Diferencia entre revisiones de «Evolución histórica de la relación ciencia-filosofía»

Juan Arana Cañedo-Argüelles
Universidad de Sevilla

De DIA
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Última revisión de 19:42 9 sep 2016

Este artículo resume la evolución histórica de las relaciones entre ciencia y filosofía. Estudia en primer lugar el origen de los conceptos “ciencia” y “filosofía” en el mundo griego. Luego expone cómo se desarrollaron y relacionaron a lo largo del tiempo hasta convertirse, entrada la segunda mitad del siglo XX, en nociones que interesan a toda la humanidad. Muestra que la actividad de la razón humana produjo diversos conocimientos que en un primer momento fueron calificados como científicos o filosóficos sin que hubiera entre ellos una neta distinción. A partir del siglo XVII la ciencia natural moderna adquiere rasgos de identidad propia y a finales del XVIII se separa del resto del saber racional, conceptuado a partir de entonces como meramente filosófico. No obstante, la relación entre ambas perspectivas nunca se ha perdido del todo y la aspiración a recuperar la unidad del conocimiento no ha dejado en ningún momento de tener partidarios. Probablemente es bueno que así ocurra.


1 Interpretación estándar de las relaciones ciencia-filosofía  

La imagen que el hombre semiculto contemporáneo tiene de la relación entre ciencia y filosofía es relativamente simple. Para él, la ciencia representa el conocimiento por excelencia, un modo confiable de captar la realidad del universo y de brindar a nuestra especie el dominio sobre la naturaleza para resolver los problemas prácticos de la vida. Por desgracia, hay cosas que no están a su alcance, como las cuestiones relativas al sentido y los dilemas éticos. Ve en cambio en la filosofía un intento de profundizar en las cuestiones más difíciles —esas que la ciencia no sabe abordar— mediante elaboraciones teóricas difícilmente inteligibles, y sobre las que sus mismos creadores han sido incapaces de llegar a un acuerdo. Por lo tanto, frente al éxito —acaso excesivo— de la ciencia, la filosofía representa ante todo un fracaso colectivo y un desafío incierto para quien se decida a asumirlo.

Si se pide a una persona más informada en el campo del intelecto que sitúe históricamente las relaciones entre ciencia y filosofía, es posible que diga lo siguiente: la filosofía es una actividad muy antigua, cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos y en la que destacaron los griegos a partir del siglo V a.C., alcanzando con Sócrates, Platón y Aristóteles una primera época de esplendor. Durante mucho tiempo la filosofía monopolizó las pretensiones de conocimiento racional, de ahí que su relación con la religión conociera diversas alternativas, a veces conflictivas. Pero a partir del Renacimiento nació la nueva ciencia, que pronto fue un duro competidor de la filosofía. Aunque haya precedentes del trabajo científico en la Antigüedad, es más bien un producto de la Europa occidental moderna. Copérnico (siglo XVI) y Galileo (primera mitad del XVII) son sus iniciadores y se consagra definitivamente con Newton (finales del siglo XVII). Los filósofos vieron con desconfianza el auge de la ciencia y, tras disputar con ella la competencia sobre tales o cuales problemas, se resignó a su presencia a partir del XVIII. Durante un tiempo los filósofos pretendieron fundamentar y controlar el trabajo de los científicos y, cuando tal pretensión ya no fue posible, trataron de delimitar los territorios de ambas disciplinas, sin renunciar a prestar a la ciencia alguna ayuda y ejercer sobre ella cierto control. En los últimos tiempos el desprestigio de la filosofía ha sido creciente y la ciencia se ha constituido en primer lugar como un saber racional completamente autónomo y para muchos como el único saber racional legítimo, de manera que la filosofía sólo podría sobrevivir como elemento auxiliar de la ciencia, o bien como síntesis y resumen de lo que la ciencia enseña.


2 Grietas en la interpretación estándar  

Esta, conviene insistir, es la imagen convencional actualmente dominante. Hereda sin demasiados cambios la valoración que forjaron en el siglo XIX los filósofos positivistas y la historiografía de la ciencia que se desarrolló siguiendo su inspiración a finales de esa centuria. Un representante típico de este modo de ver las cosas es el norteamericano Geoge Sarton (Sarton 1965, I, xiii-xxiii). Para muchos como él, la ciencia se opone tanto a la filosofía como a la religión, porque ambas representan modos superados de resolver los problemas que interesan al hombre, bien porque a diferencia de ellas la ciencia les da una solución solvente, bien porque descubre que son cuestiones mal planteadas o fuera de nuestro alcance, ya sea provisionalmente (cuando la ciencia no ha conseguido aún afrontarlas) o para siempre (en cuyo caso debiéramos renunciar a plantearlas).

Sin embargo, los historiadores de la ciencia (también los de la filosofía) del siglo XX y XXI han establecido que esta, digamos, “verdad oficial” es una versión simplista y engañosa que no cuadra con lo sucedido cuando se examina sin prejuicios. El primer mito en que se apoya consiste en juzgar la Edad Media como una “época de tinieblas”, en que la incipiente ciencia grecorromana habría sido yugulada por el obscurantismo religioso y la especulación escolástica. Pierre Duhem, Alexandre Koyré, Alistar Crombie y muchos otros demostraron convincentemente que hay una esencial línea de continuidad en la evolución del pensamiento, de manera que las raíces medievales de la ciencia moderna son al menos tan importantes y decisivas como cualesquiera otras (Duhem 1913-1959; Koyré 1965; 1966; 1968; Crombie 1995).

La segunda falacia de la visión estándar es pretender que en cada momento histórico se distinguen con satisfactoria nitidez los límites exactos donde acaba la filosofía y empieza la ciencia. Muy al contrario, las fronteras entre ambas siempre han sido confusas además de cambiantes. Más aún: los más interesantes y decisivos asuntos de una y otra a menudo han surgido y se han debatido en esa incierta zona fronteriza, de manera que las principales figuras siempre han tenido un perfil mixto. Albert Einstein se reivindicó a sí mismo como filósofo antes que científico, mientras que su contemporáneo (y en un momento determinado competidor) Henri Bergson juzgaba que su trabajo se inscribía tanto en la ciencia como en la filosofía. Los dos son representativos de lo que en cada época ha sido la actividad intelectual de vanguardia.


3 Los primeros pasos del saber racional  

Empezando por el principio, Tales de Mileto es convencionalmente considerado como el primer filósofo de la tradición occidental. Una anécdota mil veces repetida lo hace objeto de la burla de una esclava tracia tras haber caído en un pozo “por estar mirando a las estrellas”. Aquí las estrellas se asimilan a las abstracciones metafísicas, mientras que Tales es identificado con el que se dedica a la especulación y pierde contacto con la realidad. Se soslaya el hecho de que Tales descubrió el primer teorema conocido de la geometría, fue pionero de la predicción astronómica y, además, supo hacerse rico porque anticipó una gran cosecha de aceituna y arrendó todos los molinos de aceite de la región antes de que el pronóstico se cumpliera. Por lo tanto, de no soslayar una u otra parte de la información disponible, con la misma justicia hay que considerar a Tales el primer metafísico, el primer matemático, el primer astrónomo y también el primero que usó un pronóstico científico para mejorar las condiciones materiales de vida.

Son muchas las propuestas que ayer y hoy se han formulado para separar la ciencia de la filosofía. La principal diferencia que hay entre ellas es que unas promueven la concepción unitaria del conocimiento (al menos del conocimiento racional) y otras aceptan que ciencia y filosofía son formas de conocer formalmente irreductibles entre sí. Podrían considerarse aparte las que afirman la existencia de una doble (o triple, etc.) verdad. La principal propuesta unitaria es la de Aristóteles (siglo IV a.C.). Para él, la filosofía designa todo el saber racional, dentro del cual habría una parte propedéutica sin contenido específico (la lógica) y tres partes sustantivas: la física, ocupada de cosas que cambian; la matemática, relativa a objetos inmóviles pero no separados (también podría decirse que considera lo que de invariable hay en lo que cambia); la filosofía primera (luego llamada metafísica), centrada en lo que a la vez es inmóvil y está separado (Aristóteles 1970, XI, 4, 1061). En medio de la proliferación caótica de teorías que generaron los griegos, la propuesta aristotélica se acabó imponiendo y prevaleció durante casi dos milenios, hasta los albores de la Edad Moderna. Con dos importantes excepciones: la matemática y la medicina.

Hay textos aristotélicos que indican que en su tiempo la matemática ya se había constituido como una ciencia separada. Así pues, el germen de la separación entre ciencia y filosofía está en el surgimiento de saberes especializados, esto es, capaces de delimitar un campo aparte de objetos y desarrollar un método adecuado para estudiarlos. En este caso la matemática se independizó como teoría de la cantidad (continua —la geometría— y discreta —la aritmética—). Los primeros matemáticos consideraban las cantidades tanto en abstracto (matemáticas puras) como en concreto (matemática aplicada: música, astronomía, óptica…). Precisamente la temprana existencia de matemática aplicada permitió evitar que la emancipación de esta ciencia implicara sin más la fragmentación de la filosofía. Aristóteles conocía y era amigo del matemático más destacado de su época, Eudoxo de Gnido, y buscó el acuerdo con las principales tesis de su modelo astronómico a través de la teoría de las esferas de compensación (Aristóteles 1970, XII, 9, 1073-4). Por consiguiente, la filosofía continuaba integrando todos los esfuerzos de la razón, aunque la matemática tuviese ciertamente autonomía para desarrollar sus puntos de vista y las aplicaciones que posibilitaban. En los siglos posteriores generó un cuerpo de doctrina cada vez mayor, de la mano de autores como Euclides o Arquímedes. La confluencia de ambas perspectivas (que un tanto anacrónicamente podríamos denominar matemática y metafísica) se situó en la física. Esta disciplina se vio sometida a tensiones crecientes, y a la larga era inevitable que en ella se produjeran las primeras grietas serias en el edificio unitario del saber.


4 La crisis ptolemaica  

El fenómeno tuvo lugar cuando en el siglo II d.C. se constituyó el modelo astronómico de esferas excéntricas, gracias al multisecular esfuerzo de matemáticos como Hiparco de Rodas y Claudio Ptolomeo. No había modo de conciliar esta teoría con la física aristotélica, de manera que la crisis del paradigma unitario del saber era inevitable. Se mitigó la catástrofe introduciendo una doctrina de la doble verdad: el matemático —en adelante desligado de la metafísica— perseguiría la verdad matemática, meramente aparente, mientras que el físico —que guardaba la continuidad con la metafísica— buscaría la verdad filosófica, que se postulaba como verdad profunda, verdad a secas, verdad sin más. La matemática aplicada ya no se consideraba que formara parte de la física, y los matemáticos pagaban como precio de su emancipación la irrelevancia teórica. Resulta increíble que una solución tan mala fuera aceptada y perviviera casi quince siglos. Es algo que solo se explica por la decadencia cultural del mundo antiguo tardío. Entre tanto, la medicina también había conseguido de facto su propia autonomía por obra de los hipocráticos y Galeno, aunque sin poner en un brete la cohesión interna de la filosofía.

Así se constituyeron tres grandes tradiciones de pensamiento racional que convivieron civilizadamente en las últimas escuelas de la Antigüedad y luego en las primeras universidades de la Edad Media (Shea 1983). El colapso se produjo cuando en el Renacimiento fueron recuperadas corrientes filosóficas que, como el pitagorismo y el platonismo, otorgaban a la matemática relevancia filosófica plena. Ello equivalía a deslegitimar a muy corto plazo la distinción entre matemática aplicada y física. Quien rompió el status quo fue Nicolás Copérnico (siglo XVI). En cambio Galileo Galilei (siglo XVII) fue el que sacó las oportunas consecuencias. Una interpretación equivocada le atribuye la pérdida del principio de la unidad del saber al que antiguos y medievales habrían permanecido fieles. Muy al contrario, lo que hizo el toscano fue arrancar la máscara que ocultaba la íntima división de la razón y promover la constitución de un genuino paradigma unitario, aunque fuera a costa de abandonar las doctrinas aristotélicas.


5 Intentos de reconstruir la unidad del saber en la modernidad. La propuesta cartesiana  

En cierto sentido es justo decir que Galileo fue más fiel a Aristóteles que los aristotélicos de su tiempo, puesto que estos habían sustituido el esquema tripartito inicial (física-matemáticas-metafísica) por otro dual (física-metafísica), dejando la matemática a un lado. Sin embargo, es cierto que criticó —y en definitiva desmanteló— la física del estagirita, con lo que planteó a la posteridad un desafío de primera magnitud. Aparte de haber preterido a la matemática, la física aristotélica incorporaba dos características que a la larga resultaron insostenibles: por un lado, la separación radical del mundo celeste y el sublunar; por otro, la distinción entre movimientos naturales y violentos. Junto a todo eso la escolástica estableció una distancia creciente entre las formas sustanciales (que explicarían la unidad e identidad de las sustancias) y las accidentales (las únicas que están a la vista). El resultado fue una física de cualidades ocultas, capaz de explicarlo todo a tiro pasado, y por el mismo motivo inservible para predecir nada nuevo. Su ruina era por todo ello segura. Lo único que hizo Galileo fue acortar la agonía.

René Descartes (siglo XVII) fue el primero en asumir tras la crisis del aristotelismo el desafío de recomponer el sistema de la razón. Firme partidario de la unidad del saber, intenta seriamente reintegrar la medicina dentro de un único árbol de las ciencias a través de una concepción mecanicista de la biología (iatromecanicismo). Gran geómetra él mismo, quiere devolver a la filosofía la dimensión matemática que la escolástica había dejado escapar, y procura reconstruir la física desde los cimientos. Pero invierte la secuencia propuesta por Aristóteles y pretende que la filosofía empiece por la metafísica en lugar de por la física. Además, otorga a la matemática un papel más formal que sustantivo: la eleva a la categoría de saber propedéutico en perjuicio de la lógica, pero prescinde de su carácter cuantitativo (esto es, de números y figuras) a fin de comunicar su rigor a todas las disciplinas. Los efectos de esos cambios fueron espectaculares al principio, pero a la larga resultaron devastadores.

La física cartesiana, en efecto, tuvo un éxito arrollador y le corresponde el mérito de haber puesto de moda el estudio de la naturaleza en la Modernidad. Pero su metafísica no suscitó adhesiones, sino encendidas controversias que atomizaron la filosofía. Además, la decisión de emplear la matemática más como modelo a imitar que como instrumento a usar, otorgó a la metafísica un sesgo apriorístico y le impuso la exigencia de una transparencia que estuvo lejos de poder alcanzar. Tampoco consiguió encontrar las evidencias que necesitaba para poder emular el rigor de la matemática. Al abordar la metafísica antes y no después de la física, no pudo beneficiarse de las aportaciones de esta, sino que la hipotecó con sus apriorismos. Por si fuera poco, la renuncia a introducir en filosofía procesos de medida y expresiones algebraicas malogró la mina de oro que había descubierto Galileo cuando postuló que la naturaleza es un libro escrito con caracteres matemáticos. En definitiva, la herencia de Descartes fue introducir la manzana de la discordia en la parte especulativa de la filosofía y un intuitivo —aunque meramente metafórico— mecanicismo en la física. Ni siquiera consiguió acoger la matemática ni en una ni en otra, por preferir transformarla en mathesis universalis, en lugar de utilizarla tal cual era.


6 El fracaso del cartesianismo. El paradigma newtoniano  

Los físicos cartesianos ya habían detectado las quiebras internas del sistema, de manera que con Henri du Roy y definitivamente con Huygens prescindieron de la metafísica y empezaron a construir desde la mecánica (Mouy 1981, 73-134). Con ellos se produce de hecho la ruptura de la unidad del saber, porque no tuvieron la pretensión de eliminar la metafísica, sino tan solo de liberarse de su tutela.

El apriorismo del racionalismo cartesiano fue rechazado en Inglaterra, donde siempre se había prestado especial atención a la experiencia. Francis Bacon intentó incluso configurar una epistemología en el que subordinaba a ella lo que razón y lógica aportan. Fue un intento fallido, entre otras razones porque no supo reconocer a la matemática el papel protagonista que su contemporáneo Galileo había reivindicado. Pero a la vez que autores como Hobbes y Locke criticaban la filosofía de Descartes, apareció un autor con quien la nueva ciencia conocería el despegue definitivo: Isaac Newton (Arana 2015, 94-118). No fue ni mucho menos una figura aislada: Harvey, Boyle, Barrow, Wren, Wallis, Gregory, Hooke, etc., forman un apretado grupo de hombres que en la Gran Bretaña del siglo XVII transformaron por completo el modo de ejercer la razón. En Newton todos los descubrimientos de los predecesores hallaron encaje como sillares de un edificio bien aparejado. Dio cumplida respuesta a los requerimientos galileanos porque, frente a Descartes, hizo de la matemática no tanto un ideal epistémico que la física debía emular, como el lenguaje adecuado para objetivar los contenidos aportados por la experiencia. Los conceptos de la física ya no se entenderán en lo sucesivo como ideas claras y distintas, sino como magnitudes susceptibles de medida e incorporables como variables a las ecuaciones algebraicas. Estas últimas van a constituir la quinta esencia de lo que la ciencia afirma acerca del mundo. La medida misma es un procedimiento empírico sujeto a las consiguientes imperfecciones. La elección de unas ecuaciones mejor que otras no deja de ser un expediente aventurado, sujeto a tanteos y arrepentimientos. Sin duda Newton magnifica las virtualidades de la inducción para consolidar unas teorías que no están sostenidas por ninguna evidencia incontrovertible. No obstante, aunque su propuesta fuera dudosa desde el punto de vista de la fundamentación, triunfó de todos modos, por varias razones.

La primera es que gracias al cálculo de fluxiones (simultáneamente descubierto por Leibniz como cálculo infinitesimal) otorgó a la matemática una flexibilidad y potencia sin igual para describir procesos graduales de cambio, que en una primera aproximación se encuentran por doquier en la naturaleza. La segunda es que, por motivos religiosos, Newton y sus contemporáneos estaban convencidos de que Dios había edificado la fábrica del universo de modo que fuera accesible al intelecto humano, incluso aunque este se guiara por ensayo y error. La tercera es que supo aprovechar las aportaciones de casi todos los matemáticos, físicos y astrónomos anteriores a él (muy en particular la obra de Kepler), en seguimiento de una consigna que no acuñó pero hizo suya, considerándose “como un enano subido a hombros de gigantes”. Así transformó la ciencia en una empresa colectiva transhistórica, en lugar de hacer de ella una actividad adánica que partía de cero una y otra vez, como ocurrió con la filosofía por culpa del nefasto ejemplo dado por Descartes.

En otras palabras, lo que Newton consiguió fue poner en pie una epistemología del riesgo, esto es, un modelo de conocimiento que no se apoya en la certeza, sino en la verdad, entendida como la aptitud que tiene la realidad para ser conocida, aunque no haya a priori mecanismos para garantizar el éxito de quien la busca (Arana 2012, 23-24). Hay riesgo porque no hay ideas innatas, intuiciones intelectuales, juicios sintéticos a priori ni en general ninguno de los mecanismos cognitivos que los filósofos han ideado para garantizar la verdad de un conocimiento antes de someterlo a la prueba de fuego de la experiencia. El hombre no tiene acceso a fuentes de conocimiento completamente seguras, porque la experiencia sólo suministra verdades particulares y contingentes, no conceptos ni principios de universal aplicación. Así pues, el que busca verdades nuevas y desconocidas ha de arriesgarse a conjeturar, basándose en la esperanza de que sus conjeturas y la verdad, entendida como propiedad intrínseca de las cosas, van a converger a corto o medio plazo, de manera que la certeza que no se da al principio puede no obstante alcanzarse poco a poco a través del diálogo que se establece entre una razón que codifica con exactitud sus propuestas (gracias a la matemática) y una experiencia que gana credibilidad a medida que se produce una acumulación suficiente de observaciones y experiencias. Hay pues, un trabajo teórico y otro experimental. Depende del momento y la circunstancia que la iniciativa corresponda a uno u otro, pero el éxito sólo se alcanza cuando se establece entre ellos una simbiosis afortunada.


7 Ciencia y filosofía en la Ilustración  

El forcejeo entre la física cartesiana y la newtoniana como aspirantes al paradigma de la nueva filosofía duró poco más de cincuenta años. La del francés dominaba en el continente europeo; la del inglés, en su propio país y poco a poco en otros lugares, como Holanda. El triunfo definitivo de Newton se produjo en parte por el esfuerzo propagandístico de filósofos ilustrados, como Voltaire, y en parte como resultado de las medidas para determinar la figura de la Tierra: frente al esferoide alargado por lo polos que propiciaba el cartesianismo, las mediciones de Maupertuis y otros en Laponia objetivaron el achatamiento pronosticado por Newton (Arana 1990). A partir de ahí la decadencia de la física cartesiana fue imparable. No se crea, sin embargo, que ello condujo de inmediato a la separación entre ciencia y filosofía. Como ya ha sido dicho, los físicos cartesianos se habían distanciado de la metafísica de Descartes. A su vez, Newton tampoco renegaba de la metafísica, aunque fue consciente de que en ese campo la matemática no resultaba aplicable como en la física. En cuanto filósofo profesaba un eclecticismo que combinaba el empirismo de Locke con un fideísmo extraído de su credo religioso. Ambos elementos forman una especie de protofísica de la que dan testimonio sus principios metodológicos (regulae philosophandi), sus definiciones y escolios. Además, la física de Newton se prolonga en una meta-física que sirve como apología de la religión (teología física), abundante y exitosamente desarrollada por sus discípulos Bentley, Clarke, Whinston, Derham, Ray, Craige, etc. (Arana 1999, 27-42). La teología física incorpora el punto de vista teleológico (causa final). En Aristóteles representaba la pieza maestra de la física (en especial de la biología), mientras que ahora sirve más bien como eje para engarzar física y metafísica.

El punto más débil de la síntesis newtoniana radica en lo artificial de la frontera entre sus dos partes: la metafísica sirve para aclarar los puntos que la física deja sin explicar. No obstante, el mismo Newton había abierto (en las Cuestiones que añadió al final de su Óptica) la perspectiva de un aumento de la potencia explicativa de la física en el porvenir. Dicho progreso tendría que ocurrir en detrimento de la teología física, lo cual explica las críticas de Leibniz, cuando le reprochó que utilizara el concepto de Dios para tapar los agujeros y grietas de su sistema (Leibniz y Clarke 1980). Cien años más tarde Pierre S. Laplace evidenció la justicia de este reproche.

El siglo XVII vio la definitiva maduración de lo que hoy se llama “ciencia moderna”. Mas no nació de la nada, sino de una matriz filosófica y al menos en un primer momento tampoco se separó de ella, sino que respondió a un anhelo de mayor integración entre las diferentes ramas del saber. Dos escuelas protagonizaron este alumbramiento. Las dos proponían situar la filosofía natural (todavía se llaman así las cátedras de física teórica en Inglaterra) en un contexto más amplio. Fue dicho contexto el que resultó problemático en ambos casos. En el cartesiano, la metafísica despertó un aluvión de críticas, e incluso en el ámbito francés pronto fue relegada por la de Malebranche. En el newtoniano, la teología física quiso ser la prolongación lógica de la ciencia, pero en realidad tenía poco que ver con la física newtoniana propiamente dicha. Por eso se fue alejando del desarrollo de la mecánica durante la Ilustración que protagonizaron Euler, Clairaut, d’Alembert y Lagrange. A lo largo del siglo XVIII bascula ostensiblemente hacia la historia natural, tendencia que domina en el siglo XIX hasta que choca con la biología de Darwin. En resumidas cuentas, tanto Descartes como Newton propusieron asociar físicas potentes a metafísicas controvertidas o frágiles. El único autor que estuvo en condiciones de presentar una alternativa válida para evitar la ruptura de la unidad del conocimiento fue Gottfried Leibniz (siglo XVII-XVIII).


8 Una alternativa fallida: Leibniz  

Hay consenso en aceptar que Leibniz poseyó la última mente capaz de dominar el saber de su época. No solo estaba al tanto de todos los frentes, sino que hizo contribuciones originales de primera magnitud en campos tan diversos como la matemática, física, química, filología, lingüística comparada, historia, paleografía y diplomática, biblioteconomía, construcción de artefactos, ingeniería de minas, jurisprudencia, lógica formal, teología, eclesiología, paleontología, geología y relaciones internacionales. A diferencia de lo que ocurre con sus rivales, hay un equilibrio notorio en su aptitud y realizaciones como físico, matemático y metafísico. ¿Por qué entonces no consiguió parecida aceptación e influjo? Por varios motivos (Arana 2015, 119-146): Mientras que el honor nacional francés quedó empeñado en Descartes, y el inglés en Newton, Leibniz tenía un perfil más cosmopolita y —como suele ser habitual— quedó oscurecido por su falta de partidismo. Por otro lado, su modelo teórico resultó demasiado complejo e inasequible para los coetáneos y la posteridad. La opción de incorporar la clave infinitista al núcleo de su filosofía tampoco le favoreció, porque el nuevo cálculo resultó inasequible para el público en general. La riqueza de su genio provocó una indudable dispersión, de manera que no supo sistematizar los descubrimientos e invenciones que había realizado. La acumulación progresiva convirtió en un laberinto inabarcable la suma de los conocimientos humanos, de forma que la unidad del saber se convirtió en un ideal lejano y falto de aliciente inmediato. La marea de la historia apuntaba más a la diversificación que a su síntesis. Era la hora del especialista. En lo sucesivo, la coordinación de saberes se gestionaría con propósitos más pragmáticos y menor ambición teórica. Es revelador que la expresión paradigmática de la unidad del saber en el siglo XVIII fuera la Enciclopedia de d’Alembert y Diderot, redactada por un variopinto grupo de colaboradores y sin otro orden que el alfabético (Venturi 1980).

Todavía Christian Wolff (siglo XVIII) —seguidor más que discípulo de Leibniz— efectuó una laboriosa sistematización de todas las ciencias (Arana 2015, 147-168). Pero él ya no era un genio creativo, sino tan solo un esforzado recopilador. Su proyecto aunaba ideas típicas del racionalismo moderno con un esencialismo inspirado en Suárez y la escolástica jesuítica. Algunos miembros de esta orden recuperaron la metafísica aristotélica dándole un aire más especulativo y menos empirista del que había tenido en el fundador de la corriente. Estos tardíos representantes de la escuela no intentaron reconstruir desde abajo el sistema, comenzando por una nueva física depurada de las tesis descartadas por el avance del saber. Más bien trataron de reformular la metafísica para que ya no dependiese como antes del conocimiento empírico de la naturaleza, lo que le dio un aire apriorístico. O como alternativa buscaron apoyo en una física poco elaborada construida a partir de la experiencia cotidiana, sin la sofisticación experimental y formal de la nueva ciencia. En todo caso se buscaba después y a tiro pasado el reencuentro con la investigación contemporánea, tratando de conciliar sus principios con los teoremas de la metafísica, o si tal cosa no era factible, limando al menos las diferencias. En cierto modo estos filósofos aceptaban la separación entre ciencia y filosofía como un hecho consumado y se conformaban con paliar sus efectos.

Con la Ilustración el fervor metafísico de los filósofos más representativos e influyentes decae visiblemente. Estos filósofos aceptan la física newtoniana como el nuevo saber por excelencia (pasando por alto sus prolongaciones físico-teológicas), y tratan de darle cobertura filosófica desde la reflexión ético-práctica antes que desde la escuetamente teórica. Sin embargo, la gran mayoría de los estudiosos de matemáticas y ciencias naturales rechazaron el radicalismo de los philosophes y prefirieron seguir fieles a fórmulas más tradicionales de armonización del saber, cuando no se atuvieron a sus respectivas especialidades sin plantearse cuestiones de fondo (Arana 1999, 43-70). En todo caso, la nueva ciencia encontró asiento principalmente en algunas universidades de nuevo cuño (como las holandesas) y sobre todo en las academias (Royal Society de Londres, Académie des Sciences de París, Académie des Sciences et Belles-Lettres de Berlín, Académie des Sciences de San Petersburgo). Salvo la de Berlín, procuraron todas ellas distanciarse de la filosofía especulativa, sobre todo como forma de evitar discusiones a las que no se veía término, o para no involucrarse en contenciosos político-religiosos.


9 Kant y la ruptura de la unidad del saber  

Ahora bien, la separación explícita y oficial de ciencia y filosofía fue algo con lo que poco tuvieron que ver los en adelante llamados “científicos”, ni individual ni colectivamente. La responsabilidad más directa corresponde al más ilustre filósofo del siglo XVIII, Immanuel Kant (Arana 2015, 200-242). Bien a su pesar en realidad, porque el joven Kant es un devoto del paradigma unitario. Sus primeros trabajos son de tema cosmológico. Muchos intérpretes consideran que trató de aunar la física de Newton con la metafísica leibno-wolffiana, hasta que la lectura de Hume le desengañó de que tal cosa fuera factible. Sin embargo, lo cierto es que Kant conoce a Newton a través de exposiciones wolffianas, esto es, solo tiene acceso a una versión racionalista de la física y siempre la aceptará como buena. Cuando pierde la fe en la metafísica especulativa intenta desarrollar una nueva metafísica “newtoniana” como prolongación de la imagen (racionalista) que tiene de su filosofía natural. Más tarde se da cuenta de que tampoco es viable, por no haber modo de matematizar los conceptos de la metafísica, ni de enlazarlos con la experiencia. Entonces opta por renunciar a una metafísica con pretensiones teóricas propias y la reorienta para asentar el rigor que cree debe tener la física. Sin darse cuenta de que Newton ha practicado una epistemología del riesgo, quiere llevar a cabo una fundamentación apriorística de la ciencia. Es lo que intenta preparar en la Crítica de la razón pura (1781) y consumar en los Principios metafísicos de la ciencia natural (1786). En otras palabras, Kant propone convertir la filosofía teórica en una reflexión sobre el conocimiento, cuyo resultado es que sólo la matemática y la ciencia natural poseen contenido propio, al que debe renunciar la filosofía para ceñirse a funciones críticas y propedéuticas.

Kant fracasó en la tarea de convencer a los filósofos para que reorientaran su actividad como él quería, aunque más tarde la escuela neokantiana siguió intentándolo infructuosamente. Tampoco logró que se diera por buena su “fundamentación” de la ciencia natural. Pero sí convenció a casi todos de que ciencia y filosofía eran cosas muy diferentes. Muchos sacaron la conclusión de que la ciencia es la única que genera y amplía el conocimiento, mientras la filosofía debe procurar secundarla para dar mayor consistencia a su empeño: el positivismo del siglo XIX, el neopositivismo del siglo XX y buena parte de la filosofía analítica han seguido esta orientación. Otros pensaron que había que efectuar una división salomónica, otorgando a la ciencia competencia exclusiva para el estudio de la naturaleza y reservando a la filosofía lo específicamente humano, la cultura o el espíritu. Los que siguieron este criterio se encontraron con la dificultad de definir hasta dónde llega exactamente lo “natural”, al tiempo que chocaban con la imposibilidad de que la filosofía obtuviese consensos duraderos en los asuntos de su presunta incumbencia. Se benefició de ello el materialismo científico y luego del naturalismo en todas sus formas, corrientes que propugnaban y todavía propugnan la disolución de la filosofía en una versión ampliada de la ciencia natural. Hubo, finalmente, quien rechazó la propuesta kantiana y trató de conseguir una filosofía omnicomprensiva en gran estilo, eso sí, a espaldas de —cuando no en franca contraposición a— la nueva ciencia. La filosofía romántica de Fichte, Schelling, Hegel y muchos otros fue de alguna manera el canto de cisne de la era iniciada por Descartes. Sus representantes procuraron edificar la unidad del conocimiento a partir y alrededor de la metafísica. Ellos no buscaban, como los neoaristotélicos o los ilustrados, el encuentro con la ciencia físico-matemática: preferían negarla o bien subyugarla. Pero su vuelo resultó muy corto y a la vuelta de veinte o treinta años se vieron obligados a ceder el campo al adversario. La filosofía especulativa derivó de la mano de Schopenhauer hacia el pesimismo nihilista, o de la de Nietzsche hacia la filosofía de la sospecha y la inversión de los valores. Por lo demás, bastantes quisieron reinventar la filosofía por la vía de la especialización, buscando credibilidad a base de recortar a la baja sus competencias y encontrando procedimientos y protocolos de actuación exclusivos. Esa tendencia ha perdurado hasta la actualidad y —cuando ha tenido éxito— ha dado lugar a nuevas ciencias positivas que pronto renunciaron al marchamo filosófico. Los que fueron fieles a él no retuvieron la curiosidad universal que caracterizó a la filosofía en sus mejores épocas, pero mantuvieron con intransigencia la exigencia de que fuera una ciencia estricta (Husserl), aunque ninguna ciencia de las que se ocupan del mundo real lo es. Otro rasgo típico de la filosofía postkantiana es la obsesión por retornar al origen prístino del saber y condenar como equivocada o insuficiente toda la tradición de pensamiento occidental (Heidegger). Por supuesto, en una gran cantidad de casos se ha predicado el abandono definitivo de cualquier paradigma unitario, el elogio de la diferencia, el olvido de la razón, la apertura a la sabiduría oriental o cualquier otra forma alternativa de discurso verborreico o mudo misticismo. A estas alturas de la historia, la filosofía se ha convertido en una de las nociones más equívocas y delicuescentes que se manejan en el mundo de la cultura (Arana 2012, 42-48).


10 La ciencia como reina de la cultura decimonónica  

¿Y cuál fue la actitud de los científicos una vez que se hizo firme su divorcio de los filósofos? La gran ventaja que tuvieron respecto de ellos es que no estaban afectados por una problemática búsqueda de la propia identidad. Mientras la filosofía ha pasado por mil revoluciones a la ciencia la bastó solo una —la que empezó Copérnico y culminó Newton— para tener claro cómo proceder (Arana 1989, 17-35). Mientras el estudio de la naturaleza proporcionó un caudal suficiente de nuevos descubrimientos fácilmente accesibles, los hombres de ciencia estuvieron satisfechos. Desde esta perspectiva el siglo XIX fue una auténtica edad de oro. William Thomson, ennoblecido como Lord Kelvin por sus aportaciones teóricas, enriquecido a través de las patentes generadas por sus innovaciones prácticas, respetado por todos como sacerdote y profeta de una humanidad redimida por la ciencia, personifica esta mitificación de la ciencia, en la que entonces se veía una fuente inagotable de salud, paz y prosperidad (más tarde —y con simétrica injusticia— ha sido valorada como destructora del hombre y del medio ambiente). En cuanto a los filósofos, los científicos mostraron condescendencia con los que les eran propicios y despego frente a los demás: von Helmholtz, por ejemplo, proclamó que Kant merecía ser tenido en cuenta, pero el discurso hegeliano estaba totalmente desprovisto de sentido (Helmholtz 1966, 14). Una vez que se vieron en una posición de fuerza, al abrigo de cualquier intento de mediatización, ya no se preocuparon mucho de unos ni otros. Hay que tener presente que una amplia mayoría de hombres de ciencia mantenían posiciones ideológicas y religiosas conservadoras, y que heredaron del siglo anterior la desconfianza hacia el radicalismo filosófico. A medida que avanzó la descristianización de la sociedad y los embates revolucionarios deterioraron el viejo orden político, algunos científicos de gran altura —y muchos de media o baja— se sintieron llamados a ocupar el vacío resultante y optaron por alguna de las fórmulas filosóficas más prometedoras a tal fin (materialismo científico, positivismo, ingeniería o darwinismo sociales).

A finales del XIX, y como resaca de los triunfos arrolladores obtenidos por la ciencia, empezó a difundirse un vago malestar entre sus cultivadores. Se tenía la impresión de que los grandes descubrimientos empezaban a escasear, y que la ciencia muy probablemente iba a morir de éxito. El físico Albert Michelson llegó a pronosticar que en el siglo XX los científicos se tendrían que conformar con sacar decimales al valor de las constantes físicas. Estaba, pronto se vio, completamente equivocado, puesto que a partir de la década de 1890 se produjo un auténtico torrente de descubrimientos empíricos, que abrieron las puertas de acceso, antes infranqueables, al universo lejano y al mundo subatómico. Sin embargo, no estaba tan descaminada la incomodidad reinante porque, en el esquema teórico que gracias a Newton y Maxwell se había conseguido completar, había algunas viejas piezas que no encajaban y otras nuevas que tampoco encontraban acomodo. Las dos célebres “nubecillas” que anunciara Kelvin en una optimista conferencia del año 1900 (Thomson 1904) crecieron y se ennegrecieron hasta oscurecer todo el firmamento. Fue entonces cuando los científicos notaron como una pérdida su orfandad filosófica. Muy pronto la crisis de fundamentos se extendió por las más importantes provincias de la ciencia.


11 La crisis de 1900  

Mucho se ha hablado en círculos poco informados de esta crisis, confundiéndola con el derrumbe de las desmesuradas esperanzas puestas en la ciencia que tuvo lugar 15 ó 20 años después, cuando la primera guerra mundial demostró el enorme poder de muerte y desolación que el conocimiento científico mal orientado puede desencadenar. Lo cierto es que, en lugar de iniciar una etapa de declive, la crisis de fin de siglo lo fue más bien de crecimiento, puesto que la primera mitad del XX ha conocido una auténtica avalancha de descubrimientos, tanto teóricos como experimentales. Visto desde una perspectiva filosófica, lo más admirable de todo es la decisión con que los grandes hombres de ciencia afrontaron el problema de fondo y supieron replantear las bases de su trabajo. Si aplicamos el criterio de que científico es lo que se atiene a un determinado objeto y método, y filosófico lo que trasciende las fronteras reconocidas, entonces no cabe duda de que lo que hicieron Albert Einstein, Max Planck, Niels Bohr y tantos otros fueros prestaciones netamente filosóficas. Esto no suponía una rigurosa novedad, puesto que ningún científico creador aceptó en su momento el reparto de papeles que Kant, Comte o cualquier otro propusieron. Es significativo que los mejores filósofos de la ciencia de la transición del siglo XIX al XX no fueron filósofos, sino científicos como Ostwaldt, Mach, Duhem o Poincaré. Y es comprensible, porque cuando se hace abstracción de los contenidos no se llega demasiado lejos en la valoración de lo que la ciencia es y pretende. Un investigador que se conforme con aplicar el “método” científico en cualquiera de sus versiones no será capaz de adentrarse en terreno desconocido ni acertará a diagnosticar por qué estrategias de investigación que tanto frutos dieron en el pasado han dejado de hacerlo. Es el momento en que conviene problematizar lo que nadie cuestiona, como hizo Einstein con las nociones de espacio, tiempo y masa; Planck, con la de la ley de continuidad; Bohr, incluso con el propio principio causal. Sólo así es posible salir del atolladero. Si por un momento aceptamos la distinción que hace Kuhn entre ciencia normal y ciencia revolucionaria, es cierto que para practicar la primera no hace falta ser filósofo, pero para alumbrar la segunda resulta absolutamente indispensable.

Resulta en definitiva que la separación entre ciencia y filosofía casi fue letal para la filosofía, pero tampoco fue nada buena para la ciencia. Cierto que incluso en pleno siglo XIX la mayoría de los investigadores tenían algo de lo uno y de lo otro, pero a modo de mezcla poco ligada con una filosofía o una ciencia elegidas ad hoc para suplementar la ciencia o la filosofía que constituía el centro de gravedad de cada cual. Los prioritariamente filósofos no supieron ir más allá de este insatisfactorio expediente. Puede uno cerciorarse leyendo libros como La voluntad en la naturaleza de Schopenhauer, Dialéctica de la naturaleza de Engels o La energía espiritual de Bergson. Tampoco los prioritariamente científicos fueron mucho más allá en los tiempos de fáciles cosechas, pero en cuanto las cosas se pusieron difíciles se mostraron capaces de cambiar de tesitura y realizar lo que probablemente haya sido el mejor trabajo filosófico llevado a cabo en todo el siglo XX.


12 El diálogo ciencia-filosofía en el siglo XX  

Los juicios que acaban de ser expuestos requieren una aclaración sobre qué significa ciencia por un lado y filosofía por otro, más allá de ser meras adscripciones sociológicas, como implícitamente ha venido haciéndose hasta ahora. Aunque sea un tópico, es cierto que casi hay tantas definiciones de filosofía como filósofos, pero si alguna conserva vigencia más allá de modas y sectas, es sin duda la que dio Sócrates: amor al conocimiento, a la sabiduría, sin condiciones ni cortapisas. Claro está que esa caracterización cuadra de alguna manera con todos los hombres, aunque los más ejerzan como tales de un modo fugaz y superficial. Sin embargo, los científicos lo son con mayor propiedad; al menos los que no se resignan a transitar por caminos trillados y saben en un momento dado plantar cara a lo desconocido con ánimo de desvelarlo. Ser científico-filósofo equivale a definir unas prioridades, acatar una disciplina temática, aprender técnicas de investigación que luego no se pueden aplicar indiscriminadamente. El filósofo-filósofo no tiene por qué quedar condicionado por estrategias que particularizarían su interés, pero tampoco será filósofo si piensa que todo lo científico le es ajeno. La interdisciplinariedad representa, a estas alturas de la historia y la cultura, la clave esencial del trabajo filosófico. En una medida apenas menor también lo es del trabajo científico de gran estilo. Hay en este sentido ejemplos muy hermosos que abundaron a partir de los años treinta, cuando los Gamow, Lemaître, Delbrück, Heitler, London, Pauling, Crick, etc. transvasaron a otros campos los decisivos descubrimientos que se habían efectuado en el campo de la física y así comunicaron un impulso imparable a ciencias tales como la cosmología, la química o la biología molecular. La propia biología evolucionista, desde que fue iniciada por Darwin hasta hoy mismo, solo ha sido posible mediante el diálogo entre disciplinas muy diversas y gracias a continuas fecundaciones cruzadas entre ellas. Lo cual también es un trabajo netamente filosófico, que debería ser atendido y emulado por los que hacen de la filosofía su primera dedicación.


13 ¿Y el siglo XXI?  

Apena, en este sentido, ver cómo muchos filósofos profesionales (adjetivo poco coherente con ese sustantivo, por cierto) siguen aferrados a la estéril búsqueda de certezas apodícticas, precisiones unívocas y verdades aprióricas, como tan equivocadamente propugnaron Descartes y Kant. También es de lamentar que se empeñen en crear cotos cerrados, sectas esotéricas, jergas ininteligibles y desdeñen las grandes preguntas que cimentaron no la gloria, pero sí la dignidad de su trabajo. Ciertamente la tradición aristotélica, que sigue viva, debería dar ejemplo en seguimiento de su fundador y potenciar al máximo la transversalidad en el mundo del conocimiento. Sorprende desagradablemente que a veces se haga cómplice de los peores hábitos de la filosofía especulativa tardomoderna. La obra de Jacques Maritain Los grados del saber puede servir de muestra de cómo no hacer justicia a lo que de filosófico hay en la ciencia (Maritain 1968). Es algo que se manifiesta en su pretensión de desdoblar la vieja física aristotélica en un grupo de ciencias experimentales de tipo “empirio-esquemático”, un segundo grupo de ciencias físico-matemáticas “empirio-métricas” y, por fin, una genuina filosofía de la naturaleza, todo ello dentro del consabido primer grado de abstracción (Maritain 1967, 134-137).

Pero también los científicos, sin exceptuar los más grandes, tienen bastante que mejorar en el terreno de las relaciones ciencia-filosofía. El gran nivel que se alcanzó cuando se desarrollaron la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica decayó más tarde. Cansados de tanta discusión filosófica, figuras claves como Feynman o Dyson dieron a la física de altas energías en la postguerra un giro más pragmático y despreocupado. Eso, junto con la dificultad creciente para alcanzar los niveles energéticos donde son de esperar fenómenos novedosos y el gigantismo de las instalaciones científicas ha producido un notorio estancamiento en física de partículas, con la teoría de supercuerdas como posible callejón sin salida. Figuras prestigiosas, como Lee Smolin, han llamado recientemente la atención sobre la actual coyuntura y aconsejado una vuelta al estilo más filosofante de la física del primer tercio del siglo XX (Smolin 2007, 9-30). Hay disciplinas, como la astrofísica, la biología molecular y la neurociencia que todavía cuentan con un fluido caudal de nuevos datos, a pesar de lo cual el peligro de un estancamiento quizá no demasiado lejano empieza a insinuarse, incluso en disciplinas en auge, como las teorías de complejidad o la nanociencia (Horgan 1998). Pero lo más preocupante de todo no es la filosofía que practican los científicos cuando hacen ciencia, sino cuando dejan de hacerlo. Muchos de ellos han irrumpido en predios ajenos a sus especialidades y se han lanzado a exponer concepciones omnicomprensivas, sin rehuir temas tan alejados de lo “suyo”, como la antropología, la ética, la política o la religión. Y es muy bueno que lo hagan, porque la filosofía es algo demasiado importante para dejarla en manos de los filósofos profesionales. Pero no es una tarea que se pueda abordar frívolamente, tras la jubilación, cuando uno no se siente ya capaz de hacer ciencia “en serio”, sin tomarse la molestia de documentarse, improvisando generalidades y extrapolando sin el menor tiento. En algunos casos hay además un inconfesable afán de lucro, ya que los libros para el gran público de los más conocidos hombres de ciencia rinden derechos de autor millonarios y movilizan agencias literarias, operaciones de imagen e incluso trabajo mercenario. Hay casos muy representativos de cómo hacer bien las cosas y otros, en cambio, rematadamente mal.


14 Conclusión  

Habrá quien, en el supuesto de que dé por bueno el panorama presentado, extraiga de él conclusiones pesimistas. En realidad, lo que la historia muestra es un vaivén en el que repetidamente la humanidad ha oscilado entre la unidad y la fragmentación, un poco como según Empédocles en el mundo prevalecen alternativamente las fuerzas de la amistad y el odio. Lo que sin duda hay en el universo es diferencias, pero también identidad y coordinación. No es obligado ejercer opciones excluyentes. Una epistemología del rigor, a la que durante demasiado tiempo ha sucumbido la filosofía moderna, es la que conduce a planteamientos intransigentes, que al final siempre llevan a ningún sitio. Desde una epistemología del riesgo cabe hacer una apuesta por la unidad que no niegue ni esconda las diferencias, sino que imprima a la verdad única que se busca un sesgo teleológico muy conveniente: la unidad del conocimiento con la que tantos soñaron está o estará al final, como punto de fuga al que asintóticamente irán acercándose científicos y filósofos. La integración del saber gira sobre un eje que tiene dos puntos de apoyo: la unidad de la razón humana y la unidad de la verdad. Ambas deben ser aceptadas a título de supuestos, aunque supuestos necesarios. Decía Descartes que el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, puesto que nadie se queja de la dosis que le ha tocado en suerte. Es innecesario prohibir que haya quien posea facultades cognitivas insólitas, experiencias extraordinarias o revelaciones privadas. Pero la inmensa mayoría solo cuenta con órganos sensoriales para percibir lo externo, autoconciencia para mirar hacia dentro y capacidad para convencerse que dos más dos es igual a cuatro. No hace falta más para llegar a todo lo sustancial que han descubierto tanto la ciencia como la filosofía al cabo de dos o tres mil años. El hecho de que las ciencias filosóficas y últimamente también las ciencias positivas se hayan desperdigado y no encuentren consensos es —hoy como ayer— un hecho, pero no un derecho. De ahí que siempre surgirá quien no se resigne a él, y vuelva una vez más a reemprender la tarea de recomponer el jarrón tantas veces roto. Con más frecuencia de lo que a primera vista parece, ocurre que a veces los hijos son más juiciosos que sus padres. Vástagos de estirpes que se juraron odio eterno, escuchan la llamada del amor como si fuera el primer día de la creación. El caudal de conocimientos es tan enorme que nadie puede ni siquiera recorrer los de una sola ciencia (paradoja de Ulam). El catálogo de alternativas teóricas para resolver preguntas importantes descorazona a cualquiera que lo examine. Eppur… nadie que empiece a caminar en el ámbito del conocimiento científico o filosófico dejará de aspirar a la unidad, al menos hasta que pierda la inocencia como investigador. Será entonces y no antes cuando se equivoque.


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16 Cómo Citar  

Arana, Juan. 2016. "Evolución histórica de la relación ciencia-filosofía". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Evolución_histórica_de_la_relación_ciencia-filosofía


17 Derechos de autor  

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