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Providencia y acción divina

Revisión de 15:09 15 dic 2021 por Admin (Discusión | contribuciones)

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La presente voz introducirá al lector en las cuestiones básicas históricas y contemporáneas acerca del problema de cómo concebir la acción de Dios en el mundo, o lo que se llama ‘acción especial de Dios’. También se dice que Dios obra de modo general al crear el mundo, pero esto no será tema del presente texto. Se entiende teológicamente que la acción especial de Dios en el mundo creado puede dividirse, al menos, en cuatro modos: 1) milagros; 2) inspiración; 3) gracia; y 4) providencia. Los milagros son eventos extraordinarios que exceden el poder productivo de la naturaleza, siendo su ocurrencia, por definición, rara, dado que lo extraordinario presupone lo ordinario. La inspiración es una especie de entendimiento con un sentido de iluminación divina, generando comprensión, permitiendo ver las cosas que ya se conocen encajar de una nueva manera; es decir, rara vez sirve para adquirir nuevos conocimientos, sino una nueva comprensión de lo ya conocido. La gracia se identifica con un don o un favor inmerecido que Dios otorga al hombre, por el cual se participa de la vida divina. Por último, la providencia, es el ordenamiento y gobierno del mundo por parte de Dios, a través de las causas creadas hacia un fin. Esta voz estará dedicada a presentar las cuestiones básicas históricas y contemporáneas acerca de la providencia divina, dejando de lado los tres primeros modos de considerar la acción especial de Dios.


Contenido

1 Introducción  

La cuestión de cómo se puede concebir a Dios guiando providencialmente la historia del mundo creado y de la humanidad es de larga data en teología natural, simple de comprender, pero sin duda de difícil solución: la noción cristiana (al igual que la judía y musulmana) de Dios incluye la creencia de que Dios obra providencialmente en el universo. Dios se encuentra involucrado en el desarrollo y la evolución del universo y, sobre todo, en la historia de la humanidad. Ahora bien, esta afirmación parecería contraria a la evidencia que presenta el estudio de la naturaleza, ya sea por la ciencia moderna y contemporánea, ya sea por los estudios de las causas naturales en los siglos de la Edad Media. Según la imagen del mundo que presentan estos estudios naturales, en la naturaleza creada no se encuentra nada externo a ella para causar eventos naturales. Explicado con un poco más de detalle, podemos decir que las acciones providentes de Dios (o acciones especiales de Dios, como son llamadas en el debate contemporáneo) son aquellas que acontecen en un lugar y tiempo particulares del universo creado. Así entendida, ninguna acción divina especial puede ser admitida en una perspectiva determinista del universo, en la que todos los eventos naturales son causados de forma determinista por eventos anteriores en el tiempo, tal como Pierre Simon Laplace entendía el mundo en el siglo dieciocho. Las únicas dos opciones disponibles para solucionar el problema del obrar divino providente en el mundo creado resultan ser 1) la negación de tal obrar, aceptando una suerte de deísmo general, en el que Dios se limitase a crear el universo material y las leyes por las cuales tal universo se rige, sin inmiscuirse en su evolución; o 2) la aceptación de que Dios, en su involucrarse en la historia del universo, simplemente rompiese las leyes y el orden de la naturaleza descritas por el estudio de la naturaleza creada. Sin embargo, ambas soluciones acarrean sus problemas. En el primer caso, la solución es simplemente una negación del dato de fe: es falso afirmar que Dios obra aquí y ahora providencialmente para guiar la historia y el desarrollo del universo. Esta solución no resulta aceptable desde un punto de vista teológico o del hombre de fe. En el segundo caso, los problemas son de índole epistemológica y de teología natural: los fundamentos del estudio de la naturaleza (ya sea de los medievales o de la ciencia contemporánea del siglo veintiuno), en tanto que describen las relaciones causales entre eventos naturales, se caerían a pedazos, ya que las regularidades descubiertas podrían ser cambiadas en cualquier momento por la acción directa del Creador. Asimismo, un Dios que necesita ‘corregir’ el curso del universo creado interrumpiendo las leyes de la naturaleza podría ser considerado como un Dios no tan poderoso como tradicionalmente se lo describe, ni tan benevolente ni omnisciente.

Para resolver este dilema, pensadores de diversas épocas han tomados diferentes estrategias: desde negar el poder causal de las cosas creadas para poder defender el poder causal de Dios en la creación, hasta afirmar agujeros causales ontológicos en la naturaleza de las cosas, que permiten a Dios inmiscuirse en el curso causal natural. Como veremos, básicamente hay, en todas las instancias históricas en las que se presenta este debate, cuatro ideales metafísicos en pugna por ser mantenidos: 1) la omnipotencia de Dios; 2) la acción providente de Dios; 3) la autonomía de las causas naturales, y 4) el éxito de la razón humana en el estudio de la naturaleza. Desde los filósofos árabes de los siglos nueve y diez, pasando por los pensadores cristianos de la Alta Edad Media europea del siglo trece, así como los filósofos naturales, también cristianos, que dieron origen a la ciencia moderna en el siglo diecisiete, o los teólogos anglo-parlantes contemporáneos abocados a este tema, todos han intentado resolver el problema de la acción especial providente de Dios intentando mantener la mayor cantidad de estos ideales metafísicos, optando, de ser necesario, por rechazar uno o más de ellos (Silva 2016).

En las secciones subsiguientes, presentaré, en primera instancia, las diversas soluciones que se han dado a lo largo de la historia del pensamiento occidental, comenzando por los filósofos árabes medievales, pasando por la Alta Edad Media, y terminando en las consideraciones metafísicas y teológicas de los filósofos naturales del siglo diecisiete. Seguidamente, indicaré el estado actual del debate contemporáneo, presentando las propuestas de ciertos teólogos anglo-parlantes para ubicar la acción providente de Dios en el contexto de la ciencia natural de los siglos veinte y veintiuno, algunas objeciones a tales estrategias, y una solución clásica propuesta por ciertos autores contemporáneos que se encuentran dentro de la tradición de pensamiento de Tomás de Aquino, junto con las objeciones ofrecidas a tal propuesta de solución.


2 Instancias históricas del debate  

Esta sección presentará brevemente las características principales de tres instancias históricas en las que se ha dado el debate acerca de la acción providente de Dios: en la filosofía árabe de los siglos diez a doce, en la Alta Edad Media europea del siglo trece, y en la filosofía natural mecánica de la modernidad temprana, también en Europa.


2.1 El debate en la filosofía árabe medieval  

La discusión árabe medieval se centró en el problema de la soberanía divina sobre los acontecimientos del mundo creado. Al-Ghazali (1058-1111), en su obra La Incoherencia de los Filósofos (Al-Ghazali 2002), sostuvo que aquellos que adoptaron las posturas de los filósofos griegos no tuvieron éxito en lograr una teoría coherente de la acción providente divina. Esta es la misma posición de los teólogos de Mutakallimun (a los que Al-Ghazali pertenecía siendo su más grande defensor), dentro de los cuales la teología de Kalam era la corriente principal del pensamiento. Los teólogos de Kalam afirmaron firmemente que, si uno tomaba en serio la naturaleza inmutable de la omnipotencia de Dios, era entonces necesario aceptar que no hay poderes activos o causales en la naturaleza creada, sino que es Dios quien actúa en todo suceso aparentemente natural.

Siguiendo los principios básicos de la enseñanza religiosa islámica, los teólogos de Kalam sostuvieron que el universo se crea a partir de la nada y que el mismo tuvo un comienzo en el tiempo. Mantenían que Dios recrea el universo en cada instante, haciendo que la creación sea una sucesión de eventos discretos y atomizados, mediante los cuales Dios pone todo el universo en existencia en cada momento del tiempo, manteniendo su racionalidad e inteligibilidad porque Dios mantiene constantes sus regularidades dada su propia inmutabilidad. Por tanto, los teólogos de Kalam creían que todas las cosas eran completas en cualquier momento dado de su existencia, y que para que un ser cambiara en otro ser, el cambio dependía enteramente de un agente exterior capaz de efectuarlo, siendo Dios el único agente causal que podía efectuar tales cambios. Para los teólogos de Kalam, entonces, todo cambio implicaba un acto divino de creación, ya que cualquier cambio que se efectuara representaba la realización completa de un nuevo ser. En este sentido, para aceptar la enseñanza coránica de la participación constante de Dios en el universo, debieron disminuir tanto las potencias causales de las cosas creadas, hasta el punto de negarlas por completo. En resumen, admitieron que no había causalidad alguna en la naturaleza sino solamente la causalidad divina. Si la naturaleza actuara por sí misma, no habría lugar para que Dios actuara. Dadas sus premisas teológicas, necesitaron admitir que la creación no tenía poderes causales en absoluto; sólo Dios, por su orden y su poder, era la causa directa de todos los acontecimientos del mundo. Esta doctrina fue conocida posteriormente como ocasionalismo, y adoptada por algunos autores cartesianos franceses en la modernidad temprana del siglo diecisiete Louis de la Forge (1632-1666), Arnold Geulincx (1624-1669), Géraud de Cordemoy (1626-1684), y Nicolas Malebranche (1638-1715), así como el inglés newtoniano Samuel Clarke (1675-1729), y el teólogo reformado Jonathan Edwards (1703-1758).

Ibn-Rushd (1126-1198), también conocido como Averroes, es la figura dominante en la escuela contrastante del pensamiento islámico. Ibn-Rushd es quizás el principal objetor del ocasionalismo del Kalam dentro de la tradición árabe. Siguiendo a Aristóteles, afirmó firmemente que la naturaleza era autónoma en sus acciones, lo que significaba, en primer lugar, que la naturaleza no requería del poder de Dios para actuar ya que poseía sus propios poderes causales, y, en segundo lugar, que el poder de Dios estaba, en cierta forma, restringido y, por tanto, disminuido. De hecho, su posición comenzaba rechazando la idea misma de la creación a partir de la nada, porque pensaba que, si tal idea fuese verdadera, cualquier cosa podría venir de cualquier cosa, y no habría congruencia entre los efectos y las causas. Por lo tanto, para Ibn-Rushd, la doctrina de la creación de la nada contradecía la existencia misma de una verdadera causalidad natural en el universo, y por lo tanto, el estudio de la naturaleza y sus relaciones causales no sería posible. Para salvar tal estudio racional de la naturaleza, Ibn-Rushd se vio forzado a disminuir el poder causal de Dios, y por tanto el gobierno providente divino de las cosas humanas y naturales.


2.2 La solución cristiana de la Alta Edad Media  

El debate acerca de la providencia divina en la Alta Edad Media durante el siglo trece se enmarca en la tumultuosa recepción de la filosofía aristotélica en Europa. Tomás de Aquino (1225-1274), junto con otros pensadores como su maestro dominico Alberto Magno (c.1206-1250), su amigo el filósofo y teólogo franciscano Buenaventura (1221-1274), o su colega y rival en la Universidad de París, Siger de Brabante (1240-1280), heredaron el problema de la causalidad de Dios dentro del universo creado directamente desde la filosofía árabe temprana de los siglos anteriores. Hasta el siglo doce, la filosofía y la teología cristianas habían tenido principalmente un carácter platónico, siguiendo las enseñanzas neoplatónicas de Pseudo-Dionisio y de San Agustín (354-430). Desde principios del siglo trece, sin embargo, se vio un marcado interés por el problema de la providencia divina dada la llegada de la nueva filosofía de Aristóteles, interpretada por comentaristas islámicos como Ibn-Sina (o Avicena, 980-1037) e Ibn-Rushd entre otros, para quienes uno de los temas de discusión más importantes fue la relación entre Dios como agente activo en el mundo y las causas naturales. Dada su prolífica obra y su influencia en los debates contemporáneos, sólo presentaré brevemente las ideas de Tomás de Aquino, debiendo omitir, por falta de espacio, las posturas de Alberto, Buenaventura y Siger.

El debate árabe llegó a la atención de Tomás de Aquino a través de las obras del rabino Maimónides, un filósofo judío del siglo doce (1135-1204), y las traducciones latinas de los comentarios de Ibn-Rushd sobre Aristóteles, realizadas durante la misma vida de Tomás sobre todo por el fraile dominico flamenco Guillermo de Moerbeke (1215-1286). La suma importancia de este debate para Tomás de Aquino se puede ver en referencias y análisis detallados a lo largo de sus obras, desde el Comentario de las Sentencias de Pedro Lombardo a la Summa Contra Gentiles, Quaestiones Disputatae De Veritate, De Potentia Dei y la madura Summa Theologiae. La postura de Tomás de Aquino intenta recuperar las mejores características de cada uno de los dos extremos dentro del pensamiento árabe afirmando tanto la autonomía causal de los agentes naturales creados como la acción providente divina en el universo a través de las mismas causas segundas creadas.

Tomás de Aquino mantuvo una posición consistente con respecto a la acción providente de Dios en el universo, su relación con las causas naturales, y el hecho de que estas causas naturales eran contingentes en su causar, azarosas, y a veces incluso aleatorias. Para Tomás, la acción providente de Dios se realiza en tanto que causa primera a través de las mismas acciones de las causas segundas creadas, que, en sí mismas, son causas contingentes, es decir, que pueden no determinar en sentido estricto el efecto causado. Para Tomás de Aquino, un Dios providente que permite un mundo de causas creadas contingentes es más perfecto que un mundo puramente determinista.

Tomás basa su argumento a favor de la providencia en un análisis muy preciso de la noción de creación a partir de la nada, distanciándose del análisis ofrecido por Ibn-Rushd. Es en esta doctrina que se encuentra uno de los ejemplos más claros de cómo la filosofía aristotélica fue conjugada con el neoplatonismo en la Alta Edad Media. En su exposición de la doctrina de la creación a partir de la nada, Tomás afirmó la dependencia radical y continua de todas las cosas respecto de Dios como su causa (rasgo claramente neoplatónico) y que esta dependencia era plenamente compatible con el descubrimiento de causas en la naturaleza (carácter netamente aristotélico de su doctrina). La omnipotencia de Dios, para Tomás de Aquino, no cuestiona la posibilidad de la causalidad real de las creaturas. Por el contrario, Tomás rechazaría cualquier postura que implique la remoción del obrar divino del mundo creado con el fin de dejar un espacio, por así decirlo, para las acciones de las creaturas. Sin embargo, Tomás no cree que Dios simplemente ‘permite’ que las creaturas se comporten de la manera que lo hacen. La creación de la nada significa que las creaturas son lo que son precisamente porque Dios les está presente íntima y continuamente como causa de su ser y de sus acciones. Es decir, Dios hace que las creaturas existan de tal manera que sean verdaderas causas de sus propias operaciones, estando presentes en cada operación de la naturaleza. Al mantener esta doctrina, Tomás enfatiza que la causalidad divina y la causalidad creada funcionan a niveles fundamentalmente diferentes. Mientras que la causalidad de Dios es causalidad creadora (del ser mismo de las cosas y, por tanto, del ser de sus acciones), la causalidad creada es causalidad de los cambios naturales inmanentes a la naturaleza creada. Así, puesto que para Tomás de Aquino la creación no es un cambio (ya que para todo cambio se necesita algo que cambie, y la creación se produce desde la nada misma), estos dos agentes (Dios y las creaturas) difieren radicalmente en su modo causal. Dios es la causa completa de toda la realidad de lo que es, y, sin embargo, hay en el mundo creado una rica variedad de causas secundarias reales.


2.3 Filosofía natural de la modernidad temprana  

El debate acerca de la acción providente de Dios durante la modernidad temprana del siglo diecisiete se encuentra enmarcada en el surgimiento de una nueva forma de hacer filosofía natural y de estudiar los eventos observados en la naturaleza. Pensadores como Francis Bacon (1561-1626), Tycho Brahe (1546-1601), Galileo Galilei (1564-1642), Johannes Kepler (1571-1630), René Descartes (1596-1650), Robert Boyle (1627-1691), Isaac Newton (1643-1727), Gottfried Leibniz (1646-1716), entre tantos otros crearon la nueva filosofía natural experimental, de corte fuertemente atomista, matemático y mecánico, y, como su nombre lo indica, cimentada en la experimentación, y argumentaron activamente acerca del rol de Dios en el mundo creado. Aunque comúnmente se considera a todos estos autores como científicos, ellos mismos tomaban su actividad diaria de estudio de la naturaleza como ninguna otra cosa que filosofía de la naturaleza, como es evidente en el título del libro más famoso de Isaac Newton, publicado en 1687: Principios Matemáticos de Filosofía Natural, dentro de la cual se encuentra la cuestión acerca del lugar que Dios ocupa en el mundo.

Esta nueva e inédita filosofía de la naturaleza, sin duda emparentada con ciertas corrientes filosóficas de la antigüedad, era marcadamente innovadora. La filosofía dominante desde el siglo trece en Europa era aquella de Aristóteles, aunque debilitada hacia el comienzo del siglo diecisiete, y reemplazada por la filosofía atómica del estilo de los griegos Demócrito y Leucipo o el romano Lucrecio en su obra De Rerum Natura, nuevamente en boga después de su re-descubrimiento durante el siglo anterior. Esta concepción corpuscular y atómica del mundo natural suponía la existencia de porciones de materia infinitamente pequeñas, e indivisibles bajo cualquier proceso natural: los átomos. Cada átomo poseía una figura y dimensión inmutables, y un cierto movimiento capaz de mutar (dejo de lado, en favor de la brevedad, las distinciones entre los corpúsculos de tinte cartesiano y los átomos tal como los entendían Boyle o Newton). Todas las propiedades del mundo material eran reducibles a, y surgían como una consecuencia de, las modalidades estructurales y los movimientos de los átomos subyacentes. En particular, las propiedades de los objetos macroscópicos, tanto las sensibles, como el color y el sabor, cuanto aquellas propias de las interacciones de los cuerpos entre sí, como la elasticidad y los grados de calor, eran explicados en términos de los movimientos y posiciones de los átomos. Esta nueva perspectiva acerca de la naturaleza les permitió a los filósofos naturales del siglo diecisiete explicar las acciones naturales en lenguaje matemático, no utilizado por la filosofía natural aristotélica. Estas explicaciones eran expresadas bajo las llamadas ‘leyes de la naturaleza’, noción que nació tal como la conocemos hoy en día en aquellos tiempos del siglo diecisiete en el contexto de la filosofía natural de René Descartes. Éste la encontró útil para describir la relación entre la acción providente de Dios y la creación, otorgándole a Dios el dominio sobre la naturaleza que no veía en la filosofía aristotélica.

En el mundo aristotélico de los medievales, la naturaleza tenía demasiado poder, era una naturaleza demasiado poderosa, llena de seres creados capaces de causar propiamente hablando, otros seres. Aun cuando muchos filósofos escolásticos medievales habían sostenido que Dios estaba al mando de las obras de la naturaleza, proponiendo doctrinas metafísicas acerca de la causalidad primera de Dios y segunda de los seres naturales, para los filósofos naturales del siglo diecisiete, era una naturaleza que dejaba a Dios de lado, en la que no se le daba el espacio y dominio que Dios verdaderamente tenía sobre el mundo creado. Los filósofos naturales modernos argumentaban que, al fin y al cabo, un mundo lleno de poderes causales propios que causaban cambios reales en el mundo, parecía impedir no sólo que Dios obre en la naturaleza, sino sobre todo que Dios domine su propia creación: para los filósofos naturales de la modernidad temprana, mientras más poderosa era la naturaleza, menos poder se le podía adscribir a Dios sobre la misma, y, por tanto, menos se podía involucrar Dios providentemente en su creación.

Una filosofía atómica, por el contrario, formulada sobre las bases del atomismo griego, ofrecía la oportunidad perfecta para devolverle a Dios su lugar y dominio propios sobre el mundo natural. Al carecer los átomos de causas formales, que en la filosofía aristotélica eran el origen y fuente de los poderes de los seres naturales, los átomos no poseían poderes causales propios. Simplemente poseían movimiento, que tampoco les era propiamente suyo. Los átomos, sin embargo, poseían un comportamiento regular: era posible describir sus movimientos con formulaciones matemáticas precisas: las leyes de la naturaleza. Estas leyes eran impuestas por el más perfecto legislador: Dios mismo. En un mundo aristotélico, lleno de poderes causales naturales, la noción misma ‘ley de la naturaleza’, que regula el comportamiento de los seres naturales según relaciones precisas y estrictamente matemáticas, carecía de todo sentido, por lo que nunca fue parte del pensamiento filosófico natural aristotélico y escolástico medieval. En un mundo atómico, era Dios, y no las causas formales, quien estaba a cargo. Tanto era así, que muchos pensadores del siglo diecisiete exaltaron el poder y la voluntad divinos en, quizás, modos excesivos. Samuel Clarke, por ejemplo, filósofo inglés newtoniano, expresó en la proposición XIV de su The evidences of natural and revealed religion de 1705 que “el curso de la naturaleza no puede ser otra cosa que la voluntad arbitraria y placer de Dios siendo ejercida y actuando en la materia continuamente”. Pero, como se dijo más arriba, fue Descartes, en Francia, quien utilizó el lenguaje de leyes de la naturaleza dadas e impuestas por la voluntad divina de una forma clara y técnica, para referirse a las leyes matemáticas que regulaban, describían y explicaban el comportamiento de las cosas materiales.


3 Perspectivas científicas sobre la acción divina  

El problema contemporáneo acerca de la acción providente de Dios surgió de un debate protestante sobre cómo interpretar ciertos pasajes bíblicos que hablan de las acciones de Dios. La llamada ‘teología bíblica’ de George Ernest Wright y Bernhard Anderson, quienes sostenían que “el mensaje central de la Biblia es la proclamación de la acción de Dios” (Wright 1952, 120), llevó al debate a discutir en términos de ‘acción’ de Dios en el mundo. Hay al menos dos artículos que marcan el punto de origen del debate en sí, ambos criticando por su inconsistencia a Wright y Anderson. Estos artículos son los de Langdon Gilkey (1961) y Frank Dilley (1965) (ver Gwynne 1996, 14-15; y Saunders 2002, 9-12).

Gilkey criticó a la teología bíblica por utilizar y defender el uso del lenguaje bíblico como enfoque apropiado para discurrir acerca de la acción divina, al tiempo que rechazaba la visión del mundo subyacente a este lenguaje por otro. Dilley (1965, 66), por su parte, argumentó que las únicas opciones válidas dentro de la teología moderna para hablar de la acción de Dios eran el intervencionismo (de las tradiciones conservadoras) o las teorías de la acción divina general (de las tradiciones más liberales).

De hecho, esta última posición fue prominente en la obra de Gordon Kaufman, sobre todo en God the Problem (1972), y de Maurice Wiles en God’s Action in the World (1986). Argumentaron a favor de lo que hoy en día se conoce como la ‘teoría de un solo acto’, que implica que “hay un acto (significando un comportamiento intencional iniciado por un agente) que podemos y debemos afirmar que es el acto de Dios, y que es la continua creación del universo” (Wiles 1986, 96). Kaufman (1972, 136) lo denominó el ‘acto maestro’ de Dios. Para estos autores, Dios actúa en la naturaleza y en la historia sólo en la medida en que crea la naturaleza y la historia como un todo; los eventos particulares dentro del mundo creado, su desarrollo y la historia humana sólo pueden ser considerados como partes constitutivas de la acción divina global. Para una historia detallada de este debate ver Gwynne 1996.

A partir de este debate preliminar, y durante unos veinte años, desde 1990 hasta la publicación del último volumen en 2009, un grupo de filósofos, científicos y teólogos, reunidos bajo el proyecto titulado Scientific Perspectives on Divine Action pensaron, discutieron e intentaron resolver la pregunta acerca de cómo el Dios de las religiones monoteístas puede inmiscuirse en la red de causas naturales y obrar, de manera providente, guiando la historia de la evolución del mundo, y sobre todo la historia de la humanidad. Tal proyecto, patrocinado por el Centre for Theology and the Natural Sciences en Berkeley (California) y por el Observatorio Vaticano, produjo seis impresionantes volúmenes (Russell et al. 1993; 1995; 1998; 2000; 2001; y 2009) en los cuales diversas novedosas propuestas se han puesto sobre la mesa para solucionar el problema del obrar divino en la naturaleza, siempre teniendo presente para ello los argumentos que la ciencia contemporánea despliega acerca de los mecanismos causales naturales (Russell 2008).

La idea central de casi todas estas propuestas es que el saber científico actual presenta una imagen de la naturaleza en la que tal naturaleza no se encuentra causalmente cerrada sino que es una naturaleza abierta a futuros posibles y contingentes, en la que los estados actuales de diversos sistemas no determinan el futuro desarrollo de tal sistema. La imagen del mundo natural que la ciencia del siglo veinte y veintiuno presenta no es más la de una naturaleza con una red causal determinista como la de los siglos dieciocho y diecinueve, sino, más bien, una naturaleza en la que ciertos eventos naturales no están determinados por completo en sus causas. Así, por ejemplo, ciertas interpretaciones de la mecánica cuántica proponen que en sus niveles fundamentales la naturaleza es por sí misma indeterminista, mientras que la teoría de la evolución por selección natural inserta al azar en el mismo centro de su cosmovisión. Resulta claro cómo el teólogo natural que busca un lugar o espacio dentro del orden causal de la naturaleza para que Dios obre providencialmente dentro del mismo sin romper o interrumpir las leyes o el orden creado, puede encontrar atractivo tal indeterminismo causal ontológico fundamental presentado por la ciencia natural. Estas ideas dieron lugar al proyecto antes mencionado en el que se buscan teorías científicas que pudiesen aceptar interpretaciones no-deterministas. Así, la naturaleza descripta por tales teorías implicaría eventos o procesos en los que, por lo menos en algún nivel de tal naturaleza, habría una falta de causalidad suficiente natural, y se postularía a Dios como quien pusiese lo que le falta a la naturaleza para causar tales eventos naturales. En esta sección presentaré cinco autores (Robert Russell, Thomas Tracy y Nancey Murphy, Arthur Peacocke, y John Polkinghorne), que adoptan esta estrategia, ofreciendo hacia el final de la sección algunas objeciones de carácter científico, filosófico y teológico.


3.1 Acción divina cuántica: Robert Russell  

Una de las propuestas más robustas acerca del obrar providente de Dios en la naturaleza dentro del marco de proyecto Scientific Perspectives on Divine Action es la llamada NIODA (por sus siglas en inglés), refiriéndose a la búsqueda de una acción divina objetiva, no-intervencionista. Robert Russell, Thomas Tracy, y Nancey Murphy han defendido con argumentos similares que Dios debe encontrar espacios en el orden causal natural, que se dan a niveles cuánticos, para poder obrar providencialmente. Dada la similitud de sus propuestas me limitaré a presentar los argumentos de Russell (para los otros argumentos ver Tracy 2012 y Murphy 1996).

Robert Russell es un teólogo de Estados Unidos, del Centre for Theology and the Natural Sciences en Berkeley, y el editor general de la serie de libros Scientific Perspectives on Divine Action, y ha constantemente sugerido que el discurso teológico sobre la acción divina providente podría enriquecerse con una interpretación indeterminista de la mecánica cuántica (por ejemplo, Russell 2006a, 585). Su contribución más importante al debate es que la teología debe buscar una acción divina objetiva, no-intervencionista, es decir, una acción que no intervenga, rompa u obstruya los procesos naturales. Afirma que si queremos defender la acción divina no intervencionista, deberían existir procesos naturales indeterministas, es decir, que la teoría que describe tales procesos debería ser interpretable en términos de un indeterminismo ontológico (Russell 2006b, 131), encontrando esta descripción de la naturaleza en la física cuántica. Si la naturaleza está abierta en su cadena causal, Russell cree que puede defender la acción providente de Dios de una manera no intervencionista. De esta forma, la comprensión de la providencia especial como un acto objetivo de Dios, que no es intervención en la naturaleza contra sus propias leyes, y que está perfectamente de acuerdo con la ciencia contemporánea, puede ser teológicamente aceptable.

El punto de Russell es que dentro de una concepción determinista de la naturaleza, cualquier acto de Dios debería ser como una intervención. De este modo, desde la Ilustración, la idea de la providencia especial objetiva ha parecido implicar la creencia en la intervención: para que Dios actúe en sucesos particulares, Dios debe intervenir en la naturaleza, violando o al menos suspendiendo las leyes de la naturaleza. El problema teológico con el intervencionismo es que, además de mostrar la falta de autonomía de la naturaleza, sugiere que Dios está normalmente ausente de la red de procesos naturales.

Según la ciencia del siglo veinte, la naturaleza no es un sistema causal enteramente cerrado: hay áreas que podrían ofrecer “agujeros naturales” en el orden causal de la naturaleza. Algunos procesos naturales son, de hecho, ontológicamente indeterministas y el conjunto total de condiciones naturales que afectan a un proceso es necesario, pero, en principio insuficiente para determinar el resultado del proceso. Así, Russell sugiere que la naturaleza puede verse desde una perspectiva teológica como genuinamente abierta a la participación de Dios. Los procesos indeterministas que se encuentran en la naturaleza son los espacios que la teología necesita para explicar la providencia especial no intervencionista. El argumento de Russell es claro: Dios actúa junto con la naturaleza para producir un evento cuántico. La naturaleza provee las causas necesarias insuficientes, y es la acción providente de Dios junto con la de la naturaleza lo que constituye la causa suficiente para la ocurrencia del evento (Russell 2001, 293). Por tanto, Dios puede ser entendido teológicamente como actuando deliberadamente dentro de los procesos naturales sin interrumpirlos ni violando las leyes que los rigen. La acción providente especial de Dios tiene, así, consecuencias específicas y objetivas en la naturaleza, consecuencias que no hubieran resultado sin la acción especial de Dios.

Para Russell, donde la ciencia emplea la mecánica cuántica y la filosofía apunta al indeterminismo ontológico, la fe ve a Dios actuando con la naturaleza para crear el futuro. Dios cumple lo que la naturaleza ofrece actuando providencialmente. La posición de Russell podría resumirse así: Dios actúa objetiva y directamente en y por medio de eventos cuánticos para actualizar uno de varios resultados potenciales (Russell 2006a, 586).

Básicamente, para Russell (como también para Tracy y Murphy), Dios se dio a si mismo un espacio para obrar en las conexiones causales de la naturaleza que están de por si indeterminadas, para influenciar la evolución y el desarrollo del universo creado. El dilema de la acción divina providente parece, por tanto, diluido: en un mundo indeterminista Dios puede obrar en la naturaleza sin romper o suspender las leyes que rigen el orden causal natural.


3.2 Dios como límite del universo: Arthur Peacocke  

Arthur Peacocke (1924-2006), bioquímico y teólogo inglés, rechazó la acción providente cuántica de Russell debido al gran número de dificultades que presenta, como el problema del estado ontológico de las leyes de la naturaleza, el conocimiento de Dios de los sucesos contingentes futuros, o el problema de la interpretación de la teoría cuántica (Peacocke 2013, 105). Prefiere, en su lugar, una visión más holística de la relación entre Dios y el mundo creado, en la cual las intenciones y propósitos de Dios se implementan en la conformación de eventos particulares o patrones de eventos, sin ninguna abrogación de las regularidades descubiertas por las ciencias en el orden natural (Peacocke 1993, 295). Esta concepción de la acción providente de Dios es altamente dependiente de la noción que Peacocke tiene de Dios y el universo. El universo para Peacocke debe ser considerado como un Sistema de sistemas, en el cual todos los sistemas interiores están interconectados e interdependientes a través del espacio y del tiempo. Por lo tanto, estos sistemas tendrán influencias mutuas a diferentes niveles, y el Sistema de sistemas influirá igualmente en todos los sistemas de los que está compuesto. Esto es lo que se conoce como causalidad del-todo-a-la-parte: las características reales de un sistema en su conjunto influyen en lo que sucede con los constituyentes del mismo. Estos constituyentes se comportan como lo hacen porque son parte de aquel sistema particular (Peacocke 2013, 51). A esta perspectiva del universo, Peacocke añade la idea de que el ser de Dios está inmanentemente presente a todo el Sistema de sistemas, constituyendo la realidad circunscrita de todo lo que existe. Según Peacocke, el ser de Dios es distinto de los seres creados, aunque los seres creados puedan ser considerados como estando en Dios. Por lo tanto, de alguna manera, Dios es el límite del Sistema de sistemas. El límite aquí no debe ser entendido como un límite físico, sino más bien como el límite de los seres existentes con respecto a su existencia. De ahí, no es que Dios esté de alguna manera fuera del universo; o que lo que está más allá del universo, en un sentido espacial, es Dios. Más bien, se debe entender que las cosas creadas están rodeadas por el ser de Dios, y en este sentido es que las cosas están en Dios.

Por tanto, si Dios es el límite del universo, y aceptando que los límites pueden tener una influencia causal en los sistemas que rodean, entonces se puede considerar que Dios puede tener una influencia causal en el universo en cuanto totalidad. Así, sostiene Peacocke, podría decirse que Dios es capaz de ejercer su influencia sobre los acontecimientos en cualquier nivel de existencia en el universo, sin abrogar las leyes naturales y regularidades que se aplican específicamente a ellos. Explica, entonces, que Dios podría interactuar inicialmente con el universo en cuanto un todo, y a partir de ahí, la influencia de Dios causaría una especie de cadena de causas y efectos a lo largo de la jerarquía de sistemas, hasta el punto en que esta cadena alcanzase el nivel que Dios pretendía influir, ocurriendo, así, un evento producido por la acción providente de Dios (Peacocke 2013, 110).


3.3 Información activa causal: John Polkinghorne  

John Polkinghorne es un físico y sacerdote anglicano, cuya idea principal acerca del obrar providente de Dios en el mundo creado es que, puesto que la cadena causal en el mundo no es cerrada, hay espacio en ella para que Dios actúe por medio de la introducción de nueva información. Polkinghorne trata de evitar el intervencionismo, encontrando espacios en el mundo natural para que Dios actúe providencialmente como Robert Russell, pero también afirmando el carácter holístico de la acción providente de Dios como Arthur Peacocke.

Polkinghorne concibe al universo con leyes abiertas y no tan estrictas como para descartar la actividad de Dios, proponiendo una acción providente de Dios de-arriba-hacia-abajo (top-down) en las aperturas de los sistemas naturales descriptos por la teoría del caos. Como se puede observar, Polkinghorne utiliza una estrategia análoga a la de Russell al interpretar la teoría del caos de forma indeterminista. La teoría del caos, según Polkinghorne, muestra una “sensibilidad exquisita” que “ciertamente significa que [los sistemas caóticos] son intrínsecamente impredecibles en su carácter” (Polkinghorne 1995, 153). A continuación sugiere que esta propiedad epistemológica de los sistemas caóticos es una evidente señal de una realidad ontológicamente abierta detrás de ellos, lo que significa que los principios causales que determinan el intercambio de energía entre las partes del sistema no son por sí mismos exhaustivamente determinantes del comportamiento futuro de los sistemas, si no que requieren de otros principios causales informáticos y no energéticos.

Básicamente, lo que Polkinghorne sostiene es que hay agujeros ontológicos en la textura del mundo tanto en el nivel micro de la mecánica cuántica, como en el nivel macro descripto por la teoría del caos. Luego ofrece una interpretación indeterminista de la teoría del caos argumentando que no es posible superar completamente la imprevisibilidad de los sistemas caóticos. Así, concluye que existen verdaderas ‘lagunas’ causales en la naturaleza. Esto significa que el universo no es un mecanismo de relojería determinista, y que existen espacios que proporcionan a Dios un acceso para actuar providencialmente en la realidad creada. Finalmente, Polkinghorne sostiene que la acción providente de Dios debe ser entendida a la manera en que un sistema completo influye en las partes del mismo en una relación causal descendente. Dios, en este sentido, influiría en todo el sistema del universo y en sus partes introduciendo información activa (para una discusión más extensa de las opiniones de Polkinghorne, véase Silva 2012). Este aporte de información activa es la noción crucial por la que Polkinghorne expresa el mecanismo a través del cual Dios actúa directamente providencialmente en el universo, afirmando que “no parece haber ninguna razón por la cual la interacción de Dios con la creación no debería ser puramente en forma de información activa” (Polkinghorne 1995, 155). John Polkinghorne ha cambiado al menos dos veces su postura acerca del obrar providente de Dios a través de la introducción de información en sistemas complejos, con reflexiones acerca de la kenosis divina – o anonadamiento de Dios – (del 2000 al 2004), lo que lo llevó a sugerir que se puede considerar que Dios obrase como una causa más entre causas (Polkinghorne 2001b), y otras reflexiones acerca del lenguaje científico y teológico (del 2004 en adelante), lo que lo llevó a sugerir que todavía no estamos en condiciones de dilucidar por completo el modo en que Dios interactúa providentemente con el mundo creado (Polkinghorne 2008); en esta sección, por motivos de espacio, he presentado su primera versión (que va desde 1988 hasta el año 2000). Para más detalles de la evolución de su pensamiento ver Silva 2012.


3.4 Algunas objeciones  

Presentaré sólo algunas de las variadas objeciones que se han hecho a la estrategia de encontrar agujeros causales en la creación para permitir el obrar providente de Dios, presentar (muchas más pueden encontrarse en Brecha 2002; Helrich 2000; Hodgson 2000; Koperski 2000; Peterson 2000; Plantinga 2008 – aunque con reflexiones a favor de la intervención de Dios en la naturaleza cuántica; Polkinghorne 2001a, con argumentos a favor de la teoría del caos; y Gregersen 2006).

Nicholas Saunders (2002) propone una serie de objeciones de nivel científico y epistemológico, la más importante de las cuales es acerca de las interpretaciones de las teorías científicas en términos indeterministas, aunque el mundo académico filosófico ofrece múltiples y variadas interpretaciones de las distintas teorías científicas utilizadas teológicamente. La pregunta que surge es por qué una interpretación debe ser preferida sobre las demás cuando ciertas teorías, como la mecánica cuántica, aún no han sido completamente comprendidas por la comunidad científica, por no mencionar la comunidad filosófica. Es más, la física cuántica es más determinista que indeterminista. La ecuación de Schrödinger muestra que la mecánica cuántica actual es a la vez extremadamente determinista y potencialmente indeterminada (Saunders 2000, 523). El único momento en el cual se asume que la indeterminación entra en el desarrollo de la función de onda está en el punto de medición (Saunders 2000, 525), entendiendo la medida como una ruptura de la evolución determinista de la superposición de las funciones de onda bajo el Schrödinger (Saunders 2002, 140). Algo similar puede decirse de la interpretación de la teoría del caos que hace Polkinghorne, la cual para la abrumadora mayoría de los científicos es epistemológicamente indeterminista, pero ontológicamente determinista.

Otra objeción de la filosofía argumenta que, dado que la noción de causalidad que se utiliza en el debate contemporáneo está restringida a la causalidad eficiente cuasi-mecánica, en última instancia, aunque se hable de causalidad indeterminista o de procesos indeterminados, se mantiene una noción básica de causalidad determinista, se termina restringiendo el poder y la trascendencia divinos.

Quienes proponen estas tesis ‘científicas’ sobre la acción divina providente asumen: 1) que la causalidad implica determinismo, y 2) que el obrar providente de Dios en el mundo significa menos autonomía causal para la naturaleza. Estos dos supuestos son evidencia de la univocidad de la noción de causa que se utiliza en este debate. Por lo tanto, la objeción concluye que, dados estos supuestos, sólo se puede afirmar que Dios obra a la manera en que las causas segundas obran (Silva 2015, 105-107).

El indeterminismo que estos autores encuentran en la naturaleza no se entiende en términos de causas indeterministas, sino más bien en términos de eventos a-causales. Hay una falta de causalidad, y por lo tanto una falta de determinación, en la naturaleza. El hecho de que la ciencia contemporánea ofrezca una visión de la naturaleza en la que pueda haber novedad en su desarrollo se explica, irónicamente, por una visión a-causal de la causalidad más que por un tipo indeterminista de causalidad. Esta postura significa que la noción de causa que se utiliza en el debate es unívoca, lo que hará que se tenga que considerar a Dios como obrando al nivel de las causas naturales.

En segundo lugar, estos autores parecen sostener que, si Dios fuese capaz de actuar siempre y dondequiera que Dios quiera, la autonomía de la naturaleza en sus acciones estaría en peligro, ya que parecería haber una incompatibilidad fundamental entre Dios obrando providencialmente aquí y ahora y las cosas creadas teniendo sus propios procesos causales naturales autónomos. En defensa de la autonomía del orden natural y de la existencia de conexiones causales reales en ese orden, el poder causal de Dios se limita a los lugares donde no hay causalidad natural. Esta noción, una vez más, apunta hacia la univocidad de la idea de causa que se utiliza en todo el discurso acerca de la acción providente de Dios en el debate contemporáneo.

La urgencia para encontrar formas adecuadas de explicar la actividad de Dios en el mundo sin negar los procesos autónomos de la naturaleza parece haber forzado a estos teólogos a equiparar la causalidad de Dios con la causalidad de la naturaleza: la única manera en la que Dios podría hacer algo dentro del reino natural es si existe alguna situación dentro del mundo natural que no tenga causa, es decir, un lugar donde la naturaleza no hace nada. En estos lugares, por lo tanto, no habría una acción natural autónoma, porque no habría ninguna acción en absoluto. Así, si Dios actuara en ellos, no habría incompatibilidad entre la autonomía de la naturaleza y el poder de Dios. La necesidad de explicar la autonomía de la naturaleza aparece como una indicación de una reducción del poder de Dios. Si Dios debe actuar en el universo, entonces la naturaleza no debe actuar en donde y cuando Dios actúa.

Dados estos supuestos, estas estrategias científicas en teología terminan afirmando que Dios actúa como otra causa creada más. Básicamente, esta objeción quiere poner de relieve que no es un buen movimiento teológico considerar al obrar de Dios como el obrar de las causas creadas. La objeción hace así hincapié en la trascendencia suprema de Dios, subrayando que cuando Dios actúa, Dios siempre está causando como una causa primera y nunca como una causa creada. La idea básica detrás de esta objeción, entonces, es que Dios no debe colocarse al nivel de las causas creadas, porque hacerlo significaría negar o disminuir la trascendencia de Dios.

Taede Smedes, filósofo holandés, ofrece una objeción desde una perspectiva de la metodología teológica. Smedes afirma que la cuestión del determinismo o indeterminismo sólo debe ser respondida por una decisión metafísica y que ninguna evidencia científica para el determinismo o el indeterminismo será alguna vez concluyente. En esto está de acuerdo con casi todos los teólogos que sostienen un obrar providente dentro de las indeterminaciones causales naturales. Sin embargo, cuando quiere considerar cuáles son las implicancias para el problema de la acción divina en el universo, afirma que esto no tiene nada que ver con él. De hecho, dice que a pesar de que la ciencia podría mostrar el camino para aceptar, metafísicamente, que el universo es una mezcla de procesos deterministas e indeterministas, la ciencia y la teología tienen dos lógicas completamente diferentes (Smedes 2004, 176), lo que le lleva a decir que no podemos encontrar la firma de Dios en el mundo empírico (Smedes 2003, 975), que es estudiado por las ciencias. El problema, para Smedes, surge cuando no se contempla esta distinción y se utiliza una perspectiva cientificista para considerar cuestiones teológicas, como la acción divina providente (Smedes 2004, 186).

Según Smedes, los científicos-teólogos subordinan la teología a los modos científicos de pensar. Por lo tanto, en lugar de abrir espacio para la acción divina, la insistencia en la indeterminación tanto en el nivel cuántico como en el caótico sugiere que la acción de Dios compite con las leyes de la naturaleza y está en el mismo nivel ontológico que el funcionamiento del orden natural (Smedes 2004, 198). Nuevamente, aunque con un argumento más cercano a la reflexión metodológica de la teología, Dios resultaría ser otra causa natural.

Por lo tanto, su conclusión es que, siguiendo las lógicas distintivas de la ciencia y la teología, no sólo es un error de categoría consultar a la ciencia acerca de la acción divina providente, sino que la ciencia no puede decirnos nada sobre tal acción (Smedes 2004, 226). En última instancia, para Smedes, las proposiciones acerca de la creación del mundo y el obrar providente de Dios en la naturaleza son hechas por la fe, y por tanto son inconmensurables con un discurso científico (Smedes 2003, 975).

Thomas Tracy hace algunos comentarios útiles en relación a la primera de estas objeciones, sobre las múltiples interpretaciones de las teorías científicas, reconociendo el hecho de que, aunque es justo decir que las interpretaciones dominantes de la mecánica cuántica son indeterministas, la cuestión no está resuelta en absoluto (Tracy 2000, 895). Este pluralismo interpretativo en la física cuántica, por ejemplo, crea una oportunidad y un riesgo para el teólogo. Por un lado, es perfectamente legítimo preferir una interpretación sobre otra en términos teológicos. Por otra parte, si el teólogo decide por una de ellas, corre el riesgo de que nuevos desarrollos en física o en filosofía de la física socaven significativamente las construcciones teológicas (Tracy 2000, 896). Por lo tanto, cualquier análisis teológico debe hacerse siempre con la precaución de que no será concluyente y sólo será tentativo y provisional, reflejando la incertidumbre actual de la ciencia relevante y la extraordinaria dificultad de interpretarla. Esto, sin embargo, no significa que el trabajo teológico no deba hacerse. Russell argumenta de forma similar, afirmando que la mejor respuesta a esta objeción es adoptar una postura de ‘y si…’: ser claro al reconocer las múltiples posibilidades de interpretación de una teoría dada al elegir una interpretación en particular, y subrayar que este enfoque es hipotético y tentativo (Russell 2006a, 584-5).

La segunda objeción argumentaba que estas estrategias científicas sobre la acción providente de Dios deben considerar a Dios como otra causa entre tantas causas. Stoeger (2006, 9) admite que ninguno de estos autores tiene la intención de hacerlo, mencionando que todos afirman que Dios no actúa como una causa natural, y que todos ellos toman muy en serio el hecho de que Dios está más allá de la comprensión humana. Sin embargo, expresa su preocupación sobre si han tenido éxito en distinguir la acción de Dios de las causas creadas. Russell (2006a, 585) responde que la acción de Dios no se reduce a una causa natural, puesto que dada la interpretación filosófica del indeterminismo ontológico de la teoría cuántica, no hay causas naturales eficaces para los eventos específicos en cuestión, haciendo que Dios no sea una causa natural. Si fuera el caso, la acción de Dios podría ser descubierta por la ciencia. Sin embargo, y por la misma razón, para Russell la acción providente de Dios permanece oculta a la ciencia. La acción de Dios estará oculta en principio a la ciencia porque, según el indeterminismo ontológico, no hay causa natural para los eventos en cuestión (Russell 2006a, 585). Así, Russell afirma que, si Dios actúa junto con la naturaleza para producir el evento en el que un núcleo radiactivo se descompone, la acción de Dios permanece ontológicamente diferente de la natural (Russell 2006a, 586).

La objeción de Smedes está bien caracterizada por Yong como una posición de dos reinos, tendiendo demasiado cerca de un fideísmo fuerte (Yong 2008, 195). Esto hará que el diálogo entre ciencia y religión sea casi absurdo, ya que el lenguaje teológico podría hacer que las demandas sean inmunes a la crítica científica o de otro tipo. Así, Russell habla de una interacción mutua creativa (Russell 2007, 205): por un lado, la teología puede beneficiarse de tomar la ciencia en su propio dominio en la medida en que el encuentro con la ciencia obliga a la teología a profundizar en su comprensión de sus propias afirmaciones. Por otra parte, las conversaciones con la teología pueden indicar nuevas vías de investigación hacia la ciencia.


4 Perspectivas tomistas actuales sobre la providencia divina  

El debate contemporáneo sobre el obrar providente de Dios en la naturaleza no podía ser dejado de lado por pensadores de la tradición que se nutre de la filosofía de Tomás de Aquino. Entre muchos de estos pensadores encontramos a William E. Carroll, investigador de la Universidad de Oxford; Michael Dodds, sacerdote católico y filósofo dominico; William Stoeger, sacerdote jesuita y astrónomo del Observatorio Vaticano; Nicanor Austriaco, bioquímico y también sacerdote dominico; y quien escribe, Ignacio Silva, también investigador de la Universidad de Oxford.

La idea principal de todos estos autores es que Dios no se mezcla con el obrar de las causas naturales, a la manera en que Russell, Polkinghorne o Peacocke lo conciben, si no que Dios obra en y a través de la causalidad natural creada. Estos autores utilizan la distinción clásica entre causalidad primera y causalidad segunda, la cual detallaré enseguida. Entre ellos hacen diferentes énfasis en sus argumentos. Así, por ejemplo, William E. Carroll (2003; 2008) subraya la importancia de la noción de creación desde la nada y el hecho de que esta creación de la totalidad del ser no es un cambio, para resaltar la trascendencia divina, y así enfatizar la imposibilidad de que Dios sea considerado una causa entre otras causas. Por otro lado, Dodds (2012, 260), enfatiza la necesidad de reelaborar un concepto de causalidad más amplio que el utilizado por el debate contemporáneo para entender plenamente la manera en que Dios puede obrar providencialmente en el universo creado. De este modo, utilizando una estrategia similar a la de autores como Russell o Polkinghorne, busca en las ciencias naturales contemporáneas nuevas nociones de causalidad para emparentarlas con el pensamiento de Tomás de Aquino. Stoeger, en cambio, parte desde un punto de vista epistemológico, argumentando que las leyes de la naturaleza, formuladas por la ciencia contemporánea, no son sino descripciones imperfectas e incompletas de las regularidades, estructuras y relaciones que se observan en la naturaleza y que son descriptivas y no prescriptivas (Stoeger 2001, 95; y 2006, 17). Desde aquí se mueve al nivel metafísico, preguntándose acerca del lugar de la acción providente divina especial, afirmando que (dada la trascendencia de Dios) el ‘lugar’ donde Dios causa directamente es la misma presencia inmanente activa de Dios en los seres creados y en sus relaciones. La presencia de Dios en cada ser constituye la relación directa e inmediata de ese ser con Dios y, por tanto, es el canal de influencia divina en las causas segundas (Stoeger 1995, 253-254). Austriaco, por su parte, enfatiza el complemento de comprensión que puede ofrecer la filosofía natural y la metafísica de Tomás de Aquino para la teoría de la evolución por selección natural y mutación aleatoria, argumentando que Dios, en su providencia, deja a las creaturas ser verdaderas causas de sus efectos, aun siendo causas imperfectas o contingentes en su obrar (Austriaco et al. 2016, 185). Ésta es una de las ideas más importantes que todo autor de esta tradición intenta rescatar del pensamiento de Tomás de Aquino: que las causas creadas pueden causar de manera contingente o indeterminada y, de todos modos, seguir siendo guiadas por la causalidad primera de la providencia divina. En las siguientes líneas presentaré un argumento compartido por todos estos autores acerca de la relación entre causalidad primera y segunda, incluyendo un breve análisis de la contingencia del obrar de las causas segundas (para una exposición más extensa ver Silva 2013a y 2014).

Siguiendo a Tomás de Aquino, la definición de una acción providente es ordinare in finem (Aquino, SCG III, 73), y esta es una definición aceptada, al menos implícitamente, por los autores abocados al debate contemporáneo acerca del problema del obrar divino providente en la naturaleza. De acuerdo con la doctrina de la creación ex nihilo que propone Tomás, Dios causa el ente mismo en su totalidad universal y particular constantemente. Es decir que, al crear el ente en su existencia, Dios crea también su obrar, por lo que se puede decir que Dios obra (causa) providencialmente a través de la causalidad de los entes creados, en cada una de sus acciones. Por tanto, se sigue que la providencia divina alcanza a todo el ser creado, guiando no sólo la totalidad del universo en tanto que tal, sino también cada evento particular en su propia individualidad. Es decir, la causalidad de Dios se extiende tanto a los modos en los que los agentes naturales causan, como también a cada agente natural particular causando. Cada agente natural en particular es, por lo tanto, ordenado por tal causalidad divina providente.

Ahora bien, la cuestión es cómo Dios obra providencialmente en cada acción de cada agente natural, dado que no es evidente ni aparente que esto suceda. Los agentes naturales son las causas reales de sus efectos dado el poder causal que reciben del poder de Dios. Al explicar esto Tomás utiliza la distinción entre causalidad primera y segunda, refiriéndose a Dios como la causa primera del efecto mientras que los agentes naturales son llamados las causas segundas del mismo efecto. Así, Dios, como causa primera de la existencia de cada ente, es también la causa primera de los poderes causales de tal ente y de las acciones de cada ente.

Tomás explica (en De Potentia, 3, 7) que Dios obra en la naturaleza siendo la causa del obrar de los agentes naturales de cuatro maneras diferentes. He llamado a los dos primeros los ‘momentos estáticos’ del obrar providente de Dios en y a través de los agentes naturales. En primer lugar, Dios causa los efectos de los agentes naturales porque es la causa de la existencia de los poderes causales de tal agente natural (ya que Dios es la fuente de todo lo que existe, incluidos los poderes causales). En segundo lugar, de una manera similar en la que en la creación se distingue entre creatio y conservatio, Dios mantiene tales poderes en la existencia. Así, se puede atribuir a Dios la causa de lo que es causado por tales poderes causales. Estos dos modos, pertenecientes al ámbito de la causalidad eficiente, se refieren a lo que se llama dentro del debate contemporáneo acerca del obrar divino como providencia general, y no parecen por sí mismos resolver el problema de la acción providente particular hic et nunc de Dios.

Las dos últimas instancias del obrar de Dios en y a través de los agentes naturales los he llamado los ‘momentos dinámicos’ del obrar de Dios. Así, en tercer lugar, la acción de un agente natural se dice ser causada por otro cuando aquel es movido a obrar por este. En este sentido no se significa que se esté causando el ser o sosteniendo en el ser al poder causal del agente natural (como en los momentos estáticos del obrar de Dios), si no que tal poder causal es movido a obrar, de la misma manera en que un hombre causa el cortar de un cuchillo al aplicar el poder cortante del cuchillo al mover el cuchillo con su filo y cortar un pedazo de pan. Dado que Dios es el primer principio de todo movimiento de cualquier poder causal, Dios es la causa primera de toda acción de los agentes naturales al moverlos a obrar.

Finalmente, algo puede ser la causa del obrar de otra cosa en cuanto que el agente principal causa la acción de un instrumento. Dios es la causa de toda acción de los agentes naturales. Ahora bien, dado que todo agente natural de cierta manera es causa del ser (de algún modo), y que ‘ser’, sin embargo, es el más universal y común primer efecto y más inmanente que todo efecto, se debe afirmar que sólo Dios puede causar el ser. Por lo tanto, en toda acción de un agente natural, dado que de alguna manera causan ‘ser’, Dios es la causa de tal acción, por lo que todo agente natural es un instrumento de la acción del poder de Dios al causar el ser.

Si se toman en cuenta las enseñanzas de Tomás acerca de las causas instrumentales podremos encontrar la diferencia entre los dos momentos dinámicos. Todo instrumento, cuando actúa en tanto que instrumento, tiene dos acciones diferentes: una que le pertenece de acuerdo a su propia naturaleza y otra que le pertenece en tanto que es movido a obrar por el agente principal y que trasciende su propia naturaleza. Así, en cuanto a la primera acción, el cortar es propio de un cuchillo en virtud de que la definición de un cuchillo requiere del filo de su hoja. En cambio, la segunda acción siempre va más allá de la naturaleza de la causa instrumental, ya que ésta no podría realizar dicha acción a no ser que el agente principal la moviese a obrar de tal o cual manera, como cuando un hombre utiliza un cuchillo para cortar un pedazo de carne de tal o cual forma. Sin embargo, es sólo a través de la primera acción (la que le pertenece al instrumento por naturaleza) que el efecto de la segunda acción (la que es según la acción del agente principal) se realiza, lo que es razón para utilizar éste y no otro instrumento. No obstante, ni la primera ni la segunda acción podrían ser realizadas por el instrumento sin la acción del agente principal. Por tanto, ambas acciones pueden ser atribuidos al instrumento y, a su vez, al agente principal, dado que sin su acción no se obtendría ningún efecto.

Ahora bien, cuando Tomás explica la manera en que Dios obra en y a través de los agentes naturales utiliza la analogía de la causalidad instrumental según estas dos acciones. Así, la primera de las instancias dinámicas en que Dios obra en la naturaleza creada se refiere a la primera de estas dos acciones de todo instrumento. De este modo, todo agente actúa de acuerdo con su naturaleza y sus poderes causales, movido por Dios, mientras que la segunda de las formas dinámicas de obrar se refiere a la segunda de las acciones instrumentales. En este sentido, Tomás de Aquino se refiere a la acción que causa el ser, en tanto que instanciación del ser, en los agentes naturales, que es el efecto que trasciende completamente la naturaleza y los poderes causales naturales, aunque les es dado a manera de participación en el poder de Dios, dado que ningún agente finito puede ser concebido como causa productora de un efecto en el ser.

Así, en el efecto del obrar de los agentes naturales, el ser se dice que es el resultado del obrar de Dios en tanto que cuando cada agente natural causa el ser (especificando el ser, ser de algún modo) lo hace participando del poder de la causa primera creadora. Sin embargo, dado que la causa instrumental causa la segunda acción, aquella que trasciende su propio poder, al causar la primer acción, lo que es realizado al recibir el poder causal del agente principal, Tomás concluye que Dios mueve al agente natural a realizar su propia acción natural realizando una acción que trasciende su propio poder causal, de manera similar en la que un cuchillo es movido por el hombre a cortar y a hacerlo de tal y cual manera. Sin el poder causal del hombre, el cuchillo simplemente no cortaría, pero sin el filo del cuchillo, su propio poder causal, el hombre no podría cortar, ni cortar de tal y cual manera. Por esto Tomás afirma que el efecto no se sigue de la causa primera a no ser por la eficacia de la causa segunda.

Teniendo en cuenta, entonces, estas cuatro maneras en las que se pueden atribuir a Dios las acciones naturales, se puede decir que si el agente natural es considerado en sí mismo, es la causa inmediata de su efecto. Si se considera, en cambio, el poder causal por el cual la acción es llevada a cabo, se dice que Dios es la causa de cada acción de los agentes naturales. En conclusión, Dios obra en y a través de todo agente natural en tanto que todo agente natural necesita del poder causal de Dios para poder obrar. Por lo tanto, Dios es la causa de todas las acciones de todos los agentes naturales en tanto que les da el poder causal para obrar, preservando tal poder en el ser (momentos estáticos del obrar de Dios) y lo mueve a obrar, en tanto que por su poder causal todo agente natural obra (momentos dinámicos del obrar de Dios). Por tanto, los poderes causales de los agentes naturales son suficientes para la acción en el orden natural, aunque requieren del poder causal de Dios. Dios y los agentes naturales obran en dos niveles diferentes. Por esto es que el mismo y único efecto es predicado del agente natural y de Dios, aunque no en tanto que una parte del efecto es producto del obrar de Dios y otra parte del efecto es producto del obrar del agente natural: el efecto en su totalidad es producto de ambos, aunque en modos distintos: del modo en que se dice que el todo de un único efecto es causado por el instrumento, y a su vez el todo del mismo único efecto es causado por el agente principal. Ya que Dios obra en cada acción de cada agente natural, y dado que toda acción de Dios es siempre una acción que proviene de su inteligencia y de su voluntad, es necesario admitir que es una acción providente, que a su vez no niega o detiene la acción de los agentes naturales.

Como varios de los autores de esta tradición sostienen, el problema con la estrategia de ubicar el obrar de Dios en los epsacios a-causales de las teorías científicas contemporáneas, no es el recurso al indeterminismo natural sino más bien el estatus ontológico otorgado a la causalidad divina. Es de por sí interesante que según Tomás de Aquino, el hecho de que la naturaleza incluya eventos que no estén determinados en sus causas suma a la perfección de la creación. Lo que es aún más interesante es que Tomás presenta algunos principios metafísicos explícitos para entender la forma en que este indeterminismo causal natural juega un papel importante en relación al obrar providente de Dios.

Dada su composición de materia y forma, los agentes naturales son contingentes en su obrar. Tomás explica que aun cuando Dios causa cada una de las acciones naturales, éstas no dejan por tal motivo de ser contingentes en su obrar y poder, potencialmente, fallar en realizar el efecto determinado por sus naturalezas. La razón última de esta contingencia en el obrar de las causas naturales viene dada siempre, como puede esperarse del análisis causal de Tomás, por el principio material intrínseco de la composición hilemórfica de los entes naturales, el cual otorga cierta indeterminación al obrar de los seres creados.

Siguiendo nuevamente la doctrina de la creación, Tomás afirma que Dios obra también a través de las causas segundas contingentes, y que este obrar divino es siempre un obrar providente. Aun cuando las causas segundas desfallezcan en su obrar, Dios obra providencialmente a través de ellas. Así, según la doctrina de la providencia de Tomás, todo agente natural es gobernado por la acción providente de Dios en dos modos distintos: 1) en cuanto que ordenado a sí mismo (según su propia tendencia natural de operación), y 2) en cuanto que ordenado hacia algo distinto de sí (De Veritate, 5, 4). Por tanto, todo evento que acontece según la tendencia natural del agente creado, es decir según hacia lo que el agente natural tiende a realizar, se entiende según ambos modos de la providencia. Sin embargo, aquellos eventos que ocurren sin seguir la tendencia natural de la causa segunda, son también guiados por la providencia divina (por ser también causados por Dios como su causa primera). Esta es la razón por la que Tomás dirá que Dios, de una causa contingente que produce efectos indeterminados en su naturaleza, puede realizar cosas mejores en el universo creado. Por tanto, aunque la tendencia natural del agente no se extienda al efecto indeterminado, la intención de Dios sí se extiende a tal efecto al ordenarlo hacia eventos que van más allá de la tendencia natural del agente creado.

Se han ofrecido varias objeciones en contra de esta estrategia tomista para describir el obrar providente de Dios en el mundo creado. De todas las objeciones me permito destacar dos tipos. El primero está mejor representado por las ideas de John Polkinghorne, quien critica la perspectiva tomista más activa y continuamente. Polkinghorne (1995, 150) sostiene que la distinción entre causalidad primera y segunda no es suficiente para explicar la acción de Dios en el mundo y que en última instancia nos obliga a admitir que es o Dios o la naturaleza la que produce el efecto. Junto con Polkinghorne, Philip Clayton (1997, 189) afirma que si enfatizamos la acción de Dios, caemos en una forma de ocasionalismo, mientras que si enfatizamos la acción de la naturaleza negamos cualquier tipo de actividad divina en el universo. Keith Ward (2007, 51), por su parte, rechaza cualquier doctrina de doble agencia como inadecuada para explicar la providencia divina especial. Recientemente, Sarah Ritchie (2017, 369), ha argumentado en términos similares. El segundo tipo de objeción deriva de ideas presentadas por Thomas Tracy (2009, 255). Sostiene que una perspectiva tomista no es suficiente para dar un relato teológico sólido acerca de un Dios que está objetiva y personalmente involucrado en la vida de los seres humanos.

He sostenido en otro lado (Silva 2013b) que Polkinghorne, al igual que la mayoría de los otros autores, no abordan la doctrina de Tomás sobre el tema porque entiende la causalidad primaria y secundaria como lo explica Austin Farrer, un teólogo del siglo veinte inglés, de Oxford. Usando la misma terminología, Farrer intenta, y según Polkinghorne falla, explicar la acción de Dios en el universo. Este fracaso, sin embargo, se aplica injustamente a Tomás de Aquino. Las objeciones de Polkinghorne son fuertes contra la posición de Farrer, pero no tienen peso en contra de la posición de Tomás. Tracy, por su parte, aunque presenta un relato parcialmente acertado de la propuesta de Tomás de Aquino, no explica completamente su pensamiento, ya que ofrece una presentación incompleta de las ideas de Tomás, dejando de lado los momentos dinámicos de su doctrina del obrar providente de Dios explicados más arriba.


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6 Cómo Citar  

Silva, Ignacio. 2017. "Providencia y acción divina". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Providencia_y_acción_divina


7 Derechos de autor  

DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E. Vanney - 2017.

ISSN: 2524-941X