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DIA β

El transhumanismo es un movimiento científico y filosófico que propone la utilización convergente de las nuevas tecnologías (nano, bio, info y cogni) para la transformación de la naturaleza humana. Así, la modificación del cuerpo biológico permitiría una existencia más saludable, potenciada en términos cognitivos, perfeccionada en cuanto al dominio de las pasiones, y, finalmente, libre de la amenaza del envejecimiento y la muerte. El propósito de la presente voz es analizar las principales tesis y propuestas del programa transhumanista, así como las objeciones más habituales que se le oponen, atendiendo a su factibilidad, su licitud moral y su deseabilidad.


Contenido

1 Introducción  

Altius, citius, fortius”. Cuando el dominico francés Henri Didon pronunció estas palabras que en español significan “más alto, más rápido, más fuerte”, no sabía que se convertirían, de la mano del barón de Coubertin, en el lema olímpico. Lo cierto es que esas tres ideas ilustran como pocas la actitud fundamental del ser humano: siempre descontento, siempre en tensión, siempre buscando superarse. El transhumanismo (TH) es, de alguna manera, el desarrollo último e hiperbólico de esa tendencia al perfeccionamiento. Un movimiento que aspira a cumplir todos los sueños humanos, superando cada límite, corrigiendo las imperfecciones de nuestra naturaleza y eliminando todos sus males.

Tamaño proyecto supone, evidentemente, medidas extremas. No se trata ya, pues, de domesticar el medio en el que vivimos, sometiéndolo a nuestras necesidades y deseos, ni de conformar sistemas políticos y sociales más justos, ni de potenciar lo mejor de cada ser humano mediante la instrucción, la educación y el ejemplo. El cambio propuesto supone todo aquello, pero implica un proceso específico y más radical: la reingeniería de nuestro propio cuerpo. De este modo, mediante la aplicación convergente de las nuevas tecnologías: nano, bio, info y cogni (NBIC por sus siglas en inglés), podríamos intervenir en el proceso evolutivo dando lugar a una nueva especie transhumana o posthumana, en la que lo biológico sea reemplazado (parcial o totalmente) por lo artificial. Se configuraría así, una nueva estirpe de seres personales, seres en grado superlativo más inteligentes, más empáticos, más saludables y más longevos.

Esta ilusión que el TH deposita en la tecnología se apoya, con frecuencia, en el hecho indiscutible de que en nuestra especie los límites entre lo natural y lo artificial se presentan difusos y esencialmente interpenetrados. Nada de lo que somos es naturaleza desnuda. Desde un punto de vista evolutivo, sin el auxilio de la técnica, hace tiempo nuestra progenie habría cedido su espacio a otras mejor adaptadas. Así, la lanza que estira al brazo, el fuego que brinda calor y cocina los alimentos, el lenguaje que vehiculiza al pensamiento, el libro que remeda los fallos de la memoria y el vino que alegra el corazón en las fiestas, son sólo algunos ejemplos que ilustran hasta qué punto nuestra evolución es, en rigor, un proceso de coevolución biológico y cultural (Marcos 2010, 11; De Mul 2014). Cualquier supersimplificación de esta ambivalencia, ya sea a favor de un polo o del otro, resulta siempre irrealmente reduccionista.

Ahora bien, conceder que la cultura forma parte de lo que somos, y que incluso nuestro cuerpo se ha beneficiado mediante la intrusión de la técnica es algo evidente y, hasta cierto punto, trivial. Piénsese, por ejemplo, en la enorme variedad de prótesis que restituyen funciones orgánicas perdidas, y en los dispositivos y drogas que las potencian, o que incluso las complementan con otras inéditas para nuestra especie. Sin embargo, de allí no se sigue que procurar mejoramientos radicales en la biología humana sea algo factible y, además, algo deseable en todas las circunstancias o algo inequívocamente bueno en sentido moral.

Consciente de esto, el TH tiene la peculiaridad de presentarse a sí mismo, a la vez, como un movimiento filosófico (como un proyecto) y como un fuero de discusión (Chislenko, More et al. 1999).

Como proyecto es filosofía lanzada a la acción, programa transformador de la realidad, praxis revolucionaria construyendo, mediante la ciencia, su escatología inmanente (Gaitán 2019; Burdett 2015). Atendiendo a estos aspectos, se le pueden encontrar interesantes paralelismos con las ideologías del siglo XX (Martorell Campos 2012; Steinhoff 2014; Asla 2018d). Como fuero de discusión, el TH es el ámbito en el que convergen científicos, filósofos y académicos de todo el mundo para investigar y discutir estas cuestiones. En esta línea, se han constituido a lo largo de los últimos años centros de investigación multidisciplinar como el Instituto para el futuro de la Humanidad o el Centro Uehiro de Ética Práctica (ambos en la Universidad de Oxford), y el Instituto para la Ética y las Tecnologías emergentes (IEET). De igual modo, se han fundado múltiples asociaciones transhumanistas, como la Cristiana, la Mormona, la Inglesa, la Francesa, la Polaca, etc. Paralelamente, en el ámbito académico han proliferado los eventos y las publicaciones dedicadas a estas cuestiones.

En estos ámbitos de estudio y discusión, se presentan en contrapunto las promesas de los cultores de la tecnociencia con los reparos del sentido común y de la ética. El optimismo se mide con la cautela, y se levantan así, como telón de fondo, preguntas filosóficas, que son de siempre, pero a las que este movimiento otorga un inusual cariz de urgencia: ¿Qué nos define realmente como hombres? ¿Hasta qué punto podemos mejorarnos y seguir reconociéndonos en el producto de esas transformaciones? ¿Qué costos y qué riesgos es razonable aceptar en este esfuerzo por combatir los límites naturales? Y, finalmente: ¿qué, si acaso algo, vale la pena conservar de ese animal finito, imperfecto y vulnerable que somos?

2 Antecedentes remotos y próximos  

El TH hunde sus raíces en las capacidades humanas de desear y de imaginar, y no es extraño por lo tanto que muchas de sus propuestas tengan antecedentes remotos en las mitologías de Oriente y Occidente. Los ejemplos más citados son, en tal sentido, la epopeya sumeria del Gilgamesh y la fuente de la eterna juventud mencionada por Heródoto, que representan el anhelo de la inmortalidad; el mito de Proteo, dios primordial del mar, con su capacidad de transformarse en distintas sustancias; Galatea, la estatua vivificada de Pigmalión (Hauskeller 2016); el adivino ciego Tiresias, que se encarnó en sucesivas identidades como hombre y como mujer; el mito judío medieval del Golem, en el que se prefigura un robot; las pócimas de amor que prometían conquistar el rebelde corazón de los amados, y un largo etcétera. Ahora bien, el mito con el que tanto los transhumanistas como sus críticos más relacionan a este movimiento es el de Prometeo. Los paralelismos, a decir verdad, son bastante conspicuos, la criatura que busca alcanzar su verdadera talla enfrentándose o, por lo menos, prescindiendo de la divinidad, el rol de la técnica en la supervivencia y el progreso humanos, y la tentación radical del hombre de ser autor y fin de sí mismo (Bostrom 2005b, 2; Franssen 2017; Hauskeller 2009).  

En cuanto a los antecedentes modernos, Nick Bostrom, director del mencionado Instituto para el Futuro de Humanidad, y uno de los representantes más reconocidos del TH, consigna varias tesis transhumanistas anticipadas por científicos. El marqués de Condorcet, con su convicción de que el progreso de las ciencias lograría en algún momento prolongar la vida humana indefinidamente; Benjamin Franklin, que vaticinó la crioconservación de los cadáveres y John B. S. Haldane, que anticipó la ectogénesis y la eugenesia (Bostrom 2005a). Un capítulo aparte, ameritarían todas las especulaciones en torno a la denominada inteligencia artificial fuerte, surgidas desde la segunda parte del siglo pasado y a las que muchos transhumanistas otorgan el carácter de verdaderas profecías (Moravec 1988; Kurzweil 2000, 2006, 2012).

Ya en el ámbito filosófico, el TH se presenta como el emergente de una constelación de tesis filosóficas, cuya importancia relativa en el conjunto es difícil de ponderar. En tal sentido, Alfredo Marcos realiza un interesante aporte, mostrando cómo se imbrican en el TH elementos provenientes de doctrinas en apariencia incompatibles entre sí, como el naturalismo radical, el dualismo, y el nihilismo existencialista (Marcos y Perez 2019). Finalmente, autores como Jacques Ellul (Bostrom y Cirkovic 2011, 81), Nikola Fedorov (Burdett 2015) y Teilhard de Chardin (Cole-Turner 2017, 39) resultan antecedentes que no se puede soslayar, si se atiende al protagonismo que conceden a la tecnología en la evolución de la historia.

En estos autores la tecnología representa un factor esencial para la determinación del destino final de la especie humana, con un tono marcadamente distópico en el caso de Jacques Ellul, y, por el contrario, animado por un optimismo radical en Fedorov y Teilhard. Este último, además, sostiene una ontología en la que los límites entre lo biológico, lo humano y lo tecnológico se difuminan en el proceso evolutivo, de un modo semejante a como acontece en las narrativas transhumanistas. De hecho, Julian Huxley, a quien se atribuye haber acuñado el término TH, reconoce abiertamente la influencia del jesuita francés, en el prólogo que le escribió para la versión inglesa de su libro El Fenómeno Humano (Teilhard 1959). También se ha observado que Teilhard vislumbró con anticipación varias características propias de nuestro tiempo, como las posibilidades de la bioingeniería y el surgimiento de la Internet. Finalmente, la tesis teilhardiana de la Noosfera puede interpretarse como un interesante precedente de lo que Ray Kurzweil pronostica como el advenimiento de la Singularidad (Steinhart 2008).


3 1.   Precisiones semánticas: Transhumanismo y Posthumanismo  

Aunque se utilizan a menudo de un modo intercambiable, transhumanismo y posthumanismo no son, en rigor, sinónimos (Ranisch & Sorgner 2015). Por otra parte, el término posthumanismo (PH) tiene por lo menos dos significados, relacionados entre sí, pero diversos.

Como ya se ha dicho, el TH es un movimiento que aboga por la utilización de las tecnologías (NBIC) para la potenciación de las capacidades humanas y para la eliminación de las imperfecciones y males que nos impone nuestra particular constitución biológica. En tal sentido, si esas modificaciones derivaran en un cambio real de especie, se daría lugar al surgimiento de personas posthumanas, esto es, al advenimiento del PH en un sentido filogenético (Bostrom 2005c). En palabras de Julian Savulescu:

Los seres humanos podrían extinguirse, del mismo modo en que el hombre de Neanderthal llegó gradualmente a desaparecer. Es propio de la evolución de las especies este ir y venir, y el ser reemplazadas unas por otras. Hay algo especial acerca del homo sapiens. Pero esa especificidad va a continuar en las formas de vida posthumanas o en otras, a no ser que seamos aniquilados contra nuestra voluntad. No nos despediremos de lo que valoramos (Savulescu 2009, 244).

Dejando de lado las dificultades que supone asegurar la permanencia de la identidad de lo que es reemplazado (Velázquez Fernández 2009; Vaccari 2015, Asla 2018b), Savulescu robustece aún más su tesis en término morales, confiriéndole a sus expresiones un matiz prescriptivo y no meramente descriptivo:

Pues, si esas formas de vida no humana son superiores a nosotros, en cuanto a las características que nos definen como personas, en un grado mayor del que nosotros somos superiores al Neanderthal, es posible que debamos preocuparnos más por ellos de lo que lo hacemos por los seres humanos. Podríamos tener una razón para crear o para salvar a esos seres tan superiores, en lugar de continuar la línea humana (Savulescu, ibídem).    

Esta descendencia posthumana podría realizarse tanto en términos biológicos como cibernéticos, con la integración progresiva en el cuerpo de prótesis tecnológicas o de nanorobots. El punto final de este proceso de hibridación, en las visiones más radicales del TH, implicaría la eliminación del sustrato corpóreo, subiendo la mente humana a una suerte de soporte digital (Moravec 1993; Kurzweil 2006, 2012).

Pero más allá de este primer sentido, vinculado a una evolución biológica o tecnocientífica (Diéguez 2017), el término PH también alude hoy a un movimiento filosófico y literario. Se trata de una matriz de pensamiento, compleja y multifacética, signada por el desencanto posmoderno: el PH crítico, que hunde sus raíces en el deconstruccionismo francés de Foucault y de Derrida, y en los denominados estudios críticos dentro del ámbito académico de influencia anglosajona.

Este PH asume la desconfianza en la razón y en la idea de progreso, y asiste a (y procura) la degradación de los resabios del humanismo clásico en una multiplicidad de narrativas post-antropocéntricas, post-coloniales, post-comunistas, post-estructuralistas, etc. (Braidotti 2013, 2016). Esta segunda acepción de la palabra PH se caracteriza, a juicio de Donna Haraway, por rechazar las distinciones binarias del sentido común: “yo-otro, mente-cuerpo, cultura-naturaleza, hombre-mujer, civilizado-primitivo, realidad-apariencia, todo-parte, agente-recurso, hacedor-producto, activo-pasivo, bien-mal, verdad-ilusión, total-parcial, Dios-hombre” (Haraway 2006, 143), ya que se las considera crípticamente jerarquizantes. A partir de esto, se explica la relación de este PH con los antihumanismos, con el neomaterialismo feminista y con las denominadas metahumanidades (Ferrando 2013). Dos exponentes muy citados de este posthumanismo europeo, no reñido con la idea de la modificación de la biología humana por medio de la tecnología, son Peter Sloterdijk (2003) y Giorgio Agamben (2003).

A esta polisemia fundamental se suma que el TH no se presenta como un movimiento uniforme ni homogéneo. Coinciden, en tal sentido, los transhumanistas en que el movimiento no posee una teoría del valor unánimemente aceptada por todos sus adherentes. Por el contrario, hay múltiples TH, como el abolicionista, el tecnogaiano (Hughes 2006), el extropiano (Regis 1994), el inmortalista, el singularitariano, el democrático, el postgénero, etc., entre los cuales se advierten matices diferenciadores a veces importantes. Tampoco se puede asignar a los transhumanistas una postura uniforme en cuanto al espectro político, ya que los hay de centro, de derecha y de izquierda, con foco en el individuo (Bostrom 2005a), pero también en el grupo social (Cabrera 2016) y en el cosmos (Sandberg 2014). Finalmente, el aspecto religioso tampoco es un denominador común, y aunque según las encuestas cerca de la mitad de los TH se reconoce como ateo o agnóstico (Cannon 2015a), también hay TH, por decirlo de algún modo, confesionales como el budista (La Torra 2015), el mormón (Cannon 2015b) y el cristiano (Cole-Turner 2017).

Una última dificultad a la hora de ponderar al TH, no ya como movimiento teórico sino como posibilidad fáctica, es que las discusiones éticas y jurídicas en torno al biomejoramiento humano se dan, por regla general, en Occidente, con la llamativa escasa participación de científicos y filósofos chinos. Si a esto se suma, que algunos equipos de investigación se trasladan a ese país a fin de evitar barreras legales, no es absurdo suponer, que hay más investigaciones de bio-modificación humana en marcha de las que salen a la luz pública.

4 2.       El programa transhumanista: las cuatro liberaciones  

El supuesto fundamental del TH es la obsolescencia del cuerpo humano, que no representaría más que el remanente evolutivo de un nicho vital que ya no es el nuestro (Wolbring 2010; Powell & Buchanan 2011, 54-55). Así, tenemos un cuerpo medianamente parecido al actual desde hace por lo menos unos 90 mil años, época en la que habitábamos en asentamientos precarios, conformando grupos pequeños y sobreviviendo de la caza y la recolección. Hoy, la vida se desarrolla en otros ambientes, lo natural ha quedado lejos, las ciudades nos imponen ritmos distintos y vertiginosos, la comunicación y la convivencia involucran personas con las que no se comparten lazos de sangre, y el trabajo, las más de las veces, no exige un esfuerzo físico desmedido, sino que sobrecarga nuestras capacidades cognitivas con un volumen de información sin precedentes.

El TH interpreta entonces que el cuerpo (incluidas sus potencias cognitivas y afectivas) no está ajustado a su nuevo entorno y a las nuevas exigencias. A esta cuestión situacional, se añade una confianza, a veces poco realista, en las posibilidades de la técnica, que se concibe casi como magia (González Quirós 2019), y una hipertrofia del deseo que no se resigna a lo que, quizás desde siempre, se han considerado como límites naturales.

Para remediar esta situación el TH propone un programa de liberación en cuatro frentes: una liberación morfológica, una liberación reproductivo-sexual, una cognitivo-moral y una última, que podríamos llamar “definitiva” que pretende prorrogar, cuanto sea posible, el encuentro con la muerte.

4.1. Liberación Morfológica

El TH postula que nuestra actual morfología como especie no responde a un diseño, ni a un designio divinos. Por otro lado, en líneas generales, menosprecia el valor que pudiera haberse acrisolado, a fuerza de tiempo y obstáculos, en el largo proceso de adaptación. A causa de esto, no habría razones de principio para no tomar, por fin, las riendas del proceso evolutivo en nuestras manos (Garreau 2005). Así lo expresaba Savulescu, con un tono triunfalista:

“Ahora estamos entrando en una nueva fase de la evolución humana —evolución sometida a la razón— por la que los seres humanos seremos amos de nuestro destino. El poder ha sido transferido de la naturaleza a la ciencia” (Savulescu 2003, 24).

Aunque se ha señalado cierta inconsistencia al pretender que una propuesta meliorista y teleológica como la del TH se desarrolle en continuidad con lo que se denomina evolución por selección natural (Askland 2011) —por lo menos en la versión darwiniana y no tanto en la de Lamarck—, la idea es bastante clara: para mejorar debemos liberarnos de los límites que nos impone el cuerpo.

Este programa puede, a su vez, desarrollarse de todas las formas y con todos los fines (terapéuticos o de mejoramiento) en las que una tal manipulación pudiera hacerse posible. Mencionaré, muy brevemente, tres: la manipulación genética, la quimerización, y la posibilidad de devenir cíborgs.

Finalmente, conviene recordar que, en líneas generales, el consenso bioético distingue las modificaciones terapéuticas de las que tienen como fin el mejoramiento. Mientras que las primeras no supondrían una oposición de principio, sino una consideración prudencial basada en los costos, riesgos y potenciales beneficios; las segundas resultan más problemáticas y difíciles de aceptar a medida que nos alejamos de la mentalidad transhumanista. En cualquier caso, la evaluación moral debe considerar, entre otros, los siguientes aspectos: (1) si se trata de una modificación reversible o irreversible, (2) si se compromete solo al individuo o se afecta la línea germinal y con ello a los posibles descendientes, (3) si se afecta al cuerpo o también a las facultades mentales, (4) si se restablece o perfecciona una función propia de la especie (Species specific) o se introducen propiedades cuantitativa o cualitativamente inéditas, (5) si la carga y riesgos impuestos sobre el sujeto de experimentación son razonables y justos, (6) Si están dadas las condiciones para una distribución equitativa de los beneficios obtenidos. Evidentemente, cuanto más relevantes sean las modificaciones procuradas y mayores los costos y riesgos, se torna más complejo el proceso de justificación.

5 4.1.1. Técnicas de edición genética  

De un modo no siempre directo ni consciente, el ser humano ha influido en la evolución de la vida sobre la tierra mucho antes de conocer los mecanismos de la genética. La modificación del ambiente, la selección de semillas, y la crianza y domesticación del ganado y de los animales de compañía son tan antiguos como las civilizaciones humanas. De igual modo, ya en lo que respecta a nuestra propia especie, no pueden desconocerse los efectos de la selección sexual en la autoconfiguración anatómica, psicológica y conductual que nos distingue (Puts 2015). A esto se suma el decisivo peso epigenético que ejercen la cultura y la técnica, y, de un modo todavía más relacionado con el tema que aquí interesa, la práctica, lamentable pero frecuente a lo largo de la historia, de conductas protoeugenésicas como la exposición de los niños y el infanticidio de los discapacitados (Grubbs 2013). En esta misma línea, un capítulo aparte, de horror y vergüenza, lo escribió la eugenesia del siglo XX.

Ahora bien, recién en el marco de la genética moderna, con la decodificación del genoma humano y con el surgimiento de técnicas de edición como Crispr-cas 9, la posibilidad de modificar directamente la base genética de un organismo comienza a ser una realidad promisoria e inquietante. Promisoria, porque esta técnica, basada en el sistema inmunitario de determinadas bacterias frente a los virus, permitiría en principio cortar el genoma en cualquier sitio específico, ya sea para eliminar los genes responsables de patologías monogénicas, para cambiar unos genes por otros o a fin de introducir genes nuevos. Pero también resulta un panorama inquietante, porque el profundo desconocimiento de las consecuencias que a largo plazo esas modificaciones pudieran acarrear conlleva un riesgo biológico que no reconoce precedentes (Andorno 2017, 39), y que exige, por lo tanto, una aplicación particularmente cuidadosa del principio de precaución (Andorno 2004).

Esta ambivalencia entre ilusión y temor, en la que navega el TH, se manifiesta incluso a nivel legislativo internacional, con declaraciones de sentido contrario. Así, el Convenio para la protección de los Derechos Humanos y Biomedicina de Oviedo (1996) sólo permitía las modificaciones del genoma humano por razones “preventivas, diagnósticas o terapéuticas, y sólo cuando no tuviera por finalidad la introducción de una modificación en el genoma de la descendencia” (art. 13). Lo que fue leído, sencillamente, como una prohibición de las modificaciones de mejoramiento y en línea germinal. Pero luego, el Consejo Bioético de Nuffield (2018), quizás para dar razón de una situación de hecho, revisó ese artículo particular de la declaración de Oviedo, reconociéndole vigencia y relevancia para la investigación, pero estableciendo que “no puede ser considerado la última palabra” (art. 18). En un sentido diverso, en marzo de 2019, un importante grupo de genetistas de nivel mundial publicó una carta en la revista Nature, pidiendo una moratoria en la edición del genoma heredable hasta tanto se aclare la incertidumbre sobre los efectos a largo plazo y para la descendencia (Lander et al. 2019). Esta recomendación de interrumpir los experimentos en línea germinal fue refrendada, luego del informe de un comité de expertos, por una declaración de la OMS del 26 de julio de 2019.

El TH, por su parte, lleva en su programa la modificación del genoma. Sin embargo, esto no significa que los transhumanistas más sofisticados apoyen de una forma irrestricta e incondicional la experimentación en seres humanos. Así, Julian Savulescu en una editorial de la revista Bioethics, cofirmada con Peter Singer, objetó la edición genética que realizó el científico He Jiankui en las gemelas Nana y Lulu. El investigador chino alegó haber eliminado el gen CCR5 que produce una proteína que permite al virus del HIV entrar a las células, con el fin de hacer a las niñas inmunes a esa enfermedad (Véase: Marchione 2018). Y si bien los resultados fueron luego puestos severamente en duda (Molteni 2019), la protesta de Savulescu y Singer se basó en argumentos bioéticos. El problema no radicaba en que fuera modificado el genoma, sino en que las niñas fueron sometidas a un riesgo no razonable, de “consecuencias desconocidas”, por un beneficio que podrían haber obtenido de un modo menos peligroso (Savulescu & Singer 2019).

En ese escrito ofrecen además una especie de guía o curso de acción progresivo que podría adoptarse para hacer lícita la edición sobre línea germinal. El punto de partida para la experimentación tendría que involucrar solo a pacientes con patologías monogénicas “catastróficas”, como el síndrome de Tay-Sachs, que causa la muerte de la mayor parte de los niños en los primeros años de vida. Luego, cuando las técnicas mejoren, disminuyendo las modificaciones off target, podría pasarse a las enfermedades monogénicas severas como Huntington, por ejemplo. En un tercer momento, se afrontarían las enfermedades comunes con componente genético, como la diabetes o las afecciones cardiovasculares. Recién después podría pensarse en el mejoramiento, quizás robustecer el sistema inmune, combatir el envejecimiento o potenciar las capacidades naturales como la inteligencia. Ahora bien, si se va a lograr disminuir el nivel de riesgo como para hacer éticamente aceptable una modificación de mejoramiento es, al día de hoy, una cuestión que no tiene respuesta.

De este modo, las posiciones transhumanistas, aún las más moderadas, se caracterizan por no oponerse a priori a la eugenesia (sólo si es compulsiva por parte del Estado), y, de un modo más general, por no considerar inmoral de suyo la modificación de la naturaleza humana (Bostrom 2003). A esto se suma una actitud positiva hacia el mejoramiento, no restringiendo la licitud moral de las intervenciones a las acciones terapéuticas. Los informa, en última instancia, un espíritu optimista por el que reclaman que la carga de la prueba no pese sobre los hombros de los que impulsan el cambio, sino sobre los que sugieren prohibiciones o restricciones. De alguna manera, ponen el acento en los potenciales beneficios y en el costo de la pérdida de las oportunidades que la tecnología nos otorga, invirtiendo así la lógica del principio de precaución.

6 4.1.2. Quimerización  

Una segunda forma de liberación morfológica podría consistir en la quimerización, esto es, la generación de individuos a partir de genomas provenientes de dos o más individuos, que pueden pertenecer a la misma o a distinta especie. Si bien esta propuesta no ocupa un lugar central en las discusiones transhumanistas, me servirá para mostrar una forma de argumentar, en tres niveles, que resulta típica de este movimiento, y que luego se replica en otras propuestas particulares.

En primer lugar, se alega que los límites entre las especies ya resultan naturalmente difusos, por lo que los criterios demarcatorios en fuero biológico y filosófico tienen un innegable margen de arbitrariedad (Folguera y Marcos 2013; Diéguez 2017, 138-145; Dumsday 2017). En Biología no sólo no está claro hoy qué es una especie, sino que tampoco es seguro que un acuerdo al respecto sea posible (Richards 2008, 161), por lo que algunos proponen reemplazar una visión realista fuerte (al estilo platónico) por criterios pragmáticos como el de una agrupación homeostática de propiedades (Boyd 1999a, 1999b). Sea como fuere, los transhumanistas alegan que el límite no es claro y distinto, por lo que su propuesta no implicaría una transgresión violenta ni desmesurada.

Una segunda línea argumental se apoya en que la naturaleza, de hecho, ya presenta casos en los que material genético de una especie es asimilado por otra, como sucede en la alimentación que introduce cambios innegables a nivel de metilación del ADN, que podrían a su vez afectar a otras generaciones (Cropley et al. 2006). Otro ejemplo natural se produce cuando un embrión absorbe a otro durante el proceso de gestación. Incluso, se ha hablado de casos de “microquimerización”, cuando las células de un embrión migran y se instalan en diversos tejidos de su madre. A causa de que la naturaleza ya lo hace, lo que se propone no sería, en rigor, una novedad absoluta ni algo antinatural.

Un tercer argumento para la justificación radica en que el estatuto ontológico personal del ser humano descansa, para la mayor parte de los transhumanistas, en la capacidad de obrar por razones, y no en su peculiar conformación biológica. Por esta última razón, lo que se propone no sería una violación a la dignidad humana.

La quimerización artificial podría adquirir, a su vez, diversas formas, ya sea que se modifiquen embriones animales con células estaminales humanas o que se utilice material genético animal para modificar a un hombre. También se ha discutido la posibilidad de crear quimeras completas hombre-animal, pero esto evidentemente genera más reparos (para un examen de los argumentos morales a favor y en contra, véase: de Melo Martin 2008). A causa de su carácter controversial, tal procedimiento debería justificarse con razones de peso, distintas de la mera curiosidad científica, el morbo o la generación de seres de diseño para cumplir funciones específicas (Savulescu 2009).

En el primer caso propuesto, la modificación de embriones animales con genes humanos ya se practica desde años en investigación oncológica, dando lugar a curiosidades como el llamado oncomouse (Hanahan et al. 2007), que fue el primer animal en obtener una patente. Pero la ilusión, a largo plazo, es la producción de material biológico para xenotransplantes. Causaron gran revuelo, en tal sentido, los reportes del logro de quimeras a partir de la introducción de células madre pluripotentes inducidas humanas (IPsCs) en embriones de cerdo (Wu et al. 2017), de oveja (Springer et al. 2018) y, más recientemente, de simios (Ansede 2019). Aunque las dos últimas referencias se apoyan, hasta donde llega mi conocimiento, en fuentes periodísticas.

El segundo caso, es decir, la producción de seres humanos transgénicos, podría intentarse con propósitos terapéuticos, o con fines de mejoramiento, como fortalecer nuestra respuesta inmune, ralentizar el envejecimiento, potenciar la sociabilidad o adquirir capacidades sensoriales nuevas para nuestra especie. A juicio de Savulescu, este escenario de hibridación no podría rechazarse a priori, ni a causa de su carácter no natural ni por resultar contrario a la dignidad humana, por el contrario, sólo exigiría la consideración prudencial (al modo consecuencialista) de los factores relevantes involucrados (Savulescu 2003).

7 4.1.3. El escenario cíborg  

Como ya se ha dicho, la incorporación de elementos artificiales a nuestro cuerpo reconoce una primera manifestación, trivial, que no resulta novedosa ni suscita reparos morales de gravedad. Las prótesis que suplantan miembros y los ornamentos de todo tipo (tatuajes, pendientes, incrustaciones, etc.) con los que hemos modificado nuestra apariencia a lo largo de la historia son ejemplos claros y suficientes. Sin embargo, la tendencia a incorporar cada vez más artilugios a nuestra biología no tarda en reavivar la clásica paradoja del barco de Teseo: ¿hasta qué punto podemos permitir que la tecnología colonice nuestro cuerpo y seguir siendo humanos? Un hombre de cuerpo robotizado, capaz de subsistir sin equipamiento externo en el espacio exterior —como el que dio origen en la novela de Clynes al término cíborg (acrónimo de cybernetic-organism) (Cline & Klines 1960)— ¿podría todavía considerarse un representante de nuestra especie?

A juicio de Kevin Warwick, profesor emérito de las universidades de Coventry y Reading, la creciente interacción con la tecnología no puede sino conducir a un escenario de entidades híbridas en las que se desdibujarían las fronteras de lo biológico y lo artificial. Así, con el entusiasmo y desenfado propios de los que se dedican a cuestiones de vanguardia tecnológica, afirma:

He nacido humano. Simplemente por obra de la mano del destino, operando en un momento y lugar determinados. Pero mientras el destino me ha hecho humano, también me ha conferido el poder de hacer algo al respecto. La capacidad de cambiarme a mí mismo, de actualizar (upgrade) mi humanidad con el auxilio de la tecnología; de unir mi cuerpo directamente al silicio; de llegar a ser un cíborg, en parte humano, en parte máquina (Warwick 2002, 1)

Este paso se daría, además, casi naturalmente. Por un lado, ya existen procesos de modificación corporal que consisten en la incorporación de chips (bio-hacking), ya sea para la identificación y localización personal, como para la interacción con artefactos domésticos, por ejemplo. Por otro lado, la necesidad de una interfaz “rápida, durable, efectiva y bidireccional” con las máquinas requiere cada vez más eliminar el cuello de botella producido por la intermediación de nuestro sistema sensorio-motor. En el futuro, las computadoras deberían conectarse directamente con el sistema nervioso central (Warwick 2014, 267).

Para fundamentar la factibilidad de su propuesta, Warwick alude, en primer lugar, a lo que denomina como “cerebros biológicos en un cuerpo robótico” (Warwick 2014, 264). Se trata de redes de neuronas, cultivadas en una cámara especial, y vinculadas a un dispositivo robótico con capacidad de moverse en un cuadrante. En condiciones propicias, esas neuronas establecen relaciones sinápticas entre ellas, y luego de un período de “habituación”, “aprenden” a desplazarse evitando colisionar contra las paredes (Warwick 2018). Por el momento, se utilizan neuronas de roedores, y en una cantidad mínima en comparación con el pequeño universo que es un cerebro; pero en su visión optimista nada impediría en el futuro hacer cámaras tridimensionales con una cantidad de neuronas semejante a la del cerebro humano. 

En segundo término, consigna ejemplos de interfaces cerebro-máquina que han resultado funcionales. En el plano terapéutico: la estimulación cerebral profunda como parte del tratamiento de la enfermedad de Parkinson o del dolor crónico, la utilización prostética de manos biónicas, y la instalación de dispositivos de ecolocación que, luego de un proceso de entrenamiento, ayudan a personas no videntes a ubicarse en el espacio. El futuro propiamente dicho apuntaría, a su juicio, a la vinculación del cerebro humano con la inteligencia artificial, a fin de aumentar su capacidad de cómputo, facilitar el acceso inmediato a la información en la red y expandir las posibilidades perceptivas con experiencias sensoriales inéditas, como sentir campos magnéticos, por ejemplo. También, ha postulado la posibilidad de “conectar” un cerebro humano a otro, a fin de lograr una comunicación interpersonal no mediatizada por el cuerpo.  

Si bien he reservado la parte final de la voz para las críticas, no está de más reconocer, después de la ola de entusiasmo de Warwick, que no todos los transhumanistas son tan optimistas, por lo menos, en el corto plazo. Anders Sandberg pone en tela de juicio, en tal sentido, que la interacción con las máquinas, mediada por los sentidos externos y las manos, sea en condiciones normales algo tan ineficiente. Observa, a propósito, que no parece obvia la ventaja de ingresar a un quirófano para instalarse en el cuerpo un dispositivo, que puede manejarse externamente con resultados parecidos, y sin el riesgo concomitante a una operación. Por otro lado, señala que el cuerpo humano, a causa de su tendencia a reaccionar contra los elementos extraños, no es precisamente el ambiente más techno-friendly (Sandberg 2016). No renuncia, sin embargo, a que esas posibilidades puedan realizarse, sino que las imagina más bien lejanas en el futuro.

8 2.2.           Liberación cognitivo-moral  

Esta iniciativa transhumanista puede inscribirse en el marco más amplio de la creciente medicalización de la vida humana, que por vía quirúrgica o farmacológica pretende mejorar la salud e incluso el bienestar de las personas. Así, McVeigh distingue seis tipos de finalidades que se han abierto contemporáneamente a la intervención farmacológica: el crecimiento de la masa muscular y el rendimiento deportivo, la pérdida de peso, la apariencia del cabello y la piel, el desempeño sexual, y el humor y las habilidades sociales (McVeigh et al. 2012). Un tratamiento aparte, que por razones de espacio no puedo brindar, merecería la denominada medicalización de las relaciones afectivas. ¿Puede incluirse el auxilio de la tecnología en el seno mismo de las relaciones humanas? ¿Hasta qué punto la manipulación de la afectividad no la desnaturaliza? Son los interrogantes más usuales de la discusión (Emmerich 2016; Earp et al. 2016).

9 4.2.1       El problema del mejoramiento cognitivo  

En un sentido lato, toda vida humana normal es un largo proceso de mejoramiento cognitivo, del cual casi nunca han resultado ajenos los adelantos de la técnica. Lo propio de la propuesta transhumanista se distingue, evidentemente, por la utilización de la tecnología directamente sobre el cuerpo (en especial, sobre el cerebro), y con el fin de expandir las capacidades más allá de lo esperable en nuestra especie. Las promesas, nuevamente, son de ensueño: experiencias sensoriales inéditas, una memoria más fiel y prácticamente indeterminada, mayor riqueza creativa, y una más aguda capacidad de análisis. Todo lo cual redundaría en una mayor autonomía y plenitud de las vidas individuales (Schaefer et al. 2014), y en sociedades más desarrolladas (Kanazawa 2006) y justas (Harris 2009, 135; también Harris 2007).

Lo cierto es que actualmente la utilización de drogas nootrópicas (las denominadas smart drugs) entre estudiantes universitarios y profesionales comienza a ser un tema de preocupación, sobre todo en los países del primer mundo. Dentro de las sustancias legales no prescriptas, destaca la cafeína, pero es discutible en qué medida se trata de un “mejorador” de las funciones intelectuales, y no simplemente de un medio para restituir los valores normales de desempeño en situaciones de cansancio. Distinto es el uso de fármacos prescriptos para patologías como el Alzheimer, la narcolepsia o el trastorno por déficit de atención, con fines de mejoramiento cognitivo. Los más usados son el modafinilo (Provigil), las anfetaminas (Adderall), el metilfenidato (Ritalina) y el racetam (Piracetam).

Aunque algunos autores lo han puesto en duda (Farah 2015; Zohny 2015), la evidencia sugiere que los fármacos mencionados producen resultados positivos modestos sobre la capacidad de concentrarse y la memoria. Pero también han salido a la luz contraindicaciones, que hacen inconveniente su utilización a largo plazo. Entre las más frecuentes se cuentan las alteraciones del sueño, taquicardia, elevación de la presión arterial, sudoración y aumento de la ansiedad. Una discusión aparte se desarrolla en torno a la licitud moral de este “doping cerebral” (Buix 2015). Así, se debate si constituye o no un caso de ventaja deshonesta, si su uso no termina siendo compulsivo para todos los que compiten por un puesto, si no potencia las inequidades, y si en la evaluación de los riesgos concomitantes al mejoramiento debe reconocerse injerencia a la autoridad o, por el contrario, debe depender exclusivamente de la autonomía del usuario (Cakic 2009). En el caso de los transhumanistas, su concepción libertaria hace que la balanza moral se incline a favor del principio de autonomía.

También se están desarrollando interesantes líneas de investigación en estimulación magnética transcraneal, y en estimulación de corriente directa para el tratamiento de patologías neurológicas e incluso psiquiátricas. Los resultados positivos obtenidos a nivel de plasticidad neural han suscitado, a su vez, investigaciones en las que estos medios se aplican sobre personas sanas, combinándose con los procesos de aprendizaje, a fin de observar si se mejoran los desempeños naturales. En este caso, aunque los resultados son muy preliminares, se han observado algunos efectos menores pero significativos de mejora en la memoria operativa (Mancuso et al. 2018) y en la inteligencia fluida, que es la capaz de pasar de una actividad a otra (Almquist et al. 2019). En cuanto a las contraindicaciones, no se ha registrado daño tisular ni quemazón, pero sí algunos reportes de sensaciones de estremecimiento y cansancio por parte de los participantes.

Como un signo de nuestro tiempo, en el que la investigación científica se vincula casi inmediatamente a la industria, algunos dispositivos de estimulación cerebral por corriente directa han salido al mercado, y se los puede comprar por internet. Incluso se han constituido foros en los que los usuarios comparten sus experiencias.

Si bien la evaluación de este tipo de intervenciones es, nuevamente, muy prematura, hay buenas razones para suponer que, aunque tengan cierto beneficio, también tienen su costo, porque no es infrecuente que la estimulación de determinadas áreas neurales produzca la inhibición de la actividad de otras, y que el desarrollo focalizado de unas habilidades sea correlativo a la merma de las antagonistas. Así, por ejemplo, la estimulación del pensamiento riguroso puede correlacionarse con una menor sensación de libertad, que es necesaria para las actividades más creativas. Por otra parte, la forma en que la estimulación afecta a personas con cierta expertise en un campo determinado puede ser menor que la que experimenta un lego o, incluso, puede ser contraproducente (Cohen Kadosh 2016). Lo cierto es que, a pesar de las enormes expectativas depositadas, hasta el día de hoy, resulta muy difícil mejorar algo cuyo funcionamiento normal se conoce de un modo tan rudimentario.

Finalmente, hay que decir que entre los propios defensores del mejoramiento algunos ponen en duda que la sola expansión del cociente intelectual sea, de suyo, algo positivo. Así, por ejemplo, Julian Savulescu e Ingmar Persson ven en el mejoramiento de la inteligencia un factor de riesgo, puesto que podría conceder a personas malintencionadas posibilidades de daño catastróficas. Por lo que sostienen la polémica tesis del mejoramiento moral compulsivo como el precio a pagar para poder vivir en una sociedad segura (Savulescu & Persson 2008; 2012; 2013). Algo así como crear a través de la tecnología personas moralmente a la altura de las posibilidades que esta otorga.

10 2.2.2.      La discusión en torno  al mejoramiento moral  

Si, como se dicho, el TH es en cierto sentido un terreno de discusión, uno de los puntos más recurridos y álgidos es el mejoramiento moral. En boca de sus defensores, la estrategia es la habitual. Señalan que hay demasiado mal en el mundo, y la violencia y la pobreza no ceden, por lo que los medios clásicos para combatir estos estigmas comienzan a resultar intolerablemente poco eficaces. La razón profunda de este déficit no estaría en la educación ni en los sistemas de premios y castigos, sino en la obsolescencia de nuestras disposiciones afectivas, en la imperfección de nuestra psicología moral. Si a esto se suma la magnitud de las nuevas amenazas, como el bioterrorismo o los desafíos medioambientales, urge un cambio colectivo de conductas, y el biomejoramiento moral, ya sea compulsivo (Persson y Savulescu 2008, 2010, 2012, 2013) o no compulsivo (Rakić & Ćirković 2016), se asoma como una alternativa que no puede ser desestimada.

Aunque los propulsores sean reacios a admitirlo, esta expectativa resulta, por lo menos consonante, con el supuesto de que las conductas humanas se encuentran determinadas por la actividad neural. De este modo, su manipulación por vía farmacológica o eléctrica modificaría las disposiciones emotivas del sujeto, constriñéndolo a obrar de una u otra manera. Una “ética integrada en el cerebro”, según la anticipatoria expresión de Michael Gazzaniga (Gazzaniga 2006, 18).

En realidad, el proyecto es muy ambicioso y tiene varias aristas. Por un lado, sugiere la necesidad de una detección precoz (incluso a partir de marcadores genéticos) de personas con riesgo de padecer trastornos de personalidad, ya que éstas son responsables en todo el mundo de una proporción muy importante de los crímenes violentos (Fazel et al. 2002; Focquaert 2019). Luego, mediante la selección de un ambiente de desarrollo propicio y un tratamiento temprano se podría completar la tarea preventiva. Un segundo paso consistiría en la aplicación de estas técnicas al mejoramiento propiamente dicho de sujetos normales, con el fin de contrarrestar el subóptimo grado de desarrollo moral, que produce un mundo como el que tenemos. Indirectamente, se podría mejorar la agudeza del razonamiento moral mediante el auxilio de la inteligencia artificial, o se podría actuar sobre la base afectiva y motivacional del comportamiento, disminuyendo las malas inclinaciones (Douglas 2008, 233), favoreciendo las buenas y aumentando el autocontrol (Persson y Savulescu 2019).

Las promesas son atractivas, pero la base empírica sobre la que se apoyan es, nuevamente, todavía muy poco conclusiva. Habitualmente se suelen citar estudios que sugieren la correlación de la oxitocina con la empatía (Rodrigues et al. 2010; Domes et al. 2007), la compasión (Thompson 2007), la generosidad (Zak 2007) y la confianza (Aguilar-Raab et al. 2019) y, por lo tanto, con conductas altruistas o prosociales. También habría correlaciones entre la ritalina y el autocontrol, y la serotonina y la disminución de la agresividad. De alguna manera, el mejoramiento apuntaría a esa zona de frontera, tan relevante en el ámbito de la psiquiatría, en la que la emotividad y lo propiamente moral se solapan.

De un modo bastante previsible, este planteo no tardó en recibir críticas, en prácticamente todos sus flancos. En primer lugar, se apuntó contra la viabilidad fáctica de un biomejoramiento moral, por lo menos, en el corto plazo (Dubljević & Racine 2017). Luego, Vojin Rakić, aunque admite la conveniencia del biomejoramiento moral para evitar catástrofes voluntariamente provocadas, señala que, si es “genuinamente moral”, no puede ser compulsivo, porque en esa misma medida tornaría irrelevante la participación real del sujeto en la ejecución de sus actos (Rakić 2007). En esta misma línea, Farah Focquaert y Maartje Schermer señalan que el factor decisivo para hablar de mejoramiento moral no es que éste sea inducido actuando directamente sobre el cerebro o sobre la mente, sino el grado de involucramiento, reflexivo y prolongado, de la persona en el proceso. Si se salvara esa participación, un tal mejoramiento no produciría conflictos con la identidad narrativa del sujeto (Focquaert y Schermer 2015). No se puede hacer a alguien bueno, para usar la metáfora de Rubén Herce: “desde afuera” (Herce 2019).

Otra línea de cuestionamientos tiene que ver con la limitación de la libertad que sufriría el agente, si se viera compelido artificialmente a no poder obrar el mal. Esta crítica de John Harris (2011), que presupone la necesidad de la existencia de opciones alternativas, buenas y malas, para el libre arbitrio, fue luego contestada por Antonio Diéguez y Carissa Veliz. Ellos argumentan que la posibilidad de obrar el mal no es requisito para la libertad, ya que en ese caso habría que negarles esta condición a las personas que, a causa de sus virtudes o su educación, consideran que determinadas acciones abominables son sencillamente no elegibles. De igual modo, aunque pudiera admitirse una pérdida en el abanico de opciones, al desestimar a priori algunas malas acciones, esta situación se vería compensada por un incremento en el espectro de las buenas (Diéguez y Veliz 2019).

También se les ha objetado una visión demasiado simplista y centrada en el individuo del mejoramiento moral, que no atiende a la complejidad social del fenómeno, y a lo irrepetible de las circunstancias de decisión humana (de Melo 2015). Así, por ejemplo, un aumento de la empatía podría resultar conveniente para promover un actuar compasivo, pero no infrecuentemente ese sentimiento entra en conflicto con el sentido de la justicia. En resumen, el mejoramiento moral es una de las propuestas del programa transhumanista que ha recibido mayor cantidad de críticas.

11 2.3. La liberación procreativo-sexual  

Aunque pueda suscitar reparos morales, resulta innegable que la tecnología ha hecho posible disociar, desde hace ya tiempo, la sexualidad de la procreación y, más recientemente, la procreación de la sexualidad. El transhumanismo  radical propone llevar estas tendencias a su máxima expresión, en vistas a potenciar las dinámicas naturales en términos de placer individual, y a mejorar la capacidad generativa en términos de efectividad y de disminución de riesgos y de costos concomitantes. En este marco, Hughes y Dvorsky desarrollan lo que se podría calificar como la versión más radicalizada de un programa transhumanista de modificación de la sexualidad humana. En sus palabras:

Desde el comienzo del siglo XXI, los discursos posthumanistas y transhumanistas acerca de utilizar las tecnologías para trascender las limitaciones del cuerpo humano comienzan a interesarse en trascender el género. Los post o transhumanistas deberían, cuando menos, ser capaces de trascender las limitaciones del sexo biológico, y, eventualmente, trascender completamente lo biológico hacia lo cibernético o lo virtual (Hughes y Dvorsky 2008, 7).

A los fines expositivos, dividiré la propuesta transhumanista en dos polos de artificialización, de la sexualidad y de la procreación. 

12 4.3.1. Artificialización de la sexualidad  

El primer polo de este programa consistiría, pues, en una progresiva emancipación de la sexualidad de los constreñimientos del plano biológico. Esto supone, como primera medida, la eliminación de las consecuencias procreativas del acto sexual, que es concebido por tanto en términos meramente recreativos. En este contexto se promueve, además, la utilización de la tecnología a fin de concretar gradualmente la erosión definitiva del sexo binario, tanto en sus dimensiones físicas como psicológicas. En el horizonte lejano, algunos autores prevén incluso la conformación de entidades humanas andróginas (o, mejor, fluyentes) capaces de experimentar un abanico de sensaciones que exceden las posibilidades naturales, y, si fuera su deseo, capaces de “inseminar, gestar y amamantar” (Jaggar 1983, 132). Esta tesis, propia de la ideología de género, ejerció una fuerte influencia sobre la perspectiva cíborg-feminista de Donna Haraway, cuyo propósito último consiste en minar las bases del patriarcado y del capitalismo, estableciendo desde sus raíces un nuevo tipo de sociedad, a su juicio, más igualitaria (Haraway 2006).

Paralelamente a esta erosión y difuminación de los roles de género, se propone una disolución matrimonio diádico, monógamo y heteronormativo, que podría llevarse a cabo, en sus etapas iniciales, mediante drogas “que supriman el impulso a formar lazos de pareja” (Hughes y Dvorsky 2008, 9). La reingeniería de la biología humana estaría al servicio de la conformación de relaciones poliamorosas y no estables en el tiempo.

El horizonte cíborg de Haraway representa así tanto una metáfora de la superación de la dualidad del sexo biológico, como una posibilidad abierta al hermafroditismo o (paradójicamente) a la asexualidad. El sexo desprovisto de su capacidad generativa deviene en una mera función hedónica, mediada, facilitada y potenciada por la tecnología. Nuevamente, en palabras de Hugues y Dvorsky:

El sexo electrónicamente mediado es más seguro (sin enfermedades ni embarazos), más fácil (sin largos cortejos y preámbulos), más conveniente (disponible cada vez que se lo desee) y más próximo a ser exactamente lo que el individuo desea (las parejas pueden ser cualquier [persona] o cualquier cosa que tú desees, sin ningún defecto físico (Hughes y Dvorsky 2008, 12).

Sin trascender el plano meramente descriptivo, se observa cómo la tendencia hedonista del transhumanismo deriva, por un lado, en la trivialización de una sexualidad sin riesgos ni costos, pero, al mismo tiempo, vaciada de cualquier significado profundo. Tan intensa y novedosa como impersonal e irrelevante. Por otro lado, la hipertrofia del deseo de satisfacción personal no puede sino derivar en una instrumentalización del otro, que es reducido a una función y que se torna, por lo tanto, intercambiable, mejorable o directamente prescindible (Hausekeller 2014). Para algunos autores esta dinámica podría conducir, en casos extremos, a la proliferación de los robots como parteneres sexuales (Levy 2009; Danaher 2017), o a un ejercicio de la sexualidad en el que se difuminan los límites de lo real y lo virtual (Kurzweil 2005). Horizontes psicológicamente muy inhumanos.

13 4.3.2. Artificialización de la reproducción  

A esta sexualidad progresivamente emancipada del cuerpo y de sus dinámicas, se corresponde el segundo polo de este programa de transformación: una reproducción cada vez más alejada de la sexualidad y de la corporeidad.

El criterio es, nuevamente, eficientista. La reproducción humana es considerada una forma demasiado imperfecta, que conlleva riesgos y costos evitables, una vez que el proceso total esté bajo nuestro control, merced a la tecnología. El acto conyugal debería ser reemplazado por la fecundación in vitro, a fin de facilitar la concepción a todo tipo de parejas o individuos, y de forma tal que sea posible una perfecta selección de los embriones. Luego, en el futuro, el proceso se completaría con el desarrollo embrionario en un útero artificial (ectogénesis) a fin de monitorear en forma continua el proceso e intervenir a nivel genético si fuera necesario. El resultado sería que sólo nacerían los niños deseados y elegidos por sus padres, liberados además de las enfermedades o características indeseables de origen genético o congénito que los podrían afectar. Por último, la mujer se vería de igual modo liberada de la carga física y de las pérdidas de oportunidades que el embarazo pudiera ocasionar (Hughes 2004, 87).

Este pronóstico y proyecto transhumanista se presenta al principio como una propuesta meliorista, como una invitación, pero no tarda, en adquirir un tono prescriptivo. En este marco, se inscribe lo que Savulescu denomina “principio de beneficencia procreativa”. En sus palabras:

Las parejas (o los reproductores individuales), deberían seleccionar de los distintos niños que pueden tener, aquel que se espera que tenga una vida mejor, o al menos una vida igual de buena que los demás, según la información relevante de la que se disponga. Defenderé que la beneficencia procreativa implica que las parejas deben emplear pruebas genéticas para rasgos no patológicos a la hora de seleccionar qué niño traer al mundo, y que debemos permitir que se seleccionen genes no patológicos incluso si hacerlo así mantiene o incrementa la desigualdad social (…) entenderé que la moralidad nos exige que hagamos aquello que tenemos mejores razones para hacer. En ausencia de alguna otra razón, una persona que tiene una buena razón para tener el mejor niño posible está requerida moralmente a tenerlo (Savulescu 2012, 45-46).

Esta formulación, clara y contundente, no tardó en recibir profundas críticas. Michael Sandel señaló, en tal sentido, que la lógica de maximización de beneficios y de exigencia de resultados no puede aplicarse a la relación paterno-filial sin alterar un aspecto que le resulta constitutivo: la incondicionalidad. Lo propio del amor paterno es la aceptación y acogida del hijo, independientemente de sus capacidades, como un don que se recibe y cuida con particular esmero y fidelidad. Sandel reconoce que su crítica resulta congruente con el pensamiento religioso, pero no la considera necesariamente dependiente de él. Se trata más bien de una experiencia humana fundamental digna de ser conservada, de la que derivan además la responsabilidad en el cuidado de la prole, la humildad en el reconocimiento de los propios dones y la solidaridad con los débiles (Sandel 2007).

Por otra parte, si los padres, como afirman Savulescu y Harris (Harris 2009 y 2010), tienen la obligación de buscar el mejor hijo posible, se proyecta un halo de sombra sobre los que deciden permitir el nacimiento de un niño con discapacidades. Y, si bien Savulescu les reconoce explícitamente ese derecho (Savukescu 2002), esto resulta por lo menos disonante con la obligatoriedad del principio de beneficencia procreativa. Finalmente, como por una pendiente resbaladiza, el peligro es conformar una sociedad en la que cualquier característica indeseable de un niño se entienda como fruto de una negligencia paterna.

El transhumanismo implica, de este modo, una reedición de la eugenesia, pero esta vez justificada, a juicio de Savulescu y Harris, porque no se trataría de una eugenesia racista sino basada en el bienestar del individuo, y no estaría programada por el Estado según intereses de grupo, sino que dependería de la libre decisión de los individuos y bajo la tutela del mejor conocimiento científico. En este punto particular, Robert Sparrow observa con lucidez una tensión inevitable entre la proclama libertaria de ambos autores y el espíritu consecuencialista de su propuesta. Así, lograr el mayor bienestar para la mayoría, en materia de salud pública, no pareciera posible sin implicar, a la larga, una intervención eugenésica coercitiva por parte del Estado. La nueva y la vieja eugenesia no serían, a su juicio, algo tan diferente (Sparrow 2011).

14 2.4. La liberación definitiva: la muerte como límite  

En su Fábula del dragón tirano, Nick Bostrom (2005) postula uno de los objetivos más icónicos del TH radical: combatir la muerte. No dispuesto a dar límite alguno por sentado, denomina “mortalistas” a los que naturalizan la muerte, y los acusa de banalizar su gravedad con justificaciones que hacen perder de vista que se trata del más universal y completo de los males. La muerte es el verdadero enemigo por vencer, aunque esto signifique el surgimiento de una nueva especie y de una nueva época, muy difíciles de imaginar.

Con este propósito último de anular la muerte prematura, esto es, la muerte que se contrapone a los deseos del sujeto, el TH apoya dos líneas de acción distintas. Una de ellas se propone la modificación de la biología humana, a fin de ralentizar, detener o incluso revertir el proceso de senescencia. Aubrey de Grey, gerontólogo de la universidad de Cambridge y fundador de Fundación para la Investigación de la Senescencia Negligible Ingenierizada (SENS Research Foundation) es el representante más conocido. La otra línea de acción postula que la única forma definitiva de triunfo sobre la mortalidad no puede descansar en la modificación de la biología sino en su completa prescindencia. Sólo la transferencia mental (mind uploading) de la conciencia a un soporte no orgánico podría asegurar la supervivencia indefinida de la persona humana. Hans Moravec y Ray Kurzweil se cuentan entre los defensores más conspicuos de esta tesis.

15 2.4.2.      La senescencia negligible ingenierizada  

En los últimos dos siglos la expectativa de vida prácticamente se ha duplicado, respecto de su promedio histórico, en los países desarrollados, sobre todo a causa del tratamiento de las enfermedades infecciosas. Sin embargo, esto no resulta eficaz frente a la inexorabilidad del proceso de envejecimiento. En este sentido, Aubrey de Grey señala que el metabolismo humano paga como costo de su funcionamiento una acumulación progresiva de daños, hasta un momento en el que el organismo no puede lidiar con ellos, produciendo patologías y finalmente la muerte. En su opinión, el abordaje más prometedor para este problema no debe concentrarse en impedir los efectos deletéreos del metabolismo, ni en tratar las patologías derivadas de los daños acumulados a nivel celular, sino en el desarrollo de terapias regenerativas tendientes a revertir estos efectos negativos, análogamente a los procedimientos de mantenimiento preventivo y continuo que exige un automóvil antiguo.

En principio, el proyecto no resultaría imposible puesto que los procesos biológicos que determinan fundamentalmente al envejecimiento serían siete y, para cada uno de ellos, existiría una terapia en desarrollo potencialmente exitosa (de Grey y Rae 2007). Su pronóstico, finalmente, es que en los próximos 17 años se alcanzará una probabilidad del 50% de lograr la “velocidad de escape de la longevidad”, esto es, la capacidad de ir extendiendo indefinidamente la juventud biológica (de Grey 2019). 

Si bien la investigación en las terapias anti envejecimiento ha alcanzado un desarrollo notable en los últimos años (Bakula et al. 2019), tanto en universidades como en compañías privadas, a decir verdad, pocos científicos comparten el optimismo de de Grey. Vadim Gladyshev, gerontólogo de la universidad de Harvard, argumenta que la clasificación de los (en realidad) nueve procesos identificados en el envejecimiento (López-Otín 2013) muy probablemente no sea exhaustiva, y que la forma en que se interrelacionan y regulan nos resulta, todavía, demasiado oscura (Gladyshev 2019). En igual sentido, Jane Driver, investigadora de la misma universidad, pone en duda que los asombrosos resultados obtenidos en modelos animales con gusanos y ratones se puedan extrapolar, por lo menos en el corto plazo, a la especie humana. A su juicio, una extensión radical de la expectativa de vida como la que desea de Grey está fuera de lo que permite la actual tecnología (Driver 2019). El resto son conjeturas.

En cuanto a las críticas filosóficas, éstas giran alrededor de tres ejes: la factibilidad del proyecto, su licitud moral y su deseabilidad. Respecto del primer asunto, se sabe que, aunque se trata de un fenómeno alejado de nuestra experiencia cotidiana, existen ciertas formas de vida, relativamente simples, que carecen de los mecanismos naturales de envejecimiento y otras que son capaces de autoregenerarse de un modo prácticamente indefinido. Algunas células madres y células tumorales, las bacterias y la hidra, son los ejemplos más conocidos. Si esta potestad, puede extenderse a organismos más complejos sigue siendo un misterio, por la ya mencionada correlación de metabolismo y acumulación de daños, y porque los mismos mecanismos implicados en el desarrollo del individuo se trenzan con los que producen el envejecimiento y los que desatan el cáncer (Sanguineti 2018, 294). Por otra parte, se ha argumentado que la división de la vida humana en cuatro etapas diferenciadas resulta esencial para la identidad biográfica del hombre (Kass 2003, 26), que la vejez no es una enfermedad sino una propiedad constitutiva de una existencia finita y orgánica (Glannon 2008), y que la vulnerabilidad y en última instancia la muerte previenen contra la trivialización y hacen de la vida humana algo relevante hasta el dramatismo (Hauskeller 2019).

En cuanto al aspecto moral, dejando de lado las objeciones de matíz bioético, el marco de discusión del TH es mayormente consecuencialista, por lo que las críticas a la extensión radical de la expectativa de vida se apoyan sobre todo en sus efectos e implicancias a nivel social. Así, de Grey admitía en 2004 que si se lograra hacer del envejecimiento una cuestión optativa, la amenaza de la superpoblación obligaría a la humanidad a enfrentar la disyuntiva de tener que elegir entre tasas de mortalidad y natalidad que no deben sino ser inversamente proporcionales (de Grey 2004, 238). Esto podría conducir, como vaticina Stanley Shostak, a que se procure detener el envejecimiento en la prepubertad, constituyendo así una sociedad de inmortales estériles (Shostak 2002, 207). Edoardo Cruz criticó duramente esta opción antinatalista, por profundamente antinatural y porque con ella la humanidad empobrecería su capacidad de renovarse (Cruz 2013, 2015 y 2018). Francis Fukuyama, por su parte, predijo una importante serie de conflictos intergeneracionales debidos a la extensión sin precedentes de la expectativa de vida (Fukuyama 2003), y John Harris llegó a postular, como alternativa, la necesidad de una “limpieza generacional” (generational cleansing) por la que, luego de un período razonable de tiempo una generación acepte la muerte programada como una forma de ceder su lugar a las venideras (Harris 2006, 532).

Algunos transhumanistas hacen frente a estas críticas y advertencias negando que el aumento de la expectativa de vida tenga una influencia dramática en el crecimiento poblacional. A su jucio, el crecimiento demográfico experimenta una tendencia menguante a nivel global desde la década del setenta, y señalan que algunos pronósticos sugieren que podría amesetarse alrededor de los 11 mil millones de personas hacia el año 2100 (Gavrilov y Gavrilova, 2010). Se ha argumentado, por otra parte, que la prolongación de la juventud sería correlativa a la extensión de la edad productiva y a una fuerte disminución en los gastos del sistema de salud. Todo lo cual proporcionaría el tiempo suficiente para pensar estrategias apropiadas para lidiar con las cuestiones demográficas (Milova y Hill 2019).

Finalmente, una discusión aparte se ha desarrollado en torno a la cuestión de si una extensión indefinida de la expectativa de vida constituye un horizonte deseable desde el punto de vista del sujeto particular. El debate consiste, más bien, en la reedición de argumentos filosóficos clásicos en torno a la condición temporal, la muerte y el sentido de la vida humana. El escenario se plantea básicamente como un dilema en el que la conservación de la identidad personal parece incompatible con la posibilidad de encontrarle un sentido a la vida que sea capaz de renovarse indefinidamente (Williams 1973; Kitcher 2014, 99 citado por Diéguez 2017, 200). Dicho dilema se intenta resolver, en el TH, con una apelación a lo desconocido, una especie de apuesta de confianza en las posibilidades de la tecnología.

El primer cuerno del dilema, lo constituyen los argumentos de la insuficiencia que, al estilo pascaliano, se apoyan en la experiencia de insatisfacción del hombre frente a los bienes finitos y los logros de esta vida. Así, una existencia extendida ad infinitum, no podría sino conducir, a la larga, a la reiteración de acontecimientos, a la monotonía, al hastío y al desdén. No existiría un bien capaz de sostener la motivación humana indefinidamente. El segundo cuerno contempla la posibilidad de renovar el entusiasmo vital interrumpiendo periódicamente la memoria. Para usar una imagen, cada beso sería el primero, si nos olvidaramos de los anteriores. De ese modo, no habría que enfrentar el problema del aburrimiento, pero el costo que se pagaría por esos recomienzos es, en última instancia, la renuncia a la identidad autopercibida. Una serie de yos de existencias contiguas en el tiempo eliminarían el problema, sencillamente, eliminando al sujeto que lo padece.

Por fin, la respuesta transhumanista a este dilema implica algo análogo a un salto de fe. Cuando Nick Bostrom en su Carta desde Utopía (Bostrom 2008) intenta describir la vida eterna y plenamente feliz en la era posthumana, relata una experiencia similar a la de los místicos, que no encuentran en el lenguaje y las vivencias humanas nada proporcionado a sus visiones, y recurren a las metáforas. Así, confiesa:

¿Cómo podré contarte algo sobre Utopía sin dejarte “mistificado”? ¿Qué palabras podrían transmitir esa maravilla? ¿Qué expresiones podrían expresar nuestra felicidad? Mi pluma, me temo, es tan desproporcionada para esta tarea como si intentara usarla para matar a un elefante (Bostrom 2008, 67).

Independientemente de las convicciones metafísicas personales de cada uno, la diferencia obvia radica en que el salto de fe necesario para alcanzar una salida vertical del laberinto de la insatisfacción, tiene en el caso de los místicos a Dios como garante; Bostrom, por el contrario, apela a su confianza en la tecnología.

16 2.4.3.     La transferencia mental (mind up-loading)  

La idea de transferir la mente humana a un soporte digital, analizada por el filósofo David Chalmers (2014) y defendida por los científicos informáticos Ray Kurzweil y Hans Moravec (Kurzweil 2000, 2006, 2012; Rothblatt y Kurzweil 2015), representa dentro del programa transhumanista la tesis ontológicamente más abarcativa y ambiciosa. En la versión de Kurzweil, esta tesis resulta el emergente de un laberinto de supuestos filosóficos, que suponen una interpretación global de la historia del cosmos, la asimilación de una teoría funcionalista fuerte de la mente, y la proyección de una nueva ontología abierta a la creación de entidades artificiales autoconscientes y libres. En palabras del propio Kurzweil, el final de la evolución humana sería el advenimiento de la “era de las máquinas espirituales” (Kurzweil 2000). Todo lo cual, por otra parte, no es interpretado en términos apocalípticos, sino como la extensión del humanismo, su máxima universalización hasta hacerlo coincidir con la totalidad autoconsciente del universo.

En una apretada síntesis, la historia del cosmos comenzaría en el Big Bang, con un fuerte ímpetus entrópico. Este movimiento, regido por las Leyes del tiempo y el caos, encontraría en el surgimiento de la vida y de la consciencia dos importantes influjos de sentido contrario, esto es, dos vectores de aumento de la complejidad. El primero a nivel de organización de la materia, el segundo explícitamente dirigido al procesamiento mental de la información. El siguiente hito en este proceso antientrópico de complejización creciente sería la creación de la inteligencia artificial, con la que se desataría la Ley de rendimientos acelerados. Prontamente (año 2029), la IA pasaría el test de Turing, alcanzando el nivel humano. A este fenómeno, seguiría una progresiva integración de los cerebros humanos a las redes informáticas de IA, hasta que se tornen funcionalmente indiscernibles. Luego, la evolución de las inteligencias no biológicas continuaría haciéndolas capaces de “acceder a su propio diseño y mejorarse a sí mismas en un ciclo acelerado de rediseño. Hasta el punto en el que el progreso tecnológico sea tan rápido que la inteligencia humana sea incapaz de seguirlo. Eso marcará [año 2045] el inicio de la Singularidad” (Kurzweil 2011).

La Singularidad, concluirá Kurzweil, constituye un horizonte que se puede entrever, pero más allá del cual no podemos penetrar con nuestros limitados cerebros biológicos.

Evidentemente, una propuesta ontológicamente tan extravagante como la transferencia mental, suscitó un sinnúmero de críticas, a las que David Chalmers, a pesar de su optimismo general, reconoce seriedad y pertinencia (Chalmers 2014, 14-15). Se le han enrostrado objeciones a prácticamente todos sus supuestos relevantes: la visión cuasi determinista de la historia, la tesis de la inteligencia artificial general, la interpretación robusta de la metáfora funcionalista, la posibilidad fáctica de lograr un isomorfo funcional del cerebro humano y, por último, el problema de la conservación de la identidad personal en este contexto (Arana 2019; Asla 2017 y 2018a). Una buena introducción a los puntos salientes de la discusión, puede encontrarse en el libro de Keith Wiley: A Taxonomy and Metaphysics of Mind-Uploading (2014) y en la publicación colectiva: Intelligence unbound: The future of uploaded and machine minds, editada por Russell Blackford y Damien Broderick (2014).

17 3.     Ponderación final: críticas al TH  

A lo largo del trabajo se ha esbozado algunas críticas, sobre todo las atinentes a la factibilidad del programa y algunas cuestiones bioética. En ese sentido, tanto los entusiastas del TH como sus detractores coinciden en que cualquier ponderación que se haga no puede ser monolítica, sino que debe proceder con las propuestas, una a una, para hacer luego una consideración prudencial de sus potenciales beneficios, costos y riesgos concomitantes (Hansell 2011). Por razones de espacio y para ordenar la exposición,  he dividido las críticas en tres clases: las que suponen una defensa de la naturaleza humana (posición denominada bioconservadora o, peyorativamente, bioluddita), luego las objeciones que se basan en el riesgo de aumentar la inequidad entre los hombres y, finalmente, las que apelan a la dificultad de evaluar de un modo razonable un horizonte tan plagado de incertidumbres.

18 5.1. Críticas en defensa de la naturaleza humana  

Se trata de un paraguas bajo el cual se cobijan las objeciones que entienden que el TH conduce, en última instancia, al fin de nuestra especie. “La idea más peligrosa del mundo”, en la conocida expresión de Francis Fukuyama (Fukuyama 2004). “Un crimen contra la humanidad” y “una amenaza al fundamento de los derechos humanos”, afirmó George Annas, al considerar la posibilidad de la clonación y de la alteración del genoma en línea germinal (Annas et al. 2002).

Estas críticas, que no implican necesariamente un rechazo total del programa transhumanista, suponen, pues, que la naturaleza humana existe, que es valiosa y digna de ser conservada (Kass 2003; Sandel 2007). El fundamento de este valor puede radicar en su carácter creado (Deane-Drummond 2014; Romero 2017; Asla 2019), en el reconocimiento de cierta perfección lograda a lo largo del proceso evolutivo, en una apreciación a priori al estilo kantiano (Habermas 2002) o, simplemente, en el principio de parcialidad: es buena porque es la nuestra y, aunque mejorable, tenemos derecho a querer conservarla como es (Pugh et al. 2016). 

Se ha objetado también que el TH se opone a una visión falsa, excesivamente rígida (platónica) y negativa de la naturaleza humana, a la que entiende como raíz de todos los males. Esta visión que hace del cuerpo mera materia disponible (Laferriere 2018, Paladino 2019) se basa en la obsesión transhumanista por la idea de control y por una hipertrofia de los deseos (Hauskeller 2009; 2016, 57). Con esta tesitura, se entiende que la eliminación de la vulnerabilidad pueda exigir el precio de una transformación de la naturaleza, pero no se advierte que esa vulnerabilidad es constitutiva de lo que somos, por lo que no debe ser eliminada sino mitigada (Marcos 2012). Por último, sin naturaleza lo que se compromete es la misma posibilidad de tener un patrón de medida para cualquier juicio axiológico (Marcos 2018, 2020).

19 3.2. Críticas basadas en el costo social  

De todos los debates en torno al TH, los más consonantes con la sensibilidad moral contemporánea, son los que advierten sus posibles consecuencias sociales negativas (Liley 2012). Así, Laura Cabrera argumenta que la mayor parte de los TH asumen acríticamente una concepción liberal, egoísta y prácticamente a-social del ser humano. Esto explica que el acento esté puesto en la mejora de las capacidades del individuo, y no en construir sociedades más justas (Cabrera 2015). De un modo análogo, se ha criticado el “solucionismo” (Ferry 2017, 70) transhumanista que sueña con oponer una solución técnica a cada problema relevante, desmereciendo otras dimensiones como la moral o la política (Buchanan et al. 2000).

Otro de los costados débiles del TH consiste en que la búsqueda de mejorar las capacidades humanas podría estar distrayendo recursos y tiempo que deberían usarse para otros problemas humanos más graves y urgentes.

Por último, toda una batería de críticas señala que la modificación de la biología humana podría conducir a escenarios de inequidad sin precedentes, porque no afectarían ya la distribución de recursos sino el modo de ser de las personas y con ello todas sus posibilidades (Fukuyama 2004).

20 3.3. Críticas vinculadas a la incertidumbre  

Un capítulo muy importante dentro de las críticas al TH es el que señala la dificultad de hacer una evaluación razonable de un programa de acción tan incierto. Esta incertidumbre se extiende a la factibilidad de las distintas propuestas de su programa de cuatro liberaciones, que requieren ser analizadas, caso por caso. En tal sentido, ya se ha señalado que el espectro de opiniones entre científicos y filósofos es muchas veces de una amplitud exagerada: desde la imposibilidad ontológica, pasando por la dificultad fáctica subsanable en el futuro lejano, hasta la inminencia casi determinística de una profecía. En definitiva, fuera de los casos en los que existan razones de principio para dudar de la factibilidad, hay que aguzar la capacidad de análisis, sopesar éticamente cada escenario, y dejar que el tiempo haga su trabajo de criba.

Finalmente, la incertidumbre se extiende a la deseabilidad del proyecto desde el momento en que resulta muy difícil ponderar lo que casi no se puede entender (Vaccari 2015, 23; Aydin 2017, 2). Surge así un estado de razonable perplejidad, de la que los transhumanistas solo pueden salir con una especie de salto de fe, fe en las posibilidades de la tecnología y en que una vida así modificada valdrá la pena.  

21 4.     Bibliografía  

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