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DIA β

Versión española de Extraterrestrial life, de la Interdisciplinar Encyclopedia of Religion and Science.

Traducción: Juan Eduardo Carreño


La observación del cielo estrellado siempre ha provocado muchas preguntas. Quizá una de las más frecuentes se relaciona con la posibilidad de que exista vida en otros planetas similares al nuestro. Desde una perspectiva histórica, sin embargo, el contexto en el que surge la pregunta acerca de la vida en el cosmos parece diferente del de las grandes preguntas acerca del origen de la vida y de todo lo que cabe en el “problema cósmico”. Si bien es cierto que las teogonías antiguas predisponían a los seres humanos a imaginar la presencia de divinidades antropomórficas en regiones distintas de la Tierra, la cuestión de la pluralidad de los mundos y de si ellos son habitables sólo adquiere fuerza cuando las nuevas visiones especulativas y los nuevos descubrimientos cambiaron radicalmente la comprensión que la humanidad tenía de su lugar en el universo. En términos generales, este tema no fue central para el pensamiento filosófico, pero su desarrollo en las ciencias naturales y, más recientemente, en la tecnología espacial ha influenciado varios sectores culturales (literatura, lenguaje corriente, cine) además de tener un impacto significativo en la esfera religiosa y teológica. La hipótesis de que la vida existe en mundos distintos del nuestro se encuentra en la cultura humana desde la Edad Antigua hasta nuestros días. No hay duda que encontrar formas de vida en otros planetas, y sobre todo, comunicarse con una inteligencia extraterrestre representaría una de las experiencias más extraordinarias de toda la historia humana.


1 Una breve mirada a la historia  

El debate acerca de una posible pluralidad de mundos habitados ha sido ampliamente documentado (cf. Crowe 1988, 1997, 2012; Dick 1982, 1993, 1996; Jayawardhana 2013; Traphagan 2015). En el Mundo Antiguo los atomistas fueron probablemente los primeros en hipotetizar la existencia de vida extraterrestre. Su filosofía mecanicista le asignaba al número infinito de átomos en el cosmos la capacidad de originar un número infinito de cuerpos en una multitud de posibles combinaciones, que iban por lo tanto más allá de las halladas en la Tierra. Epicuro (341-270 A.C.), y sobre todo Lucrecio (99-55 A.C.), afirmaron una suerte de “Principio de la Plenitud”, según el cual todas las potencialidades de la materia estaban destinadas a realizarse tarde o temprano, dando lugar, de este modo, a un mundo cuya perfección sería proporcional a la riqueza de la existencia contenida en él. La interrogante acerca de los posibles habitantes de la Luna –una pregunta intuitiva y espontánea, dada la proximidad y gran tamaño aparente de nuestro satélite– aparece en los trabajos de varios autores clásicos, incluyendo a Plutarco (45-125). En su De facie quae in orbe lunae apparet, un pequeño tratado de cosmología filosófica centrado en las diferencias de las propiedades de la Tierra y la Luna, el escritor griego presenta un debate acerca del origen de las manchas oscuras presentes en la superficie lunar. El pensamiento filosófico derivado de Aristóteles (384-322 A.C.) encontrará una gran dificultad en especular acerca de la presencia de habitantes en otros mundos, en la medida que las esferas celestes habrían sido progresivamente caracterizadas como eternas, inmutables e incorruptibles. Esas esferas eran radicalmente distintas de nuestro entorno terrestre (el así llamado mundo “sub-lunar”), al cual le compete, en contraste, el cambio y la contingencia; la esfera lunar, en la cual se observaban algunas mutaciones, permanecerá por lo tanto a medio camino entre uno y otro dominio.

En la Edad Media, el Cristianismo no se opuso a la idea de que Dios pudiese haber creado otros mundos, algunos incluso más perfectos que el nuestro, pero el tópico no se vinculó directamente con la posibilidad de que esos mundos estuviesen habitados. En la cosmología de De docta ignorantia, Nicolás de Cusa (1401-1464) alude a posibles habitantes de otros mundos (que él, ingenuamente, situaba en las estrellas). También intentó sistematizar, desde un punto de vista filosófico, las relaciones que tales mundos tendrían con la Tierra y sus perfecciones, así como la que existiría entre la naturaleza de sus habitantes y nuestra propia naturaleza intelectual. En una reflexión compartida por muchos de nuestros contemporáneos, el Cardenal-filósofo concluye que simplemente no podemos saber nada acerca de tales comparaciones: “Los habitantes de otras estrellas, donde sea que ellos estén, no tienen ninguna proporción con los habitantes de nuestro mundo, incluso si toda su región se encuentra en una proporción oculta con la nuestra, para la finalidad del universo [...]. No obstante, dado que esta región permanece desconocida para nosotros, también sus habitantes permanecen completamente desconocidos para nosotros.” (Libro II, cap. 12). Giordano Bruno (1548-1600), el intérprete renacentista del “Principio de la Plenitud”, hipotetizó la presencia de vida a través de todo el universo, no sólo en la forma de estrellas y planetas habitados, sino también como un principio vital capaz de proveer de un alma a las estrellas, planetas, cometas y ciertamente a todo el cosmos. Galileo (1564-1642) y Kepler (1571-1630) nunca abordaron el tema directamente, pero comprendieron que el sistema heliocéntrico situaba la Tierra en una condición de gran similitud con los otros planteas solares. Al igual que Plutarco, y no sin ironía, ambos se preguntaron si los puntos visibles y regulares en la superficie lunar podrían haber sido producto del trabajo de habitantes inteligentes (cf. C. Sinigaglia. 1999. Lo “scherzo” di Plutarco e il “sogno” di Keplero. En Colombo et al. 1999, 155-168).

Para mediados del siglo XVII, gracias al uso del telescopio como instrumento científico para la observación astronómica, fue revelado un número inmenso de estrellas invisibles para el ojo humano desnudo, y por ende, el interés en la cuestión de la vida en el universo experimentó un nuevo impulso. La rápida difusión de obras a favor de una pluralidad de mundos habitados constituye una prueba de ello. Por ejemplo, la obra Entretiens sur la pluralité des mondes (1686), de Bernard le Bovier de Fontenelle (1657-1757), apareció en una docena de ediciones y traducciones, y el trabajo póstumo de Christian Huygens (1629-1695), Kosmotheoros, sive de terris coelestibus earumque ornatu conjecturae (1698), fue rápidamente traducido a cinco idiomas.

La progresiva ampliación de horizontes causada por la observación científica del cosmos estimuló a los astrónomos a publicar estudios relacionados con la posibilidad de la existencia de formas de vida más allá de los confines de la Tierra. Primero William Herschel (1738-1822), bien conocido por sus estudios en la distribución de las estrellas, destinados a perfilar la estructura general de nuestra Vía Láctea, y después Richard Proctor (Other Worlds Than Ours: The Plurality of Worlds Studied under the Light of Recent Scientific Researches, 1871), y sobre todo Camille Flammarion (La pluralité des mondes habités, 1862), contribuyeron al debate dentro del mundo científico durante el siglo XIX. El trabajo del astrónomo francés experimentó una difusión extraordinaria, con más de 30 ediciones en poco más de veinte años, e impresiones ininterrumpidas hasta 1921. Fue nuevamente un astrónomo, el italiano Giovanni Schiaparelli (1835-1910), quien provocó el interés en la posibilidad de vida inteligente en el planeta Marte con sus famosas observaciones de “canales” en la superficie del planeta rojo, unas estructuras regulares, sobre las cuales había llamado previamente la atención el astrónomo jesuita Angelo Secchi (1818-1878). Los escritos de Schiaparelli acerca del planeta Marte (reeditados en italiano con el título La vita sul pianeta Marte: tre scritti su Marte e i marziani, Milán, 1998), junto con los de Proctor y Flammarion, produjeron un fenómeno cultural que acabó por identificar genéricamente los habitantes de otros mundos bajo el término “marciano”. También debe recordarse como parte del debate entre los siglos XIX y XX la postura de Alfred R. Wallace (1823-1913), quien no era astrónomo sino naturalista y uno de los promotores, junto a Darwin, de la teoría de la evolución por selección natural. En su obra Man’s Place in the Universe: A Study of the Results of Scientific Research in Relation to the Unity or Plurality of Worlds (1903), Wallace sostuvo una vigorosa defensa de un universo antropocéntrico, en abierto desacuerdo con la tesis pluralista. Este ensayo, que gozó de una amplia difusión debido al ambiente científico en el que se había originado, proveyó una serie de argumentos en defensa de la singularidad de la vida humana en el cosmos.

Desde mediados del siglo XX, el progreso de la radioastronomía y el inicio de la investigación espacial, junto a las imágenes físicas de un universo de dimensiones temporales y espaciales insospechadas, proporcionaron una visión del lugar del hombre en el cosmos que lógicamente planteaba la interrogante acerca de la posibilidad de una inteligencia extraterrestre. Algunas obras escritas por científicos, tales como Of Stars and Men (Boston, 1958) de H. Shapley, y Intelligent Life in the Universe (San Francisco, 1966) de Shklovskii y Sagan ejercieron gran influencia, pero el interés general en el tema, sin embargo, ha sido alimentado sobre todo a través de otros fenómenos, tales como la literatura de ciencia-ficción y el cine.

En el ámbito más acotado de la ciencia, el entusiasmo del siglo XIX por un posible “encuentro cercano” con otros habitantes del sistema solar ha sido reemplazado por la búsqueda metódica de formas de vida elementales o materiales pre-bióticos en ambientes similares al de nuestro sistema solar, sin mencionar la iniciación de programas de largo plazo para la exploración radioastronómica de ambientes más remotos (véase abajo, II, nn. 2 y 3). Al mismo tiempo, no se perdió la oportunidad de enviar “mensajes en una botella”, incluyendo: una placa con la imagen de una pareja humana y algunos datos científicos codificados, que se ubicaron en las sondas no tripuladas Pioneer 10 y 11 (lanzadas en 1971), las primeras en aventurarse fuera del sistema solar; imágenes digitalizadas y sonidos del planeta Tierra, que se enviaron en las sondas Voyager (1977); y la radio transmisión en código binario, enviada al cúmulo globular galáctico M13 por el radiotelescopio Arecibo (1974).


2 Aspectos interdisciplinarios del debate  

En la cultura contemporánea, el tema de la vida cósmica se vincula a la ciencia, no a la filosofía. El tópico alcanza al público sobre todo a través de medios de masas, literatura de géneros diversos, y algunas otras expresiones artísticas. Basta con pensar en las novelas de ciencia-ficción de H.G. Wells, autor de War of the Worlds (1898), que a más de una centuria, siguen inspirando filmes como Star Wars (desde 1977 en adelante), de George Lucas. Considérese también la difusión de las novelas de Isaac Asimov, algunas de las cuales también han sido llevadas a la pantalla. Además existen otras formas de inspiración, como las novelas de C. S. Lewis en su Ransom’s Space Trilogy (1938-1945), también conocida como Perelandra, donde la visita de mundos diferentes del nuestro involucra los temas de la virtud y el pecado, la libertad y la redención de la diversidad de creaturas, y de su dependencia por respecto a un Creador común. La gran pregunta acerca del significado de la vida humana en el universo y de su relación con la trascendencia es uno de los temas centrales de 2001: A Space Odyssey (1968), escrita por Arthur C. Clarke y dirigida por Stanley Kubrick.

La peculiaridad de la cuestión de la vida más allá de los confines de la Tierra implica inevitablemente un punto de encuentro en el cual se expresan los grandes temas de la antropología, la filosofía y la religión, a veces inconscientemente, otras veces de modo más explícito. Se puede captar fácilmente las implicancias de un posible contacto con formas de vida inteligente. Tras una comunicación con otras formas de vida inteligentes esperaríamos ciertamente verificar nuestro conocimiento de las leyes que gobiernan el universo físico (algunas de las cuales podrían ser desconocidas para nosotros), adquirir alguna información acerca del contexto cósmico de la especie humana, y obtener una visión del origen y difusión de la vida, incluyendo su supervivencia en una era tecnológica. No obstante, “el hombre de la calle” (y probablemente todos nosotros) preguntaría seguramente a las civilizaciones diferentes de la nuestra acerca del significado de la vida libre y consciente, y del conocimiento que ellos tienen de un Creador. Los humanos preguntarían a los otros acerca de la existencia de Dios.

Se advierte rápidamente la significación humanista y religiosa del tema cuando se considera que en muchas obras de literatura, arte y cine, el contexto de “espacio cósmico” (o “celestial”, si se prefiere) aporta referencias implícitas a las grandes preguntas de siempre, tales como la lucha mítica entre la luz y la oscuridad, la elección entre el bien y el mal, la interrogante humana en relación a la vida después de la muerte y del modo de alcanzarla o merecerla. Los contextos de la vida extraterrestre re-proponen la intervención de mediadores de mundos lejanos, la entrega de mensajes morales que despierten en los seres humanos las preguntas existenciales que la vida ordinaria terrestre ha adormecido. Más aún, es frecuente que el contacto con civilizaciones diferentes de la nuestra sea representado como un poderoso evento conceptual en el cual la humanidad retorna a la sabiduría y la auto-comprensión. Por otro lado, y como se muestra en algunas películas, también ocurre que la humanidad redescubre su unidad de origen y sus propósitos comunes motivada por la búsqueda de defensa contra posibles peligros cósmicos o urgida por la necesidad de alcanzar una conducta coordinada y efectiva a una escala planetaria.

Como lo ha observado inteligentemente Paul Davis, la búsqueda de vida extraterrestre conlleva una dimensión religiosa implícita. Esta dimensión se expresa de una manera literaria precisa, y busca explorar la espiritualidad humana en relación al encuentro con “lo otro”. Citando las conclusiones de su libro Are We Alone?: “El poderoso tema de seres alienígenos actuando como un conducto a lo Último –sea que aparezca como una ficción, o como una teoría cosmológica seria– toca una cuerda profunda de la psique humana. La atracción parece residir en que, al contactar seres superiores en el cielo, los humanos tendrían acceso a un conocimiento privilegiado, y que el ensanchamiento así resultante de nuestros horizontes nos llevará en cierto sentido un paso más cerca de Dios. La búsqueda de seres alienígenos puede ser vista entonces como parte de una búsqueda religiosa de larga data, y también como un proyecto científico. Esto no debiese sorprendernos. La ciencia comenzó a partir de la teología, y todos los científicos, sean ateos o teístas, y crean o no en la existencia de seres alienígenos, aceptan una cosmovisión esencialmente teológica”. (Davies 1995, 137-138).

La resonancia religiosa recién descrita, por supuesto, no es ajena a la teología sistemática. La teología cristiana estaría particularmente involucrada, a la luz de su “registro de la singularidad”. Este registro parece regular la relación entre Dios y el hombre, cuyo vértice es el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Para la teología, ampliar el horizonte y considerar seres inteligentes distintos de los humanos podría representar la última consecuencia posible de una suerte de “Principio Copernicano extendido”, que primero privó a los seres humanos de ser el centro geométrico del universo conocido, después de la singularidad de su historia biológica en la Tierra, y finalmente de la centralidad de su conciencia en el panorama cósmico. Aunque la teología no le ha dedicado una especial reflexión a este punto, posee los recursos para abordar la cuestión temáticamente. La idea general compartida por el público y los medios de masas, sin embargo, es que un “encuentro cercano del tercer tipo” cuestionaría drásticamente algunos principios importantes del establishment teológico. Como se subraya en un artículo de la Enciclopedia Inters cuando se trata acerca de la relevancia de las ciencias naturales para el trabajo de los teólogos, si la teología no está obligada a dar una respuesta a todo lo que es meramente posible, su discurso acerca de Dios y los seres humanos –desarrollado en el contexto científico contemporáneo– no puede sin embargo ignorar al menos algunas de las preguntas que provocaría la presencia de vida extraterrestre.


Contenido

3 La investigación acerca de la vida extraterrestre en el contexto científico  

El análisis de nuestro tema dentro de un contexto científico debe comenzar con una clarificación importante. El debate concerniente a la autenticidad de los objetos voladores no identificados (UFO, por sus siglas en inglés) y su posible origen extraterrestre no cabe dentro del objeto que la ciencia busca designar cuando se refiere a la vida extraterrestre o inteligencia extraterrestre. Esa discusión cae fuera de los límites de la perspectiva científica e interdisciplinaria aquí asumida. Más aún, la imposibilidad de contar con un conocimiento público y validado científicamente de los datos reivindicados por los adherentes de los fenómenos UFO nos impide considerar el tema con un rigor adecuado.


3.1 La vida en el marco de la evolución cósmica  

Desconocemos si la vida es un evento único dentro de la historia cósmica, uno que ocurrió sólo en este remoto planeta, entre las 1011 estrellas que componen nuestra Vía Láctea, y que es a su vez sólo una de las 1011 o 1012 galaxias que probablemente pueblan nuestro universo; o si por el contrario, la vida es más bien un fenómeno extendido. Sabemos, por cierto, que su surgimiento requiere una increíble serie de pasos y condiciones delicadas en el espacio y el tiempo, cuya consideración no puede ser obviada si deseamos evaluar la posible difusión de la vida a escala cósmica.

Tampoco comprendemos si el conjunto de estas delicadas condiciones debe ser considerado como un evento altamente improbable o como un imperativo cósmico, asociado a la acción de un proceso o ley que inevitablemente guía los varios pasos de la historia del universo (cf. de Duve 1995). En otras palabras, no sabemos si la vida es un fenómeno universal y casi inevitable, que se reproduce a sí mismo donde sea que las condiciones lo permitan, como lo ha sugerido Christian de Duve o Manfred Eigen; o si la vida equivale a un mero número probabilístico y es el resultado del azar en la rueda de la ruleta de la evolución cósmica, un fenómeno sin ninguna significación, como lo ha sostenido lacónicamente Jacques Monod y Steven Weinberg. Pero la perspectiva filosófica intuye que la riqueza de la complejidad fenoménica de la vida, la teleología de su proceso, y su absoluta singularidad en comparación con la materia inorgánica, en conjunto tienden a impregnar la incidencia y el posible significado de la vida con categorías que deben superar la dicotomía simplista entre azar y necesidad.

Haciendo abstracción de las condiciones relacionadas con la formación de ambientes adecuados para la vida, que a su vez dependen de valores numéricos de las constantes de la naturaleza que regulan y determinan la estructura intrínseca del universo –condiciones que son usualmente discutidas en el marco del Principio Antrópico– resumiré aquí brevemente algunos de los pasos principales que deben preceder cualquier posible aparición de vida en el cosmos.

Primero que nada, los elementos necesarios para la vida, como por ejemplo el oxígeno y el carbono, están presentes sólo después de una o quizá dos generaciones de estrellas gigantes masivas. Al final de su evolución termodinámica y termonuclear estas estrellas explotan como supernovas y esparcen sus productos, lo que permite que esos elementos estén disponibles en la abundancia adecuada en el espacio cósmico. En este ambiente enriquecido con elementos químicos pesados –el universo comienza su evolución compuesto casi exclusivamente del elemento más liviano, el hidrógeno, y una pequeña fracción de helio– se formarán otros tipos de estrellas (“enanas de secuencia principal”), tales como nuestro Sol, las que son más estables y tienen una evolución más prolongada. Sólo estas estrellas tienen un promedio de vida lo suficientemente largo (al menos varios miles de millones de años) como para ofrecerles a sus planetas orbitales una fuente de energía constante y por el tiempo necesario como para permitir el lento desarrollo de la vida desde formas muy simples a otras más complejas.

Los planetas candidatos para albergar una biósfera, entonces, deben tener una masa lo suficientemente grande como para retener gravitacionalmente una atmósfera, pero a la vez lo suficientemente pequeña como para enfriarse en un plazo de tiempo razonablemente breve. Planetas con una masa como la de Júpiter o Saturno, por ejemplo, no han concluido todavía su enfriamiento, por lo que no han formado aún una superficie sólida, aunque su nacimiento fue contemporáneo al de la Tierra (aproximadamente 4,6 miles de millones de años). Además, la distancia del planeta con respecto a la estrella central debe ser óptima, de modo que el planeta reciba de ella una cantidad necesaria pero no excesiva de calor. La estrella, por lo tanto, no puede pertenecer a un sistema multi-estelar binario (cuya incidencia es estadísticamente bastante alta), porque esos sistemas no pueden garantizar la estabilidad suficiente para la órbita planetaria.

Más aún, la evolución de la vida en un planeta en condiciones de albergarla también tiene sus propios tiempos de desarrollo. Obviando el tiempo necesario para la formación de los elementos químicos indispensables para la vida, tales como el agua, numerosos compuestos de carbono y oxígeno, y en la medida de lo posible, aquellos necesarios para dar forma a una atmósfera habitable, es preciso esperar también a la difusión de las formas de vida más simples. Mediante los productos de sus procesos bioquímicos, las formas de vida simples proveen a la biósfera de las sustancias necesarias para las formas de vida superiores, que son orgánicamente más complejas. Sabemos que el tiempo transcurrido en la Tierra desde la formación de los primeros microorganismos hasta la aparición de los mamíferos fue de no menos de tres mil millones de años. Si consideramos que el tiempo que separa el universo actual de sus fases más tempranas de altísima densidad y temperatura es con seguridad de no menos de 13 mil millones de años, debemos concluir que un tiempo cósmico significativamente inferior a éste habría sido probablemente insuficiente para permitir el desarrollo de formas de vida similares a las conocidas hoy en la Tierra.

En 1961, Francis Drake intentó formalizar algunas de las condiciones indicadas con el fin de estimar la probabilidad que existiría de entrar en comunicación (por radio, plausiblemente) con otras formas de vida inteligente, al menos dentro de nuestra galaxia. Lo que después se conocería como “Ecuación de Drake” consiste en el cálculo de una serie de probabilidades restrictivas, que son multiplicadas entre sí para obtener el número N de civilizaciones posiblemente capaces de comunicarse con nosotros en la Vía Láctea. En la fórmula propuesta por Drake, N = R* fp ne  fl  fi  fc L, el valor R* indica la tasa de formación de estrellas centrales con las propiedades energéticas adecuadas; fp es la fracción de esas estrellas que podría tener planetas asociados; ne es el número de planetas con condiciones similares a la Tierra; y fl,  fi y fc corresponden a las fracciones de esos planetas que podrían desarrollar vida, vida inteligente y vida inteligente hasta el nivel de una civilización tecnológica, respectivamente. El último factor, L, regula la “vida media” de una civilización tecnológica en un planeta. Las estimaciones para N son, como cabría esperar, bastante diversas. En el cálculo original de Drake, N tenía un valor aproximado de 100.000, otros científicos sostienen un valor de N= 100, pero hay también expertos que mantienen una opinión muy diferente, según algunos de los cuales sólo habría una civilización activa y tecnológicamente desarrollada por cada 300 galaxias, es decir, la nuestra sería la única civilización de ese tipo en la Vía Láctea y en las 299 galaxias más próximas (las estimaciones más críticas son las de Rood y Trefil 1981).

Como lo han hecho notar oportunamente algunos autores (cf. McMullin 1980, 83-84), el principal tipo de limitación para esta clase de ecuaciones es la ausencia de un modelo realista que describa satisfactoriamente el proceso y las etapas cuyas probabilidades de ocurrencia se busca calcular. Por ejemplo, para conocer la fracción de estrellas que podrían tener planetas similares a la Tierra, debemos contar con un modelo preciso de la formación planetaria a partir de las nubes estelares. Este modelo debería también contener parámetros que describan las varias características de los planetas formados, con el fin de seleccionar aquellos que sean adecuados. Desafortunadamente no poseemos hasta el día de hoy un modelo semejante. Las cosas se complican aún más considerando que sabemos muy poco acerca del “por qué” de los orígenes de la vida en un planeta, e incluso menos respecto de la vida inteligente. Por lo tanto, no tenemos un modelo realista para evaluar si este evento debe suceder un cierto número de veces o no. La lógica de una teoría estadística (por ejemplo, la teoría cinética de los gases) consiste en deducir el comportamiento promedio a gran escala sobre la base de procesos conocidos a pequeña escala (por ejemplo, el principio que regula el movimiento de una partícula). No es posible desarrollar rigurosamente una teoría estadística para la formación de planetas con una biósfera, y sobre todo, una teoría estadística para la formación de vida, porque no conocemos la modalidad de estos procesos, esto es, no tenemos una teoría completa y confiable para interpretarlos con el suficiente nivel de exactitud. Más aún, en la naturaleza tenemos un único evento de este tipo conocido, a saber, el de nosotros los terrestres, y no podemos distinguir con seguridad lo que es necesario para nuestro surgimiento de lo que podría no serlo. En suma, contamos con una información insuficiente.

Inevitablemente las disciplinas científicas que abordan el tema de la vida en el universo tratan de utilizar la deducción en la medida que ello resulte razonable, intentando así vincular sus inferencias con lo que sabemos del cosmos y sus entornos. Al mismo tiempo, creo que en un tema como el nuestro, la actitud metodológicamente mejor fundada será siempre la inducción, sumada a la paciencia para esperar y descubrir.


3.2 Proyectos científicos para la búsqueda de la vida  

La ciencia contemporánea enfrenta el tema de la vida en el cosmos en varios contextos temáticos. Ellos incluyen la investigación y estudio de compuestos orgánicos y de estructuras biológicas posiblemente presentes en el espacio estelar o en la superficie de cuerpos celestes (cometas, asteroides, satélites o planetas) adecuados para dichos compuestos y estructuras; la búsqueda de al menos alguna forma elemental de vida, particularmente dentro de nuestro sistema solar; la detección y estudio de sistemas planetarios formados alrededor de otras estrellas, de un modo similar a nuestro sistema solar; la reconstrucción teórica y experimental del proceso que podría haber dado origen a la vida en la Tierra, para comprender así mejor tales mecanismos en una escala cósmica; y finalmente, la investigación de posibles señales de radio de origen inteligente, por medio de radio-telescopios parcial o totalmente dedicados a sondear el cielo en longitudes de onda centimétricas y decimétricas. Toda esta actividad ha ingresado en el panorama de la investigación científica como una nueva disciplina, llamada exobiología, astrobiología o también bioastronomía. Es sencillo enterarse del estatus del conocimiento en esta área y de los principales programas de investigación dedicados a buscar vida extraterrestre por medio de los muchos libros y revisiones publicadas, incluyendo Proceedings of International Conferences (cf. por ejemplo, Batalli Cosmovici et al. 1997; Goldsmith y Owen 2002; Dick y Strick 2004; Meech et al. 2007; Impey 2011; Horneck, Gerda y Baumstark-Khan 2012; Impey, Lunine y Funes 2012; Jones 2013). Desde 1982, la comunidad científica internacional le ha reconocido a estas actividades de investigación un estatus oficial, estableciendo para ello la “Comisión n. 51” de la International Astronomical Union entre sus organismos. Un buen número de sitios de internet gestionados por instituciones científicas, entre las cuales está el sitio oficial de la NASA para la astrobiología, aportan información actualizada para un público incluso más amplio.

Desde un punto de vista histórico, el primer acceso oficial del tema de la vida extraterrestre en un entorno estrictamente científico data de la segunda mitad del siglo XIX, con la observación de los canales en Marte por parte de Schiaparelli. Ya desde agosto de 1877, y por treinta años, su posible origen inteligente fue objeto de disputa. Las misteriosas imágenes fueron después reconocidas como estructuras naturales gracias al uso de instrumentos de observación con alto poder resolutivo. El planeta “rojo”, en el cual Herschel había identificado dos casquetes polares que se creía estaban formados a partir de agua congelada (pero que hoy sabemos que están formados de anhídrido carbónico en estado sólido), permanece casi hasta hoy como un candidato potencial para la presencia de algunas formas de vida elementales. Marte se transformó en el objeto de misiones espaciales inmediatamente después del nacimiento de la astronáutica, primero mediante el vuelo a distancia de una serie de sondas (Mariner, 1964-1971), después con aterrizajes suaves en su superficie (Viking, 1976), y finalmente con misiones de reconocimiento, partiendo con sondas automáticas autopropulsadas (Pathfinder, 1997). Tanto la sonda Viking como la misión Pathfinder llevaron a cabo experimentos para verificar la existencia de posibles formas de vida, reportándose resultados negativos. Durante la primera década del tercer milenio se han proyectado y ejecutado misiones espaciales mejoradas. Los proyectos para la exploración de Marte incluyen la Mars Express, lanzada por Europa el 2003, y las misiones de la NASA: los exploradores Spirit y Opportunity, que aterrizaron con éxito en enero del 2003, las sondas orbitales Mars Odyssey y Mars Reconnaissance Orbiter, y la compleja misión Phoenix, que aterrizó en mayo del 2008. Una revisión actualizada de la cuestión se encuentra en Schulze-Makuch et al. 2015 y en Sephton y Carter 2015.

Es casi seguro que había agua en Marte en el pasado. En el verano del 2008 se anunció que el Phoenix lander habría hallado evidencias de agua congelada y más recientemente el analisis espectral ha confirmado evidencias de agua (Ojha et al. 2015). Sin embargo, los resultados conseguidos dentro de la primera década del siglo XXI tienden a excluir la posibilidad de que existan formas de vida en planetas dentro de nuestro sistema solar debido a las condiciones químicas y físicas prohibitivas presentes en sus capas atmosféricas o en sus superficies. Desde finales del siglo XX, el interés académico ha migrado a algunos de los satélites masivos de los planetas más grandes del sistema solar. Las imágenes obtenidas en las décadas del 70 y del 80 por las sondas Pioneer y Voyager, y más tarde por las misiones Galileo (lanzada en 1988, liberó una sonda a Júpiter en 1995), y Cassini-Huygens (lanzada en 1997, comenzó a orbitar Saturno en 2004), han atraído la atención de los investigadores a algunos de los satélites de Júpiter y Saturno. Se ha prestado particular atención al satélite Europa, de Júpiter, debido al descubrimiento de la presencia de agua en él, y a Encélado y Titán, en órbita alrededor de Saturno, los cuales también exhiben características morfológicas interesantes.

Gracias al desarrollo de la tecnología observacional situada en la Tierra y sobre todo al uso de instrumentos orbitales tales como el telescopio espacial Hubble y, mas recientemente, con el telescopio Kepler, se han identificado en los últimos años muchos sistemas de estrellas constituidos por una estrella rodeada por uno o más planetas. Hasta el momento, la gran mayoría de los planetas descubiertos tienen masas comparables o mayores que la de Júpiter, muchos de los cuales no son aptos para la vida, por ser demasiado cercanos a la estrella central. En el sitio de internet Planet Quest, editado por the Jet Propulsion Lab y la NASA, hay disponible información actualizada acerca de los sistemas planetarios extra-solares. Debe tenerse en cuenta que las observaciones actuales tienden a escoger solo los planetas más masivos, debido a limitaciones instrumentales. Gracias a una tecnología de nueva generación, como el Next Generation Space Telescope, que estará operativo y en órbita durante la segunda década del siglo XXI, seremos capaces, probablemente, de identificar planetas con una masa pequeña o intermedia, y hacer mediciones más exactas para ganar información acerca de la posibilidad de que tales cuerpos alberguen una química apta para la vida. Desde un punto de vista teórico, parece ser que la formación de planetas que orbitan alrededor de una estrella es un fenómeno relativamente frecuente, aunque las características físicas que podrían hacerlo hospitalario para la vida son más bien restrictivas, como ya lo hemos visto.

Los objetos de interés para la bioastronomía contemporánea no son sólo los planetas y satélites, sino también los cuerpos más pequeños, tales como los asteroides, los cometas y, en general, las vastas regiones del espacio interestelar. Con observaciones de radio frecuencia y espectroscopia infrarroja, ha sido posible descubrir la presencia de más de cien tipos diferentes de moléculas en el espacio interestelar, incluyendo agua, monóxido y dióxido de carbono, amonio, metanol, formaldehido, y varios tipos de compuestos de carbón, silicio y nitrógeno, así como un cierto número de aminoácidos. Muchas de estas moléculas, algunas de las cuales han sido halladas directamente en residuos de meteoritos u observadas en cometas, son idénticas a aquellas que caracterizan la química de los organismos vivos, y plantean por lo tanto interrogantes acerca de su posible papel en procesos pre-bióticos o de un eventual origen a partir de procesos biológicos ya existentes. Hasta la fecha, no obstante, no se han observado ácidos nucleicos u otras estructuras bioquímicas de origen celular –ni siquiera en el vasto ambiente del espacio interestelar– que lleven a pensar que existen microorganismos fuera de la Tierra.

A pesar de la ausencia de resultados que demuestren indicios de vida, pasada o presente, en otros ambientes distintos del de nuestro planeta, debemos reconocer que la actividad científica nos enfrenta con una nueva manera de considerar la vida, una manera que por primera vez se sitúa en las coordenadas de las dimensiones cósmicas y no solamente en las terrestres.


3.3 La búsqueda de inteligencia extraterrestre  

Dentro del contexto de las relaciones entre actividad científica y la búsqueda científica de vida extraterrestre, el programa SETI (por sus siglas en inglés: Search for Extraterrestrial Intelligence) merece una mención especial. La idea de utilizar radio-telescopios para captar posibles señales inteligibles provenientes de lugares ubicados más allá de nuestro sistema deriva de la sugerencia de Cocconi y Morrison (1959). En los albores de la radio-astronomía, esta indicación demostró la posibilidad teórica de que instrumentos terrestres reciban del espacio, incluso a enormes distancias, flujos electromagnéticos de densidades comparables a las que emitimos aquí en la Tierra cuando transmitimos programas ordinarios de radio. El consejo de los autores fue que comenzásemos a escuchar frecuencias adyacentes a la línea de emisión del hidrógeno a 21 cm (1420 MHz), las que podrían ser fácilmente elegidas como un punto de referencia por otras civilizaciones tecnológicas, dada su intensidad y difusión a través del cosmos. En 1967, un eco de un posible contacto de radio con civilizaciones extraterrestres resonó en la opinión pública cuando Burnell y Hewish descubrieron el primer pulsar. Hasta que Goldreich y Julian demostraron definitivamente en 1969 que tales señales regulares e intermitentes eran producidas por estrellas de neutrones en rápida rotación, algunos creyeron que era posible que esas señales tuviesen un origen inteligente, llamándolos en broma “pequeños hombres verdes”.

Ya desde 1961, un involucramiento progresivo de los investigadores y el empleo de nuevos instrumentos gradualmente condujo a la formación del Instituto SETI, el cual provee una buena cantidad de documentación en línea. Hoy el Instituto tiene sus propios proyectos e investigadores, y trabajos en colaboración con la NASA y con otros grandes institutos de investigación radio-astronómica en el planeta. En el contexto de la discusión interdisciplinaria, la Seti Academy Committee  también merece una mención. En conjunto con otras instituciones científicas, este comité de la Academia Internacional de Astronáutica (IAA, por sus siglas en inglés) dedica parte de sus actividades a estudiar las consecuencias sociales y culturales de un posible contacto con otras civilizaciones, y a la preparación de eventuales protocolos de comunicación. Algunos procedimientos internacionales ya han sido establecidos; en caso de que un evento de este tipo fuese verificado, y tras las confirmaciones independientes del descubrimiento, ellos estipulan los organismos internacionales que deben ser informados y las prioridades a seguir.

Más allá de toda interpretación optimista de la ecuación de Drake, hay un factor importante que justifica mantener la investigación SETI. A medida que el tiempo transcurre, el volumen de espacio en el cual viajan las señales de radio terrestres incrementa en proporción al cubo de la distancia cubierta por la velocidad de la luz (la velocidad de las señales de radio) durante ese tiempo. Por ende, la probabilidad de recibir una posible respuesta extraterrestre incrementa también a medida que pasa el tiempo. Actualmente, las ondas producidas en la Tierra han alcanzado las estrellas (y posiblemente, los sistemas planetarios asociados a ellas) dentro de una esfera con un radio de aproximadamente 90 a 100 años luz, lo que nos permite concluir que no existen civilizaciones extraterrestres dentro de una distancia de 40 a 50 años luz del Sol (sumando el tiempo que una posible respuesta de radio necesita para viajar de vuelta), o, que si existen, ellas no son capaces de responder a nuestras señales, o quizá no tienen la intención de hacerlo. En este contexto, se puede indicar también el hecho de que el gran radio-telescopio de Arecibo (Puerto Rico) fue usado deliberadamente en 1974 para enviar al cúmulo globular M13 un radio mensaje de 1679 bits en código binario, cuya decodificación contenía información acerca de la Tierra y la biología humana. Los proyectos de investigación para el siglo XXI incluyen la instalación de radio-telescopios interferométricos en órbita alrededor de la Tierra o en la cara oculta de la Luna (es decir, a la sombra de las señales provenientes de la Tierra) con el fin de aumentar el poder de resolución y la sensibilidad de la recepción de posibles señales inteligentes extraterrestres.

Para los más optimistas, tales como el radio astrónomo Ron Bracewell, las numerosas civilizaciones tecnológicas que podrían poblar el universo tendrían ya una red de comunicación en marcha, una suerte de Galactic Club (Bracewell 1979), al cual los humanos deben entrar tarde o temprano. La hipótesis, sin embargo, de que las civilizaciones avanzadas podrían tener una extendida presencia ha sido a menudo impugnada, porque no ha habido aún contacto con ninguna de ellas, ni en el presente ni en el pasado histórico. Si hubiese un millón de tales civilizaciones en nuestra galaxia, ellas estarían separadas por una distancia de aproximadamente 100 años luz unas de otras. Históricamente conocida como la “Paradoja de Fermi”, por el físico italiano que, casi como una broma, hizo esta clase de cálculos por primera vez en 1950 durante un almuerzo en Los Álamos, este problema se plantea frecuentemente y en un modo coloquial con la pregunta ¿dónde están? Las respuestas ofrecidas han variado, y van desde la sugerencia de que tales contactos podrían haber ya ocurrido en tiempos en que los humanos no estaban en condiciones de apreciarlas, hasta la tesis de que habría una cierta resistencia al mantenimiento de tales relaciones dada la enorme distancia tecnológica e incluso las diferencias culturales entre dichas civilizaciones y la nuestra, diferencias que podrían también dar cuenta de una suerte de “invisibilidad” de su presencia en medio de nosotros. Las variables del problema, muchas de las cuales ciertamente caen fuera de la esfera científica, son tales que la Paradoja de Fermi sirve como una advertencia útil, aunque no se trata de un argumento apodíctico. Alrededor de 1930, Kostantin Tsiolkovsky (1857-1935) realizó consideraciones semejantes a las de Fermi, las que acompañó de oportunas soluciones, dentro del ambiente filosófico conocidas como “Pancosmismo Ruso” (cf. Lytkin et al. 1995).


4 El debate religioso y teológico  

La probable presencia de vida, particularmente de otras creaturas inteligentes, en ambientes diferentes de la Tierra no ha constituido nunca un tópico específico de especulación teológica. No hay pronunciamientos oficiales del Magisterio de la Iglesia Católica Romana acerca de la vida extraterrestre. Las Sagradas Escrituras, aun cuando presentan la relación entre Dios y los hombres en un contexto cósmico, no mencionan nada al respecto. A algunos autores les encanta citar, como una posible excepción, un versículo del Evangelio de San Juan: “Yo tengo otras ovejas que no pertenecen a este rebaño. A ellas también las debo guiar, y ellas escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo pastor” (Jn 10,16); aunque ciertamente sugerente, este pasaje no ofrece realmente ninguna base seria para una exégesis como aquella. A través de la historia, las reflexiones teológicas que podrían ofrecer posibles referencias para el debate acerca de la vida extraterrestre son muy pocas y fragmentarias. Sin embargo, una serie de estudios acerca de diferentes posiciones teológicas están ahora disponibles (cf. Dick 1996; Crowe 1997; Corbally 1997; Dick 2000; Russell 2001; George 2002). En los últimos años el tema empeza a encontrar interés en los tratados teológicos que exponen las relaciones entre teología y ciencias (cf. Tanzella-Nitti 2015).


4.1 Aspectos históricos de la relación con el pensamiento cristiano  

Uno los textos más tempranos relacionados con nuestro tema es una carta del Papa Zacarías (741-752), en la cual menciona que el sacerdote Virgilio enseñaba una doctrina de la pluralidad de los mundos habitados. Zacarías desaprobó la idea de que hubiese habitantes en los polos, en la Luna, o en el Sol (quod alius mundus et alii homines sub terra sint, seu sol et luna: cf. Epistula XI ad Bonifacium, PL: 89, 946-947). El motivo doctrinal de tal reprimenda fue el prevenir la introducción de nuevos elementos que, al cuestionar la unidad de la familia humana, harían más difícil la comprensión de la relación de Dios y los hombres que no fuesen descendientes de Adán, incluyendo su situación moral con respecto al pecado original. En 1277, con la intención de proteger la libertad y la omnipotencia del Creador, el obispo de París, E. Tempier, condenó una proposición de la tradición aristotélica según la cual la Causa Primera no podría haber creado muchos mundos. Esta censura, no obstante, no mencionó nada acerca de los posibles habitantes de esos mundos. Algunos años antes, Tomás de Aquino (1224-1274), había respondido en su Summa Theologiae  a la pregunta de si existían otros mundos, afirmando que sólo existe uno (cf. pars I, q. 47, a. 3). Pero no podemos hacer un uso directo del debate medieval en relación a la multiplicidad de mundos para saber la postura de la teología cristiana acerca de la vida extraterrestre. El concepto medieval de “muchos mundos” no es equivalente al que utilizamos hoy cuando nos referimos a los diferentes planetas que podrían estar habitados. Por “unicidad del mundo”, los autores medievales entendían en cambio la unidad del universo, que se derivaba de la unidad de su Creador y de la unidad de la causa final para todo lo que existe. En el pasaje de la Summa antes citado, de Aquino de hecho asocia la idea de una pluralidad de mundos con los adherentes del azar, quienes como Demócrito, negaron una sabiduría ordenadora. La advertencia de Tempier, en la cual el concepto de mundus (mundo) no coincidía totalmente con el sentido en el que lo usa Tomás de Aquino, estaba dirigida a mantener inalterados los atributos del Creador, y esto no tanto dentro de la esfera de lo real, sino más bien en el ámbito de lo posible. La manera correcta de comprender una pluralidad de sistemas, todos dependientes de una única Causa, fue mantenida después por Thomas Campanella, quien en su Apología para Galileo (1622) recuerda que las observaciones de los nuevos mundos hechas mediante el telescopio del científico italiano no contradicen ningún dogma religioso (cf. Apologia pro Galilaeo, ch. III, ad nonum).

El debate acerca del sistema heliocéntrico de los siglos XV y XVI no tuvo repercusiones oficiales para nuestro tema. Algunos eclesiásticos expresaron privadamente la opinión de que rebajar a la Tierra al rango de los otros planetas podría conducir a algunos espíritus innovadores a ir más allá, incluso hasta el punto de suponer la existencia de habitantes en esos planetas, con las consecuencias anticipadas por el papa Zacarías en el siglo VIII. Esta idea, precisamente, fue la que el abad Giovanni Ciampoli le manifestó a Galileo en una carta enviada el 28 de febrero de 1615 (cf. Galileo, Opere, editada por A. Favaro, Florencia 1968, vol. XII, p. 146), y la que el abad Le Cazre expresa en una carta remitida a Pierre Gassendi (1592-1655) (cf. P. Gassendi, Oeuvres, Lyon 1658, vol. VI, p. 451). El siglo XVII estuvo caracterizado por una actitud general de prudencia, como lo indica el hecho de que el ensayo de Fontenelle, Entretiens sur la pluralité des monds, fue incluido en el Índice del Santo Oficio en 1687.

En el siglo XVIII, el clima teológico pareció cambiar. No se ofreció ninguna solución específica para enmarcar o resolver los problemas dogmáticos que la vida extraterrestre podría plantearle al Cristianismo, pero todo el tema fue considerado con mayor apertura sin ningún temor especial. En primer lugar, los teólogos parecían subrayar en mayor medida la grandeza del Creador y la incomprensibilidad de sus planes para el universo. La apologética anglicana ofreció un punto de contacto, al introducir la posibilidad de una vida extraterrestre en su teología natural, que en las páginas de William Derham llegaría a convertirse en  Astro-theology (1714). Más significativa, empero, fue la reacción de muchos autores cristianos contra la obra de Thomas Paine (1737-1809), The Age of Reason (1793), un texto que por primera vez proponía una incompatibilidad radical entre la religión cristiana y la existencia de una vida inteligente extraterrestre. De acuerdo a Paine, el descubrimiento de vida no terrestre llevaría inevitablemente al repudio de la religión: “¿Debemos suponer que cada mundo en la creación ilimitada tiene una Eva, una manzana, una serpiente y un redentor? En ese caso, la persona que es irreverentemente llamada el Hijo de Dios, y a veces simplemente Dios, no tendría nada más que hacer que viajar de mundo en mundo, en una sucesión sin fin de muertes, con apenas un intervalo momentáneo de vida” (The Age of Reason, en “Paine. Representative Selections”, editado por H. Hayden Clark, New York 1961, p. 283). Las críticas de Paine no fueron respaldadas por los astrónomos sinceramente creyentes y favorables a la hipótesis pluralista, como fue el caso de T. Wright, J. Lambert y el prestigioso William Herschel; más aún, aparecieron varias obras teológicas destinadas a refutar la tesis de Paine, tales como Astronomical Discourses (1817) de T. Chalmers, The Christian Philosopher (1823) de T. Dick, y Theology Explained and Defended in a Series of Sermons (1818) de T. Dwight.

En el siglo XIX el ensayo del teólogo alemán Joseph Pohle, Stellar Worlds and their Inhabitants (Die Sternenwelten und ihre Bewohner, Köln 1884), reeditado varias veces por aproximadamente veinte años, claramente apoyaba la hipótesis de una pluralidad de mundos habitados. Dado que el universo físico es tan vasto, y que la razón de la creación es dar gloria a Dios, Pohle dedujo que tal gloria debe ser ofrecida por muchos seres inteligentes dispersos a través del cosmos y directamente relacionados con el universo material, a diferencia de la multiplicidad de ángeles, cuya naturaleza es puramente espiritual. Un eco de esta conclusión puede encontrarse en uno de los libros de texto de teología más difundidos de Europa en el siglo XX (cf. M. Schmaus, Katolische Dogmatik, Munich 1957, vol. II, n. 109). La posición de Pohle será compartida por varios científicos de su época, entre ellos los sacerdotes-astrónomos italianos Angelo Secchi y Francesco Denza.


4.2 Algunas posiciones teológicas  

Aparte de algunas excepciones, la literatura teológica no le ha prestado una atención específica a nuestro tema. Los libros de texto de teología presentan sólo atisbos fugaces de él, usualmente siguiendo una línea de prudente apertura frente a una ocurrencia que, en definitiva, debe ser un evento fáctico y no una mera deducción teórica. Durante la segunda parte del siglo XX y en los comienzos del XXI se pueden encontrar referencias explícitas a la importancia teológica de la vida extraterrestre, entre otros, en Grasso (1952), Perego (1958), Davis (1960), Zubek (1961), McMullin (1980), Corbally (1997), Russell (2001), George (2002), Peters (2003), Delio (2007), y un número de contribuciones recopiladas por Dick (2000). Algunos autores se han limitado a problematizar la cuestión (cf. Keiner 2011), y otros han promovido con inteligencia su popularización (cf. Consolmagno y Müller 2014). El tema recibió también atención por parte de E. Milne (Modern Cosmology and the Christian Idea of God, Oxford 1952), E. Mascall (Christian Theology and Natural Science, Londres 1956), y sobre todo, por K. Delano (Many Worlds, One God, New York, 1977). Paul Tillich se queja de la ausencia de una reflexión semejante dentro del ámbito teológico (cf. Systematic Theology, vol. II, Chicago 1957, 95-96). Teilhard de Chardin le dedica solo un breve ensayo a nuestro tópico (La multiplicité des mondes habités, 1953), al cual le añadió una nota todavía más corta, aunque interesante. Karl Rahner mantiene una posición abierta y no evita enfrentar el problema, pero intuyendo la relevancia cristológica mayor del tema prefirió no ofrecer soluciones apodícticas (cf. Fisher y Fergusson 2006).

El punto de partida para la mayoría de las reflexiones teológicas es básicamente la tesis de Pohle: la grandeza y la gloria del Creador son compatibles con el don de la vida y de vida inteligente en el cosmos, también en numerosos ambientes distintos de la Tierra, aun cuando no sepamos cuáles son los planes de Dios para esas creaturas. Acto seguido, la teología ofrece una aclaración ya presente en toda la obra de los escritores que han respondido críticamente a Paine: la redención del pecando original concierne a la familia humana y no puede ser transpuesta a la vida de otras creaturas. La misma consideración fue hecha varios siglos antes por el franciscano William Vorilong (1390-1463), pero sólo constituye una primera aproximación al problema (cf. McColley and Miller 1937).

Algunos autores han ido incluso más lejos. Según Mascall, no sería difícil admitir la posibilidad de varias uniones hipostáticas del Verbo Encarnado si esto fuese oportuno para la universal voluntad de salvación de Dios, una postura posiblemente compartida por Rahner. Por el contrario, Milne sugiere que la unicidad de la Encarnación podría ser compatible con el hecho de que la radio comunicación entre civilizaciones podría ser el vehículo de informar a otras creaturas inteligentes acerca de la historia y de la salvación que Dios ha llevado a cabo en beneficio de los terrestres, y que podría extenderse a otras creaturas como una suerte de “redención informativa” capaz de moverlos a dar gracias a Dios o de creer en Él. La posición de Kenneth Delano, quien enfrenta la cuestión dentro de una perspectiva católica, muestra una flexibilidad notable. Tras recordar lo apropiado que resulta el asociar la grandeza de Dios con una creación mucho más rica de lo que uno podría imaginar, señala la necesidad de una genuina humildad con respecto a la trascendencia de los planes divinos, una humildad que debería llevarnos a evitar las actitudes geocéntricas o antropocéntricas, respetando así el silencio de las Escrituras acerca del tema. Sin introducir limitaciones a cualquier posible historia de la revelación o salvación, Delano sostiene que cualquiera de las tres Personas divinas podría encarnarse en cualquier planeta. Según Delano, tales posiciones son preferibles a la suerte de “Adán cósmico”, en el cual un único acto redentor de Cristo en la Tierra sería aplicable a todo el universo. En cualquier caso, también según Delano, un pluralismo redentor no impide a los seres humanos difundir a otros seres inteligentes el mensaje evangélico y el amor que Dios nos muestra. En mi opinión, las posturas de Mascall y Delano en cuanto a posibles múltiples encarnaciones del Hijo o de otra Persona divina resultan difícilmente compatibles con una comprensión genuinamente cristiana de la Revelación, como quedará claro en la discusión que sigue.

Si las consideraciones previas enfatizan la flexibilidad necesaria para abordar un tema como este, la posición de Charles Davis (1960) parece mucho mejor definida. Partiendo de los datos bíblicos de la centralidad cósmica de Cristo por respecto a todo el universo material y de su señorío sobre todas las creaturas, incluyendo los ángeles, Davis concluye que la posición teológica más correcta debe afirmar la unicidad de la unión hipostática (la asunción de la naturaleza humana por parte de la Persona divina del Hijo), la cual ocurre una y solo una vez en el contexto de la economía terrestre de la salvación. El consiguiente privilegio para la naturaleza humana no sería una expresión de antropomorfismo, sino la consecuencia de un cristocentrismo coherente. Si la centralidad de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, en el cosmos y en la historia fuera meramente el efecto de un horizonte geocéntrico inherente a los modos de expresión usados en las Escrituras, la mayor parte de nuestra comprensión teológica de la creación y de nuestra relación con Dios en Cristo sería inevitablemente invalidada. Mantener inalterada la comprensión del señorío de Cristo, el Dios-hombre, en un “sentido fuerte” significa continuar creyendo que la Encarnación del Verbo constituye la más grande auto-comunicación de Dios a la creación, incluso contra el trasfondo de todas las creaturas posibles. También significa que nosotros los humanos debemos asumir la responsabilidad correspondiente. Un universo en el que, contrariamente, fuesen posibles muchas encarnaciones del Verbo ya no sería un universo Cristocéntrico. Sin embargo, si este evento fáctico ocurriese, deberíamos concluir que toda nuestra comprensión de la Revelación hasta ese momento había sido sumamente imprecisa e incluso ambigua. Teilhard de Chardin afirma la centralidad de Cristo en un sentido fuerte, pero al mismo tiempo acentúa la acción de una tercera naturaleza “cósmica” de Cristo (una naturaleza que en algunos escritos parece distinta de la divina y de la humana) y le adscribe a ella, y no a la naturaleza humana del Verbo, la tarea de recapitular toda la creación y todos los seres que participan en la creación (cf. “La multiplicité des mondes habités”, en Oeuvres, Paris 1969, vol. X, p. 282). El autor francés puede entonces superar el obstáculo del antropocentrismo, pero introduce un elemento nuevo con respecto al dogma cristológico comúnmente aceptado, el cual enseña desde el comienzo la presencia de solo dos naturalezas, la humana y la divina, en la Persona divina del Hijo-Verbo (cf. Symbol of Chalcedon [451], DH 300-303).


5 Teología cristiana e inteligencia extraterrestre: algunas aproximaciones posibles  

Creo que el tema de una posible vida inteligente de origen extraterrestre, esto es, una vida inteligente fuera de la experiencia de unidad de la familia humana tal y como fue presentada por el mensaje bíblico, representa uno de los mayores desafíos especulativos que enfrenta la teología cristiana. No es de sorprenderse, por lo tanto, que muchas preguntas estén destinadas a permanecer sin una respuesta. La única analogía disponible para nuestro tema es el estudio de la relación entre el Cristianismo y las otras religiones de la Tierra, una disciplina relativamente nueva, pero de creciente importancia en un tiempo de globalización. Sin duda, el estudio de esa relación provee indicadores útiles para nuestro problema, incluyendo la universalidad salvífica de la Encarnación del Verbo, la singularidad de la unión hipostática, la necesidad de no separar la riqueza (y en alguna medida la imprevisibilidad) de la acción creativa y salvífica del Espíritu Santo de la misión y el papel del Hijo, al cual nos guía necesariamente el Espíritu. Las relaciones entre las religiones de la Tierra son generalmente enmarcadas, no sin un notable esfuerzo, en lo que hoy la teología llama un “cristocentrismo inclusivo”, es decir, el intento de reinterpretar otras religiones a la luz del misterio de Cristo (acerca de esto, el documento emitido por la Comisión Teológica Internacional, Christianity and Religions, 1997). No obstante, tal analogía sólo sirve como una primera aproximación, dado que el tema de la vida en el cosmos suplantaría la unidad de la familia humana, creada y redimida en Cristo; esto supone un aspecto completamente nuevo en el problema, si se lo compara, por ejemplo, con el descubrimiento de los indios americanos, que el Papa Pablo III (1534-1549) no tuvo dificultad en reconocer como descendientes de Adán (cf. DH 1495). Por ende, nada más nos queda por hacer, sino acercarnos al problema paso a paso, recordando algunos puntos firmes.


5.1 La ausencia de argumentos a priori contra la hipótesis “pluralista” y la razonabilidad de la posición “clásica”  

Un primer punto claro es que no existen argumentos a priori que impidan la admisión de la posición “pluralista”, ni de parte de las enseñanzas magisteriales de la Iglesia ni de la reflexión teológica. La voluntad omnipotente y la libertad insondable de Dios Creador siguen siendo argumentos válidos y relevantes, como lo es el reconocimiento del valor intrínseco de la vida, y de un modo especial la dignidad de la vida inteligente, donde sea que se manifieste. Toda vida es de algún modo una participación y un reflejo de esa Vida con una “V” mayúscula, que los creyentes saben que subsiste en Dios mismo. A esto debe añadirse lo que la tradición judeo-cristiana profesa acerca de la existencia de ángeles. Esta tradición muestra que el significado de la creación no está completamente basado en la relación entre el hombre y Dios, “sino que permanece abierta a otras creaturas”, las cuales, aunque también dependientes de Dios, tienen una historia y una economía de salvación distinta de aquella de la humanidad. Tomás de Aquino, por ejemplo, argumentó que es apropiado sostener la idea de una multitud de ángeles, sobrepasando cualquier multiplicidad de las entidades materiales (cf. Summa Theologiae, I, q. 50, a. 3).

Pensar que la humanidad es la única forma de vida inteligente en el cosmos, empero, representaría para la teología una posición “clásica” (o una solución “clásica”, como se diría en el lenguaje de la física) y una que no requeriría de la reinterpretación de muchos aspectos de la Revelación. Tal solución es razonable, y no puede ser calificada como a priori o anti-científica. Hoy en día sabemos que el grandísimo tamaño del universo no debe ser concebido como una suerte de “redundancia”, sino que está ligado a un principio antrópico necesario: un espacio muy grande se corresponde inevitablemente con el tiempo muy prolongado que se requiere para la producción estelar de los elementos indispensables para la vida. Como consecuencia, se debilita tanto el argumento probabilístico basado en la grandeza del cosmos como el argumento teológico que apunta a la conveniencia de que múltiples seres inteligentes hayan sido creados para dar gloria a Dios en regiones donde el hombre no podría hacerlo. En un universo en expansión –el único que podría llevar a la formación de estructuras y ambientes adecuados para la vida– el tiempo prolongado requerido para la evolución biológica necesariamente implica un largo espacio y una gran cantidad de materia ya formada o en proceso de formación. En este universo, es tan razonable sostener el surgimiento simultáneo de muchas civilizaciones como el afirmar la existencia de una sola. La teleología manifestada por el principio Antrópico no resuelve la cuestión acerca de la multiplicidad o singularidad de la vida inteligente, sino que subraya el tiempo necesario para su aparición y las necesarias relaciones que existen entre la vida y las estructuras del universo en su conjunto. Ignorando las “razones últimas” que explican el origen de la vida, la ciencia no puede determinar si la vida es el resultado de un imperativo categórico o un evento altamente improbable. Por consiguiente, la ecuación de Drake u otra semejante están por su misma índole destinadas a calcular sólo las condiciones “necesarias”, pero no “necesarias y suficientes”, para la presencia de vida inteligente. En la ausencia de datos científicos que ameriten nuevas soluciones teológicas dentro de un marco interpretativo más amplio, una teología que conserve su solución “clásica” no puede ser acusada de falta de razonabilidad por este solo hecho.


5.2 La universalidad de la imagen del Dios Uno y Trino en un contexto cósmico  

Un segundo punto firme consiste en que la imagen revelada de Dios que se confía a la tradición judeo-cristiana no es geocéntrica ni antropocéntrica: es absolutamente universal y trascendental, el objeto de una omnipotencia creadora cuyo rango es, sin duda, de orden cósmico y no sólo local. Más aún, la imagen Trinitaria de Dios profesada por el Cristianismo también se presenta con características universales: la existencia de una paternidad y una filiación, cuya inteligibilidad está en algún sentido asociada con el proceso generativo común a todo ser vivo, y la existencia de un Amor-Don, el Espíritu Santo, cuya comprensión refiere a la idea de la comunión, del altruismo y la donación, todo eso no es ciertamente extraño a la dinámica de la vida consciente misma, donde quiera que se nos presente. Esto de por sí basta para rechazar la opinión de que para abrirse a la posibilidad de vida inteligente en el cosmos, la teología cristiana debe inevitablemente dejar a un lado la imagen del Dios Uno y Trino, aceptando una suerte de nueva “revolución corpernicana”; esta induciría a todas las civilizaciones del universo a dejar de reconocer su propio Dios, para comenzar a reconocer juntas un Dios común y desconocido, análogamente a lo que algunos autores evangélicos le piden hacer a las religiones de la Tierra hoy en día (cf. J. Hick, The Rainbow of Faiths: Critical Dialogues on Religious Pluralism, 1995).

Todo creyente en Dios vería ciertamente un eventual encuentro con una civilización no terrestre como una experiencia extraordinaria. Más aún, estaría fundamentalmente inclinado a expresar un sentido de respeto en tal encuentro, para reconocer nuestro origen común y la posibilidad de una mejor comprensión de la relación de Dios y el conjunto de la creación. Un encuentro de esta clase, y quizá el diálogo subsiguiente, tendría una dimensión “religiosa” en el sentido más natural del término. Al mismo tiempo, parece importante notar que un creyente que es respetuoso de los requerimientos del razonamiento científico no estaría obligado a renunciar a su propia fe en Dios simplemente sobre la base de la recepción de nueva e inesperada información de tipo religioso proveniente de civilizaciones extraterrestres. En primer lugar, la razón humana misma sugeriría la necesidad de someter estos nuevos “contenidos religiosos” provenientes de fuera de la Tierra a un análisis de su razonabilidad y credibilidad (análogamente a lo que estamos acostumbrados a hacer cuando un contenido religioso cualquiera nos es propuesto aquí en la Tierra); una vez que la confiabilidad de la información ha sido verificada, el creyente debería tratar de reconciliar esta nueva información con la verdad que él o ella ya conoce y cree fundada en la revelación del Dios Uno y Trino, llevando a cabo una re-lectura inclusiva de los nuevos datos, similarmente a lo que se haría en un diálogo interreligioso ordinario.

En términos generales, tal contacto no podría considerarse una suerte de “validación o negación final” de la conciencia religiosa de la humanidad. Recordemos que, a pesar de la gran mayoría de terrestres que creen en la existencia de un Creador del Cielo y la Tierra, nosotros los humanos no hemos suministrado ninguna información de tipo religioso en los varios “mensajes en la botella” que hasta ahora han sido enviados más allá del sistema solar (véase arriba, I, n. 1). La idea, de tono materialista, de que una nueva entrada en el Club Galáctico libraría al hombre de una fase religiosa infantil, dándole a cambio una conciencia definitiva de su lugar en el universo podría ser sugerente, pero es en realidad bastante ingenua. La mayoría de los grandes temas existenciales, y por ende religiosos, que atañen a la vida humana en la Tierra, tales como el significado del sufrimiento y de la muerte o los valores morales asociados a nuestras acciones libres, no estarían resueltos por los amigos del Club.


5.3 El señorío de Cristo respecto al cosmos, y por lo tanto, respecto de las creaturas  

Si el misterio de la Encarnación refiere a una primacía Cristocéntrica y no a una geocéntrica, entonces pueden ser explorada y expresada con categorías cósmicas y universales, no necesariamente antropológicas. El tercer punto firme de nuestra atención, por lo tanto, debería ser el valor salvífico y revelador universal y no solamente local de la Encarnación. El señorío de Cristo, el Dios-hombre, sobre las creaturas angélicas (cf Heb 1,3-14 and 2,5-18) sería interpretado como una revelación de su señorío por sobre toda creatura posible (cf Ef 1,10; Col 1,20). La grandeza de la unión hipostática, la cual en un sentido tiene un valor infinito, también le da al sacrificio vicario de Cristo un valor meritorio infinito. La manera en que esto se aplica a todo el universo permanece como un misterio para la teología cristiana, pero es suficiente para declarar que la eficacia de este sacrificio no incrementa por multiplicación. La celebración de la Santa Misa, por ejemplo, aplica el fruto del mismo evento histórico a tiempos y lugares diferentes sin multiplicarlo. Contrariamente a lo sugerido por otros autores, creo que la participación y la eficacia de la salvación en el plano cósmico –donde sea que existan seres libres e inteligentes que la necesiten– no pueden depender de un ímpetu misionario o de una comunicación directa (aunque estos factores podrían, quizá, estar involucrados). Sólo podría depender de una economía guiada por el Espíritu Santo, incluso si es llevada a cabo de un modo desconocido en gran medida por nosotros. Es ciertamente la única economía capaz de asegurar la universalidad de la salvación y su aplicación personal a cada individuo. Como en la economía terrestre de la salvación, el Espíritu Santo también dirigiría al Hijo y lo haría, de algún modo, presente. Esta perspectiva se basa en la lógica convicción de que el Creador tiene sus propias maneras de manifestarse en todo lugar y de hacerse presente por medio de sus creaturas.

En lo referente a la historia personal de otros posibles seres inteligentes, responsables de su libertad ante Dios, Padre y Creador de todo (cf Ef 4,6), nosotros los humanos no podemos decir nada. Podemos afirmar, no obstante, que como creaturas, el misterio de Cristo, el Verbo encarnado, no les es extraño. Dios ha asumido en Cristo una naturaleza creada, una voluntad y una libertad finitas, experimentando los límites asociados con toda vida creada, una experiencia que tiene un valor que por supuesto se extiende más allá de la creatura “humana” como tal. Pero Cristo también ha tomado sobre sí la realidad de la muerte y ha revelado su carácter pasajero y no definitivo, prefigurando en su cuerpo resucitado un destino que le pertenece a todo el universo y no sólo al hombre. Ahora bien, ¿qué consecuencia o significado tendría esto para otras creaturas cuyas relaciones originales y originadoras con Dios desconocemos? Desde la perspectiva según la cual la muerte biológica humana es una consecuencia que depende directa, total y exclusivamente del pecado original de Adán, entonces la muerte de Cristo parece no tener nada que ver con seres vivos no humanos, aunque nuevas clarificaciones teológicas serán necesarias para mejorar nuestra comprensión de las cosas. Desde una perspectiva que en cambio deja un lugar más amplio para la especulación, la muerte sería comprendida como el fin de un ciclo que todos los seres vivos basados en procesos termodinámicos deben necesariamente experimentar, es decir, algo que no está automáticamente vinculado con un pecado original; así, toda creatura consciente, sea cual sea, podría ver la muerte como una instancia de aceptación de su finitud, de ser “una creatura” y no Dios. En este caso, la verdadera muerte de Cristo en la cruz, y su resurrección, tendrían mucho que decir respecto de esta experiencia suprema, precisamente a raíz de la humanidad creatural que Él asumió.

Respecto de si el gran tema de la relación entre el pecado y la libertad podría o no aplicarse a la historia personal de otros seres, ya he indicado que no es posible formular una hipótesis deductiva. Sin embargo, tenemos información de que la asociación entre pecado y libertad existe en los únicos dos casos que la teología conoce inductivamente, a saber, en la humanidad y las creaturas angélicas. Si bien es verdad que el pecado no pertenece de suyo a la perfección de la libertad, la posibilidad del pecado parece ser al menos una condición de la libertad; y esto puede hacer la redención Cristiana menos extraña a cualquier creatura libre que no descienda de los primeros seres humanos.

Yo no pienso que el debate acerca de la vida extraterrestre, que dada la ausencia de hechos experimentales, se erige sobre una base puramente teórica, constituya la piedra de toque determinante para una evaluación crítica de la veracidad y coherencia de la teología y la fe cristiana, aun cuando representa un estímulo extraordinario para profundizar en la inteligibilidad de algunas de sus formulaciones. Como se señaló, existen algunos puntos fijos para la reflexión, y algunas posibles aproximaciones a la cuestión. Hay una solución “clásica”, aquella de la singularidad de la humanidad. En la ausencia de una prueba convincente en sentido contrario, parecería incorrecto considerar esta solución como obsoleta sólo sobre la base de la apertura de horizontes llevada a cabo por la cosmología contemporánea. Una solución diferente, no clásica (en algún sentido, relativista) implicaría un trabajo de re-comprensión que, análogamente a lo que sucede en la física con las soluciones cuánticas o relativistas, sería necesario para mantener las muchas verdades contenidas en las soluciones clásicas previas. La nueva solución aclara que el marco teórico de aplicación de la solución clásica es más estrecho de lo que se pensaba, ayudando a entenderlo dentro de un contexto más general. La última palabra en la cuestión de la vida extraterrestre no debe venir de la teología, sino de la ciencia. La existencia de vida inteligente en planetas distintos de la Tierra no es requerida ni excluida por ningún argumento teológico. Para la teología, como para toda la humanidad, todo lo que puede hacerse es esperar, pacientemente.


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7 Cómo Citar  

Tanzella-Nitti, Giuseppe. 2015. "Vida extraterrestre". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Vida_extraterrestre


8 Derechos de autor  

Voz "Vida extraterrestre", traducción autorizada de la entrada "Extraterrestrial life" de la Interdisciplinary Encyclopedia of Religion and Science (INTERS) © 2015.

El DIA agradece a INTERS la autorización para efectuar y publicar la presente traducción.

Traducción a cargo de Juan Eduardo Carreño. DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E.Vanney - 2015.


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