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DIA β

Se afronta en esta voz la temática del universo en una perspectiva científica y filosófica. Presuponemos un cuadro de interacciones positivas y enriquecedoras entre la teología de la creación, la cosmología filosófica y la cosmología científica.

Una primera parte epistemológica justifica la posibilidad de concebir el universo como la totalidad interactiva de las cosas materiales ofrecida a la contemplación del intelecto humano. Se especifican las características de una primera noción fenomenológica y cultural de lo que se entiende por cosmos.

La perspectiva científica se apoya principalmente en la astrofísica y hoy se plantea a la luz de la física cuanto-relativista. El cosmos aparece aquí como una unidad espacio-temporal en expansión, con un origen temporal en el Big Bang y con un destino en el que se perfila su disolución final. Se mencionan otras posibilidades del cuadro evolutivo del cosmos –génesis de infinitos universos, ciclos– y se considera la característica del fine tuning que hace posible la vida terrestre en márgenes estrechísimos.

Dentro de sus incertezas, la cosmología científica abierta constituye la base empírica que permite afrontar una cosmología filosófica. Visto en esta perspectiva, el universo aparece como una estructura ontológica plural y unitaria a la vez, dinámica y sistémica, con capas progresivas de órdenes que culminan en la vida, y por lo que sabemos en el ser humano autoconsciente y libre, que puede pensar el cosmos y trascenderlo. Se subraya el carácter contingente de un cosmos abierto y en devenir, a la luz del cual puede comprenderse el sentido de sus limitaciones y fenómenos corruptivos, incluyendo los males físicos. Se afrontan los temas de la finalidad inmanente del cosmos, su origen y su última destinación.

Una respuesta definitiva a los puntos más enigmáticos de la visión filosófica del cosmos es afrontable sólo en la perspectiva teológico-filosófica, previa a las respuestas religiosas. La cosmología filosófica constituye la base de los argumentos ontológicos de la existencia de Dios como Creador del cosmos. Estos argumentos surgen de la contemplación de las notas trascendentales del orden cósmico, como son su armonía, su belleza, su inteligibilidad, su racionalidad. Se afronta el tema de relaciones causales de Dios con el universo evolutivo. Se estudia, en fin, el posible designio divino de un universo físico destinado al servicio del bien de las personas creadas, y qué papel puede jugar en este sentido la existencia del mal en el cosmos.


1 Introducción terminológica  

La palabra universo indica el conjunto ordenado e interactivo de todas las realidades físicas de la naturaleza. La etimología latina del vocablo alude al hecho de que el universo está constituido por muchas cosas diversas unificadas, por un unum in diversis, algo uno plurificado, es decir, se trata de una colosal entidad colectiva que comprende todas las cosas materiales que existen en la naturaleza. Sin embargo, esta noción no debe confundirse con el concepto lógico-matemático del conjunto de todas las cosas, que nace de la simple extensión lógica del concepto de cosa a través del operador cuantificacional todo (“todas las cosas”). El concepto de universo no es un caso límite de la lógica de conjuntos. Por eso no cae bajo las paradojas de la idea del conjunto de todos los conjuntos que se comprende a sí mismo y a la vez no está comprendido por ellos. Dicho de otro modo, el universo no es simplemente el todo, sino “el todo físicamente ordenado”, donde el acento se pone en el orden físico abierto, con fronteras ilimitadas o indeterminadas. No es, pues, un orden meramente lógico. Es un orden físico concreto que se observa entre los diversos ámbitos de la naturaleza.

A este orden alude el sinónimo de universo, cosmos, término de origen griego que incluye una connotación de orden, belleza y armonía. Los latinos tradujeron kósmos con la palabra mundus, mundo, lo que sugiere la idea de una realidad ordenada, limpia y bella. Así como el concepto de mundo adquirió un significado principalmente humanista –el mundo como ámbito de las relaciones sociales, a lo que se asocian términos como mundano, mundanal, secular, ligados a veces a un sentido moral o religioso–, las palabras cosmos y universo mantuvieron, en cambio, un significado naturalista.

Por otro lado, dado que el cosmos se nos presenta a una primera mirada bajo la apariencia de la bóveda celeste, aparte de la realidad de la tierra –nuestro mundo–, prácticamente “cosmos” se refiere al conjunto de los cuerpos celestes, es decir, constituye el objeto de la astronomía o de la cosmología. Suele emplearse el término macrocosmos con relación al universo tomado en sus máximas dimensiones –planetas, estrellas, galaxias–, y el de microcosmos para los objetos microfísicos que no están al alcance de la percepción ordinaria. Los términos naturaleza y creación son conceptualmente vecinos al significado de cosmos y universo. En la Biblia el universo suele expresarse muchas veces con la expresión “cielos y tierra” (Génesis 1, 1; 2, 1; 2, 4; Isaías 65, 17; 2 Macabeos 7, 28; 2 Pedro, 3, 13). Basta pensar también en las primeras palabras del Símbolo Apostólico –el Credo de la Iglesia Católica–, que hablan de Dios como “creador del cielo y la tierra”.

2 La noción metafísica de universo  

La noción precientífica de universo como orden físico de todas las cosas naturales corresponde a lo mentado normalmente por cualquier persona cuando habla del cosmos o del universo (Sanguineti 1994, 368-376). Esta noción está presente en casi todas las culturas y suele depender de la astronomía de un pueblo o al menos de sus creencias cosmológicas, a veces ligadas a visiones mitológicas, religiosas y a ciertas formas precientíficas de medición de los macro-tiempos naturales.

El concepto de cosmos tiene una base sensible, pues se apoya en la observación de la tierra y los astros, y al mismo tiempo comporta un conocimiento metafísico o de alcance ontológico. El cosmos físico es una realidad observable y a la vez inteligible. Con los sentidos y la inteligencia percibimos la existencia de conjuntos particulares estructurados de cosas, como una ciudad, una isla, el mar, los cuerpos celestes. Así captamos poco a poco que las cosas que caen bajo nuestra experiencia están relacionadas (relaciones espaciales, causales, temporales). De este modo llegamos con naturalidad a la noción de universo como el gran envolvente o abarcante en el que vivimos (Sobre la experiencia fenomenológica humana de estar situados en un universo, como presupuesto de las cosmologías científicas, ver Nesteruk 2012 y Nesteruk 2015).

El universo, por tanto, es visible en tanto que es una estructura física colectiva que se manifiesta en el espectáculo de la naturaleza terrestre y del cielo astronómico. Pero es también una realidad inteligible, inalcanzable como tal por los animales, que no tienen una cosmología. Sólo el ser humano comprende la idea de la totalidad de lo que observa en la naturaleza como un cosmos, es decir, como la totalidad de los entes naturales relacionados interactivamente. Este concepto, por tanto, aun teniendo un origen cultural, pertenece también a las nociones metafísicas de base que tenemos de la realidad, al igual que las nociones de ente, cosa, orden, relación, causa, espacio y tiempo. Además, el concepto de universo suele estar culturalmente enriquecido por ideas de naturaleza mitológica, religiosa, científica o filosófica. Así, en los pueblos de fe religiosa basada en la Biblia el universo se ve como creado por Dios, y por eso a veces la creación es casi un sinónimo de los términos universo o cosmos.

La idea común de universo –salvo el caso de algunas cosmologías concretas– es, por lo general, abierta o indeterminada, es decir, no posee una configuración definida y clausurada, como las cosas que se ven en el fondo de horizontes que se extienden hacia un más allá (Nesteruk 2015, 231-253). En cierto modo esto corresponde a la idea de un infinito potencial. Percibimos tan sólo una parte del cosmos, la que es directamente accesible a nuestra experiencia. No podemos presumir de que con nuestras observaciones directas o indirectas del cosmos, ni siquiera a nivel científico, agotemos el conocimiento de todo el universo. No podemos conocer con certeza la magnitud del universo que no es accesible a nuestra experiencia. Pero esta limitación, normal a causa de las características de nuestra capacidad observacional, no hace ilegítima la noción de universo. Para que la idea de universo nos resulte inteligible y tenga sentido no tenemos necesidad de conocerlo en todo su detalle o extensión espacial o temporal. No necesitamos saber, por ejemplo, si es finito o infinito, y ni siquiera hace falta conocer con certeza su estructura, aunque de ella nos hablen las cosmologías científicas. En definitiva, la experiencia sensitivo/intelectual de la naturaleza en su conjunto nos da una idea metafísica del universo, imperfecta pero suficiente para que las proposiciones cosmológicas de la filosofía y de las ciencias, o de la religión, tengan un sentido.

Las teorías cosmológicas no afectan a la apertura de nuestro conocimiento del cosmos, pues siempre podremos conocer nuevos aspectos y nuevas partes del cosmos. Puede así superarse la aparente paradoja que a veces nos lleva a hablar de “otros universos” u “otros mundos”, los cuales, en realidad, si están en relación con “nuestro” universo, aunque sea en un grado mínimo, constituyen en conjunto el verdadero universo, del que el nuestro, es decir, el sector que conocemos más directamente, no es más que una parte. No podemos excluir la existencia de otros cosmos que estén desconectados del nuestro, pero esta hipótesis es completamente superflua.

Se puede así comprender mejor una característica que a veces suele señalarse de la noción de cosmos, la de que sería una noción universal de la que conoceríamos sólo un caso o instanciación, el de “nuestro universo”. Ciertamente una estructura cósmica podría ser distinta de la que conocemos actualmente con ayuda de la ciencia, y ningún motivo a priori nos lleva a pensar que el universo que conocemos contendría de modo exhaustivo todas las posibilidades estructurales de un cosmos, como si incluyera todas las formas posibles del orden natural (esta idea suele llamarse el “principio de plenitud”: Lovejoy 1936).

Nuestro conocimiento del universo es empírico y a posteriori. Por eso podemos siempre pensar en otras posibles leyes cósmicas o de la naturaleza, teóricas o que quizá afectan a sectores desconocidos del cosmos, o que podrían manifestarse en un futuro cósmico. Desde el punto de vista teológico, Dios en cuanto Creador omnipotente siempre podría crear otros infinitos universos, completamente distintos del cosmos que conocemos. Su Omnipotencia no se agota en la creación de nuestro mundo. Esta tesis es tradicional en la teología clásica. La idea de que Dios no podría crear más que nuestro cosmos, tal como es, está ligada a una visión racionalista incompatible con la libertad y trascendencia de Dios, o quizá es cercana a una metafísica que hace del cosmos una totalidad perfecta y homogénea a Dios mismo (panteísmo).

Como es sabido, Kant puso objeciones a la idea “trascendental” de cosmos, considerando problemático su uso en ciencias o en filosofía en un sentido realista (Kant 1986, 384-484). A la idea de cosmos le faltaría una correspondiente intuición sensible, que está siempre limitada a fenómenos particulares de la naturaleza. Asumir esta idea en un sentido realista, según Kant, generaría las antinomias cosmológicas, como poder demostrar que el universo es finito o bien infinito, tanto en el espacio como en el tiempo (primera antinomia), o poder demostrar que está compuesto por partes simples y al mismo tiempo por partes divisibles al infinito (segunda antinomia). De este modo cae la posibilidad de distinguir entre los procesos cósmicos naturales, caracterizados por el determinismo, y la libertad humana, y cae sobre todo la validez de los argumentos cosmológicos de la existencia de Dios (conclusiones desde la tercera y cuarta antinomia). La idea de cosmos, como mucho, podría tener un uso regulativo y heurístico en las ciencias, según Kant, y un empleo meramente dialéctico-polémico en la filosofía (quizá hoy diríamos: un uso “débil”, propio de una racionalidad débil).

La crítica de Kant se apoya en una noción racionalista de cosmos, que es entendido como una totalidad clausurada de cosas. En realidad, como hemos visto, la percepción natural del cosmos, aun siendo abierta e indeterminada, contiene un alcance metafísico y realista. Kant, aunque es consciente de la apertura ad infinitum de la percepción del cosmos, no le otorga un valor gnoseológico realista, sino que la reduce al plano fenoménico. Realmente la noción de universo físico goza de un sostén empírico adecuado, aun sabiendo que ningún aspecto inteligible de la realidad sensible puede traducirse exactamente en la pura percepción sensible (como cuando decimos que las cosas observables son causas, están ordenadas, corresponden a una especie natural, etc.). En consecuencia, no hace falta resolver la cuestión del carácter finito o infinito del tiempo y del espacio, ni mucho menos llegar a una solución definitiva sobre problemas como la existencia de unos últimos constitutivos de la materia, o de unas últimas leyes de la naturaleza, como si esto fuera un requisito para que la idea de cosmos pudiera gozar de un alcance metafísico realista. El universo, en tanto que orden abierto e indeterminado de todas las cosas conocidas, existe realmente y nosotros tenemos de él una idea imperfecta, pero suficiente para conocer sus características metafísicas –orden, causalidad, contingencia, belleza, inteligibilidad–, las cuales constituyen la base de las argumentaciones cosmológicas de la existencia de Dios como Autor inteligente del universo (Jaki 1993).

3 El universo en la perspectiva científica  

El estudio científico del cosmos como sistema universal de los cuerpos en interacción, susceptible de una descripción físico-matemática explicable por leyes físicas, tanto en su estructura como en su evolución, es competencia de la cosmología (Sobre las dificultades críticas para poder pensar al universo como un objeto científico, ver Agazzi y Cordero 1991, 1-51; Sanguineti 1994, 383-399. Las dificultades pueden resolverse tal como lo hemos hecho en el n. 2). Es ésta una disciplina ligada a la astrofísica y, más en general, a todas las ramas de la física. A causa de su objeto universal, se coloca en un sector de la ciencia cercano a las fronteras con la filosofía. “El mismo concepto de universo es un concepto típicamente filosófico, y el hecho de que la ciencia lo haya llevado a su campo de investigación conduce a la ciencia a esa interacción con la filosofía que conoció en sus comienzos y que se había creído que había sido eliminada en tiempos más recientes” (Agazzi y Cordero 1991, 33-34).

Antes de la revolución científica moderna galileana y newtoniana, el saber científico acerca del universo –en un sentido amplio de saber científico– correspondía a la astronomía (Para una visión histórica de las distintas teorías del universo, ver Munitz 1957; Arana 2001, 296-422; Coyne y Heller 2008). En la visión clásica griega, transmitida a la Edad Media, predominaba el modelo aristotélico-tolemaico, que sería superado sólo con la astronomía de Copérnico, Kepler y Galileo y con la mecánica de Newton. Los dos elementos específicos de ese modelo eran el geocentrismo y la gran división entre mundo terrestre y celeste. El universo se veía como una serie de esferas rotantes a las que pertenecían los astros, los cuales giraban en torno a la tierra. El mundo astral estaba compuesto por una materia indestructible e inalterable, el éter, sólo susceptible de movimientos locales que describían círculos perfectos a velocidad uniforme. La tierra inmóvil era el sitio “ecológico” reservado a los cuerpos sujetos a transformaciones substanciales –generaciones, corrupciones– que seguían ciclos naturales perpetuos. El conjunto era considerado creado por Dios, según los autores cristianos. La causa de los movimientos celestes, en la cosmovisión aristotélica y neoplatónica, tenía que ver con influjos no-mecánicos de naturaleza intelectiva –intelectos astrales, alma del mundo–, por encima de los cuales actuaba Dios como Causa Primera.

A pesar del carácter arbitrario de esta explicación, debida a la carencia de una dinámica de los cuerpos celestes, la descripción cinemática de los movimientos de los astros en el modelo de Tolomeo se acomodaba parcialmente a los fenómenos astrales conocidos en la antigüedad y por eso podía considerarse como relativamente científica. El centro terrestre no era el lugar cósmico más importante, sino más bien al contrario, puesto que era el sitio de los entes sujetos a la mortalidad. La visión cristiana introdujo en este esquema la primacía del hombre, no sólo en el sentido de su dominio sobre la tierra, sino a causa de la superioridad de la persona humana por encima de la creaturas irracionales, incluidos los astros. Además el cristianismo se opuso a la tesis de la asignación de inteligencias a las esferas astrales (Denzinger 1995, n. 408), lo que era un relicto del politeísmo.

Los conocimientos cosmológicos basados en la física de Newton y en la astronomía de los siglos XVII-XIX dieron pie al modelo de un universo extendido al infinito en un espacio vacío, y constituido por una multiplicidad innumerable de estrellas (Koyré 1957). Sólo la teoría de la relatividad general permitió a Einstein proponer en 1917, por primera vez en la historia, un modelo científico de un cosmos estructurado, que podía explicar la unidad de conjunto del campo gravitatorio (Castagnino y Sanguineti 2006, 311-339). Este campo se identificaba con la geometría de un espacio-tiempo curvo en el que estaba distribuida la materia-energía. A partir de entonces se fueron sucediendo numerosos modelos cosmológicos basados en la relatividad de Einstein, cuya característica es la de que toman de un modo riguroso el cosmos como objeto de descripción científica. Así se pueden llegar a determinar, mediante la solución de las ecuaciones de la teoría de la relatividad generalizada, propiedades del cosmos como su volumen, curvatura y masa, obviamente a título hipotético y siempre sujeto a revisión.

El descubrimiento de la recesión de las galaxias, interpretada como expansión del universo, hizo que el modelo cosmológico einsteiniano fuera evolutivo. En este sentido, puede decirse que hoy disponemos de una visión científica de conjunto de la estructura evolutiva del cosmos, basada tanto en observaciones como en la física teórica. Los estudios termodinámicos y los descubrimientos acerca de las partículas elementales –núcleos atómicos y, sucesivamente, modelo estándar de partículas–, fueron convergentes con la descripción científica de la evolución del cosmos a partir del Big Bang, en la que al principio tiene lugar la aparición de las partículas, junto con la separación de las fuerzas fundamentales de la naturaleza –gravitacional, electromagnética, fuerte y débil–, seguida posteriormente por la formación de los núcleos, de los átomos, de las primeras agregaciones atómicas y de la subsiguiente conformación de las estructuras galácticas y estelares. El descubrimiento de la radiación cósmica de fondo (1965) permitió, además, el seguimiento de la evolución de la radiación en el cosmos después que se separó de la materia en el tiempo que suele ser llamado del “desacoplamiento de la materia respecto de la energía”, tiempo calculado en torno a los 300.000 años después del Big Bang (Rowan-Robinson 1993; Gribbin 1999; Castagnino y Sanguineti 2006, 329-330).

El modelo estándar del Big Bang (Layzer 1990; Rees 1995), madurado en los años 70 del siglo XX, proporciona una imagen coherente y unitaria de la estructura fundamental del cosmos, fundada en partículas y radiaciones, así como de su evolución, especialmente en los primeros momentos de su existencia. El cosmos se manifiesta en este modelo como unitario, finito en principio, y como algo que se ha originado en un pasado remoto y que evoluciona hacia situaciones macroscópicas que permiten, de un modo muy estrecho en los parámetros numéricos –es decir, en determinadas condiciones que conocemos a posteriori y que se nos aparecen como muy improbables–, la emergencia de la vida tal como ahora la conocemos en nuestro planeta. Nada obsta para que quizá la vida esté presente en otros sectores de nuestra galaxia o en otras galaxias. Sobre este punto hay suposiciones, pero no conocimientos ciertos.

Desde el punto de vista gravitacional el cosmos como un todo se muestra en expansión. Se ha discutido ampliamente sobre si en un futuro remoto su destino final será el de una contracción, con el consiguiente colapso gravitacional, o el de una expansión indefinida. Recientes descubrimientos sobre la aceleración expansiva del cosmos –contrariamente a lo que antes se pensaba, de que el ritmo expansivo estaría desacelerándose– parecen favorecer el destino de una expansión al infinito, lo que dejaría a las masas galácticas cada vez más desconectadas entre sí. En la perspectiva termodinámica, el futuro del cosmos aparece caracterizado por un incremento progresivo e irreversible de entropía, lo que no dejaría espacio en el futuro lejano a la organización de la materia propia de las estructuras estelares y galácticas y de las realidades orgánicas. Se trata de una proyección hipotética, pero no existe una alternativa más segura frente a esta conjetura, salvo que se adopte una tesis posibilista contraria.

Las teorías cuanto-gravitacionales, que son en general bastante especulativas –es decir, no cuentan con una base empírica decisiva–, intentan explicar el Big Bang en el cuadro de una unificación de la gravitación con las otras tres fuerzas fundamentales, o también con la correlativa unificación entre la teoría de la relatividad, competente para la gravitación, y las teorías cuánticas (Hacyan 2003). Esta últimas hasta ahora se aplicaron a las fuerzas fuerte, débil y electromagnética, y en parte se unificaron en la fuerza electrodébil –fuerzas electromagnética y débil–, mientras se espera, ya desde hace varios años, en una posible unificación entre la interacción electrodébil y la interacción fuerte (Great Unification Theory: GUT). El problema de la unificación de las fuerzas es un desafío para la física teórica del futuro y tendrá consecuencias para la imagen del cosmos en evolución (Russell et al. 1993).

La visión de un cosmos expansivo que evoluciona desde el Big Bang y va manifestando poco a poco sus potencialidades de estructurarse de un determinado modo ofrece un cuadro de conjunto consistente (Harrison 2000; Coles 2001; Avila-Reese 2004; Davies 2007, 18-128). Algunos estiman que la edad del universo desde el Big Bang sería aproximadamente de unos 13 mil millones de años. Este cuadro está sometido a dudas y problemas, hoy investigados, como por ejemplo la determinación más precisa de la constante de Hubble –ritmo expansivo del cosmos–, un problema relacionado con la medición de las superdistancias cósmicas y la edad del cosmos, así como con la determinación precisa de su densidad, lo que está en función del conocimiento de la materia oscura o no detectable –por nosotros– del universo (Sanders 2010). Interviene también en este problema la existencia supuesta de una energía oscura que tendría consecuencias sobre la configuración del ritmo expansivo del universo y por tanto de su misma estructura (Nicolson 2007; Ellis 2013).

Una contradicción entre los datos observativos y los cálculos teóricos relativos al cosmos como un todo, en los parámetros indicados, llevaría a una reacomodación y eventual reinterpretación de la actual cosmología del Big Bang, especialmente en aspectos como son los momentos muy iniciales del universo y las perspectivas de su evolución en el futuro remoto. Los modelos inflacionarios de origen del universo desde el Big Bang y algunos intentos parciales de unificación cuanto-gravitacional afectan a nuestra actual comprensión de los primeros momentos del evento expansivo.

Actualmente existen tesis más bien especulativas, aunque no absolutamente impensables, de un universo nacido desde un evento cuanto-gravitacional atemporal (Hawking 1988), relacionadas a veces con hipótesis como la creación desde un vacío cuántico interpretado verbalmente como “nada”. Otras teorías proponen una proliferación de indefinidos universos o multiversos (ver Barrow 2002 y Davies 2007, 151-221), uno de los cuales, favorable a la aparición de la vida, sería el nuestro. Estas propuestas por el momento tienen el estatuto epistemológico de teorías matemáticamente pensables, pero no están avaladas empíricamente y quizá nunca lo sean de modo definitivo (Davies 2006).

En 1998 una serie de observaciones aplicadas a algunas estrellas supernovas mostraron que éstas estarían más alejadas de la tierra de lo que se esperaba, sugiriendo así, como dijimos arriba, que la expansión del universo era acelerada. Otras observaciones posteriores corroboraron esta idea. La aceleración expansiva podría explicarse, se ha supuesto, en base a la presencia de una energía de vacío –es decir, del espacio mismo– con un signo contrario a la fuerza gravitacional. Se ha pensado que un 73 o 74% de la masa del universo consistiría en la energía oscura. Si a esto se suma la estimación de un 22% de materia oscura, la sugerencia es que la masa actualmente observada del universo sería sólo un 4 o 5% de la masa cósmica total (estrellas, gases galácticos, etc.).

Estos números cambian ligeramente según otras estimaciones, pero el cuadro de conjunto induce a pensar que, efectivamente, lo que observamos del cosmos es sólo una pequeña fracción, de modo que para el resto la ciencia tiene que recurrir a hipótesis teóricas, y sólo del conjunto resultante sale cierta configuración más o menos precisa del ritmo expansivo cósmico. Todo sugiere que el universo se expandiría al infinito y no sufriría una contracción. Otras hipótesis, como la de un retorno de modelos cíclicos de expansión-contracción, o de variaciones a lo largo del tiempo de la fuerza gravitatoria, parecen hoy más dudosas, pese a que algunos las sostienen.

La hipotética energía oscura puede ponerse en relación con la constante cosmológica introducida por Einstein en su modelo de relatividad general con el objeto de que el universo se mantuviera estático. Esa constante, con un valor antigravitacional, sería la que, al asumir un determinado valor, explicaría la aceleración expansiva. Aunque su valor en sí mismo sea infinitesimal, a escala cósmica su influjo sería inmenso. Su magnitud precisa tiene que ver también con una “fina sintonización” –fine tuning– para que desde el Big Bang se forme efectivamente un universo en el que pueda surgir la vida tal como la conocemos (Barrow 2008). Cualquier pequeño cambio en esa constante, así como en otras constantes universales físicas de las fuerzas naturales cósmicas (Barrow 2002), como por ejemplo el valor de la gravedad, daría lugar a un universo completamente diferente, en el que, si no pudieran formarse galaxias y estrellas, la vida no podría originarse. Los márgenes numéricos para que pueda surgir vida en un determinado modelo de universo son muy precisos y hacen pensar, por tanto, que la aparición de la vida, siendo real, sería más improbable que probable, como ya dijimos, salvo que se apele a la idea, totalmente especulativa, de una proliferación de infinitos universos muy variados, uno de los cuales, o al menos algunos, permitirían la vida casi de modo accidental o casual.

El panorama actual sobre el modelo aceptado por casi todos los cosmólogos del universo del Big Bang, junto con la hipótesis inflacionaria, aparece pues como conjetural en sus detalles y en sus orígenes primordiales. Es mucho más hipotético de lo que aparecía en los años 70 y 80 del siglo XX, es decir, está más basado en cálculos matemáticos o en problemas de ajuste teórico que en observaciones efectivas, las cuales se tienen en cuenta, pero son escasas y no decisivas. El hecho de que el universo tiene una historia a partir de una situación primitiva elemental a la que genéricamente podemos llamar Big Bang es indudable. Pero el modelo concreto cosmológico que hoy se maneja, ligado a hipotéticas teorías cuanto-gravitacionales, podría cambiar profundamente en el futuro, lo que dependerá de la evolución de la misma física teórica.

En definitiva el cosmos, en la actual perspectiva científica, se podría definir como el sistema universal de los seres corpóreos en interacción sometido a idénticas leyes científicas. El cuadro de su estructura y evolución, al menos hasta cierto nivel, es suficientemente conocido. La cuestión, en cambio, sobre su origen último –físicamente hablando–, sobre su último y definitivo destino y sobre las últimas leyes que rigen unitariamente su dinamismo, es algo incierto y abierto a la investigación.

En otras palabras, lo que falta –quizá faltará siempre– es un conocimiento científico último del cosmos, cosa que por otra parte es característico de toda ciencia a cierto nivel. De ninguna manera, por otra parte, el conocimiento físico del cosmos demuestra su auto-subsistencia o necesidad metafísica. El cosmos, en su existencia como un todo, no es una realidad física necesaria: no es una totalidad que tenga en sí misma su fundamento. Epistemológicamente, la cosmología constituye –como todo saber científico– un conocimiento radicalmente incompleto. Esto se coloca en las antípodas de la concepción racionalista de la ciencia y del universo.

4 El cosmos como problema filosófico y metafísico  

Preguntarse qué es el cosmos y cuál es el papel del hombre en el cuadro del universo (Scheler 1961) pertenece al núcleo mismo de la filosofía, la cual empezó, significativamente, como cosmología. Esta pregunta está relacionada con la misma dignidad del hombre y es indicativa de su distinción respecto a los animales. El hombre cuenta con una cosmología desde los orígenes mismos de la civilización, y la expresa en el arte, la religión, la ciencia y la filosofía. La pregunta acerca del universo es parte de la pregunta del hombre sobre sí mismo. Las dificultades críticas de la noción metafísica de universo, consideradas en el n. 1, no son un impedimento para elaborar una teoría filosófica del cosmos. Ésta, en realidad, forma parte de la filosofía de la naturaleza, porque el universo no es más que el orden de las cosas naturales (Maldamé 1993, 45-66).

Una concepción filosófica o metafísica del cosmos nace de la necesaria interacción entre la filosofía y las ciencias (Polkinghorne 1987; Peters y Hallanger 2006, 1-89). La cosmología científica ofrece una descripción detallada de las estructuras físicas del universo y de su evolución temporal. A causa de su carácter empírico y matemático y de su valor hipotético cuando se llega a ciertos niveles teóricos, la ciencia cosmológica no basta para dar una idea cabal y significativa del ser del universo.

Aún dentro del pluralismo de versiones científicas, en el que sin embargo hay elementos hoy conocidos con una certeza razonable –por ejemplo, el hecho de que nuestro universo evoluciona, o de sus estructuras galácticas, etc.–, puede notarse cómo todas ellas ponen de manifiesto, de un modo u otro, ciertas características del cosmos, como su unidad y multiplicidad, su armonía, su orden, su inteligibilidad, el papel de las leyes e incluso del azar. Todo esto da pie para la especulación filosófica sobre la unidad, sentido, necesidad o contingencia, y finalidad del universo. La pregunta filosófica se refiere, en definitiva, a qué tipo de entidad es el universo (¿qué es el universo? ¿cómo se encuadra en el ámbito del ser?).

La cosmología filosófica, por tanto, tiene en cuenta los conocimientos científicos, sobre todo los más afianzados empíricamente, y reflexiona sobre ellos, aunque al mismo tiempo es relativamente independiente del estado de la cosmología científica del momento. No es una simple síntesis de la cosmología científica, ni una colección de posibles interpretaciones filosóficas más o menos inciertas, sino que pretende, en la medida de lo posible, llegar a configurar un auténtico saber metafísico acerca del ser del universo.

La filosofía del universo es además solidaria de la visión metafísica de fondo que se tenga de la realidad (realismo, idealismo, pragmatismo, materialismo, positivismo, etc.) y está ligada, como ya dijimos, a la filosofía de la naturaleza, de la que en cierto modo es su culminación. De este modo, la cosmología filosófica puede entroncar fácilmente con la teología filosófica. Ciertos problemas, como el origen físico de las estructuras materiales, las dimensiones del cosmos (¿finito o infinito?), así como sus dimensiones temporales (¿eterno o limitado en la temporalidad?) y su estructuración material concreta, no son absolutamente decisivos para la metafísica del universo. Estos son solamente puntos interesantes, que pueden ayudar a la reflexión filosófica, pero, como dijimos, no encuentran en las ciencias una respuesta definitiva e indiscutible, y probablemente nunca la encontrarán.

En la filosofía moderna se produjo una crisis de la filosofía tradicional de la naturaleza, de cuño aristotélico, por lo que el conocimiento de la realidad física quedó reservado a las ciencias naturales. Con Kant la noción metafísica de universo aparecía como problemática. Algo semejante, e incluso más agudizado, sucedió en la filosofía positivista. Pero la renuencia positivista a las nociones metafísicas no impidió que la ciencia moderna comenzara a ser cosmología a partir de la teoría de la relatividad de Einstein.

La cosmología científica surgida desde el siglo XX ha desmentido la pretensión de que la ciencia eludiera las cuestiones metafísicas. Las cosmologías científicas contemporáneas renovaron de hecho los debates de carácter filosófico, por ejemplo con relación a temas como la existencia de leyes, de necesidad o azar, de determinismo o indeterminismo, respecto a la visión cosmológica sincrónica y diacrónica. Volvió a plantearse, como en la antigüedad clásica, precristiana y cristiana, el problema de la relación del mundo con respecto a Dios, a su Inteligencia ordenadora y a sus posibles intervenciones en la evolución del cosmos. En muchos autores se replanteó la teología filosófica basada en una plataforma cosmológica.

Esta problemática puede considerarse con relación al cosmos entendido como el conjunto de los seres materiales inanimados –partículas, átomos, estrellas, galaxias–, o bien con respecto a la biosfera o ámbito de la vida como fenómeno emergente que aparece en el cosmos, por lo menos en nuestro planeta terrestre. Puede también enfocarse en orden al hombre, visto que el ser humano es parte del mundo viviente y éste es parte del universo. De todos modos, aunque el universo abarque al hombre y a la vida, cuando se habla de universo en las cosmologías suele entenderse el cosmos inanimado de los sistemas galácticos. La vida aparece como un sector mínimo que el cosmos “permite” que florezca. Pese a su perfección formal, la vida, desde la célula hasta el hombre, es un fenómeno materialmente muy pequeño, sin relevancia física para el mantenimiento de las grandes estructuras cósmicas desde el punto de vista de su potencia material y colosal extensión espacio-temporal.

Veamos a continuación algunas características del universo relevantes para la filosofía. Nos inspiramos en parte en ciertos puntos tomados de la perspectiva metafísica de Tomás de Aquino (Sanguineti 1986; Blanchette 1992; Brent 2016), pero a la vez adecuados a nuestra actual visión cosmológica científica.

4.1 Estructura ontológica del cosmos  

En el conjunto de las realidades naturales o físicas aparecen substancias, unidades fuertes y específicas que se forman espontáneamente –por ejemplo, elementos como el hidrógeno, el oxígeno, etc.–, y órdenes estructurados entre las substancias, como un planeta o una estrella. Las substancias más integradas son los organismos vivientes, en los que el proceso de auto-organización natural es muy evidente, aunque no sea exclusivo de la vida. La física distingue entre las unidades materiales, partículas –fermiones: quarks y leptones– que se integran en los átomos –con sus núcleos atómicos–, compuestos a su vez por partículas subatómicas, y las realidades físicas constituidas por partículas de intercambio –bosones: fotones, gravitones, etc. –, desplegados en ondas o campos de energía –campo gravitatorio, electromagnético, etc.– que ponen en comunicación entre sí a las partículas materiales. El “espacio vacío” no es realmente tal, sino que está atravesado por partículas o radiaciones energéticas, aunque no podamos detectarlas todas. Los campos o las radiaciones no están en un espacio, sino que son el espacio real. El conjunto de todo esto –materia/energía– es un gigantesco macrosistema: el universo.

¿Qué tipo de entidad es el universo? Con independencia de cómo se determinen las substancias concretas individuales, con sus características específicas y su actividad en el seno del cosmos y en algunos de sus subsistemas, se puede decir con bastante seguridad que el universo, si bien presenta una configuración específica concreta e individual, no es una substancia, y mucho menos un organismo, ni un producto del pensamiento humano, ni Dios. No es una entidad dotada de psiquismo, ni de inteligencia, aunque no hayan faltado concepciones filosóficas que lo concibieron como un viviente –por ejemplo, con las teorías del “alma del mundo”– o penetrado por una mente, inteligencia o divinidad inmanente.

Escribe Tomás de Aquino: “se dice que este mundo tiene una unidad de orden (unitas ordinis), porque unas cosas se ordenan a otras” (Summa Theologiae, I, q. 47, a. 3). Esta puede ser una primera caracterización, sencilla pero real, del universo. El cosmos es, más ampliamente, una gigantesca entidad colectiva intrínsecamente ordenada, dinámica y en devenir que abarca y pone en comunicación a todos los seres materiales (Selvaggi 1985, 544-547; Sanguineti 1986, 27-48; Artigas 1999, 102-114; Polo 2005, 137-143). Algunas de sus notas ontológicas son las siguientes:

4.1.1 Unidad ordenada  

El universo es una unidad compuesta por una multiplicidad de entidades que están relacionadas entre sí de muchas maneras, tanto espacio-temporalmente como causalmente, según leyes. Podríamos llamarlo un sistema de sistemas.

El cosmos es un cierto unum porque en su despliegue al infinito –potencial– está constituido por una base material –campos y partículas– que constituye su materialidad, si bien esa base asume formas diferenciadas. En segundo lugar, porque aunque en principio aparezca como dominado por una multiplicidad informe de unidades materiales –partículas, átomos, estrellas, etc.– al mismo tiempo está siempre y en todas partes interrelacionado por sistemas que se estructuran en modos muy diversos. Nada está completamente aislado en el cosmos. Cada cosa mantiene relaciones inmediatas o mediatas con todas las demás. Podríamos decir que el cosmos es una entidad relacional.

Estas relaciones no son cualesquiera, sino que están definidas de modo preciso y determinado, aunque haya a la vez márgenes de indeterminación y fluctuaciones. Por tanto, también puede decirse que el cosmos es un todo ordenado y no un puro caos. Orden significa que las relaciones son determinadas y que sustentan modos de ser y obrar constantes. El hombre investiga el orden intrínseco de las cosas físicas con ayuda de la ciencia. Al descubrir sus leyes matemáticas precisas, que presiden tanto los cambios físicos como las situaciones estables de las regiones del cosmos, el ser humano se asombra de que el cosmos tenga una inteligibilidad, es decir, la razón humana es especialmente apta para descubrir la racionalidad intrínseca de las cosas. Esta racionalidad es real y no impuesta por nosotros. La razón descubre el orden cósmico y no lo inventa, pero debe elaborar esquemas y conceptos para entenderlo mejor (si bien nunca llegará a comprenderlo del todo). Ante el espectáculo del cosmos el ser humano adopta una actitud contemplativa y no simplemente práctica, en el sentido de buscar sólo dominio y control.

El orden cósmico puede calificarse, entonces, como armonioso. La armonía es un concepto originalmente musical extensible a combinaciones y órdenes simultáneos y sucesivos que impresionan por su inteligibilidad y belleza. Así, el universo es para nosotros un objeto de contemplación estética e intelectual. Posee una intrínseca bondad, que es como la propiedad ontológica que lo hace amable, en el sentido de valioso y digno de contemplación.

Unidad, entidad, bondad, belleza, orden, son aspectos trascendentales del ser, según la filosofía clásica. De este modo el universo, recogiendo las perfecciones de todos los seres que lo integran, se manifiesta como dotado de una cualidad ontológica peculiar: es –uno, bueno, inteligible, bello, ordenado–, sin tener la entidad o el ser de una substancia única, cosa que quitaría consistencia y valor a sus integrantes substanciales.

4.1.2 Totalidad y configuración. Incremento de orden  

¿Cuál es la estructura concreta del universo? La respuesta a esta pregunta es competencia de la cosmología científica. Según la perspectiva que se adopte, el universo manifiesta cierta modalidad estructural, siempre en un contexto evolutivo o transformativo. Como la descripción del cosmos se refiere principalmente a sus bases materiales –cuanto-gravitatorias– tomadas en su despliegue como un todo expansivo, la estructura del cosmos está definida por una serie de parámetros numéricos relacionados con el fenómeno común a todo el cosmos, que es su expansión espacial. De allí resulta una progresiva emergencia de órdenes –formación de unidades estelares, estructuración de galaxias, etc.– que al final presentan el escenario visible del macrocosmos tomado en su globalidad. Este escenario se nos aparece como un conjunto múltiple relativamente desordenado o informe, si lo comparamos con órdenes más altos que conocemos en la tierra. En realidad, se trata de un orden material menos formalizado, así como un conjunto de piedras esparcidas “por casualidad” –esto es, sin una configuración más alta, como podría ser un edificio– en realidad está regido por un orden gravitacional.

Una característica de la configuración cósmica es su totalidad. A diferencia de las unidades intracósmicas, el cosmos ya no está situado dentro de un ambiente, sino que más bien es el omniabarcante o super-ambiente de todos los seres materiales. Aunque se discuta sobre si el universo es finito o infinito en extensión –este dilema queda relativizado si se admite la posibilidad de que surjan varias unidades espacio-temporales semejantes a las de nuestro cosmos, cada una finita, que en su conjunto serían el verdadero cosmos–, la cuestión no parece ser decisiva, porque lo relevante es que el cosmos es una totalidad abierta, no clausurada como un todo ya hecho o perfecto. Por eso se está siempre haciendo y es superfluo buscar sus límites o fronteras. La cuestión de los límites vale sólo para las unidades dotadas de formalizaciones concretas superiores, en las que el orden se ha incrementado. Así sucede, por ejemplo, con una estrella, que sí tiene límites, una configuración macroscópica definida y además está situada en un ámbito envolvente que en último término es el cosmos.

Más que su simple crecimiento espacial o cuantitativo, con la proliferación sin fin de entidades –galaxias, radiaciones–, lo más interesante en la evolución de la estructura del universo es el incremento de información u orden que se produce como un fenómeno emergente en el interior de las masas cósmicas. El orden va desde la formación de los núcleos atómicos hasta la génesis de los organismos vivientes. Prosigue con la evolución de las especies vivientes y culmina en el hombre.

4.1.3 Potencialidad y transformaciones cósmicas  

El universo es un todo dinámico sometido a continuas transformaciones, no caóticas, sino ordenadas, aunque pueden tener márgenes de indeterminación. Esas transformaciones se deben a las potencias causales propias de las fuerzas cósmicas. Una de ellas es el fenómeno expansivo, que hoy la cosmología no parece haber explicado del todo. Como vimos, en el contexto de la cosmología actual, para explicar la expansión se acude a la hipótesis de la energía oscura.

Ciertas transformaciones son locales, por ejemplo en el interior de una estrella. Otras son cósmicas, es decir, afectan globalmente a las grandes estructuras del cosmos, como la recesión de las galaxias, vinculada a la expansión cósmica. Las transformaciones más importantes son las que suscitan la emergencia de nuevas estructuras, como la formación de átomos, masas estelares, el sistema solar, la tierra y, dentro de la tierra, la vida.

Usamos la palabra emergencia para indicar que surgen órdenes nuevos sobre una base material dada y configurada previamente de un modo determinado. Es el fenómeno arriba indicado como incremento de orden. El sentido de las transformaciones cósmicas, un tema importante para la cosmología filosófica y no sólo científica, está en que éstas permiten que las potencialidades que el universo mantiene en reserva, por decirlo así, lleguen a actualizarse en determinadas condiciones y momentos de la historia del cosmos. Sólo una determinada evolución estelar podía permitir el surgimiento de la vida en un rincón del universo como es la tierra. La expansión cósmica puede así ponerse en relación con las posibilidades de que el cosmos incremente sus perfecciones formales –su información– y esto como en cascada: al aparecer ciertos órdenes, estos abren la posibilidad de otros, y así sucesivamente.

El fenómeno de la emergencia de órdenes nuevos, a veces considerado como cierta creatividad de la naturaleza, aunque en algunos casos puede estar previsto por leyes físicas que en realidad se conocen a posteriori (una vez que de hecho conocemos las novedades emergentes), se opone al reduccionismo que nivela los seres materiales a sus formas ínfimas más elementales (Laughlin 2005). Si conociéramos sólo los niveles inferiores y sus leyes propias, nunca podríamos prever que desde ellos iban a emerger los niveles superiores, por ejemplo la vida desde la no-vida. Aunque las novedades broten desde una base material necesaria, constituyen un auténtico novum sorprendente y admirable (Artigas 1999, 153-158).

4.1.4 Formalizaciones, causalidad e indeterminaciones  

El universo cuanto-gravitatorio, aunque nos impresione por su potencia física y su amplitud universal, en realidad es sólo la base material sobre la que se edifica el cosmos, si consideramos sus estructuras formales emergentes. A su vez, las nuevas estructuras funcionan como bases materiales para otras más altas que emergen con propiedades nuevas y que, sin embargo, se apoyan materialmente en las estructuras inferiores. La vida vegetativa se implanta en ciertas estructuras químicas específicas. La vida sensitiva animal se inserta, por su parte, en los dinamismos vegetativos, y así siguiendo.

Se puede aquí rescatar la concepción filosófica naturalista de Aristóteles y Tomás de Aquino del hilemorfismo y de los grados o estratos del ser material, en un cuadro donde las formalizaciones más altas se añaden a las inferiores para así formar substancias que componen nuevos órdenes en la naturaleza (Tomás de Aquino, Suma contra los Gentiles, II, 68 y IV, 11). Nótese que el “material” de las nuevas estructuraciones es siempre el mismo –las bases atómicas y subatómicas–, y lo nuevo es sólo la organización, una mayor complejidad y el nacimiento de nuevas propiedades, es decir, lo que en términos aristotélicos podría llamarse la aparición de nuevas formas (“formalización”).

Hablamos de órdenes superiores e inferiores con cierto sentido jerárquico –grados de mayor o menor perfección–, porque si por encima de un nivel material emergen nuevas propiedades y por tanto un nuevo nivel ontológico, el anterior resulta inferior –más pobre– respecto al posterior (McGrath 2009, 203-216). Esto no se aplica a las especies naturales sin más, una por una, pero sí en conjunto a los grandes ámbitos de la naturaleza. Esos ámbitos son en síntesis: entidades físicas más simples, entidades físicas más complejas, vida vegetativa, vida animal (conciencia sensitiva, afectividad), persona humana (racionalidad, autoconciencia, libertad).

Cada uno de estos niveles contiene a los inferiores y los trasciende. Además, en cada nivel aparecen siempre formas asociativas o relacionales (grupos). Las personas humanas se relacionan entre sí con vínculos sociales cognitivos y afectivos. Las estructuras relacionales son un cierto “mundo”. Así la sociedad, con sus diversas formas, constituye el mundo humano que habita en el ecosistema terrestre, el cual está incorporado al universo físico que lo envuelve. Las propiedades ontológicas de las substancias y de las unidades de orden se realizan de modo diverso en los distintos niveles formales de la naturaleza. Así sucede: 1) con el tipo de unidad individual o grupal; 2) con el grado de independencia o autonomía de los individuos; 3) con el grado de profundidad de las relaciones recíprocas; 4) con la potencia y modos de influir en otros. Y así en tantos otros aspectos de las cosas.

Podría quizá chocarnos que en esta visión jerárquica de los seres naturales el puesto en el cosmos de los vivientes y del hombre sea tan pequeño e insignificante como la tierra. Aunque existieran otros sectores del cosmos que albergaran la vida, serían siempre pocos y pequeños en comparación con las magnitudes colosales del cosmos, que en su mayor parte es inhóspito para la vida. Ante este hecho, que tiene algo de misterioso, no podemos más que tomar nota de que, por mínimos que sean en el cosmos los sistemas biológicos y el ambiente humano, su riqueza ontológica es inmensamente superior a la de los paisajes cósmicos estelares e intraestelares. Materialmente, sin embargo, la vida terrestre depende del cosmos desde la perspectiva de los recursos energéticos –el Sol– y de su situación inercial. De modo más inmediato ella depende de la estabilidad del sistema solar, pero como éste a su vez está condicionado por las características de nuestra galaxia, en último término la tierra depende de la armonía global del cosmos entero.

Las transformaciones y la estabilidad de las estructuras cósmicas nacen de los influjos causales. Las causas son de muchos tipos y, en general, son concurrentes. Algunas son remotas y otras próximas. En general, conviene analizarlas en una perspectiva sistemática, teniendo en cuenta, cuando se entra en el ámbito de la vida, del fenómeno de complejidad. El esquema de las cuatro causas aristotélicas –material, formal, eficiente, final– puede ayudar a la comprensión de las causalidades complejas y sistémicas.

La causalidad eficiente material, en el sentido de que la alteración física de una parte del sistema provoca alteraciones en otra parte del sistema según leyes funcionales relativamente necesarias –que se expresan en ecuaciones de movimiento– manifiesta sólo un sentido de la causalidad, aunque sea el más empleado en física. La gravitación, por ejemplo, implica una causalidad recíproca entre los cuerpos dotados de masa que no es de este tipo, sino más bien formal o estructural. La totalidad auto-organizada, como la que se observa en los vivientes, ejerce una causalidad topdown formal/eficiente intrínseca sobre la organización de los miembros y funciones del organismo. Las entidades colectivas, a su vez, son como redes interactivas complejas. Las causaciones internas entre sus unidades –individuos, subsistemas– las van transformando. Tales entidades colectivas, por su parte, están sometidas a influjos ambientales.

El universo no es una substancia. No está dotado de una estructuración unitaria fuerte, sino que es una realidad colectiva algo dispersiva. El modo en que se auto-organiza se muestra como una distribución de entidades que es fruto de las interacciones variables de sus áreas a lo largo del tiempo. Este aspecto, que es válido para cualquier realidad grupal, se aplica también al universo. La formación de las estructuras cósmicas no depende de ninguna entidad central. Los filósofos antiguos que sostenían la existencia de un alma del mundo, en cambio, pretendían que la evolución y estructura global del cosmos estuviera gobernada por un principio formal unitario, como si fuera un alma, una forma substancial o una mente.

Se discute a veces sobre si la estabilidad o desestabilización de las estructuras del cosmos están sometidas a procesos en los que interviene la indeterminación y el azar, o si por el contrario el cuadro causal es rígidamente determinista. Un determinismo absoluto implicaría que la evolución del cosmos en todos sus detalles no habría podido ser distinta de la que fue efectivamente. Un margen de indeterminación daría pie, en cambio, a que los procesos cósmicos tuvieran la posibilidad de desarrollarse en modos variados. En este artículo no entramos en este problema, que debe afrontarse con más detenimiento. El cuadro ontológico que aquí presentamos, sin embargo, en el que universo manifiesta potencialidades que en un futuro podrían realizarse o no, favorece la aceptación de ciertos márgenes de indeterminación en los procesos causales físicos.

A la luz de la visión aristotélica de las formalizaciones sucesivas de bases materiales dadas, cierto sentido del azar y la indeterminación consiste en que lo que queda indeterminado en un nivel inferior puede ser determinado si aparece el nivel formal superior (Sanguineti 1986, 236-240). Es decir, hay determinaciones o indeterminaciones según el nivel material o según la formalidad superior. La física estudia sólo las determinaciones procedentes del nivel material. Así, la vida introduce en el orden gravitatorio un orden superior, pues el cuerpo viviente no se mueve sin más en virtud de la gravitación, sino según determinaciones más altas, como por ejemplo la búsqueda de alimento o la preservación del organismo.

Si la formalización no domina del todo la base material, puede suceder que algún evento propio del nivel inferior, no dominado por la formalidad superior, produzca un daño accidental a la entidad situada en un nivel formal superior. Según el ejemplo precedente, la vida no domina del todo el orden gravitatorio. Por eso un viviente puede sufrir un accidente debido a una colisión que no ha podido prever, y llamamos a esto un evento “casual” o accidental, aunque no lo sea en la perspectiva de la causalidad material. La tierra, concretamente, podría ser destruída por un accidente cósmico. El orden gravitatorio inanimado de por sí está indeterminado respecto a los beneficios de la vida, y por eso puede dañarlo cuando la vida no llega a formalizarlo o a dominarlo.

4.1.5 Universo contingente  

El cosmos no es sólo contingente porque no implica una necesidad absoluta en el orden del ser, sino porque sus órdenes interiores pueden destruirse y de hecho se destruyen. Sobrevienen en él, como se ha dicho, incrementos de orden maravillosos, como la aparición de la vida, pero existe también como una “tendencia” al desorden, expresada en el segundo principio de la termodinámica (entropía creciente en un sistema que no recibe influjos energéticos del exterior). Ciertamente las leyes físicas expresan una necesidad natural. Puestas ciertas condiciones, se siguen necesariamente ciertos resultados, lo que se expresa científicamente en las leyes. Sin embargo, tales leyes, aparte de que algunas de ellas son estadísticas y ofrecen márgenes de probabilidad respecto a ciertas variaciones, no garantizan la subsistencia eterna de todos los órdenes cósmicos (sobre todo de los superiores).

Cuando la privación de un orden afecta a los vivientes, dañándoles, lo llamamos mal (enfermedades, muerte, desaparición de especies). El mal, por tanto, es un fenómeno cósmico que afecta sólo a la biosfera. Arriba vimos que el universo se presenta como bueno y valioso. Con respecto a la vida, sin embargo, este bien es contingente. Puede perderse y de hecho se pierde. De todos modos, ciertas destrucciones pueden dar paso a la introducción de nuevos órdenes, y la muerte de los individuos tiene un sentido en el sistema de conjunto de la biosfera. Algo semejante cabe decir de los sufrimientos que afectan a los vivientes sensitivos, pues por ejemplo les incitan a defenderse y a mejorar.

De todos modos, en su conjunto la contingencia del cosmos es un misterio, así como lo es la existencia del mal y del dolor (Murphy et al. 2007; Russell 2008, 226-272). La teología basada en la revelación le busca un sentido a la luz de los designios de Dios en su obra creadora y salvadora. Desde el punto de vista de la metafísica, podría decirse que la contingencia del cosmos tiene el sentido de que muestra su imperfección –el cosmos no es divino, no está auto-fundado, es precario en el orden del ser– y que, por eso, constituye una de las bases del conocimiento racional de Dios como Creador de todas las cosas naturales.

4.2 La persona y el cosmos  

A pesar de su pequeñez física, la persona humana se demuestra superior a todo el universo material, porque con su inteligencia es capaz de abarcarlo e incluso de pensar en otros universos posibles. La inteligencia humana está abierta a la totalidad del ser. Por eso el ser humano con ayuda de la ciencia y la filosofía comprende las estructuras del cosmos, su evolución temporal, sus posibilidades, sus causas, sin agotar estas realidades y siempre con un sentido de misterio. Esta superioridad del hombre no implica antropocentrismo, porque la misma situación se daría si hubiera otros seres racionales en el universo.

Por consiguiente, el hombre no es sin más el animal más organizado o mejor dotado. Con la apertura de su inteligencia al ser de las cosas y con su libertad está situado en una relación directa con el ser del cosmos entero y no sólo con su ecosistema. Puede comprender el universo especulativamente y puede dominar la naturaleza, sobre todo terrestre, con la tecnología, siempre dentro de ciertos límites físicos y morales.

Así pues, el hombre es un ser intracósmico, pues es una parte –la más excelsa– del cosmos, pero a la vez lo trasciende del todo. Al igual que la vida, el ser humano añade perfección formal al cosmos, pero no es de ninguna manera necesario para su subsistencia física. Si no hubiera vida y si el hombre no existiera, el cosmos físico inanimado seguiría su curso normalmente. El valor de la vida y del hombre –como el del mismo universo– tiene algo de gratuito. A la luz de la teología, esta gratuidad puede verse como un don que suscita en el ser humano agradecimiento y adoración referida no al universo, sino a su Creador.

La eventual existencia de otros seres inteligentes en otras partes del cosmos no atenuaría lo que se acaba de decir sobre el puesto del hombre en el cosmos (Funes 2015). Esa posibilidad plantearía un problema a la teología de la salvación, conocida por revelación a la luz de la fe cristiana, sólo en el caso de que se estableciera una relación concreta con esos hipotéticos seres. Esto por el momento aparece como algo remoto e incluso improbable a causa de las enormes distancias. Para la metafísica del cosmos no es un problema muy relevante (Para diversas consideraciones filosóficas y teológicas sobre la posibilidad de la vida extraterrestre, ver Dick 2000). La filosofía debe partir de lo que conocemos como existente y no de especulaciones sobre posibilidades remotas o indemostrables.

La actitud del hombre ante el cosmos puede ser contemplativa o práctica. En el cosmos que está más allá del sistema solar esta actitud es principalmente contemplativa. Puede ser filosófica, científica, poética, artística –basta pensar en la literatura y arte de ciencia-ficción sobre temas cosmológicos– o religiosa, pues el ser humano puede contemplar al universo como creación divina con sentimientos piadosos y agradecidos. El universo se nos ofrece como una realidad maravillosa que sobrecoge por su potencia y fascina por su belleza. Incluso su contingencia y límites aportan algo positivo a la visión sapiencial humana. El universo tiene el sentido, cabe decir, de allanar el camino racional del hombre hacia Dios Creador.

La relación del hombre con el cosmos puede ser también técnica, si bien este aspecto tiene más aplicaciones concretas en la tierra y sólo en parte en el sistema solar. Sin embargo, las observaciones y descubrimientos cósmicos implican también sugerencias para la tecnología humana terrestre. La astronomía ha ayudado al hombre a la medición de los tiempos y, en este sentido, ha tenido enormes aplicaciones técnicas.

En su relación práctica con la naturaleza, constituída por el trabajo y la tecnología, el hombre ejerce un dominio sobre las cosas sirviéndose de sus potencialidades. Esto le permite producir objetos artificiales que de alguna manera suponen un perfeccionamiento de la naturaleza. No es un dominio absoluto, porque la tecnología desarrollada por el hombre demuestra que, si se hace de modo imprudente y desordenado, puede dañar a la naturaleza. Hoy con su poder el hombre podría llegar a destruir la tierra. Por eso el ser humano no debe considerarse sin más como un señor o dominador de la naturaleza, sino más bien como su custodio. Ésta constituye un bien que se le ha dado para que lo cultive, lo use con sabiduría y lo perfeccione, con límites éticos y ecológicos (Francisco, Papa, Encíclica Laudato Si’, 2015, nn. 65-69, 78-83, 85-87).

4.3 El finalismo en el universo  

Las finalidades inmanentes en las cosas aparecen claramente sólo en los seres vivientes. El organismo posee miembros destinados a la realización de ciertas funciones, como la alimentación o la reproducción. Estas funciones constituyen una teleología interna del viviente. Éste tiene una tendencia –no cognitiva en los vegetales– a sobrevivir y a adaptarse en ambientes difíciles, luchando contra las dificultades y a veces enfermando o muriendo. La misma reproducción puede interpretarse teleológicamente, pues está al servicio de la preservación de la especie. En los seres cognitivos la teleología se expresa en forma de tendencias apetitivas –como el hambre, la sed, las tendencias sociales– dirigidas a bienes vitales conocidos. En el hombre el finalismo se manifiesta en sus proyectos racionales y en los propósitos que guían su acción inteligente.

En el universo inanimado no puede hablarse de tendencias, apetitos, ni propiamente de bienes o males. Sin embargo, la armonía del cosmos, su admirable orden matemático regido por leyes rigurosas, su auto-organización patente en los procesos de emergencia, hacen que el cosmos se presente como algo valioso en sí mismo y digno de ser contemplado. El fin es aquí, podríamos decir, el mismo orden –abierto y contingente– del cosmos, lo que equivale a decir que el universo es algo bueno en sí mismo (Selvaggi 1985, 548-554; Artigas 1999, 173-206).

La evolución del cosmos constituye una serie de pasos no casuales, sino determinados, desde potencialidades hasta actualizaciones emergentes. En esos pasos pueden darse aspectos azarosos o estadísticos que originan diversas posibilidades. Asignar a los estadios previos y a las partes concurrentes, o al universo como un todo, una “tendencia” positiva y activa hacia sus formalizaciones progresivas sería vitalismo. El universo no se perfecciona en el modo en que un viviente tiende a desarrollarse y a reproducirse, ni es mucho menos fruto de una planificación o programación inmanente, al modo como el hombre planifica la construcción de objetos artificiales. Por otra parte, la génesis espontánea de las cosas naturales no por esto es un simple mecanismo, pues las cosas físicas no son máquinas, sino que tienen fuerzas naturales propias.

Algo análogo puede decirse de la evolución de las especies vivientes que forman ecosistemas, es decir, ambientes bióticos en situación de equilibrio dinámico constituidos por especies que interactúan entre sí y evolucionan según el principio de la selección natural, dando lugar a fenómenos emergentes (a nuevas especies). Cada especie viviente manifiesta una teleología interna, pues tiende orgánicamente a perpetuarse y se adapta a las dificultades. En cambio, el orden entre las especies no es orgánico, sino que resulta de las interacciones que van surgiendo con el ambiente, tanto de modo sincrónico como diacrónico. No tiene mucho sentido afirmar que la biosfera como un todo tiene una “tendencia” a evolucionar, pero el sistema en su conjunto posibilita las evoluciones.

Este cuadro puede completarse con ciertas condiciones del universo señaladas por algunos cosmólogos que han sostenido el llamado principio antrópico, como Robert Dicke, Brandon Carter, John Barrow y Frank Tipler (Barrow y Tipler 1987; Timossi 1999, 276-286). El principio se basa en la observación de que ciertos parámetros numéricos relativos a la evolución del universo desde su mismo origen en el Big Bang y a sus características estructurales –relaciones cuantitativas precisas entre las cuatro fuerzas, constantes fundamentales de la naturaleza, condiciones de la expansión cósmica– están “finamente ajustados” (fine tuning), a modo de coincidencia sorprendente en órdenes enormes de magnitud, como para permitir muy ajustadamente el surgimiento de la vida terrestre, cosa que ya hemos hecho notar en la sección 3 (Davies 2007, 129-190; McGrath 2009, 111-126).

A esto se podrían añadir ciertas “coincidencias” entre las características precisas de la formación del sistema solar y de la tierra, de suyo improbabilísimas, que permitieron el origen y desarrollo estable de la vida en nuestro planeta. Estas coincidencias nos explican, de paso, por qué el fenómeno de la vida es tan raro en el universo. No sorprende que sea raro, visto que las correlaciones que deben producirse para que pueda surgir la vida son de tal magnitud que el surgimiento de la vida resulta muy improbable. Por tanto, si se da, será en sectores muy pequeños del cosmos, como el nuestro (el único que conocemos por ahora).

Para no alargarnos, no entramos aquí en la formulación y diversas interpretaciones del principio antrópico (Tanzella-Nitti 2002b). Basta notar que esos ajustamientos finos –no sólo uno, sino múltiples y en diversas escalas– de suyo suponen condiciones físicas absolutamente necesarias, aunque no suficientes, para que pueda surgir un planeta biótico como la tierra. Aunque pudiera suponerse la existencia de otros universos, surgidos de otros hipotéticos Big Bangs, no ajustados para la vida, no por eso queda trivializada la importancia del fine tuning de nuestro universo. Es “como si estuviera pensado” para posibilitar la vida. No por eso indica una tendencia, como dijimos, sino más bien una precondición material, que de todos modos es sorprendente y misteriosa.

¿Qué puede concluirse de este hecho para la cuestión del finalismo del cosmos? (Velázquez 2004, 81-111; Collins 2012a; Collins 2012b). Pensamos que las conclusiones de la sintonización fina de los parámetros cósmicos pueden situarse en dos planos. Primero, ella revela que en el cosmos inanimado se dan potencialidades que en determinadas condiciones extremamente difíciles llevan a la actualización de perfecciones como la vida en toda su riqueza y a su subsistencia en tiempos muy largos, necesarios para que pueda desarrollarse en su enorme complejidad hasta llegar al hombre, incluyendo su preservación al menos hasta el momento presente.

En un segundo plano, más radical, esta situación da más fuerza, en nuestra opinión, al argumento cosmológico tradicional que a partir del orden maravilloso de la naturaleza llega a Dios como su principio y autor Inteligente (McGrath 2009). Por otra parte, la hipótesis de los multiversos tampoco es incompatible con la existencia de Dios Creador y no disminuye la fuerza del argumento cosmológico mencionado (Collins 2007, Page 2012).

Pensamos, en cambio, que deberían excluirse dos interpretaciones extremas del fine tuning: una consiste en pensar que se trataría de una mera coincidencia causal, cosa que parece un sin sentido y que está relacionada con una visión nihilista del cosmos. La otra consistiría en postular una dirección tendencial del cosmos hacia la vida y el hombre, cosa que, como se ha sugerido atrás, implica una tesis vitalista que no parece estar avalada por la observación de la naturaleza.

4.4 Origen y futuro del universo  

La cosmología del Big Bang hizo pensar que el universo no sólo se había formado desde una situación inicial, sino también desde un origen temporal absoluto situado en el instante de la Gran Explosión. Con esto parecía quedaba descartada la hipótesis de un cosmos eterno –sostenida científicamente por la teoría del estado estacionario de Bondi y Hoyle a fines de los años 40’ del siglo XX–, así como la concepción de la recurrencia de ciclos infinitos, como era en la antigüedad la creencia del eterno retorno, sostenida por los estoicos y, en parte, por Aristóteles, quien era partidario de un cosmos giratorio sempiterno que dependía de una moción continua proveniente del Acto Puro (la Inteligencia Divina). De todos modos, la interpretación del Big Bang en ciertas versiones cuánticas como una auto-creación de la nada debe descartarse filosóficamente porque la supuesta “nada” de la que se habla en ellas no es una ausencia absoluta de ser ni de leyes (Sanguineti 1995; Artigas 1999, 165-169; Tanzella-Nitti 2002a; Worthing 2005; Barr 2012).

Con todo, las cosmologías inflacionarias y cuanto-gravitacionales relativizaron el origen temporal del cosmos, el cual quedaría situado en un cuadro cuántico fluctuante “previo”, en el que el tiempo ya no tiene sentido. Surgieron así las hipótesis de los multiversos (Carr 2007), de manera que nuestro cosmos con su Big Bang y tiempo propio sería sólo un caso de formación espacio-temporal –pero el único caso que cae bajo nuestra experiencia– de un sin fin de posibilidades que parten de una situación amorfa (Timossi 1999, 223-263, 286-310). Aparecieron incluso nuevas propuestas teóricas de una concepción cósmica cíclica (Steinhardt y Turok 2007).

Estas teorías no son absolutamente impensables desde un punto de vista físico-matemático, pero no cuentan con el apoyo experimental de la teoría estándar del Big Bang, como vimos en el n. 3. Sea como sea, los modelos físico-matemáticos sobre el origen temporal o no del cosmos, sus eventuales ciclos, etc., son altamente hipotéticos. Probablemente nunca podrán ser rigurosamente demostrados ni a priori ni con base en la experiencia. En cambio, la originación física de nuestro universo, salvo la cuestión de los primeros instantes, goza de la misma certeza científica que el hecho cósmico expansivo.

Algunos autores creyeron ver en la cosmología del Big Bang un apoyo científico de la tesis teológica de la creación divina del universo ex nihilo (Craig y Sinclair 2012). Otros, como Hawking, pensaron al revés que la superación del origen del tiempo en la cosmología supondría una exclusión de la necesidad de un Dios Creador.

Situar la discusión filosófica sobre la creación divina en el terreno del origen temporal del universo, sin embargo, parece un planteamiento inadecuado. La necesidad de la existencia de Dios Creador no está vinculada a que el universo tenga un origen temporal (Stoeger 2009). Por otra parte, desde situaciones físicas tal como son descritas en modelos matemáticos, cuanto-gravitacionales o de otro tipo, no es posible sacar conclusiones metafísicas decisivas sobre la existencia de Dios (panteísmo, ateísmo, teísmo, etc.). La cosmología es física, y con el método físico no es posible extrapolar conclusiones metafísicas. Pero no existen modelos físicos cosmológicos que sean incompatibles con la existencia de Dios como Creador (Sanguineti 1994, 351-367; Russell 2008, 77-109).

Consideremos ahora la cuestión del futuro último del cosmos (Ellis 2002; Islam 2009). El desarrollo temporal del universo lleva inevitablemente a pensar en su futuro remoto. En la perspectiva científica hoy aceptada, el cosmos expansivo en el que vivimos actualmente se encamina hacia su desorganización dentro de billones de años. Ninguna estructura física es eternamente estable, ni siquiera el átomo, y por eso el mismo orden del universo –galáctico– al final acabará por desestabilizarse. Quedarían en pie solamente las partículas elementales en una situación de máxima entropía y equilibrio termodinámico (“muerte térmica” del universo).

Esta situación final podría revertirse sólo con las hipótesis de los infinitos multiversos que darían un cuadro de un meta-universo eterno, como vimos arriba. Esto no significa que nuestro universo no sufriría su desarticulación final, sino que podría haber otros universos en los que prosiguiera la existencia física. Las especulaciones sobre un posible re-florecimiento de la vida y la inteligencia en nuestro cosmos o en otros no faltan en la literatura cosmológica. Sin embargo, no tienen el sostén de la experiencia científica. Cabe decir aquí algo análogo a lo visto con relación al origen físico del cosmos. Las indicaciones cosmológicas sobre el nacimiento, desarrollo y muerte del cosmos, congruentes con el devenir de toda substancia material –muerte de las estrellas, final de las galaxias, decaimiento de protones, etc.–, tienen una base empírica segura. Es posible, sin embargo, proyectar posibilidades físicas que trasciendan este cuadro de finitud temporal de nuestro cosmos. Sea como sea, no es posible un conocimiento físico definitivo sobre el último destino del universo (Polkinghorne 2002; Sanguineti 2004).

La filosofía nada puede decir sobre la posibilidad o no de un origen o final temporal del cosmos. Las continuas transformaciones de las estructuras materiales, sin embargo, manifiestan el devenir como la característica ontológica esencial de todo lo material, incluyendo al cosmos. El ser material concreto es esencialmente inestable y pasajero y por eso es intrínsecamente temporal (Smolin 2013). Su eventual eternidad temporal no sería más que una sucesión indefinida, que no elimina su finitud, lo mismo que una piedra que durara una eternidad sería siempre finita. Postular, por otra parte, que el cosmos estaría evolucionando hacia una plenitud absoluta en el orden del ser, en el que al final la conciencia racional humana o de otros seres acabaría por imponerse, es solamente una especulación sin ninguna base que la haga probable.

En la perspectiva filosófica y, sobre todo, antropológica, una destrucción completa y definitiva del cosmos no tiene sentido y parece contraria al principio de finalidad. A la vista de la dignidad del hombre y del valor de la persona, una aniquilación total de la especie humana en el cuadro de una catástrofe cósmica, sin ninguna otra dimensión, parece antropológicamente difícil de aceptar y más bien generaría una actitud nihilista y desesperanzada. Los esfuerzos especulativos por encontrar alguna base que permita pensar en un futuro cósmico eterno y que permita albergar la vida inteligente demuestran hasta qué punto el hombre tiene un deseo de eternidad y valora como un fin la vida inteligente.

El enigma que existe detrás de este problema cosmológico/antropológico queda iluminado por la respuesta teológica de un designio de Dios Creador en el que este cosmos en el que vivimos está destinado a un futuro trascendente de vida eterna (Benz 2000; Russell 2008, 249-297; Russell 2012). En la teología cristiana, este futuro no es resultado de un mero proceso físico, ni biológico, ni técnico, sino que tiene que ver con la respuesta de la libertad humana al amor con que Dios ha llamado al ser humano a la existencia, dándole el don de la creación para que desde ahí alcance con su comportamiento moral y religioso su destino de unión de amor a Quien le ha dado el ser personal.

En cierto sentido, puede decirse que el desarrollo del universo no está todavía cumplido. Según la teología cristiana, el cosmos adquirirá su estatuto final sólo al final de los tiempos, cuando con la gloria de los santos recibirá una plenitud definitiva (Maldamé 1993; Tanzella-Nitti 2015, 754-790). Esta plenitud no puede preverse con el saber humano, pero sí es objeto de la esperanza cristiana. El universo renovado estará constituido entonces por “los nuevos cielos y tierra” (Isaías 65, 17; 2 Pedro 3, 13; Apocalipsis 21, 1).

5 Dios y el cosmos  

5.1 El problema teológico  

La visión cosmológica ha estado tradicionalmente relacionada con la creencia en Dios como instancia última trascendente creadora y ordenadora de la naturaleza y sus leyes. Por eso casi todas las religiones contienen alguna cosmología o visión del universo como algo que depende esencialmente de Dios. A su vez, la contemplación del cosmos físico, con sus armonías y belleza, ha llevado al hombre fácilmente al reconocimiento de Dios como Autor del conjunto de la naturaleza.

Dios puede verse como inmanente al cosmos, si se reconoce que lo penetra íntimamente con su potencia y sabiduría, otorgándole su ser y su orden, y a la vez como trascendente, no en el sentido de que esté en “otro sitio”, sino de que no se identifica con la naturaleza material, porque la trasciende como una realidad espiritual, personal, eterna, no caduca ni espacio-temporal. Los filósofos que identifican a Dios –o “lo divino”– con una racionalidad inmanente al cosmos o con aspectos cósmicos elevados al infinito, como la energía, la totalidad de las fuerzas cósmicas, etc., suelen denominarse panteístas (así lo son, en diversos sentidos, ciertas religiones naturalistas o vitalistas, los estoicos, Spinoza, Hegel y otros).

Esta forma de concebir la relación de la Divinidad con el cosmos, contrapuesta a la tesis de la trascendencia de Dios y de su carácter personal, podría calificarse también como de naturalista. En ella el cosmos se interpreta como una forma de emanación necesaria de Dios, o como su manifestación en forma finita y sensible, haciendo así de la naturaleza algo de lo que lo Divino mismo es inseparable. Es una concepción frecuente en ciertas antiguas creencias religiosas paganas –en el sentido de religiones ajenas al judeo-cristianismo apoyado en la Biblia y también al Islam–, que a veces vuelve a presentarse en nuestros tiempos en algunos sectores de la cultura occidental que han perdido la fe en el Dios trascendente y personal.

La ciencia moderna conduce a concentrarse en los aspectos empíricos y cuantitativos de las cosas, dejando de lado cuestiones filosóficas y de sentido. Aplicada a la cosmología, esta metodología da paso a una consideración del cosmos puramente físico-matemática. Esto explica por qué las investigaciones cosmológicas no sean como tales el camino apropiado para plantear el conocimiento de Dios. El ateísmo que pretende apoyarse en una base científica se sitúa en un planteamiento inadecuado, porque la pura cosmología científica no puede llevar al conocimiento de Dios, ni de nada que supere el ámbito de las cosas materiales. La ciencia empírica no permite conocer la persona humana, la libertad, la ética, el sentido del mundo. Para acceder a estas realidades en un plano racional y sistemático hace falta pasar el plano de la filosofía, la cual reflexiona sobre los datos del conocimiento ordinario y científico y puede llegar a conclusiones metafísicas, que a su vez pueden engarzar más fácilmente con la teología del cosmos.

5.2 Teología de Dios Creador  

Frente a los dos extremos mencionados –la visión cósmica religiosa naturalista o panteísta y el ateísmo que ve al cosmos como desencantado y desprovisto de sentido–, la metafísica del cosmos propia de la visión judeo-cristiana e islámica subraya la trascendencia de Dios respecto del cosmos y la dependencia de este último respecto de Dios. Esta doble característica se refleja en tres notas teológicas: monoteísmo, visión de Dios como Creador y del cosmos como creado, concepción personal de Dios (Inteligencia, Voluntad, Amor).

El monoteísmo no sólo significa que Dios es uno y no muchos, como si fuera una mera cuestión numérica, sino que es único y que nada del universo puede divinizarse o identificarse con la Divinidad, ni ser considerado como una parte o una fase temporal de Dios. Dios no se identifica tampoco con la razón humana, ni con la historia, ni con la naturaleza. Dios no es nada del mundo. Lo contrario es considerado idolatría.

El carácter creador de Dios implica que el cosmos depende como un todo de un Dios trascendente que con absoluta libertad, pero también con sabiduría, le ha otorgado su ser o existencia, en su variedad y multiplicidad. La relación de dependencia ontológica es permanente y siempre en acto, no un inicio temporal. Implica también que las leyes cósmicas, estructurales y evolutivas, son establecidas por Dios con su sabiduría y omnipotencia. El universo creado se muestra así como esencialmente contingente, es decir, como no absolutamente necesario ni en su existencia ni en su estructura. Las necesidades intracósmicas surgen presuponiendo la existencia del cosmos creado.

La visión de Dios como ser personal indica que el principio radical del universo no es una ley matemática, ni una energía física infinita, sino una realidad que, aunque no la podamos comprender a fondo, se parece mucho más a las personas humanas, con su inteligencia, libertad, capacidad de amar y de tomar decisiones, que a las cosas naturales subhumanas. Este carácter personal implica una especial relación de Dios Creador con las personas humanas, con sus experiencias morales y con sus problemas existenciales como el mal, la muerte y la injusticia, puntos que se afrontan no sólo con la teología especulativa, sino con la relación religiosa del ser humano con respecto a Dios.

Lo que acabamos de indicar pertenece al ámbito de la teología de la fe religiosa (Sayés 2002), pero puede también razonarse de alguna manera en el plano de la metafísica del universo y de este modo ponerse en relación con problemáticas surgidas con ocasión de las cosmologías científicas (Tanzella-Nitti 2002a). Presuponemos así un cuadro de interacciones positivas y enriquecedoras entre la teología de la creación, la cosmología filosófica y la cosmología científica.

5.3 La vía cosmológica hacia Dios y el sentido del universo  

La contemplación del universo y de la naturaleza como un todo ordenado y contingente es el camino ordinario –aunque no exclusivo– que la razón humana tiene para llegar al conocimiento de Dios. Las tradicionales argumentaciones de la existencia de Dios, como las famosas vías de Tomás de Aquino, que recogen muchas tradiciones anteriores de la filosofía (Summa Theologiae, I, q. 2, a. 3), son principalmente cosmológicas.

Así como la razón humana, al considerar los fenómenos sensibles inmediatos, se interroga por sus causas escondidas a la visión sensible, pero reales y operantes, parece lógico también interrogarse por la causa del universo en su unidad, inteligibilidad, orden y existencia contingente. Esta pregunta no se refiere a procesos concretos y sectoriales del cosmos o de su evolución temporal, ni a cuestiones específicas que la cosmología científica, en el plano físico en que opera, no es capaz de resolver en el estado actual de las ciencias. La cuestión acerca del principio o causa radical de la existencia del universo, con todas sus leyes y contando con sus estadios evolutivos, se coloca en una perspectiva metafísica (Sanguineti 1994, 411-417; Carroll 2005). Esto supone interrogarse por el principio mismo del ser físico, en su orden y poderes causales.

Esta pregunta nace en definitiva de la radical contingencia ontológica del universo. Ésta tiene muchas manifestaciones, como son su temporalidad y devenir, sus fluctuaciones, la limitación misma de lo espacio-temporal (si la comparamos con la inteligencia humana, que en cambio supera el espacio y el tiempo) (Soler Gil 2005, 223-250; Hanby 2013, 334-405). Por otra parte, se puede comprender fácilmente que la física nunca podrá llegar a una explicación última de las leyes naturales, pues éstas se descubren siempre como algo dado y no necesario, y también porque las teorías científicas son siempre incompletas y nunca acabarán por dar una visión del universo cerrada y absoluta. Es decir, las explicaciones cosmológicas científicas presentan un cosmos no necesario, sino contingente, que podría no ser o ser de otra manera.

La argumentación filosófica que lleva del cosmos a Dios es independiente del estado de las ciencias precisamente porque no nace de interrogantes científicos (Hanby 2013, 320-324). Sin embargo, las ciencias ofrecen un cuadro de perfecciones cósmicas que constituyen la base empírica de la teología racional. Así, la temática del fine tuning, mencionada anteriormente, enlaza fácilmente con la tradicional vía racional –la quinta vía tomista (Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 2, a. 3– que del orden teleológico inmanente en la naturaleza física infiere la existencia de una Inteligencia ordenadora del cosmos (Collins 2005; Swinburne 2005). La inteligibilidad del orden matemático del universo es también una base para la inferencia de Dios a partir del mundo (Heller 2005b, Soler Gil 361-371).

Por otro lado, las características ontológicas “negativas” del cosmos, que algunos ven como obstáculos para creer en Dios –caos, papel del azar, desórdenes relativos, corrupciones, falta de unidad o posible pluralidad de universos, existencia del mal, etc.–, y otras positivas y elevadas a un infinito –ontológicamente parcial– como podría ser la infinitud del espacio o del tiempo, no son incompatibles con la tesis de Dios Creador. La única nota del cosmos que sería incompatible con la existencia del Creador sería su perfección absoluta en perfecta identidad, es decir, que el cosmos manifestara que es Dios mismo. Y eso es precisamente lo que el cosmos demuestra que no es.

No nos corresponde en este artículo entrar en el detalle de las argumentaciones filosóficas que llevan a la afirmación de la existencia de Dios como principio radical del universo. Con ellas se puede concluir que este principio no es material, sino espiritual, es decir, dotado de inteligencia y voluntad libre en un grado supremo, lo cual es equivalente a considerarlo como un ser personal. Su eternidad no es una simple duración indefinida, algo atribuible al ser físico, sino un tipo de existencia supratemporal, propia de una Inteligencia personal incorpórea y absoluta. La justificación filosófica de estas tesis supone el desarrollo sistemático de la teología filosófica.

El conocimiento de Dios desde las cosas finitas comporta considerarlo como creador y principio espiritual trascendente de todo el cosmos. Inspirándonos en la teología de la creación de Tomás de Aquino (Suma contra los gentiles, II, qq. 15-21 y 31-38; Ratzinger 1992, 45-49), podemos decir que la acción creadora divina sobre el universo no se interpreta como una primera moción del proceso de génesis del mundo, ni como una primera causa concurrente con otras que completarían su acción primigenia. El cosmos creado goza de una consistencia ontológica propia –a veces llamada autonomía– por la que las cosas son verdaderas causas –causas segundas, diversas de la Causa primera o trascendental– de otras cosas (Silva 2016). Por eso el mundo puede evolucionar según leyes propias y en contextos causales complejos, donde pueden intervenir también márgenes de indeterminación y azar (Bartholomew 2008; Maldamé 2009; Tanzella-Nitti 2015, 736-753). La creación divina no impone un determinismo a los procesos naturales, que pueden ser contingentes, y, como sucede en el caso del hombre, libres. La creación, por consiguiente, no se entiende como una alternativa a la evolución cósmica, sino que la precede –no temporalmente– y la hace posible.

A la vista de estas consideraciones, cabe preguntarse si las cosmologías científicas aportan algo concreto al conocimiento de Dios como principio del universo (Soler Gil 2005; Stump y Padgett 2012, 173-230). En este artículo ya hemos respondido a esta pregunta. En síntesis, esas cosmologías ofrecen un cuadro de conocimientos físicos de conjunto que, correctamente interpretados a la luz de la perspectiva metafísica, dan pie a las vías cosmológicas que confluyen en la teología filosófica (Heller 2005a). Esta última, a su vez, puede entrar en interacción con la teología de la fe religiosa. Ciertamente las cosmologías científicas no necesitan acudir a Dios en el propio plano de sus investigaciones, y ni siquiera deben hacerlo. Pero el recurso a Dios es necesario para que el cosmos investigado por las ciencias adquiera un sentido para el hombre. Y al revés, sin tal recurso el cosmos aparece como un sin sentido, lo cual da pie a utopíasy engaños, y provoca fácilmente una actitud nihilista.

Un ulterior interrogante teológico se refiere al propósito que tendría Dios al crear el universo. Vimos que el fin interno del cosmos subhumano puede verse en su mismo orden en cuanto es algo valioso. Pero el hecho de que el cosmos inanimado sirva a la vida, y que la biosfera sirva a la vida humana, puede hacernos pensar legítimamente que Dios ha ordenado el universo subhumano al hombre, lo cual no excluye otras posibles finalidades. Es evidente que el universo es la condición material que hace posible la vida humana en la tierra. Este es, por tanto, un aspecto teleológico interno al orden intracósmico. No es esto antropocentrismo ingenuo.

Podemos ir aún más allá, si atendemos a la capacidad intelectual del hombre de conocer todas las cosas. Parece natural pensar que las cosas no cognoscentes se ordenen a ser conocidas y usadas por los sujetos cognoscentes, y mucho más por el hombre en cuanto creatura racional. Esta finalidad es extrínseca a las cosas naturales y no sirve para conocerlas en sí mismas, pero al mismo tiempo resulta esencial y da un mayor sentido al mundo físico. Junto a otros posibles fines, en una perspectiva filosófica puede decirse que el universo, con su orden e inteligibilidad, se pone por designio del Creador al servicio del hombre, para que éste lo contemple en su verdad y su bien con ciencia y sabiduría, y para que lo perfeccione en la medida de lo posible con la técnica. La contemplación sapiencial del universo, como dijimos, lleva al hombre naturalmente al reconocimiento agradecido de Dios como Creador.

Podríamos preguntarnos además por el designio que Dios puede tener al crear un mundo evolutivo, tanto en sus aspectos perfectivos como en su caducidad. Si el cosmos está en marcha hacia el futuro, la Providencia Divina tiene que tener algún propósito al constituir un universo con esta característica. No es posible dar una respuesta exhaustiva a esta cuestión, pero al menos el hombre se pregunta razonablemente qué tiene que ver él personalmente con el don divino de un cosmos que puede contemplar y usar, en alguna medida, y que a la vez es contingente, le trasciende y se le escapa de las manos. Esta cuestión se hace especialmente aguda a la vista de la finitud de las cosas y de la existencia de los innumerables males físicos y morales en el mundo.

La respuesta cabal a este problema difícilmente puede obtenerse si se considera el universo sólo a la luz de la filosofía. La fe teológica en la revelación de Dios, en cambio, sitúa a la creación como orientada a la salvación humana. Dios no sólo crea el cosmos y al hombre, sino que actúa con un plan redentor que es fruto de su amor, para llevarlo a su salvación personal de un modo radical. El mal y la finitud física, si bien ponen limitaciones dolorosas a la existencia temporal humana, adquieren un sentido si el dinamismo actual del universo, más allá de su autonomía física, se comprende como orientado a algo más alto que tiene que ver con la plenitud humana en su encuentro y unión a Dios y en comunión con un universo que no ha llegado todavía a su consumación.

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Contenido

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8 Derechos de autor  

DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E. Vanney - 2015.


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