Diferencia entre revisiones de «Ateísmo»

Gaspare Mura
Pontificia Università Urbaniana

De DIA
(Página creada con «Versión española de [http://disf.org/ateismo/ Ateismo], de la Documentazione Interdisciplinare di Scienza & Fede. Traducción: Marina Delbosco Resulta difícil dar un...»)
 
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(Sin diferencias)

Última revisión de 17:22 20 jul 2017

Versión española de Ateismo, de la Documentazione Interdisciplinare di Scienza & Fede.

Traducción: Marina Delbosco


Resulta difícil dar una definición unívoca de ateísmo. En contexto cristiano se tiende a menudo a calificar como ateísmo doctrinas consideradas heterodoxas. Por su parte, al mencionar a Dios en sus reflexiones, también algunas ciencias han contribuido a condicionar indirectamente la comprensión y los contenidos del término ateísmo. Además, tanto la sociología de la religión como la fenomenología de lo sagrado registran rápidas evoluciones, suscitando nuevos interrogantes sobre la naturaleza y la clasificación del creer o no creer. No hay que olvidar tampoco que el ateísmo contemporáneo se configura sobre todo como reacción al escándalo del mal en el mundo. Por estas razones, la configuración del fenómeno del ateísmo durante la modernidad suscita interpretaciones diversas.

1 Noción  

En las lenguas antiguas y modernas el término «ateísmo» deriva del griego atheótes, y de este a su vez el latino atheismus (ingl. atheism, fr. athéisme, al. Atheismus). Como es sabido, el alfa privativa en griego así como en sánscrito, expresa ya sea la negación ya la privación de aquello afirmado en el nombre: á-theos significa entonces negación del théos, negación de Dios. Sin embargo, ya que la relación de negación toma su significado de aquello que se niega, resulta que el ateísmo puede ser definido solo en base a la idea del Dios que se niega o se pretende negar, y en consecuencia tomar distintas formas. Justamente escribe Maritain en El significado del ateísmo contemporáneo (1949) que a menudo aquellos que «creen que no creen en Dios», en realidad «creen inconscientemente en Él porque el Dios cuya existencia niegan no es Dios, sino alguna otra cosa». No pocos autores observan que bajo el término «ateísmo» se oculta muchas veces no tanto la negación del verdadero Dios, cuanto la negación de aquello que no es Dios y que es considerado tal; lo cual impone, para un estudio atento del fenómeno del ateísmo, y para una comprensión más adecuada de sus diferentes manifestaciones, la necesidad de descifrar la imagen del Dios que se esconde tras su negación, para examinar si esta corresponde al verdadero Dios o si no es más bien un sustituto o incluso una falsificación.

Sucedió así en la historia que Sócrates fue condenado a muerte por “ateísmo”, considerado “culpable de no creer en los dioses en los que cree la ciudad” (cfr. Jenofonte, Memorables, I, 1, 1; Platón, Apología de Sócrates, 23c). En realidad, respecto a los dioses de la religión olímpica, Sócrates reconoce que: «cuando alguno me relata cosas semejantes acerca de los dioses, no las puedo aceptar» (Platón, Eutifrón, 6a). Sin embargo, él afirma que cree en el daimon como “signo” (semeîon) y “voz divina” (phoné), que se hace presente a la conciencia de parte de Dios (cfr. Platón, Apología de Sócrates, 31c-d); y sobre todo manifiesta en su enseñanza la comprensión de Dios como inteligencia y finalidad del cosmos: «la sabiduría de Dios puede encargarse de todo contemporáneamente» (Jenofonte, Memorables, I, 4, 17); y como Providencia para el hombre: «los dioses no tienen otra ocupación que la de cuidar a los hombres» (cfr. ibídem, IV, 3, 1-14).

En forma análoga, los primeros cristianos fueron condenados como “ateos” porque no creían en los dioses paganos de la civitas romana (cfr. Justino, Apologías, I, 13, 1); mientras que ellos mismos, como atestigua el Martirio de Policarpo, tienen un comportamiento muy significativo con respecto al ateísmo: cuando se invita a Policarpo a gritar «abajo los ateos», él dirige esa misma acusación a la multitud de los paganos en el estadio. Además, muy pronto los cristianos consideraron a los paganos que observaban las prácticas religiosas y seguían los dictámenes de la conciencia moral (así como a los filósofos buscadores del Logos), como “cristianos implícitos”; a la vez que equiparan a los judíos monoteístas que rechazan a Cristo con los ateos, con los “sin Dios”. A su vez los judíos son acusados por los paganos de ser «ateos y misántropos»; mientras que ellos dirigen al sincretismo religioso de los paganos la acusación de “ateísmo” (cfr. Flavio Josefo, Contra Apión, II, 148).

La dificultad de una definición unívoca de ateísmo refleja por tanto la complejidad y la diversidad de su manifestación histórica y repercute en la multiplicidad de sus interpretaciones. En el contexto cristiano, además, se tenderá a menudo a calificar como ateísmo a aquellas doctrinas consideradas heterodoxas respecto de la propia profesión de la fe. La dimensión “correlativa” o “referencial” de la noción de ateísmo persiste hasta nuestros días. Si es verdad que tras la difusión del cristianismo en el mundo occidental el término indicó concretamente la negación, especialmente a partir de la Edad Moderna, del Dios de Israel revelado en Jesucristo, no se debe olvidar sin embargo que factores de carácter social, cultural y también de costumbres, pueden ejercer no poca influencia en el modo en que la imagen del Dios cristiano es recibida en una determinada época. Por su parte, también las ciencias, donde hacen referencia a la noción de Dios (o simplemente la señalan en sus reflexiones) contribuyen a forjar dicha imagen, condicionando así, indirectamente, también la comprensión y los contenidos del término ateísmo. En época contemporánea la sociología de la religión y la fenomenología de lo sagrado registran rápidas evoluciones, en especial a través de las caracterizaciones que califican hoy a la sociedad como “post-moderna”, suscitando nuevos interrogantes sobre la naturaleza y la clasificación del creer o no creer.


2 La clasificación de Platón y la raíz materialista del ateísmo  

2.1 La reflexión platónica sobre el ateísmo  

Pertenece a Platón (428-347 a. C.) la primera clasificación del ateísmo fundada en el tipo de filosofía en que se basa. En el libro X de las Leyes se presentan esencialmente tres formas de ateísmo: la primera consiste en la negación pura y simple de la divinidad; la segunda en la negación no de la divinidad, sino de su providencia con respecto a los hombres; y la tercera en la creencia en que se puede condicionar el comportamiento de la divinidad con sacrificios y ofrendas. Para esta tercera forma de ateísmo, que consiste en la pretensión de plegar la voluntad de los dioses con sacrificios, vale la tesis platónica de que no es digno de la naturaleza divina dejarse corromper por los dones, y que es conforme a ella practicar siempre la justicia; en la arrogancia (hybris) de dominar a la divinidad puede verse, por lo tanto, una especie de magia. Son las dos primeras formas de ateísmo consideradas por Platón las que merecen gran atención, por ser todavía actuales.

En efecto, la primera forma de ateísmo coincide para Platón con el materialismo, doctrina según la cual la materia constituye la única realidad, y en cuanto tal precede y condiciona a lo inteligible, a lo espiritual y lo divino (cfr. Leyes, X, 891a-892b). El error del materialismo consiste entonces, para Platón, en reducir el alma, y el mismo “principio de los seres”, a una realidad material. Tal error es común a todos los filósofos presocráticos o naturalistas, porque ellos reconocen en un “principio natural” (y por tanto material), el origen de todas las cosas, e incluso hacen de este principio una realidad divina (el agua para Tales, el aire para Anaxímenes, el fuego para Heráclito, los cuatro elementos tierra-aire-agua-fuego para Empédocles, los átomos para Demócrito y Leucipo); se trataría aquí de un “ateísmo metafísico”, porque para Platón negar la realidad del mundo inteligible y suprasensible equivale a negar lo divino, y el materialismo en efecto es, metafísicamente, la más radical negación de Dios y de lo divino como realidades espirituales. El descubrimiento del mundo suprasensible e inteligible, fruto de la célebre «segunda navegación» (cfr. Fedón, 79a; 96a), así como el más claro reconocimiento de la naturaleza espiritual del alma del hombre, constituyen para Platón las únicas refutaciones posibles del ateísmo materialista. Sin embargo, algunos filósofos materialistas no llegaron a negar la realidad de lo divino. Es el caso de Epicuro (341-270 a. C.), seguidor del materialismo de Demócrito, el cual reconoce la realidad de los dioses, que sin embargo propone no afirmar para evitar el temor a la muerte, y porque en el fondo los dioses son “indiferentes” a la suerte de los hombres. Aun siendo su filosofía una filosofía materialista, Epicuro cree en los dioses, como atestigua también Cicerón: «Epicuro cree que existen los dioses porque es necesario que exista una naturaleza excelente, mejor que la cual nada pueda existir» (Cicerón, De natura deorum, II, 17, 46).

Lo mismo se puede decir de algunas religiones y filosofías religiosas orientales, y también occidentales, que no poseen una concepción clara de la distinción entre la materia y el espíritu, entre el cuerpo y el alma, entre el mundo y Dios –idea que representa la conquista principal de la metafísica griega, particularmente de Platón y Aristóteles– y propugnan por tanto, como antes que ellos los filósofos presocráticos, diversas formas de panteísmo. Por lo que concierne a las filosofías religiosas orientales existen diferentes escuelas materialistas, llamadas en la India Carvaka o Nastika (de na-asti, no existe); análogamente al Budismo, al Jainismo, a la Sankhya y a la Mimamsa, estas no reconocen la existencia de Dios, en el sentido occidental del término, también porque son más que nada negaciones del karma, o sea de la “responsabilidad moral como causa de la recompensa o de la expiación en otra existencia” (cfr. Tucci 1977, 86-87); como para el hinduismo del que provienen o para el Taoísmo chino, se debe hablar más bien de panteísmo que de ateísmo. También en occidente florecen distintas escuelas de panteísmo: de Scoto Eriúgena a la Escuela de Chartres, al hilozoísmo renacentista de Pomponazzi y de Telesio, hasta el infinito de Giordano Bruno (1548-1600): «Yo digo el universo todo infinito… Yo digo Dios todo infinito… Y digo Dios totalmente infinito porque todo él está en todo el mundo y en cada una de sus partes infinitamente y totalmente» (Sobre el infinito universo y los mundos, 1584); consideraciones análogas son válidas para la única sustancia, o el Deus sive natura de Baruch Spinoza (1632-1677), autor de la Ethica ordine geometrico demonstrata (1677) y del Tractatus theologico-politicus (1670); y también para el Dios concebido como orden moral del mundo del Diario filosófico de Jena (1798) de Johann Gottlieb Fichte (1762-1814). Estas filosofías religiosas desconocen sin duda la realidad trascendente de Dios respecto al mundo, pero no llegan a la negación absoluta de lo divino, que identifican más bien con la naturaleza, el cosmos, el alma del mundo, la vida del universo, particularmente de sus manifestaciones inteligentes, y por esto debe decirse más bien que son, precisamente, distintas formas de «panteísmo» y no de «ateísmo». Si bien en estas filosofías religiosas está presente la idea de algo “divino”, está siempre ausente la idea de un Dios personal, así como la de un Absoluto trascendente, principio creador, providencia y fin de todas las cosas.


2.2 La raíz filosófica materialista del ateísmo  

La interpretación platónica del materialismo como fuente principal del ateísmo mantiene todavía hoy, desde el punto de vista teorético, todo su valor. El ateísmo antiguo y el moderno, en efecto, toman sus razones y encuentran su fundamento filosófico principalmente de una concepción materialista de la realidad. El ateísmo antiguo halló en el materialismo atomístico de Demócrito (460-360 aprox. a. C.) su punto de apoyo teorético, como se puede ver en Evémero de Messina (s. IV-III a. C.) y Filodemo de Gadara (110-35 a. C.); el poeta latino Lucrecio (98-54 a. C.), remitiéndose al materialismo de Demócrito, profesó un lúcido ateísmo en el contexto de una visión pesimista de la vida y del destino del hombre. En cambio parece dudosa la atribución de ateísmo al poeta Diágoras de Melos (475-415 a. C.), llamado por Teodoro de Cirene el “Ateo” de la antigüedad, también él partidario del materialismo de Demócrito y negador, más bien, de la providencia divina (cfr. Del Noce 1964, 17).

La identificación de ateísmo y materialismo fue propuesta en la Edad Moderna por George Berkeley (1685-1753), que para poder afirmar la existencia de Dios sostiene la irrealidad de la materia. En los Principles of Human Knowledge (1710), el filósofo irlandés muestra con claridad cómo el materialismo constituye el fundamento filosófico del ateísmo. Efectivamente, tanto el materialismo del Iluminismo como el del siglo XIX tienen su fundamento en la concepción de la materia como principio causal universal. Julien Offroy de La Mettrie (1709-1751), en su obra Histoire naturelle de l´ame (1745), considera todos los fenómenos psíquicos como producto de una naturaleza puramente material y sostiene que la hipótesis de Dios es inútil para la vida práctica del hombre. Seguirán el materialismo de La Mettrie pensadores como Denis Diderot (1713-1784), autor de De l´interprétation de la nature (1744), François-Marie Arouet, llamado Voltaire (1694-1778), autor del célebre Dictionnaire philosophique (1753), Pierre-Louis Moreau Maupertuis (1698-1759), autor del Essai de cosmologie (1750), Claude Adrien Helvetius (1715-1771), autor del tratado De l´esprit (1758) y del póstumo Le vrai sens du système de la nature (1774), Paul Heirich Dietrich von Holbach (1725-1789), autor de Le système de la nature (1770), Jean Baptiste Robinet (1735-1820), a quien se deben los tratados De la nature (1761-66) y Considérations philosophiques de la gradation naturelle des formes de l´être (1768).

Del materialismo naturalista profesado por los filósofos del iluminismo derivarán, con diferentes connotaciones, también las otras formas de materialismo de los siglos XIX y XX: el materialismo psicofísico de Gustav Theodor Fechner (1801-1887); el materialismo monista de Hippolyte Adolphe Taine (1828-1893); el materialismo evolucionista y positivista de Auguste Comte (1798-1857), Herbert Spencer (1820-1903); y Roberto Ardigò (1828-1920); el materialismo dialéctico de Karl Marx (1818-1883), Friedrich Engels (1820-1895) y Vladímir Ilich Lenin (1870-1924), autor del célebre tratado Materialismo y empiriocriticismo (1909). En el Nuevo ensayo sobre el origen de las ideas (1851), Antonio Rosmini (1797-1855) mostró cómo «todos los argumentos de los materialistas tienen su fundamento en la confusión entre la impresión y la sensación cuya naturaleza opuesta no saben distinguir» (V, c. 16, a. 3); mientras que Friedrich Albert Lange (1828-1875), en su obra Geschichte des Materialismus und Kritik seiner Bedeutung in der Gegenwart (1868), realizó una crítica todavía actual a los supuestos fundamentos científicos del materialismo.

En cuanto a la segunda forma de ateísmo señalada por Platón, aquella que niega la providencia divina, el filósofo griego sostenía que «los dioses, por ser buenos y absolutamente virtuosos, se ocupan de toda realidad, porque esto es totalmente conforme a su naturaleza» (Leyes, X, 899d). El argumento sobre aquello que es “conforme”, “coherente”, “digno” de la naturaleza divina ya había sido desarrollado por Jenófanes, fundador de la escuela de Elea, considerado erróneamente un exponente del ateísmo antiguo, porque criticaba el antropomorfismo de la religión olímpica que atribuía a los dioses acciones torpes e indignas de Dios, considerado por él como «Uno, Dios, entre los dioses y los hombres el más grande, ni en el aspecto ni en la inteligencia similar a los mortales» (Diels-Kranz, 21B, fr. 23). En la negación de la providencia divina tendrá origen, sin embargo, el «ateísmo pesimista». Ya Eurípides (480-406 a. C.), frente a la constatación de que muchos estados, devotos a los dioses, «son dominados por una autoridad impía y convertidos en esclavos», exclamaba: «¿quién puede afirmar que haya dioses arriba? ¡No los hay, no, no los hay!» (Fragmento de Belerofonte, n. 286). Para Arthur Schopenhauer (1788-1860), autor de El mundo como voluntad y como representación (1891), así como para el Voltaire del Cándido (1759), vivimos en el peor de los mundos posibles, que excluye por principio la existencia de un Dios providente y amante. Para Schopenhauer la infelicidad, el mal y el desorden del mundo son las razones fuertes e insuperables que impiden afirmar la existencia de un Dios personal y providente, postulado por las visiones teísticas.


3 El ateísmo humanista y su derivación nihilista  

3.1 De Feuerbach a Nietzsche  

El «ateísmo humanista» surge del presupuesto, formulado por Ludwig Andreas Feuerbach (1804-1872), de que Dios y la religión no son otra cosa que proyecciones de la esencia del hombre, más precisamente de su conciencia universal, por lo que la opción del ateísmo sería una opción a favor del hombre contra aquello que representaría su negación, es decir, Dios. Para afirmarse a sí mismo el hombre debe negar a Dios, reapropiándose de aquello que le pertenece. La izquierda hegeliana y en particular el marxismo desarrollarán la tesis de Feuerbach en clave anti-religiosa, viendo en el ateísmo la condición preliminar necesaria para la plena realización del hombre y de la sociedad. El mito de Prometeo, castigado y encadenado a una roca por los dioses por haberles robado el fuego para darlo a los hombres, deviene el emblema del ateísmo humanístico, llamado por esto también “ateísmo prometeico”. El ateísmo prometeico, que algunos autores propondrán como un “humanismo ateo”, retoma de algún modo la sospecha que se escondía en el mito: la de la “envidia de los dioses” por el bien del hombre. Sospecha que ya Platón había intentado rechazar afirmando que «Él era bueno y en el bueno no surge envidia por ninguna cosa. Estando por tanto lejos de la envidia, Él quiso que todas las cosas fueran lo más similares posible a Él» (Timeo, 29e); pero que el poeta moderno transforma ya en el sentido de una rebelión del hombre contra Dios: «Aquí estoy, –protesta, contra Dios, el Prometeo de Goethe– formando a hombres a mi semejanza e imagen; a una estirpe que se me parezca, que sufra, que llore, que goce y se alegre y, como yo, no te respete» (Goethe 1998, “Prometeo”).

Ernst Bloch (1885-1977), autor de formación marxista, en El principio esperanza (1959) y en Ateísmo en el cristianismo (1968), llega a sostener que el ateísmo humanístico es el heredero de la verdadera religión, que valoriza al hombre y no lo niega: él ve en el cristianismo un aspecto ateo (negación de la opresión del hombre por parte de Dios), y en el marxismo un aspecto religioso (negación de un Dios opresor del hombre).

Más sutil y cargada de consecuencias es la negación de Dios formulada por Friedrich Nietzsche (1844-1900). En La gaya ciencia (1882), Nietzsche sostiene que Dios y la religión son «nuestra mentira más larga», una mentira ideada por la caridad humana, para que el hombre sobreviva y dé un sentido a la dramaticidad de la existencia personal y de la historia, para defenderse de las potencias no dominables de la naturaleza y del destino. La «muerte de Dios», formulada por Nietzsche en Así habló Zaratustra (1885), consiste entonces en la muerte de una mentira, para que el hombre viva en su verdad. Una verdad que compromete al hombre a vivir sin Dios. No por casualidad Nietzsche hablaba de un “súper-hombre”, que los estudiosos tienden hoy a interpretar como la figura del hombre capaz de dar sentido a la existencia sin tener por ello que recurrir a Dios como sentido último y horizonte global de sentido (cfr. Bodei 2001). Figura trágica la del superhombre, porque en la lúcida conciencia de Nietzsche de la fragilidad radical del hombre, era desde el principio una figura destinada al fracaso, al sinsentido de la nada absoluta. «¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros le dimos muerte! ¿Cómo consolarnos…?» y más aún: «¿Qué hemos hecho después de desprender a la Tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿A dónde la llevan los nuestros? ¿Es que caemos sin cesar? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? ¿No sentimos frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada?» (Nietzsche 1984).

De manera análoga a la de Nietzsche, Sigmund Freud (1856-1939) interpreta a la religión como una ilusión que intenta inútilmente satisfacer el deseo del padre, radicado en modo atávico en la humanidad. Liberarse de la obsesión del padre significa encaminarse hacia una existencia personal madura, así como liberarse de la obsesión de Dios significa emanciparse hacia una humanidad adulta y consciente: «El hombre no puede permanecer siempre niño, debe al fin aventurarse en la vida hostil», escribe en El porvenir de una ilusión (1927). En Totem y Tabú (1912-13), y sobre todo en El hombre Moisés y la religión monoteísta (1934-38), Freud afirma que la religión es para la humanidad una «gran neurosis», aunque la explicación que propondrá será totalmente insatisfactoria.


3.2 El existencialismo ateo como tentativa de humanismo sin Dios: Sartre y Camus  

Haciéndose eco del giro antropocéntrico ateo de Feuerbach y de Nietzsche, Jean Paul Sartre (1905-1980) afirma en su obra El diablo y Dios (1951) que «si Dios existe, el hombre es nada; si el hombre existe… Dios ha muerto». Pero a diferencia del Dios de Nietzsche, el Dios de Sartre es un “Dios fallido”, y esto porque el hombre es “deseo de ser Dios”, “pasión de ser Dios”, pero puesto que la idea de Dios es contradictoria para Sartre, nos perdemos inútilmente: el hombre es entonces «una pasión inútil», como definirá inexorablemente El ser y la nada (1943). De la toma de conciencia de esta verdad negativa, no se sigue una actitud de resignación, sino un mayor compromiso por la propia existencia: «Si Dios no existe debemos nosotros solos decidir el sentido del ser» (Sartre 1983, 502). El «existencialismo ateo» que termina profesando Sartre, manifestaría hasta el fondo la opción de la existencia del hombre contra el ser absoluto de Dios, y la conciencia de que se le asigna éticamente la «condena a ser libre» y la «responsabilidad total de la propia existencia» (cfr. Sartre 2005). En El diablo y Dios, Dios mismo termina siendo el acusado en el drama de la existencia humana. El personaje de Goetz, que primero hace el mal y luego el bien guiado solamente por su libertad, y sin que Dios intervenga para salvar a las víctimas de sus crímenes, muestra a Dios como un espectador silencioso e indiferente ante las dramáticas situaciones de la vida del hombre, y que por esto recibe una inapelable condena. «El silencio, es Dios. La ausencia, es Dios. Dios es la soledad de los hombres». El hombre está solo en un desierto, Dios calla en su lejanía que es signo, para Sartre, de su ausencia y de su indiferencia: «A cada minuto me pregunto –exclama Goetz– lo que podía ser yo a los ojos de Dios. Ahora sé la respuesta: nada. Dios no me ve... ¿Ves este vacío por encima de nuestras cabezas? Es Dios» (Sartre 1952, 159).

También para Albert Camus (1913-1960) «si Dios existe, todo depende de Él, y no podemos nada contra su voluntad. Si no existe, todo depende de nosotros», y por eso ahora le corresponde al hombre dar un sentido a las cosas y a su vida. Hay algo de trágico en este esfuerzo de querer desesperadamente, aún en la condición de la ausencia de Dios, encontrarle un sentido a la existencia, cuyo compromiso es mayor justamente por estar privado de certezas, de refugios consoladores, de coartadas religiosas. En el doctor Rieux, personaje principal de la novela La peste (1947), que desea ser «más solidario con los vencidos que con los santos», Camus delinea una especie de figura laica del santo, que lucha y combate contra la peste por el bien de los otros, más allá de toda esperanza y de cualquier expectativa de recompensa celeste. El doctor Rieux quiere luchar «contra la Creación tal como es», sosteniendo que, frente a la peste que destruye una ciudad feliz, «puesto que el orden del mundo está regido por la muerte, acaso es mejor para Dios que no crea uno en él y que luche con todas sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde Él está callado» (Camus 1985, 99). Y esto aun sabiendo que la rebelión contra el absurdo de la existencia es, como se ve también en El mito de Sísifo (1944) y en El hombre rebelde (1951), una rebelión inútil. Si Camus acusa a Dios de ser «el padre de la muerte y el supremo escándalo», propone sin embargo la moral de quien «actúa en nombre de un valor todavía confuso, pero que al menos advierte que es común a todos los hombres» (La peste), la moral de «quienes no hallan descanso ni en Dios ni en la historia se condenan a vivir para quienes, como ellos, no pueden vivir, para los humillados» (Camus 2003).

También André Gide (1869-1951), después de una suerte de conversión inversa, de la fe al ateísmo, escribía que el hombre debía transformarse, para los demás hombres, en la providencia y las manos de Dios, para remediar de este modo su ausencia (cfr. Gide 1944, 1946). En Gide, como en la no-creencia/incredulidad contemporánea, no hay una oposición polémica contra la idea metafísica o teológica de Dios, sino una invitación a vivir “como si Dios no existiese”, conscientes de que esta opción requiere mucha más virtud que la de quien se confía “pasivamente” a la Providencia divina. A la “santa religiosidad” Gide contrapone la responsabilidad despojada de quien sabe amar puramente, sin esperanza de recompensas y premios.

Se trata por tanto de autores que eligen el ateísmo considerándolo erróneamente la premisa necesaria para la libertad del hombre y como única posible respuesta al “silencio de Dios” hacia una humanidad abandonada a sí misma, que por esto se encuentra en la necesidad de dar sentido, ella sola, a la propia existencia sin Dios. Es como si la frase que Fedor Dostoievski (1821-1881) pone en boca de Ivan Karamazov en Los hermanos Karamazov (1880): «si Dios no existe, todo es posible» hubiese sido invertida por las distintas corrientes del ateísmo humanista, significando ahora que todo es posible, y no solo el mal, para un hombre que ha perdido a Dios pero no ha perdido la voluntad de construir su propia existencia en la solidaridad con los otros. Utopía condenada al fracaso más trágico, pero, como reconocerá el mismo Sartre: muerto Dios, «permaneceré solo, con este cielo vacío por encima de mi cabeza, ya que no tengo otra manera de estar con todos» (Sartre 1952, 159). El mismo Dostoievski había previsto lúcidamente el fracaso del proyecto del ateísmo humanista y “solidario”. Kirillov, el célebre personaje de Los demonios (1872), dice que «el hombre procuró inventar a Dios solo para vivir sin matarse», es decir, que resulta imposible encontrar el sentido de la vida sin Dios. El ateísmo radical, que ya desembocó en el nihilismo, encuentra en la apología del suicidio su salida acabada: para atestiguar la verdad del ateísmo, Kirillov optará por matarse. Pero justamente en el personaje de Kirillov, Dostoievski retrata un acuerdo inédito entre ateísmo y fe, en el sentido de que más allá del ateísmo solo puede estar la fe. Esta también es la tesis de Leszek Kolakowski, para quien la ausencia de Dios, provocada por el ateísmo «derriba y priva de significado a todo aquello que somos y todo lo que amamos pensar de la esencia del ser humano» (Kolakowski 2000), confirmando la expresión profética de Jeremías: «¡Maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, mientras su corazón se aparta del Señor!» (Jer 17, 5).


4 Formas de ateísmo de la cultura y de la ciencia  

Junto a la raíz materialista y a la que se remite a un antropocentrismo inmanente, sostenido como prometeica independencia de Dios, el ateísmo asume otras formas y clasificaciones. Remitiendo a otros trabajos que las analizan en profundidad desde una perspectiva histórica (en forma extensa los 4 volúmenes editados por Girardi 1967-1970, pero véase también Del Noce 1964, Sciacca 1964, Fabro 1969, Palumbieri 1986), nos limitaremos aquí a mencionar algunos aspectos de mayor interés para los objetivos de este Diccionario.


4.1 Ateísmo escéptico e incredulidad  

Con la expresión «ateísmo escéptico» se hace referencia a una forma de ateísmo cuya raíz remota está en la negación a aceptar concepciones mitológicas (o también filosóficas) que atribuyen a la naturaleza divina cualidades que generan escepticismo e incredulidad. Carnéades (214-129 a. C.) muestra las dificultades del pensamiento filosófico para afirmar verdades que conciernen a la divinidad. La existencia de los dioses, dice, implica que ellos están vivos, y por tanto son capaces de sentir placer y dolor, de estar tranquilos o turbados, «y en consecuencia son mortales» (cfr. Sexto Empírico, Adversus mathematicos, IX, 139-140). Estas argumentaciones son análogas a las de David Hume (1711-1776), que en los Diálogos sobre la religión natural (1779, póstuma), sostiene que «no tiene sentido preguntarse sobre la causa del mundo en su totalidad […]. Si el efecto, es decir el mundo, es imperfecto y finito, entonces también la Causa debería ser imperfecta y finita. Pero si la divinidad se reconoce imperfecta y finita, no hay motivo para reconocerla como única».

El escepticismo de Hume, que preanuncia al agnosticismo de Immanuel Kant (1724-1804), cuya influencia pesará sobre buena parte del pensamiento científico, está en la base de la «incredulidad religiosa», que consiste en no encontrar razones válidas para afirmar a Dios o creer el Él, sin tener por esto intención de eludir el problema. Ya sea en los Diálogos o en las Investigaciones sobre el entendimiento humano o sobre los principios de la moral (1751), Hume afirma que el creer no puede tener nunca un grado de certeza absoluta por lo tanto no es posible tomarlo como base para afirmar la existencia de Dios. Este ateísmo, que se funda en la imposibilidad de hallar razones válidas para creer, no es sin embargo un ateísmo absoluto, y Hume debe ser considerado escéptico o agnóstico pero no ateo. En efecto, el ateísmo de la incredulidad requiere una creencia en el ateísmo, dando como resultado, aun en el contexto del razonamiento de Hume, una igualdad de probabilidades respecto a la creencia en sí misma. Esto es lo que señaló F. Jeanson en La foi d´un incroyant (1963), subrayando por otra parte cómo la «fe», para el creyente, es de un orden distinto de la «creencia» de Hume.


4.2 Ateísmo “cultural”  

Una forma reciente de ateísmo es la que podríamos definir como «ateísmo de la cultura». Sus presupuestos deben buscarse en la posición antropocéntrica de Feuerbach: Dios es el espejo del hombre, de lo que se sigue que homo homini Deus est. La verdad del culto religioso sería entonces la cultura, entendida no como apertura natural a la vida del espíritu y expresión de sus manifestaciones, sino como mero descifrar o desmitificar la ilusión religiosa. La antropología se convierte en la verdad de la teología, y la cultura en la verdad de la religión, en una perspectiva teorética en la que, ya que la cultura es esencialmente crítica de la ilusión religiosa, el ateísmo se presenta como cultura y la cultura como religión. La cultura deja de ser la manifestación de una instancia espiritual presente en el hombre para asumir el rol, perdida la referencia trascendente, de una respuesta “religiosa” a los interrogantes del hombre sobre el hombre. El enorme influjo de las ciencias humanas, a partir del siglo XIX (antropología, etnología, sociología, psicoanálisis, etc.) a menudo implicó, para los diferentes teóricos de la cultura, esta forma de ateísmo.

La “arqueología del saber” de Michel Foucault (1926-1984) se propone como última y radical desmitificación de cualquier ilusión teístico-teológica, en la que el arché del lógos, o la cultura, es entendida como eliminación definitiva de Dios. Las ciencias humanas, del psicoanálisis a la etnología, asumen la función de “interpretar” la verdad del hombre que era propia de la metafísica y de la teología. Gilles Deleuze (1925-1995) y Pierre-Felix Guattari (1930-1992) escribirán en el Antiedipo (1972) que respecto a Dios es «imposible e indiferente afirmar o negar tal ser, vivirlo o matarlo». En modo análogo, para Jacques Lacan (1901-1981), la verdad del sentido es el no-sentido (cfr. Ecrit. 1965). Jacques Derrida (1930-1999) afirmará que cada texto consiste en la deconstrucción del texto (cfr. L´écriture et la difference, 1967): el sentido del texto, y en consecuencia de la cultura, es el de no tener significado, por estar privado de todo sentido unificador de verdad. Y Claude Levi-Strauss (1908-2009), en los Tristes tropiques (1955), sostiene que también desde el punto de vista antropológico la cultura del hombre solo es expresión de puras relaciones sin significado objetivo. El nihilismo, en la forma de un significante sin significado, y de un texto sin sentido, termina así siendo siempre la forma más reciente del ateísmo de la cultura.

En relación con esta concepción hoy se abren camino formas de “ateísmo religioso”, que aparecen en el contexto de una cultura postmoderna y post-metafísica que proponen la adhesión a un “Sagrado anónimo” que se ubica más allá no solo de toda conceptualización de Dios, sino también de toda relación religiosa con el Tú personal de Dios. Se busca de este modo prescindir explícitamente de toda conexión con una tradición religiosa histórica, en primer lugar de la Revelación bíblica. Esta es una forma de “religión sin Dios” que convive con (y en cierto modo postula) la renuncia a los “grandes relatos” del ser y de la historia, evitando cuidadosamente toda referencia a tradiciones fundantes fuertes o también ejercicios del pensamiento teoréticamente vinculantes para la razón (cfr. J. F. Lyotard, La condición posmoderna, 1979; H. Blumenberg, Trabajo sobre el mito, 1979). En sus pliegues encuentra fácilmente espacio la asunción de un nuevo politeísmo, adaptable a las nuevas necesidades del hombre (cfr. O. Marquard. Elogio del politeísmo, 1979), pero también la subrepticia introducción de “relatos” o cosmovisiones sustitutivas, que recuperan mitos del pasado para reemplazar con ellos las tradiciones fundantes y la herencia moral de las religiones, especialmente de la judeo-cristiana.


4.3 ¿Existe un ateísmo científico?  

Sobre la herencia de la exaltación de la Razón operada por el Siglo de las Luces, se impuso progresivamente durante todo el siglo XIX y buena parte del XX la opinión común de que la ciencia y sus progresos constituyeron una de las causas más importantes del ateísmo moderno y contemporáneo. Particularmente, se han puesto de relieve dos ámbitos de discusión: uno fue preguntarse si el pensamiento científico, para permanecer fiel a sí mismo, debía en cierta manera “postular” el ateísmo como condición para un verdadero conocimiento; el otro se refería a la idea de que el progreso técnico-científico podía sustituir de hecho los requerimientos y expectativas que el hombre estaba habituado a poner en Dios. Si este último ámbito ha dado origen a los conocidos debates sobre el sentido humanista y de alguna manera secularizante del progreso, el primero, de carácter metodológico, recogió en cambio la confluencia de dos importantes corrientes del pensamiento: o bien el reduccionismo (en sede físico-biológica), como metodología privilegiada de análisis y de conocimiento de la naturaleza, y la filosofía analítica (en sede lógico-matemática), que ligaba el conocimiento mismo a precisas leyes del lenguaje. Ambas, además, se nutren en gran medida de la impostación gnoseológica kantiana, la cual, si bien no negaba a Dios como fundamento de los imperativos de la razón práctica, no le reservaba ningún acceso a nivel del conocimiento fundado racionalmente, terreno que concernía exclusivamente a los juicios sintéticos a priori de las ciencias físico-matemáticas.

En la filosofía del siglo XX se llegó a hablar de «ateísmo semántico», que concierne a todas las posiciones filosóficas que consideran “sin sentido” o “insensato” todo tipo de discurso sobre Dios, en cuanto pertenece a un lenguaje de tipo metafísico y, en cuanto tal, no verificable por los modelos del lenguaje científico, a los que solo compete establecer la “verdad” o “falsedad” de un discurso. Para Rudolf Carnap (1891-1970), representante del neopositivismo lógico del círculo de Viena y autor de La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje (1933), la filosofía del lenguaje muestra cómo la palabra “Dios” podía tener sentido en las culturas míticas y primitivas, que establecían, o creían establecer, una relación existencial con Dios; pero ese sentido fue destruido por la misma metafísica, que pretendiendo pensar en Dios solo en términos conceptuales, sin establecer ninguna relación con él, volvió “sin sentido” el discurso sobre Dios. Las definiciones de la metafísica son consideradas aquí pseudo-definiciones comparadas con los criterios que están en la base de las definiciones científicas. El término “Dios”, afirma Alfred Jules Ayer (1910-1989), en Lenguaje, verdad y lógica (1936), no tiene un sentido universalmente reconocible. Por esto, el ateísmo semántico rechaza no solo la posibilidad de una respuesta filosófica en torno a Dios, sino el mismo valor de “sentido lingüístico” de toda pregunta acerca de Dios. Sin embargo, la demostración filosófica de que tal impostación no debe en absoluto conducir a una postura atea queda bien evidenciada en el itinerario del pensamiento de Ludwig Wittgenstein (1889-1951), cuya confrontación dialéctica con la postura neopositivista clásica fue explícita.

Se debe tener en cuenta que el pensamiento científico sin duda está expuesto, más que otros, a dos “tentaciones”. La primera es que el estudio de la materia, en los aspectos más sensibles y empíricos evocados por este término, siendo en el fondo el objeto propio y definitorio de la ciencia, la torna por esto más vulnerable a la atracción del materialismo, favoreciendo esa visión reductiva de lo real que, en el presente como en el pasado, continúa ofreciendo una base conceptual para la “opción” por el ateísmo. En segundo lugar la visión totalizante y fuertemente unitaria de la ciencia, reforzada por la extensión y la profundidad de la investigación científica contemporánea, la impulsa a acuñar modelos que pretenden ser exhaustivos del ser, hasta postular sus causas y fundamentos, sustituyendo así más fácilmente las instancias fundantes de la religión mediante sus propias narraciones. Pero ambas tentaciones ofrecen precisamente los elementos para operar ese necesario discernimiento, subrayado ya tiempo atrás por E. Gilson, entre pensamiento científico y cultura cientificista. Poniendo de relieve el inevitable rol mediador de la mitología en la relación entre ciencia y religión, el pensador francés señalaba que los conflictos surgen cuando ambas recurren a imágenes y representaciones que, en el intento de organizar sus propios conocimientos, corren el riesgo de distanciarse de la realidad (el mundo real para la ciencia, el mismo mundo y el verdadero Dios para la religión), mientras que pueden superar sus aparentes contradicciones cuando ambas realizan el esfuerzo de nutrirse de un conocimiento de índole realista, no idealista. «Todo lo que la ciencia puede hacer es rejuvenecer nuestras mitologías, la verdadera fe religiosa no se interesa por esas operaciones. Los espíritus religiosos están acostumbrados a pensar que las revoluciones científicas no conciernen en absoluto a la verdad religiosa. Que el mundo de la creación sea el de Tolomeo, de Galileo, de Descartes, de Newton, de Darwin, de Einstein, en espera a devenir el de algún otro, la conciencia religiosa no debe preocuparse de eso. El creyente, aun el no muy instruido, ya experto por tantas crisis está habituado a la idea de que el universo que Dios ha creado es el de la ciencia, al menos en la medida en que este último es el universo real» (Gilson 1991, 32).

Si el ateísmo puede estar presente en el ambiente científico, no reside en él como condición de conocimiento sino más bien como condición existencial, la cual no necesariamente es exigida por aquella. Por esto, no parece adecuado hablar de un «ateísmo científico» en sentido estricto, si bien este adjetivo fue utilizado históricamente en sentido ateo, y no de manera casual, justamente como calificativo del «materialismo». El ateísmo en la ciencia toma más específicamente el calificativo de «cientificismo», pero no todos los científicos son cientificistas ni todos los cientificistas son científicos, si bien es opinión frecuente que ambos términos sean intercambiables y que la ciencia hoy puede responder las preguntas que fueron religiosas en el pasado. En realidad parece más pertinente afirmar que las ciencias contemporáneas han vuelto a “suscitar” preguntas religiosas, sin querer por esto contra-proponer necesariamente respuestas ateas. Es importante, sin embargo, evitar acuñar, a partir de las reflexiones de las ciencias, imágenes falsas de Dios que favorezcan en torno a sí el enfrentamiento entre creencia e incredulidad, riesgo tanto más alto cuanto menos se pone en práctica un paciente retorno a lo real. Los aspectos sociológicos de la relación entre ciencia y religión, en cambio, poseen indicadores contrastantes, a veces de difícil interpretación, si bien ya hay cierto consenso en la idea de que la ciencia no debe ser considerada un factor de crecimiento del ateísmo, ni la actividad del científico ser un sinónimo de ateísmo postulatorio (cfr. Poupard 1984, Ardigò y Garelli 1989-1990).


5 Sufrimiento del hombre y negación de Dios  

No se debe olvidar que el ateísmo contemporáneo se configura sobre todo como reacción al escándalo del mal en el mundo (ver supra, 3.2). «Dios y Birkenau no van juntos», escribió Elie Wiesel, sobreviviente de Auschwitz. «¿Cómo se puede conciliar el Creador con la destrucción mediante el fuego de millones de niños judíos? Yo he leído las respuestas, las hipótesis. He leído las soluciones teológicas ofrecidas: la pregunta permanece. En cuanto a las respuestas, no las hay» (cit. en De Benedetti 1999). El sufrimiento del inocente ha sido y sigue siendo la más dura dificultad para creer en Dios: «¿Por qué sufro? Esta es la piedra firme del ateísmo» (Büchner 1963. “La muerte de Danton”, 50). Ante la agonía de un muchachito de doce años, así responde el doctor Rieux al padre Paneloux en La peste de Camus: «No, padre, yo tengo otra idea del amor; y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados» (Camus 1985, 167). Frase análoga a la que Dostoievski pone en boca de Iván Karamazov: «¿Pero qué papel tienen en todo esto los niños? […] Todos han de contribuir con su sufrimiento a la armonía eterna, ¿pero por qué han de participar en ello los niños? […] Mi amor a la humanidad me impide desear esa armonía. […] No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada» (Dostoievski 2003, 203).

En su escrito La Noche, Wiesel recuerda el ahorcamiento de un niño: «Estuvo luchando entre la vida y la muerte durante más de media hora, agonizando ante nuestros ojos» Los detenidos se cuestionan: «¿Dónde está el buen Dios? ¿Dónde está?». ¿Dónde está la bondad de Dios ante el sufrimiento de un niño inocente? Wiesel no responde, como Camus, con la “rebelión” ni, como Iván Karamazov, con la negativa a comprender, sino con el intento de una intuición religiosa, capaz de leer una verdad más profunda en el rostro de Dios. «¿Dónde está entonces Dios? Y yo sentía una voz en mí que les respondía: – ¿Dónde está? Ahí está, colgado, en esa horca» (Wiesel 1980, 66-67). Dios el ahorcado, Dios que sufre con nosotros y en nosotros. Esta es la única respuesta para Wiesel a la “ausencia” y al “silencio” de Dios, que –como en el libro de Job– han vuelto vanas las respuestas de la teodicea metafísica a las cuestiones del sufrimiento y del mal.

Para Jacques Maritain (1882-1973), si se hiciera un “psicoanálisis metafísico” del mundo moderno, se descubriría que en el fondo más íntimo de su rebelión contra Dios, y luego de su indiferencia, se encuentra una imagen “zeusíaca” de la divinidad, impasible frente a los sufrimientos de sus creaturas. El misterio del mal y del sufrimiento se encuentra, con sus puntas afiladas, en el corazón del hombre “rebelde”, está «con todas sus espinas, en el fondo más oscuro de la inmensa turbación que sufre el mundo de hoy», y está a menudo como «una suerte de desesperación espiritual que atormenta el abismo de los ánimos y los aleja de Dios, e incluso los incita contra él». También muchos cristianos, prosigue el pensador francés, «por un lado tienen en la cabeza una vaga idea […] de que Dios es Amor, y por otro piensan en Él no como un Padre […], sino como un Emperador de este mundo: un Tirano-Dramaturgo que sería él mismo el primer autor de todos los pecados del mundo y de toda su miseria por la concesión de errar, que precedería a nuestros errores, y a la cual abandonaría desde el principio a la creatura a merced de sí misma» (cfr. J. Maritain 1973, 85-86).

Siguendo algunas intuiciones de Leon Bloy, Raïssa Maritain confirma de algún modo las intuiciones de Wiesel, de que el sufrimiento de los inocentes es comprensible solo a la luz de un Dios que sufre en el sufrimiento del hombre. «Ni la teología ni Aristóteles admiten esta conjunción del sufrimiento y de la Beatitud […] Pero nuestro Dios es un Dios crucificado; la beatitud, pues, de que no puede ser privado, no le impide ni temer ni gemir, ni sudar la sangre de la Agonía inimaginable, ni emitir los estertores de la agonía en la Cruz ni sentirse abandonado» (R. Maritain 1954, 168-169). Por esto, concluye Raïssa, «debe haber en la Esencia impenetrable de Dios, alguna cosa correspondiente a nosotros, sin pecado, y que la sinóptica dolorosa de las inquietudes humanas no es más que un reflejo tenebroso de las inexpresables conflagraciones de la luz […]. Estas “inexpresables conflagraciones de la luz”, esta especie de gloria del sufrimiento, quizá corresponda en la tierra el sufrimiento de los inocentes, las lágrimas de los niños, ciertos excesos de humillación y de miseria que el corazón no puede casi aceptar sin escándalo, y que, cuando la figura de este mundo enigmático haya pasado, aparecerán en la cima de las Beatitudes» (ibídem, 169). 

En Cruzando el umbral de la esperanza (1994), Juan Pablo II afronta también él el problema del mal y la “justificación” de Dios frente a la incredulidad. La respuesta que Dios da al sufrimiento del hombre –observa– no es una respuesta de carácter teórico y meramente conceptual, sino la de una verdad que se hace persona, y muestra, en la realidad escandalosa de un “Dios que sufre”, la solidaridad de Dios con el sufrimiento de cada hombre. «¿Cómo ha podido Dios permitir tantas guerras, los campos de concentración, el holocausto? ¿El Dios que permite todo esto es todavía de verdad Amor, como proclama san Juan en su Primera Carta? Más aún ¿es acaso justo con su creación? ¿No carga en exceso la espalda de cada uno de los hombres? […] Evidentemente una respuesta podría ser que Dios no tiene necesidad de justificarse ante el hombre: es suficiente con que sea todopoderoso; desde esa perspectiva, todo lo que hace o permite debe ser aceptado. Esta es la postura del bíblico Job. Pero Dios, que además de ser Omnipotencia, es Sabiduría y –repitámoslo una vez más– Amor, desea, por así decirlo, justificarse ante la historia del hombre. No es el Absoluto que está fuera del mundo, y al que por tanto le es indiferente el sufrimiento humano. Es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, un Dios que comparte la suerte del hombre y participa de su destino. Aquí se hace patente otra insuficiencia, precisamente la falsedad de aquella imagen de Dios que el Iluminismo aceptó sin objeciones […]. Si en la historia humana está presente el sufrimiento, se entiende entonces por qué su omnipotencia se manifestó con la omnipotencia de la humillación mediante la Cruz. El escándalo de la Cruz sigue siendo la clave para la interpretación del gran misterio del sufrimiento, que pertenece de modo tan integral a la historia del hombre» (78-79). Y omnipotencia y humillación están misteriosamente conjugadas también en la sorprendente experiencia de la “transfiguración” del sufrimiento y del sufriente, parte de la respuesta que la tradición cristiana ofreció al problema del mal, resumida en el testimonio paulino: «Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12, 10). Así, en una naturaleza perfeccionada por el don de la gracia, no pocos creyentes pueden afrontar el dolor y la contradicción con algo más que simple resignación, más bien con una respuesta a una vocación, signo de una identificación más plena con Cristo.


6 Algunas interpretaciones del ateísmo: Maritain, Fabro, Del Noce, Gilson  

El ateísmo es un fenómeno que toma una configuración precisa y características propias, desconocidas para el mundo precristiano, de manera preeminente en la modernidad. La complejidad de la época moderna, con la presencia de sus múltiples componentes científicos, filosóficos, éticos, políticos, económicos religiosos, y con la reivindicación de la autonomía del hombre en los distintos campos del saber y del actuar, contra la concepción sagrada del mundo cristiano medieval, es la que califica en modo específico la articulación del ateísmo.

Intuyendo que detrás de tal fenómeno se ocultaba un cambio de actitud del hombre respecto al mundo, de sí mismo y de los valores éticos y religiosos, en El significado del ateísmo contemporáneo (1949) Maritain se propone «descubrir el sentido espiritual oculto en la presente agonía del mundo». Antes de considerar los contenidos filosóficos presentes en las diversas formas de ateísmo, Maritain se ocupa de distinguir los sujetos “ateos”, que él divide en: “ateos prácticos”, que creen que creen en Dios, pero en realidad lo niegan porque están atentos al mundo, al poder, al dinero; b) “pseudo-ateos”, que en cambio creen que no creen en Dios, pero en realidad creen en Él inconscientemente, porque lo que ellos niegan no es Dios; c) “ateos absolutos”, que no solo niega a Dios, sino que operan activamente contra Él, con el pensamiento y con las acciones. Desde el punto de vista de los contenidos filosóficos él reconoce: a) un “ateísmo negativo”, que sustituye la idea de Dios o con la afirmación de una libertad absoluta (los libertinos del s. XVII), o con una opción nihilista (como Kirillov en Los demonios de Dostoievski); b) un “ateísmo positivo”, que combate positivamente a la religión, a la que considera un obstáculo para la afirmación de la nueva escala de valores propugnados por la modernidad (el ateísmo trágico de Nietzsche, el ateísmo existencialista de Sartre y de Camus, el ateísmo revolucionario del marxismo). La conclusión de Maritain es que, tomado en su conjunto, el ateísmo contemporáneo es “absoluto”, porque niega a Dios, y “positivo”, porque involucra a todo el hombre en una lucha contra Dios y la religión. Por su carga de contestación intransigente y su reclamo de adhesión total, el ateísmo es una suerte de “fe invertida”, que asume el carácter de un “fenómeno religioso”: con su sinceridad y abnegación, el ateo auténtico y absoluto no es, en definitiva, sino un «santo fallido y un revolucionario fracasado».

Cornelio Fabro (1911-1997) ofrece, en su Introducción al ateísmo moderno (1964), un análisis más profundo de las raíces filosóficas del ateísmo, encontrando su origen en el “principio de inmanencia” instaurado por el cogito cartesiano, el cual, expulsando al ser de la conciencia, inevitable y consecuentemente concluyó en la eliminación de Dios como Ser subsistente, y por tanto en el ateísmo. «El olvido del ser, proclamado en el cogito, llevó, en una inevitable pendiente a la pérdida del absoluto y ahora el hombre vaga errante en el mundo que define sus límites y su peligro mortal. Hoy la ciencia, por primera vez en la historia de la humanidad, logró sondear las fuerzas abismales del cosmos y ya se apresta a dominarlas para violar los eternos silencios de los espacios infinitos. Aun así, nunca como hoy sintió el hombre la amenaza de la desaparición total de su civilización y de la destrucción misma del género humano: en efecto, el horizonte que le dio al hombre moderno el dominio de las fuerzas del universo, lo acercó a una nada que puede liberarse en cualquier momento de una voluntad que ya no conoce fundamento y vínculo de verdad. Y el pensamiento contemporáneo, que hizo de la nada el fundamento del ser, completó el círculo de la conciencia cerrada sobre sí misma. Así, por el surgimiento de esta nada activa en el centro de la conciencia, no solo la filosofía se ha vuelto desierta del Dios vivo, sino que también la literatura, el arte, la política y el espectro entero de ciencias del espíritu en general han eliminado de su perspectiva al Dios verdadero que sostuvo a lo largo de los siglos a los fundadores de la civilización y a los defensores de la libertad, como el Padre de los hombres y el único refugio deseado en la duda y el dolor» (Fabro 1964, 9). A causa de esta eliminación total del Dios de la trascendencia, en nombre de una conciencia, y por tanto de una “libertad”, totalmente autónomas Fabro califica al ateísmo contemporáneo como un «humanismo radical», «ateísmo humanista» o «humanismo ateo» (ver supra, 3.2), cuya característica, por otra parte, a diferencia del ateísmo iluminista, reservado a las élites intelectuales y de carácter prevalentemente destructivo hacia la religión, es la de haberse transformado, a causa de su omnipresencia y por el proyecto de construir al hombre sin Dios, en “ateísmo de masa” o “ateísmo constructivo”. Este ateísmo se manifiesta, según Fabro, a distintos niveles culturales: como «ateísmo fenomenológico» (la conciencia se funda a sí misma como “nada” y expulsa a Dios); como «ateísmo psicológico» (rechaza a Dios porque no lo encuentra como objeto de intuición psicológica); como «ateísmo pedagógico o didáctico» (excluye la posibilidad de que Dios intervenga en el proceso educativo y formativo); como «ateísmo metodológico» (exclusión de la hipótesis de Dios en la comprensión sistemática del mundo). Este último caso, que no deja de ser una posición filosófica, ejerce su influencia en el ámbito de las ciencias, elevando a conclusión ontológica una prescripción cuyo carácter metodológico quedaría, de por sí, confinado al ámbito de su objeto empírico. Fabro observa que, si bien la ciencia en cuanto tal no tiene también a Dios como objeto de investigación, esto no excluye, más bien exige, «que el científico mismo en cuanto hombre se plantee el problema de Dios», en el horizonte del problema del sentido y del fundamento último de los fenómenos de la naturaleza.

Para Augusto Del Noce (1910-1989) la “cuestión del ateísmo” no debe enfrentarse solo en el plano teorético, sino sobre todo en el plano ético y político. Distanciándose en El problema del ateísmo (1964) de la interpretación unívoca de la modernidad ofrecida por Fabro (del cogito de Descartes a la nada de Nietzsche), Del Noce propone una lectura diferente, en la línea “de Descartes a Rosmini”, pasando por autores como Vico, Leibniz, Pascal, Malebranche, etc. Del Noce reconoce que si el cogito cartesiano es entendido como ratio separata, conduce a la derivación inmanentista del pensamiento idealista de Hegel, que hace de la conciencia una “autoconciencia absoluta”, autosuficiente respecto a toda trascendencia. Aun así, Del Noce, estudiando la evolución de la moral del “laicismo” –que pasó de poner en el siglo XIX sus fundamentos ético-políticos en la ética kantiana, implícitamente teísta, a la opción atea de la moral y de la ciencia política en el siglo XX, ya totalmente privada de todo anclaje trascendente– sostiene que la desmitificación de la moral del laicismo burgués puesta en marcha primero por Marx y luego por Nietzsche, constituye la crítica más fuerte a la moral autosuficiente del racionalismo, y en cuanto tal postula, para la moral y la ciencia política, un después de Marx y un después de Nietzsche, sobre el fundamento de una Verdad trascendente. Operación que todavía debe ser realizada, pero para la cual Del Noce propone, como instrumento válido, retomar el “sintesismo” de las formas del ser de Rosmini. El laicismo burgués, anclado hasta la mitad del siglo XX al racionalismo, con el crecimiento de la sociedad del bienestar y del consumo, parece haber privilegiado –observará finalmente Del Noce– el irracionalismo y las varias formas del “pensamiento débil”, con graves consecuencias para la moral y la política.

El difícil ateísmo (1970), de Etienne Gilson (1884-1978), opera una suerte de ruptura con la interpretación del ateísmo fundada únicamente en la evaluación de su negación metafísica de la trascendencia, e inaugura, en cierto sentido, un nuevo discurso de tipo existencial, sobre el ateísmo. El problema, para Gilson, es que el ateísmo mismo, como negación de la existencia de Dios (y en consecuencia de su trascendencia, necesidad, causalidad, etc.) es difícil, en el sentido de que debe continuamente, y en vano, buscar pruebas para sostener la propia tesis. «El solo hecho de que tantos hombres crean todavía útil hacer profesión de ateísmo y justificar su increencia mediante argumentos tales, por ejemplo, como la existencia del mal, hace bien patente que la cuestión permanece aún viva. Si la muerte de Dios significa su muerte final y definitiva en los espíritus de los hombres, la vitalidad persistente del ateísmo constituye para el propio ateísmo su dificultad más seria. No habrá muerto Dios en los espíritus más que cuando nadie piense en negar su existencia. Mientras se espera que el ateísmo acabe con él, la muerte de Dios es un rumor que aún requiere confirmación» (Gilson 1991, 33). El ateísmo es difícil, para Gilson, porque es difícil encontrar verdaderos ateos que posean una razonada e incontrovertible teoría que demuestre la no existencia de Dios. Más que preocuparse de demostrar la existencia de Dios –que es una realidad evidente– él exhorta a meditar sobre el hecho de que más de 24 siglos de cultura humana están impregnados de meditaciones sobre Dios. Gilson excluye por tanto que las varias formas del ateísmo contemporáneo: cientificista, práctico, el ateísmo de Estado, el ateísmo religioso (en referencia a algunos círculos del Modernismo), y el ateísmo cristiano (en referencia a los teólogos de la “muerte de Dios”), sean únicamente la conclusión de puros razonamientos filosóficos. Su convicción es que «hay muchas ocasiones de duda, de vacilación, y de incertidumbre en el proceder de un espíritu a la búsqueda de Dios, pero la posibilidad misma de semejante búsqueda implica que el problema de la existencia de Dios, sigue siendo, para el espíritu del filósofo, algo inevitable» (ibídem, 57).


7 La dimensión “religiosa” del ateísmo: Guardini, Bonhöffer, Buber  

Existen también otras lecturas del ateísmo, considerado no solo como fenómeno metafísico o científico, sino como un fenómeno histórico de reacción a una inadecuada visión ética y religiosa de la relación entre el hombre y Dios. Se deben en particular a autores como H.-U. von Balthasar, K. Rahner, E. Borne, C. Bruaire, G. Fessard, H. de Lubac, G. Marcel, G. Morel, J. Lacroix, P. Ricoeur y otros más; y entre estas lecturas está la que afirma que el ateísmo puede cumplir una función positiva de purificación intelectual de los falsos ídolos de la modernidad y de todos los absolutos creados por el hombre, responsables de haber obstaculizado la visión del verdadero Dios revelado en Cristo. Se sugiere concretamente que el ateísmo no sea solo (justamente) criticado en el plano metafísico o racional, sino que sea valorado por una renovada filosofía cristiana más atenta al dato bíblico.

Romano Guardini (1885-1968) habla de un “ateísmo purificador” en relación a los ídolos filosóficos representados por todas las concepciones deísticas o teísticas que parten de la concepción de Dios como Ser y como Principio trascendente del cosmos, y no, más bien, como Sumo Valor y Persona absoluta. El ateísmo cumpliría entonces la función providencial de purificar la pesada mirada de la ontología, para abrirla a la visión del Dios existente y personal. El Dios-Persona es el Dios que concierne no al ser sino a la existencia, es el Dios-para-nosotros, el Dios-para-el hombre, el Dios que habla y da significado a la vida concreta del hombre. El ateísmo ciertamente no conduce el asentimiento noético a la existencia de Dios, preocupación principal de la metafísica, pero prepararía las condiciones existenciales más idóneas para el acto de fe en su Palabra. La fe, para Guardini, obviamente no puede surgir como fruto de una elaboración conceptual, pero el hombre puede disponerse a ella solo existencialmente, en el horizonte de una concepción de Dios como Valor y como Persona, y solo con la fe acogida como don, el hombre tiene la confirmación de que el verdadero rostro de Dios es el Dios-para-nosotros. «El ateísmo puede actuar en sentido positivo también como factor histórico que despierta a una religiosidad obtusa y somnolienta que deja de lado una falsa auto-inteligibilidad y agudiza la mirada para los problemas. Concientizando a todos de que cada existencia genuinamente religiosa está basada en una decisión y constituye una audacia, esta especie de ateísmo puede llevar las cuestiones vitales a un nivel superior» (Guardini 1964, vol. II, 280).

En la misma dirección avanza aún más, y más radicalmente, el teólogo Dietrich Bonhöffer (1906-1945). Testigo de su fe hasta el martirio durante el marxismo, Bonhöffer sostiene con Barth que la provocación del ateísmo permite superar no solo la concepción de Dios como ser, sino también la concepción religiosa de Dios como trascendencia, ligadas ambas a una consideración puramente racional y mundana de Dios, abriendo así el camino al Dios-para-nosotros de la Revelación bíblica, manifestando en esta tesis una sintomática sintonía con lo que afirmará Emmanuel Lévinas (1905-1995) sobre la absoluta trascendencia y alteridad de Dios, que puede hacerse presente a nosotros en el “rostro” de los demás. Radicalizando las posiciones de la “teología dialéctica” de Karl Barth, que confirmaba la distancia absoluta entre el hombre y Dios (el totalmente Otro, ganz Anders) y el primado de la Revelación histórica de Dios en Cristo contra toda especulación filosófica sobre Dios, Bonhöffer asume también los temas propios del pensamiento existencial, particularmente de Kierkegaard, para quien Dios no es objeto sino Persona, no un Es sino un Er, frente al cual el hombre está expuesto no a la paz del pensamiento sino a la fe-riesgo (Glaubenswagnis), y para el cual debe manifestar no conceptos, sino la propia decisión de vida (Entscheidung). En este preciso contexto teológico es que Bonhöffer no teme afirmar que, con el ateísmo contemporáneo, nos encontramos en realidad frente a la muerte del “Dios-objeto-religioso”, el “Dios-tapagujeros” (Lückenbüsser) inventado por el hombre para dar una respuesta a las propias inseguridades y con el que el hombre, ya devenido adulto en la época de la secularización, ya no sabe qué hacer: «“Dios” como hipótesis de trabajo, como tapagujeros, se ha hecho superfluo» (Bonhöffer 2001, 266).

Al hombre contemporáneo no le es más posible anunciar a Dios como remedio de las propias deficiencias humanas, el Dios del Poder y el Supremo legislador del cosmos, sino un Dios que «es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda» (ibídem, 252). Esto, para Bonhöffer, no puede ser el Dios de los filósofos, sino el Dios de la revelación bíblica. La muerte del Dios tapagujeros, capaz de colmar las deficiencias y los vacíos del hombre, abre a la visión de un Dios que nos abandona no porque está ausente, sino porque se hace presente en nuestra vida misma, en el bien que hacemos y en las afirmaciones positivas de nuestro obrar. La tesis de Feuerbach, según la cual Dios es la proyección alienante de la esencia del hombre, se invierte: Dios está con nosotros en nuestra vida y en nuestra historia justamente cuando realizamos nuestra naturaleza y nuestra plena vocación de hombres. «Y nosotros no podemos ser honestos sin reconocer que hemos de vivir en el mundo etsi Deus non daretur. Y esto precisamente lo reconocemos… ¡ante Dios! Es el mismo Dios quien nos obliga a dicho reconocimiento. Nuestro ser, que se ha hecho adulto, nos lleva a reconocer realmente nuestra situación ante Dios. Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios. ¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona! (Mc 15, 34) El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, es el Dios ante el cual estamos constantemente. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda. Mt 8, 17 indica claramente que Cristo no nos ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y por sus sufrimientos » (ibídem, 252). La trascendencia de Dios se descubre entonces no como trascendencia metafísica, sino como “trascendencia agápica”, como Dios para nosotros, que nos hace a su vez trascendencia para los demás.

Prescindiendo de un juicio teológico sobre las afirmaciones de Bonhöffer –al teólogo protestante se le podría objetar, por ejemplo, que el redescubrimiento del rostro humano de Dios no debe necesariamente operarse en clave antimetafísica, o también que la fe en el Dios de la Revelación no excluye la posibilidad de un acceso a la existencia de un Absoluto desde la filosofía–, es indudable que su pensamiento constituye una preciosa contribución para comprender cómo el ateísmo contemporáneo no es solo un producto metafísico, sino que está estrechamente unido a la nueva situación histórica y religiosa del hombre en el mundo, definida por el mismo Bonhöffer como «secularización». Y si la secularización, junto con un crecimiento de la autonomía del hombre en el mundo, produjo también el ateísmo como ofuscamiento del Dios de la trascendencia, también es cierto que el mismo ateísmo puede constituir para el cristiano una posibilidad inédita para redescubrir el rostro de Dios.

Algunas tesis de Bonhöffer fueron retomadas por los “teólogos de la secularización”, particularmente por Harvey Cox (La ciudad secular, 1966), pero también por Fr. Gogarten, J. B. Metz, G. Vahanian, P. M. van Buren, para quienes sería precisamente la visión cristiana de la relación entre Dios y el mundo la que abolió la visión sacro-pagana, introduciendo la “desacralización” en la que vive el hombre moderno, y en la cual puede solo operar la fe adulta de un cristiano que rechaza la tradicional “mitificación” del mundo. Una forma extrema de esta teología de la secularización está representada por los así llamados “teólogos de la muerte de Dios”, en especial por William Hamilton y Thomas Altizer, autor de El evangelio del ateísmo cristiano (1966), en el cual se sostiene que la esencia del evangelio consiste en renunciar a todo discurso humano sobre Dios, como también a toda visión mítico-religiosa, para dejar lugar a una fe “adulta” que haría del ateísmo su presupuesto, interpretando la misma figura de Jesús como hombre-para-los-demás, sin ulteriores especificaciones teológicas relativas a su naturaleza o filiación divina.

También para el filósofo judío Martin Buber (1878-1965), autor de El eclipse de Dios. Estudios sobre las relaciones entre religión y filosofía (1953), el ateísmo tiene una función purificadora en relación a las falsas imágenes de Dios creadas por el hombre. El hombre es un Yo que puede tener una experiencia de Dios sólo si lo encuentra como un Tú, un Tú divino. No es un Ello (Es) sino un Él (Er), es más, precisa Buber, un Tú (Du): «un Dios que no sea una personalidad viviente es un ídolo», porque «solamente en la relación Yo-Tú podemos encontrar a Dios» (Buber 2003, 49 y 113). El «eclipse de Dios» es la respuesta de Buber a la afirmación de Nietzsche «Dios ha muerto». El eclipse del “Dios del concepto”, del Dios-Ello, no significa para Buber la “muerte de Dios”, sino solo el eclipse en la conciencia moderna del Dios-Ello de la ciencia y de la filosofía, y que se está preparando el camino para redescubrir al Dios-Tú. El Dios-Tú, el Dios de la oración, «vive intacto tras el muro de obscuridad» que levantó el ateísmo, porque si bien el hombre elimina de la filosofía y de la ciencia, el nombre de Dios, aún así ese nombre «vive en la luz de Su eternidad» (cfr. ibídem, 25 y 26). Con el anuncio nietzscheano de la muerte de Dios, «[e]n verdad, esta proclamación significa sólo que el hombre es incapaz de aprehender una realidad absolutamente independiente de sí mismo y de tener una relación con ella –incapaz, además, de percibir imaginativamente esta realidad y representarla mediante imágenes, ya que elude la contemplación directa» (ibídem, 16). Confrontándose con Heidegger, Sartre y Jung, Buber sostiene que entre el hombre y Dios se interpuso nuestro Ego ya omnipotente, rodeado por el Dios-Ello construido en torno a sí (cfr. ibídem, 113): Dios dejaría entonces de ser un Tú para el hombre, un Alguien con quien el hombre pueda instaurar un verdadero diálogo en la alteridad y en la reciprocidad.

De manera análoga a lo que observamos anteriormente a propósito de Bonhöffer, la revaloración del papel purificador del ateísmo en relación a los falsos dioses y el redescubrimiento de una dimensión existencial de la relación entre el hombre y Dios, que no puede ser absorbida por la simple conceptualización de un Absoluto filosófico, ambas ideas expuestas, con diferentes matices, por los autores antes mencionados, no nos obligan al rechazo de una metafísica del Ser y de un acceso a Dios a través de un conocimiento analógico. La perspectiva metafísica, cuya actual valoración a nivel global se encuentra todavía en gran parte condicionada por la crítica de Heidegger, no conduce a una conceptualización de Dios: no está cerrada en sí misma, sino que ofrece conexiones significativas con la antropología y la fenomenología aún de corte existencialista, y permanece abierta a la inefabilidad y al misterio del Ser, tomado no solo como fundamento, sino también como fuente de moralidad, de sentido y de libertad. Desde una perspectiva más marcadamente teológica, una correcta comprensión de la misma imagen de Dios transmitida por la Revelación bíblica implica –como mostró P. Ricoeur (cfr. Jervolino 1995)– la noción de Dios propia del sentido común y del pensamiento filosófico, incluyendo también las reflexiones provenientes del pensamiento científico. El problema del ateísmo parece por tanto destinado a mantener abiertos, en relación al pensamiento creyente, ambos frentes de discusión y de estudio, tanto el metafísico-científico, como el personalista y existencial.


8 La reflexión de la Iglesia católica sobre el fenómeno del ateísmo  

8.1 El Concilio Vaticano I  

La primera reflexión del Magisterio de la Iglesia sobre el ateísmo pertenece al Concilio Vaticano I (1870). El ateísmo, según el Concilio, tanto desde el punto de vista teorético como del práctico, es un fenómeno típicamente moderno, extraño por tanto a la cristiandad antigua y medieval. En la Biblia está la alternativa radical entre Yahvé y los otros que son «nada» (cfr. Is 44, 6; 45, 6-22; Sal 96, 5); y si el Salmo 14 recita «El necio se dice a sí mismo: no hay Dios», esa negación probablemente no concierne al plano ontológico, extraño al mundo judío, sino más bien a la incredulidad en la intervención de Dios en los acontecimientos personales e históricos del pueblo (cfr. Jer 5, 12). La constitución Dei Filius expresa la preocupación de que el ateísmo, en especial bajo la forma de racionalismo, sea capaz de corromper, más que las doctrinas antiguas y las herejías medievales, la noción de Dios como Ser Supremo, Creador y Legislador de todas las cosas. Para tal propósito, reconociendo que este puede asumir tanto una forma especulativa y doctrinal, como adhesión de la inteligencia a la negación de Dios, como de tipo práctico, bajo la forma de una ruptura , en la vida personal, de toda relación con Dios, la Dei Filius condena todas las doctrinas filosóficas, producidas por la modernidad, que constituyeron su fundamento: el materialismo que «no se avergüenza de afirmar que no existe nada fuera de la materia» (DH 3022); el panteísmo, que «dice que la sustancia o la esencia de Dios es una y la misma» (DH 3023); el emanatismo y el inmanentismo, que «dice que las cosas finitas, ya sea corporales ya espirituales, son emanación de la sustancia divina» (DH 3024), operando así una referencia implícita, pero clara, al inmanentismo de Hegel y al panteísmo emanacionista de Schelling.


8.2 El diagnóstico de la Gaudium et spes  

A un siglo de distancia, la constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II (7.12.1965) se pone, con respecto al ateísmo, en una nueva óptica, considerándolo ya no como un fenómeno filosófico concerniente a las concepciones filosóficas del mundo y de Dios, sino como un fenómeno histórico y religioso referido a la situación existencial del hombre en el mundo y en relación a Dios (cfr. nn. 19-22). Lo que preocupa ahora a la Gaudium et spes, no es solamente la negación de Dios como Ser Supremo, sino también el hecho de que el rechazo de Dios se traduzca en negación de los valores del hombre, como de hecho ocurrió en el ateísmo moderno y contemporáneo. Con la Gaudium et spes la reflexión de la Iglesia sobre el ateísmo pasa del plano metafísico al plano axiológico. Es emblemática, en este sentido, la condena que pocos años antes la Mater et magistra (1961) de Juan XXIII había dirigido a las “ideologías” y a los “sistemas” que proponían una solución exclusivamente terrenal a los problemas del hombre y veían en la religión –que en nombre del mundo futuro habría descuidado los problemas del presente– un obstáculo a la liberación del hombre de la miseria. Teniendo en cuenta el contexto histórico-social en que se había desarrollado el comunismo, el documento hacía una importante distinción entre “ideología atea” y “realidad histórica”, abriendo el camino a la reflexión propuesta por la Gaudium et spes, en la cual el fenómeno ateísmo no se identifica simplemente con una filosofía, o con una ideología, sino que es considerado en todo su espesor histórico, en el cual confluyen factores diversos e incluso contrastantes, que deben ser descifrados e interpretados. «El ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana» (n. 19).

Teniendo en cuenta la vastedad del fenómeno, la Gaudium et spes señala que el ateísmo «es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo», confirma la condena pronunciada por la Dei Filius contra la negación filosófica de Dios, y hace un diagnóstico de sus diferentes formas: ateísmo sistemático, ateísmo agnóstico, indiferencia religiosa, ateísmo práctico, humanismo prometeico, y finalmente el ateísmo como rechazo del mal en el mundo. Pero insiste sobre todo en el tema de las causas que han generado el ateísmo, que identifica más con motivaciones existenciales e históricas, que con razones teóricas. Es la nueva situación del hombre en el mundo, un hombre embebido de espíritu crítico y de racionalismo, y de una comprensión de sí mismo como valor absoluto, que vuelve inútil la “hipótesis Dios”, hipótesis típica de una fase pre-crítica y pre-científica de la humanidad; así como la agudización de la conciencia moral parecería volver incompatible la existencia de Dios frente a la presencia del mal en el mundo.

Otra importante novedad de la Gaudium et spes es la profundización de la responsabilidad de los creyentes en el surgimiento del ateísmo. En efecto «en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión» (n. 19). El documento no tiene la intención de dar solo un diagnóstico sobre el ateísmo, sino que busca sus razones más profundas, ocultas en el corazón del hombre, y desea proponer un remedio (cfr. nn. 20-21). Y puesto que estas razones muchas veces se encuentran en una visión errónea de Dios, considerado como opuesto a la afirmación del hombre como valor, la Iglesia aclara el verdadero mensaje del Evangelio frente a estas fuertes objeciones que se encuentran en la raíz del ateísmo moderno (ver supra, 3): Dios no es el rival del hombre, sino que, por el contrario, es Aquel que desea la plena realización del hombre, hasta elevarlo a la dignidad de hijo de Dios; en segundo lugar, la esperanza escatológica no se contrapone al esfuerzo terreno, sino que lo vivifica, lo sostiene y lo renueva. El Dios de la Revelación cristiana no es el rival del hombre, sino el fundamento, el significado y el valor de todo aquello que eleva al hombre, y no lo aliena de las obligaciones terrenas, sino que lo motiva con más fuerza en todos los deberes de su vida. Por esto, al ateísmo axiológico que se basa en la oposición entre el “valor hombre” y Dios, la Iglesia le dirige una cortés invitación «a que consideren sin prejuicios el Evangelio de Cristo», porque el Evangelio de Cristo no está en contradicción sino en armonía «con los deseos más profundos del corazón humano». Es Cristo mismo quien «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» y solo Él le descubre «la sublimidad de su vocación» (nn. 21-22). También los terribles enigmas de la existencia, como el sufrimiento, el mal y la muerte, encuentran en Cristo significado y superación definitiva. Al desafío del ateísmo humanista la Gaudium et spes contrapone el testimonio del Dios encarnado en Cristo y de los valores de libertad, de justicia que comporta, porque «El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (n. 41). El remedio para el ateísmo consiste por tanto en una «exposición adecuada de la doctrina» de la Iglesia y en la «integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros» (n. 21). Invitando a los ateos a tomar en consideración el Evangelio de Cristo, la Iglesia invita también a los creyentes a distinguir el error de la persona que lo comete, el ateísmo de los ateos, con los cuales es necesario instaurar un diálogo constructivo. Esto comporta, además de las necesarias consideraciones filosóficas y teológicas sobre el ateísmo, también una renovación de la pastoral del ateísmo y de la catequesis.

Finalmente, para cuanto concierne al rol del pensamiento científico (ver supra, 4.3), no se le imputan responsabilidades específicas. En todo caso es en el uso ideológico de la ciencia o en su empleo instrumental y despersonalizante que el hombre puede encontrar el peligro de seducciones intelectuales y de falsas seguridades, terminando por desnaturalizar el sentido de la misma ciencia. Así el Concilio recuerda que «muchos, rebasando indebidamente los límites sobre esta base puramente científica o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta» (n. 19). Y poco más adelante, al referirse al ateísmo sistemático de aquellos que consideran al hombre «el único artífice y creador de su propia historia», señala que «el sentido de poder que el progreso técnico actual da al hombre puede favorecer esta doctrina» (n. 20). Más articulado, pero sustancialmente análogo, es el análisis que se ofrece en la sección del documento conciliar dedicada a la relación entre fe y cultura: «Es cierto que el progreso actual de las ciencias y de la técnica, las cuales, debido a su método, no pueden penetrar hasta las íntimas esencias de las cosas, puede favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo cuando el método de investigación usado por estas disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para hallar toda la verdad. Es más, hay el peligro de que el hombre, confiado con exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de buscar ya cosas más altas. Sin embargo, estas lamentables consecuencias no son efectos necesarios de la cultura contemporánea ni deben hacernos caer en la tentación de no reconocer los valores positivos de ésta» (n. 57). El horizonte de referencia es siempre el de un amplio radio existencial y personalista: ni la ciencia es demonizada, ni se calla el uso indebido que el hombre puede hacer de ella.

Las indicaciones del Concilio Vaticano II se desarrollarán en diferentes sedes eclesiales y magisteriales. Junto al trabajo de organismos de la Santa Sede como el Secretariado para el diálogo con los no creyentes, que luego confluyó en el Pontificio Consejo para los no creyentes y finalmente en el Pontificio Consejo de la Cultura (progresivamente recogido en las publicaciones periódicas “Athéisme et dialogue”, “Athéisme et foi” y “Culture et foi”), se debe recordar el espacio creciente dedicado al tema del ateísmo, a partir de los años 1970, en la catequesis y en la pastoral, a nivel de documentos preparados tanto por las iglesias locales como por la Iglesia universal.


8.3 Aspectos del magisterio de Juan Pablo II  

En la encíclica Dominum et vivificantem (1986), dedicada a la persona divina del Espíritu Santo, Juan Pablo II vuelve a subrayar la raíz materialista del ateísmo, si bien en el contexto de una exposición de la relación entre materia y espíritu. «Aunque no se puede hablar del ateísmo de modo unívoco, ni se le puede reducir exclusivamente a la filosofía materialista dado que existen varias especies de ateísmo y quizás puede decirse que a menudo se usa esta palabra de modo equívoco sin embargo es cierto que un materialismo verdadero y propio entendido como teoría explica la realidad y tomado como principio clave de la acción personal y social, tiene carácter ateoEl horizonte de los valores y de los fines de la praxis, que él delimita, está íntimamente unido a la interpretación de toda la realidad como “materia”. Si a veces habla también del “espíritu”» y de las “cuestiones del espíritu”, por ejemplo en el campo de la cultura o de la moral, lo hace solamente porque considera algunos hechos como derivados (epifenómenos) de la materia, la cual según este sistema es la forma única y exclusiva del ser» (n. 56). La atención dirigida a las consecuencias ateas del materialismo histórico-dialéctico, en su forma sistemática teorizada y realizada por el marxismo, será retomada más tarde en la Centesimus annus (1991), donde el error de tal ideología será calificado no solo en el plano teorético, sino también en el antropológico, social y existencial (cfr. nn. 13-14).

Una interpretación significativa del ateísmo, de sus razones filosóficas, pero sobre todo de sus motivaciones históricas, religiosas y teológicas, es ofrecida por Juan Pablo II en ocasión de algunas reflexiones sobre las raíces cristianas de la cultura europea (cfr. Discurso a los participantes en el V Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, Roma, 5.10.1982; Visita a la sede de la Comunidad Económica Europa, Bruselas, 20.5.1985). Recordando que la época moderna estuvo signada por innumerables desarrollos en el plano del progreso humano, técnico y civil, se constata al mismo tiempo que diversas corrientes de pensamiento filosóficas e ideológicas desacreditan la adhesión a la fe y conducen a una sospecha sobre Dios, una sospecha que repercute sobre el hombre mismo, privándolo de una plena conciencia de la razón de vivir: el hombre contemporáneo es tentado a la duda sobre el sentido de la vida, por la angustia y por el nihilismo (cfr. Insegnamenti 1985, VIII, 1, 1582). Se abre, pues, camino la pregunta más importante: ¿por qué históricamente adhirieron al ateísmo precisamente las culturas de los países europeos que fueron impregnadas por la luz del Evangelio? No se puede no reconocer que «las crisis del hombre europeo son las crisis del hombre cristiano. Las crisis de la cultura europea son las crisis de la cultura cristiana»; más aún: «todavía más profundamente, podemos afirmar que estas pruebas, estas tentaciones y esta salida del drama europeo no solo interpelan al Cristianismo y a la Iglesia desde afuera, como una dificultad o un obstáculo externo para superar en la época de la evangelización, sino que verdaderamente son interiores al Cristianismo y a la Iglesia. El ateísmo europeo es un desafío que se comprende en el horizonte de una conciencia cristiana» (Insegnamenti 1982, V, 3, 693). Estamos frente a un giro interesante en la interpretación del ateísmo por parte del magisterio de la Iglesia: no más como fenómeno externo, sino como fenómeno interno a la misma historia del cristianismo. El ateísmo es considerado una tentación típicamente cristiana, en cuanto pertenece no solo a la filosofía, sino a las pruebas existenciales del camino espiritual del cristiano y de la Iglesia en el mundo y en la historia: «Descubriremos, tal vez no sin asombro, que las crisis y las tentaciones del hombre europeo y de Europa, son crisis y tentaciones del Cristianismo y de la Iglesia en Europa […]. Si el ateísmo es una tentación de la fe, será con la profundización y la purificación de la fe que será vencido» (ibídem, 694). El ateísmo aparece aquí como la gran prueba espiritual en el camino, no del hombre pagano, sino del cristiano. Este es quizás el punto más avanzado de la interpretación del fenómeno del ateísmo por parte de la Iglesia: una gran prueba espiritual, reservada a la cristiandad especialmente europea, para purificarla y conducirla a un encuentro más auténtico y vivo con el Dios de Jesucristo.

La encíclica Fides et ratio (1998), finalmente, en su análisis de la historia de la filosofía moderna y contemporánea, pone el fundamento teórico de la incredulidad en la «separación entre la fe y la razón filosófica» (cfr. nn. 45-48). Después de haber estigmatizado los errores del eclecticismo, del historicismo, del cientificismo y del pragmatismo (cfr. nn. 86-89), dedica más atención a la relación entre ateísmo y nihilismo, que también es un aspecto de la pérdida simultánea de Dios y de la verdad del hombre (cfr. n. 90). Aun reconociendo la imposibilidad de reducir a un cuadro unitario las visiones filosóficas modernas y contemporáneas, la encíclica afirma que «las corrientes de pensamiento relacionadas con la postmodernidad merecen una adecuada atención» (n. 91). Tales corrientes, en efecto, conducen no hacia la autonomía de la razón, vuelta imposible por el resultado fallido del racionalismo moderno, sino hacia la recuperación de una relación renovada de la razón filosófica con la fe, en un círculo hermenéutico entre razón y fe que permita a la razón filosófica ser fecundada por las verdades de la Revelación. Aplicando estos análisis al ateísmo, que fue el fruto más emblemático de la ratio separata de la modernidad, la Fides et ratio propone como remedio la recta comprensión de la Revelación, que todavía hoy es la estrella que orienta hacia la verdad de Dios, para las filosofías y las culturas de Oriente y de Occidente, superando el “eclipse de Dios” de la modernidad.


9 Bibliografía  

Documentos de la Iglesia Católica:

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Pablo VI, Ecclesiam suam, EE 7, 810-816.

Pío XI, Divini Redemptoris, EE 5, 1197-1280.

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10 Cómo Citar  

Mura, Gaspare. 2017. "Ateísmo". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Ateísmo


11 Derechos de autor  

Voz "Agnosticismo", traducción autorizada de la entrada "Ateismo" de la Documentazione Interdisciplinare di Scienza & Fede (DISF) © 2017.

El DIA agradece a DISF la autorización para efectuar y publicar la presente traducción.

Traducción a cargo de Marina Delbosco. DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E.Vanney - 2017.

ISSN: 2524-941X