Realismo ético

Carlos Ignacio Massini-Correas
Universidad de Mendoza

De DIA

El realismo ético es, en última instancia, el enfoque propio de la denominada “tradición central de occidente”, y su núcleo radica en una visión referencial o intencional del pensamiento práctico-moral, es decir, en la aceptación de que las proposiciones éticas tienen referencia o designatum, y se corresponden con ciertos datos de una realidad extramental que les sirven de parámetro de adecuación o inadecuación. En ese sentido, el realismo ético se opone contradictoriamente con los denominados “constructivismos éticos”, que sostienen la ausencia de ese carácter referencial y la naturaleza meramente “fabricada” o “inventada” de la ética. Como toda tradición viva y actuante, el realismo ético cuenta con numerosos defensores actuales, quienes han reformulado, actualizado y desarrollado sus tesis centrales, integrando sus ideas a los debates contemporáneos de la filosofía práctica.

1 Concepto preliminar de “realismo ético”  

Como primer paso en el desarrollo de este trabajo, corresponde establecer (o “definir”) las líneas fundamentales del objeto que se va a abordar, es decir, precisar qué se quiere decir cuando se habla de una “ética realista”. Quien ha establecido la cuestión con acribia ha sido el eticista francés Ruwen Ogien, en un libro titulado precisamente Le réalisme moral (Ogien 1999; Véase también Canto-Sperber et al. 1994, 76-93). Allí ha escrito que “de acuerdo con algunos filósofos, un juicio como ‘la esclavitud es un mal’ no es, hablando con propiedad, ni verdadero ni falso; propiedades tales como ser generoso, honesto, infame, crapuloso no tienen una auténtica realidad (es decir, una existencia independiente de nuestras creencias o sentimientos)” (Ogien 1999, 3).

Conforme a esto, y luego de consignar que estos autores no dudan en utilizar los nombres “realidad”, “objetividad” o “verdad” en ámbitos tan litigiosos como los referentes a los hechos sociales, los fenómenos psicológicos o las propiedades llamadas “naturales”, este autor afirma que “lo que se denomina ‘realismo’ en filosofía moral, es ante todo una doctrina o un conjunto de doctrinas que parecen tener en común juzgar que este modo de pensar carece manifiestamente de coherencia. El realista moral se propone reestablecer esta coherencia reivindicando para la ética la posibilidad de ser, al menos, tan objetiva como estos otros objetos litigiosos” (Ogien 1999, 3-4). El realista moral, sostiene más adelante Ogien, echa en cara de aquellos filósofos escépticos que se coloquen del lado de la racionalidad, de la objetividad, de la realidad o de la verdad, en este o aquel ámbito particular y se nieguen a hacerlo en el de la ética.

En un sentido similar a lo sostenido por el filósofo francés, Geoff Sayre-McCord, profesor de la Universidad de North Carolina, desarrolla una idea paralela del realismo ético, que él denomina realismo moral (moral realism)1: “Los realistas morales son aquellos que piensan que, en estos aspectos [morales], las cosas han de ser tomadas tal como aparecen a primera vista (o lisa y llanamente), es decir, como que las afirmaciones morales intentan o pretenden referirse a hechos y que ellas son verdaderas si captan correctamente esos hechos. Más aun, sostienen que al menos algunas afirmaciones morales son verdaderas. Esta es la base más o menos común del realismo moral, si bien algunas explicaciones de ese realismo lo ven como envolviendo afirmaciones adicionales, tales como la independencia de los hechos morales respecto del pensamiento y la praxis humana, o que esos hechos son objetivos de algún modo específico” (Sayre-McCord 2015).

Para Sayre-McCord los más notorios oponentes del realismo moral son, por una parte el no-cognitivismo ético y por la otra los seguidores de la denominada “teoría del error”. Según la primera, las afirmaciones morales no se proponen informar acerca de hechos a la luz de los cuales ellas resulten verdaderas o falsas, es decir, no transmiten ningún conocimiento propiamente dicho; esta sería la posición de autores como Alfred Ayer, Charles Stevenson y Uberto Scarpelli (véase Scarpelli 1981). Según la segunda, aunque las proposiciones morales intenten reportar acerca de realidades éticas, ellas resultarán siempre falsas, ya que esas realidades lisa y llanamente no existen; es la posición paradigmáticamente defendida por John Mackie (véase Mackie 1977).

De aquí se sigue que, en una primera aproximación, puede conceptualizarse al realismo ético o moral conforme a las siguientes propiedades: (i) las proposiciones propiamente éticas (prescriptivas, prohibitivas o permisivas) tienen como referencia una cierta realidad, que puede denominarse “hechos morales” o bien “realidades morales”; y (ii) esas realidades son en alguna medida independientes del pensamiento y la acción humana y en ese sentido puede decirse que las proposiciones que las refieren son “objetivas”. Como consecuencia de lo anterior, resulta necesario aceptar las siguientes consecuencias: (i) esas proposiciones morales habrán de ser verdaderas o falsas, según que se adecuen o no a la realidad moral objetiva; y (ii) si bien existe en la elaboración de las proposiciones morales una cierta dimensión “constructiva”, los contenidos de las proposiciones morales no pueden ser creados de modo completamente “autónomo”, es decir, sin referencia alguna a las mencionadas “realidades morales”.

De acuerdo con esta conceptualización preliminar, el realismo moral ocupa un lugar muy preciso en las taxonomías de las perspectivas éticas centrales, como v.gr. en la elaborada por Carla Bagnoli. Según esta autora italiana, existen tres metáforas principales con las cuales se explicitan las perspectivas éticas: la primera es la metáfora de la construcción, que “implica agentes que realizan la construcción, materiales para llevarla a cabo y un plan y un método para consumarla”; pero esta metáfora, “que se presta a diferentes proyectos teóricos, es desarrollada típicamente en contraste con la metáfora del descubrimiento, que sugiere que existen verdades morales independientes que han de ser descubiertas; y al mismo tiempo, resulta también desarrollada en oposición con la metáfora de la creación, en cuanto el proceso de construcción no es en sí mismo arbitrario o carente de constricciones o limitaciones [como lo sería el caso de la mera creación]” (Bagnoli 2015).

Conforme a lo anterior, las perspectivas éticas que corresponden al uso de cada una de las metáforas serían: (i) el realismo, que correspondería al descubrimiento de verdades morales independientes del pensamiento y la acción humana; (ii) el constructivismo, que abarcaría la edificación de proposiciones morales, aunque con ciertos límites que la harían no-arbitraria y en cierto sentido “objetivas”; y (iii) el relativismo, o escepticismo ético, conforme al cual las afirmaciones de la ética serían meramente arbitrarias y por lo tanto carecerían completamente de límites objetivos. Esta taxonomía resulta bastante similar a la que proponen Berys Gaut y Garrett Cullity en su Introduction al volumen colectivo Ethics and Practical Reason (Cullity y Gault 1998. Una concepción similar es defendida por Robert Alexy, en su libro El concepto y la validez del derecho, p. 133. Aquí, este último autor denomina a las tres concepciones de la razón práctica como “aristotélica, hobbesiana y kantiana”). En ese interesante trabajo, estos autores sostienen que las categorías centrales de las doctrinas éticas siguen –o se corresponden con– las diferentes concepciones de la razón práctico-moral; de este modo, así como es posible distinguir tres modalidades centrales de la razón práctica: aristotélica, humeana y kantiana, es posible también distinguir entre concepciones éticas “recognitivas”, “instrumentales” y “constructivas”. En rigor, las concepciones denominadas instrumentales o neo-humeanas son también constructivas, en cuanto no se refieren a realidades dadas preexistentes, pero se diferencian de las kantianas en que estas últimas imponen ciertos límites, generalmente de carácter procedimental, a la elaboración de los contenidos éticos.

Y respecto de las concepciones realistas o recognitivas, estos autores afirman que “lo que hace racional el elegir una acción es que lo que es bueno como objeto apropiado de una elección, lo es en razón de que es en sí mismo bueno, mientras que para los constructivistas kantianos o neo-humeanos la relación inversa es la correcta. Por lo tanto, el abordaje distintivamente aristotélico de la teoría de la razón práctica es el que comienza con una explicación independiente de las condiciones bajo las cuales las acciones son buenas, y deriva luego de ella una concepción de la razón práctica y la elección” (Cullity y Gault 1998, 13).

Pero además resulta necesario reconocer, además de las tres ya expuestas, la presencia de una cuarta concepción o modelo vigente de la ética: la crítico-nihilista, representada también por varias propuestas emparentadas: los estudios jurídico-críticos (CLS), el posestructuralismo francés, los diversos posmarxismos y algunas más. En este punto, es posible sostener que “estas propuestas, emparentadas genéticamente con la llamada unholly trinity: Marx, Nietzsche y Freud, […] niegan categóricamente el valor cognoscitivo de la razón y consecuentemente rechazan in límine la noción misma de razón práctica; para estos autores, la razón no tiene nada que hacer en el ámbito de las realidades [ético-] jurídicas, las que no serían sino la canonización enmascarada de relaciones de mero poder, de pulsiones eróticas o de poderes económicos. Por supuesto que, en este marco, no queda lugar para ninguna pretensión de objetividad de principios normativos, que no vienen a resultar sino meras construcciones de una razón dominadora, manipuladora, encubridora y deformadora de la realidad. A la pretensión de objetividad de la razón práctica, estos irracionalismos oponen la necesidad de una tarea crítica y desenmascaradora, que ponga en evidencia el carácter ideológico de esa pretensión, favoreciendo y promoviendo, de ese modo, procesos emancipadores o liberadores” (Massini-Correas 2006, 184).

Con la incorporación de esta última categoría, la taxonomía completa de las posiciones éticas centrales quedaría estructurada alrededor de un eje que va desde la que niega en absoluto la existencia misma de la razón práctico-moral, hasta la que reconoce la existencia de esa razón con carácter sustantivamente objetivo. De este modo, el cuadro completo de las orientaciones principales del pensamiento moral quedará de la siguiente forma:

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A continuación se expondrá con cierto detalle la concepción realista de la ética, desarrollando sus caracteres, explicitando sus versiones principales y planteando los problemas que presenta a la filosofía práctica. En todos los casos, la explicación de cada uno de los puntos se hará con referencia a los autores que de modo más notorio los hayan estudiado y explicitado. En cualquier caso, debe quedar en claro que se trata de una exposición sumaria de los temas y problemas abordados y que en ningún caso se estará ante una pretensión de exhaustividad, sino más bien ante un estudio de carácter primariamente informativo o descriptivo y sólo colateralmente explicativo.


2 El realismo ético y la tradición clásica  

Si bien el realismo ético tiene varias concreciones y modalidades, algunas de ellas de factura típicamente contemporánea, resulta indudable que la versión paradigmática de esa orientación es la que se gestó en el ámbito del pensamiento clásico, en especial de lo que Isaiah Berlin denominó la “tradición central de occidente” (Berlin 1995, 19). Con esa expresión, el pensador liberal designó la línea de pensamiento ético (moral personal, política, derecho, economía) que tiene su origen en el pensamiento ateniense de los siglos V y IV, en especial en las ideas de Sócrates, Platón y Aristóteles, tuvo sus representantes en el pensamiento romano, en especial en el de Cicerón, alcanzó un hito fundamental en el sistema de Tomás de Aquino, tuvo algunos desacuerdos con los nominalistas del siglo XIV (véase Villey 1962, 221-250) y continuó su andadura con los escolásticos españoles del Siglo de Oro, así como con los sucesivos neo-escolasticismos que ha conocido el pensamiento occidental (véase Hervada 1982 passim).

Pero también en el marco de las ideas contemporáneas han surgido propuestas de revalorización de la ética clásica, en especial por parte de quienes siguen las ideas de Tomás de Aquino. Entre los autores que han encarado estas propuestas en los últimos años, tanto en el ámbito de la ética general, como de la filosofía jurídica, económica y política, cabe destacar entre varios otros a Antonio Millán-Puelles y Javier Hervada, en España; Heinrich Rommen y Robert Spaemann, en Alemania; Jacques Leclerc, Michel Villey y Georges Kalinowski, en Francia; Ralph McInerny, Vernon Bourke, Germain Grisez, Alasdair MacIntyre, Henry Veatch y Jean Porter, en los Estados Unidos; Giuseppe Graneris, Francesco Olgiati y Francesco Viola, en Italia; Martin Rhonheimer en Suiza; y John Finnis y John Haldane en Gran Bretaña, así como varios más en otros países.

Todos estos autores y varios otros se consideran a sí mismos, piensan y escriben como participando de una tradición común de pensamiento e investigación. En realidad, las cosas no pueden ser de otra manera, ya que cualquier empresa intelectual exitosa ha de realizarse inexorablemente en el marco de una tradición. Escribe en este punto Giuseppe Abbà que “ningún filósofo comienza a pesar desde cero; antes bien, se encuentra enfrentado a los problemas filosóficos que resultan planteados por la lectura que él ha hecho de las obras de otros filósofos […]. Esto, que vale para un filósofo individual, vale también para un conjunto de filósofos que adoptan, en tiempos diversos, la misma figura de filosofía moral elaborada por el fundador de una estirpe o escuela filosófica. Continuando su desarrollo, defendiéndola, corrigiéndola, modificándola bajo la presión de nuevos problemas, de nuevas objeciones, de nuevas críticas, de nuevas figuras, ellos dan vida a lo que se llama una tradición de investigación” (Abbà 1996, 27. Acerca de la noción de “tradición” en la ética, véase: Boyle 1994 y MacIntyre 1988, 12; sobre las ideas de MacIntyre en este punto, véase: Mauri 1997).

Ahora bien, la tradición de investigación que corresponde al pensamiento clásico tiene una serie de notas que la destacan en el contexto de las diferentes tradiciones de especulación: ante todo, se trata de una tradición enormemente extensa, que abarca desde las enseñanzas orales de Sócrates hasta las ideas difundidas por autores estrictamente contemporáneos, es decir, más de veinticinco siglos ininterrumpidos de pensamiento; en segundo lugar, se trata de una tradición ética que se encuentra enmarcada en un contexto filosófico completo, es decir, que abarca una ontología, una teología (la cristiana y en especial la católica), una antropología filosófica, una epistemología, una lógica, una filosofía de la historia y así sucesivamente; en tercer lugar, se está frente a una empresa intelectual-moral especialmente intensa, en el sentido de que no sólo tiene una extensión temporal destacada, sino que también ha abordado y discutido en su seno prácticamente todos los problemas que se plantean al pensamiento ético y lo ha hecho con una intensidad y una acribia especialmente destacables; y finalmente, se trata de un proyecto explicativo y propositivo que ha sido contrastado una enorme cantidad de veces con la experiencia concreta de las cosas humanas y en especial humano-sociales, y que ha debatido acerca de los problemas éticos que se han planteado en las diferentes etapas de la historia y con las diversas doctrinas competitivas que han aparecido a lo largo del tiempo.

En esta tradición, la principal línea de explicitación y defensa del realismo ético se denomina teoría de la ley natural, y ha sido objeto de diferentes desarrollos y modalizaciones a lo largo de los veinticinco siglos que ha durado su andadura en la cultura de occidente. En un relevante artículo publicado en la Stanford Encyclopedia of Philosophy, el profesor de Georgetown Mark Murphy escribe, respecto de esta teoría, que “algunos escritores usan este término [natural law theory] en un sentido tan amplio que cualquier teoría moral que sea una versión del realismo moral –es decir, cualquier teoría moral que sostenga que algunas afirmaciones morales positivas son literalmente verdaderas– […] cuenta como un punto de vista de ley natural” (Murphy 2011). Pero más adelante afirma que es posible usar la locución en un sentido más estricto, de modo que no toda forma de realismo ético pueda reducirse a una teoría de la ley natural, con lo que se plantea la cuestión de cuándo precisamente se está frente a una teoría de la ley natural y no frente a otras formas de realismo práctico-moral. Y sostiene que existe una forma mejor de proceder en este punto, “una que tome como su punto de partida el papel central que juega la teoría moral de Tomás de Aquino en la tradición de la ley natural. Si alguna teoría – concluye– es una teoría de la ley natural, esa es la de Tomás de Aquino” (Murphy 2011); ella conformaría de este modo el significado focal de “teoría de la ley natural” y a ella habría que referirse especialmente para desarrollarla.

En adelante se seguirá la sugerencia del profesor norteamericano y se adoptará la versión aquiniana de la teoría de la ley natural como caso central y paradigmático de esa teoría, de modo tal que las doctrinas en análisis se considerarán de ley natural en la medida en que se asemejen o asimilen a la desarrollada por Tomás de Aquino. Una vez adoptada la perspectiva de estudio, conviene esclarecer especialmente el sentido en que se usará la locución “ley natural” en lo sucesivo. En este punto, John Finnis precisa que “el término ‘ley’ en la frase ‘ley natural’ se refiere a ciertos estándares de elección correcta, estándares que son normativos (esto es, racionalmente directivos y ‘obligatorios’) porque son verdaderos y porque elegir de otro modo que de acuerdo con ellos resulta irrazonable” (Finnis 2011a, 200).

Y respecto al término ‘natural’ y sus relacionados ‘por naturaleza’, ‘de acuerdo con la naturaleza’ y ‘de naturaleza’, este autor sostiene que ese término “significa alguna, o algunas, de las siguientes afirmaciones: (a) que los estándares relevantes (principios y normas) no son ‘positivos’, es decir, que son directivos y previos a cualquier posición a través de una decisión individual, o elección de un grupo, o convención; (b) que los estándares relevantes son ‘superiores’ a las leyes positivas, convenciones y prácticas, es decir, proveen las premisas para la evaluación crítica y aprobación o repulsa justificada o desobediencia a esas leyes, convenciones o prácticas; (c) que los estándares relevantes conforman los requerimientos más demandantes de la razón crítica y que son objetivos, en el sentido de que una persona que deje de aceptarlos como estándares de juicio estará en el error; y (d) que la adhesión a esos estándares relevantes tiende sistemáticamente a promover el florecimiento humano, la realización de las comunidades y los individuos humanos” (Finnis 2011a, 200-201).


3 La ley natural en la tradición Tomista  

Una vez precisado el sentido de la locución “ley natural”, corresponde sintetizar en algunos puntos precisos el núcleo de la doctrina de Tomás de Aquino acerca de esta problemática (en este punto véase Budziszewski 2014, 228 y ss.; asimismo véase también Pope 2002 passim). En primer lugar, conviene decir que “ley natural”, en clave tomista, es un conjunto de principios normativos o proposiciones práctico-normativas primeras que dirigen la conducta humana hacia su bien-perfección integral, y en cuanto tal ese conjunto debe ser distinguido de los estudios filosóficos o científicos que tienen como objeto a esos principios. Estos últimos se denominan “teoría de la ley natural” y, en su conjunto, forman una amplia orientación que se denomina genéricamente “iusnaturalismo”, pero no son propiamente la “ley natural”, sino su estudio sistemático a nivel filosófico (Véase Finnis 2008, 223).

Ahora bien, en estos principios es posible distinguir uno absolutamente primero, que puede denominarse “primer principio práctico” y cuya expresión tomista es “el bien ha de hacerse [“procurarse” en la traducción de Grisez y su escuela] y el mal evitarse” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae –en adelante ST–, I-II, q. 94, a. 2. Sobre los debates existentes acerca del sentido de este principio, véase: May 2004 y Long 2004). Este principio, siempre según Tomás de Aquino, cumple en el orden práctico la misma función que el principio de no-contradicción cumple en el orden especulativo, es decir, sirve de estructura fundamental de todo pensamiento práctico-normativo. En este punto, Ross Armstrong escribe que “‘el bien ha de hacerse y el mal evitarse’ tiene el estatus de un principio directivo y que es de acuerdo con este principio que todos los preceptos de la ley natural deben ser formulados […]; este principio tiene un rol en la ley natural que lo hace distinto de todos los restantes preceptos: es un principio en el cual están fundadas todas las otras prescripciones de la ley natural” (Armstrong 1966, 40. En este texto, la expresión “fundadas” debería entenderse en el sentido de que los restantes principios práctico-normativos participan de su estructura formal). Puede decirse que ese primer principio práctico es como la contextura básica de las normas más determinadas, que prescriben la realización de bienes humanos más específicos en contextos más delimitados.

Y estas normas más determinadas resultan necesarias toda vez que el hombre no actúa por el bien en general, sino por bienes determinados, que son los que resultan proporcionados a la voluntad humana, que no está ordenada –en el aquende la muerte– al bien absoluto sino a bienes de algún modo limitados y específicos. “La diversidad de los bienes básicos no es ni un hecho contingente de la psicología humana ni un accidente de la historia […]. Más bien, al ser aspectos de la realización de las personas, esos bienes se corresponden con las complejidades inherentes a la naturaleza humana” (Grisez, Boyle y Finnis 1987, 107). Y por ello, la vida, la procreación, la salud y la integridad física son bienes humanos básicos en razón de que el hombre es un ser animado; el conocimiento y la apreciación de la belleza son bienes humanos porque el hombre es cognoscente y racional; la amistad, la vida política y las demás formas de vida social son bienes humanos porque el hombre es un ser naturalmente social, y así sucesivamente (Grisez, Boyle y Finnis 1987, 107-108).

Pero además, el Aquinate hace referencia en este punto no sólo a la naturaleza humana en sí misma (“La ley natural es consecuencia de la naturaleza humana” ST, I-II, q. 94, a. 2, 2ª objeción) y a los bienes humanos (“Todos los demás preceptos […] tendrán carácter de preceptos de ley natural en cuanto la razón práctica los aprehenda como [ordenados a los] bienes humanos” Ibídem), sino también a las inclinaciones que tienden a esos bienes (“todas las cosas hacia las que el hombre siente inclinación natural, son aprehendidas naturalmente como buenas y consecuentemente como que han de realizarse” Ibídem). Y paralelamente a estas tres referencias, diferentes grupos de autores han defendido diversas doctrinas acerca de la prioridad o posterioridad de cada una de esas realidades al momento de la determinación epistémica de los contenidos de la ley natural.

El primero de estos grupos es el que puede llamarse “derivacionista”, ya que los autores que lo integran sostienen que la materia de las normas de la ley natural se obtiene por derivación a partir de las dimensiones constitutivas de la naturaleza humana. “El bien concreto para el hombre –afirma Copleston– solo puede ser conocido por una reflexión sobre la naturaleza humana tal como se la conoce por la experiencia” (Copleston 1991, 232). Y por su parte, Anthony Lisska sostiene que “la concepción del bien […] tal como es discutida por Aristóteles y Tomás de Aquino, está derivada de la esencia o naturaleza humana. El concepto aristotélico de esencia humana […] resulta mejor dilucidado en términos de un conjunto de propiedades disposicionales. En Aristóteles y el Aquinate los bienes humanos, en cuanto fines, están conectados con la estructura de la persona humana” (Lisska 1995, 143). Por lo tanto, según estos autores y los que piensan como ellos, el modo adecuado de conocer el contenido de las normas de la ley natural, es el de conocer previamente las dimensiones centrales del modo de ser del hombre y luego inferir de allí cuales son los bienes humanos y las normas y principios que a ellos se ordenan.

Por otra parte, un segundo grupo de autores, que puede llamarse “inclinacionista”, sostiene que esos contenidos se conocen a partir de las inclinaciones naturales del hombre, que Tomás de Aquino reduce a tres: (i) inclinación a la conservación de la vida e integridad física, (ii) a la procreación y educación de la prole y (iii) a la vida social y el conocimiento de la verdad (ST, I-II, q. 94, a. 2). Cada una de estas inclinaciones se corresponde con una de las dimensiones de la naturaleza humana: la vegetativa, la animada y la racional y, según estos intérpretes del Aquinate, estas inclinaciones resultarían la fuente privilegiada para el conocimiento de las normas de la ley natural. En ese sentido, Reginaldo Pizzorni afirma que “Santo Tomás determina el contenido del derecho natural en base a las tres inclinaciones esenciales del hombre” (Pizzorni 1974, 210; Véase también Composta 1971, 70-106).

Finalmente, otro conjunto de autores –el tercero, que puede denominarse “intuicionista” – coloca el punto de partida del conocimiento de los contenidos de las normas éticas naturales en la captación inmediata o intuitiva de las determinaciones centrales del bien humano o “bienes humanos básicos” (en especial, véase Finnis 2011b, 59-99). Para estos pensadores, el orden del conocimiento de la ley natural no es idéntico al orden de la dependencia ontológica de sus contenidos normativos, ya que según un principio defendido por Tomás de Aquino –llamado por Finnis “principio epistemológico”– el conocimiento de la naturaleza humana depende epistémicamente del de sus facultades o inclinaciones, facultades que a su vez se conocen por sus actividades, las que por su parte se especifican por sus objetos.

De este modo, v.gr., la naturaleza libre del hombre se conoce a través del ejercicio de la voluntad electiva, cuyo carácter se aprehende por medio del conocimiento de sus actividades autónomas, que solo puede ejercerse en el ámbito de las realidades contingentes. En el caso del conocimiento de los contenidos de la ley natural, Finnis afirma que este se inicia por la aprehensión por autoevidencia de los bienes humanos básicos, los que a su vez hacen posible aprehender las praxis humanas que los tienen por objeto, praxis que son el medio de conocer las potencias o facultades del hombre, facultades que indican las dimensiones de la naturaleza en las que arraigan y hacen posible percibir y discernir concepto de naturaleza humana (Finnis 2011c, 147).

Finnis precisa en este punto que “si cambiamos del modo epistemológico al ontológico, el mismo principio metodológico, en su aplicación a los seres humanos, presupone y por lo tanto implica que la bondad de todos los bienes humanos […] está derivada de (i.e. depende de) la naturaleza, a la que, en razón de su bondad, esos bienes perfeccionan. Porque esos bienes –que en cuanto fines son las rationes de las normas o ‘deberes’ prácticos– no perfeccionarían esa naturaleza si ella fuera distinta de lo que es. Por lo tanto, el debe depende ontológicamente –y en este sentido seguramente puede decirse que está derivado de– el es” (Ibídem). Por lo tanto, queda en claro que este autor reconoce expresa, explícita e inequívocamente la dependencia, en el orden ontológico o metafísico, de los bienes humanos y de las normas que dirigen hacia ellos, respecto a los rasgos esenciales de la naturaleza humana (véase Massini-Correas 2014).

Ahora bien, gran parte de los pensadores mencionados precedentemente consideran que la vía cognitiva desarrollada por ellos resulta excluyente de las restantes, al menos para todos los efectos prácticos. Como se ha visto, no es el caso de John Finnis, pero esta exclusividad le ha sido reprochada, sin verdadero fundamento en los textos, por varios autores (véase, entre varios otros, Hittinger 1987). Pero si se realiza un análisis riguroso de los textos del Aquinate, queda en claro que las tres orientaciones acerca de la fuente de los contenidos de la ley natural no deberían plantear alternativas excluyentes sino que, por el contrario, esas alternativas resultan complementarias y mutuamente enriquecedoras. Se trata en realidad de distintos puntos de vista, que priorizan diferentes aspectos de una realidad compleja y que pueden ser estructurados armónicamente y sin exclusiones tajantes. De hecho, en el texto del Aquinate al que remite Finnis (“…por los objetos conocemos los actos, por los actos las potencias y por las potencias la esencia [o naturaleza] del alma” Tomás de Aquino 1979, Lec. VI, n. 308) queda en claro que entre los objetos de los actos humanos (los bienes humanos), los actos y las potencias que los realizan y la naturaleza en la que se fundamentan existe una sinergia que puede ser estudiada desde cada uno de sus elementos con un resultado enriquecedor y no excluyente.

Pero además, el conocimiento práctico de los principios y normas de la ley natural ha sido desarrollado por el Aquinate de un modo exhaustivo, que aquí no puede sino sintetizarse someramente. En efecto, para Tomás de Aquino el primer principio práctico se conoce por evidencia y por ello es “indemostrable” (indemonstrabile), ya que en cuanto el hombre se enfrenta a un problema práctico capta de un modo inmediato que “lo bueno ha de hacerse y lo malo evitarse” (ST, I-II, q. 94, a. 2). Esta evidencia se da en el marco de una capacidad natural para juzgar rectamente, que el Aquinate denomina “sindéresis” y que funciona como un hábito intelectual natural de los primeros principios prácticos (Acerca de la sindéresis en el pensamiento tomista, véase: ST, I-II, q. 94, a. 1, ad 2 y I, q. 79, a. 12. Asimismo, véase: McInerny 1997, 100-103; Westberg 1994, 100-105 y passim y Bourke 1980, 623 y passim). Pero también se captan por evidencia y por medio de la sindéresis los principios “segundos” de la ley natural, que se constituyen a partir de los bienes hacia los cuales el hombre siente “inclinación natural”. Estos bienes, enumerados expresamente por el Aquinate, son la vida y todo lo que ella implica; la procreación, crianza y educación de los hijos; la vida social; el conocimiento y la conducta racional o razonabilidad práctica. Pero hay que destacar que esta enumeración no es exhaustiva, toda vez que, al hablar de la tercera de las inclinaciones naturales, la más propiamente humana, concluye que a ella pertenecen otros bienes semejantes (et cetera huiusmodi), además de la vida social y el conocimiento.

En este punto, conforme a la amplitud expresada por el Aquinate, varios autores contemporáneos han propuesto diferentes listas de bienes humanos básicos, que a pesar de la diversidad conservan no obstante un cierto núcleo común. De este modo Germain Grisez, John Finnis, T.D. Chappell, Mark Murphy y Alfonso Gómez Lobo (por todos: Gómez Lobo 2006, 25-45) han elaborado nóminas de bienes humanos que incluyen entre otros la vida y la salud, la razonabilidad práctica, la vida familiar y la procreación, la vida social, el trabajo y las actividades lúdicas, la experiencia estética, el conocimiento y (aunque no todos) la religión. Estos bienes humanos justifican las proposiciones normativas que dirigen la conducta hacia la realización humana, sean estas principiales (universalísimas y cognoscibles directamente) o preceptivas, es decir, que incluyen ciertos elementos o circunstancias particulares, aunque sea genéricamente determinados. Esta reducción o concreción de los principios hacia las normas se lleva a cabo, según el Aquinate, de dos modos principales: por conclusión o inferencia a partir de las proposiciones primeras, o bien por determinación de lo que se encuentra indeterminado en los principios (ST, I-II, q. 95, a. 4). De este modo, queda completo el esquema del conocimiento práctico en la sistemática del Maestro de Aquino: primer principio práctico, principios segundos, y normas inferidas o determinadas forman una continuidad sinérgica que explica de modo consecuente la dinámica de la racionalidad práctico-moral (en este punto, véase Simon 2002).

Queda por precisar que estos bienes humanos funcionan como razones para el obrar, es decir como el fundamento de normas de conducta que dirigen las acciones humanas hacia esos mismos bienes. “Las razones normativas –escribe Robert Audi– son razones (en el sentido de bases objetivas) que hay para realizar algo […]; ellas determinan lo que es racional para nosotros hacer cuando, en virtud de una o más de ellas, tenemos razón adecuada para una acción, como si tuviéramos razones prácticas para hacer algo y no razones para no hacerlo” (Audi 2015, 15). Aquellos bienes son, por lo tanto, los que dan razón objetiva (es decir, fundada en una realidad trascendente al sujeto de acción) del sentido u ordenación de la conducta humana electiva.

En resumen, es posible afirmar que, conforme a la doctrina de Tomás de Aquino, la doctrina del realismo ético que corresponde a la Tradición Central de Occidente se estructura en torno a las siguientes afirmaciones: (i) en el orden práctico-moral, la dirección de la conducta humana hacia el bien o perfección del hombre, hacia su acabamiento o realización, se realiza principalmente a través de leyes-normas, es decir, de proposiciones prácticas que se ordenan hacia el bien humano común y personal; (ii) estas proposiciones tienen carácter racional no sólo porque son producto de la facultad racional, sino porque su contenido es una medida u orientación razonable del obrar humano hacia el bien (Véase, acerca de la función de la noción de “bien” en la ética: Clavier 2010, passim); en otros términos, el referente de estas proposiciones es una relación de adecuación entre una conducta y una concreción objetiva del bien humano, aunque en cada norma concreta existe cierta medida de elaboración humana (podría decirse de “construcción”) que determina la vía precisa de la ordenación de la conducta hacia alguna dimensión del bien humano; (iii) el descubrimiento de esos bienes se realiza, en primer lugar, a partir de la aprehensión por evidencia del primer principio práctico (conocido con ayuda de la sindéresis) y de los preceptos normativos universales que se siguen estructuralmente de él, pero también por referencia al fundamento ontológico de los bienes, radicado en las dimensiones centrales de la naturaleza humana y expresado en las inclinaciones naturales hacia los bienes humanos; (iv) la ley natural funciona como elemento preceptivo y crítico respecto de las leyes humanas positivas, jurídicas o no, que resultan correctas en la medida en que se adecuan a las exigencias de la ley natural; (v) los bienes humanos y los preceptos de la ley natural que a ellos se ordenan proporcionan razones para la acción humana correcta, es decir, fundamentan y justifican objetivamente el sentido ético de la acción humana (véase en este punto Daguet 2015, 209-266).


4 El renacer de la ética de las virtudes  

La filosofía práctico-moral de Tomás de Aquino se caracteriza especialmente por la pluralidad y riqueza de sus elementos y perspectivas de estudio; de este modo, el Aquinate ha compuesto una ética que considera los bienes, las normas, las acciones y las virtudes, todo ello en una sinergia analógica que las armoniza de modo notable. En especial, Tomás de Aquino establece una íntima vinculación entre la ley natural y la virtud cuando afirma que “siendo el alma racional la forma propia del hombre, hay en cada uno de ellos una inclinación natural a obrar conforme a la razón; y obrar así es obrar virtuosamente. Por consiguiente […] todos los actos de virtud pertenecen a la ley natural, porque la propia razón dicta naturalmente a cada cual que obre virtuosamente” (ST, I-II, q. 94, a. 3).

Pero esta vinculación entre la ley natural y la virtud fue difuminándose en los autores escolásticos posteriores al Aquinate, probablemente por influencia del nominalismo occamista (en este tema, véase Bastit 1990, passim), hasta desaparecer en la mayoría de los representantes de la Escuela Moderna de Derecho Natural. De este modo, la ética polifacética de Tomás de Aquino fue transformándose paulatinamente en una ética legalista, constituida por un sistema de normas estrictamente racional, que dejaba de lado los bienes humanos, la teoría de la acción y la doctrina de la virtud. Todo este proceso culmina en la ética formalista y deontológica kantiana, en la que los bienes y las virtudes se encuentran ausentes a todos los efectos teóricos y prácticos (sobre este proceso, véase Schneewind 2009).

Ahora bien, este modelo normativista y deontologista de la ética moderna fue objeto de numerosas críticas, entre las que se destacan, desde una perspectiva fenomenológica, las elaboradas por Max Scheler en su famoso libro El formalismo en la ética y la ética material de los valores. Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético (Scheler 2001). Pero además de las críticas fenomenológicas y hermenéuticas, desde la perspectiva de la filosofía analítica anglosajona tuvo lugar, después de la Segunda guerra mundial, el surgimiento de nuevas alternativas al deontologismo formalista propugnado por Kant y sus seguidores. Una de estas alternativas fue la de una refundación del utilitarismo en clave consecuencialista; la otra, la de una reformulación de la ética de las virtudes a través de la propuesta de un retorno a la filosofía práctica aristotélica, tarea en la que la primer representante notoria fue la filósofa inglesa Elizabeth Anscombe.

Esta profesora de Cambridge, católica y discípula de Wittgenstein, escribió en 1958 un extenso artículo que fue publicado en la revista Philosophy con el título de Modern Moral Philosophy (Se citará aquí según la versión reproducida en el volumen colectivo editado por Crisp y Slote 1997, 26-44 –en adelante MMP–. Sobre la biografía y el pensamiento de Anscombe, véase: Torralba 2005). En ese trabajo, Anscombe critica acerbamente el modelo de la ética legalista y deontológica, sobre la base de que “los conceptos de obligación y deber –es decir, de obligación y deber morales– y de lo que es moralmente correcto o incorrecto, […] han de ser desechados […] porque resultan ser el resabio de una concepción anterior de la ética que ya está generalmente superada y sin esta concepción resultan perjudiciales” (MMP, 25). Esta concepción que ha sido –o está siendo– abandonada es la cristiana, es decir, aquella según la cual –afirma Anscombe– el modelo aristotélico de ética de virtudes fue sustituido por un paradigma legalista. “Entre Aristóteles y nosotros –escribe esta autora– apareció el cristianismo con su modelo legalista de la ética, puesto que el cristianismo deriva sus nociones éticas de la Torah […]. Como consecuencia del predominio del cristianismo durante muchos siglos, los conceptos de estar constreñido, autorizado o excusado, calaron hondamente en nuestro lenguaje y pensamiento” (MMP, 30).

Ahora bien, para Anscombe, en el transcurso de la Edad Moderna, pero sobre todo de la Contemporánea, las vivencias cristianas han ido perdiendo influencia social y cultural, en especial la idea de Dios legislador, que es la que da origen a los conceptos de “obligación”, “deber” y “constricción”, así como los de “corrección” e “incorrección”. “Esta –escribe esta autora– si no me equivoco, es la interesante situación de la supervivencia de unos conceptos fuera de la estructura de pensamiento que los hacía verdaderamente inteligibles” (MMP, 31. Acerca de esta tesis, véase: Massini-Correas 2015a, 27-31). Ahora bien, resulta indudable para Anscombe que esos conceptos legalistas pierden todo su sentido una vez que se ha debilitado el contexto de ideas que los hacía comprensibles; esos conceptos se han transformado en palabras con una fuerza meramente “hipnótica”, pero carentes de significación real.

José María Torralba resume esta tesis diciendo que el sentido legalista “es el sentido en el que ‘lo moral’ quedó configurado en función de ‘lo debido’ y el deber moral adquirió el sentido jurídico procedente de las teorías racionalistas del derecho natural […]. La ley y el deber moral ocuparon así el lugar que hasta entonces correspondía al bien humano teleológicamente constituido. Por último, la virtud pasó a significar la capacidad de seguir las leyes” (Torralba 2005, 84); de este modo, la idea de virtud dejó de referirse a las excelencias humanas o hábitos perfectivos. En definitiva, la estructura propia de la ética clásica –en especial la Aristotélica– fue completamente invertida y finalmente descartada.

En vistas a esta situación de pérdida de sentido de los conceptos morales, Anscombe propone como solución “buscar ‘normas’ en la ética de las virtudes humanas, según la cual la especie humana tendría determinadas propiedades de las que surgirían las normas éticas; pero en este caso, las normas morales habrían dejado de tener el sentido de ‘leyes’ de corrección, y se habría pasado a otro modelo de la ética” (MMP, 39-40). Es decir, al modelo según el cual habría que volver a hablar de hombres y conductas ‘justas’ o ‘buenas’ en lugar de ‘correctas’ o ‘incorrectas’, y llevar adelante una explicación adecuada de la naturaleza humana, de la acción intencional y del adecuado desarrollo o florecimiento humano a través de la conducta virtuosa. “La especie hombre –concluye esta autora– desde un punto de vista no meramente biológico, sino vista desde el ejercicio de la actividad del pensamiento y de la elección respecto de los distintos aspectos de la vida […] ‘tiene’ unas determinadas virtudes y este ‘hombre’ con el conjunto completo de las virtudes, será la ‘norma’ […]. Pero en este sentido, ‘norma’ ha dejado de ser el equivalente aproximado de ‘ley’. Y en este mismo sentido, la noción de norma nos acerca más a un modelo aristotélico de la ética que a un modelo legalista” (MMP, 40; Véase: Massini-Correas 2015a, 38-41).

Esta propuesta de la filósofa inglesa, que aparece efectivamente como novedosa y original, tiene no obstante algunas debilidades. La primera de ellas es que su diagnóstico acerca de la situación pasada y presente de la teoría ética resulta excesivamente simplista; en efecto, no es posible calificar sin más a la ética de Tomás de Aquino como legalista, cuando en realidad el Aquinate dedica bastantes más cuestiones a las virtudes que a las leyes de diferentes especies, tal como lo han mostrado entre otros Josef Pieper y Giussepe Abbà (Véase Abbà 1996, 65-68 y Abbà 1983 y 1989). Y la segunda debilidad radica en que Anscombe, si bien ha hablado de las virtudes en varios lugares de su extensa obra, no ha desarrollado una teoría sistemática de la ética de virtudes conforme a lo esbozado en su artículo original. Efectivamente, la autora habla de virtudes (a veces en el sentido de ‘facultades’), de la naturaleza humana como fundamento de las normas éticas, de la existencia de “absolutos morales”, pero no ofrece una doctrina ética metódica y completa, que sistematice los diferentes aspectos que necesariamente ha de abordar un filosofía moral.

Esta tarea ha sido llevada a cabo por otros autores posteriores, entre los que se han destacado el marido de Anscombe, Peter Geach (The Virtues), su colega de Oxford Philippa Foot (Virtues and Vices), Georg Henrik von Wright (The Varieties of Goodness), Rosalind Hursthouse (On Virtue Ethics), Alasdair MacIntyre (After Virtue), Gioseppe Abbà (Felicità, vita buona e virtù), Christina Hoff Sommers (Vice and Virtue in Everyday Life), Roger Crisp y Michel Slote (Virtue Ethics), Jean Porter (The Recovery of Virtue), Josef Pieper (Las virtudes fundamentales), Stanley Hauerwas (Vision and Virtue) y, en el ámbito de la Bioética, E.D. Pellegrino y D.C. Thomasma (The Virtues in Medical Practice) y Jorge J. Ferrer y Juan C. Álvarez (Para fundamentar la bioética) (Por todos ver Ferrer y Álvarez 2003, 183-204; también consúltese, para una visión completa de la ética de virtudes, Crisp y Slote 1997, passim).


5 Notas de las éticas de virtudes  

Estos autores no forman propiamente una “escuela” de pensamiento, sino que tienen puntos de vista significativamente divergentes en varios aspectos (véase Hursthouse 2016), pero es posible descubrir en sus obras algunos caracteres y perspectivas comunes. El primero de estos caracteres es que la mayoría de las éticas de las virtudes aparecen como reacción a las corrientes legalistas-deontológicas propias de la Edad Moderna, así como de las utilitaristas difundidas en la Edad Contemporánea, en especial en los países anglosajones. “En los primeros días de la restauración de la ética de las virtudes –escribe Hurthouse– esa aproximación fue asociada con una tesis ‘anti-codificación’ en el campo ético, dirigida contra las direcciones prevalecientes de teoría ética normativa. En ese tiempo, los utilitaristas y los deontologistas en general (aunque no universalmente) sostenían que la tarea de una teoría ética era la de contar con un código de reglas o principios universales” (Hursthouse 2016).

Frente a esa pretensión principialista, los teóricos de la ética de las virtudes proponen, luego de acusar a sus oponentes de plantear una solución simplista e irreal a la problemática ética, centrar la moralidad más bien en los rasgos o caracteres de la personalidad de los sujetos morales. Para estos autores, estos rasgos son los que determinan principalmente la conducta de las personas, y no un sistema racional de principios abstractos. “Poseer una virtud significa ser un específico tipo de persona con una cierta mentalidad compleja […]. El aspecto más significativo de esa mentalidad es la aceptación sincera de un cierto tipo de consideraciones como razones para la acción […]. La persona honesta [virtuosa] reconoce que ‘esto es una mentira’ como una razón fuerte (aunque quizás no sobrepasable) para no realizar ciertas afirmaciones en ciertas circunstancias y da el peso necesario, pero no sobrepasable, a ‘esto es verdad’ como una razón para hacer esa afirmación” (Hursthouse 2016). En otras palabras: las virtudes darían razones para la acción, más fuertes y más efectivas que las proporcionadas por los deberes y los principios.

El segundo de los caracteres de las éticas de las virtudes radica en que, en general, otorgan un especial valor a la prudencia o sabiduría práctica al momento de determinar los contenidos de la ética normativa. En efecto, desde sus orígenes en el pensamiento aristotélico, la ética de virtudes ha apelado a la noción de phrónesis o prudentia, virtud intelectual del conocimiento práctico, para la determinación de los componentes concretos o elementos de la conducta virtuosa, así como al recurso heurístico a lo que pensaría el phrónimos (sabio-virtuoso) para el conocimiento de las guías concretas de la acción humana (véase Aubenque 1976, passim; y 2011, 11-46; también véase Kraut 2002, 50-97). Ahora bien, la virtud intelectual de la prudencia, para emitir sus dictámenes, necesita referirlos a ciertos bienes particulares, que son los que les dan sentido y contenido ético, con lo cual, además de la virtud propiamente dicha: la justicia, el coraje, la moderación, etc., las éticas de las virtudes han de hacer remisión a una imagen de la vida buena o eudaimonía. “La sabiduría [práctica] –dice Philippa Foot en un valioso trabajo sobre las virtudes– presupone buenos fines” (Foot 1994, 20). Este sería el tercero de los caracteres relevantes.

Pero estos bienes a los que se ordenan las virtudes y que constituyen la fuente de sus contenidos, al menos para ciertos autores como Alasdair MacIntyre, son el resultado de ciertas prácticas sociales; en otras palabras, se constituyen en el marco de comunidades de vida y de actividad. “Una virtud –escribe este autor– es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas [sociales] cuya carencia nos impide efectivamente alcanzar (achieve) cualquiera de esos bienes” (MacIntyre 2010, 191). Aquí se ve claramente la sinergia existente, para este autor, entre virtudes, bienes y estructuras o prácticas sociales. El problema en el pensamiento de MacIntyre, al menos en este libro, es que la estricta dependencia de los bienes de las diferentes prácticas sociales de las diversas sociedades puede llevar a una comprensión relativista de la eticidad; de hecho, hay autores que lo han criticado por esta posibilidad (sobre esto véase Knight 2007, 150 ss.).

Pero es también sabido que MacIntyre, en algunas obras posteriores, ha abandonado esta posición y se ha comprometido con una visión claramente objetivista y universalista del conocimiento moral. Este autor “ha ido colocando crecientemente su propio concepto de virtud en el esquema metafísico del aristotelismo tradicional, trabajando desde los fines últimos de la indagación tomista y aristotélica hasta sus primeros principios, donde encuentra una medida no-relativa para las exigencias morales […]. El movimiento de MacIntyre en dirección a una explicación robusta de la naturaleza del ser humano y de su acción, ya es evidente en Whose Justice? Which Rationality?. Aquí subordina su discurso acerca de los ‘bienes intrínsecos’ a una nueva terminología de los ‘bienes de excelencia’. Esta expresión claramente implica que estas excelencias, aretai o virtudes, son propiedades no primariamente de las prácticas como fenómenos sociales, sino de sus participantes en cuanto seres humanos individuales” (Knight 2007, 151). En definitiva, la posición final del filósofo escocés –y aquí ya estamos en la cuarta de las características de las éticas de las virtudes– termina aceptando un realismo ético que tiene como término de adecuación una naturaleza humana concebida de modo universalista y personal.

Algo similar ocurre con el pensamiento de Philippa Foot quien, luego de haberse iniciado en la ética de las virtudes de la mano de Elizabeth Anscombe, en su última obra, Natural Goodness (Foot 2001), critica acerbamente la filosofía moral británica no-cognitivista de Hume a nuestros días por considerarla estéril y contradictoria. Y luego de esta impugnación propone un esquema realista-naturalista según el cual los seres humanos, al igual que los animales y las plantas, poseen una naturaleza específica que marca las líneas centrales de su desarrollo y florecimiento o realización. Por supuesto que en el caso de los humanos, el proceso de su realización en cuanto tales es más complejo y está sujeto a los avatares de la libertad, pero las líneas centrales o estructura central de ese proceso de realización están incoativamente insertas en su naturaleza esencial. De ese modo, podrá decirse de un hombre que es bueno en cuanto cumpla con las exigencias de sus funciones esenciales, en una versión remozada en clave analítica del aristotélico “argumento de la función” (Foot 2001, 40 y passim).

“Sin embargo –escribe en este sentido Foot– a pesar de la diversidad que existe en la vida humana, se puede señalar una serie de claves muy generales acerca de cuáles son sus necesidades, es decir, acerca de qué es lo que supone el bien en general para los seres humanos, aunque sólo sea tomando como punto de partida la idea negativa de la privación humana […]. Para determinar en qué consiste la bondad y la deficiencia en el carácter, las actitudes y las elecciones, debemos examinar cómo viven y en qué consiste el bien para los seres humanos: en otras palabras, qué clase de ser vivo es un ser humano” (Foot 2001, 43-51). Esto significa que, para la filósofa inglesa, las virtudes se ordenan al bien humano, el que a su vez depende del modo propio de ser o índole humana, la que se conoce a partir de la experiencia de las que el Estagirita denominaba las “cosas humanas”. Se trata, efectivamente, de una buena síntesis del realismo ético.


6 Otras versiones del realismo ético  

Pero además de las versiones del realismo ético que pueden denominarse “aristotélicas” y que integran la tradición central de occidente o tradición clásica, existen otras que arriban a conclusiones similares a partir de visiones filosóficas parcialmente diferentes, ya que de hecho se percibe en ellas un cierto trasfondo platónico. De estas concepciones alternativas se hará una referencia breve solo a la propuesta por uno de estos autores contemporáneos, el norteamericano Michael S. Moore (También revisten especial interés los desarrollos de Brink, en especial los consignados en su obra de 1989; véase asimismo: Brink 2011). Este autor es actualmente Charles R. Walgreen Jr. Professor en la Universidad de Illinois, y anteriormente revistó como profesor de filosofía y de derecho en las universidades de San Diego, de Pennsylvania, de California en Berkeley, de Harvard y de Southern California. Sus libros principales en el ámbito de la Ética y la Teoría del Derecho son: Causation and Responsibility: An Essay in Law, Morals, and Metaphysics (2009), Objectivity in Law and Ethics: Essays in Moral and Legal Ontology (2004), y Educating Oneself in Public: Critical Essays in Jurisprudence (2000). Además de estos libros ha escrito otros, principalmente en materia de Derecho Penal, y muy numerosos artículos, la mayoría de ellos bastante extensos, de entre los cuales corresponde mencionar algunos dedicados específicamente al problema del realismo ético y jurídico: “Moral Reality” (1982), “Law as Justice” (2001), “Law as a Functional Kind” (1992a, en adelante LFK), y “Moral Reality Revisited” (1992b). La siguiente exposición del realismo ético se basará fundamentalmente en estos últimos artículos (Acerca del pensamiento filosófico de M.S. Moore, véase: Kessler Ferzan y Morse 2016; y desde un punto de vista crítico, véase Bix 1995. Una evaluación de este último artículo puede verse en Massini-Correas 2008, 53-57).

El interés de Moore por el realismo ético aparece como derivado, tal como ocurre en la mayoría de los juristas-filósofos, por su búsqueda de una explicación y justificación racional sólida del fenómeno jurídico. Esta búsqueda ha llevado al autor a indagar acerca de los fundamentos filosóficos, principalmente epistémicos, éticos y ontológicos, de la existencia y autoridad del derecho. En efecto, en el trabajo titulado “Law as a Functional Kind”, Moore comienza por colocar a su pensamiento dentro de los parámetros del iusnaturalismo, es decir, de la Teoría del Derecho Natural, a la que atribuye una reciente revalorización, en razón fundamentalmente de una paralela revalorización del realismo ético (LFK, 188). Para el autor mencionado, las tesis propias del iusnaturalismo realista son dos principales: (i) existen verdades morales objetivas (tesis del realismo moral); y (ii) la verdad de cualquier proposición jurídica depende necesariamente, al menos en parte, de la verdad de ciertas proposiciones morales correspondientes a las jurídicas (tesis relacional) (LFK 189-190).

Respecto de la primera de las tesis, Moore explica que para algunos autores “derecho natural”, “es un sinónimo del mismo realismo moral. Los juristas habitualmente utilizan la frase ‘derecho natural’ para referirse a cualquier posición meta-ética objetivista. Un jurista iusnaturalista es, en este sentido meta-ético amplio, quien sostiene que la verdad de cualquier proposición moral radica en su correspondencia con una realidad moral independiente de la mente y de las convenciones” (LFK, 190). Y refiriéndose explícitamente a su propia posición en este punto afirma que “si bien la teoría del derecho iusnaturalista que yo defiendo está comprometida con el primero de los sentidos de ‘derecho natural’ –el sentido de realismo moral [que se explicita en el párrafo anterior]– no lo está con el naturalismo, el naturalismo de la naturaleza humana o el naturalismo religioso. Uno puede ser ateo y todo lo no naturalista en metafísica que le guste y todavía ser un iusnaturalista en el sentido propuesto por mí” (LFK, 191-192).

Ahora bien, ¿cuál es la realidad a la que se refieren necesariamente la moral y el derecho para establecer la verdad de una proposición jurídica o moral? Por supuesto que al hablar aquí de “verdad” se está haciendo referencia a la verdad como “correspondencia con la realidad”, y no como coherencia, convención, juego del lenguaje, descubrimiento, etc. (en este punto, véase Nicolás y Frápolli 1997, passim). Moore afirma en este punto que las tesis ontológicas del realismo son dos: “primero, la tesis existencial que sostiene la existencia de las entidades en cuestión, sean ellas números, derechos jurídicos, estados mentales o cualidades morales; segundo, la tesis de la independencia, que afirma la independencia respecto de la mente de las entidades en cuestión. Esta segunda tesis afirma que, por ejemplo, los electrones pueden existir aun si uno no tiene pensamientos acerca de ellos y, por supuesto, si nosotros no existimos” (Moore 1992b, 2433).

Del mismo modo que los electrones del ejemplo de Moore, las cualidades morales tienen –para este autor– una existencia real independiente de la conciencia o actitudes mentales del observador; “si los hechos morales son tan reales como cualquier otro hecho –lo que, dicho crudamente, es lo que sostiene la tesis del realismo moral– ¿cómo difieren esos hechos de los restantes hechos, como el hecho de que una acción sea motivada por el deseo de ver sufrir a otro?” (LFK, 195). En el caso del derecho, Moore sostiene que la realidad que es el referente de las proposiciones jurídicas es de carácter funcional, es decir, se muestra como el quehacer propio de la naturaleza del derecho, que radica en su ordenación a la realización del bien común, bien que reviste carácter coordinativo de las acciones humanas en sociedad para el logro de sus bienes naturales (véase Moore 2001, 119-145). En este punto, Moore remite a Finnis, para quien el sentido (moral) propio del derecho radica en su servicio al bien común, que para el autor australiano tiene esencialmente un carácter coordinativo (LFK, 215).

Pero en el caso específico de la moral, Moore no recurre propiamente al argumento funcionalista, sino que sostiene que las proposiciones morales o evaluativas se refieren directamente a propiedades morales reales; ahora bien, en estos casos “es mejor focalizarse en el elemento prescriptivo de las evaluaciones: una propiedad moral no solo nos provee de una razón para creer que ella existe, como cualquier otra propiedad; una propiedad moral tiene también en sí misma una cualidad: que ‘ha de ser hecha’, construida en sí misma en el sentido de que su existencia da a los actores racionales una razón para actuar […]. Una propiedad moral da a los actores racionales una razón objetiva para la acción”. Y más adelante se pregunta: “¿todas estas [razones para la acción] cuentan como razones morales y por lo tanto las propiedades que les dan origen cuentan como propiedades morales? Para la noción de moralidad que a mí me interesa, la respuesta es que sí. La moralidad […] por supuesto incluye propiedades como justicia o injusticia, ecuanimidad, correcto e incorrecto, entidades como derechos y deberes – las propiedades y entidades que proporcionan razones obligantes, razones deontológicas, o moralidad en su sentido más estricto” (LFK 196).

Ahora bien, estas cualidades morales que dan razones para la acción (así como para las obligaciones, los derechos y así sucesivamente) provienen para el realismo de Moore de la experiencia de la realidad moral: “la aseveración de la metafísica [moral] realista es sólo que las tesis realistas alcanzan un mejor sentido de la experiencia que la mayoría de nosotros experimenta las más de las veces” (LFK, 228). Moore se explaya en el carácter funcional del objeto de la experiencia en el caso del derecho, pero no se extiende del mismo modo en lo que hace a la experiencia moral; sostiene que las propiedades morales: generosidad, veracidad, desprecio, crueldad, etc., tienen una existencia independiente de la mente del observador y de las convenciones sociales, pero no entra en detalle acerca de su categorización metafísica o su naturaleza esencial. Esto deja indudablemente un vacío en la propuesta del autor norteamericano, que sería de desear llenara adecuadamente en futuras publicaciones sobre esa problemática.

Pero no obstante lo expuesto anteriormente, para este autor el realismo metafísico-moral tiene sus límites epistémicos: “la metafísica –afirma– no es una panacea para las dos cuestiones permanentes de la ética: cómo debemos vivir nuestras vidas individuales, y cómo debemos diseñar nuestra sociedad. Nuestras creencias metafísicas representan, no obstante, lo que pensamos que estamos haciendo cuando respondemos a cada una de esas preguntas. Como toda reflexión abstracta acerca de nuestras prácticas, el modo como respondemos las cuestiones metafísicas colorea las prácticas. Ese es el poder del pensamiento, incluido el pensamiento metafísico” (Moore 1992b, 2533).

En definitiva, Moore propone una forma de realismo moral, que denomina “metafísico”, en el que las cualidades o propiedades morales –que denomina “naturales”–aparecen como teniendo una entidad propia, en un sentido similar al platónico. Y por esto, su pensamiento no se vincula a los realismos de corte aristotélico, en los que las cualidades morales se vinculan a fines proporcionados a las dimensiones centrales de la naturaleza humana, y menos aún a los realismos teístas en los que el fundamento de las cualidades morales radica en alguna vinculación con la divinidad y sus mandatos (LFK, 191 y passim). Tampoco existe en Moore un desarrollo sistemático de la noción de razón práctica, que enriquecería notablemente las explicaciones y justificaciones de la dirección normativa de la acción humana, así como nada –o casi nada– referido a la noción de bien humano, cuyo papel en la ética no puede ser negado ni desatendido sin perder de vista su sentido esencial.

En realidad, el especial valor de los estudios de Moore en lo que respecta al realismo moral radica en la aguda e inteligente crítica que efectúa a los oponentes y críticos de esa perspectiva, en especial al subjetivismo, al convencionalismo, al interpretativismo de Ronald Dworkin y a las filosofías lingüísticas de tipo wittgensteiniano, como la propuesta por Brian Bix. No ocurre otro tanto con las impugnaciones que dedica a la iusfilosofía de John Finnis, a la que ataca de un modo excesivamente simplista y basándose en una incomprensión básica (LFK, 215). Pero, como se ha dicho más arriba, su formulación positiva de la doctrina del realismo ético deja demasiados cabos sueltos y en especial un vacío fundamental al momento de determinar la categorización y la entidad de las propiedades morales consideradas en sí mismas.


7 Las objeciones al realismo ético: la ‘ley’ de Hume  

Si bien el realismo ético se desarrolló como la corriente central de la ética occidental desde sus orígenes griegos hasta los maestros medievales, a partir de los albores de la Edad Moderna esta perspectiva fue siendo objeto de diferentes impugnaciones y confutaciones. En especial, estas críticas obtuvieron sistematización y difusión a partir de la obra ética de David Hume y principalmente en la obra de sus seguidores analíticos del siglo XX (Cavalier et al 1989, 366-397; asimismo véase Hudson 1969, passim). Estos autores desarrollaron varias críticas a la doctrina tradicional del conocimiento ético y propusieron diferentes alternativas, mayormente de carácter escéptico o no-cognitivista, o bien consecuencialista. En lo que sigue se expondrán algunas de estas confutaciones, explicitándolas brevemente y discutiendo su alcance y valor epistémico, así como sus repercusiones en el ámbito ético-normativo.

La primera y más conocida de las impugnaciones al realismo ético es la generalmente denominada “ley de Hume” y que consiste en sostener la obviedad lógica de que de meras proposiciones descriptivas de estados de cosas no pueden inferirse legítimamente proposiciones normativas. El origen de esta impugnación radica en un párrafo del Treatise de Hume, en el que se sostiene que “en todo sistema de moralidad con el cual me haya topado hasta ahora, he observado que el autor procede por un tiempo siguiendo el modo ordinario de razonar y establece la existencia de un Dios, o realiza observaciones acerca de las cuestiones humanas; pero de golpe me sorprendo al encontrar que, en lugar de las cópulas usuales entre proposiciones, es y no es, no descubro ninguna proposición que no esté conectada con un debe (ought) o no debe (ought not). Este cambio es imperceptible, pero tiene, no obstante, las mayores consecuencias, ya que este debe o no debe expresa una nueva afirmación o relación, y resulta necesario que ella sea destacada y explicada; y al mismo tiempo debe darse alguna razón de lo que aparece como completamente inconcebible: cómo esta nueva relación puede ser una deducción de otras que son enteramente diferentes de ella” (Hume 1985, 521; sobre la filosofía moral de Hume véase Fate Norton 1998 y Bourke 2008, 3-32).

Este párrafo, que ha sido reiterado hasta el hartazgo por los positivistas y en especial por los positivistas analíticos, ha sido la fuente de una serie de argumentos ordenados a refutar de modo definitivo cualquier intento de realismo ético. Así por ejemplo, Ernesto Garzón Valdés ha escrito que “cuando se trata de argumentos que invocan la ‘naturaleza de las cosas’ como fuente del derecho, lo más común es que se pretenda inferir directamente desde el ser, una conclusión de deber ser. Esto es lógicamente imposible, ya que nada que no esté contenido en las premisas puede aparecer en la conclusión. Si en las premisas no figuran, expresa o tácitamente, el deber ser (o alguna otra expresión deóntica) no podemos descubrirlo luego en la conclusión” (Garzón Valdés 1971, 86 –énfasis añadido–; véase también Carrió 1973, 78). Según este y otros autores, la derivación directa de proposiciones normativas a partir de premisas descriptivas de la naturaleza o de las inclinaciones humanas, sería una característica de casi todos los autores realistas y ella invalidaría completamente el núcleo de sus afirmaciones en materia ética o jurídica.

Ahora bien, este argumento, por difundido que esté en el pensamiento práctico contemporáneo, si bien se basa en una regla lógica conocida, su aplicación a las éticas realistas resulta completamente injustificada. En efecto, por una parte, desde los Analíticos de Aristóteles se sabe que en los razonamientos, de cualquier tipo que estos sean, aquello que no se encuentra en las premisas no puede aparecer en la conclusión, ya que no estaríamos frente a un razonamiento propiamente dicho (véase Blanché 1973, 11-33). Por lo tanto, si fuera cierto que, como dice Hume, “todos los sistemas de moralidad con los que me haya topado hasta ahora” intentan derivar proposiciones práctico-morales de proposiciones meramente descriptivas, todos esos sistemas –en general realistas– estarían absolutamente injustificados epistémicamente.

Pero el problema que se plantea a esta afirmación, aparentemente tan simple y contundente, es que en rigor no ha existido casi ningún sistema ético realista que pretenda defender semejante error, comenzando por el de Tomás de Aquino y terminando por el de los autores contemporáneos que lo siguen. De este modo, la impugnación resulta vacía, en ausencia de algún autor relevante en el que hincar sus dientes con pertinencia. Georges Kalinowski, un notable lógico y filósofo franco-polaco, sostiene que, en clave realista, “no se fundan las proposiciones prácticas en proposiciones teóricas por vía de razonamiento. El conocimiento práctico (moral, jurídico, técnico o de otro tipo) tiene sus proposiciones (estimaciones o normas) primeras, del mismo modo como el conocimiento teórico tiene las suyas. Las unas y las otras se justifican racionalmente, de modo perfectamente objetivo, por evidencia […]. Las proposiciones primeras, en cuanto evidentes, no pueden ser, por su naturaleza misma, demostradas. Sólo se puede mostrar su evidencia atrayendo la atención ya sea sobre los conocimientos teóricos capaces de hacerlas aparecer, ya sea sobre las consecuencias manifiestamente inaceptables de su rechazo” (Kalinowski 1971; sobre este tema Kalinowski ha escrito en varios otros lugares, cfr. 1966, 1969a y 1969b).

Y es a partir de estas proposiciones prácticas primeras que menciona Kalinowski que es posible inferir, con la colaboración de otras proposiciones descriptivas, las normas más particulares del conocimiento práctico-normativo. Ahora bien, en este razonamiento que podría denominarse “mixto”, es decir, integrado por premisas especulativas y deónticas, la conclusión habrá de ser necesariamente práctico-deóntica o normativa, toda vez que la conclusión “sigue siempre a la parte más débil” (Blanché 1973, 210), es decir, a la premisa deóntica, en razón de su asimilación con las proposiciones modales, lógicamente más débiles (véase Gardies 1979, 87-106). En definitiva, la imputación de Hume no vulnera la estructura realista de la ética clásica, aunque pueda afectar a algunos autores que hayan pretendido realizar eventualmente esa inferencia peregrina (en este punto véase Massini-Correas 1995, 101-115 y passim).


8 Las objeciones al realismo ético: el no-cognitivismo ético  

La segunda de las objeciones más comúnmente imputadas al realismo ético es la que se ha denominado “no-cognitivismo” y que se resume en la afirmación de que el referente de las proposiciones éticas no es un estado de cosas del mundo, como las notas propias de la naturaleza humana, las dimensiones del bien humano o algo semejante, sino sólo la expresión de una emoción o sentimiento (Emotivismo) o bien una intención de influir sobre la conducta de los demás (Prescriptivismo). El origen de esta posición está también en una afirmación de Hume, aquella según la cual, en el orden de la praxis, “la razón es, y debe ser, sólo la esclava de las pasiones, y no debe pretender jamás otro oficio que el de servirlas y obedecerlas. Como esta opinión puede aparecer de algún modo extraordinaria, no resultaría impropio confirmarla a través de otras consideraciones” (Hume 1985, 462). A partir de este pasaje, conocido como “slave passage”, así como de la afirmación defendida por George Edward Moore en el sentido de que el concepto de bien resulta inanalizable y por lo tanto indefinible (véase Moore 1968, 9-10 y passim), un grupo de pensadores, en especial anglosajones –Más o menos en la misma época, un grupo de pensadores alemanes y austríacos, reunidos en torno al denominado Círculo de Viena, sostuvo una serie de tesis similares a las de estos autores; (en este punto, véase: Soulez 1985)–, elaboró una doctrina según la cual los referentes de las proposiciones éticas no son sino emociones, sentimientos, afecciones o prescripciones, pero jamás una realidad de carácter moral o fáctica existente en el mundo real (véase Massini-Correas 1995, 27-31).

El más combativo de estos autores anglosajones fue Alfred Julius Ayer quien, en su conocido libro Languaje, Truth, and Logic (1970), afirmó que “en todos los casos en que podría decirse que alguien está haciendo un juico ético, la función de la palabra ética es puramente emotiva […]; podemos expresar la significación de las diversas palabras éticas en términos de los diferentes sentimientos que generalmente se considera que expresan y también de las diferentes respuestas [emotivas] para cuya provocación están calculadas” (Ayer 1970, 108). De este modo, para Ayer las proposiciones éticas no implican ninguna afirmación de contenido descriptivo, razón por la cual no serían sino seudo-proposiciones sin referencia semántica alguna. Esto significa que, para este autor, las afirmaciones consideradas habitualmente como morales no diferirían realmente de los gritos o suspiros con los que se manifiestan ciertos sentimientos; y si pudiera existir alguna función especial de las proposiciones práctico-morales, ella sería la de intentar influir en las conductas ajenas o de lograr la aprobación de las propias (Ayer 1979, 216).

En un sentido similar, Charles Stevenson, en su conocido libro The Languaje of Morals, sostiene que las proposiciones éticas tienen un significado meramente emotivo y que “es un significado en el que la respuesta (desde el punto de vista de la persona que escucha) o el estímulo (desde el punto de vista de la persona que habla) son un tipo específico de emociones” (Stevenson 1984, 63). De aquí se sigue que, según estos autores y quienes piensan como ellos, la única referencia posible de las proposiciones práctico-morales o deónticas radica en ciertas emociones de aprobación o de rechazo, según se trate de proposiciones prescriptivas o prohibitivas, es decir, no existe ningún referente deóntico real al que las proposiciones normativas puedan designar. Se trataría en este caso a lo más de una referencia de carácter descriptivo o teorético de ciertas emociones que afectan al emisor del discurso o bien a su receptor. No habría por lo tanto, referencia alguna de carácter práctico, es decir, que designe una realidad de carácter deóntico o práctico moral y que a partir de esa designación pretenda, con fundamento objetivo, dirigir la conducta humana en sentido positivo (impulsando ciertas acciones o tipos de acciones) o negativo (proscribiendo ciertas acciones o tipos de acciones) (Véase Kalinowski 1979). De hecho, solo sería posible en clave emotivista un uso “metaético” de la razón, es decir, referido al estudio de las cualidades lógicas de las proposiciones éticas o a la estructura de sus referentes emotivos. Y la razón quedará subsecuentemente reducida en el ámbito de la ética a una función meramente instrumental o medial para la obtención de ciertos objetivos determinados irracionalmente por las pasiones o emociones del sujeto.

Pareciera que la respuesta principal a la propuesta emotivista radica en que ella incurre en un fallo fundamental: una negación radical de la razón práctico-normativa y, consecuentemente, de su referencialidad propia; en otras palabras, del conocimiento propiamente práctico en todas sus dimensiones. Por eso es que también estos autores se ven obligados a negar la posibilidad de una verdad práctica, es decir, de la posibilidad de una adecuación o concordancia entre ciertas estructuras de la realidad objetiva y las proposiciones prácticas: estimativas, normativas o imperativas. De este modo, no sólo desaparece la ciencia ética (quedaría solo la metaética) sino que la entera dirección del obrar humano resultaría completamente irracional y radicada en el nivel animal del hombre; sería una extraña manera de dirigir el dinamismo de un ser esencialmente racional (véase en este punto Murphy 2007, 39).

La respuesta a este planteo será necesariamente una revalorización de la razón práctica y consecuentemente de la verdad práctica en el ámbito de la dirección de la conducta hacia el logro –siempre incompleto– de la realización humana. A este respecto conviene transcribir un párrafo de José María Barrio en el que se desarrollan con acribia estos conceptos: “También cabe hablar –escribe el profesor de Madrid– de la verdad práctica, la que está directamente concernida en el discurso de la razón práctica, la que pretende no tanto reflejar lo que son las cosas sino orientar inteligentemente la acción humana (praxis). En el discurso práctico, la verdad es la adecuación del intelecto práctico con el apetito recto de modo inmediato y, mediante este, con la naturaleza real de lo apetecido o querido [los bienes humanos], adecuación análoga a la que en el plano teórico se constituye entre el entendimiento especulativo y la realidad” (Barrio 2011, 125).

Y más adelante precisa que “la verdad práctica es posible porque la razón puede discernir en el terreno de lo operable, es decir, de aquello que puede ser traído a la existencia mediante una planificación propositiva. Ahora bien, si existe un uso práctico de la facultad racional, es posible que tal uso sea correcto, es decir, constituya una praxis inteligente, verdaderamente bien realizada […]. A su vez, si la existencia de un uso práctico de la razón supone la posibilidad de que su uso sea correcto –prudente– entonces la realidad efectiva del ‘buen juicio’ supone la necesidad de una verdad práctica (o mejor, de muchas orgánicamente articuladas)” (Barrio 2011, 127-128). Dicho de otro modo: si no se quiere que la función de la razón en el ámbito de la valoración y dirección de la conducta humana quede reducida a la mínima expresión consistente en la búsqueda de los medios para objetivos no-racionales o irracionales y al estudio de las estructuras lógicas de proposiciones sin referente práctico-moral, habrá que recuperar las nociones de conocimiento y consiguientemente verdad (o error) práctico. Esto significará una revaloración del intelecto en el orden de la praxis, en el que existen experiencias sobradas de su presencia y actividad, como cuando se discute acerca de bienes humanos o se polemiza sobre virtudes y deberes (véase Massini-Correas 2012).

Y antes de pasar a las correspondientes conclusiones, corresponde decir unas palabras acerca de una de las críticas centrales que se han adosado a las éticas de las virtudes. En efecto, algunos autores han elaborado una impugnación a esa corriente que pretende desacreditarla como concepción integral de la ética. “En los primeros días del resurgimiento de la ética de las virtudes –escribe Hursthouse– esa aproximación fue asociada con una tesis de “anti-codificabilidad” en la ética, dirigida contra las pretensiones prevalecientes de las teorías normativas. En ese momento, utilitaristas y deontologistas sostuvieron al unísono que la tarea de las teorías éticas era la de proponer un código consistente en reglas o principios universales […]; la denuncia de que la ética de virtudes no produce principios codificables es todavía una crítica difundida a esa aproximación, expresada en la objeción de que ella es, en principio, incapaz de proveer una guía para la acción” (Hursthouse 2016).

Esta objeción resulta sólo parcialmente acertada, toda vez que es cierto que una teoría ética completa ha de serlo de bienes, normas y virtudes (véase Polo 2013, 137 ss.), ya que de carecer de alguna de estas dimensiones estaría privada de sentido, de dirección o de eficiencia motiva. Pero tampoco resulta totalmente acertado afirmar sin más que las éticas de las virtudes carezcan de referencias a bienes y normas y desprecien la función directiva de la ética. La misma precursora de esta corriente, Elizabeth Anscombe, sugiere que es posible lograr una guía o dirección de la acción a partir de las virtudes. “Resta tal vez – escribe esta autora– buscar ‘normas’ en las virtudes humanas; la especie hombre […] ‘tiene’ unas determinadas virtudes, y este ‘hombre’, con el conjunto completo de las ‘virtudes’, será la ‘norma’” (MMP, 40). Por lo tanto, no se trata de que las éticas de virtudes prescindan de las normas directivas de la acción hacia los bienes humanos, sino de que ponen un acento mayor en los hábitos valiosos y dejan en un segundo lugar, aunque sin desconocerla, la presencia de normas y bienes en la integralidad de la teoría ética (véase Massini-Correas 2015b).


9 Conclusiones sumarias  

Luego de los desarrollos realizados, es posible arribar a ciertas conclusiones precisivas, que se expondrán sintéticamente a continuación:

  1. Ante todo, es preciso recalcar que la realista es la ética del sentido común2, es decir, la que utilizan la gran mayoría de los seres humanos y que se expresa y se ha expresado en el lenguaje corriente a lo largo de los siglos; en efecto, la casi totalidad de las personas piensa y habla de los temas éticos como si sus afirmaciones tuvieran un referente objetivo y debaten sobre sus respectivas opiniones con la convicción de que ellas remiten a realidades susceptibles de un conocimiento veritativo. La gente en general piensa que sus creencias éticas son verdaderas y las que se les oponen, falsas; y además argumenta y piensa como si lo fueran, lo que es una buena razón para pensar que efectivamente –al menos en alguna medida– lo son. Por su parte, la concepción clásica de la filosofía ha asumido siempre como tarea propia la de explicitar, con pretensión universal y en términos de raíces, ese conocimiento del sentido común, remitiéndolo a sus principios primeros o explicaciones últimas. Por el contrario, los escépticos antirealistas arguyen claramente en contra del sentido común y el lenguaje corriente, con lo que cierran prácticamente las puertas de acceso a la experiencia de las cosas humanas, fuente nuclear del conocimiento práctico-moral (acerca de la función de la experiencia en el orden ético, véase Chappell 2009 y Soaje Ramos 1997) y suponen que la inmensa mayoría de los seres humanos son víctimas de un engaño colectivo prácticamente irremediable; cabe recordar aquí que Hume, principal inspirador del antirealismo contemporáneo, afirmaba que cuando salía de su estudio dejaba de ser un escéptico y se transformaba en realista.
  2. Además, para el realismo, las proposiciones éticas tienen un referente en la realidad, aunque no necesariamente en la realidad dada fácticamente, objeto del conocimiento empírico-descriptivo (en este sentido es cierto que no existen “hechos morales” en sentido fáctico), sino en una realidad de carácter práctico: en la estructura relacional “sujeto libre - acciones humanas - bienes humanos”; esta estructura es captada por el conocimiento práctico como algo que ha de hacerse (o no hacerse o que puede hacerse), y esa captación da lugar a la correspondiente proposición normativa: de deber, prohibición o permisión, para limitarse a las relaciones deónticas fundamentales (Esa captación puede hacerse con la mediación del apetito rectificado por la razón al bien, pero en definitiva los referentes de las proposiciones prácticas son las relaciones mencionadas; véase: Massini-Correas 2008, 35-58). En otras palabras, esas relaciones adquieren carácter propiamente moral cuando la razón las capta y propone como debiendo hacerse, debiendo no hacerse o pudiendo realizarse (véase en este punto Kalinowski 1972 y 1996). Pero además, estas relaciones deónticas reales dependen –desde una perspectiva ontológica– de ciertas realidades y estructuras antropológicas, v. gr., las que hacen que los bienes humanos sean tales por su relación con las notas centrales y las facultades propias de la índole humana. En definitiva, la ética realista parte de la existencia de una referencialidad inmediata a estructuras deónticas reales –aunque no necesariamente fácticas– y mediata a realidades humanas objetivas, en especial a las dimensiones centrales y tendenciales de la naturaleza humana (véase Millán-Puelles 1996, 17-37 y 1994, 73-169).
  3. Las críticas al realismo ético, en especial las difundidas por el positivismo analítico, equivocan su objetivo, ya que parten de la base de que el realismo ético se remite directamente a proposiciones descriptivas de estados de cosas y no a relaciones deónticas reales y sólo a través de ellas a datos de la antropología y de la metafísica (véase Soaje Ramos 1990). Tal como dicen los anglosajones, están ladrando a un árbol equivocado. Por supuesto que estas críticas suponen una contradicción radical entre una exigente racionalidad lógica y científica y una antropología, psicología y ética humanas completamente infra-racionales y, en definitiva, sub-humanas. Esto no es sino un resultado del proceso de reducción de las funciones de la razón iniciado en el otoño de la Edad Media, desarrollado casi obsesivamente durante la modernidad y la tardo-modernidad, y que culmina en el decidido nihilismo de los pensadores posmodernos (sobre esta temática véase Ratzinger et al. 2008). Contra este reduccionismo creciente y cada vez más radical es que elabora sus contenidos y los defiende el realismo ético contemporáneo.
  4. En definitiva, las objeciones y límites que encuentra en la contemporaneidad el realismo ético tienen su raíz última, tal como escribe José María Barrio, “en el rechazo de la actitud contemplativa –el ‘oído atento al ser’ de las cosas, del que hablara Heráclito– [donde] está la semilla de una crisis cultural […]. Se trata [en esta crisis] de la pérdida de la actitud fundamental del respeto a una realidad que somos capaces de conocer y, por lo tanto, de ‘reconocer’ como lo que es, y de dejarla ser […]. Esta pérdida de respeto puede advertirse en el temor al esfuerzo que exige plegarse a la realidad tal como es y reconocerse medido por ella […]. Una realidad construida por el hombre es más abarcable, más disponible, se presta mejor a ser sistematizada, representada y, al cabo, dominada […]. La verdad tiene siempre un punto de indisponibilidad” (Barrio 2011, 137-138). Esto significa que la realidad y el realismo que se esfuerza por reconocerla, imponen límites3 decisivos a la pretensión autonomista y hegemónica del hombre contemporáneo, que se niega a someterse a la barrera infranqueable que el reconocimiento de las estructuras entitativas y prácticas de la realidad imponen a su conocimiento y actividad libre. Y esto resulta especialmente importante en el ámbito de la ética, cuya función propia es la de valorar y dirigir la conducta hacia la máxima plenitud o realización posible del ser humano en sus dimensiones propias, en especial su racionalidad, y en el devenir activo de su tiempo histórico.


10 Notas  

1.- En lo sucesivo, se utilizarán las palabras “ética” y “moral” como sinónimas, si bien es sabido que algunos autores las utilizan con una designación diferente. Volver al texto

2.- Sobre el concepto de “sentido común”, véase: Livi 1995; allí escribe: “La filosofía del sentido común […] forma un todo con el realismo. Y, en efecto, demostrar que las premisas naturales, universales y necesarias de la filosofía y de toda ciencia comprenden la certeza del mundo de las cosas ('res sunt'), equivale a probar que el mundo de las cosas no es demostrable: que constituye más bien la materia prima de cualquier demostración, el punto de partida de toda interpretación, la piedra de toque de cualquier aserto…”; p. 325. Volver al texto

3.- Por esto, uno de los últimos libros de Robert Spaemann lleva el significativo título de “Límites”, queriendo significar la intrínseca indisponibilidad que supone una ética realista a la autonomía humana: Spaemann, R. 2001. 'Grentzen. Zur ethischen Dimension des Handelns'. Stuttgart: J.G. Cotta’sche Buchhandlung Nachfolger Gmbh 2001. Volver al texto


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12 Cómo Citar  

Massini-Correas, Carlos Ignacio. 2018. "Realismo ético". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Realismo_ético


13 Derechos de autor  

DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E. Vanney - 2018.

ISSN: 2524-941X