Diferencia entre revisiones de «Conocimiento natural de Dios»

Giuseppe Tanzella-Nitti
Università della Santa Croce

De DIA
 
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Traducción a cargo de Leandro Gaitán. DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E.Vanney - 2015.
 
Traducción a cargo de Leandro Gaitán. DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E.Vanney - 2015.
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ISSN: 2524-941X
  
 
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Última revisión de 14:29 7 jun 2016

Versión española de Natural Knowledge of God, de la Interdisciplinar Encyclopedia of Religion and Science.

Traducción: Leandro Gaitán


A pesar de su prolongada tradición teológica y su profundo arraigo en el origen mismo de la filosofía, el tema del conocimiento natural de Dios siempre ha sido objeto de debate crítico. A partir de la Edad Moderna, las diferentes perspectivas teológicas sobre este asunto se debieron principalmente a diferentes comprensiones de la dinámica entre la fe y la razón. La posición luterana clásica, especialmente con Karl Barth, que niega cualquier acceso a Dios por la sola razón, es muy diferente de la visión católica, generalmente más abierta a la posibilidad de conocer a Dios por medio de algunas vías filosóficas. Por otra parte, cualquier aproximación teórica al conocimiento de Dios por la fe y/o la razón está altamente influenciada por el significado y el contenido que asociamos con las dos palabras “fe” y “razón”. La posibilidad de un conocimiento natural de Dios es un tema importante no sólo para los filósofos y teólogos, sino también, hasta cierto punto, para los científicos, que podrían estar interesados en una noción de Dios como fundamento y causa última de toda la realidad física. La forma en que entendemos un conocimiento natural de Dios conduce a la posibilidad de una “teología natural”, con repercusiones sobre la epistemología teológica y filosófica, y también sobre la soteriología, al abordar la cuestión de qué salvación puede ser asociada con dicho conocimiento. Sin discutir ninguna “forma” específica de llegar al conocimiento de Dios, la primera sección de este artículo ofrece una visión de conjunto sobre el tema enfocándose en el papel que juegan la fe y la razón. La segunda sección recuerda la visión aportada por el Magisterio de la Iglesia Católica, mientras que la tercera sección debatirá qué idea del Logos puede adquirirse a partir del estudio de la realidad física.


1 La estructura lógica, interna, del conocimiento humano de Dios  

Es importante distinguir y explicar el significado de dos enfoques diferentes, el de un “conocimiento natural de Dios” y el de una “revelación de Dios en la creación”. Ambos enfoques están claramente conectados el uno al otro, pero también son distintos. El primero es un camino filosófico que conduce a una imagen de lo “Absoluto” que depende del método específico elegido (metafísico, fenomenológico, cosmológico, antropológico, etc.); el segundo es un asunto teológico que concierne a la teología de la Revelación. En el conocimiento natural de Dios, el ser humano, haciendo uso de su razón natural, intenta llegar a una noción de Dios; en cambio, cuando nos referimos a la revelación de Dios en la creación, es Dios quien se revela a alguien (y no a algo), como sujeto de un acto dirigido a la persona humana. Aquí, la fe es la respuesta humana a la revelación de Dios, escuchando la Palabra que Dios pronuncia a través de la creación y/o a través de la historia.

La posible comprensión del enunciado “conocimiento natural de Dios” está influenciada por la amplia semántica del adjetivo “natural”. Este adjetivo incluye tanto la filosofía “crítica”, que llega a sus conclusiones por medio de la sola razón natural (es decir, sin la ayuda de ninguna revelación sobrenatural), como la filosofía “espontánea” (es decir, la experiencia del sentido común partiendo de nuestro conocimiento de la naturaleza), junto con sus implicaciones existenciales, estéticas y religiosas. Cuando los teólogos estudian la información contenida en las Sagradas Escrituras a fin de examinar la existencia de dicho conocimiento, deben tener en cuenta ese alcance semántico, al abordar la pregunta de a qué tipo de conocimiento natural de Dios se refiere la Sagrada Escritura. Un discernimiento incorrecto puede llevar, a un lector apresurado, a sentir que ha encontrado en la Revelación bíblica justificaciones para validar algunos caminos filosóficos y racionales específicos en detrimento de otros, olvidando que la Biblia puede hablar de diferentes posibles caminos de acceso a Dios dependiendo de los diferentes contextos y géneros literarios. El teólogo debería también examinar si un pasaje específico de la Biblia refiere a la idea de la revelación de Dios en la naturaleza creada (cf. Jb cc. 38-39; Sal 8, 18, 103; Eclo cc. 42-43), o más bien a la idea de nuestro conocimiento de Él a través de la naturaleza (cf. Sb 13,1-9; Rm 1,18-20, 28; Rm 2,14-16; Hch 14,15-18 y 17,22-34).

Cualquier camino filosófico que pretenda lograr un “conocimiento natural de Dios” es incapaz de desarrollarse en forma totalmente autónoma. Ni la ruta específica, ni el horizonte lingüístico o conceptual elegido, pueden desarrollarse en una forma completamente independiente de cualquier dimensión religiosa de Dios, incluyendo algunos elementos derivados de la revelación de Dios. Este estado de cosas aumenta la complejidad del problema. Por ejemplo, cuando habla de Dios, el filósofo del lenguaje necesita algunos elementos tomados de la antropología, el filósofo metafísico necesita algunos conceptos derivados del sentido común, el historiador de las religiones necesita nociones extraídas de la fenomenología de la religión, etc. En general, cuando hablamos de un “conocimiento natural de Dios” la incompletitud de una racionalidad filosófica formal se enfrenta a dos problemas fundamentales.

El primero de ellos, como destacan apropiadamente varios autores, es que todo conocimiento natural de Dios, o más precisamente, todo conocimiento natural del Absoluto, implica, por razones hermenéuticas, una noción un tanto previa de Dios a disposición del conocedor: una noción o un concepto de Dios es primariamente prestado del mundo de la experiencia religiosa. Según Etienne Gilson, la idea de Dios completa y entrona las aspiraciones de los metafísicos, pero la idea de Dios no se origina en ellos (cf. Gilson 1949 y 1955). Además, la experiencia religiosa está particularmente conectada a una experiencia filosófica espontánea (experiencia de sentido común), permitiendo de ese modo un inevitable pero también fructífero intercambio de conocimiento entre esos dos campos, los cuales se ofrecen mutuamente un soporte de inteligibilidad. Tomás de Aquino fue muy consciente de esa situación cuando escribió sus famosas Cinco Vías para la existencia de Dios: en particular cuando usó la expresión: “… y es lo que todos entienden y llaman Dios” (Summa theologiae, I, q.2, a. 3). También se debe señalar que sólo si el concepto de Dios viene del mundo existencial y religioso del sujeto, entonces es apropiado reconocer a Dios o lo divino como resultado de una especie de revelación a la que se llama “revelación de Dios a través de la creación/naturaleza”. Esta noción previa de Dios puede estar presente en el sujeto de una manera trascendental no-temática, o también percibida categóricamente, cuando el sujeto observa la naturaleza, escucha su conciencia o reflexiona sobre el significado de la existencia.

Una segunda razón básica por la que un recorrido racional-filosófico completamente autónomo hacia el Absoluto parece impracticable, es la existencia de un “principio de creación” que precede a cada pregunta filosófica, y del cual el mismo sujeto investigador depende –al menos en la medida en que él o ella reconoce honestamente que uno no es capaz de solucionar el “problema de la contingencia” de manera autorreferencial, y reconoce la necesidad de un fundamento causal del Ser. En términos filosóficos, dicho principio de creación significa simplemente que la razón humana, a fin de evitar ser ideológica, debe permanecer abierta al reconocimiento de la existencia de un “fundamento ontológico” capaz de solucionar las cuestiones ontológicas no resueltas, esto es, debe permanecer abierta para ser desentrañada como una razón creada.

Es fácil ver que estamos ante un tema que tiene diferentes aspectos gnoseológicos y hermenéuticos, y cuyo vocabulario –a menudo inconscientemente–, no siempre es utilizado de manera consistente. Cuando la interna y sutil articulación filosófica en el conocimiento natural de Dios ha sido subestimada, ha dado históricamente lugar a malentendidos, simplificaciones e inconsistencias. Como resultado, hubo repercusiones significativas en la comprensión de las relaciones entre fe y razón; por ejemplo, muchos han pensado que cuando los órdenes filosófico y religioso son identificados como órdenes separados, esto debe llevar a negar la viabilidad de “pruebas filosóficas” de la existencia de Dios. En realidad, esas pruebas siempre pueden ser usadas, en la medida en que exista una vía filosófica rigurosa para conectar los campos lógico-epistemológico y antropológico-existencial, y mientras evitamos malentendidos sobre el significado de la palabra “Dios” y los atributos que asociamos con dicha noción. En aquellos contextos intelectuales que hacen hincapié en que la religión es mucho más que la filosofía, que Dios debe ser un ser Personal, y que podemos tratar con Él sólo a través de la “oración”, es más correcto hablar de “pruebas filosóficas de la existencia de un Absoluto”, de un “Ser Necesario”, etc., en lugar de “pruebas filosóficas para la existencia de Dios”.

El conocimiento natural de Dios es compatible con dos perspectivas diferentes pero interrelacionadas, dos formas conceptuales diferentes de ver la misma cosa en la dinámica de la relación entre fe y razón. De acuerdo a la primera perspectiva, el conocimiento natural de Dios puede ser considerado como perteneciente al campo de la fe: la noción de Dios es derivada de la experiencia religiosa como una forma de creencia o fe (fe sobrenatural cuando la noción de Dios es derivada de la experiencia religiosa asociada con la revelación Judeo-Cristiana). En este caso, el conocimiento natural de Dios es un “camino descendente” de la fe a la razón, un camino que justifica la razonabilidad y universalidad de la fe en Un Dios, ya que podemos vincular este conocimiento sobrenatural o religioso de Quién es Dios con otros conceptos totalizantes y universales pertenecientes a la razón natural. Al hacerlo, el Dios conocido por la fe puede satisfacer la sed de la razón en la búsqueda de un fundamento para la existencia del cosmos, y en la búsqueda de un significado para la vida humana. Desde otra perspectiva, el conocimiento de Dios puede ser concebido como un itinerario del intelecto que no está iluminado por la fe; en este caso, dicho “camino ascendente” puede ser realizado únicamente por el esfuerzo del pensamiento filosófico, alcanzando una “imagen del Absoluto” que sólo será definida por la racionalidad filosófica, no por la revelación. Los atributos del Absoluto (Ser necesario, principio y fin de todas las cosas, Inteligencia responsable del orden y la racionalidad en el cosmos, Bien supremo, etc.) serán diferentes entre sí, dependiendo del específico método filosófico o dominio aquí utilizado. De este modo, las premisas quedan aquí establecidas, una vez que el sujeto tenga acceso a una noción religioso-existencial de Dios, él o ella también puede arribar a la conclusión de que “…y esto es lo que todos entienden y llaman Dios”.

La interrelación entre esas dos perspectivas, sin embargo, resulta clara cuando nos movemos desde un conocimiento puramente teórico a la experiencia religiosa generada por la fe. Una fe en Dios inteligible, comunicable debe basarse en una imagen de Dios que puede ser conocida por la razón filosófica; por otra parte, una vía racional que no desea seguir siendo un puro ejercicio abstracto, sino que más bien quiere comprometerse con el conocimiento y la experiencia humana, debería conectarse con el mundo religioso del sujeto: por ejemplo, permaneciendo abierto al reconocimiento del misterio de la existencia. En términos más generales, la similitud entre esas dos perspectivas es explicada por Tomás de Aquino usando la metáfora de un “doble movimiento”: el camino ascendente de un conocimiento filosófico/racional de Dios, y el camino descendente de una divina revelación, a condición de que no sean dos vías independientes, sino diferentes direcciones en un mismo y único camino (Summa contra Gentiles, IV, c. 1 and II, c. 4).

El debate sobre el conocimiento natural de Dios ofrece a la teología una serie de oportunidades, pero también plantea algunas preguntas abiertas. Una primera oportunidad proviene del campo del diálogo interreligioso, ya que la búsqueda de Dios a través de la naturaleza juega aquí un papel clave. En segundo lugar, la reevaluación del conocimiento natural de Dios como “preámbulo de la fe”, tanto desde una perspectiva antropológico-religiosa como filosófico-racional, fortalecería cualquier discurso sobre el Dios revelado, en un clima cultural donde la fe es desafiada por el relativismo generalizado y la indiferencia religiosa. Finalmente, una comprensión sacramental del cosmos se vuelve posible, ya que refleja al Logos por quien fueron hechas todas las cosas. Se destaca, entonces, una visión de la creación centrada en Cristo, y en la cual la naturaleza es así apta para recibir el regalo de la Encarnación, guardando alguna conexión implícita con la dimensión cósmica de la salvación cristiana.

Entre las preguntas formuladas a los teólogos está la de cómo valorar y explicar la doctrina clásica sobre la suficiencia de un conocimiento natural de Dios y de una revelación de Dios en la naturaleza, para que los seres humanos alcancen una salvación sobrenatural. De acuerdo a esta doctrina, en ausencia de una revelación histórica, y por tanto en ausencia de una Palabra escrita, una razón honesta (Lat. recta ratio) puede reconocer al verdadero Dios y Su ley escrita en el corazón humano. Esto implica ir más a fondo en las relaciones entre filosofía, religión y revelación; especialmente preguntando qué tipo de “fe” es necesaria para este camino de salvación, y qué medida esta fe es una verdadera respuesta personal a un Dios revelador, o mejor dicho, una mera creencia o un simple sentimiento de asombro ante una manifestación de lo divino (cf. Fides et ratio, nn. 31-33; Dominus Iesus, n. 7). Por otra parte, si admitimos que un conocimiento natural de Dios es necesario para comprender lo que dice la Revelación cuando habla de Dios, la teología debería también aclarar si un conocimiento tal podría derivar solo de experiencias religiosas y sentido común, o, por el contrario, si también es requerido algún otro tipo de conocimiento filosófico racional/teórico. Y finalmente, ¿cómo el pecado original y los pecados actuales afectan a esas formas de conocimiento, tanto a nivel personal, como sobre las dimensiones históricas y sociales?

La teología del siglo XX proporcionó diferentes respuestas a estas preguntas, en función de los diferentes énfasis dados a la fe o a la razón, y del polo preferido por los teólogos para comenzar, a saber, la revelación de Dios o la búsqueda humana de Él. Estas respuestas también produjeron algunas pre-concepciones que influyeron en la comprensión de las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia sobre ese tema, es decir, en la adecuada hermenéutica para leer sus declaraciones oficiales. Por otra parte, incluso las declaraciones del Magisterio y el vocabulario allí utilizado fueron inevitablemente afectados por el contexto filosófico-teológico en el cual esas declaraciones fueron escritas. Sin embargo, a pesar de todas esas limitaciones hermenéuticas, algunas pautas homogéneas pueden ser fácilmente delineadas. Leamos algunas de las declaraciones oficiales esenciales sobre el tema.


2 Las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia Católica: un panorama histórico y documentos recientes  

En muchas de sus páginas, la Encíclica Fides et ratio afirma que la razón humana es capaz de reconocer la existencia de un Absoluto, que es capaz de descansar sobre una verdad estable, que es asequible más allá de los fenómenos observables, del flujo del lenguaje, y el flujo de la historia y sus diversas interpretaciones. Lo que establece la Encíclica se evalúa junto con la historia de la filosofía del siglo veinte, especialmente su enfoque crítico a la cuestión de la verdad, tanto en sus aspectos metafísicos como existenciales (cf. Fides et ratio, nn. 24, 34, 36, 53, 67, 81, 83, etc.). Al hacerlo, la Encíclica resume y reafirma una convicción que, a pesar algunas vacilaciones y de la coexistencia de diferentes perspectivas filosóficas, ha estado presente en reflexiones teológicas y en la fe de la Iglesia desde los primeros siglos de la era cristiana (cf. Morerod 1999).

Si dejamos a un lado la declaración del Papa Clemente XI contra el jansenista Quesnel (cf. DH 2441), las primeras declaraciones del Magisterio de la Iglesia Católica con relación a la posibilidad del conocimiento natural de la existencia de Dios se remontan a las tesis atribuidas a Louis-Eugène Bautain en 1844 por la Santa Congregación de Obispos y a las atribuidas a Augustin Bonnetty por la Congregación del Santo Oficio en 1855. Se les pidió “no enseñar nunca que, con las solas luces de la recta razón, abstracción hecha de la revelación divina, no se pueda dar una verdadera demostración de la existencia de Dios” (DH 2765); en otras palabras, se ha afirmado que “el raciocinio puede probar con certeza (cum certitudine probari potest) la existencia de Dios” (cf. DH 2812 y DH 2751). Algunos años más tarde el Concilio Vaticano Primero (1870) abordó este tema en un parágrafo de la constitución Dei Filius, en la cual leemos: “Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza (certo cognosci posse) por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas” (Dei Filius, c.2; DH 3004). Esta declaración luego será tomada literalmente por el Concilio Vaticano Segundo (1965) (cf. Dei Verbum, n. 6), y también será comentada por Fides et ratio (cf. n. 53). En la enseñanza, el Concilio Vaticano Primero quiso dar respuestas efectivas tanto al racionalismo como al fideísmo. Abordó el enfoque anti-religioso de los racionalistas afirmando que, incluso sin la ayuda de la revelación divina, fue posible lograr un conocimiento filosófico de Dios. También se dirigió a los fideistas, quienes fueron subestimando el papel de la razón, como el Concilio afirma que el acceso a la verdad no es exclusivo de la fe. Debido a la concisión de la declaración de Dei Filius, las dimensiones religiosa y filosófica parecen indistinguibles una de otra, aunque la sentencia “Dios, principio y fin de todas las cosas, […]” parece contener a las dos, como “Dios” es un nombre invocado por el hombre religioso, mientras que “principio y fin de todas las cosas” puede referir a una conclusión filosófica; sin embargo, en un canon subsecuente, esta articulación es menos clara y la declaración más teológica, según leemos “Dios vivo y verdadero, creador y señor nuestro” (DH 3026). El Concilio se preocupa también en distinguir “fe divina”, del conocimiento natural de Dios y del conocimiento de la ley natural moral, intentando proteger la autoridad de Dios como la razón formal de nuestra creencia en las verdades reveladas (cf. DH 3032).

La Encíclica Pascendi dominici gregis (1907), escrita como una crítica del agnosticismo, subraya la capacidad de la razón humana para ir más allá de las apariencias de los fenómenos, negando la opinión de que la razón “ni es capaz de levantarse hasta Dios ni puede conocer su existencia ni aún por las cosas que se ven” (DH 3475). La Encíclica también agrega que esta visión agnóstica implicaría incorrectamente que Dios no es un objeto de conocimiento histórico (esto es, como si los efectos de la existencia de Dios no poseerían ninguna dimensión histórica). Otro documento escrito unos pocos años después, Sacrorum Antistitum (1910), contiene la misma doctrina, aunque usa un lenguaje más metafísico cuando declara que: “Dios, comienzo y fin de todas las cosas, puede ser conocido, y por tanto también mostrado (demonstrari etiam posse), como la causa de esos efectos (tamquam causam per effectus) con la luz natural de la razón, a través de las cosas que son hechas, a través del trabajo visible de creación” (DH 3538). Es interesante notar que, algunas décadas antes, los Padres del Primer Concilio Vaticano, como resultado de un debate, prefirieron usar el término cognosci en lugar del término demonstrari (cf. J. D. MANSI, Sacrorum Conciliorum Nova et Amplissima Collectio, 51 [1961], coll. 276 y 296). Unos años después Sacrorum Antistitum, las 24 Theses approbatae philosophiae thomisticae (1914) fueron publicadas en reacción al modernismo y agnosticismo, recomendando el uso de una específico lenguaje filosófico. Una de esas tesis establece: “No percibimos que Dios existe con una intuición inmediata. Sólo a posteriori podemos probar, y no a priori, que Dios existe, sólo por la observación de las cosas que han sido hechas, desde los efectos a las causas”. Aquí la tesis resume las cinco diferentes “causas” que corresponden a las “cinco vías” a Dios pensadas por Tomas de Aquino (DH 3622). Todas estas declaraciones, incluyendo las del Concilio Vaticano I, son conscientes del alcance específico y limitado de un conocimiento natural de Dios, siguiendo algunos caminos filosóficos particulares. De hecho, ellos hacen precisa la perspectiva formal, en las que tal conclusión racional, es decir, la existencia de Dios, puede ser lograda: como el comienzo y el fin de todas las cosas, como el conocimiento de una causa comenzando por sus efectos, u otras expresiones análogas.

El contenido de la Encíclica Humani Generis (1950) del Papa Pío XII se dirige principalmente a la controversia sobre la Nouvelle théologie. Las expresiones allí utilizadas, son muy eficaces para subrayar la fuerza de la razón humana y la validez eterna de los “principios inquebrantables de la metafísica”. “Es cosa sabida –dice la Encíclica− cuán gran estima hace la Iglesia de la razón humana para demostrar con certeza (certo demonstrare) la existencia de un solo Dios personal, para probar invenciblemente (invicte comprobare) por los signos divinos, los fundamentos de la misma fe cristiana” (DH 3892). Al mismo tiempo, el documento provee un extenso análisis de las causas que determinan una disminución, o incluso una falla, en nuestra capacidad de reconocer el valor de la razón: “Si bien es cierto que la razón humana, sencillamente hablando, puede realmente con solas sus fuerzas y luz natural alcanzar conocimiento verdadero y cierto de un solo Dios personal, que con su providencia conserva y gobierna al mundo, así como de la ley natural impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, muchos son los obstáculos que se oponen a que la razón use eficaz y fructuosamente de esta su nativa facultad” (DH 3875). Aquí se mencionan dos principales obstáculos: en primer lugar, la ausencia de formación filosófica, la cual a menudo ni se ha dado ni buscado, a pesar de que es necesaria para abordar este tipo de cuestiones; en segundo lugar, elementos subjetivos y existenciales afectan todo el conocimiento relacionado con la existencia de Dios y el reconocimiento de una ley moral, siendo dos temáticas que tienen consecuencias relevantes para nuestras vidas.

El Concilio Vaticano II no tuvo especial interés en desarrollar cuestiones filosóficas, ya que su principal visión teológica era centrarse en la historia de la salvación y el significado que ésta tiene para los hombres y mujeres contemporáneos, menos versados en la metafísica y más sensibles a enfoques antropológicos y existenciales. Desde éste punto de vista, se podría decir que el Concilio Vaticano II, especialmente la constitución Gaudium et Spes, transmite como un todo una doctrina sobre la “razonabilidad de la existencia de Dios”, más que una doctrina filosófica sobre dicha existencia. Esa razonabilidad se funda en una convergencia entre antropología y Cristología: las últimas preguntas humanas sobre el significado de la vida encuentran su más completa y creíble respuesta en Jesús Cristo; en Él, Dios se hace hombre y asume todas las dimensiones de la vida humana. Sin embargo, como mencioné más arriba, las enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre el conocimiento natural de Dios están también presentes en el Vaticano II (cf. Dei Verbum, n. 6), incluyendo la doctrina de Aquino sobre la necesidad moral de la revelación divina de algunas verdades que, en principio, la razón podría alcanzar por sí misma (una revelación necesaria debido a la situación histórica de los seres humanos, cuya razón está limitada y debilitada por el pecado). Mientras que Dei Filius optó por abordar el tema del conocimiento natural de Dios recién al comienzo de su capítulo n. 2 titulado De Revelatione (cf. DH 3004-3005), el Concilio Vaticano II comienza su reflexión sobre la Revelación presentando la revelación histórica de Dios en el Antiguo y el Nuevo Testamento; no obstante, el documento pronto introduce una breve referencia a la revelación de Dios a través de la creación (aunque el término revelación no es usado aquí), estableciendo que “Dios, creando y conservando el universo por su Palabra, ofrece a los hombres en la creación un testimonio perenne de sí mismo” (cf. Dei Verbum, n. 3). La palabra testimonio aquí empleada, aparece muchas veces en los documentos del Concilio Vaticano II, y representa una categoría privilegiada para la comprensión de la Revelación, por su credibilidad y transmisión. Como se esperaba, las dos perspectivas, es decir, el conocimiento natural de Dios y la revelación de Dios, aunque son mutuamente distinguibles, se encuentran, de hecho, conectadas la una a la otra: el conocimiento natural de Dios es como el efecto de la revelación de Dios en la naturaleza. Para adquirir un conocimiento de Dios a partir de las cosas creadas, necesitamos una primera y radical condición, que las cosas sean creadas, esto es, necesitamos previamente de una abierta y originaria manifestación/revelación de la Palabra de Dios.

Recientemente, el Magisterio de la Iglesia ha mostrado un renovado interés en la filosofía. En particular, el conocimiento natural de Dios está asociado con la búsqueda de la verdad, una búsqueda que no puede permanecer frustrada, porque es adecuada a las capacidades de la razón humana. Incluso antes de Fides et ratio, esa enseñanza fue explícitamente presentada en Donum veritatis (1990), un documento publicado por la Congregación para la Doctrina de la Fe y dirigido principalmente a los teólogos. En diálogo crítico con el relativismo filosófico y el agnosticismo, el documento afirma: “A pesar de las afirmaciones de muchas corrientes filosóficas, pero en conformidad con una correcta forma de pensar que encuentra su confirmación en la Sagrada Escritura, la capacidad de la razón humana para alcanzar la verdad debe ser reconocida, como así también su capacidad metafísica para llegar a un conocimiento de Dios desde la creación” (Donum veritatis, n. 10).

El papel de la filosofía está especialmente desarrollado, como se sabe, en Fides et ratio (1998). La Encíclica pretende instalar otra vez el problema de la verdad en el centro de la filosofía, como su objeto propio, y por eso la cuestión de Dios es declarada, nuevamente, como un objeto adecuado de la razón. La gran extensión de este documento y las muchas cuestiones que plantea, nos impiden dar cuenta de sus contenidos; entonces nos limitamos a resumir los puntos que parecen ser más relevantes para el tema del presente artículo (para un comentario del documento, véase: “A Symposium on Pope John Paul II’s Fides et Ratio”, 1999; Smith, 2001; Hemming and Parsons, 2002; McEnvoy, 2002; Ruel Foster and Koterski, 2003; Livi and Lorizio, 2005). Uno de los pasajes que más claramente concierne a nuestro tema es, indudablemente, Fides et ratio n. 67, donde se dice que hay “verdades cognoscibles naturalmente y, por consiguiente, filosóficamente. Su conocimiento constituye un presupuesto necesario para acoger la revelación de Dios”. Entre esas verdades, el “conocimiento natural de Dios” es explícitamente mencionado. En otra parte, en el mismo documento, leemos expresiones como éstas: existe “un camino que el hombre, si quiere, puede recorrer; inicia con la capacidad de la razón de levantarse más allá de lo contingente para ir hacia lo infinito” (n. 24). Consiguientemente, “una filosofía que quisiera negar la posibilidad de un sentido último y global sería no sólo inadecuada, sino errónea” (n. 81). Es “necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental” (n. 83). Y finalmente, nos enfrentamos a un gran y urgente desafío “el de saber realizar el paso […] del fenómeno al fundamento” (n. 83). La enseñanza de algunas verdades de razón, incluyendo el conocimiento natural de Dios, es necesaria para comprender el contenido de la revelación divina (cf. nn. 36 y 67), aunque tal conocimiento también puede ser alcanzado utilizando caminos intelectuales diferentes de los proporcionados por las argumentaciones teórico-filosóficas. Esos caminos alternativos son implícitamente mencionados por el documento cuando habla de la religiosidad humana y de los tesoros de sabiduría y cultura adoptados por muchas personas, para quienes la búsqueda de Dios y de respuestas a las grandes preguntas de la vida humana constituye un objetivo central de sus reflexiones y sus tradiciones de conocimiento. El valor positivo añadido a esas experiencias religiosas está basado, en última instancia, en el hecho de que Dios se da a conocer a través del mundo creado, una manifestación que aquí es explícitamente llamada “revelación” (cf. n. 19), una palabra que los Concilios Vaticanos I y II no utilizaron en este contexto. La Encíclica habla de “razón” en un marco de referencia realista, aunque consciente de las cambiantes circunstancias históricas, y también consciente de las muchas dificultades que el hombre encuentra en la búsqueda de la verdad. El poder de la razón es esbozado de acuerdo a sus limitaciones, lo cual sugiere que es precisamente la Revelación la que puede resolver las paradojas de la razón, la que puede revelarnos el más profundo significado de todas las cosas (cf. nn. 23 y 76).

La Encíclica Fides et Ratio de Juan Pablo II ofrece ideas útiles para hacer frente a las cuestiones que mencionamos al final de la sección previa, esto es, la necesaria articulación entre religión y filosofía en el conocimiento de la existencia de Dios. El documento contiene valiosos elementos para clarificar las relaciones entre Revelación, filosofía y religión, ya que todos están llamados a hablar de Dios, cada uno de acuerdo a su perspectiva específica. El documento no pretende resolver exhaustivamente la complejidad de tales relaciones, pero es consciente de que todos sus trabajos merecen ser decodificados. Mientras que la mayoría de los autores que han comentado esta Encíclica han subrayado la doble circularidad entre fe y razón, o entre teología y filosofía, está la triple circularidad entre Revelación, filosofía y religión, que proporciona el mejor contexto intelectual para orientar correctamente el problema del conocimiento de Dios.

Hasta hace unos años, uno de los principales puntos de debate teológico que influyó en la hermenéutica de esos documentos magisteriales se refiere a la cuestión de si un conocimiento natural de Dios es posible dada la condición histórica del hombre. Como ha confirmado ampliamente la tradición teológica y eclesial, dicho conocimiento se ve muy afectado por la salud moral del sujeto y por los efectos negativos que el pecado original, como así también el pecado en general, producen en el intelecto humano. Incluso las páginas de la Biblia, en las que se apoya la doctrina del conocimiento natural de Dios, presentan una especie de zona gris entre el conocimiento razonable y la ignorancia culpable, debido a las consecuencias del pecado en la historia humana (cf. Sab. 13:1; Rom. 1:21; Hech. 17:27). Humildad, justicia y rectitud son, por tanto, necesarias para entender la presencia y la obra de Dios en el mundo. A partir del Concilio Vaticano I, el Magisterio de la Iglesia utilizó expresiones que hacían referencia a una “capacidad” comprendida como un ejercicio abstracto (impersonal) de filosofía racional (cognosci posse). Además, desde el Concilio Vaticano I hasta Fides et ratio, esa enseñanza ha sido reafirmada mediante la doctrina tomista de la “necesidad moral” de Revelación. En efecto, es gracias a la Revelación que “todos los seres humanos pueden, en el estado actual de la raza humana, conocer fácilmente, con absoluta certeza y sin errores, lo que, en el ámbito de las cosas divinas, no es accesible a la razón (Summa theologiae, I, q. 1, a. 1). Por este motivo, la perspectiva elegida por Fides et ratio es muy interesante y algo novedosa. De hecho, el documento frecuentemente se dirige a los aspectos históricos de la sabiduría humana, junto con sus dimensiones religiosas y filosóficas, mencionando autores de diferentes religiones y áreas culturales. Una cuidadosa lectura de esas páginas parece indicar que no tratamos meramente con una posibilidad, sino de hecho, con una capacidad que ha sido puesta en acto por la razón humana, en diferentes épocas y lugares geográficos. La Encíclica habla de este conocimiento de Dios como un “deseo”, pero un deseo que “la filosofía ha articulado con sus herramientas específicas y métodos académicos” (cf. n. 24).

Debe decirse que, más allá de las discusiones teológicas que acompañaron la hermenéutica del Magisterio Católico, en esas enseñanzas estamos tratando, ciertamente, con un “contenido mínimo”, que debe ser aceptado con certeza: la noción de Dios es, sin duda, una noción inteligible para el hombre. Cuando la Revelación trata de conectar la imagen bíblica del Dios de Israel (Señor y Salvador de su pueblo) con el concepto de un Creador (causa de todo lo que existe), habla de un concepto familiar a la razón, una noción que la inteligencia puede asir con su propio poder. Por otro lado, si podemos ir más allá de ese “contenido mínimo” y mantener que la razón humana −a pesar de su debilidad como consecuencia del pecado−, ha conocido históricamente una vía que conduce a la existencia de un Absoluto partiendo de las cosas creadas, eso no significa que podamos tener un conocimiento completo y consumado de la naturaleza de Dios, sin la ayuda de la Revelación. Significa, más bien, que la razón puede tener acceso a un incondicionado Absoluto, cognoscible como el principio y el fin de todas las cosas, fundamento causal de la realidad. Un Absoluto también cognoscible, a nivel religioso y existencial, como la respuesta a la pregunta por el significado de la auto-trascendencia humana y la apertura de la libertad humana al infinito.

En la dinámica de la relación entre fe y razón, es claro que ningún argumento filosófico-racional que infiera la existencia de Dios no causaría, por sí mismo, fe en Dios. Sólo prepararía al sujeto a reconocer como razonable el anuncio de Su revelación en la historia y a aceptar el regalo de la fe. El análisis filosófico-racional de un conocimiento natural de Dios conduce al sujeto a reconocer la oportunidad de un compromiso personal con la verdad, la significatividad de una aproximación humilde al misterio del Ser. Sólo la Revelación, sin embargo, pondrá de manifiesto que el verdadero sentido de esa responsabilidad con la verdad es la opción para una persona, el reconocimiento de un llamado, de una invitación a una comunión de vida. Si preguntamos a los documentos del Magisterio Católico sobre la necesidad de un conocimiento natural de Dios para comprender de Quién habla la Revelación bíblica cuando habla de Dios, la respuesta es afirmativa. Respaldamos esta conclusión en el contenido y el carácter de muchas afirmaciones utilizadas, y en la elección hecha por los dos Concilios Vaticanos, de hablar de un conocimiento natural de Dios en el contexto de la doctrina de la Revelación. Especialmente, a la luz del contenido de Fides et ratio, una correcta hermenéutica de las enseñanzas del Magisterio sobre este tema muestra que no estamos tratando con un conocimiento puramente teórico, sino también con conocimiento ordinario y con el sentido común; y que, en todo caso, la imagen resultante del Absoluto depende de la específica ruta racional elegida.

En resumen, cuando examinamos el Magisterio Católico sobre el conocimiento natural de Dios, podemos observar la rica conexión por la cual la Revelación, la filosofía y la religión están entrelazados y mutuamente implicados; y cómo dicha relación demuestra tanto la significatividad de las preguntas planteadas por la razón, como la inteligibilidad de las respuestas recibidas por la fe.


3 Las características de una razón capax fidei y su percepción del Logos  

Si no se proporcionan otros elementos, un primer análisis de la dinámica entre fe y razón en relación con el conocimiento natural de Dios nos conduce a concluir que la fe, probablemente, no cumple un papel específico en dicho conocimiento. Sin embargo, esa conclusión corresponde a una cierta comprensión de la “fe” (cf. DH 3032), esto es, como una respuesta a una revelación histórico-categórica, y también a una específica concepción del término “razón”, comprendido como el ejercicio de una racionalidad filosófica independiente de cualquier noción de revelación. Esta comprensión es aceptable, pero debe ser declarada de antemano, especialmente cuando queremos interpretar los documentos Magisteriales o los textos escritos por otros autores. Si, por el contrario, aceptamos la idea de que la autonomía de la razón humana no es absoluta, y que la revelación de Dios en la historia incluye una revelación de Dios en la creación, entonces es posible considerar una dinámica entre fe y razón en el conocimiento natural de Dios. Esto fue parcialmente señalado al comienzo de la Sección I, cuando observamos que ningún recorrido filosófico que intente acceder a un “conocimiento natural de Dios” puede desarrollar sus argumentos por una vía completamente independiente y auto-referencial, si quiere arribar a una conclusión sobre la existencia de Dios en lugar de acceder únicamente a los atributos filosóficos del Ser. Esto supone la necesidad de acceder a aspectos religiosos-existenciales en los cuales la noción de fe, o al menos de creencia, desempeña necesariamente un papel. Además, en la Sección II, reconocimos que el término “conocimiento natural de Dios” también tiene un significado específico cuando se lo entiende como un recorrido de la fe hacia la razón, a fin de asegurar la universalidad de un concepto de Dios, conocido por revelación. Incluso si el conocimiento racional de un Absoluto filosófico posee prioridad lógica con respecto al conocimiento religioso-existencial de la noción de Dios, esto no implica que, en el creyente, dicho conocimiento tenga prioridad cronológica, lo cual permite a la fe buscar la inteligibilidad de la razón (quaerens intellectum).

Una razón capaz de comprender la existencia de un Absoluto, la existencia de un fundamento necesario y trascendente, y que reconoce ese Absoluto como su objeto propio, no opera dentro de una fe teologal. No obstante, es una razón capax fidei, capaz de fe. Dicha razón no se entiende a sí misma de manera autorreferencial o autosuficiente. Puede moverse hacia la fe, ya que es una razón no-ideológica, una razón sin hybris, consciente de su contingencia ontológica y de su horizonte finito. Estas son, de hecho, las características a las que la teología católica ha referido usualmente como recta ratio (cf. Fides et ratio, n. 4, 41, 50; DH 2765; Gaudium et spes, 63). Una razón que aquí definimos como “abierta a ser revelada como razón creada”. Una razón que comienza su viaje desde el realismo de lo que nos rodea y que tiene la humildad de dejar hablar a la otredad de la realidad. Una razón situada delante de una revelación natural de Dios, que siempre y en cualquier caso la precede, incluso si el sujeto no la puede percibir inmediatamente como tal. Una razón que, sin embargo, es libre, como lo demuestra la posibilidad de una negativa a permanecer abierta a un “principio de creación”. El conocimiento natural de Dios se coloca conceptualmente entre las dos formas de revelación, la natural y la histórico-sobrenatural, y como para otros “preámbulos de fe”, se puede dar sólo en una razón preparada para recibir la realidad como dato, como algo dado, y así, creado. Su disposición para revelarse como creada, la coloca en una dependencia lógica de una revelación precedente (revelación natural) que se produjo efectivamente. Dicha revelación representa, para la razón, la condición necesaria para escuchar y comprender la Revelación (considerada como un todo natural e histórico), cuando ésta habla de Dios.

Un estudio coherente de la dinámica entre fe y razón, sin embargo, debería también analizar la naturaleza del acto por el cual se reconoce la realidad como un dato ordenado racional; la naturaleza del acto por el cual él o ella decide escuchar la realidad como una otredad dialógica, y deja operar a la razón de una manera no-autorreferencial y no-ideológica. Para llevar a cabo este acto, ¿es necesaria alguna forma de fe, por ejemplo, una fe en una revelación natural divina? De este modo, es importante clarificar esta dinámica, evitando una especie de petitio principii, pasando por alto la peligrosa circularidad de una razón que, a fin de ser capaz de fe, debería haber adoptado previamente algún tipo de fe. A fin de responder esta cuestión, en nuestra opinión, debemos distinguir −en la naturaleza del acto mencionado antes−, dos momentos particulares con diferentes grados de significado antropológico.

El “primer momento” del acto de la razón que reconoce la realidad como dato (es decir, como algo dado) y permite hablar a la realidad es cuando el sujeto reconoce la contingencia y el límite de su condición creatural, y también la imposibilidad de palabras humanas para explicar la realidad como un todo. Esto no constituye ni implica explícitamente ninguna respuesta a una revelación de Dios en la naturaleza. Este reconocimiento es el propio objeto de una racionalidad capaz de darse cuenta de la existencia de un Absoluto incondicionado y necesario, como una razonable respuesta a la contingencia personal de cada uno. La humildad requerida para hacer esto es llamada simplemente “objetividad” y “realismo”. En este primer estadio, la realidad es comprendida como una otredad dada, esto es, algo no puesto por el sujeto, como una fuente de racionalidad que requiere un fundamento. Podemos resumir todas estas percepciones diciendo que el sujeto discierne un Logos ut ratio. Algunos autores han visto en dicho reconocimiento como una opción por la realidad, un asentimiento al Ser, una especie de “fe” en la racionalidad de la naturaleza. Éste es el caso de la “fe científica” como fue teorizada, por ejemplo, por Albert Einstein, Max Planck u otros científicos realistas; y es el caso de una fe en primeros principios del conocimiento científico que no pueden ser probados por el método científico, pero que son extraídos desde el sentido común, como indican Michael Polanyi o Thomas Torrance. Es sólo una cuestión de preferencia: podemos ampliar la semántica del término “fe”, calificando como un acto de fe, tanto el asentimiento del sujeto a la realidad como el rechazo de cualquier autorreferencia ideológica, o calificando ese acto tan sólo como una elección “razonable”. Ciertamente, no estamos hablando de fe teológica, sino de un acto libre del sujeto −para enfatizar el papel de esa libertad podríamos recordar la expresión de Polanyi de conocimiento como compromiso−, un acto que excede los estándares del conocimiento silogístico y formal, y que, por eso mismo, incluye un tipo de creencia basada en el contexto personal y existencial del sujeto.

El “segundo momento” está representado por la respuesta dada por el sujeto a una revelación de Dios mediante el lenguaje de la creación. En este caso, el sujeto no sólo comprende en realidad la imagen de un Logos ut ratio, sino que también reconoce la realidad como el efecto de un Logos ut verbum. El mundo es percibido como dado, como una otredad dialógica y significativa (cf. Tanzella-Nitti 2005). El grado de compromiso del sujeto es bastante profundo, pues él se siente “responsable” frente a Alguien (Lat. respondeo). El asombro ante la Naturaleza provoca, en un primer momento, un sentimiento de temor y reverencia que conduce a un sentimiento de adoración, a indagar sobre su Autor (cf. Desmond 2000; Cantore 1977). Así, en un segundo momento, el acto por el cual el Absoluto es reconocido como objeto de una relación personal, y la realidad es reconocida como algo dado por un Donante, esto es, como una realidad creada, puede ser clasificado como un acto religioso y no como un acto meramente filosófico (cf. Tanzella-Nitti 2000). Sólo este segundo momento del acto puede ser calificado como un acto de fe, porque supone la confianza y la auto-donación del sujeto. Como un acto religioso, ese acto de fe implica no sólo la admisión de su ser criatura y el reconocimiento de su no autosuficiencia, sino también apertura al misterio de lo Absoluto y, sobre todo, la libre expectación de lo que ese misterio puede revelar. El objeto propio de ese acto ya no es el Dios cognoscible desde un enfoque natural/racional, sino el Autor del mundo en tanto que Sujeto al que dirigimos nuestra gratitud y expectativas. La naturaleza “teológica” de ese acto religioso se encontraría así de acuerdo con la conocida doctrina católica acerca de la fe y la salvación de aquellos que no entran en contacto directo con la revelación histórica-sobrenatural, sino que tienen conocimiento de Dios sólo mediante el mundo creado y la consciencia de una ley natural escrita en sus corazones (cf. Lumen Gentium, n. 16).

La cuestión teológica destacada anteriormente, sobre la naturaleza del acto por el cual el ser humano reconoce la realidad como un dato (Logos ut ratio) gracias al ejercicio de una racionalidad abierta y no-ideológica, se puede responder diciendo que esa aproximación humilde de la razón no implica ninguna fe teologal, y por eso no hay petitio principii en comprender esa razón humilde como capax fidei. Sin embargo, como dicho acto termina reconociendo la realidad como dato, y por lo tanto como dado, y así creado, es un acto en el cual la gracia de Dios está misteriosamente presente (cf. Lumen Gentium, n. 16; Gaudium et spes, n. 22). Es razonable pensar que sea así, porque sin la ayuda de la gracia de Dios, el poder natural de la razón, herida por el pecado, podría fácilmente caer en la tentación de transformar la experiencia del límite y la finitud en nihilismo y sinsentido, en lugar de permanecer abierta al reconocimiento de un principio de creación. Esta dinámica puede esclarecerse aún más sugiriendo que la revelación natural de Dios a través de la creación debe considerarse de acuerdo a dos enfoques diferentes. De acuerdo a una perspectiva objetiva, que podríamos denominar ex parte Creatoris, la revelación de Dios en la naturaleza coincide con lo que anteriormente referimos como “principio de creación” o “principio de revelación”. En tal sentido, esta precede a cualquier filosofía de Dios (espontánea o racionalmente argumentativa), y por eso también, a cualquier conocimiento natural de Dios, y explica por qué, cuando hablamos sobre la razón, siempre debemos hablar de una razón creada. De acuerdo a la segunda perspectiva, es decir, ex parte subiecti, la revelación natural de Dios se distingue del mero principio de revelación: para tener una verdadera revelación personal de Dios, es necesario que el sujeto ejecute una respuesta responsable. Para que una palabra (Al. Wort) sea revelada no es suficiente escucharla o reflexionar sobre ella, sino también ejercer una responsabilidad (Al. Verantwortung) y dar una respuesta libre (Al. Antwort).

Resumiendo, el enfoque filosófico aquí propuesto nos conduce a un simple pero importante resultado: el conocimiento natural de Dios es un tema muy difícil, delicado y complejo para que sea descrito sin contextualizarlo en un marco conceptual y terminológico. Si hablamos de su relevancia para la razón y la fe sin una previa aclaración de la hermenéutica que se encuentra implicada, los riesgos de malentendidos son altamente probables, tanto para el filósofo como para el teólogo. Un ejemplo, o incluso una prueba de lo que decimos, puede verse en las distintas hermenéuticas −a veces contradictorias− que muchos filósofos aplicaron al pensamiento de Blaise Pascal en torno al conocimiento racional de Dios. Diferentes comentadores tuvieron visiones muy diversas, y en ocasiones opuestas, dada la naturaleza fragmentaria de la obra de Pascal y la dificultad para contextualizar correctamente y con suficiente precisión el contenido de sus Pensées. En realidad, algo análogo sucede en el pensamiento contemporáneo cuando los diversos autores no especifican suficientemente su contexto filosófico y los interlocutores a quienes se dirigen (por ejemplo, el marco epistemológico y antropológico empleado para llevar a cabo sus reflexiones). Esto se traduce en una fragmentación que da lugar a puntos de vista bastante contradictorios, o a contrastes hermenéuticos al momento de interpretar los textos del Magisterio Católico. Esto es casi un eco de la provocativa declaración de Pascal: “[I]ncomprensible que Dios sea, e incomprensible que no sea” (Pascal, n. 230).


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5 Cómo Citar  

Tanzella-Nitti, Giuseppe. 2015. "Conocimiento natural de Dios". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Conocimiento_natural_de_Dios


6 Derechos de autor  

Voz "Conocimiento natural de Dios", traducción autorizada de la entrada "Natural Knowledge of God" de la Interdisciplinary Encyclopedia of Religion and Science (INTERS) © 2015.

El DIA agradece a INTERS la autorización para efectuar y publicar la presente traducción.

Traducción a cargo de Leandro Gaitán. DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E.Vanney - 2015.

ISSN: 2524-941X