y sigan siendo objeto de discusión. En esta como en cualquier otra cuestión, una colaboración productiva entre la ciencia y la filosofía resultará de que ninguna pretenda ocupar el lugar de la otra.
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