Principio antrópico

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'''''Principio Antrópico'''''

''' '''

'''            '''Se
trata de una expresión acuñada por el astrónomo Brandon Carter en 1974. El
enunciado general de ese principio dice que “lo que podemos esperar observar
tiene que estar limitado por las condiciones necesarias para nuestra presencia
como observadores” (Carter 1974, 291). En términos más explícitos, el principio
sostiene que todas las constantes de las que depende la estructura y el
dinamismo del universo solo pueden adoptar valores extremadamente acotados por
la circunstancia de que existe el hombre. Lo que este principio pretende
enfatizar es el hecho de que la existencia humana requiere condiciones físicas
tan rigurosas que, a partir de ella, es posible inferir con alto grado de
especificidad y precisión las características de un universo capaz de acoger a
nuestra especie.

Si bien se trata de un término
propio del lenguaje de la cosmología, la discusión subsecuente involucró al
poco tiempo a los representantes de la filosofía y de la teología, ya que las
repercusiones en esos campos son obvias y muy poderosas. En esta exposición se
mencionarán, en primer lugar, los antecedentes históricos y algunos desarrollos
significativos acerca del tema. En segundo lugar se pasará revista a los
principales indicios empíricos que dan sustento al principio antrópico.
Finalmente se ofrecerán las claves fundamentales para una interpretación
sapiencial de la cuestión, bajo un abordaje de sus aspectos filosóficos y
teológicos.

<!--[if !supportLists]-->'''1.      '''<!--[endif]-->'''Antecedentes'''

''' '''

En esta sección se ofrecerá una reseña de las etapas
recorridas en el ámbito científico hasta llegar al enunciado del principio
antrópico (en adelante PA), haciendo foco especialmente en los aportes del
siglo XX.

''' '''

<!--[if !supportLists]-->'''1.1  '''<!--[endif]-->'''El principio cosmológico'''

''' '''

'''            '''En sus
orígenes, el conocimiento científico se desenvolvió bajo una impronta
fuertemente condicionada por el supuesto de la centralidad del hombre en el universo.
Así, por ejemplo, la geometría se basaba en la concepción del espacio según la
escala y configuración propias de lo circundante (de ahí el origen del término:
“medida de la tierra”). Igualmente se asumía que todo cuanto existía se hallaba
al alcance de la percepción humana. En tal sentido, la teoría de los cuatro
elementos indicaba que los últimos constitutivos materiales (tierra, agua, aire
y fuego) eran directamente identificables con cualidades táctiles (temperatura
y humedad) y no se concebía un orden de realidad microscópico. En el otro
extremo, el mundo no se extendía más allá de la región de las estrellas
visibles. Además, la presunta inmutabilidad de los astros y de las especies
vivientes se juzgaba de acuerdo al patrón de duración de la vida humana. Pero
sin duda el rasgo más representativo de este sesgo es la concepción geocéntrica
de la astronomía, según la cual el planeta Tierra, morada del género humano,
yace inmóvil en el centro del universo, mientras los demás cuerpos celestes
describen sus órbitas alrededor de él. Esta visión encontró un apoyo natural en
la cultura medieval cristiana, donde el hombre era considerado, a la luz de la
revelación divina, como imagen y semejanza de Dios y administrador de toda la
creación (''Gén. ''I, 26-30).

La revolución científica, desplegada
a lo largo de los siglos XVI  y XVII,
modificó radicalmente este enfoque. El modelo copernicano desplaza a la Tierra
del centro y la ubica como un planeta más girando en torno al Sol. La geometría
analítica y el cálculo infinitesimal abren nuevos rumbos en la matemática más
allá de lo intuitivo. El microscopio y el telescopio ensanchan el campo de
observación de la naturaleza prolongando el alcance directo de los sentidos.
Por último, ya en el siglo XIX, los aportes de la geología, la termodinámica
aplicada a los procesos energéticos de las estrellas y la teoría darwiniana de
la selección natural, terminan de configurar un paradigma donde el hombre aparece
como un producto más de la evolución cósmica, y queda completamente destituido
de todos sus privilegios como observador y en relación al resto del universo.
Para describir esta mirada contraria a la perspectiva antropocéntrica se ha
introducido la expresión “principio copernicano” (Bondi 1950, 12; Velázquez
Fernández 2005, 82-86).

En
1917 Albert Einstein presentó en la Academia de Ciencias de Berlín su memoria
titulada ''Consideraciones cosmológicas sobre la teoría de la relatividad
general'' (Einstein 1917).
Este acontecimiento es considerado por casi todos los autores como inaugural de
la nueva cosmología. Esta disciplina, tan peculiar y ambiciosa por su objeto y
sus alcances, llegó a su madurez gracias al considerable refinamiento de las
técnicas de observación y a la audacia de las teorías físico-matemáticas de
principios del siglo pasado.

A
medida que se iban desplegando las investigaciones en este nuevo campo se
conformó una estrategia metodológica en continuidad con el principio
copernicano, al que se le dio una formulación mucho más general y explícita.
Surgió así el denominado “principio cosmológico”, que establecía que no existen
puntos de observación privilegiados en el universo, sino que desde cualquier
ubicación es posible determinar el aspecto general y las leyes que lo
gobiernan. Dejando de lado las variaciones a escala local, el universo en su
conjunto es considerado perfectamente homogéneo e isotrópico (llamamos
isotropía a la cualidad por la que el universo ostenta el mismo aspecto en
cualquier dirección hacia la cual se observe). Inclusive en la perspectiva de
un modelo de universo en expansión se puede afirmar que los valores de la
velocidad de recesión de las galaxias son iguales desde cualquier punto de
medición. De esta manera se desvanece todo resabio de antropocentrismo en
beneficio de una absoluta “objetividad” en la descripción del cosmos.

El
principio cosmológico fue asimilado como un logro de madurez para la joven
cosmología. Sin embargo, en el seno de esta ciencia ya empezaba a incubarse un
enfoque alternativo, que podría describirse incluso como anti-copernicano. El
siguiente apartado permite conectar esa nueva perspectiva con el PA.

<!--[if !supportLists]-->'''1.2 
'''<!--[endif]-->'''Especulaciones precursoras del
PA'''



Uno de
los temas que atrajo la atención de los científicos fue el de las relaciones
matemáticas simples entre los valores de las constantes físicas fundamentales. Arthur
Eddington encontró varias fórmulas que conectan los valores de la constante de
Planck, la velocidad de la luz, la constante de gravitación universal, la masa
del electrón y del protón, la constante de Hubble y el radio y densidad media
del universo. Todas esas fórmulas convergen en torno al valor 10<sup>40</sup> y
sus potencias (Eddington 1923).

Paul Dirac
continuó con estas especulaciones dándole forma a una suerte de principio que sostiene
que “dos cualesquiera de los grandes números sin dimensión (del orden de 10<sup>39</sup>
y 10<sup>78</sup>) que tienen lugar en la naturaleza están conectados por una
relación matemática simple cuyos coeficientes son del orden de magnitud unidad”
(es decir valores enteros menores que 10) (Dirac 1937). Se lo podría considerar
una suerte de “principio de exclusión”, según el cual el cociente que se
obtiene entre dos cualesquiera de aquellas fórmulas que integran las diversas
constantes de la naturaleza no puede arrojar valores alejados de la unidad. Entre
las consecuencias de dicho principio estarían, por una parte, la hipótesis de
una variación temporal de la constante gravitatoria (que dejaría de ser
constante), y por otra el apoyo al modelo de universo estacionario.



Por su
parte, Fred Hoyle presentó varios trabajos en relación a los parámetros astrofísicos
de tiempo necesarios para la formación de los elementos pesados en el núcleo de
las estrellas. Su conclusión es que solo cuando dichos parámetros se definen
bajo valores muy precisos puede desenvolverse la química estelar que permite la
diseminación y recombinación de los elementos precursores de las estructuras
vivientes (Barrow y Tipler 1986, 250-255; Ambrose 2011).

Estas
insinuantes conjeturas, que comienzan a considerar seriamente la relevancia del
hombre en el devenir cósmico, llegaron a su primera formulación rigurosa en un
brevísimo pero trascendente artículo de Robert Dicke (Dicke 1961; Ambrose 2011).
En él se sostiene que el valor de la edad del universo en las ecuaciones
planteadas por Eddington y Dirac no puede diferir significativamente del que
tiene ahora, pues de lo contrario no hubiera podido existir ningún ser humano
para poder apreciarlo. Vale decir que la edad del universo actual está acotada
entre un mínimo, en relación con el tiempo necesario para producir núcleos
pesados indispensables para la vida, como el carbono, en las estrellas. A su
vez, habrá un valor máximo, dictado por la supervivencia de aquellas estrellas
aptas para albergar un planeta capaz de ser habitado por el hombre (en efecto,
no todas las clases de estrellas poseen el tipo de actividad indicado para el
nivel, regularidad y constancia del flujo de radiaciones que la vida necesita).

En
1973 apareció un llamativo trabajo de Collins y Hawking que plantea el problema
de la isotropía del universo (Collins y Hawking 1973). Esta propiedad
sospechada a partir del perfeccionamiento de la investigación telescópica desde
el siglo XIX sirvió de base para la formulación del principio cosmológico que
ya hemos citado. A su vez tuvo una espectacular confirmación en el hallazgo de
la radiación de fondo, cuyo valor de 2,7º K se reveló sorprendentemente
uniforme. El problema que surge aquí es que dicha isotropía no parecía tener
una explicación satisfactoria.

Entre
las condiciones iniciales a considerar, la que exhibe una peculiar sensibilidad
a los efectos de la isotropía es la velocidad de expansión. A ello debe añadirse
el hecho de que el universo no es actualmente homogéneo, sino que deben ser
posibles niveles de concentración de materia capaces de engendrar sistemas
galácticos, estrellas y planetas. Además, cualquier modelo cosmológico, aun
cuando alcance transitoriamente un estado de isotropía, tiende inexorablemente
a volverse no isotrópico. Ante semejantes dificultades, los autores acaban por
reconocer la posibilidad de aplicar un criterio según el cual “en la medida en
que la existencia de galaxias parecería ser una condición necesaria para el
desarrollo de vida inteligente, la respuesta a la pregunta ‘¿por qué el
universo es isotrópico?’ es ‘porque estamos aquí’” (Collins y Hawking 1973,
334).

<!--[if !supportLists]-->'''1.      '''<!--[endif]-->'''3 Carter y la condicionalidad
del observador'''

El
autor que con plena conciencia y explicitación abordó el tema, y a quien
debemos el nombre de PA es el
astrofísico Brandon Carter, quien en 1974 publicó un escrito fundacional sobre
esta cuestión para el Simposio de la Unión Astronómica Internacional con motivo
de los 500 años del nacimiento de Nicolás Copérnico.

Como
lo señala Balashov (1992, 115), que el planteo de Carter aparezca en un
homenaje a Copérnico resulta paradójico y simbólico. En efecto, nadie duda de
la importancia de la teoría heliocéntrica para el desarrollo de la ciencia
moderna, ni la utilidad metodológica que ha proporcionado la adopción del
principio cosmológico. No obstante, Carter introduce el PA como “una reacción
contra la exagerada sumisión al principio copernicano” (Carter 1974, 291).
Luego de haber planteado el enunciado anteriormente citado, este autor separa dos
versiones fundamentales de PA, conocidas como ''PA débil '' y ''PA  fuerte''. La versión débil sostiene
lo siguiente: “Tenemos que estar preparados para tener en cuenta el hecho de
que nuestra ubicación en el universo es ''necesariamente''
privilegiada hasta el punto de ser compatible con nuestra existencia como
observadores (énfasis del autor)” (Carter 1974, 293). Por su parte, el PA
fuerte se enuncia de la siguiente manera: “El universo (y, por consiguiente,
los parámetros fundamentales de que depende) tiene que ser de tal modo que
admita la creación de observadores dentro de él en algún estadio. Parafraseando
a Descartes: ‘''cogito, ergo mundus talis
est''’” (Carter 1974, 294).

El
texto de Carter resulta un poco ambiguo en la caracterización de estas dos
versiones. Los estudios posteriores concuerdan en su mayoría en que el PA ''débil'' es, paradójicamente, el más sólido
en cuanto a su fundamentación, pero a la vez resulta trivial en su contenido.
En efecto, dicha versión se limita a plantear el vínculo de consecuencia entre
nuestra presencia como observadores y los rasgos del universo que la hacen
posible. Tales rasgos son, pues, ''condición
necesaria'' para la existencia humana. Incluso, en la visión de Barrow y
Tipler (1986, 16) bastaría con establecer dichas condiciones como necesarias
para la vida en general (por lo que, más que antrópico, debería llamarse ''principio biótico''). Por otra parte, esta
forma del PA no parece tener alcance estrictamente universal, sino solamente en
el ámbito regional de lo que podemos observar (Ambrose 2011).

En
cambio, el PA'' fuerte'' pretende ir más
allá de lo tautológico, postulando que el universo está hecho en vistas del
hombre como ''condición suficiente'' para
su existencia. Tal afirmación excede claramente la posibilidad de una
justificación científica y remite a un entorno filosófico donde se discuten
cuestiones tales como el materialismo, el determinismo y el finalismo de la
naturaleza. Además, a diferencia del PA ''débil'',
abarca la totalidad del universo.

La
propuesta de Carter suscitó poderosas repercusiones en el ámbito especializado,
que prontamente involucraron a representantes de la filosofía y de la religión.
En la próxima sección se expondrán algunos ejemplos de aquellos rasgos del universo
que ponen de manifiesto la condicionalidad antrópica.

<!--[if !supportLists]-->'''2.     
'''<!--[endif]-->'''Indicios empíricos'''

''' '''

La
cantidad de testimonios que la ciencia ha ido acumulando en los últimos tiempos
en relación a la especificidad antrópica del universo es apabullante. Por
cierto no es posible, ni tampoco pertinente, exponer en este lugar todos y cada
uno de los puntos en que se aprecia dicha correlación. Por lo demás, en muchos
casos debería recurrirse a un lenguaje de alto nivel técnico matemático de muy
difícil manejo. Bastará con recopilar los ejemplos más enfáticos y accesibles a
la comprensión general, teniendo en cuenta que, esquemáticamente hablando, se
trata de mostrar cómo una ínfima variación del valor de determinada magnitud
haría imposible o al menos enormemente improbable la existencia humana.

''' '''

'''2.1 Constantes fundamentales'''

Existe
un amplio repertorio de magnitudes físicas gracias a las cuales es posible
enunciar matemáticamente las leyes que describen el comportamiento del mundo
natural. Muchas de ellas permiten poner en evidencia el ajuste extremo que
supone la posibilidad de acoger la vida humana en el universo. Empezaremos por
las que expresan valores relacionados con las cuatro fuerzas fundamentales de
la naturaleza.

Ante
todo, la constante de ''gravitación
universal''.'' ''Si su valor fuese
levemente superior beneficiaría la formación de estrellas masivas. Si bien son
las estrellas gigantes las que producen los núcleos pesados y permiten la
expansión de los elementos esenciales para la vida, su combustión es demasiado
rápida para permitir la formación y eventual persistencia de estructuras
vivientes. En cambio, si fuese un poco inferior, sólo se formarían estrellas
pequeñas, incapaces de producir los elementos pesados capaces de formar los
planetas y las condiciones para la vida (Leslie 1982, 142).''' '''



En
segundo lugar, la ''fuerza nuclear fuerte''.'' ''Se trata de la fuerza responsable de la
cohesión interna de las partes del núcleo atómico. Si el valor de esta
constante fuese inferior no podría estabilizarse la formación de hidrógeno pesado
o deuterio, el cual constituye el primer eslabón en la cadena de nucleosíntesis
del helio y los demás elementos en la caldera estelar. El universo estaría
exclusivamente poblado por estrellas de hidrógeno puro, de vida efímera (unos
10<sup>7</sup> años). Si el valor resultase superior, por el contrario, en poco
tiempo todo el hidrógeno se transformaría en deuterio y helio agotándose el
combustible básico de las transformaciones nucleares (Leslie 1982, 142).

En
tercer lugar, la ''fuerza nuclear débil ''es
la responsable de los procesos de decaimiento de partículas, tales como la
radioactividad. En la llamada ''desintegración beta'' el neutrón degenera en
protón, electrón y antineutrino. El valor de esta fuerza debe ser
suficientemente bajo para permitir que los neutrinos logren escapar del núcleo
de las supernovas y a la vez suficientemente alto para que los elementos
pesados contenidos en las capas exteriores de la estrella puedan ser
efectivamente liberados al espacio. Por otra parte, el valor exacto de esta
constante influye en el número de neutrones disponible en los primeros minutos
después del Big Bang y, consecuentemente, en la cantidad de helio que se
produzca: una ligera variación significaría insuficiencia o sobreabundancia de
helio y, en ambos casos, la imposibilidad de generar los constituyentes
elementales de la vida en la proporción adecuada (Leslie 1982, 142).

Finalmente,
la constante de ''acoplamiento
electromagnético ''es la que regula la interacción entre el núcleo del átomo
y los electrones que lo envuelven  con
sus órbitas. De este modo, si el valor de la constante fuese muy bajo el núcleo
no podría “capturar” electrones y se desvanecería la estabilidad del átomo. Por
el contrario, si fuese muy alto los electrones estarían demasiado fijos en sus
órbitas y no permitirían el intercambio que posibilita la combinación atómica y
la formación de moléculas (Atkins 1995, 12).

Puede
agregarse que, dado que las cuatro fuerzas básicas de la naturaleza operan
solidariamente, también se advierten ajustes en sus múltiples relaciones
recíprocas. Para empezar, la proporción de intensidad relativa entre ellas es
crucial. Así, cuando la fuerza “fuerte” se toma como unidad, la fuerza
electromagnética vale 10<sup>-2</sup>, la fuerza débil 10<sup>-13</sup> y la
fuerza gravitatoria 10<sup>-38</sup>. Además, la división de las estrellas de
la secuencia principal en gigantes azules y enanas rojas depende de un balance
crítico entre la intensidad de la interacción electromagnética y la
gravitatoria (Leslie 1982, 142; Carter 1974).

'''2.2 Otros parámetros relevantes'''

Si
la relación entre las masas del neutrón y el protón excediese del 0,2% se
abreviaría la vida media del neutrón causando su decaimiento total antes de que
la evolución del universo permita la nucleosíntesis del helio. En el caso del
protón y el electrón, la relación entre sus masas es de 1836. Un valor
ligeramente superior o inferior impediría la formación de moléculas y, por lo
tanto, de la vida (Ross 1989).

A
pesar de la considerable diferencia de masa, la exacta coincidencia en el valor
de carga de estas partículas también es decisivo. De otro modo los átomos de
hidrógeno se rechazarían eléctricamente con más vigor que la atracción
gravitatoria, y así no podría darse la condensación previa a la formación de
galaxias (Leslie 1982, 143).

La
estabilidad del protón es una variable de la que depende la cantidad de materia
y el nivel de radiación presentes en el universo. El protón está formado por
tres quarks, que bajo la acción de ciertas partículas denominadas bosones
decaen en antiquark, pión y electrón positivo. Lo notable es que el decaimiento
ocurre, en promedio, a los 10<sup>32</sup> años. Si esa estabilidad disminuyese
se liberaría una cantidad de radiación incompatible con los grados superiores
de vida. Si, por el contrario, el protón fuese aún más estable (a pesar de que
el universo tiene “apenas” 10<sup>10</sup> años) no se habría engendrado
suficiente materia en los comienzos del cosmos para permitir la evolución de la
vida (Ross 1989).

Otro
dato crítico tiene que ver con la entropía del universo, un concepto técnico
del que se deriva el coeficiente de concentración y dispersión de la energía. Un
posible indicador del nivel de entropía es la relación entre el número de
fotones y de bariones (partículas fermiónicas pesadas, como el protón y el
neutrón), estimada hoy por hoy en 10<sup>9</sup>. Si este número fuese algo
superior no alcanzarían a condensarse los sistemas galácticos ni, por ende, las
estrellas. Si fuese inferior, los sistemas galácticos capturarían la radiación
impidiendo nuevamente la formación de estrellas (Sanguineti 1994, 215).

Como
se sabe, las partículas de la misma especie y de carga opuesta se destruyen
recíprocamente (proceso que los físicos denominan “aniquilación”) con
liberación de fotones. La teoría establece que sólo el número vigente (10<sup>10</sup>
+ 1 quarks cada 10<sup>10</sup> antiquarks) impide a la vez la destrucción
irrefrenable de la materia y un nivel excesivamente bajo de entropía. Según se
estima, semejante asimetría, por demás fundamental en la formación del universo,
aconteció en el orden de los 10<sup>-35</sup> segundos después del Big Bang
(Sanguineti 1994, 199).

Uno de
los ejemplos más estremecedores es el de la formación del carbono. En efecto,
es bien sabida la importancia de este elemento para la constitución de la vida.
Ahora bien, la síntesis estelar del carbono presentaba serias dificultades de
explicación, y la solución de este reto es mérito de Hoyle. Las formas
conocidas o supuestas hasta entonces consideraban reacciones a partir del helio
o del berilio que, indefectiblemente, arrojaban valores muy inferiores a los
vigentes, ya que la presencia de vida requiere una cantidad apreciable de
carbono. La explicación de Hoyle muestra la delicadísima trama de
circunstancias que hacen posible la síntesis del carbono: abundancia de helio,
estabilidad del berilio, nivel de energía del oxígeno (Reeves 1983, 63-76).

También
es digno de mencionarse el grado de uniformidad estructural del cosmos. A gran
escala (en ámbitos superiores a los 200 Megaparsecs) el universo es homogéneo,
pero por debajo de esa escala da cuenta de ligeras desigualdades, debidas a la
concentración de sistemas galácticos. El nivel actual corresponde por un mínimo
margen al adecuado para la vida. Las condiciones iniciales sólo admitirían un
margen entre 10<sup>-3</sup> y 10<sup>-4</sup>. Si la primitiva irregularidad
hubiese sido ligeramente menor, no se habrían llegado a formar las galaxias. De
haber sido apenas superior, hoy sólo quedarían agujeros negros diseminados en
un vacío casi absoluto (Leslie 1982, 141-142).

Finalmente,
citaremos el valor de la tasa de expansión del universo. Los modelos
cosmológicos dependen de la relación entre la potencia del Big Bang y la
atracción gravitatoria entre las masas. Si la primera superase a la segunda más
allá de un cierto rango, la dispersión de la materia no hubiera permitido la
condensación de las galaxias. En el caso contrario, el colapso de la masa
primitiva no daría tiempo a la formación de aquellas estructuras. Lo
verdaderamente notable es la precisión con que debieron balancearse ambas
tendencias en los instantes iniciales del universo, ya que se la ha calculado
en el orden de 10<sup>-56 </sup>(Barrow y Tipler 1986, 408-412).

Como
se dijo al comienzo de esta sección,  el
número de ejemplos y el nivel de ajuste evidenciado en cada uno de ellos
constituyen una evidencia apabullante a favor del PA (una recopilación muy
completa se puede encontrar en Barrow y Tipler 1986 y en Ross 1989). De aquí
surge la expresión ''fine tunning''
(sintonía fina) con la que se describe el aspecto de diseño claramente
apreciable en el universo. Seguidamente se desarrollarán algunas
consideraciones a propósito de la discusión sobre el significado, la aplicación
y las repercusiones del PA.

<!--[if !supportLists]-->'''3.     
'''<!--[endif]-->'''Interpretaciones del PA'''

''' '''

Lo que hemos de abordar aquí es el
debate acerca del verdadero alcance y de las implicancias que este tema ofrece.
El PA no solo se ha prestado a múltiples formulaciones, sino también a
valoraciones muy disímiles. Pueden encontrarse autores indiferentes ante el
asunto, o que son bastante duros con él. Otros, por el contrario, se
entusiasman y regocijan con la idea hasta el punto de querer extenderla mucho
más allá de lo que parece admisible, o la convierten en una suerte de principio
supremo, o incluso un argumento contundente para sostener concepciones
metafísicas con algo de misticismo. Algunos creen que a partir de aquí se
enciende una nueva luz para disolver los grandes enigmas pendientes de la
cosmología. Para otros, en cambio, es más bien un nuevo misterio que se agrega.
En cualquier caso, desde el momento en que se pone en juego una concepción de
la totalidad de las cosas, y que en esa concepción se presenta como referente
nada menos que la especie humana, y si a esto se añade la lucha interior que
agobia al hombre, que por momentos quiere sentirse dueño y señor de lo creado y
por momentos se empequeñece abrumado por la inmensidad inhóspita del cosmos, no
cabe duda de que se trata de un asunto más que estimulante para la reflexión
(Vernier 2011)..

Lo que debe destacarse ante todo es la efectiva existencia de dos
enfoques distintos de la cuestión. Hay, en efecto, una primera línea, que en
adelante identificaremos como ''interpretación gnoseológica'', que se propone señalar el factor de
selectividad que impone al contenido de nuestras observaciones el hecho de que
efectivamente estemos aquí para observar. En este sentido, el PA definiría un
modelo explicativo ''a posteriori'', consistente en mostrar que tales o
cuales rasgos del universo son condición necesaria para la existencia de
quienes los observan.

Pero su función se agotaría justamente en lo formal, de tal suerte
que, en virtud de este principio así entendido no puede probarse ni refutarse
que haya algo más que las condiciones de nuestra existencia nos impidan
contemplar (vg. otros universos), o que ''todo'' lo que observamos tiene
carácter de condición para nuestra existencia, o que existamos como
consecuencia necesaria de la presencia de esas características, ni mucho menos
que estas circunstancias exijan la postulación de una causa final y, en última instancia,
de un Ordenador inteligente. Cualquiera de estas últimas afirmaciones
constituyen, entonces, lo que podríamos denominar ''interpretación ontológica''
del PA, el cual, en resumidas cuentas, sostendría que la relación de adecuación
de las cosas al hombre no es sólo un rasgo de nuestro modo de mirar, sino de
las cosas mismas. En otras palabras: no es que el universo material sea así
porque no soy capaz de verlo de otro modo, sino que es así ''porque está en su
razón de ser el hacer posible mi existencia''. Seguidamente procuraremos ver
esto con un poco más de detalle.



'''3.1 Interpretación gnoseológica'''

Parece
unánime entre los expertos reconocer que la fuerza fundamental del PA está en
la ''necesidad condicional'': un ''hecho'' (la existencia del
hombre) ''explica'' todo aquello sin lo cual no sería posible (esto es, las
propiedades del mundo). No hay duda respecto de que todas las cosas, y el
hombre en particular, tienen un carácter condicionado. En todo caso, la
cuestión es si dicha condicionalidad supone efectivamente algún sesgo en la
determinación de los atributos del universo, o acaso deba quedar como una
simple trivialidad. Y si se diera lo primero, quedará por indagar si la pauta
de selectividad establecida por este principio responde a una causalidad
meramente fortuita o más bien de tipo intencional.

Ya
hemos tenido oportunidad de enumerar unos cuantos datos significativos desde el
punto de vista científico que avalan justamente el carácter altamente
específico que impone la presencia humana en el mundo. Ahora, en instancia
interpretativa, empezaremos por exponer ciertos puntos referidos al PA como
pauta de conocimiento acerca del universo.

'''3.1.1 El trascendentalismo'''

Hay
una interpretación bastante difundida, según la cual el PA no sería más que una
versión elaborada de los planteos de  Immanuel Kant, según los cuales el mundo no se
presenta más que de acuerdo a lo que permiten las condiciones ''a priori''
que plantea el sujeto que observa. Este modo de pensar, fuertemente arraigado
en muchas corrientes epistemológicas, podría denominarse ''trascendentalismo'',
y ha sido ilustrado con la imagen de una red de pescar cuya trama determina ''a priori'' el tamaño mínimo de los peces
que puede capturar (Sanguineti 1994, 242).

Digamos
que no es lo mismo el sesgo que suponen las condiciones del conocimiento que
aquel que exige nuestra misma ''existencia''. No es lo mismo decir ''si el
Sol no emitiera radiación dentro del espectro visible no podríamos verlo''
que decir ''si el Sol estuviera más cerca o más lejos de la Tierra no
estaríamos aquí para verlo''. En efecto, el sesgo kantiano se restringe al
orden ''formal'': de todas las determinaciones ''actuales'' de las cosas,
sólo conocemos aquellas aptas para inmutar nuestras facultades. El sesgo
antrópico, en cambio, pertenece al orden ''existencial'': de todas las
determinaciones ''posibles'' del mundo sólo se realizan las que son
compatibles con la existencia humana, y por lo tanto no podemos esperar conocer
otras que esas'''.'''

Lo
que se pone de relieve en esta perspectiva es la imposibilidad de concebir para
nosotros un mundo incompatible con la observabilidad, o, si se prefiere, la
imposibilidad de describir el universo ''tal como absolutamente es'' pasando
por alto el sesgo que suponen las limitaciones ''a priori'' de nuestra
observación (Barrow y Tipler 1986, 2).

''' '''

'''<br>
'''

'''3.1.2 Alcances explicativos del PA'''

''' '''

'''3.1.2.1 ¿Por qué ''principio''?'''

El
conocimiento humano tiende, por naturaleza, a organizarse en relación a
principios. La capacidad del intelecto de referir la fragmentación del dato
empírico a la unidad de los principios no es otra cosa que el fundamento de la
ciencia y, en sentido eminente, de la sabiduría.



Si
bien en toda forma de saber cabe una cierta sistematización orientada según los
principios, en el caso de las ciencias particulares estos asumen
características especiales. Se trata de ciertas proposiciones de valor
conjetural, hipótesis de máxima generalidad, con las cuales se pretende
formalizar un sistema unificado de enunciados particulares, de tal suerte que,
a partir de esos principios, sea posible, por una parte, dar razón de un
conjunto de leyes o datos puntuales, y por otra deducir nuevas leyes o predecir
nuevos fenómenos.

Por lo
tanto, el espíritu que lleva a buscar esos principios no es solamente el afán
contemplativo de llegar a la unidad en términos ontológicos, sino también la
búsqueda de una economía de pensamiento. Existe al respecto una profunda
tensión en el ámbito de la filosofía de la ciencia acerca de la auténtica
interpretación de las teorías o ''modelos'' científicos, entre quienes les
atribuyen un fundamento ''real'',
por lo que estas ciencias alcanzarían la verdad sin más, y quienes, por el
contrario, rechazan ese fundamento o al menos no lo consideran como referente
de la labor científica, la que sólo se ocupará de elaborar construcciones
teóricas capaces de dar razón de un cierto dominio de fenómenos suficientemente
constatados.

En
cosmología el recurso a los principios se justifica además por un motivo
especial: la vastedad eventualmente infinita del universo parece tornar
inviable toda inducción a partir de la mera experiencia humana. El método
científico aplicado a la exploración del cosmos plantea un severo desafío, ya que
las condiciones extremas del universo con respecto a lo observable imponen una
suerte de censura a nuestros limitados recursos intelectuales: ¿qué habrá más
allá del alcance de los más poderosos telescopios concebibles? ¿Qué habrá en el
corazón de un agujero negro? ¿Qué aconteció en la singularidad de los primeros
momentos del universo, antes de lo que nuestras ecuaciones más audaces pueden
rastrear?

El
ejemplo más cercano que podemos tomar como comparación es el del principio cosmológico.
Ya hemos visto cómo a partir de Copérnico se inicia un camino firme hacia la
descentralización del hombre con respecto al cosmos, de suerte que, finalmente,
se proclama la necesidad metodológica de rechazar cualquier afirmación o
explicación que invoque algún tipo de privilegio para la condición humana. Ya
en nuestro siglo se diseñó a partir de esta idea un principio enunciado en
términos positivos: el universo es isotrópico y homogéneo, vale decir que desde
cualquier punto de referencia puede observarse el mismo aspecto hacia cualquier
dirección.

Algunos
autores hacen notar que existe un fuerte apoyo experimental en favor del principio
cosmológico a partir de varios fenómenos bastante bien establecidos
(Merleau-Ponty 1971, 39-40). Así también se concede el mérito de este principio
para preservar la distinción entre la reflexión científica y las
interpretaciones finalistas o creacionistas de cuño metafísico. No obstante, y
a pesar del dilatado consenso que ha ganado entre los científicos, conviene
tener presentes algunos puntos frágiles. Entre ellos la negación del hecho
incontrastable de nuestra posición peculiar como observadores, que hace parecer
artificiosa la pretensión de “objetividad absoluta”. Y también el carácter en
cierto modo arbitrario de ese principio, lo cual se debe, en el fondo, a
nuestro punto de vista marginal en la inmensidad del cosmos.

Esta
breve discusión sobre el principio cosmológico no tiene otro objeto que
ilustrar las características (y los riesgos) que posee el razonamiento
científico a partir de principios ''a
priori ''o demasiado generales. Si nos trasladamos al caso del PA,
constatamos que la intención que lo puso en vigencia es semejante. Así como
alguna vez se creyó en el dominio exclusivo de las formas circulares y
esféricas en el universo, o en la imposibilidad de admitir cualquier norma que señalase
algún privilegio en cuanto a la posición del hombre en el océano cósmico, el PA
ha prestado a la cosmología el servicio de ponerse como fundamento de todas
aquellas propiedades del universo en su conjunto que, sin poderse deducir de
ningún plexo de condiciones iniciales, pueden resolverse como condición
necesaria de la existencia humana. Pero sobre todo permite acotar en extremo
los márgenes en que cabe definir tales condiciones iniciales. Acaso la función
más importante de este principio es la de sintetizar numerosos hechos y pautas
que se descubren en el universo, y muy en especial aquellos que revelan una
coincidencia altísimamente improbable o un alto grado de orden.

De
acuerdo con las observaciones de Alonso (1989, 109-116), y en sentido contrario
a las manifestaciones de muchos científicos, el PA estaría mucho más de acuerdo
con las exigencias del discurso científico que el principio cosmológico. En
efecto, si lo despojamos de interpretaciones abusivas o de proyección
filosófica (que sin dejar de ser lícitas promueven la confusión), se trata de
un esquema de razonamiento irreprochable, tanto en su validez formal (que
enseguida indagaremos) como en la constancia de los hechos en que se sustenta,
como son nuestra propia existencia y las condiciones que ésta exige bajo el
supuesto de las leyes actualmente aceptadas. Por el contrario, el principio
cosmológico es una afirmación de valor más bien apriorístico, que no se basa en
hechos conocidos sino más bien en la necesidad de cubrir una ignorancia
insalvable, y que resulta por lo tanto mucho más especulativo.

'''3.1.2.2 ¿Por qué ''antrópico''?'''

Evidentemente,
si tenemos en cuenta las austeras intenciones que reveló su creador, Brandon Carter,
detrás de esta denominación sólo existe la referencia al hombre como aquella
especie cuya existencia plantea, de hecho, ciertas condiciones necesarias en
las características del universo. No debería buscarse, tal vez, ningún otro
propósito, como no lo hay, por ejemplo, en la denominación ''sapiens''
aplicada como nombre científico de la especie humana. No obstante, la palabra
ha provocado tantas suspicacias y apasionamientos que el propio Carter debió
declarar luego que, de haber sabido que ocurriría tal alboroto, habría pensado
en otro nombre (''cognizability principle'') para caracterizar lo que a su
juicio no es más que una pauta de auto-selección del conocimiento (Carter 1983).
Vamos a referirnos a esta suerte de controversia "ideológica" al
tratar justamente la objeción de antropomorfismo que muchos enrostran a los
partidarios del principio.



Por el
momento, puede notarse que, en su formulación original, el PA habla de ''observadores''
y no de hombres, pero es obvio que se trata de observadores capaces de
plantearse a sí mismos como tales y las cuestiones que dicha condición da a
lugar. En definitiva, no cabe pensar sino en observadores ''inteligentes''.
No es el punto discutir aquí la posibilidad o aún la probabilidad de que haya
vida inteligente en otros rincones del universo. No obstante, resulta indudable
que, si bien la exclusividad del hombre como habitante personal del cosmos
enfatizaría aún más la extraordinaria selectividad y refinamiento del orden
natural, la existencia de otros seres racionales sería un argumento favorable
al PA fuerte si se quiere hacer hincapié en las generosas virtualidades de la
naturaleza bajo condiciones específicas. Si la vida inteligente proliferara en
otras partes del universo, la explicación basada en la presencia de una
tendencia natural prevalecería más nítidamente sobre aquella que invoca el
factor azar.

'''3.1.2.3 Formalismo del PA'''

Planteadas
en su generalidad, las diferentes formulaciones del PA no hacen más que
destacar el carácter necesario de ciertas condiciones presentes en el universo
para que resulte posible la existencia humana. Ahora bien, dado que
evidentemente el hombre existe, de ahí se deduce necesariamente la existencia
de aquellas condiciones. Así, por ejemplo, se dice que ''Si no se diera que ''las
constantes físicas asumen tal o cual valor, o la proporción de materia y
antimateria es tal, y así sucesivamente, ''entonces'' no podría existir el
hombre. En términos más abstractos

Si no X, entonces
no A

siendo X cualquiera de los
fenómenos cosmológicos a los que se aplica esta argumentación. De aquí  puede afirmarse que

Si A
entonces X



con lo cual la “explicación”
antrópica de X consiste en probar que se sigue necesariamente de A (Alonso
1989, 87-92). Esta forma de argumentación aparece sistematizada por primera vez
en Aristóteles, quien entendía que la necesidad que la ciencia debe buscar en
las cosas podía darse ''a priori'', es decir desde las causas antecedentes,
y en ese caso estaríamos en un esquema afín al determinismo clásico, o bien ''a
posteriori'', según la cual,
en vista de los resultados que alcanza algún proceso natural, se infiere que
han debido ponerse los medios ''hipotéticamente necesarios'' para tal
desenlace (Aristóteles ''Física'' II, 9).



Esta
consideración sobre la formalidad del AP exige algunas aclaraciones. En primer
lugar, el contexto en que Aristóteles formula la ''necesidad a posteriori''
tiene que ver con la afirmación de la causalidad final, es decir la presencia
de una inclinación intrínseca en la naturaleza que la conduce espontáneamente a
su término perfectivo. Sin embargo, hablando estrictamente, no es inevitable
reconocer la presencia efectiva de un orden finalista para poder plantear el
esquema visto. En este tipo de estructura argumentativa, la percepción de un
vínculo condicional no autoriza a abrir juicio sobre las causas que ''efectivamente''
ponen la condición. Así, pues, asignar improbabilidad a un cierto orden de
cosas con la intención de sugerir un diseño 
es adjudicar al mundo alguna propiedad absoluta que excede el mero formalismo
lógico, ya que la exigencia de una necesidad condicional no basta para provocar
la condición.



En
segundo lugar, es un error creer que, a partir de la relación de consecuencia
que se funda entre la existencia humana y las características del universo, ya
no queda nada más por explicar. Se ha planteado, efectivamente, que la frase de
Carter ''cogito, ergo mundus talis est'' da sustento a la convicción de que
el mérito del PA está, precisamente, en clausurar por completo toda
especulación sobre misterios, demiurgos y designios.''' '''Semejante forma de
pensar ha sido caracterizada con el título de ''filosofía antrópica'' (Craig 1987, 441).

Ciertamente,
podría pensarse que la afirmación del PA es trivial y redundante, en la medida
en que todos los seres son condicionados, y que la simple comprobación de su
existencia deriva en la no menos simple certificación de que las condiciones
necesarias se han cumplido. ¿Qué puede haber de interesante al sostener que
tales y cuales condiciones deben cumplirse, ya que de lo contrario no podríamos
existir ni mucho menos reflexionar sobre ello?

Aquí
es donde se presenta, tal vez, el rasgo más considerable del AP: que esas
condiciones sean absolutamente necesarias (o casi) no significa que sean ''obvias''.
En cualquier momento de la historia, y por muy precaria que fuese la
información disponible, se hubiese aceptado sin reparos que el hombre no
existiría si el universo no diera lugar a esa posibilidad. Pero lo notable es
que, a medida que avanza nuestra comprensión de la naturaleza, la conexión
entre ella y el hombre se ve cada vez como más determinante. Sólo en este
contexto cobra sentido, por ejemplo, el aparente derroche de espacio y tiempo
que se requieren para el advenimiento de la especie humana. El formalismo
basado en la necesidad condicional permite, en el caso del PA, tomar conciencia
de la profunda unidad y coherencia que posee nuestro mundo, así como de la
extraordinaria singularidad de la especie humana. Justamente el mérito central
de la idea antrópica es poner de manifiesto un vínculo de condicionalidad no
sospechado anteriormente entre el cosmos y el hombre.  (Tanzella-Nitti 2002; Sanguineti 1994,
242-243).



'''3.1.2.4 En qué sentido PA no es explicativo'''



Las
restricciones al valor explicativo del PA habría que buscarlas, principalmente,
en dos direcciones. En primer lugar, advirtiendo que, de la misma manera que no
parece necesario adjudicar a todas y cada una de las características del hombre
un efecto de selección antrópico, tampoco es sencillo afirmar que ''todo''
lo que hay y ''todo'' lo que ocurre en el universo está efectivamente
condicionado en términos antrópicos. Las leyes naturales, al menos en el estado
en que hoy las conocemos, parecen más bien sugerir un comportamiento
probabilístico, tendencial, en el que la preponderancia de ciertos logros no
descalifica la presencia de otros a modo de residuos o repercusiones
indiferentes al plan general. En otras palabras, las mismas razones antrópicas
para justificar un universo tan dilatado en el espacio y en el tiempo son las
que dan pie a la posibilidad de que ese universo no esté ''distributivamente''
ordenado a la existencia humana, sino que, por decir, sea técnicamente
irrelevante el número exacto de galaxias y estrellas que lo habitan, o el
porcentaje exacto en que se halla en la naturaleza un elemento químico no
significativo (Alonso 1989, 126-136).

Pero
no cabe duda de que la salvedad más importante proviene de la diferencia entre
el sentido gnoseológico y el sentido ontológico con que puede interpretarse
este principio. Si permanecemos en la línea gnoseológica nuestra explicación se
reduce a mostrar cómo el orden de las cosas, aparentemente contingente en sí
mismo, se contrae a la necesidad que surge de la existencia del hombre. Estamos
hablando de un sesgo definido por la peculiaridad de la condición humana. Pero
no estamos aún autorizados a responder a la pregunta crucial: por qué, al fin y
al cabo, el hombre existe, y, especialmente, por qué existe ''a pesar del
altísimo costo que implica su existencia''. En efecto, probar que el mundo es
acogedor no es lo mismo que mostrar cómo es que ha llegado a serlo. Se supone
que cualquier arquitecto es capaz de emplear los mismos argumentos de
coherencia para justificar cada una de las partes del diseño de una casa o un
edificio, pero aún queda pendiente la cuestión acerca de la construcción misma
del edificio. Por eso debemos dar paso inmediatamente al desarrollo del segundo
aspecto de la interpretación del PA.

'''3.2 Interpretación ontológica'''

'''<br>
'''



Según
esta perspectiva, el intento de diluir la fuerza del PA en una mera trivialidad
omite la debida comprensión de las relaciones de causalidad. Volviendo
nuevamente a Aristóteles, puede decirse que algunas cosas suceden bajo necesidad
condicional o ''a posteriori'', según la cual puesto un efecto se infieren
necesariamente las causas o condiciones según las cuales se produjo, mas no a
la inversa. A partir de que todo lo que acontece deviene necesario con
necesidad de hecho (esto es, en cuanto ha efectivamente acontecido), y de la
extendida identificación que se hace entre causalidad y determinismo, se
entiende la confusión entre el orden lógico y el ontológico. Si bien es posible
reconstruir apodícticamente una secuencia causal a partir del efecto último, no
se sigue que esa secuencia haya acaecido necesariamente. Para ejemplificar esto,
el filósofo griego habla de alguien que ingiere alimentos salados y sale de su
casa en busca de agua para calmar la sed. Entonces se encuentra con unos
ladrones que lo atacan y le dan muerte. Una cosa es explicar la causa de la
muerte y otra la pretensión de inferir que todo aquel que consuma alimentos
salados acabará muerto por ladrones (Aristóteles ''Metafísica ''VI, 3).

De
modo, pues, que no tiene cabida excusarse de una explicación de la existencia
humana y de las condiciones que la hacen posible como si la secuencia causal en
su conjunto no hubiese podido ser de otro modo. Lo que justamente debe hacerse
notar en este momento es la diferencia capital que existe entre decir que el universo
debe poseer determinadas características y decir que nosotros debemos observar
en el universo solo determinadas características. No es ciertamente
sorprendente que no observemos en el mundo condiciones incompatibles con
nuestra existencia. Pero no por ello deja de ser sorprendente que sólo existan
aquellas condiciones que son compatibles con nuestra existencia. Es obvio para
cualquier hijo que no estaría aquí si sus padres no se hubiesen conocido, pero
no es obvio que no hubieran podido no hacerlo. Si acaso sobrevivo a un pelotón
de fusilamiento no debe sorprenderme el no estar muerto (de otro modo mal
podría sorprenderme), pero es más que sorprendente que ninguno de los tiradores
haya dado en el blanco. En el primer caso hay un ''modus ponendo ponens''
que involucra una proposición condicional: ''si ''me interrogo luego no estoy
muerto. Lo difícil es probar la premisa que afirma el antecedente: ¿cómo es
posible que, en efecto, aún esté con vida?  
(Sanguineti 1994, 242-243).



Estas
reflexiones introductorias nos habilitan ya para plantear el interrogante
fundamental que resume el aspecto ontológico del PA. Hasta ahora tenemos por
cierto que el hombre existe y que su existencia implica ciertas condiciones
especialísimas a escala universal que, obviamente, se cumplen. Pero también
sabemos que, en función de las leyes según las cuales parece regirse el
dinamismo cósmico, dichas condiciones, precisamente por ser especialísimas, son
extraordinariamente improbables. Entonces, la pregunta es: ¿por qué ocurre algo
cuya probabilidad ''a priori'' tiende a 0? Aquí aparecen dos líneas de respuesta
posibles: si existe un universo de suyo extremadamente improbable, es porque

a) debe haber condiciones, no
apreciables en primera instancia, que hagan a ese universo algo más bien
altamente probable;

b) en el fondo la existencia del
universo no debe ser considerada como un hecho aleatorio.



La
primera opción constituye lo que podríamos llamar la vertiente naturalista, que
intenta subsumir el fenómeno de las grandes coincidencias cosmológicas en
pautas estrictamente naturales, sin recurso alguno a la intencionalidad. La
segunda alternativa conduce a la línea teleológica, que postula la presencia de
un curso finalista en la organización del universo. Expondremos seguidamente
ambas opciones.

'''3.2.1 La vertiente naturalista y
el principio de plenitud'''

Una
vez que en ciencia se definen los principios hay que establecer ''cómo
funcionan'', esto es, cómo se expresan operativamente para dar lugar a los
fenómenos que se supone tratan de explicar. Si se quiere tomar un ejemplo
análogo, la biología se maneja bajo el régimen del principio o teoría de la
evolución de las especies, entendida más o menos como la tendencia de la
biósfera a derivar formas vivientes más complejas a partir de otras menos
complejas. Sin embargo, más allá del hecho en sí de la evolución, que por lo
menos a grandes rasgos hoy en día casi nadie cuestiona, subsiste la
controversia acerca de ''cómo opera la evolución'', es decir, de qué manera
o con arreglo a qué leyes se verifica dicha tendencia. Así aparecen las
especulaciones de Lamarck sobre la herencia de los caracteres adquiridos,
Darwin y la selección natural, Gould y los grandes saltos evolutivos, Monod y
la síntesis de azar y necesidad, etc.

Este
ejemplo ofrece otra semejanza con el tema que estudiamos. Efectivamente, cuando
en su momento se postuló la teoría de la evolución, sobre todo con la obra de Darwin,
se generó una verdadera conmoción intelectual ya que por primera vez se
concebía lo que podríamos llamar un'' mecanismo creador'', vale decir, una
secuencia de procedimientos ''naturales'' capaz de engendrar orden, algo que
hasta entonces sólo podía pensarse como directamente atribuible a una causa
inteligente, en este caso de orden divino. Tal vez lo más fascinante que
siempre tuvo esta concepción es precisamente la posibilidad de una alternativa
al modelo creativo-artesanal cuya descripción según el ''Génesis'' parecía quedar superada.



En
relación a la naturaleza del universo podríamos reconocer un esquema de
reflexión similar: he aquí una totalidad imbuida de un fortísimo sentido de orden
y armonía, a los cuales el PA puede expresar en términos de adaptación a la
existencia humana. Los cálculos matemáticos que reflejan la exorbitante
improbabilidad de esa configuración desacreditan de plano la actitud de
encogerse de hombros como si una cualidad semejante careciese de toda
relevancia. De modo que no quedan más que dos posibilidades a la vista: o bien
interpretamos esto como una manifestación de la Inteligencia Divina, o bien apelamos
a mecanismos naturales, esto es, a patrones de ''selectividad interna ''puramente inmanentes.

Pero
aquí el problema se agrava, ya que no se trata de una selección entre diversas
partes del universo, como serían las múltiples especies o individuos vivientes
con sus diversos grados de adaptabilidad, sino de una selección ''de la que
resulta el universo mismo''. Lo que es aquí verdaderamente desafiante es
concebir al universo no ya como escenario de todo resultado posible, sino como
un resultado en sí mismo, como algo que sea a la vez un ''producto'' (algo
hecho o engendrado) pero de índole ''física '' o ''natural'' (no como obra de una Causa
Trascendente). En este contexto aparece la hipótesis conocida como de los ''universos múltiples''.



La
idea general que la inspira sería la siguiente: dado que el universo testimonia
un ajuste extraordinario de sus partes a fin de hacer posible la vida y la
existencia humana, y considerando impropia del discurso científico una
hipótesis de diseño que conduzca a la afirmación de un Artesano Divino, debe
admitirse que ''este universo'' resulta de alguna forma de selección
aplicada sobre un ''conjunto de universos'', con respecto al cual tenga
sentido definir las condiciones de adaptabilidad que este tiene. Debe pensarse,
pues, que existen otros mundos que le den sentido a la pregunta acerca de por
qué estamos en, u observamos, o simplemente existe ''este''. El enunciado
genérico de la idea que acabamos de expresar puede denominarse ''principio de plenitud'': la
realización de todas las posibilidades de un sistema vuelve necesaria a cada
una de ellas.



El modelo
más conocido corresponde a John Wheeler. Este físico y cosmólogo, creador de la
expresión ''agujero negro'', ha ofrecido
dos versiones sucesivas de su propuesta, que se pueden identificar respectivamente
como "modelo Wheeler 1" y "modelo Wheeler 2" (Barrow y
Tipler 1986, 469-471).



El
modelo Wheeler 1 es conocido como ''universo oscilante ''o ''universo
pulsátil'': como un jugador de póker que mezcla infinitas veces las cartas y
así obtiene tarde o temprano una mano favorable, nuestro universo es apenas un
ensayo más en una secuencia infinita de explosiones y colapsos. Pero en este
caso no sólo se alteran las condiciones iniciales de un inicio a otro, sino
también las mismas leyes físicas. La
aplicación de las leyes cuánticas imprime el rasgo de aleatoriedad que
garantiza una variación indefinida de cuadros cosmológicos, sobre el cual
tendrían vigor los razonamientos antrópicos. En otras palabras,
"nuestro" universo sería un ciclo cuyos parámetros de conformación
son estrictamente compatibles con la vida humana, y si bien dicha
compatibilidad resulta extraordinariamente improbable, no es sorprendente que
aparezca tarde o temprano en una secuencia ilimitada de ensayos.



Con
respecto al modelo Wheeler 2, se trata de una aplicación del principio cuántico
según el cual la trayectoria de las partículas no se define de acuerdo a
parámetros lineales, sino en términos probabilísticos. La ecuación de onda '''Ψ'''
genera no una sino infinitas soluciones que permanecen indeterminadas ''hasta
que la onda colapsa por la intervención del observador.'' Ahora bien, si cada
acto de observación define la trayectoria de una partícula, define también
todos los procesos causales que se desencadenan a partir de ella y, en última
instancia, define un curso posible del universo entero. Más simplemente, determina un universo
completo. Los
distintos universos definidos a partir de la "fragmentación"
provocada por la observación no constituyen meras posibilidades lógicas o
estados potenciales sino bifurcaciones ''reales'', esto es, no constituidas
por observaciones. No hay en este caso un colapso de la función de onda que
deja definitivamente inhabilitadas todas las posibilidades menos una, sino una
multiplicación indefinida de universos totalmente incomunicados entre sí.

Este
proceso de fragmentación, planteado desde el Big Bang mismo, da origen a
múltiples universos con enormes diferencias entre sí: tasa de expansión, turbulencia,
nivel de las fuerzas básicas, etc. De esta manera puede justificarse aun un
mundo extremadamente improbable como el nuestro, apto para la vida, pues no es
más que una ramificación finísima del árbol de posibilidades. Es en este
contexto donde cabe aplicar el PA: el universo que observamos no puede sino
satisfacer las condiciones que supone la existencia de observadores.



Es el
propio Wheeler quien, llevando hasta el extremo la conjetura sobre la relación
entre el universo y el acto de observación, formula por la misma época el
llamado ''Principio Antrópico Participatorio'': “Los observadores son necesarios para que llegue a existir el universo”
(Barrow y Tipler 1986, 22). Esta formulación pretende ser una aplicación a
escala cosmológica de la interpretación de Copenhague de la física cuántica, de
acuerdo con la cual la no decidibilidad de un sistema esencialmente
probabilístico sólo puede quebrantarse a partir del acto de observación que
afecta intrínsecamente a la naturaleza de lo observado. La realidad misma de lo
que vemos es, en última instancia, una resultante del acto de un observador
que, al completar por así decirlo la dupla sujeto-objeto, le confiere su
sustento (Comitti 2011, 1504-4).

En
líneas generales, predomina la sensación de que estos ensayos pretenden, a toda
costa, soslayar la instancia metafísica, y en especial la idea de un Agente
trascendente y una finalidad constitutiva. Algunos asumen esta hipótesis como
un caso más de la filosofía antrópica: lo que ella pretende no es explicar
nada, sino eliminar la necesidad de una explicación (Smart 1987, 118).

En un
plano más epistemológico sobresalen dos reproches: por una parte, la imposibilidad
de corroborar estos modelos, (salvo quizás el caso de los universos oscilantes)
habida cuenta de que solo tiene sentido la distinción entre universos cuando no
existe ninguna forma de interacción física entre ellos por medio de la cual
podría obtenerse información acerca de su existencia. Por otro lado, en estas
conjeturas se produce una abierta violación de la navaja de Ockham. Si una
teoría científica debe escogerse entre otras por el menor número de supuestos y
elementos a combinar, tal como este principio lo recomienda, está claro que no
se puede ir más lejos de esta norma que al invocar la existencia de infinitos
mundos (o de infinitas regiones heterogéneas en el universo, lo que para el
caso no importa). Parece una petición excesivamente pretenciosa (Hacking 1987).

'''3.2.2. La vertiente teleológica'''

La
inobjetable capacidad del intelecto humano para descubrir, y eventualmente
explicar y producir orden, lo ha llevado espontáneamente, y desde tiempos muy
lejanos, a la intuición de que la totalidad de las cosas, el universo mismo, es
un escenario altamente organizado y diseñado con extremo cuidado y perfección.
Y, dando apenas unos pasos más, ha abrazado la convicción de que ese orden
maravilloso lo tiene a él mismo por destinatario, de modo que todas las cosas
sirven al propósito de hacer posible la existencia humana y se subordinan a las
exigencias de su desarrollo vital.

En
este contexto, no resulta para nada sorprendente la predisposición de muchos a
considerar el PA como un signo privilegiado de la configuración teleológica del
universo. En la medida en que se acepta la existencia de causas finales bajo
ciertas evidencias, el testimonio empírico que alimenta al PA es quizá de los
más elocuentes con que sea posible contar. En otras palabras, así como el PA no
hace falta para probar que el universo tiene un diseño, pues acabamos de ver
que esta idea pertenece a una tradición consolidada, sí es bienvenido como
recurso para persuadir a quienes todavía no admiten el orden finalista.

Nunca
antes en la historia se habían acumulado datos tan numerosos, precisos y
relevantes para avalar esta concepción. En efecto, como lo ha destacado
Tanzella-Nitti (2002), los rasgos antrópicos del universo no son reductibles a
un hipotético mecanismo puramente eficiente y ciego, como lo es hasta cierto
punto la selección natural en el caso de la evolución de las especies
vivientes. Dado que, por otra parte, dichos rasgos no están localizados en un
ámbito o nivel restringido, sino que involucran a ''todo el universo'', la presunta existencia de esa causalidad
subyacente exigiría postular una suerte de Teoría del Todo (TOE según la sigla
en inglés) o Teoría de la Gran Unificación (GUT). Pero precisamente una teoría
semejante ya perdería su estatus de enunciado científico y pasaría a ser un
asunto propio de la filosofía. Hoy se tiende a diferenciar, cuando se habla de
finalidad, entre el fin tomado como término o perfección extrínseca de una
actividad, y la tendencia intrínseca que poseen los agentes para ordenarse a
esa perfección (Artigas 1992, 400-404). El reconocimiento de la dimensión
tendencial en la naturaleza es difícilmente discutible en la medida en que
aparece expresada cada vez que se enuncia una ley física o se describe una
conducta viviente. Los problemas aparecen cuando se asocia la concepción
finalista con otros planteos que no guardan una vinculación necesaria con ella.
Así, por ejemplo, se presume que, al haber surgido en una época más propensa a
admitir el modelo determinista de la causalidad, esta doctrina pierde sustento
con el derrumbe de ese modelo. Sin embargo, lo que la filosofía clásica nos
permite descubrir es que, justamente por su condición intrínseca a las cosas,
la tendencia teleológica participa de todas las limitaciones que impone la
finitud del ser que actúa, y así no debemos creer que esa tendencia sea incapaz
de expresarse por caminos no determinados (como es el caso clarísimo de la
libertad humana). Si partimos de la aceptación cada vez más firme de la
perspectiva evolutiva del cosmos, resulta claro que, más allá de las marchas y
contramarchas, de las catástrofes y “pasos en falso” que hay o parece haber
habido en la evolución, hay una direccionalidad global que se va imponiendo
inexorablemente. De modo que podría admitirse, en el orden particular, un margen
más o menos amplio de coincidencias y productos accidentales, sin perjuicio de
la orientación definitiva del conjunto.

Pero
más allá de estas anotaciones básicas sobre el problema de la finalidad en la
naturaleza, lo que merece destacarse del PA es el lugar protagónico que asume
el hombre en la economía universal. La verdadera potencia de este principio
consiste en mostrar hasta qué punto llega la direccionalidad de las cosas en
relación al hombre. Así como la mentalidad pre-copernicana confundía la jerarquía
ontológica con supuestos privilegios topográficos asociados por otra parte a la
concepción euclídea del espacio, el principio copernicano también se apresura
en reducir la jerarquía del hombre ''por razones geométricas''. Sin embargo,
el redescubrimiento de la centralidad del hombre a partir de una dimensión más
profunda arroja una intensa luz sobre su propia condición y el puesto que le
cabe en el universo. En tal sentido, el PA merece ser aprovechado en todo el
alcance de su mensaje: no sólo reafirma la armonía y diseño del cosmos, sino
que pone al hombre como clave de bóveda de todo lo visible (Sanguineti 1994,
245-246; Velázquez Fernández 2005, 95-108; Khrapko 2003, Olum 2004).

''' '''

<!--[if !supportLists]-->'''4.      '''<!--[endif]-->'''Cuestiones epistemológicas'''

''' '''

A
partir de las observaciones efectuadas a nivel filosófico con respecto al PA,
surgen algunos puntos complementarios que tienen que ver más directamente con
la lógica del discurso científico. Para empezar, hay que advertir que la
cosmología como ciencia de la totalidad del universo no ha resuelto aún algunas
controversias que afectan a la definición de su objeto, su método y sus
supuestos. Cuestiones tales como la singularidad, la contingencia y la
evolución del universo tienen impacto directo en la posibilidad de legitimar un
conocimiento científico acerca de él y sugieren posiciones precavidas cuando se
discuten problemáticas de fondo, como el caso del PA. Pero también pueden
señalarse problemas que afectan a este principio en especial, más allá de su
adscripción a la cosmología. Nos dedicaremos a tres de ellos: la validez de un
modelo teleológico, la capacidad de predicción, y consiguientemente de
falsación, del principio, y su supuesto antropocentrismo.

El
primer punto es si, una vez aceptada la existencia de causas finales por
razones filosóficas, la ciencia misma tiene derecho a valerse de ellas. Es
decir si, bajo el supuesto de que existan verdaderos propósitos o tendencias en
las cosas, le cabe a la ciencia positiva introducirlos como hipótesis explicativas.
Hablando más concretamente, ¿puede la cosmología, sin perder su carácter de
ciencia, invocar como explicación de fenómenos tales como la isotropía, la edad
del universo o la formación del carbono la afirmación de que “eso es lo más
conveniente para que se produzca la aparición del hombre”? ¿Es lícito postular
una direccionalidad universal animada por el proyecto de alcanzar la especie
humana?

Hay
que convenir en que la ciencia moderna surgió con el empeño de dar la espalda a
cualquier argumento teleológico, poniendo toda la carga explicativa en la línea
de las causas eficientes y el modelo de la necesidad mecánica. Hoy por hoy
existe una mayor permeabilidad por parte de los biólogos, ya que en ese ámbito
resulta imposible reducir el carácter específico de lo viviente a presupuestos
puramente mecanicistas. Pero en el orden de la física tanto la noción de
sustancia como la de finalidad aparecen diluidas. La norma lógica va de un
estado dado de un sistema a otro estado, por aplicación de ecuaciones diferenciales,
y eso parece ser todo lo que hace falta. Sin embargo, hay testimonios
históricos que permiten descubrir la posibilidad de otro encuadre para la
justificación de los fenómenos naturales. Se trata de aquellas leyes cuyo
descubrimiento se debió a la suposición de algún principio discriminatorio, de
alguna pauta de selectividad o de optimización (cálculo de variaciones). Así
Fermat pudo establecer el principio de la refracción de la luz, Maupertuis
corrigió a Leibniz en su teoría sobre el choque de los cuerpos elásticos y
Euler estableció la generalización de que la naturaleza obra siempre según lo
máximo o lo mínimo.

Por
este motivo se ha equilibrado la discusión hasta el punto de encontrar
vertientes epistemológicas que de ninguna manera desautorizan a la ciencia para
proceder conforme a “normas de calidad preestablecidas”. Sin comprometerse con
la cuestión metafísica, se declara viable una línea de investigación que asuma
el ''supuesto'' de que las cosas responden a fines, aunque se mantiene la
exigencia de que las conclusiones a que se llegue a partir de ese ''como si''
queden sometidas a prueba experimental. Podríamos denominarlo una metodología
heurística (Zycinski 1987, 325-326).

Al
considerar este asunto, Alonso (1989, 133 y 136) defiende la argumentación
antrópica mostrando que su aplicación no se circunscribe a hechos del pasado,
como son las condiciones iniciales del universo, sino que también intenta
justificar por qué algunas propiedades ''actuales'' están sesgadas por la
presencia del observador humano. Así mismo, afirma que la validez del
formalismo retrodictivo o ''a posteriori'' no depende de la connotación
antrópica, sino que podría emplearse en cualquier otro contexto.

Merece
apuntarse aquí, aunque sea brevemente, la concepción de Mariano Artigas acerca
de los supuestos de la ciencia. Para este autor existe un fuerte vínculo de
condicionalidad entre la actividad científica y un contexto epistemológico y
metafísico caracterizado por la inteligibilidad del orden cósmico y nuestra
capacidad natural para desentrañarla. Pero a la vez la ciencia, al apoyarse en
esos supuestos, contribuye a su mejor comprensión. Cabe decir, entonces, que el
PA suministra un escenario mucho más refinado para establecer de qué modo opera
la teleología de la naturaleza (Artigas 2000, 75).

El
segundo punto se refería a la capacidad predictiva del PA. En general los
investigadores lo ven estéril bajo ese ángulo. Sin embargo, Carr y Rees
plantean la situación en términos provisionales (1979, 612), y si volvemos a
examinar el formalismo de la explicación no aparece inconveniente para que en
algún momento esas predicciones y sus eventuales corroboraciones se verifiquen.
Hay muchas perspectivas a partir del conocimiento de nuevos rasgos específicos
de la naturaleza humana que podrían desembocar en la exigencia de condiciones
hasta el presente no advertidas.

En
cuanto al antropomorfismo, se trata de un cargo que se han ocupado de poner
sobre el tapete los defensores acérrimos del principio copernicano. Para ellos
debe mantenerse una asepsia metodológica que elimine cualquier referencia
protagónica hacia el hombre, no solo por la tendencia natural que tenemos a
poner las cosas bajo nuestra medida, sino por los cuantiosos daños que esa
actitud generó en el conocimiento objetivo durante muchos años. Considerando
que somos también nosotros “polvo de estrellas” y que no nos asiste ningún
privilegio con respecto a las leyes físicas (ninguna piedra nos perdonará la
vida si la gravedad la precipita sobre nuestra cabeza) esta supuesta coordinación
benefactora de la que habla PA podría no ser más que una ilusión (Atkins 1995).

Sin
embargo, hay que empezar por admitir que no es concebible aquella perspectiva
de la objetividad según la cual existe plena independencia entre lo observado y
el observador. El mundo ya no es más como una película de cine o una
fotografía, en las cuales nada de lo que ocurre se ve afectado por nuestro acto
de observación. Y no nos referimos solamente a la interacción que supone el
acto de observación, tema que ha puesto de manifiesto la física cuántica pero
que tal vez podría minimizarse a escala macroscópica. Estamos diciendo que al
observar la naturaleza también nos observamos a nosotros, que nosotros también
somos naturaleza y que es completamente válido llegar a veces a afirmaciones
sobre el mundo a partir de una experiencia interna (que no es lo mismo que una
experiencia subjetiva).

Por su
parte, Alonso defiende al PA de esta acusación ya que la razón por la que se
pone al hombre en referencia a las características del universo son las
propiedades ''físicas'' del cuerpo humano, aquello que guarda homogeneidad
con el resto del mundo material, y por lo tanto no se apela a ningún juicio de
valor. El PA solo dice que si se pretende llegar a un producto natural como es
el cuerpo humano, se requieren de tales y cuales condiciones específicas de
orden espacio-temporal. La sofisticación de esas condiciones no debe entenderse
como un homenaje a la dignidad humana, sino la consecuencia lógica del alto
nivel de desarrollo y complejidad que encontramos, sin prejuicio alguno, en
nuestro propio cuerpo (Alonso 1989, 138).

<!--[if !supportLists]-->'''5.     
'''<!--[endif]-->'''Resonancias teológicas'''

''' '''

El
Concilio Vaticano II ha dejado, entre tantos frutos, una puerta abierta y una
vigorosa llamada hacia el diálogo de la Iglesia con la cultura contemporánea.
Una de las expresiones más elocuentes de ese espíritu de apertura ha sido, sin
duda, el estímulo a la interacción entre ciencia y teología, con un notable
despliegue en las últimas décadas. La predisposición a ese encuentro no ha
surgido solamente desde el ámbito religioso. Los propios científicos han
llegado con sus últimos avances a un nivel de profundidad en el conocimiento de
lo real que, inevitablemente, suscita interpelaciones que van más allá de sus
dominios. Incluso en aquellos círculos intelectuales de inclinación más bien
agnóstica se aprecia una mayor predisposición para tener en cuenta ciertos
aspectos de la problemática científica que conducen directa o indirectamente
hacia temáticas trascendentes.

Son
varias las especialidades desde las cuales se ha dado lugar a un escenario de
discusión interdisciplinar. La cosmología ocupa un espacio destacado, sobre
todo a partir de las diversas propuestas acerca del origen del universo, entre
las que sobresale la denominada teoría del Big Bang. El intento de dar una
explicación puramente científica acerca de la aparición del mundo desde un
supuesto tiempo inicial potenció en forma significativa la polémica acerca de
si aquella “gran explosión” de los comienzos exige, o más bien suprime, la
intervención creadora de Dios. Aunque el PA tiene un carácter algo más
sofisticado, ha sido un aporte en esa misma línea, y representa hasta hoy un
desafío provocativo para los estudiosos de la ciencia sagrada. En esta última
sección se propondrán algunos avances sobre ese punto.

La
Biblia declara con nitidez el puesto central del hombre (''Gen. ''1, 26 y 2,7; ''Salmo ''8,
5-9), y así lo ha entendido la tradición, ya desde la Patrística y en especial
en la escuela de Capadocia, donde aparece la idea de la persona humana como ''microcosmos''. Esta concepción
antropocéntrica ha sido sistematizada por Santo Tomás de Aquino (cf. ''Suma Contra Gentiles ''III, 22 y 112; ''Compendium Theologiae ''c. 148). El
Magisterio más reciente ha querido poner de relieve esa característica como un
privilegio y a la vez una responsabilidad en la custodia de la creación (cf.
Francisco ''Laudato Si’).''

Esa
afirmación, inapropiadamente entendida, fue alguna vez un obstáculo para la
aceptación de algunas teorías científicas fundamentales, como el heliocentrismo
copernicano y la evolución de las especies. El quiebre de la relación entre
religión y ciencia condujo finalmente al reduccionismo positivista. Si bien el
principio copernicano no cuestiona las convicciones religiosas (más bien
contribuye a comprenderlas en un nivel superior de madurez), fue históricamente
asociado a un rechazo de la fe, o al menos a una completa separación entre lo
religioso y lo racional. En el siglo XX, la Iglesia Católica tuvo una actitud más
receptiva, procurando una mayor integración de los aportes de la ciencia con la
reflexión teológica. Al mismo tiempo, sostuvo con firmeza la idea original de
la centralidad del hombre, rechazando la pretensión de un naturalismo para el
cual la especie humana es un habitante más del universo, producto del juego
fortuito de causas de orden meramente físico-químico.

A medida que se fueron superando las tensiones
entre la ciencia y la teología, la convergencia de los procesos naturales hacia
el surgimiento del hombre fue tomada como un signo del plan providencial de
Dios que se consuma en una criatura hecha a Su imagen y semejanza. Al mismo
tiempo, esta renovada visión teológica del hombre como síntesis y acabamiento
del cosmos se desplazó hacia el área de la cristología. En la medida en que la
persona de Cristo asume lo humano, se plantea una lectura de la Encarnación que
involucra también al universo entero (''Colosenses
''1, 15-17).

Ya
desde el medioevo se plantea el debate entre la escuela dominicana y la
franciscana  acerca del motivo de la
Encarnación. Para Duns Scoto, eminente representante de esta última, tal motivo
no radica en la misión redentora del Hijo de Dios, sino en llevar a su plenitud
el gesto amoroso de Dios realizado en la creación. En otras palabras, aunque el
hombre no hubiera pecado, el Verbo se habría encarnado de todas formas para dar
cumplimiento a la manifestación gloriosa del Padre. Más que pensar a Cristo en
función del universo, es el universo el que debe ser pensado en vistas a Cristo
(Tanzella-Nitti 2002).

Ahora
bien, esta perspectiva parece minimizar la figura de Cristo como vértice de la
historia y culminación del plan de salvación. En ese contexto sale al cruce una
de las figuras más destacadas de la teología del siglo XX, considerado el
iniciador de la “cristología cósmica”: Pierre Teilhard de Chardin. Su obra está
basada en la figura de Cristo como “punto Omega” del devenir evolutivo de la
creación. Partiendo del nuevo paradigma científico que plantea al universo en
clave histórica, Teilhard considera que todo el orden natural está orientado
hacia la plenitud realizada en la figura de Cristo. No obstante, la propuesta
del pensador jesuita parece haber descuidado hasta cierto punto la fuerza del
misterio del pecado y el acontecimiento de la Muerte y Resurrección de Cristo.
Ahora bien, como lo hace notar Jean-Michel Maldamé (1993),  del mismo modo en que la creación del alma
espiritual es irreductible a la evolución de la materia y sin embargo está en
continuidad con el proceso de autorrealización del dinamismo creador, puede
afirmarse que el misterio de la Resurrección constituye un acto sobrenatural
pero que, en lenguaje paulino, significa la redención de todo el orden cósmico
que se recapitula en Cristo. A través de estos breves comentarios se intenta
mostrar las virtualidades que ofrece el PA para una proyección desde lo
antropocéntrico hacia lo cristocéntrico (Tanzella-Nitti, 2002).

Tal
vez la gran paradoja del PA sea el hecho de que las mismas leyes que expresan
el “ajuste finísimo” bajo el cual es posible la existencia humana sean a su vez
las que establezcan, en un tiempo suficientemente prolongado, la disolución de
las condiciones actuales de nuestra existencia y, por lo tanto, la segura
desaparición de nuestra especie. La afirmación según la cual el universo existe
por causa del hombre se desvanece al comprobar que las mismas premisas en que
se apoya sirven a la larga para demostrar lo contrario. De aquí se desprende el
aporte de la teología que, en consonancia con los misterios escatológicos,
propone asumir la fugacidad de la historia humana y su perspectiva de
destrucción en relación al misterio pascual de la transformación de todas las
cosas para dar lugar a “un nuevo Cielo y una nueva Tierra”.

Para
finalizar, digamos que el diálogo entre ciencia y teología que se despliega en
nuestra época constituye en sí mismo un tema de análisis que ha inspirado una
copiosa bibliografía. Entre las propuestas aparecidas se encuentra el concepto
de ''consonancia'', introducido por Ernan
McMullin (1981) y luego explicitado por John Polkinghorne (2002). Se trata de
un enfoque que procura establecer un vínculo equilibrado entre el campo
científico y el de la teología, evitando soluciones extremas o simplistas, como
el concordismo o, en el otro extremo, los “magisterios no solapados” de Stephen
Gay Gould. Para salvaguardar al mismo tiempo la autonomía de los saberes y la
unidad profunda de la verdad acerca de la realidad, se habla de consonancia
como un criterio que indica la coherencia, compatibilidad o congruencia entre
una teoría científica y la visión general del mundo que corresponde a la fe. En
tal sentido es posible y válido, desde el punto de vista epistemológico, examinar
la no contradicción entre ambos enfoques (digamos una consonancia “débil”) e
inclusive la armonía o compaginación que cabría establecer cuando la
perspectiva científica y la teológica se comparan parte a parte. Así, por
ejemplo, las teorías que invocan una presencia destacada de los factores
aleatorios, como en el caso del neodarwinismo, representarían un caso de
consonancia débil ya que, según lo ha establecido la reflexión teológica, el
gobierno divino de la creación no excluye la intervención de causas azarosas.
En cambio, el PA tiene una elevada carga de contenido empírico que subraya con
énfasis la impronta de centralidad del hombre revelada por la visión cristiana,
y podría considerarse en tal sentido como un ejemplo claro de consonancia “fuerte”
(Beltrán 2010).

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'''OTROS RECURSOS EN LÍNEA'''

“Was the Universe Made for Us?” www.anthropic-principle.com

“Documentazione Interdisciplinare
di Scienza e Fede” www.disf.org

“Grupo de Investigación Ciencia
Razón y Fe” www.unav.es/cryf

“Quaerentibus. Teología y Ciencias”
quaerentibus.org

El autor agradece al Dr. Claudio
Bollini por la revisión de su artículo y las observaciones hechas.

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