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DIA β

Las ciencias naturales en el trabajo teológico

Versión española de Natural Sciences, in the Work of Theologians, de la Interdisciplinar Encyclopedia of Religion and Science.

Traducción: Pablo Emanuel García


La teología busca proveer la comprensión de la Palabra de Dios bajo la luz de la fe. Busca explicar la coherencia interna de esta Palabra y clarificar las diferentes implicaciones que conlleva. Al hacerlo, la teología naturalmente encuentra otras fuentes de conocimiento y toma en cuenta sus contenidos. Aunque los teólogos ‘descienden’ de la Revelación Bíblica a las cosas creadas, no pueden ignorar la necesidad de un ‘ascenso’, es decir partir desde el conocimiento filosófico y científico hacia el conocimiento proporcionado por la Palabra de Dios, en orden a lograr una mejor comprensión de la última. La necesidad de tal movimiento dialógico ya fue manifestada por la interpretación que hacía san Anselmo de la teología como fides quaerens intellectum, aún hoy una de las mejores definiciones de su tarea racional. Esto significa que la comprensión teológica de las cosas debe ser ‘buscada’, pero también ‘requerida’ y ‘amada’ por la fe, de acuerdo a los múltiples matices abarcados por el verbo latino quaerere. Históricamente, tal comprensión surgió de diferentes fuentes, que concernían no solo a la filosofía propiamente dicha sino también al conocimiento de la naturaleza correspondiente a la ‘filosofía de la naturaleza’, como fue llamada durante mucho tiempo. Cuando el método científico fue establecido, reclamando su autonomía con respecto al conocimiento filosófico, la teología fue confrontada con dos interlocutores diferentes, la filosofía y la ciencia, así como con dos ámbitos diversos, es decir las humanidades y las ciencias naturales. De este modo, la tarea de la teología se volvió aún más compleja debido a los diferentes métodos y las distintas perspectivas epistemológicas adoptadas en cada campo temático. En la edad moderna, la complejidad de la tarea teológica aumentó debido a la irrupción de dos grandes problemáticas (o, tal vez, simplemente su moderna reproposición), a saber, la nueva perspectiva provocada por la relevancia de la historia y el debate sobre la posibilidad de una búsqueda de la verdad.

El cuestionamiento del uso de los resultados de las ciencias naturales en el trabajo de los teólogos va más allá del simple interrogarse sobre el diálogo entre la ciencia y la teología. Más bien, debe ser considerado como el desenlace natural del diálogo mismo. Un uso genuino de los resultados científicos implica la responsabilidad de no limitarse a pronunciar un juicio sobre la mutua compatibilidad entre teología y ciencias, y enfrentar el reto de que la teología y la ciencia puedan provocarse intelectualmente una a otra. En efecto, los resultados científicos no solo proporcionan una comprensión más profunda de la Revelación sino que también podrían exigir una nueva lectura de la Palabra de Dios. La ciencia pide una lectura de tal Palabra bajo nuevas luces, y tal vez dentro de marcos sin precedentes, lo que a su vez plantea nuevos problemas e invita a análisis más profundos. Es claro, entonces, que el ‘uso’ de las ciencias en el trabajo teológico está bastante lejos de la idea de una visión instrumental auxiliar de las mismas ―una visión que es ciertamente inadecuada también para la filosofía o las ciencias humanas―. Usar resultados científicos en el trabajo teológico significa, más bien, verlos como fuentes de inspiración y de desarrollo dogmático. Es un rol que obliga a los teólogos a tomar sobre sus hombros el trabajo de entender cómo interpretar estos resultados y las complejidades que implican.

Si comparamos la relación que existe entre la teología y la filosofía con la de la teología y las ciencias naturales, detectamos algunas semejanzas y marcadas diferencias. Por un lado, la interpretación de los datos científicos con frecuencia está cargada de teoría y, por lo tanto, requiere algún discernimiento de los teólogos, así como sucede cuando se considera a la filosofía. Por otro lado, muchos resultados de la ciencia, que somos capaces de verificar de modo objetivo y universal, están marcados por una ‘proximidad’ tal hacia la realidad que el conocimiento que producen tiene un alto grado de confianza cuando son comparados con otras fuentes de conocimiento humano. La experiencia juega un papel clave tanto para la filosofía como para la ciencia y, si es tomada en la debida consideración, también para la teología. El marco realista de la teología, por lo general, busca proporcionar una visión precisa del vínculo existente entre historia y verdad, y reasegura que es posible un acceso a la verdad comenzando desde la realidad. Sin embargo, con respecto a nuestro tema, se debe subrayar aquí una diferencia relevante entre filosofía y ciencia. Mientras que los teólogos están familiarizados con las nociones principales de la filosofía, cuyo papel es bien reconocido por su plan de estudios eclesiásticos, el tipo de conocimiento experto que hoy se necesita para una minuciosa comprensión y evaluación de los resultados científicos escapa a la gran mayoría de teólogos, también a causa de las sofisticadas herramientas teoréticas y experimentales usadas por la ciencia contemporánea. Si tienen alguna competencia científica, proviene de la formación recibida en paralelo a sus estudios filosóficos y teológicos.

En este artículo, luego de introducir algunos supuestos epistemológicos que creo deben dirigir el diálogo y la interacción entre teología y ciencia (Sección 1), presento un breve status quaestionis de la presencia de las ciencias naturales en los trabajos teológicos (Sección 2). Serán resumidos brevemente los principales avances científicos con los cuales la teología tiene que contar en la actualidad (Sección 3), y, finalmente, se sugerirán esquemáticamente algunas directrices para un uso apropiado de la ciencia en el desarrollo de la teología dogmática (Sección 4).


Contenido

1 Del diálogo a la integración intelectual: algunos fundamentos epistemológicos  

En la actualidad, nuevas premisas filosóficas y un nuevo clima cultural permiten a la teología y a la ciencia superar relaciones conflictivas y fomentar un diálogo fructífero. Hay un acuerdo general entre varios autores sobre los factores que han producido este cambio de perspectiva (cfr. Polkinghorne 1986, 1998; Gismondi 1993; Haught 1995; Barbour 1997, 2000). Usualmente refieren al declive de las visiones deterministas y mecanicistas de la ciencia, y de la cerrada intención autoreferente de la lógica y las matemáticas, dentro de las cuales el conocimiento científico se había enredado a sí mismo por un largo tiempo evitando comprometerse en el diálogo con otras fuentes de saber. Debe señalarse también que el redescubrimiento de la empresa científica como una ‘actividad de la persona’ la abrió a los cánones del conocimiento personal (piénsese, por ejemplo, en los valores de la tradición, la integración del lenguaje analógico, simbólico y estético en el discurso lógico-matemático, etc.). Finalmente, hoy asistimos a un aumento de interrogantes filosóficos, y a veces incluso existenciales y religiosos, desde dentro del trabajo científico, aunque, con claridad, no pueden ser formalizados ni resueltos solo sobre la base del método de la ciencia. En el dominio de la historia y la cultura se podría mencionar también el redescubrimiento de un significativo vínculo entre teología cristiana y el desarrollo del pensamiento científico occidental. De parte de la teología, un factor importante de cambio es ahora la gradual, aunque lenta, recepción de la visión científica contemporánea sobre el cosmos físico, sobre la vida y la evolución del ser humano; una visión que hoy constituye el horizonte legítimo para entender correctamente la doctrina bíblica de la creación y la historia de la salvación.


1.1 Formas de ‘desarrollar’ el diálogo entre teología y ciencia  

El área de reflexión más obvia en dicho diálogo está provista por la interpretación de la realidad. Es precisamente en este ámbito en el que surgieron los primeros conflictos entre una ‘lectura’ científica y una religiosa del mundo. Una vez que se llega a reconocer, gracias a hermenéuticas más correctas, la posibilidad de simultáneas y diferentes lecturas de la realidad, ya no en conflicto entre sí, se pueden clarificar los errores del pasado y preparar las bases para una pacífica interacción en el futuro.

Más allá de una fase no beligerante, caracterizada por la simple clarificación de los términos usados por las dos disciplinas, una primera oportunidad para desarrollar el diálogo entre teología y ciencia es ofrecido hoy por el paso de categorías ‘esencialistas’ hacia otras ‘personalistas’. De este modo, el problema epistemológico es redireccionado a un dominio más antropológico. Con respecto a esto, observo que el mismo pensamiento científico ha reevaluado gradualmente un número de factores de conocimiento de tipo personal, heurístico, estético e intuitivo. Por mucho tiempo, la ciencia ha subestimado estos elementos por la identificación reduccionista de la racionalidad con la racionalidad lógico-formal. Desarrollar positivamente el diálogo implicaría la osadía de considerar la cuestión de la unidad del conocimiento, es decir la unidad de la experiencia intelectual del sujeto cognoscente. El foco ya no estaría entonces en cómo la teología y el conocimiento científico pueden cooperar en su interpretación de la realidad, sino en cómo varias formas de conocimiento pueden contribuir a la autocomprensión del mismo sujeto y a la determinación de sus elecciones existenciales, incluidas las religiosas. Esto generaría el cambio de un asentimiento ‘nocional’ ―resultante del análisis lógico― a un asentimiento ‘real’ ―resultante de las convergencias de indicios provenientes de todas las fuentes de conocimiento, incluidas aquellas que no pueden ser formalizadas en términos cuantitativos―. Esta es la trayectoria ofrecida de manera magistral por J. H. Newman en su trabajo A Grammar of Assent (1870). Pasar de categorías esencialistas y epistemológicas hacia otras personalistas y antropológicas es un cambio que tiene también implicaciones éticas, poniendo la base para superar la idea de la ‘neutralidad de la ciencia’.

Sin embargo, hay un paso más en el desarrollo de este diálogo en un dominio estrictamente teológico y no meramente filosófico: concierne a la posibilidad, para la teología y la ciencia, de aceptar un mutuo ‘desafío intelectual’. Esto ya no es un desafío que proceda de conflictos, más bien es visto como la oportunidad de presentar los propios resultados a la reflexión de la otra parte: “el diálogo debe continuar y crecer en profundidad y amplitud. En este proceso debemos superar toda tendencia regresiva a un reduccionismo unilateral, al miedo y al auto aislamiento. Lo críticamente importante es que cada disciplina debe continuar enriqueciendo, nutriendo y desafiando a la otra para ser más plenamente lo que puede ser y para contribuir a nuestra visión sobre quiénes somos y en quiénes nos estamos convirtiendo” (Juan Pablo II 1988). La posibilidad de incluir resultados científicos firmes en la reflexión teológica tiene una base dogmática en la equivalencia que la teología reconoce entre la Palabra que crea el mundo y la Palabra que interpreta y dirige la historia, es decir entre cómo Dios se muestra a sí mismo en la creación y cómo Dios se revela definitivamente a sí mismo en la Encarnación de su Logos. Una invitación a no negar esta correspondencia es ofrecida por Juan Pablo II en su encíclica Fides et Ratio (1998): “La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la razón humana, expresado en el principio de no contradicción. La Revelación da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es también el Dios de la historia de la salvación. El mismo e idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los científicos confiados, es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo” (34).

Evitando todo concordismo ingenuo, más bien se deben considerar seriamente las consecuencias de aquella ‘unidad de la verdad’ mencionada antes. La evaluación de teorías y resultados que provienen del dominio científico ciertamente tiene un costo para el teólogo, requiere un nuevo esfuerzo, así como la adquisición de nuevas competencias. No obstante, el empleo de este conocimiento para contribuir a un genuino ‘desarrollo homogéneo del dogma’, como lo llamaría la teología fundamental, debe ser visto como una ganancia real (ver más abajo, 4). En otras palabras, las ciencias naturales, en lugar de causar solo ‘problemas’ a la teología, podrían ser vistas por el contrario como un estímulo positivo para la especulación del trabajo teológico. Tenemos que notar, es verdad, que ‘teología’ y ‘progreso dogmático’ no son una y la misma cosa. Explorar nuevos senderos es tarea de la reflexión teológica, no de las formulaciones dogmáticas oficiales. Las últimas componen en una forma autorizada por el Magisterio de la Iglesia el resultado de un estudio a fondo que, como muestra la historia, puede tomar siglos. Sin embargo, el verdadero progreso en las formulaciones dogmáticas, aunque fruto de una elaboración lenta y ponderada, no sería posible sin un desarrollo especulativo de la reflexión teológica.


1.2 Cuando la teología se aproxima a la ciencia: un par de clarificaciones  

Si la teología quiere ver a las ciencias naturales como una fuente positiva de desarrollo, debería comprometerse en clarificar un par de cuestiones importantes. La primera es tomar posición acerca del valor veritativo de la ciencia; la segunda es estar lista para definir más precisamente, e incluso revisar si es necesario, algunos términos y categorías teológicas a la luz de los resultados científicos bien establecidos sobre la naturaleza y el ser humano. Actualmente, muchos de estos resultados se consideran con independencia de un marco filosófico específico.

En relación a la primera clarificación, la teología no debe insistir demasiado ya sea en la falibilidad de las empresas científicas —como si fuera una premisa necesaria para el diálogo— o en la supuesta naturaleza absolutamente convencional del conocimiento científico, enfatizando de más la completa equivalencia y los continuos cambios de sus modelos interpretativos. Aunque estas aproximaciones epistemológicas pueden ser justificadas parcialmente, si las usamos incorrectamente, podemos terminar alejando el conocimiento científico de sus objetivos. Esto podría confinar a la ciencia, una vez más, al horizonte cerrado de estudiar solamente los fenómenos (phainómenon, es decir lo que aparece), con el único objetivo de salvaguardar las apariencias, de lo cual la ciencia copernicana y el trabajo de Galileo habían tenido apropiadamente la intención de alejarse. Aunque la historia del pensamiento científico ciertamente no ha producido un modo unificado de interpretar los ‘fenómenos’, cuyos vínculos con el mundo de los eventos provocaron diferentes posibles lecturas, sin embargo, la ciencia como un todo razonablemente podría entenderse como el progreso gradual de formulaciones provisionales hacia la verdad de las cosas. El conocimiento científico, considerado en cierta continuidad con la reflexión filosófica, también comparte el esfuerzo metafísico, que Fides et ratio (Juan Pablo II 1999) identifica como la necesidad urgente “de saber realizar el paso […] del fenómeno al fundamento” (83). El mundo de la experiencia no es un recinto cerrado y autorreferente, sino que es la puerta a través de la cual se entra en orden a ascender hacia la esencia de las cosas. A este respecto, puede ser significativo señalar que el documento recién citado menciona la adquisición del conocimiento por la ciencia empírica en orden a mostrar ―en analogía con el pensamiento filosófico― que la búsqueda de la verdad no está genéticamente frustrada, sino que es capaz de apoyarse en datos seguros: “De hecho esto es lo que sucede normalmente en la investigación científica. Cuando un científico, siguiendo una intuición suya, se pone a la búsqueda de la explicación lógica y verificable de un fenómeno determinado, confía desde el principio que encontrará una respuesta, y no se detiene ante los fracasos. No considera inútil la intuición originaria sólo porque no ha alcanzado el objetivo; más bien dirá con razón que no ha encontrado aún la respuesta adecuada” (29).

Al poner de relieve la búsqueda de la verdad en la investigación científica y el progreso real de su conocimiento en un marco epistemológico realista, los prejuicios superficiales, tales como la oposición entre ‘cómo’ y ‘por qué’ o la insistencia en las ‘limitaciones’ de la ciencia, pueden ser reducidas en el énfasis o incluso evitadas. La investigación científica intenta responder a algunos ‘por qué’ definitivos y, en su objeto formal específico, trata con un objeto material ‘ilimitado’. No sería difícil mostrar que incluso aquellas limitaciones de las que la ciencia se vuelve consciente mientras reflexiona sobre su propia metodología (carácter incompleto, imprevisibilidad, insuficiencia del reduccionismo, la necesidad de holismo, etc.) son más bien reclamos de su ‘apertura’, esto es, resultados que resaltan la transición del método científico a los niveles de comprensión más altos. Estos niveles corresponden a objetos formales y lenguajes más generales, que trascienden la ciencia pero que la llevan a reconocer su misma base, la cual está sobre un fundamento filosófico, meta empírico. Si pensamos en el recorrido realizado por Ludwig Wittgenstein en lógica, que lo llevó a darse cuenta de la necesidad de trascender el lenguaje, podemos ver fácilmente que un camino similar puede ser seguido también en otras ramas del saber. En consecuencia, se debe poner más énfasis en los ‘fundamentos’ del conocimiento científico que en sus ‘limitaciones’. Entre los prejuicios que hay que superar también está la pretensión de resolver cuestiones complejas en los debates entre ciencia y teología afirmando que una declaración de la ciencia no sería contradictoria con la Revelación porque, a fin de cuentas, estamos tratando simplemente con ‘hipótesis científicas’. Esta actitud intelectual se deriva de una ambigua e incorrecta visión epistemológica. Si esa particular afirmación de la ciencia respecto al método científico, es basada en argumentos desarrollados en conformidad con procedimientos metodológicamente correctos, entonces se espera que, incluso como hipótesis, no debería contradecir a la Revelación.

Una segunda cuestión concierne al uso en el discurso teológico de términos con una fuerte connotación cosmológica, tales como tierra, cielo, vida, muerte, tiempo, espacio, luz, origen, fin, etc. Claro, el lenguaje de la teología es necesariamente más rico que el de la ciencia, aunque recurriendo a expresiones analógicas, simbólicas, poéticas o doxológicas. Sin embargo, esto no dispensa a los teólogos de ser lingüísticamente lo más precisos posible, un requerimiento al que los científicos son muy sensibles. En la época medieval, la teología y la ciencia usaron la misma terminología; hoy en día este ya no es el caso y cuando esto sucede es casi inevitablemente causa de confusión: tomemos la palabra ‘nada’ o la misma noción de ‘creación’. El uso de dos nociones requeriría una atención especial: trascendencia y experiencia. En el tratamiento de la primera, crítica como es para todo el discurso teológico, los teólogos deben ser capaces de mostrar a qué nivel opera con respecto al análisis de la ciencia y cómo se relaciona con la apertura de la misma ciencia a la epistemología y a la antropología. En el uso de la última, crítica como es para todo el discurso de la ciencia, los teólogos deberían ser capaces de explicar de qué manera la experiencia de las cosas divinas y la experiencia de las cosas materiales intersectan ambas la esfera del mundo histórico, sensible.

Para convencerse de cuán relevante es este asunto, bastaría con pensar cuán profunda es la necesidad de proponer un lenguaje sobre Dios que pudiera sonar más significativo a las personas de hoy, cuya cultura está conformada por la racionalidad científica (cfr. Concilio Vaticano II. 1965b, 5). Las implicaciones en el ámbito pastoral son obvias para todos: “Sin reflexiones válidas capaces de clarificar (y de articular) el posible nexo existencial entre el camino histórico del hombre, la evolución del universo y la acción real de Dios, todo discurso sobre la realidad de Dios y de su presencia corre el riesgo de permanecer culturalmente irrelevante y sin significado para la vida” (Conferenza Episcopale Italiana 1999, 35; cfr. 27-37). Advertencias similares están contenidas en otro documento pastoral de la Iglesia Católica Romana, publicado en 1999 por el Consejo Pontificio de la Cultura (Para una pastoral de la cultura, cfr. 35). Unos pocos años han pasado desde la declaración de la ex Secretaría para el Diálogo con los No Creyentes, ahora Consejo Pontificio de la Cultura, donde se señaló que: “Los cristianos no consideran la ciencia como una amenaza, sino más bien como una manifestación, a un nivel más profundo, de Dios Creador. Por otro parte, la cultura científica exige de los cristianos una maduración de su fe, la disponibilidad a abrirse al lenguaje y a las investigaciones de los científicos, y en modo especial un sentido de discernimiento frente a las aplicaciones técnicas de la ciencia” (Ateismo e dialogo (16) 1981, 231).

Al afirmar simplemente la ‘compatibilidad’ entre una lectura científica del mundo y la lectura ofrecida por la Revelación Judeo-Cristiana, los teólogos podrían respaldar lo fácil, y considerar la ciencia y la teología como dos realidades completamente separadas. Cada una de ellas tendría su propio lenguaje inconmensurable, de manera que dos ‘juegos lingüísticos’ completamente diferentes podrían ser disputados, sin ninguna regla en común. El lenguaje y la lógica de los compromisos personales serían confinados solo a la religión, mientras que el conocimiento impersonal y por tanto universalmente objetivo sería propio solo de la ciencia. De acuerdo con esta visión, la misma ciencia sería solo un juego caro, y los teólogos no necesitarían tomar demasiado en serio los resultados científicos. Es bastante claro para la teología que una postura intelectual capaz de aceptar el ‘cambio’ planteado por la ciencia es mucho más exigente. Esto implica ciertamente para los teólogos algunos problemas a solucionar pero también les permite usar resultados científicos de una manera positiva, como una fuente valiosa de especulación y de desarrollo dogmático. Para hacer esto, sin embargo, deben adoptar una actitud exactamente opuesta: deben tomar seriamente a la ciencia.


2 La utilización de las ciencias naturales en el trabajo teológico: un breve status quaestionis  

Hablando de forma general, tanto el pensamiento teológico, como el Magisterio de la Iglesia, han prestado menos atención a las ciencias naturales que a las humanidades. El mayor peso atribuido a las últimas es debido a su rol de ciencias auxiliares en el estudio y la interpretación de la Sagrada Escritura (historia, filología, etc.), y como ciencias apropiadas para el estudio de las dimensiones históricas y existenciales del destinatario del mensaje del Evangelio, es decir del ser humano (psicología, sociología, antropología, etc.). Ejemplos recientes de la escasa atención prestada a las ciencias naturales es la ausencia de cualquier referencia a ellas tanto en la Constitución Dei Verbum (1965) del Vaticano II, dedicada a la Revelación divina, como en el documento de la Pontificia Comisión Bíblica (PCB) La interpretación de la Biblia en la Iglesia (1993). Si miramos más atrás, la carta encíclica del Papa León XIII, Providentissimus Deus (1993), adecuadamente reconoce que “[a]l maestro de la sagrada Escritura le prestará también buen servicio el conocimiento de las cosas naturales“, aunque el objetivo principal de este conocimiento parece ser definir las áreas de su competencia, más que fomentar el uso de resultados científicos, unas pocas líneas después, de hecho, ese documento agrega: “A la verdad, ningún verdadero desacuerdo puede darse entre el teólogo y el físico, con tal de que uno y otro se mantengan en su propio terreno, procurando cautamente seguir el aviso de san Agustín de «no afirmar nada temerariamente ni dar lo desconocido por conocido» [incognitum pro cognito]” (DH 3287). Sin embargo, una importante asunción, que más tarde habría justificado la idea de una contribución positiva de las ciencias naturales a la teología, estaba contenida, en resumen, en el documento Dei Filius (1870) del Concilio Vaticano I, cuando habla de la “mutua ayuda” otorgada por la razón y la fe en la comprensión de los dogmas (cfr. DH 3019).


2.1 Cómo los teólogos ven a la ciencia  

Uno bien puede preguntarse por qué los manuales de teología de los últimos treinta a cuarenta años han sido tan prudentes, incluso silenciosos sobre este asunto. La serie de libros Mysterium salutis (Feiner y Löhrer 1965-­1976), que pretendía identificar las principales líneas de renovación teológica desde el Vaticano II en adelante, fue elocuentemente silenciosa. Hasta la década de 1980, los manuales sobre Creación o sobre Antropología Teológica que contenían referencias a las ciencias naturales eran muy raros. Usualmente, se dirigieron a este asunto de una forma superficial e imprecisa, casi como si pisaran un campo de minas. Como consecuencia, la doctrina de la Providencia divina, que necesariamente requiere una mirada al mundo natural como tal, parece haber sido eclipsada. El gradual aumento de interés presenciado al final del siglo XX fue estimulado principalmente por reflexiones sobre la crisis ecológica y por el renovado enfoque sobre cuestiones límites clásicas conocidas como los ‘problemas de los orígenes’ (del cosmos, del hombre, de la vida) con un anexo concerniente a los escenarios finales (el futuro de la humanidad y del cosmos). Sin embargo, la mayoría de las reflexiones ofrecidas por los teólogos usualmente responden solo a esos trabajos de científicos que tuvieron un impacto filosófico tan notable en la cultura y en la opinión pública que la teología fue obligada a tenerlos en cuenta.

Entre los teólogos contemporáneos, sin embargo, los trabajos de Karl Rahner (1904-1984), Wolfhart Pannenberg (1928-2014), y Jürgen Moltmann (nacido en 1926), deben ser recordados como un ejemplo de teología que parece haber tomado seriamente las ciencias naturales. Rahner abordó esta temática en la forma de breves ensayos sin habernos dejado una propuesta metodológica estructurada (sin embargo, algunas sugerencias seminales pueden ser encontradas en su ensayo Naturwissenschaft und vernünftiger Glaube, 1983). Dedicó un mayor interés al lenguaje científico de la teología y al origen de los seres humanos en un mundo en evolución, incluyendo el problema del monogenismo y el rol de Cristo en el cosmos. Pannenberg ha desarrollado una reflexión filosófica significativa en diálogo con la ciencia en varias monografías extensas dedicadas a este tema (cfr. 1973, 1975, 1993), así como en una serie de artículos dispersos; al final ha llevado a cabo esta tarea especialmente en su Systematic Theology (1991-1998, cfr. vol. 2, cap. VII: “The Creation of the World”). Moltmann ha escrito un tratado sobre Creación conteniendo puntos interesantes para un diálogo con la ciencia y recogió un número de ensayos sobre teología y ciencia en el libro Science and Wisdom (2003) (cfr. también Moltmann 1985). Sin embargo, más que considerar la influencia de los datos científicos sobre la teología, estuvo interesado principalmente en el fomento de una alianza entre ciencia y religión en orden a salvar nuestro planeta del peligro de una futura destrucción. Desde un punto de vista epistemológico debe notarse que los trabajos de Pannenberg y Moltmann manifiestan un punto de vista filosófico idealista, que, desplazando la cuestión de la verdad al lejano eschaton, termina por afectar también sus lecturas del trabajo real de la ciencia.

Junto a estos tres autores, es digno de mención Thomas F. Torrance (1913-2007), cuya producción filosófico-teológica ha abordado copiosamente el vínculo entre teología y ciencia. En especial se interesó por buscar una teoría del conocimiento más satisfactoria y explorar las influencias históricas que el dogma Trinitario y la doctrina de la Encarnación tuvieron para nuestra visión del mundo natural, incluyendo nuestro modo de hacer ciencia (cfr. Torrance 1984, 1989, 1992, 1997, 2001). No debemos olvidar la contribución hecha por Bernard Lonergan (1904-1984), cuyas ideas filosóficas originalmente se desarrollaron fuera de su interés en la búsqueda de un método teológico más respetuoso de la racionalidad contemporánea (cfr. 1988, 1999). Los teólogos que han de ser mencionados aquí también incluyen autores tales como Juan Luis Ruiz de la Peña, Karl Heim, Langdon Gilkey, Eric Lionel Mascall, Dannis Edwards, Alistair McGrath. Todos estos estudiosos han trabajado en el área de teología, esto es, son conocidos propiamente como teólogos. Mucho mayor es el número, por supuesto, de filósofos que han reconocido el valor de las ciencias para el pensamiento y la vida de los creyentes, como hicieron Jacques Maritain y Jean Ladrière, solo para mencionar a dos de ellos. Incluso es más grande el número de autores contemporáneos que se han dedicado ante todo al estudio de la relación entre teología y ciencia como tal; de nuevo, su punto de vista es principalmente la epistemología, no la teología dogmática, ni son, estrictamente hablando, teólogos, al menos en el sentido que esta palabra tiene en los círculos católicos romanos.

El caso del científico jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1995) merece una particular atención. Teilhard no fue un teólogo, ni usó las ciencias naturales en un proyecto teológico sistemático. Sin embargo, su pensamiento ha influido, y aún influye, en gran medida en teología (para una revisión concisa de su impacto, cfr. Latourelle 1994). Está claro que, quizás con algunas incertidumbres y ambigüedades, él es, en efecto, el primer autor que trató de ‘reconsiderar’ los resultados de la ciencia ­―particularmente el camino evolutivo del cosmos y la vida― a la luz de la Revelación Bíblica, mientras ofrece interpretaciones originales con implicaciones en una escala mucho más amplia de la esperada. Su lectura de la relación entre el Logos Encarnado, el ser humano y el cosmos, inspirado por sus observaciones como paleontólogo y por sus vibrantes —y al mismo tiempo místicas— reflexiones como creyente, se ha convertido en una especie de marco de referencia en el cual algunos teólogos terminaron interpretando temas centrales, tales como la relación entre naturaleza y gracia o la relación entre creación y redención. Sin embargo, si se lo considera como un proyecto teológico, el pensamiento de Teilhard no ofrece soluciones totalmente convincentes sobre temas de importancia primordial para la doctrina cristiana, tal como la comprensión del pecado original o el modo en que Dios está presente en el cosmos. Por esta razón, algunos aspectos de su propuesta pueden llevar a conclusiones que, en alguna cuestión específica, podrían alejarse de las enseñanzas de la Revelación.

Una mirada de pájaro sobre la teología del siglo XX como un todo nos llevaría a concluir que, aparte de algunas pocas excepciones, ningún diálogo particularmente productivo ha tenido lugar con el pensamiento científico. Estoy pensando en un tipo de diálogo que no haya sido confinado a marcar límites o a clarificar errores, sino uno que fuera administrado para usar, de una manera cuidadosa pero fructífera, algunos de los resultados y de las nuevas perspectivas que la investigación científica del siglo XX fue capaz de entregar al mundo de la educación en su conjunto. Las repercusiones filosóficas de muchos logros científicos se reflejaron en los debates de amplio alcance que la ciencia estimuló entre los filósofos, más que entre los teólogos. Estos debates, sin embargo, se centraron principalmente sobre aspectos epistemológicos y solo raramente afectaron consideraciones antropológicas o existenciales, las cuales, paradójicamente, hoy son más probables de ser encontradas en trabajos científicos que en los filosóficos. Las causas del retraso de la teología son históricamente complejas, pero entre ellas está la pérdida gradual de su ‘espacio académico’. Al menos en una serie de países de tradiciones cristianas católicas, la teología misma abandonó los campus universitarios y permaneció confinada a los seminarios y a las universidades pontificias. La situación de las Iglesias nacidas de la Reforma es a veces diferente, ya que sus Facultades de Teología usualmente comparten el mismo campus universitario donde otras escuelas y facultades operan, aunque el diálogo entre los dos lados no es tan efectivo como se esperaba. Sobre la formación del clero, que generalmente se lleva a cabo en los seminarios, debemos decir que en los últimos cien o ciento cincuenta años se han excluido de su curricula temas científicos importantes, y más en general de los estudios filosófico-teológicos. Aunque el desarrollo de las ciencias naturales en nuestro tiempo ha resultado en una expansión de conocimiento, ya no es comparable con el aprendizaje del siglo XIX. La presencia de áreas temáticas tales como física, astronomía, lógica o biología, en la ratio studiorum de los seminarios del siglo XIX, mostró al menos un tipo de sensibilidad que luego se desvanecería. Tal estado de cosas ha incrementado la brecha cultural entre la reflexión teológica y el razonamiento científico, que lenta (aunque inexorablemente) se ha sentido a principios de los tiempos modernos.

La evidencia cuantitativa, para aquellos que aman los datos, es provista por un simple análisis de las biografías científicas contenidas en el Dictionary of Scientific Biographies (Gillispie 1970-1980). Resulta que el porcentaje de científicos que eran además clérigos seculares o regulares de Iglesias cristianas aún cubría en el siglo XVIII el 30% de todas las biografías registradas, pero esto se desplomó dramáticamente a un 10% a principios del siglo XIX, antes de ser reducido a unos pocos personajes en el siglo XX. Aunque este dato no es prueba de la ‘eficiencia’ del diálogo entre teología y ciencia —ya que las personas en cuestión fueron simplemente científicos que eran clérigos pero no teólogos al mismo tiempo— todavía proporciona una importante indicación de cómo los estudiantes que eran formados primero en filosofía y teología, luego decidieron dedicarse al estudio de varios temas científicos como profesionales familiarizados con la investigación y la ciencia experimental.

Entre los autores italianos vale la pena mencionar a Antonio Stoppani (1824-1891), un sacerdote y geólogo, cuyo caso es particularmente interesante desde un punto de vista histórico. Fue el primero en producir un estudio geológico completo del territorio italiano (Il Bel Paese [Nuestro Hermoso País], 1876) y combinó su producción científica con un trabajo apologético muy atento, como también con una animada y más madura preocupación por la formación del clero en el área de las ciencias naturales. A pesar de su título, en su trabajo Il dogma e la scienze positive, ossia la missione apologética del clero nel moderno conflitto tra la ragione e la fede [El dogma y la ciencia positiva, o la misión apologética del clero en el conflicto moderno entre la razón y la fe] (1886) no presenta una visión instrumental de la ciencia, como sierva de un concordismo ingenuo, o un tipo de apologética polémica. Aunque teniendo en cuenta las limitaciones del discurso retórico de su tiempo, su obra ofrece, más bien, una propuesta metodológica precisa: “hay que clarificar los errores de la ciencia por la ciencia misma”. Por eso quiere poner de relieve la necesidad de que el clero alcance una competencia más profunda en ciencia, en orden no a evitar o subestimar los asuntos en cuestión, sino para abordarlos con competencia y proveer un mejor servicio a la teología. Algunos títulos de capítulos en este trabajo, tales como “Condizioni speciali del moderno conflitto tra la scienza e il dogma e conseguente necessità degli studi naturali” [“Condiciones especiales del conflicto moderno entre la ciencia y el dogma y la consiguiente necesidad de los estudios naturales”] (cfr. 48-75) o “Come lo studio delle scienze fisiche e naturali sia per l’universalità del clero cattolico specialmente indicato” [“Cómo el estudio de las ciencias físicas y naturales sea especialmente indicado para la universalidad del clero católico”] (cfr. 227-236), muestran por sí mismos qué tipo de proyecto perseguía este estudioso.


2.2 El programa intelectual de Tomás de Aquino  

No es un ejercicio ocioso, en el presente estudio, mirar hacia atrás a un pasado aún más lejano para encontrar un modelo instructivo en el trabajo de Tomás de Aquino (1227-1274). Es comúnmente sostenido entre los historiadores que, aunque no tuvo que ver con el desarrollo de la ciencia experimental, contribuyó a aumentar el interés renovado en el estudio de la naturaleza haciendo conocido a Aristóteles en las universidades cristianas occidentales, y facilitó la introducción de muchos conocimientos científicos de la época en el pensamiento teológico. Las encíclicas papales Aeterni Patris (León XIII 1879) y Fides et Ratio (Juan Pablo II 1998), no dejan de destacar al Aquinate como un modelo para los estudiantes y un experto del aprendizaje científico de su tiempo, quien, por su sabio discernimiento, fue capaz de comenzar un diálogo constructivo y fructífero donde los otros solo habían visto obstáculos y complicaciones.

Una nueva apreciación del método y espíritu de Tomás de Aquino puede, por lo tanto, llegar a ser útil para la renovación actual de una aproximación teológica del aprendizaje científico, a pesar de la brecha que nos separa del contexto histórico en el que vivió y trabajó. Una recomendación del Papa Juan Pablo II no deja duda explícita al respecto: “Los avances contemporáneos en ciencia cambian a la teología mucho más profundamente que lo que hizo la introducción de Aristóteles en Europa Occidental en el siglo XIII. Sin embargo, estos avances también ofrecen a la teología un recurso potencialmente importante. Tal como la filosofía aristotélica, a través del ministerio de esos grandes estudiosos como santo Tomás de Aquino, llegó a conformar en última instancia alguna de las más profundas expresiones de la doctrina teológica, por tanto ¿no podemos esperar que las ciencias actuales, junto con todas las formas de conocimiento humano, puedan vigorizar e informar aquellas partes de la empresa teológica que se refiere a la relación de la naturaleza, la humanidad y Dios?” (Juan Pablo II 1988).

Estas no son observaciones aisladas. La misma idea fue retomada con autoridad, como se sugirió anteriormente, en la carta encíclica Fides et Ratio, que presenta a santo Tomás como un “buscador de la verdad” donde quiera que pueda ser encontrada y por quien quiera que haya sido estudiada y ensañada. Recordando un pasaje de la carta Lumen ecclesiae (1974) del Papa Pablo VI, Juan Pablo II escribe: “No cabe duda de que santo Tomás poseyó en grado eximio audacia para la búsqueda de la verdad, libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y la honradez intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la filosofía pagana, sin embargo no rechaza a priori esta filosofía. Por eso ha pasado a la historia del pensamiento cristiano como precursor del nuevo rumbo de la filosofía y de la cultura universal. El punto capital y como el meollo de la solución casi profética a la nueva confrontación entre la razón y la fe, consiste en conciliar la secularidad del mundo con las exigencias radicales del Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia innatural de despreciar el mundo y sus valores, pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del orden sobrenatural” (1998, 43). Y también: “Convencido profundamente de que «omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est» [toda verdad, de donde sea, es dicha por el Espíritu Santo - Summa Theologiae, I, II, 109, 1 ad 1], santo Tomás amó de manera desinteresada la verdad. La buscó allí donde pudiera manifestarse, poniendo de relieve al máximo su universalidad” (1998, 44). El objetivo de tales exhortaciones no es una celebración predestinada del pensamiento del Aquinate: es una invitación a realizar en nuestro tiempo lo que santo Tomás hizo en su vida. Es fácil ver que hoy en día tal esfuerzo involucraría no solo el conocimiento filosófico, sino también el que deriva de las ciencias naturales.

Teniendo en cuenta el contexto presente y la necesidad de ‘trasladar’ las observaciones del Aquinate a un lenguaje capaz de incluir las ciencias contemporáneas como las conocemos, es interesante releer lo que indica en la apertura del Libro II de la Summa Contra Gentiles (2007). En esa sección llega a la lúcida conclusión de que “[e]s evidente, pues, que la consideración de las criaturas contribuye a la instrucción de la fe cristiana”. Aquí refiero a algunos de los más iluminadores extractos: “La meditación de las obras divinas es necesaria para instruir a la fe humana acerca de Dios. Primeramente, porque, de cualquier manera que meditemos tales obras, tenemos motivo para admirar y considerar la sabiduría divina; pues las obras de arte manifiestan el arte con que están hechas […]. En segundo lugar, esta consideración [del trabajo de Dios] conduce a admirar el poder altísimo de Dios, y, por consiguiente, engendra reverencia a Dios en los corazones de los hombres; porque es natural suponer que el poder del que obra sea más excelente que las cosas hechas por él. Por esto se dice en el libro de la Sabiduría [13, 4]: Los que hayan admirado el poder y obras de esas cosas —o sea, del cielo, estrellas y elementos del mundo, cual se admiran los filósofos—, entiendan que el que las hizo es más potente que ellas. […] En tercer lugar, esta consideración enciende a las almas de los hombres en el amor a la bondad divina. […] En cuarto lugar, esta consideración sitúa a los hombres en cierta semejanza con la perfección divina, pues se demostró en el libro primero que Dios, conociéndose a sí mismo, ve en sí todo lo demás; y como quiera que la fe cristiana instruye al hombre principalmente sobre Dios, y por la luz de la divina revelación le hace conocedor de las criaturas, se efectúa en el hombre cierta semejanza con la sabiduría divina. […] Es evidente, pues, que la consideración de las criaturas contribuye a la instrucción de la fe cristiana” (lib. II, c. 2).

Un poco más lejos, el argumento del Aquinate parece implicar aún más directamente el ámbito de la ‘filosofía de la naturaleza’, cuando sostiene que un conocimiento cuidadoso de las creaturas ayuda a evitar que se cometan errores acerca del conocimiento de Dios: “Es necesaria la consideración de las criaturas, no solo para instruirse en la verdad, sino también para desechar los errores; pues los errores sobre las criaturas alejan de la verdad de la fe en la medida en que se oponen al verdadero conocimiento de Dios. Y esto ocurre de muchas maneras: […] En primer lugar, constituyendo como causa primera y Dios a lo que no puede tener el ser sin proceder de otro, juzgando no haber nada más allá de las criaturas […]. En segundo lugar, atribuyendo a algunas criaturas lo que es propio de Dios; cosa que ocurre también por errar acerca de las criaturas, porque no se atribuye a una cosa nada que sea incompatible con su naturaleza, a no ser que se desconozca su naturaleza […]. En tercer lugar, usurpando algo al poder divino que obra en las criaturas, por ignorar la naturaleza de las mismas […]. En cuarto lugar, considerándose el hombre —que es guiado por la fe a Dios como al último fin— por debajo de algunas criaturas a las que es superior, procediendo esto de que ignora la naturaleza de las cosas y, por consiguiente, su lugar correspondiente en el universo, cual se ve en los que subordinan la voluntad de los hombres a los astros” (lib. II, c. 3). Estas observaciones no requieren mayor comentario. La conclusión a la cual santo Tomás llega, vinculándose con Agustín y a través de él con la gran tradición que lo precede, es todavía relevante actualmente: “Con esto se evidencia la falsedad de cierta sentencia de algunos que decían no importar nada a la verdad de la fe la opinión que cada uno pueda tener sobre las criaturas, con tal que se piense rectamente acerca de Dios, como expone San Agustín en el libro Del origen del alma; pues el error sobre las criaturas redunda en una opinión falsa sobre Dios y, sometiéndola a cualesquiera otras causas, aparta a las mentes humanas de Dios, hacia el cual se esfuerza por dirigirlas la fe”  (lib. II, c. 3).

Después del Aquinate, un autor que merece ser mencionado por su inspirada visión sobre el rol de las ciencias naturales en el trabajo de los teólogos es Tommaso Campanella (1568-1639). Filósofo contemporáneo a Galileo, Campanella escribió un brillante ensayo en defensa del sistema heliocéntrico respaldado por el científico italiano, titulado Una defensa de Galileo. Una investigación para determinar si la visión filosófica defendida por Galileo está en acuerdo con, o si es opuesta a, las Sagradas Escrituras (1622). Desarrollando la metáfora que ve al mundo natural como un libro escrito por Dios, y argumentando en un contexto mucho más amplio que la polémica comparación entre los dos principales sistemas cosmológicos de ese tiempo, Campanella recuerda a los teólogos sobre la existencia de una enorme tradición bíblica, patrísticas y  teológica que considera al mundo creado como una revelación de la gloria de Dios. De acuerdo con Campanella, prohibir a los pensadores cristianos estudiar la naturaleza es sencillamente prohibirles ser cristianos. La doctrina cristiana recomienda investigar el fenómeno natural precisamente porque no teme la verdad, una verdad que los cristianos creen que pertenece al Único Dios que creó el cielo y la tierra (cfr. Campanella 1994, cap. III).


2.3 El ‘espíritu’ del Concilio Vaticano II y su ulterior aplicación  

La pobreza de referencias explícitas a las ciencias naturales en el Magisterio de la Iglesia del siglo XX, en fuerte contraste con sus desarrollos referidos a la filosofía y las humanidades, no debe conducir a los teólogos a prestar menos atención a la ciencia en su trabajo. En línea con lo que cité arriba sobre el modelo de Tomás de Aquino, podemos rastrear indicios prometedores en algunos documentos del Concilio Vaticano II que, en su ‘espíritu’, tal vez más que en la ‘letra’, parecería alentar a los estudiosos a moverse en esta dirección. Fue una intención específica del Concilio, como es bien conocido, instar a presentar el mensaje del Evangelio en un modo que se adapte mejor a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, siendo conscientes que “[l]a experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos en las diversas culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia” (1965b, 44). Este y otros pasajes que mencionan a la ciencia no añaden ninguna explicación sobre el modo en que puede contribuir a la teología. Sin embargo, algunos fragmentos de los Padres conciliares merecen una especial atención.

Gaudium et spes (Concilio Vaticano II 1965b) contiene referencias significativas a la ciencia en varios lugares. Habiendo reconocido que el estudio de diversas disciplinas, tales como filosofía, historia, matemática, y las ciencias naturales, contribuye a elevar las condiciones culturales y sociales de la humanidad, y habiendo recordado que el progreso de las ciencias y la tecnología puede promover un tipo de fenomenismo y agnosticismo cuando su método es exaltado como la norma suprema para buscar la verdad global, el texto señala que “estas lamentables consecuencias no son efectos necesarios de la cultura contemporánea ni deben hacernos caer en la tentación de no reconocer los valores positivos de ésta. Entre tales valores se cuentan: el estudio de las ciencias y la exacta fidelidad a la verdad en las investigaciones científicas, la necesidad de trabajar conjuntamente en equipos técnicos, el sentido de la solidaridad internacional” (57). Teniendo debidamente en cuenta potenciales tentaciones y a veces conceptos erróneos reales, la apreciación positiva del aprendizaje científico que también compromete a los teólogos en un diálogo fructífero con el mundo puede ser deducido del contenido de otro pasaje: “Puesto que los más recientes estudios y los nuevos hallazgos de las ciencias, de la historia y de la filosofía suscitan problemas nuevos que traen consigo consecuencias prácticas e incluso reclaman nuevas investigaciones teológicas. Por otra parte, los teólogos, guardando los métodos y las exigencias propias de la ciencia sagrada, están invitados a buscar siempre un modo más apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época; porque una cosa es el depósito mismo de la fe, o sea, sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas conservando el mismo sentido y el mismo significado” (62).

Haciéndose eco de lo que Pío XI ya había escrito en su Constitución sobre la formación del clero, Deus Scientiarum Dominus (1931), a saber, que la religión católica tiene que temer más la ignorancia de la verdad que otros enemigos (id unum timet: veritatis ignorantia), el decreto del Concilio Vaticano II sobre la formación de los sacerdotes, Optatam totius (1965d), subraya la necesidad de que los candidatos al sacerdocio posean una adecuada formación en las humanidades y las ciencias como una condición para entrar a la educación superior (cfr. 13). De hecho, para un estudio de teología en profundidad debe considerarse también el “progreso más reciente de las ciencias, de forma que los alumnos, bien conocida la índole de la época presente, se preparen oportunamente para el diálogo con los hombres de su tiempo” (15). Finalmente, en la declaración Gravissimum educationis, se afirma que las universidades católicas y las facultades de teología de las universidades eclesiásticas, tendrán que promover una cooperación más estrecha con otros centros de enseñanza dedicados a la investigación científica (cfr. 1965c, 10-12).

Y, sin embargo, es en las enseñanzas de Juan Pablo II, por lo general dadas en forma discursos al mundo de la academia y de la educación, donde encontramos un tipo de síntesis del ‘espíritu’ del Concilio Vaticano II y un desarrollo genuino de sus exhortaciones. Aunque no ha dejado indicaciones legislativas específicas —la constitución sobre la reforma de los estudios eclesiásticos, Sapientia christiana (1979) no contenía indicaciones sobre el rol de las ciencias naturales—, no hay duda de que todo su largo pontificado y la sincera preocupación que ha mostrado hacia el mundo de la ciencia, como lo demuestra su coraje y sus declaraciones sin precedentes, han sido radical y positivamente la remodelación de la actitud de la Iglesia en esta área. Una cita posterior de la ya mencionada “Letter of his Holiness John Paul II to Reverend George V. Coyne, S. J. Director of the Vatican Observatory” (1988) es lo suficientemente clara al respecto: “Si las cosmologías del antiguo mundo del Oriente Próximo pudieron ser purificadas y asimiladas en los primeros capítulos del Génesis, ¿podría tener algo que ofrecer la cosmología contemporánea a nuestras reflexiones sobre la creación? ¿Traería alguna luz una perspectiva evolutiva que incida sobre la antropología teológica, el significado de la persona humana como imago Dei, el problema de la Cristología —e incluso sobre el desarrollo de la misma doctrina? ¿Cuáles son, si hay algunas, las implicaciones escatológicas de la cosmología contemporánea, especialmente a la luz del vasto futuro de nuestro universo? […] Se pueden sugerir cuestiones de este tipo en abundancia. Continuar más allá con ellas requeriría el tipo de diálogo intenso con la ciencia contemporánea que, en términos generales, ha faltado entre quienes se dedican a la investigación teológica y a la enseñanza”. Finalmente, en uno de sus últimos discursos pronunciado en 2003 a la Academia Pontificia de las Ciencias, Juan Pablo II sostuvo una vez más la unicidad de la Verdad, afirmando que la investigación científica puede ayudar a la teología a entender mejor y mejor el contenido de la Revelación: “Tenemos el deseo común de superar malentendidos y, más aún, de dejarnos iluminar por la única Verdad que gobierna el mundo y guía la vida de todos los hombres y mujeres. Estoy cada vez más convencido de que la verdad científica, que es en sí misma participación en la Verdad divina, puede ayudar a la filosofía y a la teología a comprender cada vez más plenamente la persona humana y la revelación de Dios sobre el hombre, una revelación completada y perfeccionada en Jesucristo”. En contraste con lo que puede haber sucedido en otros períodos de la historia de la Iglesia, parece que estamos viviendo en un momento en que el Magisterio indica directrices que anticipan la investigación teológica y le señalan un camino, junto con lo cual la teología no parece aún preparada para recorrerlo.


3 La imagen científica del mundo y sus principales implicaciones para la comprensión teológica de la Revelación Bíblica  

Un número de resultados alcanzados por la ciencia contemporánea no deben ser ignorados por los teólogos. Representan una nueva fuente de conocimiento, que aquellos cuyo trabajo de investigación es entender la Palabra de Dios deben tener en cuenta. Basados en estos resultados, los teólogos pueden sugerir, o a veces incluso exponer, una nueva interpretación de algunos pasajes de la Sagrada Escritura. Aunque el contenido dogmático y el significado genuino de lo que es revelado por Dios no depende, como tal, de los resultados de la ciencia, sin embargo, la comprensión de la Palabra de Dios puede avanzar a través de ellos. Esto incluso puede resultar en una mejor clarificación de la coherencia interna de la Revelación y en una visión más profunda de sus implicaciones para la fe de la gente. Permítanme ofrecer aquí solo una síntesis general y reducida de algunos de los más importantes resultados científicos que son buenos candidatos para lograr un número de implicaciones interesantes. La divulgación generalizada de tales resultados los hacen parte de los “conocimientos científicos compartidos de nuestro tiempo”, y nos evita proporcionar referencias bibliográficas punto por punto. Limitando nuestro análisis a las ciencias naturales, las áreas teológicas principalmente afectadas por nuestro tema son: teología fundamental, el tratado sobre la creación, antropología teológica, escatología, y hasta cierto punto cristología.


3.1 Un breve panorama general sobre los recientes logros científicos  

Como es bien conocido, la cosmología física es probablemente la rama del conocimiento más responsable de haber expandido nuestros horizontes. Ahora tenemos suficientes datos para concluir que el universo físico posee una larga y enorme historia evolutiva. Ha sufrido un lento y continuo desarrollo con el tiempo, comenzando de una fase inicial capaz de ‘contener’ ―en condiciones físicas de densidad y temperatura extremadamente altas, y de tamaño increíblemente limitado― toda la materia y la energía actualmente en existencia. No podemos descartar que el universo puede coexistir con otros dominios espacio-temporales independientes, totalmente separados unos de otros y teniendo diferentes historias evolutivas; por lo tanto, debemos calificar y distinguir mejor entre una definición ‘física’ del universo y una ‘filosófica’ (e incluso una ‘teológica’). El horizonte espacio-temporal que caracteriza nuestra comprensión del universo en el cual vivimos se ha ampliado extraordinariamente, conduciendo necesariamente a un ‘nueva colocación espacio-temporal’ de la humanidad y su hábitat cósmico. Tal ‘re-colocación’ implica un nuevo contexto físico y temporal que ya no podemos ignorar, así como en el pasado no pudimos ignorar los nuevos mundos alcanzados por grandes descubrimientos geográficos o la nueva cosmología originada por la revolución coopernicana. El tiempo que abarca desde la formación de los primeros elementos químicos a la aparición de vida en la tierra, y del surgir de sus formas más elementales a la aparición de los humanos, fue increíblemente largo, más largo de lo que se podría preveer hace solo un siglo. Dentro de su objeto y metodología específicos, las ciencias naturales han sido capaces de rastrear, sin ninguna interrupción significativa, los pasos claves de esa historia, y son capaces de predecir algunos de sus principales escenarios futuros. Los últimos también se caracterizan por largos períodos, aunque no intervalos infinitos de tiempo, suficientes para decirnos que las condiciones adecuadas para albergar la vida se colocan dentro de ‘ventanas de tiempo’ apropiadas: tales condiciones no pueden haber surgido antes de una época cósmica específica y a partir de un cierto tiempo en adelante ya no se presentarán.

Pero los amplios espacios y los grandes intervalos de tiempo involucrados, lejos de ser redundantes, han sido estrictamente necesarios para producir las condiciones, lugares y tiempos que han permitido la lenta síntesis de elementos químicos y la formación subsiguiente de los escenarios físicos y los nichos biológicos adecuados para albergar vida. Además, como sugieren los resultados asociados con el principio antrópico, sabemos que hay un ‘ajuste fino primitivo’ de la estructura física del universo, y de las condiciones físicas, químicas y biológicas sobre las que luego la vida —debido a que aparece mucho más tarde— estaría basada. Hoy en día sabemos que para la aparición de la vida humana aquí y ahora, las condiciones iniciales del cosmos han sido tan importantes como (y en ciertos aspectos mucho más importante que) los innumerables eventos cósmicos y biológicos contingentes que han tenido lugar a lo largo de la historia de la evolución del universo.

Con respecto a las leyes que gobiernan el cosmos, sabemos que el universo físico no siempre es regido por leyes que pueden ser formalizadas matemáticamente y predecibles con totalidad. El universo no es determinista ni ‘indeterminado’: sus componentes básicos poseen propiedades específicas y estables, mostrando cualidades de identidad y universalidad en una gran escala cósmica. Sin embargo, además de ‘entidades’, el universo se compone, sobre todo, de ‘relaciones’ que con frecuencia determinan muchas propiedades cósmicas elementales. En el universo físico nada está totalmente aislado, porque la naturaleza de cualquier parte depende de la historia del todo. En el universo hay una cantidad positiva de información, que no es reducible al soporte de la materia o de la energía a través de la cual la información misma se transporta. Por encima de todo el escenario de las leyes de la naturaleza, emerge la pregunta por el origen de su inteligibilidad y racionalidad, así como aquella sobre su adecuación con nuestros procesos de conocimiento. De nuevo, en lo que concierne a la estructura cósmica sabemos que las distinciones entre materia y energía, espacio y tiempo, materia y vacío, deben ser reinterpretadas por categorías totalmente nuevas: materia y energía pueden transformarse mutuamente una a otra; el flujo del tiempo depende de la curvatura del espacio, por lo tanto de la materia contenida en él; el vacío físico, una vez que el universo existe, almacena energías muy altas que a su vez pueden ser transformadas en enormes cantidades de materia. La naturaleza es verdaderamente capaz de emergencia y novedad. Su historia no es meramente la de un decaimiento lento y gradual hacia la uniformidad: concediendo que esto es verdad en una escala muy larga, en una escala pequeña e intermedia podrían surgir nuevas y más complejas estructuras. La realidad física sigue siendo algo verdaderamente ‘abierto’ a la novedad de la historia.

La biología, por su parte, ha mostrado que el cuerpo humano es como un resumen de la larga historia del cosmos y de nuestro planeta. Toda la información esencial para el desarrollo corporal de cada individuo está contenida en un minúsculo conjunto genético, compartido en gran medida con las especies animales inferiores. Cada ser vivo está dotado con un código genético específico que puede compararse a un ‘programa’ capaz de reconstruir, no de una manera reductiva sino informativa, su estructura física y biológica, y los distintos procesos biológicos que controlan su vida y desarrollo. Hoy sabemos que las diferentes formas de vida en nuestro planeta han experimentado cambios lentos, llevando a la aparición de nuevas especies y a la desaparición de otras. Esta larga trayectoria temporal no solo muestra un desarrollo o un crecimiento, sino también una evolución real. Varios factores han contribuido, y en parte aún contribuyen, en modos irregulares, para hacer que la evolución sea posible: el trabajo de selección natural; la adaptación de los seres vivos a los diferentes ambientes en los que tienen que sobrevivir, y, correspondientemente, el ajuste de la morfología del predador a la eficiencia de la depredación; el desarrollo de funciones orgánicas precisas; la existencia de procesos internos, que, mediante su emergencia gradual parecen haber canalizado progresivamente los seres viventes hacia formas más complejas y perfeccionadas. Pertenece a la experiencia común, y también a la científica, que entre todas las otras especies biológicas, la especie Homo sapiens se erige como una culminación, un caso único y singular de un animal cuya fenomenología no puede ser reducida enteramente al panorama bilógico que lo rodea, a pesar de que nosotros mismos somos parte de él. Los tiempos y las edades que han marcado la aparición del ser humano en la tierra y el ascenso gradual de los primeros humanos hacia los logros de la civilización y el aprendizaje, han sido mucho más largos de lo que jamás se esperaba, mucho más distantes en el pasado que lo que razonablemente podríamos haber imaginado solo unas pocas décadas atrás. Las observaciones astronómicas contemporáneas fuera de la atmósfera de la tierra nos han revelado que la presencia de estrellas con planetas alrededor de ellas es un fenómeno relativamente extendido: ninguna forma de vida, incluso las más básicas, ha sido observada, pero la hipótesis de que se pueda haber desarrollado vida extraterrestre en contextos similares al nuestro es bastante plausible. Finalmente, es de nuevo la investigación científica la que nos enseña que, debido al tamaño del universo y sobre la base de las escalas de tiempo involucradas cuando se comunica a través del espacio, no es posible (no lo será nunca) adquirir información completa de todas las regiones del universo en orden a verificar la presencia potencial de otros seres inteligentes: por lo tanto, es una posibilidad que no puede ser invalidada sobre la base de argumentos a priori.


3.2 Lugar para una teología de la ciencia y una teología de la naturaleza  

La lista de resultados y perspectivas elaborada arriba podría haber sido incluso más extensa. Insistí en los resultados pertenecientes al dominio cosmológico, y, en menor grado, en los cambios procedentes de la biología o la antropología física; podría haber agregado otros resultados, teniendo una relevancia filosófica similar, del campo de la física de altas energías, de mecánica cuántica, de química o bioquímica, de zoología o de fisiología humana. Resultados contemporáneos de ciencias matemáticas y lógica, que también tienen un considerable soporte filosófico, pueden ser considerados provenientes del dominio de la filosofía, más que de las ciencias naturales. Mi cometido, sin embargo, no es proporcionar aquí una lista de resultados exhaustiva y profunda: el interés es evaluar si tales resultados son solamente una fuente de ‘problema’ para la historia del mundo y del hombre, junto con sus relaciones con Dios, que los teólogos deducen de la Revelación; o, más bien, si la lección que las ciencias naturales nos enseñan hoy puede ser una fuente positiva de progresos teológicos. El progreso verdadero, sin embargo, solo es posible cuando, en el caso de problemas, éstos se abordan y posiblemente se resuelven proponiendo nuevos modos de comprensión. Y una mejor comprensión de la Revelación divina, al tiempo que aumenta su inteligibilidad, también mejora la credibilidad de la fe en un contexto científico.

No debemos olvidar que hoy la ciencia provee a la teología de un marco mucho más amplio para entender una de sus cuestiones fundamentales: qué significa ‘ser una creatura en un mundo creado’. El significado de términos tales como ‘creatura’ y ‘mundo’ adquiere actualmente un peso y un contexto que no poseía antes. Por supuesto, si esto no realza directamente el contenido dogmático de la noción teológica de Creación entendida como un acto ex parte Dei, ciertamente mejora nuestra penetración en las implicaciones de ‘creación’ cuando es entendida como una relación y como un efecto creado. De nuevo en el ámbito de la teología de la Creación, no carece de interés notar que el ajuste fino de esas condiciones físicas y biológicas sobre las que el universo sería construido a su debido tiempo, surgió en el mismo comienzo del desarrollo del cosmos, mucho antes de su posterior evolución biológica a largo plazo. Aquellos que quieren interpretar filosóficamente el ajuste fino en términos de propósito podrían ver las resonancias cristológicas potenciales de la centralidad teológica, y ya no geométrica, de la vida y del ser humano en el cosmos. Tal vez, incluso la doctrina cristiana de la resurrección de la carne podría beneficiarse del conocimiento adquirido de lo que la información genética realmente es, teniendo en mente la inevitable disolución del cuerpo humano. Los pensadores cristianos que prestan atención a la ‘teología del cuerpo’, un cuerpo que participa de la imagen de Dios, capaz de revelar la dimensión personal del sujeto y de ser el templo del Espíritu Santo, ¿estarán simplemente confundidos o más bien serán iluminados por el hecho de que tal cuerpo, incluso antes de ser ‘humano’, encierra una historia evolutiva, cósmica y biológica muy larga? ¿Y cómo se comprendería el orden y la armonía de una naturaleza coronada por la creación de los seres humanos, si se considera que en la historia que precedió al Homo sapiens aparecieron y desaparecieron innumerables especies, a través de la competencia mutua y a veces dolorosos conflictos? Al nivel de la historia de la salvación, las muy extensas edades que pasaron desde la primera aparición de las especies humanas en la tierra, ¿podrían facilitar la comprensión de la relación entre redención objetiva y subjetiva, considerando sobre todo que la gran mayoría de los seres humanos que han vivido hasta aquí nunca han entrado en contacto con el mensaje de salvación del evento Pascual de Cristo? Estas son solo ideas —en este caso, también, la lista puede crecer más— pero suficientes para explicar lo que quiero decir. No solo estos resultados científicos son potencialmente fructíferos en sí mismos, sino que también existe la necesidad de un trabajo interdisciplinar serio y profundo, que pide a los estudiosos usar todas sus competencias para llevarlo a cabo.

Del otro lado de la balanza, por supuesto, podríamos encontrar cuestiones problemáticas para resolver. Resulta importante explicar, por ejemplo, la relación entre la ‘primera’ y la ‘nueva creación’, encontrando caminos adecuados que no contradigan nuestro conocimiento actual del universo material así como sus escenarios pasados y futuros. Una evaluación de los elementos de continuidad y discontinuidad operantes en esa relación, sobre los que la Revelación Bíblica también nos informa, debe llevarse a cabo además sobre la base del conocimiento científico, mientras deben examinarse cuidadosamente las posibles implicaciones consiguientes para la escatología, incluyendo la escatología intermedia (cfr. Ellis 2002, Russel 2006). Debo aclarar explícitamente que estamos tratando con ‘implicaciones’, no necesariamente con ‘problemas’; no es más que una ‘búsqueda común de entendimiento’, desde la cual la inteligibilidad de la Revelación podría sacar el máximo provecho. Pensando en la dimensión ‘física’ contenida en la relación de continuidad/discontinuidad entre la primera y la nueva creación, la teología debe también definir más precisamente algunos elementos de la doctrina del pecado Original, tal como la diferencia entre sus consecuencias morales y físicas. Dejando de lado la hermenéutica que subyace a la narración Bíblica —siendo la tarea propia de los exégetas explicarla de acuerdo con el contenido esencial del dogma— parece claro que la entrada histórica del pecado en el mundo, un mundo que existia ya desde hacía mucho tiempo, es presentado por la Sagrada Escritura con sus consecuencias no solo para la naturaleza humana sino también para el mundo material como un todo. Por lo tanto se le pide a la teología que aclare si el elemento de ‘discontinuidad’ introducido por tales consecuencias puede tener alguna contraparte observable también para la ciencia. Si es así, un diálogo con las ciencias arrojaría luz sobre la manera de ver la muerte humana. Por ejemplo, puede sugerir formas de distinguir entre la muerte entendida como la terminación de un ciclo biológico —que la ciencia nos dice que se produce en la naturaleza mucho antes de la aparición del Homo sapiens— y la muerte, consecuencia del pecado, entendida como el modo dramático en el que una creatura racional consciente siente el fin de su existencia física, dudando de la bondad de su Creador. Un diálogo con las ciencias además puede sugerir que el desorden provocado por el pecado humano en la naturaleza permitiría distintas interpretaciones, destacando sus implicaciones antropológicas (como un desorden introducido en la relación entre el pecador y la naturaleza), sin insistir necesariamente en implicaciones físicas o naturales (como un desorden introducido en la naturaleza cósmica). También podrían surgir diferentes modos de entender qué es el ‘dolor físico’, y qué significa en los planes de Dios. Finalmente, podríamos derivar alguna implicación para el correcto entendimiento de la relación entre las dimensiones histórica y meta-histórica del mismo pecado original.

El significado y la lógica de la historia de la salvación —siendo la historia de la libertad de Dios y de la liberta humana— ciertamente exceden lo expresado por las historias evolutivas del cosmos y de la vida, y por cualquiera de las posibles reconstrucciones proporcionadas por las ciencias. Y sin embargo, la historia de la salvación se lleva a cabo en, y entrelazada con, aquellas historias estudiadas por la ciencia.  El realismo del misterio de la Encarnación, por la cual la Palabra-Logos —mientras carga sobre sí la naturaleza humana— también tomó todas sus relaciones con la creación, nos llama a considerar debidamente esta intersección explorando sus consecuencias.

La importancia que todo esto tiene para la teología planteó recientemente la necesidad de desarrollar una “teología de la ciencia” (cfr. Heller 1996, 95-103) o incluso una “teología de la naturaleza” (cfr. Ganoczy 1992, Pannenberg 1993). A pesar de todas las limitaciones de estos enfoques teológicos (a veces llamados ‘teologías de’, y que por lo tanto no siempre encontraron aceptación porque son vistas como fuentes potenciales de fragmentación) creo que ahora hay suficiente material disponible para empezar a pensar en estas líneas. “[E]sa aportación puede realizarla la Teología sólo en la medida en que mantenga el contacto con el resto de las ciencias. Y al decir esto nos referimos no ya al hecho obvio de que necesita ser escuchada, sino más bien a que ella misma necesita escuchar a los otros saberes […] [E]l teólogo necesita ser humilde, como todo científico, y más en cierto modo, no sólo porque su saber lo recibe de la palabra de Dios, confiada a la Iglesia, ante la que debe mantenerse en actitud de escucha religiosa, sino también porque debe reconocer que la ciencia teológica no le autoriza a prescindir de otros saberes” (Illanes 1982, 887).


4 Hacia un desarrollo homogéneo del dogma cristiano  

Entre los autores del pasado que fueron completamente conscientes del valor de las ciencias naturales para el conocimiento humano, incluyendo la teología, el cardenal John Henry Newman (1801-1890) debe ser ciertamente mencionado. A pesar de que no dejó ninguna discusión particularmente elaborada de este tema, vale la pena recordar que, en una época de polémico debate y a veces de abierto conflicto entre el pensamiento científico y el religioso, no dejó de ofrecer reflexiones significativas sobre la cuestión de la evolución. Su interés en los resultados de la ciencia fue sincero y totalmente pensado: “Vivimos en un mundo portentoso. La ampliación del ámbito del conocimiento científico es sencillamente pasmosa, lo será cada vez más, y más rápidamente. Puesto que estos descubrimientos, presentes o futuros, tienen unas repercusiones indirectas en el terreno religioso, la cuestión que surge es cómo ajustar los derechos del ámbito de la Revelación con los de la ciencia natural. Muy pocos podrán seguir tan tranquilos sin algún apoyo racional que respalde sus creencias religiosas; armonizar teoría y práctica es casi un instinto mental. Así pues, cuando se nos viene encima toda una avalancha de descubrimientos, comprobados o a punto de serlo, cuando se atisba ya la posibilidad de otros muchos que les seguirán, todo creyente en la Revelación, católico o no, está obligado a plantearse la influencia que todo eso tiene sobre su fe” (Newman 2010 [1864], 297).

Tomás de Aquino nos habló de la necesidad de tomar en consideración el estudio de la naturaleza en orden a hablar correctamente de Dios. Ahora volvemos a Newman para dar un paso más hacia adelante: ¿Cómo podrían las ciencias naturales convertirse en una fuente de desarrollo real del dogma cristiano? La búsqueda de una metodología propia y de directrices adecuadas para alcanzar este objetivo es una cuestión que permanece abierta. Una posible respuesta podría logarse considerando las útiles observaciones que Newman hizo en su ensayo The Development of Christian Doctrine (1914 [1845]). Allí elabora una lista de siete criterios que guiarían el auténtico desarrollo histórico de una doctrina, a diferencia de lo que determina su corrupción. El contexto de sus reflexiones no es el del diálogo de la teología con las ciencias, sino el del juicio de la historia en general sobre toda empresa humana. Se pregunta cómo la doctrina cristiana puede incorporar nuevo conocimiento, o nuevos eventos que ocurren en la historia, sin perder su propia identidad. ¿Cómo lo hizo en el pasado? ¿Cómo podría continuar haciéndolo en los tiempos futuros? Es, en última instancia, una reflexión sobre los criterios del trabajo teológico, que, siendo fiel a sus fuentes y método, presupone nuevos caminos a seguir y nuevas formas de entender, haciendo explícito lo que aún está implícito y no expresado en el cuerpo de la Revelación Bíblica. Los criterios sugeridos fueron resumidos de este modo por el mismo Newman: “[M]e aventuro a establecer siete notas de diversa contundencia, independencia y aplicabilidad, para distinguir los desarrollos saludables de una idea de su estado de corrupción y decadencia, del siguiente modo: No hay corrupción si conserva uno y el mismo tipo, los mismos principios, la misma organización; si sus comienzos anticipan sus fases subsiguientes y si sus fenómenos posteriores protegen y favorecen a los anteriores; si tiene poder de asimilación y renovación, y una acción vigorosa desde el principio hasta el final” (Newman 1914, 171). Teniendo en cuenta el contexto esbozado en la sección anterior sobre las posibles contribuciones intelectuales de las ciencias naturales a la teología, voy a tratar de aplicar estos criterios a nuestro tema. Propongo aquí los mismos encabezados presentados por Newman (1914, 171-203).

a) y b) Preservación de su tipo y continuidad de sus principios. Estos dos primeros criterios indican en resumen la ‘identidad’ del tema que se desarrolla. Si la teología quiere tomar en consideración los resultados de las ciencias naturales, debe continuar siendo lo que es, es decir teología genuina, con su propio método y sus propias fuentes habituales. La teología no tiene que convertirse en física o en biología, ni los teólogos en investigadores de laboratorio. Ciertos tipos de teología contemporánea, supongo, han intentado acercarse a la ciencia precisamente en la dirección opuesta a la sugerida por Newman, es decir eligiendo adoptar su metodología. La presencia del pensamiento de autores tales como Kuhn o Popper en algunos manuales de teología muestra esto con bastante claridad.

c) El poder de asimilación. Indica la apertura de la teología a la verdad y a la historia, resultante de su apertura al misterio del Ser o al misterio de Dios. La teología genuina tiene habilidad para asimilar nuevas porciones verdaderas de conocimiento, dondequiera que estén (ver antes, 2. 2), sin corromper su propia identidad o romperla en pedazos. Este criterio newmaniano apunta a la posibilidad de ‘reinterpretar la realidad’, una y otra vez, abrazando sus demandas de verdad. En la historia reciente, la teología ha tenido que reinterpretar ciertos contenidos de la Revelación, debido a las nuevas perspectivas sobre la naturaleza y la vida humana provocadas por Colón, Copérnico, Darwin, Freud u otros. Así también lo hicieron los teólogos que trataron de comprender el cuadro evolutivo de la creación sobre la base de reflexiones desarrolladas primero por Bergson, y más tarde por Teilhard de Chardin, suministrando elementos útiles para proveer de nuevas y más demandantes síntesis.

d) Secuencia lógica. El uso de resultados científicos y de sus implicaciones debe ser tal como para mantener la consistencia lógica de las verdades reveladas, en otras palabras, para no contradecir lo que ya ha sido aceptado como sana doctrina. En el fondo, esto no es más que una aplicación directa del principio de analogía de la fe o analogía fidei. A primera vista parecería difícil reconciliar ciertos datos científicos con el cuerpo de doctrinas cristianas. Sin embargo, luego de examinar su verdadero valor científico, y una vez que estos resultados han sido correctamente interpretados y cautelosamente adoptados, tarde o temprano arrojarán nueva luz sobre otros contenidos de la Revelación. La nueva visión de conjunto resultante de la adopción de este nuevo conocimiento va a llegar a ser más consistente que la anterior.

e) Anticipación de su futuro. Si son verdaderamente genuinos, los nuevos desarrollos deben contener material seminal implícito en la Revelación Bíblica o en la tradición teológica anterior. Al mismo tiempo, se espera una mejora adecuada de la doctrina, hecha posible por la entrada de un nuevo conocimiento científico, para anticipar una comprensión de la Palabra de Dios que solo con posterioridad se hará más evidente. Por ejemplo, podría ser prevista una síntesis entre creación y evolución interpretando correctamente algunos pasajes del libro del Génesis, o refiriendo de nuevo a Agustín o Tomás de Aquino, o buscando semillas de la misma en la Cristología de san Pablo. La riqueza ilimitada de la Palabra divina revelada justifica implícitamente la aplicación de este criterio.

f) Acción conservadora sobre su pasado. Las revoluciones científicas y culturales ocurren inevitablemente. No son, sin embargo, enteramente destructivas para la teología o la ciencia. Todo desarrollo genuino siempre es en cierto modo ‘conservador’. Como un resultado del diálogo con las ciencias, la teología puede adoptar un nuevo modelo filosófico de referencia en la medida en que preserve todos los aspectos del dogma que fácilmente fueron explicados por el modelo anterior. Algo similar pasó en última instancia en el caso de la física, donde las así llamadas soluciones ‘clásicas’ son superadas por aquellas proporcionadas por la teoría cuántica o la de la relatividad, pero sin perder el contenido de verdad que tenía la teoría anterior. De hecho, las soluciones cuánticas y relativistas con frecuencia recuperan algunas verdades ‘clásicas’ en la forma de casos particulares en un marco interpretativo más general. Consideren los siguientes ejemplos: una formulación diferente del misterio de la transformación de pan y vino eucarísticos (transubstanciación) ajustada a las categorías científicas contemporáneas solo podría ser aceptada si se preservan todos los aspectos dogmáticos previamente aceptados, y si se provee de una mejor explicación de lo que, eventualmente, el marco anterior falló en manifestar; igualmente, si nuevas formas de vida inteligente fueran descubiertas en el universo, los elementos fundamentales de doctrina cristológica cristiana deben ser preservados, aunque incluidos en un horizonte inevitablemente mucho más amplio. En consecuencia, las formulaciones doctrinales actuales son soluciones ‘clásicas’ de la teología: aceptar nuevos desarrollos necesita preservar lo que fue provisto por soluciones anteriores, adquiriendo un nuevo y mejor conocimiento.

g) Fortalecimiento doctrinal. De acuerdo con Newman, todo desarrollo doctrinal genuino produce un fortalecimiento en sus contenidos así como en la Institución que lo profesa. Si la teología usó incorrectamente alguna vez los resultados de la ciencia, tarde o temprano se dará cuenta de un debilitamiento en sus propias habilidades para dar sentido a las cosas y en su propia dimensión profética —“los juzgarán por sus frutos”, como nos recuerda el Evangelio (cfr. Mt. 12, 33). La guía espiritual y una cantidad razonable de humildad serán luego necesarias para cambiar de dirección.

Si en el presente artículo he insistido en las contribuciones que la ciencia puede brindar a la reflexión teológica, no ignoro que las implicaciones son mutuas. Hay una sana influencia de las visiones religiosas y filosóficas sobre la ciencia, más precisamente sobre los investigadores que hacen ciencia. Como en el pasado, por la Revelación Bíblica se han dado nuevas ideas para el pensamiento filosófico y científico, a través de la mediación intelectual de la teología. En muchas otras entradas de este diccionario estas implicaciones han sido exhaustivamente destacadas (Nota del traductor: cfr. http://inters.org/ y http://disf.org/). Estoy convencido de que sin una suficiente asimilación del conocimiento científico en el trabajo de los teólogos —respetuoso del pasado pero abierto a desarrollos futuros, cauteloso en el discernimiento pero valiente para enfrentar la verdad— la teología podría correr el riesgo de comprometerse solo en ‘defender’ lo que una determinada época ha entendido sobre el contenido doctrinal de la fe. Como resultado, impediría el genuino crecimiento de la doctrina cristiana, incluso hasta el punto de, posiblemente, debilitar la misión de los creyentes de proclamar el Evangelio, de un modo creíble y significativo, a los hombres y mujeres de todas las épocas. Finalmente, la presencia de las ciencias en el trabajo teológico no responde meramente a un criterio utilitario y auxiliar: los creyentes saben que la investigación científica es un valor en sí misma y, al igual que cualquier otra actividad humana y cualquier deseo sincero de conocimiento, significa que juega un papel preciso en el plan divino para la creación, el plan de dirigir todas las cosas, por el trabajo humano, al Padre, por Cristo, en el Espíritu.


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6 Cómo Citar  

Tanzella-Nitti, Giuseppe. 2016. "Las ciencias naturales en el trabajo teológico". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Las_ciencias_naturales_en_el_trabajo_teológico


7 Derechos de autor  

Voz "Las ciencias naturales en el trabajo teológico", traducción autorizada de la entrada "Natural Sciences, in the Work of Theologians" de la Interdisciplinary Encyclopedia of Religion and Science (INTERS) © 2016.

El DIA agradece a INTERS la autorización para efectuar y publicar la presente traducción.

Traducción a cargo de Pablo Emanuel García. DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E.Vanney - 2016.

ISSN: 2524-941X

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