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Modernidad, ciencia y ateísmo

Revisión de 14:09 23 may 2017 por Cgomez (Discusión | contribuciones)

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En un amplio sector del mundo intelectual moderno se presupone que entre estos tres términos hay una relación necesaria. Aún más, la idea según la cual hay un vínculo inexorable entre el avance de la ciencia y la pérdida de la creencia y la práctica religiosas hace parte de uno de los relatos dominantes en la auto-comprensión de la modernidad. Este artículo busca problematizar esta creencia, explorando el fenómeno del ateísmo moderno a partir de una consideración de su dimensión intelectual, tanto como de sus aspectos históricos y culturales. En primer lugar, nos ocuparemos del problema que presenta definir el ateísmo. Luego, exploraremos la diversidad de las posturas ateas y algunos modos como pueden ser clasificadas. En la tercera parte, nos enfocaremos en el análisis del ateísmo como un fenómeno propiamente moderno y occidental que se basa en una particular comprensión de Dios y la racionalidad. En la cuarta parte examinaremos con detalle las relaciones entre ciencia y ateísmo, mostrando que la idea según la cual existe una oposición necesaria entre ciencia y religión es problemática. Finalmente, nos referiremos brevemente al grupo de los denominados “nuevos ateos”. En la conclusión platearemos la pregunta por el futuro del ateísmo luego de la crisis de la modernidad.

Para profundizar en la comprensión del ateísmo recomendamos al lector consultar el excelente artículo “Ateísmo”, de Gaspare Mura, publicado también en este diccionario. El artículo de Mura explora la génesis y desarrollo de las posturas ateas en el mundo clásico, analiza el ateísmo humanista, prestando atención a sus consecuencias culturales, y examina su dimensión espiritual, así como las respuestas de la Iglesia Católica a este fenómeno. Nuestro artículo complementa el de Mura enfocándose en las relaciones entre ateísmo, ciencia y modernidad.


Contenido

1 El problema de la definición del ateísmo  

El término “ateísmo” etimológicamente proviene del griego atheótes, el cual significa la negación de la existencia de Dios. Consecuentemente, dado que el ateísmo se define en términos negativos, su significado incluye siempre la particular interpretación de Dios a la que se opone. En este sentido, el ateísmo no es un fenómeno monolítico o un movimiento unificado. Existe una diversidad de formas de ateísmo que suelen pasar desapercibidas y que es necesario explorar para comprender cuál es exactamente la posición que se define como atea.

Por esto, no debe causar sorpresa que tanto los cristianos como los judíos que vivían en el Imperio Romano en los siglos primero y segundo de nuestra era, solían ser denominados ateos. Esto se debía a que no se los veía adorar a los dioses romanos, tanto como a que se resistían a reconocer la divinidad del emperador (Spencer 2014, XV). De modo semejante, el adjetivo “ateo” fue usado en Europa a principios de la modernidad muy laxamente, para designar una gran diversidad de creencias, comportamientos y personas. Ateos podían ser los que negaban la providencia divina, tanto como quienes cuestionaban la inmortalidad del alma, la existencia del cielo y el infierno o la doctrina de la creación. Para los católicos, los protestantes, que no aceptaban la autoridad de los representantes de Dios en la tierra, eran denominados ateos; a la vez que estos eran denominados con la misma palabra por los reformados por ignorar las Escrituras y poner la autoridad de la tradición por encima de ellas. Incluso aquellos que ostentaban un comportamiento anti-social o inmoral eran denominados con este apelativo (cf. Ibíd., 4; Hyman 2010, 5ss).

Según un estudio reciente del Pew Research Center, para el año 2010 el 84% de la población mundial se describía a sí misma como “religiosamente afiliada”, es decir, como perteneciente a una de las grandes tradiciones religiosas del mundo, incluidas las religiones nativas africanas y americanas (Pew Center 2012, 9). Interesantemente, el 16% restante, que se describe como no afiliado a ninguna tradición, incluye tanto a ateos y a agnósticos como a personas que si bien no se identifican con ninguna tradición religiosa en particular, tienen algún tipo de creencia en Dios o en un poder superior, o algún tipo de orientación espiritual. Así, por ejemplo, el 30% de los adultos que pertenecen al grupo de los no afiliados en Francia tienen algún tipo de creencia espiritual, y en Estados Unidos este porcentaje asciende al 68% (15). Aún más, el 7% de los no afiliados en Francia y el 27% de los no afiliados norteamericanos dijo participar en una ceremonia religiosa por lo menos una vez al año (24). De este modo, si bien el porcentaje de los no afiliados tiende a aumentar, las posiciones que pueden definirse como propiamente ateas dentro de este grupo se mantienen relativamente pequeñas.

¿Cómo podemos definir las posiciones que pueden denominarse propiamente ateas?

En primer lugar, en tanto que posición filosófica, es necesario distinguir entre el ateísmo global y el ateísmo local (Diller 2016). El segundo se refiere a las posiciones que ofrecen argumentos para negar la existencia de Dios tal y como es definido por una versión particular del teísmo (e.g. como un ser omnipotente y bondadoso; como un diseñador poderoso; como un agente incorpóreo pero activo en el universo, etc.). De este modo, el ateísmo más que una posición unificada consiste siempre en una diversidad de perspectivas y argumentos. Ciertamente, como señala Diller, es consistente ser simultáneamente teísta y ateo local, pues no es posible afirmar sin contradicción todas las nociones de Dios al mismo tiempo (Ibíd., 9). Alguien puede, por ejemplo, negar la idea de Dios según la cual es todopoderoso, afirmando la creencia en que es bondadoso. En todo caso, el ateísmo local implica siempre la negación de una particular idea acerca de Dios.

La mayoría de los argumentos filosóficos tradicionales contra el teísmo caben en esta categoría. De modo que si bien pueden ser relativamente exitosos para atacar cierta manera de comprender a Dios, no pueden ser nunca concluyentes, pues la posibilidad permanece siempre abierta de que Dios sea de un modo diferente a como ha sido descrito por el argumento. El argumento tradicional del mal, por ejemplo, afirma que de cara a la presencia del mal y el sufrimiento en el mundo es problemático afirmar que Dios es a la vez infinitamente bueno y omnipotente. Pero, aún si alguien acepta el argumento, no tiene que concluir que Dios no existe, sino, como es el caso de algunos teólogos del proceso, que no es omnipotente (Ibid., 10).

¿Es posible negar la existencia de Dios o de una realidad divina sea como sea interpretado por cualquier tradición religiosa o perspectiva filosófica? Esto es justamente lo que el ateísmo global pretende. Algunos argumentos filosóficos ateos suelen ser ambiguos en este respecto. Mientras que sólo parecen mostrar que cierta idea de Dios es problemática, pretenden concluir a partir de esto que no existe Dios en ningún sentido posible. En los debates públicos sobre el tema, así como en la cultura popular contemporánea, esta falacia es común. Pero un argumento a favor del ateísmo global es muy difícil de elaborar, por al menos dos razones. En primer lugar, requeriría basarse en una definición exhaustiva de Dios, que incluyera la enorme variedad de interpretaciones filosóficas y teológicas ofrecidas durante los siglos en diversas tradiciones. En este sentido, “simplemente para comprender su propia posición, los ateos globales necesitan saber más sobre cómo es posible concebir a Dios de lo que saben los teístas, dado que ellos niegan todas las nociones locales mientras que los teístas sólo necesitan afirmar una” (Íbid., 12). En segundo lugar, aún si se lograra ofrecer una definición global satisfactoria de Dios, ofrecer un argumento general contra tal noción es muy problemático. Esto es así porque la mayoría de los argumentos ateos se dirigen contra propiedades específicas de Dios (omnipotencia, bondad, sabiduría), de modo que un argumento global debería ir encadenando argumentos locales mediante un laborioso esfuerzo cuya culminación no podría determinarse nunca con seguridad.


2 Variedades de ateísmo  

Los estudios más recientes tienen en común el reconocimiento del carácter diverso del ateísmo, que había sido pasado por alto. Como ocurre con todas las tipologías, determinar los tipos de ateísmo depende de los criterios que se escojan para realizar la clasificación. Antes que intentar ofrecer una tipología exhaustiva o definitiva, aquí nos interesa enfatizar en la importancia de concebir el ateísmo como un fenómeno diversificado. ¿Con base en qué criterios se pueden distinguir diferentes tipos de ateísmo?

Una posibilidad consiste en identificar diferentes formas de ateísmo a partir de las versiones del teísmo al que se opongan. En este sentido, el ateísmo no puede considerarse simplemente como la ausencia de la creencia en Dios, sino como la creencia en la no existencia de lo divino bajo una interpretación particular, lo cual implica una serie de compromisos ontológicos y presupuestos epistemológicos. En un sentido semejante, Maritain señaló que el ateísmo puede ser comprendido como “una especie de acto de fe en sentido opuesto, cuyo contenido no es una adhesión al Dios trascendente, sino, por el contrario, una negación de Él.” (Maritain 1949, 4). Pero dado que no hay una única forma de realizar la negación ni de interpretar aquello que se niega, el ateísmo debe ser comprendido siempre en relación con la visión de mundo particular que es ofrecida como alternativa a la creencia teísta que es negada. Ciertamente, diferentes posiciones ateas pueden diferir en sus visiones de la realidad tanto como difieren una postura atea y una teísta. Este elemento es muy importante y debe ser tenido en cuenta tanto para una adecuada comprensión del ateísmo, como para la discusión filosófica sobre el mismo, pues existe una tendencia común a afirmar que dado que el ateísmo no es la afirmación de ninguna creencia, no necesita ser justificado.

En una dirección semejante, Vainio y Visala (2015) han ofrecido una taxonomía a partir de cuatro grandes categorías basadas en las actitudes con respecto a los argumentos filosóficos a favor o en contra del teísmo, la relación del teísmo con la moral y la percepción de la religiosidad (Ibíd., 487). Considerémoslas brevemente:

a.- El ateísmo científico incluye las posturas que consideran que la ciencia ha conseguido demostrar que no existe Dios. En general, estas posturas implican un compromiso con el naturalismo tanto metafísico como epistemológico (Cfr. Ruse 2010). El primero consiste en la tesis según la cual toda la realidad es de carácter natural, de modo que no existe nada divino o sobre-natural. Ciertamente, definir en qué consiste la naturaleza es problemático y la visión que de esta tienen los naturalistas puede bien ser descrita como fisicalista: lo realmente existente consiste en partículas materiales y fuerzas físicas básicas, de modo que todo ámbito de la realidad que pareciera tener un tipo de realidad diferente (la mente, las emociones, lo social, lo espiritual) en últimas puede reducirse a lo material. Por su parte, el naturalismo metodológico implica una serie de afirmaciones sobre la naturaleza del conocimiento que van desde la tesis según la cual no es necesario apelar a Dios o a causas divinas para explicar los fenómenos naturales, hasta la afirmación más fuerte según la cual la ciencia es la única manera válida de conocer la realidad, de modo que lo que no pueda ser explicado científicamente carece de existencia (Cfr. Gregersen 2014 ).

b.- El ateísmo filosófico no implica necesariamente una visión de mundo naturalista (aunque un gran número de filósofos ateos son naturalistas) y de hecho ofrece argumentos que no se basan en la ciencia empírica para negar la existencia de Dios. En este grupo de posiciones, el ateísmo semántico ha ocupado un lugar primordial en el pensamiento contemporáneo. Los argumentos de este tipo apuntan a mostrar que la idea misma de Dios y, en general, las creencias religiosas, son inconsistentes o carecen de sentido. Un ejemplo típico es el de quienes sostienen que el concepto de Dios es auto-contradictorio en tanto que pretende referirse a una persona y, sin embargo, niega el carácter básico de lo que solemos identificar con una persona: la corporalidad, la finitud, la mortalidad, etc. Los positivistas lógicos, para quienes sólo tienen sentido las proposiciones que puedan ser verificadas empíricamente, desarrollaron argumentos de este tipo. Para ellos las creencias religiosas ni siquiera son falsas, dado que no cumplen el criterio básico de un enunciado que pretenda afirmar algo del mundo: tener sentido (Cfr. Carnap 1993).

En general, el ateísmo filosófico se dirige a mostrar o que es irracional creer en Dios, porque no tenemos evidencias adecuadas para basar tal creencia, o que el lenguaje religioso no tiene sentido. Pero existe una subclase en el ateísmo filosófico, que Vainio y Visala denominan “amigable”, el cual reconoce que puede ser razonable creer en Dios dado que tanto los argumentos a favor del teísmo como aquellos en su contra son igualmente inconcluyentes y parecen depender de una decisión previa a la argumentación que en todo caso es semejante a un acto de fe (cfr. Hick 2004, 12; Gómez 2017). Incluso es posible encontrar posiciones que si bien afirman que no contamos con razones suficientes para creer en la existencia de Dios, es preferible vivir como si las creencias religiosas fueran verdaderas. Sólo presuponiendo el teísmo, afirma esta posición, “estamos justificados en creer que existen hechos morales objetivos, que las virtudes y sacrificios serán recompensados, que el mundo tiene sentido y que podemos adquirir conocimiento sobre la realidad última, así como sobre nosotros mismos y el mundo” (Vainio y Visala 2015, 490). Y, sin embargo, no podemos afirmar que el teísmo sea verdadero. John Schellenberg (2009) ofrece un ejemplo de esta “religión escéptica”.

c.- El ateísmo trágico representa una de las formas más radicales de negación de la existencia de Dios. Las posiciones en este grupo tienden no sólo a mostrar la falta de razones para creer en una interpretación determinada de Dios, sino que consideran que luego del colapso del teísmo no podemos ya mantener los valores, los ideales y los principios en los que se basa la civilización occidental, pues estos son inseparables del cristianismo. Así, la “muerte de Dios” proclamada por Nietzsche, a la que nos referiremos más adelante, implica la pérdida de confianza en la capacidad de la razón de guiarnos, así como la posibilidad de contar con conceptos absolutos como verdad, bien y justicia (Cfr. Heidegger 1996). Por eso, este tipo de ateísmo ni siguiera busca ofrecer un argumento en contra del teísmo. Verdad, bondad y belleza, tanto como las nociones de persona y en últimas la esperanza de contar con un fundamento firme para nuestros universos de sentido han perecido junto con Dios. El “ateísmo positivo” o “anti-teísmo” al que Jacques Maritain dedicó su célebre conferencia de 1949 puede ser ubicado en esta categoría. Según este pensador esta postura busca “fundir y reconstruir todo el universo humano de pensamiento y la escala humana de valores, de acuerdo con ese estado de guerra con Dios”. (Maritain 1949, 3).

d.- El ateísmo humanista no va tan lejos como el anterior, manteniendo que es necesario para la vida contar con principios morales absolutos, así no puedan nunca ser plenamente realizados. Para esta familia de posiciones es fundamental llevar una forma de vida ética, anclada en una idea de realización humana, sin que esto requiera la referencia a Dios o lo divino. Incluso en este grupo se puede incluir el misoteísmo, u odio hacia Dios, que han expresado algunos ante la crueldad del mundo y la aparente predominancia de la injusticia, el sufrimiento y la violencia en el mundo (Vainio y Visala 2015, 499).

A estos cuatro tipos se podría añadir el ateísmo religioso o espiritual propio de las tradiciones no teístas, tales como el budismo o algunas variedades del hinduismo, según las cuales la realidad suprema no tiene carácter personal. En este caso, no se niega la existencia de una realidad divina, sino tan sólo que esta sea un Dios, es decir, que tenga características semejantes a las de una persona, tales como voluntad, inteligencia o agencia. De este modo, tampoco se pueden aplicar a ella, ni siquiera de modo analógico, los atributos con los que describimos a los seres humanos, como la bondad o la magnanimidad (Cfr. Rahula 1997, 27, 51).

Una forma alternativa de clasificación de las posiciones ateas puede surgir si se atiende a una de las grandes conclusiones de los estudios históricos recientes sobre el ateísmo: más que una doctrina filosófica o metafísica, o el resultado del desarrollo de la racionalidad científica que consiguió desentronar un cuerpo de creencias falsas mantenidas durante siglos a falta de una mejor explicación del mundo natural, las diferentes formas de ateísmo moderno deben ser comprendidas como respuestas sociales y políticas que han buscado transformar el orden establecido y justificado religiosamente (Spencer 2014; Taylor 2007). Dado que el concepto de autoridad y su legitimación han dependido en la historia de occidente de un vínculo estrecho entre orden social y religión, rechazar a Dios (o ciertas ideas de Él) ha consistido muchas veces en “rechazar las estructuras de autoridad establecidas en su nombre. Así como rechazar el código moral que fue revelado en su palabra y garantizado por su promesa, su amenaza o su juicio (…) En tanto que la creencia en Dios era la raíz y el fundamento de toda política, el ateísmo fue comprendido –y sentido– como una negación de todo el orden existente” (Spencer 2014, 7).

En este sentido, es importante diferenciar el ateísmo como una postura teórica, en el cual se basa más la primera tipología, del ateísmo práctico que busca cuestionar los fundamentos del orden social establecido para transformarlo. Dado que no hay una vinculación necesaria entre una postura teísta y el compromiso con un sistema social o político particular, no existe tampoco una oposición necesaria entre el teísmo y el ateísmo práctico que, en este sentido, es una forma de ateísmo local orientado a criticar cierta comprensión de Dios y la religión que puede resultar opresiva e injusta. De hecho, el teísmo permite una crítica permanente de cualquier sistema y ha sido también una fuente de motivación para la transformación social.


3 El ateísmo como fenómeno moderno occidental  

Si bien es posible encontrar posiciones ateas durante diferentes periódicos históricos y en diferentes tradiciones culturales y religiosas, las formas de ateísmo propias del mundo moderno occidental tienen características únicas que vale la pena estudiar con detalle. De un lado, la posibilidad de no creer en Dios ha pasado en los últimos 500 años de ser una opción marginal, propia sólo de algunos individuos aislados o de ciertos grupos minoritarios y élites intelectuales, a convertirse en una alternativa ampliamente extendida en el mundo moderno. Como ha mostrado Charles Taylor en su cuidadoso estudio genealógico sobre el surgimiento de la “edad secular”, más que la simple pérdida de la creencia religiosa, la modernidad ha implicado la gradual transformación del horizonte de precomprensión en el que las personas, creyentes y no creyentes por igual, dan sentido a su experiencia y buscan la realización personal (Cfr. Taylor 2007).

De otro lado, como ha procurado mostrar Gavin Hyman en su reciente historia del ateísmo (2010), el ateísmo moderno se define a partir de la transformación que en la modernidad sufre la idea de Dios. ¿Qué Dios niega el ateísmo moderno? Antes de intentar responder a esta pregunta conviene referirse brevemente al significado del adjetivo “moderno” en este artículo. Ciertamente, es difícil ofrecer una definición sucinta de la modernidad o aun tratar de precisar sus rasgos constitutivos. No obstante, hay un consenso más o menos generalizado que identifica la modernidad tanto con un periodo histórico, como con una suerte de proyecto intelectual y cultural. En el primer caso, el término suele aplicarse al periodo iniciado cerca del año 1500, caracterizado por el distanciamiento crítico de las instituciones y la visión de mundo medieval europea. Se suelen indicar como elementos propios de la modernidad el surgimiento de las instituciones económicas y políticas propias del Estado-Nación, tales como el capitalismo, la democracia representativa y las estructuras burocráticas. Los procesos de industrialización, urbanización y secularización son también comúnmente asociados con este periodo, cuyo final fue ubicado por algunos en la década de los 90´s del siglo XX, pero continúa aún siendo materia disputada. El surgimiento de diferentes esferas y estructuras de la vida social, que comienzan a funcionar con independencia de la tutela religiosa y de acuerdo con racionalidades propias, el desarrollo de la ciencia y la técnica, la fe en el progreso y la emergencia de una moral y una política seculares, basadas en las nociones de autonomía, igual dignidad y libertad son también comúnmente añadidas a la lista de características de la modernidad. Pero, es importante tener en mente que no sólo no hay un acuerdo sobre las características de este periodo, sino que en la actualidad se reconoce que las formas y procesos asociados con la modernidad varían en diferentes contextos y latitudes, lo cual ha conducido a hablar de “modernidades múltiples” (Eisenstadt 2000).

En tanto que proyecto cultural, la modernidad se liga, aunque no se reduce, a la visión del ser humano y de la razón que encuentra su expresión culminante en la Ilustración. La crítica a la tradición y la autoridad como fuentes confiables de conocimiento, así como el llamado a hacer uso de la “propia razón” en todas las materias importantes para la vida son centrales para este movimiento (Cfr. Kant 1784/1994). Por eso, la modernidad como proyecto intelectual se suele vincular con el desarrollo de las ciencias empíricas de la naturaleza, basadas en el ideal del método científico como camino para garantizar la verdad de cualquier creencia, así como con la convicción según la cual la realidad es algo que puede y debe ser controlado y dominado. La racionalidad, sobre todo en la forma de la ciencia y la técnica, representa aquí el medio preferido para esta empresa, cuya finalidad es el progreso de la humanidad (Hyman 2010, xvi).

Por otra parte, la modernidad implica también el surgimiento de un nuevo tipo de sujeto, que Taylor denomina “acorazado” (buffered), pues no está ya abierto a las influencias espirituales que podrían asecharlo desde afuera, como los ángeles, los demonios y otros seres propios del “mundo encantado” premoderno. Por el contrario, el sujeto moderno se convierte en la única mente y la única voluntad que habita el mundo. Es el único encargado de dar sentido y poner orden en la realidad (Taylor 2007, 38). Para este tipo de sujeto, todo lo demás, incluido Dios, resulta un objeto que puede ser conocido y hasta cierto punto dominado por la razón. Según Gavin Hyman, esto genera un tipo de teísmo diferente del de épocas anteriores, para el cual la radical transcendencia de Dios y su inaprehensibilidad mediante la sola razón son perdidas y domesticadas. En efecto, al ser concebido como un objeto junto a otros objetos, esta idea de Dios abre las puertas al ateísmo moderno, el cual se basa justamente en la refutación de que tal objeto pueda ser comprobado mediante los métodos de la ciencia que tan buen servicio parecen brindar para el conocimiento de los demás objetos (Hyman 2010, XVII, 47).

Semejante idea de Dios, ciertamente, resultaba impensable antes del surgimiento de la modernidad. Como es bien sabido, para los pensadores en la línea de Tomás de Aquino, si bien la fe no es contraria a la razón, está no es capaz, por sus propios medios, de llegar a las verdades que sólo la revelación puede ofrecer. Por la sola razón podemos saber que Dios es, pero no cómo es, pues no se trata de un ser como cualquier otro dentro del orden creado. De modo semejante, la fe no es producto de la razón, algo así como la conclusión de una demostración deductiva, sino que implica un acto libre de la voluntad, movida por la Gracia, para afirmar proposiciones que no pueden ser probadas (Cf. Suma Teológica, IIa IIae, Q1, art. 4).

En este sentido, la principal transformación epistemológica que inaugura la visión de mundo moderna, particularmente ligada con la crítica ilustrada, tiene que ver con la pregunta por las fuentes adecuadas del conocimiento. Si bien no podemos presentar con mucho detalle todas las complejas etapas de este movimiento, es importante resaltar que la búsqueda de la certeza, que caracterizó a la filosofía de Descartes y los racionalistas, tanto como a la de los empiristas, implica una crítica a la tradición, ligada a la autoridad de las Escrituras, como fuentes adecuadas de conocimiento, que invierte una de las maneras tradicionales de concebir la relación entre fe y razón. Esta última no sólo adquiere una autonomía tal que no requiere de ninguna ayuda por parte de la revelación, sino que además los contenidos de la fe deben poder ser demostrados por medio de la sola razón, si quieren ser más que una suerte de confianza ciega en aquello que no se puede saber con certeza (Hyman 2010, 25).

Dos consecuencias de esta transformación en la manera de comprender el conocimiento son claves para comprender el ateísmo moderno. De un lado, Dios, concebido como un objeto de la razón, comienza a ser visto gradualmente como una proyección de los seres humanos. Del otro, la creencia religiosa, en tanto que no puede ser demostrada por los métodos de la razón científica, es considerada irracional. Detengámonos brevemente en cada uno.


3.1 Dios es una proyección de los seres humanos  

Según Gavin Hyman, el intento característico de la modernidad por conocer a Dios por medio de procedimientos basados únicamente en las facultades humanas derivó gradualmente en la sospecha de que Dios es más un producto de estas facultades que algo que puede ser descubierto por la razón o la experiencia (Hyman 2010, 31). En este sentido, el término “proyección” se convirtió en el eje central de un gran número de argumentos ateos que se desarrollaron con especial fuerza en el siglo XIX, pero que tienen su origen en los inicios de la modernidad.

Al respecto, la posición tal vez más influyente ha sido la de Ludwig Feuerbach (1804-1872), para quién el Dios cristiano es el resultado de la mezcla de atributos personales y antropomórficos con la idea de una realidad perfecta y eterna. Tal idea no sólo tiene su origen únicamente en procesos psicológicos, de modo que cualquier referente externo queda excluido, sino que además es una forma de alienación del ser humano. Pues al proyectar sobre la idea de Dios todos los atributos buenos y valiosos, el ser humano queda vacío de tales características y sólo puede concebirse negativamente. En su obra La esencia del cristianismo (1841) Feuerbach afirma:

“Dado que lo que es positivo en la concepción del ser divino sólo puede ser humano, la concepción del hombre, como un objeto de la conciencia sólo puede ser negativa. Para enriquecer a Dios, el ser humano debe empobrecerse. Para que Dios pueda ser todo, el hombre debe ser nada” (1957, 26)

En una palabra, la crítica a la religión de Feuerbach se basa en la idea según la cual los seres humanos inventan sus dioses. Esto es llevado a cabo mediante el proceso de “objetivar” (Vergegenständlichung es el término alemán utilizado por este autor, el cual se suele traducir por “proyección”) y externalizar sus aspiraciones, necesidades y temores. De este modo, en la idea de Dios sólo se encuentra la idealización de los sentimientos y emociones de los seres humanos y Dios no tiene una naturaleza diferente de la de estos sentimientos proyectados.


3.1.1 Las críticas de Freud y Marx  

Esta manera de comprender la religión, iniciada por Feuerbach, determinó las críticas a la religión provenientes de las ciencias sociales de finales del siglo XIX y principios del XX. En particular, las interpretaciones de la religión propuestas por Sigmund Freud (1856-1939) y Karl Marx (1818-1883) se basan en la idea de la proyección. El primero desarrolla su teoría de la religión, que busca explicar el origen y la función de las ideas y prácticas religiosas, que de entrada considera falsas, en dos obras centrales: Tótem y Tabú (1913) y El porvenir de una ilusión (1927). Mientras que el primer libro pretende ofrecer un relato sobre el origen histórico de las formas más elementales de la religión, que de acuerdo al presupuesto evolucionista propio de Freud y sus contemporáneos representarían el punto de partida de los desarrollos culturales subsiguientes, el segundo libro busca analizar los motivos presentes en todo tiempo y lugar de los cuales brota la religión. Pero ambos tienen en común que la religión es considerada una respuesta infantil y primitiva a la dura realidad de la vida, que al no ser asumida y superada mediante el desarrollo de una razón adulta conduce y mantiene a los individuos y a la cultura entera en una suerte de estado neurótico, semejante a las neurosis obsesivas (cf. Freud 1993 ,186; Pals 2008, 120ss).

En línea con las investigaciones de célebres teóricos de la “religión primitiva” del siglo XIX, como Edward Tylor (1832-1917) y James Frazer (1854-1941), en Tótem y Tabú Freud trata de explicar el origen de estas dos manifestaciones que se consideran el punto de partida de todo comportamiento religioso. El totemismo se refiere a la práctica de ciertos pueblos que se vinculan ritualmente con un animal u objeto de la naturaleza, el cual confiere identidad al grupo y se considera sagrado. El tabú tiene que ver con las prohibiciones que establecen las pautas básicas de comportamiento moral. La prohibición de matar y comer al animal totémico, así como la prohibición del incesto representan para Freud los tabús fundamentales que dan origen a la religión. Curiosamente, la explicación freudiana de estos fenómenos se realiza en este libro mediante el relato de un acontecimiento primordial que recuerda la estructura de los mitos de origen. Basado en las imágenes que el darwinismo generó en la imaginación victoriana, Freud asume que los primeros seres humanos vivían en “hordas primitivas”, en las que un macho dominante goza del control sobre los machos jóvenes, así como del derecho de poseer a todas las hembras. Si bien los jóvenes se sienten seguros y protegidos por el gran padre, al mismo tiempo sienten envidia y frustración por no gozar de sus derechos ni poder satisfacer sus instintos. Entonces deciden matarlo, comer su carne y poseer a las hembras. Como resultado de la culpa por tal crimen primordial proyectan la figura del padre en el animal totémico y establecen los dos tabúes fundamentales. Este es el origen de la religión, y la moralidad: buscar solucionar la culpa por el parricidio original y el deseo de poseer a la madre, a la vez que proteger de los peligros que la satisfacción de estos instintos básicos acarrearía para los demás (Cf. Freud 2005).

En El porvenir de una ilusión Freud amplia la teoría a una explicación no sólo de la religión sino también del arte y las otras esferas de la cultura. La civilización cumple la función de protegernos tanto de las fuerzas de la naturaleza, que constantemente amenazan nuestra sobrevivencia, como de los otros seres humanos cuyos “deseos instintivos son el incesto, el canibalismo y el homicidio” (Freud 1993, 147). Para vivir en sociedad, cada ser humano debe pagar el precio de renunciar a estas pulsiones básicas. Como compensación recibe seguridad ante los terrores de la naturaleza y consuelo ante todo aquello que no se puede controlar, como la enfermedad, las contingencias de la vida y la muerte. En particular, la religión se ocupa de la última función. Los dioses surgen como personificaciones de las fuerzas de la naturaleza que se busca controlar humanizándola, “pues podemos emplear contra estos poderosos superhombres que nos acechan fuera los mismos medios de que nos servimos dentro de nuestro círculo social” (Ibíd., 154). Y su función no es otra que “compensar los defectos y los daños de la civilización, precaver los sufrimientos que los hombres se causan unos a otros en la vida en común y velar por el cumplimento de los preceptos culturales, tan mal seguidos por los hombres” (Ibid., 156).

De manera semejante, para Marx la religión es también una ilusión de la que hay que recobrarse por sus consecuencias negativas. Se trata simplemente de una ideología cuya función es mantener el status quo en una sociedad y justificar las estructuras y relaciones sociales y económicas, de las cuales es un mero producto. Marx, altamente influenciado por Feuerbach, no sólo pensó que los dioses son creaciones humanas, sino que además trató de explicar por qué el hombre optaba por alienarse a sí mismo al proyectar en un ser imaginario sus mejores posibilidades: se trata de un proceso análogo al económico en el que se entrega el trabajo a cambio del salario para producir mercancías. En efecto, la religión “es simplemente una imagen especular de la alienación real y subyacente de la humanidad, que es económica y material” (Pals 2008, 230). Por esto también la religión es “el opio del pueblo”, pues al ofrecer un mundo imaginario que consuela al ser humano de sus miserias reales, las cuales tienen una base económica y material tangible y cambiable, mantiene estas condiciones que generan la miseria. Consecuentemente, “Sobreponerse a la religión como la dicha ilusoria del pueblo es exigir para éste su dicha real. El pugnar por acabar con las ilusiones acerca de una situación, significa pedir que se acabe con una situación que necesita de ilusiones.” (Marx 1982, 491).

La teoría de la proyección en sus diferentes versiones implica siempre la idea según la cual el creyente se encuentra en un estado mental (y lleva una forma de vida) del que tiene que ser sanado o liberado. En el caso de Freud, el ser humano debe ser “educado para la realidad” mediante la razón y la ciencia, que siendo la única forma confiable de conocimiento debe ayudarlo a superar las ilusiones (1993, 166, 169) y aceptar que “no podrá considerarse ya como el centro de la creación, ni creerse amorosamente guardado por una providencia bondadosa” (Ibíd., 187). En el caso de Marx, la acción revolucionaria debe conducir a la liberación de las personas de las condiciones materiales que la religión ayuda a perpetuar mediante sus promesas ilusorias.

Aquí se evidencia el carácter netamente moderno de este tipo de ateísmo. No sólo es el resultado de una serie de cambios epistemológicos que hacen de Dios y del mundo objetos de la razón que deben ser dominados y controlados, sino que es sólo posible para un cierto tipo de sujeto que busca su realización en un proceso de maduración psicológica que lo conduce a superar toda ilusión para “aceptar la dura realidad” de un mundo sin sentido ni propósito. (Cf. Taylor 2008, 561). Interesantemente, el fenómeno de la proyección es reconocido también por las posturas religiosas. En efecto, los seres humanos tenemos la tendencia de hacer de Dios un objeto que podamos controlar a voluntad (idolatría) y no todas nuestras ideas de Dios son adecuadas. Igualmente, muchas ideas de Dios han sido utilizadas para legitimar condiciones injustas o el dominio de un grupo sobre otro. Pero estas tendencias psicológicas, sociales y espirituales, lejos de explicar el origen de la idea de Dios de un modo que excluya que esta se refiera a algún ser real fuera de nuestra mente e imaginación, señalan una dinámica propia de la auténtica búsqueda religiosa: el tránsito de estar centrado en uno mismo, mediante el vaciamiento y la apertura, a centrarse en lo Real (cf. Hick 2004 11, 236; Eliade 1983); cuidarse de identificar lo divino con rasgos, normas e instituciones simplemente humanas (Cf. Mt. 15, 1-9; 23, 1-32).


3.1.2 La muerte de Dios  

Más que una simple proclamación del ateísmo o el resultado de un argumento filosófico para demostrar la no existencia de Dios, esta frase, famosamente formulada por Friedrich Nietzsche (1844-1900), representa una descripción del estado de la cultura occidental a finales del siglo XIX, en donde parece encontrar su desafortunada conclusión el proyecto occidental iniciado con la filosofía griega (cf. McGrath 2004, 149). En su célebre estudio sobre el significado de esta frase, Martin Heidegger muestra cómo el Dios al que se refiere Nietzsche tiene que ver con los ideales que establecían el fundamento de la vida occidental en el ámbito de lo suprasensible: desde los conceptos de lo verdadero, lo bueno y lo bello hasta las ideas de razón, progreso y civilización (Heidegger 1996). La muerte de Dios significa la desvalorización de estos ideales, su pérdida de sentido, de modo que no queda nada a lo que atenerse, nada que dé orientación, fundamento y dirección a la vida.

Esto es expresado con dramática claridad en el parágrafo 125 de la Gaya Ciencia (1882), titulado El loco; uno de los más célebres pasajes de Nietzsche sobre la muerte de Dios:

“El hombre loco saltó en medio de ellos y los penetró con su mirada. <<¿A dónde ha ido Dios?>>, exclamó, <<¡Yo os diré! ¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! ¿Pero cómo hemos hecho esto? ¿Cómo hemos sido capaces de beber todo el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hemos hecho al desprender la Tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos precipitamos permanentemente? ¿Y también hacia atrás, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No sentimos el hálito del espacio vacío? >>” (Nietzsche 2014, 802)

Para Nietzsche, la muerte de Dios en manos de los seres humanos inaugura una nueva era en la que el ser humano puede recuperar para sí y ejercer el poder que había proyectado en la imagen de Dios. Pues, para Nietzsche el Dios cristiano es negador de la vida, la cual es fundamentalmente un impulso que afirma lo fuerte y se mueve siempre hacia la auto-superación y el crecimiento, imponiéndose para vencer cualquier obstáculo. Por eso, esta comprensión de la vida nada tiene que ver con la moral cristiana, la cual predica la igualdad de todos los hombres ante Dios, la obligación de proteger a los débiles y la necesidad del auto-sacrificio para alcanzar una plenitud más allá de la vida mundana.

En este sentido, para Nietzsche, de modo semejante a Feuerbach, Dios es el resultado de una proyección de lo mejor que hay en el hombre, su fuerza y poder creador. De este modo, su muerte es una liberación, o mejor, hace posible el surgimiento del superhombre quien, sobre la tierra y sin ninguna ilusión de una vida ultramundana, puede asumir la tarea de crear nuevos valores asumiendo su destino como único dios. El nihilismo (que Nietzsche considera el resultado mismo del desarrollo de la historia occidental) es visto, así, como la condición necesaria para la libertad absoluta que el ser humano pretende conquistar para sí.

Irónicamente, la pérdida de todo valor y principio absolutos y la proclamación de una libertad radical basada en la imposición del más fuerte, más que el anuncio de una nueva buena notica, ha sido denunciada por muchos como el origen de los totalitarismos que infestaron el siglo XX.


3.2 La fe es un tipo de creencia ciega e irracional  

Un buen número de posturas ateas se basan en un especial modo de comprender las relaciones entre la razón y la creencia religiosa. Como vimos anteriormente, en la imagen epistemológica heredada de la Ilustración, una creencia que no pueda ser soportada racionalmente con independencia de la apelación a la autoridad de una institución, un libro o una persona, se considera “fortuita” e irracional. En efecto, a esta posición se debe la idea según la cual las creencias religiosas son “ciegas” y “dogmáticas”, pues no descansan en evidencias adecuadas. Un ejemplo paradigmático de esta postura, denominada evidencialista, es ofrecido por el matemático británico William Clifford (1845-1879). En 1877, Clifford publicó un influyente ensayo titulado “La ética de la creencia”, según el cual existe una obligación de investigar y justificar toda creencia. Dado que las creencias determinan el modo como vivimos y actuamos, esta obligación no es exclusivamente de tipo epistemológico, sino también moral. Ahora bien, esta tarea de justificación debe asumir los estándares rigurosos de la ciencia: la condición para que una creencia se considere racional es que se base en evidencias adecuadas, y estas por principio deben ser susceptibles de ser verificadas intersubjetivamente mediante procedimientos comunes (Clifford 2003, 118). Esto implica que los métodos de verificación no pueden desbordar la capacidad racional humana en el momento en que se desarrolla la investigación. Por lo tanto, es irracional e inmoral formar creencias a partir de fuentes como la autoridad, basada en la excelencia moral de las personas en lugar de en su competencia científica, la revelación, cuyos contenidos suelen contradecirse y en todo caso no pueden ser comprobados por un procedimiento estándar, y la tradición, que no puede pretender establecer verdades inamovibles (Ibid., 107-127).

Esta manera de comprender las relaciones entre fe y racionalidad ha sido fuertemente criticada en las últimas décadas. Aquí sólo podemos indicar algunos elementos del debate (Cf. Gómez 2015; Romerales ed., 1992). En primer lugar, es importante señalar que esta imagen según la cual hay un conflicto entre fe y razón no permite comprender ninguno de los dos términos en toda su riqueza y complejidad. En general, la fe religiosa es deformada y malentendida si se la reduce a un tipo de creencia proposicional, es decir, a la afirmación de una proposición empírica sobre el mundo. Frecuentemente se enfatiza que la fe religiosa es más una “creencia en” (la persona de Dios) que una “creencia que” (cierta proposición es verdadera). En este sentido, si bien la fe puede implicar una serie de afirmaciones sobre lo real, su centro gira en actitudes no proposicionales como la confianza y la entrega a Dios (Cf. eg. Audi 2013, 52).

De otro lado, la imagen verificacionista del conocimiento ha sido criticada desde varios frentes. Así, por ejemplo, la filosofía de la ciencia ha mostrado con Karl Popper que lo propio de la investigación científica no consiste en la comprobación última de las hipótesis científicas mediante la experimentación o la observación, sino en la constante apertura a la falsificación de las mismas. En la filosofía de la religión ha habido varios intentos por demostrar que incluso la investigación científica tiene que presuponer siempre como su punto de partida ideas y creencias sobre la naturaleza de sus objetos de estudio que no son verificables por la teoría misma. En este sentido, la diferencia entre creer y saber se problematiza pues no es posible adelantar ninguna investigación racional sin tomar por dado, como verdadera y evidente, una cierta comprensión del mundo que la ciencia no se da a sí misma (Cf. Wolterstorff 1999; Clouster 2013).

De modo semejante, la concepción fundacionalista del conocimiento, según la cual sólo es racional una creencia que se base inferencialmente en otra creencia racionalmente justificada ha sido puesta en cuestión. Vale la pena mencionar aquí la famosa crítica de Alvin Plantinga al modelo fundacionalista de racionalidad, la cual inauguró en la década de 1980 lo que se conoce como “Epistemología reformada”. El propósito de este filósofo norteamericano es mostrar que la creencia en Dios es racional así no se base en ninguna otra creencia, pues se trata de una creencia básica (Plantinga 1992).

Su argumento es sencillo. Para evitar el regreso al infinito en la cadena de la justificación, una teoría fundacionalista debe encontrar un tipo de creencia que sin requerir de suyo justificación pueda soportar todo el proceso. Este tipo de creencia se denomina básica. En las diferentes teorías fundacionalistas se han solido identificar como tales (a) las proposiciones autoevidentes, como las verdades analíticas; (b) las creencias basadas en la percepción sensorial; y (c) las creencias incorregibes, es decir, aquellas que no pueden ser erróneas cuando se las mantiene sinceramente. Un ejemplo de una creencia de este tipo es “me parece que hay una silla frente a mí”. Dado que lo que se afirma es que “me parece”, aún si estoy soñando o sufro una ilusión óptica la proposición sigue siendo verdadera. Ahora bien, ¿cómo podemos justificar que sólo una creencia de alguno de estos tres tipos puede realmente ser “básica”? En efecto, afirma Plantinga, la creencia según la cual sólo las creencias del tipo (a), (b) o (c) son básicas no es de suyo ni auto-evidente, ni evidente a los sentidos ni incorregible. Por lo tanto, el fundacionalismo viola su propio criterio (Plantinga 1992, 243ss).

Por el contrario, mantiene este argumento, la creencia en Dios puede considerarse como propiamente básica y por consiguiente “el creyente está enteramente dentro sus derechos intelectuales al creer como lo hace, incluso si no sabe de ningún buen argumento teísta (deductivo o no deductivo), incluso si no cree que haya ningún argumento tal, e incluso si de hecho no existe tal argumento.” (Ibíd., 258)


4 Ateísmo, ciencia y religión  

Detengámonos a examinar con más detalle la idea, emparentada con la discusión anterior, según la cual existiría un conflicto necesario entre ciencia y religión, el cual conduciría a la gradual desaparición de la creencia y la práctica religiosa en la medida en que el conocimiento científico avance y se expanda por toda la tierra. En efecto, esta idea forma parte de la visión tradicional de la secularización, según la cual las sociedades modernas se caracterizan por la creciente pérdida de autoridad y centralidad de lo religioso causada por la racionalización creciente en la comprensión del mundo (Cf. Tschannen 1991). El antropólogo norteamericano Anthony Wallace expresa con claridad este presupuesto de la modernidad al afirmar que “la creencia en poderes sobre naturales está condenada a perecer en todo el mundo como resultado del creciente mejoramiento y difusión del conocimiento científico”. (citado por Brooke 2010, 106 )

No obstante, la pregunta sobre si existe un vínculo necesario entre ciencia y ateísmo es una cuestión muy discutida que ha recibido recientemente un tratamiento detallado. De un lado, encontramos la opinión de quienes creen, como Wallace, que ciencia y religión se oponen en tanto que son dos dominios que tienen los mismos propósitos, intereses y métodos, de modo que el avance y la consolidación de la ciencia como único método seguro de conocimiento conduce a la pérdida de credibilidad de las afirmaciones religiosas. Esta imagen moderna de la ciencia y la religión hace ver a la segunda como una suerte de pseudociencia que debe suplir sus deficiencias epistemológicas con el dogmatismo y la manipulación emocional, lo cual la convierte en una amenaza para las sociedades modernas, basadas en el reconocimiento de la diversidad, la libertad individual y la autonomía racional. En este sentido, el físico Steven Weinberg afirmó en el simposio Beyond Belief en el 2006: “el mundo necesita despertar de la larga pesadilla que es la creencia religiosa. Los científicos debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para debilitar la fuerza de la religión. Esa puede ser de hecho nuestra mayor contribución a la civilización.” De modo semejante, en una entrevista a Diane Sawyer en ABC World News, Stephen Hawking en el 2010 afirma que “Hay una diferencia fundamental entre la religión, que se basa en la autoridad, y la ciencia, que se basa en la observación y la razón. La ciencia va a ganar porque funciona”.

De otro lado, esta imagen de la religión y de la ciencia ha sido fuertemente criticada tanto por sus presupuestos filosóficos como por estudios recientes de la historia de las relaciones entre ciencia y religión en la modernidad. En palabras de John Hedley Brooke:

“En lugar de considerar a la ciencia como un agente de una inexorable secularización, sería más adecuado afirmar que las teorías científicas han sido susceptibles de interpretaciones teístas y ateístas. Históricamente ellas han proveído recursos para ambas lecturas. Algunas veces el mismo concepto, en diferentes manos, ha sido manipulado para generar el sentido de lo sagrado o el de lo profano”. (2010, 110)

Detengámonos a considerar estas cuestiones.


4.1 ¿Ha conducido el avance de la ciencia a la pérdida de la creencia religiosa?  

Hay una tendencia en varios estudios recientes a contestar negativamente a esta pregunta, o por lo menos, a resaltar que los desarrollos de la ciencia no son la causa principal de la pérdida de plausibilidad de la creencia religiosa. El sociólogo norteamericano David Martin, por ejemplo, considera que en la modernidad otros factores han sido más significativos. Entre ellos resalta los efectos de la movilidad geográfica y social en la ruptura de la unidad cultural entre generaciones; el surgimiento de una cultura del hedonismo que evita la generación de compromisos a largo plazo con las instituciones religiosas; el control secular de las instituciones educativas y de los medios de comunicación; y el desplazamiento de la solidaridad religiosa hacia la solidaridad nacional o de partido (2007, 5). A una conclusión semejante llega Susan Budd (1977) en su estudio de las biografías de 150 no creyentes ingleses entre 1850 y 1960. La ciencia aparece raramente como una causa para la pérdida de la fe. En cambio, la conversión a formas radicales de orientación política, el descubrimiento de contradicciones al interior de la Biblia, la percepción de la conducta inmoral de los clérigos, así como el desarrollo de una moral secular aparecen con los factores principales.

En este sentido, la obra reciente de Charles Taylor sobre la era secular ha mostrado con excepcional detalle que las relaciones entre ciencia, religión y modernidad son complejas y diversas. Para este autor la secularización tiene que ver con la transformación del horizonte de precomprensión en el que la búsqueda de sentido y la experiencia moral y espiritual tienen lugar. En particular, el surgimiento del humanismo exclusivista o autosuficiente como una alternativa ampliamente disponible para las personas ocupa un lugar primordial en este proceso. Este tipo de humanismo tiene que ver con una nueva comprensión del significado de la plenitud humana y del fin último de la vida, que ahora puede pensarse sin referencia a lo divino (Taylor 2007, 18). La vida misma y no algo que está situado más allá de ella y que requiere de su negación, se convierten gradualmente en el foco de la búsqueda de realización humana.

No obstante, a pesar de que no es posible afirmar que haya un vínculo directo entre el avance de la ciencia y la expansión del ateísmo moderno, sin duda la visión científica del mundo ha generado una serie de transformaciones en la comprensión de la naturaleza y de la realidad que vale la pena explorar con más detalle. ¿De qué modo la transformación de la visión de mundo religiosa precientífica ha sido un factor en la pérdida de la creencia? Consideremos algunos elementos para la reflexión.


4.2 Del cosmos al universo mecánico: el surgimiento del Deísmo  

Como ha sido frecuentemente señalado en los estudios recientes, la idea del conflicto entre ciencia y religión sólo surge hasta la mitad del siglo XIX. Antes de esto, y desde los orígenes de la ciencia moderna en el siglo XVII, pero con especial fuerza durante el XVIII, se dio una sinergia entre la investigación del mundo natural y la teología. Esta armonía se refleja en el hecho de que en la época de Newton y hasta el siglo XIX la mayoría de los científicos eran a la vez sacerdotes ordenados (Cf. Hyman 102). En efecto, para el astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler (1571-1630) los astrónomos son una suerte de sacerdotes con respecto al “libro de la naturaleza” y el objetivo principal de todas las investigaciones sobre el mundo natural es descubrir el orden y la armonía que Dios ha puesto en él y que se descubre mediante las matemáticas. Por eso, al “exponer la geometría de la creación uno piensa los pensamientos de Dios después de él”. (Brooke 1991, 22).

La “Mecánica celeste” de Isaac Newton (1642-1727) no sólo era considerada consistente con la visión cristiana del mundo como un cosmos armónico creado por Dios, sino que en efecto podía leerse en ella una confirmación de esta imagen del mundo. Al final de los Principios Matemáticos de Filosofía Natural (1687) Newton afirma que:

“Tan elegante combinación de sol, planetas y cometas sólo pudo tener origen en la inteligencia y poder de un ente inteligente y poderoso (…) Él lo rige, no como alma del mundo, sino como dueño de todos. Y por su dominio suele ser llamado señor dios ‘Pantocrator’.” (Newton 1987, 782)

Para estos “sacerdotes del libro de la naturaleza” la religión no solo ofrecía la motivación para la investigación científica, sino que contribuyó a generar sus presuposiciones. En particular, la doctrina cristiana de la creación permite concebir la naturaleza como un orden inteligible que vale la pena ser estudiado, para descubrir en él los rasgos del creador. La idea misma de que el universo está regido por “leyes de la naturaleza”, de modo que presenta una uniformidad y una unidad que hacen posible la investigación empírica, está estrechamente vinculada con su carácter creado (Cf. MacGrath 2010, 91). A diferencia del mundo griego, que no tiene un principio y que es la encarnación de formas eternas mediante el trabajo de un artesano celeste que no puede sino intentar plasmarlas en la materia que siempre se resiste, un universo creado implica que el Creador ha sido totalmente libre para establecer el mundo y sus leyes. Por eso, a diferencia de la ciencia griega que se orienta a descubrir lo inteligible, las esencias a las cuales la materia no aporta nada, la ciencia empírica requiere de una concepción positiva de lo sensible como lugar de manifestación de la actividad divina. Como señala M.B Foster en su célebre artículo publicado en la revista Mind en 1934:

“Tan pronto como se concibe que la naturaleza es creada por Dios, lo contingente se convierte en algo más que una imperfección en la encarnación de la forma; es justamente aquello que constituye un objeto natural más que como una materialización, como una criatura (…) Si, por lo tanto, lo contingente es esencial a la naturaleza, la experiencia debe ser esencial a la ciencia de la naturaleza (…) sólo una naturaleza creada es el objeto apropiado de una ciencia empírica” (1934, 464-5).

Adicionalmente, la doctrina de la creación afirma que hay una congruencia entre el orden de la naturaleza y la racionalidad humana, en tanto que el ser humano ha sido también creado por Dios (Cf. Brooke 1991, 19). Como ha sido frecuentemente indicado, esto garantiza la posibilidad del conocimiento. La ciencia presupone que el mundo natural es inteligible, pero no puede dar cuenta de esta inteligibilidad, la cual no es de suyo un hecho empírico. Así, “lo que las ciencias naturales están forzadas a asumir (…) puede ser afirmado por la comprensión cristiana (…) con base en la revelación” (McGrath 2006, 222).

¿Cómo es entonces que esta relación armoniosa y casi simbiótica entre ciencia y religión se quiebra? La respuesta es compleja y aquí sólo podemos indicar algunos elementos.

Uno de los efectos más fuertes sobre la visión de mundo religiosa que frecuentemente se relacionan con el surgimiento de la ciencia moderna, tiene que ver con el cambio en la concepción de la realidad. Esta transformación se suele describir como el paso de un mundo jerárquicamente estructurado, en el cual el orden natural tiene un sentido y propósito que afecta e incluye al ser humano (cosmos), a la noción de un universo describible enteramente en términos de las interacciones causales entre partículas materiales, del cual toda teleología y significación moral quedan excluidas. La eliminación de la causalidad final y el consecuente énfasis en la causalidad eficiente como único modo válido de explicación científica desempeñaron un papel fundamental en esta transformación. Gradualmente, el mundo dejó de concebirse como un organismo, cada una de cuyas partes se mueve por arreglo a fines, y se convirtió en una gran máquina (Cf. Brooke 1991, 119ss).

Si bien no podemos rastrear con detalle todo el proceso, vale la pena referirse a uno de los momentos fundamentales en la transformación, que suele ligarse con la obra de Newton. Como es sabido, la mecánica celeste de Newton permitió explicar el movimiento de los planetas mediante las mismas leyes que se podían aplicar al comportamiento de los objetos terrestres. De este modo, el universo entero parecía estar regido por principios universales y leyes fijas que pueden ser descritas matemáticamente, lo cual sugirió la idea de que se trataba de un gran mecanismo, semejante, por ejemplo, al famoso reloj astronómico de Estrasburgo reconstruido en 1574. Si bien estudios recientes han procurado mostrar que Newton mismo no aceptó la imagen mecanicista del universo, sino que mantuvo la creencia en la actividad constante de la voluntad divina en él (Davis 2009, 116), parece innegable que la recepción de su obra sí contribuyó en la formación de tal imagen.

Para nuestra discusión sobre el origen del ateísmo en el pensamiento moderno, lo que interesa señalar es la transformación en la idea de Dios que genera el mecanicismo. En efecto, afirmar que el universo es una gran máquina sugiere que este tuvo un diseñador. Tal sugerencia cautivó la imaginación religiosa durante la denominada revolución científica, en donde las imágenes tradicionales de Dios como Rey o Pastor perdieron relevancia con respecto a la figura del relojero cósmico (McGrath 2010, 29; Brooke 1991, 144ss). Pero, ¿qué tipo de Dios es un relojero? Gradualmente, para muchos el universo parecía ser un mecanismo capaz de auto-sostenerse, en el cual Dios, luego de un acto inicial de creación, no tenía necesidad de intervenir. Esta es precisamente la concepción deísta de Dios, según la cual si bien este es el diseñador y el artífice inicial del universo, una vez terminada su obra puede desentenderse de ella. De este modo, la doctrina de la providencia, fundamental para el cristianismo, quedaba excluida. Lo mismo ocurría con la posibilidad de los milagros, que en esta concepción sólo podían ser entendidos, tal y como los definió célebremente David Hume (1711-1776), como interrupciones del orden causal natural. Pues, después de todo, ¿qué sentido tendría pensar que Dios debe interrumpir las leyes que él mismo ha creado, las cuales funcionan de manera eterna y universal?

De este modo, el deísmo, al excluir la necesidad de la acción divina para sostener y guiar el orden creado no sólo hace de Dios una figura distante e irrelevante para la vida humana, sino que inaugura la posibilidad de una comprensión enteramente naturalista del universo en la cual sólo las explicaciones causales y la descripción matemática de regularidades tienen valor cognitivo.

Pero toda transformación de la imagen del mundo implica también una transformación en la auto-comprensión de los seres humanos. En este sentido, lo realmente decisivo en el surgimiento del ateísmo moderno, como una opción ampliamente extendida en occidente, tiene que ver con el tipo de sujeto que habita el universo mecánico. La referencia a Dios no sólo se vuelve innecesaria para explicar el universo, sino que el sentido de la vida humana y las ideas de aquello en que consiste su plenitud no requieren de ninguna relación con algo más allá del orden inmanente del mundo social, que también parece poder sustentarse por sí mismo (Taylor 2007, 543). Ninguna alternativa más allá lo propiamente humano –la felicidad, la realización personal, el heroísmo o el placer– puede fácilmente representar la meta de la vida (Ibíd., 560). La imagen deísta de Dios abre las puertas del humanismo exclusivista, pues aún si Dios existiera, no tendría ya que ser la fuente indispensable del sentido de la vida, ni la base imprescindible de la vida espiritual o moral.


4.3 El siglo XIX como punto de quiebre  

Desde el punto de vista sociológico, Alister McGrath señala que durante el periodo victoriano en Inglaterra emerge el grupo profesional de los intelectuales y científicos independientes, quienes comprenden la libertad académica como una ruptura con la iglesia y deben desplazar de su lugar privilegiado a los antiguos sacerdotes-científicos, que ahora son vistos como aficionados (Cf. 2010, 11; 2004, 49). Al respecto vale la pena detenerse brevemente en la figura de Charles Darwin (1809-1882), quien suele ser ligado con la ruptura definitiva entre ciencia y religión en el siglo XIX.

Como es bien sabido, Darwin no consideraba que la teoría de la evolución fuera inconsistente con el teísmo. Por el contrario, la selección natural podía ser entendida como el mecanismo usado por el creador para realizar su obra e incluso como una prueba a favor del argumento del diseño (Cf. Moore 2009, 146; Hyman 2010, 112). Su rompimiento con el cristianismo tuvo que ver más bien con su rechazo a la idea de una condenación eterna, a la cual consideraba inmoral. Igualmente, para él la presencia del sufrimiento y el mal en el mundo presentaba uno de los argumentos más fuertes contra la creencia en un Dios bondadoso. La muerte de su padre en 1840, un libre pensador, y más tarde, en 1851, la de su hija de 10 años luego de una larga enfermedad reforzaron estas convicciones (Cf. Brooke 2010, 111).

Ciertamente el Darwinismo fue utilizado como un argumento en contra de la visión religiosa del mundo que pronto se extendió y adquirió una fuerza excepcional que continúa ejerciendo su influencia hasta nuestros días. El biólogo inglés Thomas Huxley (1825-1895) desempeñó en esto un papel primordial. En efecto, su famosa confrontación con el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce (1805-1873), en el Museo de Historia Natural de esta ciudad en 1860, se ha convertido en el emblema de la imagen del conflicto entre ciencia y religión. ¿Qué elementos de la teoría de la evolución fueron utilizados en contra de la visión religiosa del mundo?

En primer lugar, la idea misma de que los seres de la naturaleza han adquirido su forma actual mediante un proceso de evolución determinado por la selección natural contradecía la interpretación literal del libro del Génesis, según la cual Dios habría creado todas sus criaturas con la forma actual y no habría cambio en el mundo natural. Esta nueva visión histórica del mundo natural había sido preparada por el trabajo del geólogo Charles Lyell (1797-1875), cuyo libro Principles of Geology (1830) fue leído por Darwin durante su viaje en el Beagle. Lyell procuró mostrar que las formaciones geológicas son el resultado de un proceso de cambio lento y catastrófico, animado por movimientos de la tierra y erupciones volcánicas que continúan hasta el presente. En una palabra, la visión evolucionista parecía poner en entredicho la verdad de la Escritura, la cual, como veremos, era comprendida en aquella época en un sentido literal, equivalente al de las afirmaciones científicas.

En segundo lugar, la idea de un orden natural cambiante parecía poner en jaque las premisas del famoso argumento del diseño que había representado una pieza clave en el intento por armonizar los descubrimientos de la ciencia con las doctrinas teológicas. En una de sus versiones más célebres e influyentes en la Inglaterra de Darwin, la propuesta por William Paley (1743-1805), Dios podía considerarse como un relojero divino, de cuya existencia daban testimonio la complejidad de las estructuras de la naturaleza, tales como el ojo humano. La analogía del orden natural con una estructura compleja y cuyas funciones parecen sugerir un diseño, se debilita si el orden es móvil y cambiante y si las funciones pueden ser explicadas en términos adaptativos que excluyen la noción de propósito (cf. McGrath 2010, 31, 37). En efecto, este punto ha sido resaltado recientemente por Richard Dawkins en su libro Blind Watchamker (1987). Para él la fuerza ciega de la selección natural es suficiente para dar cuenta del orden biológico y hace innecesaria la idea de un diseñador inteligente.

En tercer lugar, la idea de la selección natural parecía ofrecer una imagen de la naturaleza que contradecía la visión, ampliamente extendida durante la Ilustración, según la cual esta sería armoniosa y benevolente con el ser humano. En efecto, la teoría de Darwin se basaba en el trabajo del economista y demógrafo Thomas Malthus (1766-1834), publicado en 1798 con el título Essay on the Principle of Population, según el cual mientras que la población de individuos de las diferentes especies aumenta geométricamente (2,4,8,16,32), los recursos alimenticios sólo lo hacen aritméticamente (1,2,3,4,5). De este modo, la hambruna, la miseria, la guerra y la muerte parecen ser las consecuencias inevitables de las leyes de la naturaleza.

Finalmente, la teoría de la evolución parecía contradecir la concepción cristiana tradicional del ser humano, según la cual éste fue creado a imagen de Dios, de modo que ocupa un lugar privilegiado sobre el resto de la creación. Según una corriente dominante de recepción de la teoría de la evolución, Darwin, como afirmó Sigmund Freud, habría infringido el segundo gran golpe contra el narcicismo humano (luego del dado por Copérnico al probar que la tierra gira alrededor del sol y antes de la estocada final del psicoanálisis) al mostrar que el ser humano descendía de los animales. Para muchos, al afirmar que existe un continuo en términos de origen y evolución entre el ser humano y el reino animal, Darwin habría debilitado el fundamento de los valores morales y, en general, de las facultades “superiores” del ser humano que ahora podrían explicarse simplemente en términos de su función adaptativa.


4.4 El lugar de la crítica bíblica  

La anterior discusión muestra hasta qué punto las relaciones entre ciencia y religión a lo largo de la historia del pensamiento occidental son mucho más ricas, diversas y complejas de lo que los promotores de la llamada tesis del conflicto pretenden afirmar. En efecto, existe una amplia literatura que estudia diferentes modelos de interacción entre ciencia y religión, la cual ha crecido a partir de la famosa tipología de Ian Barbour que identifica cuatro formas de relación entre la ciencia y la fe, en particular cristiana, a lo largo de la historia: Conflicto, Independencia, Diálogo e Integración (Cf. Barbour 2000; Stenmark 2010). Ciertamente, a pesar de la narrativa más o menos establecida según la cual el avance de la ciencia condujo a la pérdida de la creencia y la práctica religiosa, como hemos dicho, solamente cierta comprensión de la ciencia y la religión entran en conflicto.

¿De qué ciencia y cuál religión se trata? En particular, se trata, de un lado, del materialismo científico, que afirma que la realidad última de cuanto existe es exclusivamente material y que la ciencia es el único modo confiable de conocimiento; y del otro, de las vertientes fundamentalistas del cristianismo que enfatizan la lectura literal de la Biblia.

Si bien estas dos posiciones siguen vivas en la actualidad, no puede identificarse con ellas ni la totalidad de la investigación científica, ni mucho menos la diversidad de visiones religiosas de la realidad. Históricamente, sin embargo, el surgimiento del literalismo bíblico, como modo predominante de leer las Escrituras, en particular en la tradición protestante, hace parte de la transformación de la idea de Dios y de lo religioso propiamente moderna que hizo posible el surgimiento del ateísmo actual. En efecto, de modo concomitante con la concepción moderna de Dios como un objeto de la razón, susceptible de ser probado o refutado, la Biblia comenzó a ser entendida como un tipo de relato histórico cuya verdad debía ser susceptible de verificación con respecto a la existencia o no de los “hechos” narrados (Hyman 2010, 85).

Esto implicó un alejamiento de los modos tradicionales de leer la Biblia que, desde la tradición de la escuela de Alejandría y los Padres de la Iglesia, se basaban en el método alegórico. Para adaptarse a las exigencias epistemológicas modernas, con su énfasis en la búsqueda de la certeza y la exactitud, el sentido del lenguaje bíblico dejó de buscarse en lo simbólico y analógico, que parecían demasiado plagados de subjetividad, y se centró en la comprensión literal (Cf. Sheppard G.T. y A.C. Thiselton 1998). De este modo, el surgimiento de los estudios histórico-críticos en el siglo XIX en Alemania representaron un verdadero reto para este tipo de fe. El método propio de esta escuela partía de tratar el texto bíblico como cualquier otro texto, lo cual condujo a una revisión exhaustiva de las creencias sobre sus verdaderos autores, las fechas de escritura de los diferentes libros y la veracidad histórica de sus relatos. No sólo se reveló que algunos textos no podían haber sido escritos por los autores a quienes tradicionalmente se les atribuían, sino además se hizo patente que al interior de la Biblia había inconsistencias y contradicciones que ponían en duda su verdad.

Ahora bien, aunque el surgimiento de la crítica bíblica fue un factor determinante en la pérdida de la creencia religiosa en la modernidad, su influencia se fue perdiendo gradualmente durante el siglo XX (con excepción de los sectores fundamentalistas del cristianismo). El redescubrimiento de las dimensiones no literales del texto bíblico y, en particular, la conciencia de que no es fundamental para la fe cristiana un compromiso con la veracidad histórica de las Escrituras, desempeñaron un papel importante. Igualmente centrales son ahora el interés por comprender el sentido espiritual de los textos y su capacidad para decir algo al hombre moderno y transformar su vida, lo cual es irreducible a la literalidad de las narrativas bíblicas.


5 Los “Nuevos ateos”  

Este nombre es dado a un grupo de escritores particularmente hostiles a la religión que, con especial fuerza desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, han procurado no sólo criticar las creencias religiosas, sino combatirlas y exterminarlas mediante el uso de argumentos que consideran “científicos”. En este grupo se incluye al zoólogo Richard Dawkins, al filósofo Daniel Dennett, al filósofo y neurocientífico Sam Harris y al escritor y periodista Christopher Hitchens. Como ha sido indicado, lo único “nuevo” de esta forma de ateísmo es acaso el tono agresivo y polemizante y el hecho de que se haya convertido en un fenómeno mediático (Cf. McGrath y Collicutt 2007). Pues el repertorio de argumentos utilizados hace parte de la interpretación moderna de la religión que hemos estado analizando, aunque muchas veces se presentan sin un conocimiento adecuado de esta misma tradición. Estos se pueden resumir en los siguientes puntos: (1) existe una oposición necesaria entre ciencia y religión. La segunda no sólo es refutada por la primera, sino que además debe serlo pues además de ser infantil e irracional, es peligrosa. (2) La fe religiosa es una forma de dogmatismo y una fuente de violencia. En particular, el Dios bíblico es visto por estos autores como un personaje vengativo, celoso e intolerante; un “delincuente psicópata”, en palabras de Dawkins, (2007, 39,47). Como consecuencia, (3) la religión no sólo no puede pretender ser una fuente de principios morales, sino que ella misma es inmoral. (4) Tanto la religión como la moral pueden ser explicadas en términos científicos y en particular biológicos. La primera tiene un origen patológico (es una especie de virus de los sistemas cognitivos y la cultura) y la segunda cumple una función meramente evolutiva (los principios morales se desarrollaron para aumentar la posibilidad de sobrevivencia de las generaciones futuras) (cf. Conesa 2011).

Como ha sido frecuentemente señalado en la discusión seria sobre la posición de los nuevos ateos, estos se basan en ideas inadecuadas sobre la religión y en particular en una comprensión pobre y deformadora del cristianismo, descuidando un estudio y una reflexión cuidadosa sobre la fe y su relación con la ciencia y la cultura actuales. Igualmente, con sus argumentos generalmente caen en lo que se denomina “cientismo”. Esto es, en la creencia en que la ciencia es la autoridad única y última a la cual se puede apelar para contestar cualquier tipo de pregunta y solucionar cualquier problema, desde el conocimiento del mundo natural hasta la fundamentación de la moral y el esclarecimiento de las preguntas últimas sobre el sentido y propósito de lo real. De este modo, se traspasan los límites y usos legítimos de la ciencia (Cf. McGrath y Collicutt 2007). En particular, el tono agresivo y la negativa a considerar a profundidad los argumentos ofrecidos por los teístas, han mostrado hasta qué punto esta forma de ateísmo militante puede considerarse una forma de fundamentalismo, el cual, lejos de promover la libertad de pensamiento y la investigación abierta característica de la ciencia, cierra las posibilidades de diálogo y discusión.


6 Conclusión: El ateísmo más allá de la modernidad  

Siguiendo la tendencia de los estudios recientes, en este artículo hemos rastreado las transformaciones epistemológicas y sociales que condujeron al surgimiento del ateísmo como un fenómeno propiamente moderno y occidental. Como hemos dicho, esto no significa que en otras épocas y escenarios culturales no se hubiera negado la existencia de Dios o una realidad divina, pero sí que la modernidad genera las condiciones tanto para una particular forma de comprender a Dios como un objeto más de la razón, como para cuestionar los vínculos entre la autoridad política y la religiosa. De modo que el ateísmo se hace posible, a nivel teórico y práctico, como una opción legítima y ampliamente disponible para un gran número de personas y no sólo para ciertas élites intelectuales. Dado que Dios desempeña un papel fundamental en la historia de la cultura occidental, el ateísmo implica profundas transformaciones culturales y una crisis de los fundamentos en los que se basaba la vida intelectual, moral y espiritual de occidente.

Si esto es así, la pregunta por el destino del ateísmo debe ser formulada de cara a la crisis de la modernidad. Particularmente relevante para el futuro de este grupo de posiciones es el cuestionamiento que durante la segunda mitad del siglo XX ha recibido la imagen ilustrada del conocimiento, basada en la idea de una racionalidad desligada de todo prejuicio proveniente de la tradición y de todo valor cultural, así como orientada a la búsqueda de la certeza y al control de la realidad. Esta imagen se ha vuelto insostenible luego de que hemos ganado la conciencia del carácter situado de toda actividad racional, así como el reconocimiento de que toda investigación no sólo responde a intereses y necesidades, sino que presupone principios y creencias que no son el producto de la investigación misma, sino que funcionan como valores que la orientan y que son simplemente tomados por dados por los investigadores. Adicionalmente, la literatura de la última década sobre las relaciones entre religión y modernidad se caracteriza por señalar fenómenos como el “retorno de lo religioso”, la “desecularización del mundo” (Berger 1999) o la entrada en una fase “post-secular” de la modernidad tardía (Habermas 2006; cf. Gómez, ed. 2014). Tales designaciones buscan enfatizar que en el siglo XXI las religiones no sólo continúan siendo una fuerza central en las reconfiguraciones sociales, culturales y políticas de las sociedades actuales, sino que la búsqueda de lo divino y la pregunta por Dios son tan actuales como siempre.


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8 Cómo Citar  

Gómez, Carlos Miguel. 2017. "Modernidad, ciencia y ateísmo". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Modernidad,_ciencia_y_ateísmo


9 Derechos de autor  

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