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DIA β

Evolución

Si tenemos en cuenta la repercusión social que ha tenido y tiene la cuestión de la evolución de las especies, incluido el ser humano, no parece injusto afirmar que este es uno de los temas más representativos del campo de estudios de ciencia y religión. Por un lado, el argumento evolutivo se ha transformado en el monstruo a vencer por parte de aquellos que defienden una interpretación literal de la Biblia y, por otro lado, en el ariete favorito de los que combaten la religión y, en particular, el cristianismo. Nuestra intencionada utilización de metáforas que evocan combate refleja no una perspectiva personal sino un estado de cosas. Pero esta facticidad está lejos de ser justificada por argumentos racionales, antes bien, es el resultado de actitudes emocionales u opciones ideológicas. Como esperamos demostrar, no habría, en principio, contradicción entre la teoría de la evolución y una visión cristiana del mundo. Pero el espesor histórico de un siglo y medio de conflictos demuestran que las cosas no son tan sencillas. En esta presentación enfocamos el tema desde tres grandes perspectivas: ciencia, filosofía y religión.

1 CIENCIA  

1.1 Macroevolución y microevolución  

En el ámbito de la ciencia la evolución es aceptada hoy tal como lo es la imagen heliocéntrica del universo. Si hablamos de teoría de la evolución es porque deseamos acentuar los aspectos de este fenómeno natural que competen a la historia o la filosofía de la ciencia. Podemos definir la evolución como descendencia con modificación a partir de un ancestro común, “cambios en las propiedades de grupos de organismos en el curso de las generaciones” (Futuyma 2005, 2). Lo que singularizó la teoría de la evolución de Darwin respecto de otros evolucionismos del temprano siglo XIX es el mecanismo a través del cual se producen esas transformaciones: la selección natural. Este mecanismo sigue siendo el factor común a todas las versiones actuales de la teoría evolutiva, aunque se discute si existen mecanismos alternativos y cuál es su modo y grado de incidencia.

Se denomina microevolución al cambio en la composición y frecuencia génica de una población de una generación a la otra. Macroevolución es la diferencia de diferentes especies a partir de un ancestro común. Theodosius Dobzhansky, uno de los creadores de la síntesis neodarwiniana o teoría sintética que reflejó la ortodoxia darwinista a partir de la década de 1940, sostuvo que los cambios macroevolutivos deben ser entendidos a partir de los cambios microevolutivos, es decir, el origen de las especies ha de ser explicado en término de la genética de poblaciones (Dobzhansky 1941, 12). Los creacionistas en general aceptan la microevolución, pero no la macroevolución, es decir, rechazan la aparición de los taxa o grupos clasificatorios superiores como consecuencia de la selección natural (Scott 2009, 205).

1.2 La nueva síntesis  

La “nueva síntesis” evolutiva (o síntesis neo-darwiniana) fue el producto de varios especialistas que en las décadas de 1930 y 1940 alcanzaron (algunos dirían, negociaron) un consenso teórico que fue la base de los estudios evolutivos en la segunda mitad del siglo XX: Theodosius Dobzhansky, Ernst Mayr, George G. Simpson y G. Ledyard Stebbins. El nombre de este mega-marco teórico proviene del libro de Julian Huxley, Evolution: The Modern Synthesis (Londres, 1942) (Mayr y Provine 1981). Las bases fueron expuestas en el libro de Dobzhansky Genetics and the Origin of Species (1937), que experimentó sucesivas transformaciones hasta transformarse en el bien conocido Evolution (1977) en coautoría con Francisco Ayala, Stebbins y James W. Valentine, de la University of California en Davies. Hubo varias interpretaciones históricas sobre este crucial episodio en la historia de la teoría evolutiva, la última desde la perspectiva de los estudios culturales de la ciencia (Smocovitis 1996).

La síntesis evolutiva puede resumirse en las siguientes afirmaciones: (a) las poblaciones poseen variabilidad genética debida a la mutación (última fuente de toda variación), los varios tipos de interacción entre genes y, en las especies en las que tiene lugar, la reproducción sexual con su producción de genotipos heterocigotos; (b) las poblaciones evolucionan debido a cambios provocados en las proporciones alélicas del genotipo por la selección natural, la deriva genética y el flujo genético; (c) las variaciones genéticas tienen efectos fenotípicos pequeños, de modo que la evolución es gradual (hay excepciones, sobre todo en las plantas), pero los cambios pequeños a la larga dan cuenta de las diferencias entre especies; (d) las poblaciones naturales de una misma especie en ambientes geográficos diferentes tienen diferencias genéticas que serán la base de la futura especiación; (e) la especiación tiene lugar por la diferenciación genética de poblaciones normalmente aisladas geográficamente; (f) si estos procesos continúan, dan lugar a cambios suficientemente grandes como para alcanzar los niveles taxonómicos superiores (géneros, familias, etc.) (Futuyma 2005, 10-11, con modificaciones).

Para entender la noción de selección natural debemos entender antes el concepto de adecuación o eficacia biológica (fitness), que se define como la capacidad de un individuo para transmitir sus alelos a sus descendientes y que es mayor en los individuos que viven más tiempo o que tienen más crías. Informalmente, se suele hablar también de “éxito reproductivo” (para una delimitación rigurosa del concepto, ver Orr 2009; para una discusión filosófica, Sober 2011). Es posible desagregar la idea de selección natural en tres principios: (a) los individuos de una población poseen variaciones fenotípicas, (b) los fenotipos varían en cuanto a su adecuación o eficacia (fitness), y (c) la adecuación o eficacia (fitness) es hereditaria (Lewontin 1970). Si en una población se cumplen estos tres principios (variación, reproducción diferencial y herencia), habrá selección natural. Hay que destacar que para que haya selección natural tiene que haber una correlación entre el rasgo seleccionado y el éxito reproductivo. Si tenemos variaciones no correlacionadas con el éxito reproductivo (fitness) sucede que el rasgo va a variar en sucesivas generaciones, pero esa variación no dependerá de su valor adaptativo, sino de factores aleatorios. Esto es la deriva genética (Stearns y Hoekstra 2000, 11-12). La teoría neutralista de Motoo Kimura propuso que la enorme mayoría de los cambios en las frecuencias alélicas serían debidos a la fijación aleatoria de mutaciones con valor adaptativo neutro (Kimura 1968). Esto dio lugar a una polémica entre “seleccionistas” y “neutralistas”, en relación a cuál sería la contribución de las mutaciones ventajosas y las neutras a la divergencia genética de especies (Dietrich 2008, 158-161).

A partir de la nueva síntesis hubo desarrollos muy importantes. Por ejemplo, el surgimiento de la biología molecular transformó los estudios sobre la historia filogenética de la vida, al permitir comparar macromoléculas como proteínas y ADN y así averiguar la distancia temporal entre eventos que marcan la divergencia entre especies—el llamado “reloj molecular” (Ayala 1998, 52-55). Esto llevó a la construcción, sobre bases razonablemente firmes, de un árbol de la vida universal, que sintetiza cómo las especies surgieron a partir de un organismo procariota (Doolitle 2000).

También se consolidaron programas de investigación que, aunque no niegan el papel de la selección natural, tienden a debilitar su hegemonía como mecanismo evolutivo. Uno de los más promisorios es el que se conoce como “evo-devo” (apócope del inglés evolution and developmental biology) que estudia las homologías de los planes de desarrollo embrionario comunes a varios grupos y las limitaciones que estos imponen sobre las alternativas evolutivas (Amundson 2005; Pearson 1995; Shubin et al. 2009). Mutaciones en los genes encargados de codificar los planes organizativos podrían llevar a transformaciones con grandes consecuencias. Desde esta suposición, la selección natural actuaría como filtro de morfologías fracasadas (Gilbert et al. 1996).

1.3 El origen de las especies  

Una de las cuestiones centrales de la macroevolución es la especiación, es decir, el evento por el que un linaje biológico queda dividido de tal manera que a partir de él se producen dos especies distintas. De acuerdo al llamado “criterio biológico”, originalmente definido por Ernst Mayr, “especies son grupos de poblaciones naturales que pueden cruzarse y que están reproductivamente aisladas de otros grupos” (Mayr 1996, 264). Para que se produzca la especiación tiene que haber suficientes diferencias genéticas entre la especie de origen y la especie incipiente, como para que, si se cruzan, no resulte cría. En otras palabras, “el evento crucial en la aparición de una nueva especie es el aislamiento reproductivo” (Ridley 2004, 382) y el problema de la especiación consiste en explicar cómo se establece dicho aislamiento. Se describen dos tipos de mecanismos de aislamiento entre una especie originaria y una incipiente: pre-cigóticos y post-cigóticos (Dobzhansky et al. 1977, 171). Los primeros impiden o dificultan el apareamiento y evitan así la formación de cigotos híbridos, por ejemplo, las distintas estaciones de maduración (vegetales) o celo (animales), o bien distintos patrones de cortejo o conductas de apareamiento. Mecanismos del segundo tipo (post-cigóticos) son la no viabilidad del cigoto híbrido, común en plantas, o la infertilidad del cigoto híbrido (caso de la mula, resultado de la cruza de yegua y asno).

El grado en que la separación geográfica entre las poblaciones de las que van a resultar dos especies distintas contribuye a la reducción del flujo genético es uno de los criterios para clasificar los modos de especiación (Futuyma 2005, 308). En la especiación alopátrica, el aislamiento geográfico (ríos, cadenas de montañas, etc.) es el que impide el flujo genético. El influyente Ernst Mayr defendió durante mucho tiempo que éste era el único modo posible de especiación (Mayr 1947). Dejando de lado casos intermedios, en el otro extremo estaría la especiación simpátrica, que consistiría en la aparición de barreras reproductivas en una población en la que inicialmente el apareamiento es libre. Este mecanismo no es aceptado por todos (ver, por ejemplo, la discusión en Fitzpatrick et al. 2008).

1.4 Equilibrios puntuados  

En 1972, Niels Eldredge y Stephen Gould publicaron un trabajo que reinterpretaba la discontinuidad del registro fósil y que fue la partida de nacimiento de la teoría de los equilibrios puntuados (Eldredge y Gould 1972). Según estos autores, la ortodoxia neo-darwinista o “gradualismo filético” sólo admitía que la especiación era provocada por cambios continuos, lentos y graduales que involucraban a la población entera y eran explicables por la genética de poblaciones. Al contrario, Eldredge y Gould sostenían que del registro fósil se inferían períodos de cambio rápido (“puntuaciones”) con un estallido de nuevas especies, seguidos por largos períodos sin cambios morfogénicos en cada linaje (“estasis”). Los episodios de especiación serían procesos rápidos en poblaciones pequeñas, aisladas y periféricas (especiación peripátrica, una variante de la alopátrica) y no transformaciones paulatinas de poblaciones ancestrales enteras, tal como sostendría el “gradualismo filético”. En este segundo caso (transformación de linajes enteros) la forma ancestral se transforma en la nueva y al hacerlo se extingue (anagénesis). La manera de ver de Gould y Eldredge sostiene que, al contrario, lo que ocurriría es una especiación por ramificación dicotómica (cladogénesis), es decir, una ramificación seguida de evolución paralela de la especie ancestral y la nueva (Gould y Eldredge 1977). Estos autores también plantearon que la misma especie sería la unidad de selección, es decir, que en vez de actuar sobre los individuos, la selección natural actuaría sobre las especies; la especiación y la extinción de especies equivaldrían al nacimiento y la muerte de los individuos. En síntesis, lo que Gould y Eldredge habrían postulado fue “desacoplar” la macroevolución de la microevolución (Gould y Eldredge 1993). Una reciente revisión del tema sostiene que “la evidencia disponible sugiere una variedad de patrones diferentes a lo largo de un continuo, desde casos de equilibrio puntuado hasta casos de cambio gradual” (Plutynski 2008, 177). La Princeton Guide to Evolution (2014) que resume de manera autorizada el estado actual de las diversas áreas de la evolución, discute brevemente la idea de Gould de la ausencia de tendencias evolutivas en la historia de una especie (Hunt 2014, 574) y remite la teoría de los equilibrios puntuados al capítulo de historia del pensamiento evolutivo (Allen 2014, 25).

1.5 Extinciones  

Los primeros rastros de vida sobre la Tierra se remontan a cerca de 3.500 millones de años y las primeras formas de vida multicelulares de las que tenemos noticia (fauna de Ediacara) a 600-540 millones de años (Allwood et al. 2006; Windley 2014). En algún momento de ese largo período de cerca de 3000 millones de años de vida unicelular, los procariotas se transformaron en eucariotas—ciertas organelas celulares como las mitocondrias y los cloroplastos serían el resultado de la simbiosis de células procariotas en células eucariotas (Margulis 1993). En el Cámbrico, hace 540 millones de años, tuvo lugar una “explosión” de formas vivas en la que habrían aparecido casi todos los tipos de vida actuales y otros más. En su difundido libro La vida maravillosa (Wonderful Life, 1989), Gould sostuvo que todo este florecimiento fue drásticamente reducido por la extinción (Gould 1989, 236). Desde entonces, la evidencia fósil fue reinterpretada. Se cree actualmente que el número de nuevos phyla en el Cámbrico no fue tan elevado como se suponía y también se tiene una visión más modesta de la disparidad de las formas (Briggs y Fortey 2005).

En todo caso, las extinciones masivas constituyen uno de los fenómenos menos comprendidos y más importantes de la evolución. Quizás el episodio más conocido sea la desaparición de los dinosaurios, entre el Cretácico y el Terciario, hace 65 millones de años, cuando un meteorito habría impactado sobre la Tierra y dejado como rastro el inmenso cráter, ahora submarino, en la zona de la península de Yucatán. Se calcula que en ese episodio se extinguieron el 75 % de las especies vivas (Raup y Sepkoski 1982). Los nichos ecológicos dejados vacantes por la extinción de los dinosaurios habrían sido ocupados por especies resultantes de la radiación adaptativa de los mamíferos. En la que fue probablemente la extinción más destructiva, a final del Pérmico (hace cerca de 251 millones de años), desapareció el 61% de las familias entonces existentes (Benton 1995). Hubo otras extinciones de análoga magnitud al fin del Ordovícico (444 millones de años), del Devónico (372 millones de años) y del Triásico (200 millones de años) (Benton 2014, 581). Ahora bien, se suele distinguir entre estas extinciones masivas y lo que se llama la “extinción de fondo”, es decir, la tasa más o menos regular según la que las especies desaparecen a lo largo del tiempo geológico. Hay dos modelos de extinción, que interpretan el fenómeno a la luz de los factores que impulsan la macroevolución. El primero, favorecido por los biólogos, sostiene que la evolución es resultado de un equilibro de presiones bióticas, sobre todo, de la competencia entre especies. El segundo afirma que evolución, especiación y extinción se deben a cambios impredecibles en el ambiente físico, como procesos tectónicos o cambios climáticos en escalas temporales muy grandes (Benton 2014, 584-585).

1.6 Evolución humana  

En la historia del surgimiento de la especie Homo sapiens es posible distinguir tres etapas (este párrafo está basado en Wood 2005, Hawks 2014 y Tattersall 2014). (1) En primer lugar, hace 7 a 5 millones de años, los homininis que darían lugar al ser humano divergieron del tronco común a humanos y chimpancés (homininis son los humanos modernos y especies extintas más relacionadas con el ser humano que con chimpancés y gorilas). Caracterizados por las transformaciones anatómico-funcionales de bipedalismo, el más antiguo que se conoce es Sahelanthropus tchadensis, hallado en África central (7 millones de años); el más reciente es Ardipithecus ramidus hallado en Etiopía y datado en 4,4 millones de años, en el Plioceno temprano. (2) En segundo lugar, tenemos los australopitecos, hasta la aparición del género Homo, que tuvo lugar hace poco menos de dos millones de años. El más antiguo es Australopithecus afarensis, especie a la que corresponde el famoso esqueleto “Lucy”, hallado en Etiopía y datado entre 4 y 3 millones de años. Los últimos australopitecos mostraban una adaptación del aparato masticatorio a una dieta más dura; son los “robustos”, como A. robustus (Paranthropus robustus). Estos homininis tenían el cuerpo del tamaño poco mayor que un chimpancé, eran francamente bípedos y poco trepadores y el tamaño de su cerebro era alrededor de la tercera parte del cerebro del ser humano moderno. (3) El género Homo habría aparecido al comienzo del Pleistoceno y sus especies se distribuyeron en África, Asia y Europa durante las glaciaciones y los períodos interglaciares de la Edad de Hielo. Homo habilis, hallado en Olduvai (Tanzania) podría ser una especie de transición entre los australopitecos y Homo erectus, pero es un problema sin resolver cuál fue la población que dio origen a H. erectus. Este tenía dientes más pequeños y cerebro más grande (hasta el doble) que los australopitecos; el aparato de fonación le habría permitido emitir sonidos similares a los humanos. También tenía una neotenia prolongada y maduración sexual tardía. Se organizaba en bandas de cazadores-recolectores, fabricaba herramientas de piedra y habría sido capaz de aprender reglas sociales y comunicarse. Recientemente (octubre 2015) el descubrimiento en Sudáfrica de una gran cantidad de especímenes categorizados como Homo naledi plantea varios desafíos: algunos de sus rasgos lo asemejan a los humanos modernos, mientras que otros lo asimilan a homininos mucho más tempranos (Berger et al. 2015).

La hipótesis más aceptada es que Homo sapiens apareció en el este de África hace entre 200.000 y 100.000 años y que se dispersó hacia Asia y Europa, quizás cruzándose con los neandertales y H. erectus. Esta es la “segunda migración” (según algunos, la tercera) a partir de África (la primera correspondió a la diáspora inicial de Homo erectus), que habría comenzado hace aproximadamente 70.000 años (Marean 2015). Los neandertales, que aparecieron hace 300.000 a 100.000 años, tenían cráneo más grande que el de los humanos modernos. La secuenciación del genoma de tres neandertales por Svante Pääbo y colaboradores sugiere que hubo cruce entre estos y humanos que vivían en Eurasia (Green et al. 2010). Entre 1 y 4 % del genoma del ser humano moderno (en poblaciones no africanas) es compartido con genoma de los neandertales (Smithsonian 2015).

El estudio evolutivo de la conducta animal presupone la selección genética, en tanto se acepta que el comportamiento está en alguna medida determinado por los genes. Pero existen datos que ponen de relieve aquí una importante acción de determinaciones epigenéticas (del ambiente) (Ben-Shahar 2014, 614). En cuanto a la evolución de las funciones cognitivas, a veces se señala que desde el punto de vista del genoma, el chimpancé está más relacionado con el ser humano que con el gorila. Como advierte Marc Hauser, si tenemos en cuenta el volumen cerebral, vemos que las diferencias de ambos grandes simios con el ser humano son enormes. Sin embargo, este autor sostiene que aspectos como el lenguaje, la cultura y la tecnología marcan diferencias muy importantes entre el ser humano y los grandes monos. Dichos rasgos dependerían de propiedades cognitivas, como la posibilidad de utilizar funciones aditivas y recursivas, de reunir materiales cognitivos de muy distinto origen, de pensamiento abstracto y del manejo de símbolos (Hauser 2014). Algunos autores, como el primatólogo Frans de Waal, argumentan que la moral humana tiene su base en “nuestro mono interior” (de lo cual se seguiría que Dios no es necesario para fundamentar una ética) (De Waal 2013). Rasgos como la cooperación, la empatía y el altruismo, que son los que permitieron que el ser humano se tornara en la especie dominante del planeta, estarían presentes en chimpancés y bonobos (De Waal 2014). Muchos autores están de acuerdo que sería la cooperación (que incluye la monogamia y la organización familiar y tribal) lo que habilitó a Homo sapiens a triunfar donde otros homininos fracasaron (ver una revisión del caso de la monogamia en Edgar 2014). Un reconocido especialista en evolución humana avanzó la hipótesis de que el dominio de la Tierra por los humanos se debió tanto a su capacidad de colaboración con extraños como a su habilidad para la fabricación de armas arrojadizas (Marean 2015). Se cree que el manejo de símbolos tal como está presente en humanos modernos fue propio sólo de H. sapiens; el objeto simbólico más antiguo (una roca con inscripciones geométricas hallada en Sudáfrica) tiene 77.000 años de antigüedad (Tatterssal 2014).

2 FILOSOFÍA  

2.1 Tendencias y progreso  

Es razonable pensar que en la actualidad la mayoría de los biólogos evolucionistas comparten la “sabiduría recibida” según la cual no tendría sentido hablar de progreso evolutivo. Ayala distingue entre una tendencia o cambio direccional en la secuencia filogenética y lo que sería propiamente progreso en un rasgo, lo que lleva implícito un contenido axiológico, como ser más eficaz o más complejo (Ayala 1983). El evolucionismo de filósofos como Herbert Spencer o Henri Bergson presuponía que el proceso evolutivo estaba de alguna manera orientado hacia algo o, por lo menos, revelaba un patrón de progreso lineal. En lo que es propiamente la teoría de la evolución, también hubo versiones ortogenéticas según las cuales los miembros de un linaje evolutivo serían modificados sucesivamente en una única dirección, sin intervención de la selección natural (la ortogénesis estuvo con frecuencia asociada a posiciones neo-lamarckistas).

Hoy en día, los paleontólogos hablan de tendencias (trends), entendidas como un cambio temporal en una característica de un linaje evolutivo o un clado (Hunt 2014, 573). El paleontólogo Gene Hunt discute tres tendencias con atención a las respectivas posibilidades de comprobación empírica: la regla de Cope (el aumento del tamaño corporal), la complejidad orgánica (medida por el número de órganos y el número de tipos celulares) y la habilidad de adquirir y controlar recursos (la escalation hypothesis de Geerat J. Vernaij) (Hunt 2014, 576-577). John Maynard Smith y Eörs Szathmáry rechazan la noción de progreso, pero sostienen que la tendencia general en la evolución es la de la “profundidad estructural”, entendida como incrementos en la complejidad y un aumento en la división del trabajo detectables en una serie de transiciones claves en la historia de la vida (por ejemplo, de procariotas a eucariotas) (Maynard Smith y Szathmáry 1997). En un artículo de revisión, el biólogo evolucionista Daniel McShea también discutió las tendencias de largo alcance que sería posible detectar en la entera evolución de la vida en la Tierra, tales como versatilidad evolutiva, adaptabilidad, tamaño o complejidad. Sin que su posición sea explícita, el autor se muestra escéptico respecto de este tipo de criterios (McShea 1998).

A pesar de las dificultades involucradas en la noción de progreso, esta ha aparecido de manera recurrente en la historia reciente del pensamiento evolutivo. En su libro From Monad To Man. The Concept of Progress in Evolution el filósofo de la biología Michael Ruse muestra cómo muchos importantes científicos evolucionistas nunca abandonaron del todo la idea de progreso (Ruse 1996). A mediados del siglo XX tuvo lugar un famoso debate sobre si existe progreso en la evolución entre el evolucionista inglés Julian Huxley y George G. Simpson. El primero pensaba que “avance y progreso son posibilidades del proceso evolutivo y han sido realizadas en gran medida durante la historia de la vida” (Huxley 1957, 54-73 en 71 y 73). Simpson negaba que la evolución estuviera acompañada de progreso en general orientado en un único sentido, pero admitía que hay varios tipos de progreso en procesos locales (Simpson 1961, 170-197, cita en 197). Unas décadas más tarde, Gould y Dawkins encendieron de nuevo la polémica. El primero dedicó un libro a denostar el uso de la idea de progreso en la evolución (Full House. The Spread of Excellence from Plato to Darwin) (Gould 1996), en base a su convicción del papel primordial del azar (ver abajo). El aumento de complejidad manifiesto en los homininos, por ejemplo, no habría provenido de ningún impulso direccional, sino que fue el único camino posible en una trama de alternativas totalmente aleatorias. En su revisión del libro, Dawkins plantea que lo que hace Gould es proporcionar una definición “antropocéntrica” de progreso y por su parte propone una definición de progreso entendido como un incremento de los rasgos adaptativos para un determinado modo de vida en un linaje dado (Dawkins 1997).

Entre los teóricos del evolucionismo, los que más se acercan a alguna noción de progreso son los de la línea más bien genocéntrica y sociobiológica (ver abajo), como Hamilton, Dawkins y, sobre todo, Wilson (Ruse 1996, 478, 513 y 517). El mismo Ruse admite que, “contra lo que pueda parecer a primera vista, quizás haya una adecuada caracterización de la complejidad (o características similares) y del progreso” (ibid., 536). El filósofo de la biología Timothy Shanahan especula sobre una noción de progreso compatible con la teoría evolutiva contemporánea (Shanahan 2004). Este autor propone hablar de “estándares biológicamente relevantes”, dentro de los cuales estarían las “innovaciones evolutivas”, las cuales serían novedades que, al cruzar un umbral, solucionan un problema biológico general, por ejemplo, el vuelo de las aves o la polinización en las angiospermas. La mejor candidata para ser una “propiedad biológicamente relevante” es la habilidad para sobrevivir y reproducirse a pesar de las condiciones cambiantes del ambiente.

2.2 Azar  

Stephen Gould ha sido uno de los que más ha insistido sobre el carácter eminentemente azaroso del proceso evolutivo. La extinción que siguió a la “explosión del Cámbrico” (y las otras extinciones masivas) impediría pensar que la evolución haya sido algo más que una serie de acontecimientos fortuitos. Dado que fue una caída fortuita de un meteorito lo que condujo a la extinción de los dinosaurios y posibilitó la radiación adaptativa de los mamíferos, afirma que “en un sentido muy literal, debemos nuestra existencia a nuestra buena estrella” (Gould 1989, 318). Si la supervivencia de una especie es una lotería, el ser humano está aquí por pura suerte. Dado que las mutaciones son la fuente principal de variación genética la cual es la materia prima de la evolución, el biólogo Jacques Monod proclamaba (con tonos de materialismo francés dieciochesco) que “el puro azar, el único azar, libertad absoluta pero ciega, es la raíz misma del edificio de la evolución” (Monod 1985, 113). Dobzhansy pensaba que el papel del azar era mucho más modesto (Dobzhansky 1983, 394-395). De hecho, los evolucionistas más cercanos a la ortodoxia neo-darwinista atemperan el papel del azar, pues ponen el acento en la selección natural que actuaría como un “filtro” del elemento aleatorio de las mutaciones. Mark Ridley, discípulo de Dawkins, afirma: “Enfáticamente, el darwinismo no es una teoría de la evolución por azar” (Ridley 2001, 38). El mismo Dawkins, al acentuar la importancia de la adaptación en la evolución, también pone el azar en segundo plano (Dawkins 1998, 94). El geólogo de Cambridge Simon Conway Morris, sobre la base de sus estudios del mismo depósito paleontológico del Cámbrico que es el protagonista de Wonderful Life de Gould, argumenta en sentido simétricamente contrario al de éste y declara que la aparición del ser humano es prácticamente inevitable, pues “la evidencia sugiere que en realidad, más que ser un proceso de final abierto, la evolución está profundamente restringida. El número de opciones que puede seguir es sorprendentemente escaso” (Conway Morris 2009, 1314). Este autor sostiene que la cantidad de convergencias evolutivas es mucho mayor de lo que parece a primera vista, ya que el número de soluciones funcionales ante los desafíos del diseño sería bajo—no todo es posible en la evolución. Conway Morris va más allá de esto y afirma que, dado suficiente tiempo, la emergencia de determinadas propiedades biológicas sería inevitable (Conway Morris 2003, xii-xiii). Esta “inevitabilidad” se extendería a la aparición del ser humano en la Tierra (ibid., 196). (Este autor piensa que sería muy improbable que otro planeta tuviera exactamente las condiciones necesarias para la aparición de la vida).

2.3 Nivel de selección natural  

Una de las cuestiones controvertidas es el nivel en el que actúa la selección natural: ¿gen, organismo, grupo parental [kin], población, especie? (Okasha 2008). Los trabajos de evolucionistas como William Hamilton y el libro de George C. Williams Adaptation and Natural Selection (Williams 1966) sentaron las bases de la perspectiva genocéntrica de la evolución, según la cual es nivel de selección es el gen. Richard Lewontin, en un famoso artículo de 1970, sostenía que el principal nivel de la selección es el individuo, pero también acepta la selección de parentesco [kin selection] (ver abajo) y discute la posibilidad de la selección a nivel de población (Lewontin 1970). Quizás los más visibles representantes de la selección grupal sean el filósofo de la biología Elliot Sober y el biólogo evolucionista David Sloan Wilson, co-autores del libro Unto Others [Hacia otros], en donde argumentan que lo que originalmente Darwin había denominado selección grupal y la selección de parentesco de Hamilton no serían demasiado diferentes. Para estos autores, los grupos cuyos miembros exhiben conductas altruistas tendrían ventajas competitivas sobre aquellos en los que esto no sucede (Sober y Wilson 1998). David Sloan Wilson va más allá y en su libro Darwin’s Cathedral extiende la selección grupal a las religiones, las cuales—según el análisis del autor—triunfan cuando son capaces de imponer a sus seguidores conductas individualmente desventajosas pero grupalmente efectivas (el autor estudia en detalle el caso del calvinismo en la Ginebra del siglo XV) (Wilson 2002).

2.4 El “gen egoísta”  

En The Selfish Gene (1976) Dawkins no sólo popularizó y dio forma plástica a las ideas de Williams respecto de la selección a nivel genético, sino también las de Hamilton, Trivers y otros pioneros de la sociobiología (ver próxima sección). Para Dawkins, un organismo sería una “máquina egoísta, programada para realizar cualquier cosa que sea mejor para sus genes considerados en su conjunto” (Dawkins 1985, 67-68 y 99). En un libro posterior (El fenotipo extendido, 1982), dedicado a los especialistas, este autor matizó su postura y argumentó que considerar al organismo o al gen como la unidad de la selección natural no son posturas excluyentes, sino complementarias (Dawkins 1982, 13).

Dawkins es conocido mundialmente porque en sus otros libros desarrolla la posición de que aceptar la evolución equivale a negar la existencia de Dios. Progresivamente, sus actitudes se fueron endureciendo hacia una campaña de militancia atea caracterizada por su agresividad. En El capellán del diablo [The Devil’s Chaplain] Dawkins incluyó un artículo titulado “Virus de la mente”, en el que expande y desarrolla su idea de que las religiones, desde el catolicismo romano hasta el vudú, son “memes” virales que infectan y parasitan las mentes tales que sus víctimas no reconocen la enfermedad (Dawkins 2004: 128-145). (Un meme es una unidad transmisible de ideas o comportamientos, algo así como el “gen” de la evolución cultural). En su crítica del libro aparecida en el New York Review of Books, el biólogo evolucionista Allen Orr se pregunta, entre otras cosas, ¿por qué la ciencia no es un virus, tal como la religión? (Orr 2004). El espejismo de Dios [The God Delusion, 2006] es una suerte de manual de formación para el ateo comprometido. Por ejemplo, en ese libro Dawkins declara que la educación religiosa deforma la mente de los niños y violenta su libertad—habla del “daño psicológico inflicto por educar a los niños como católicos” (2006: 317). En la reseña de este libro publicada en el New Scientist, Mary Midgley (conocida filósofa inglesa agnóstica representativa de la filosofía ambiental y los derechos de los animales) argumenta que el conocimiento científico es sólo una pequeña parte de lo que todo el mundo sabe ya que “la mayor parte del conocimiento es conocimiento tácito”. Las preguntas más profundas, continúa Midgley, se responden en el lenguaje mítico, que alude al universo espiritual en que vivimos y ésta es la provincia de la religión (Midgley 2006).

En Dawkins parece importante distinguir entre sus posturas propiamente evolutivas y su actitud anti-religiosa. Por supuesto, para él estas son dos caras de la misma moneda; pero ese es justamente el presupuesto ideológico susceptible de crítica que subyace a su discurso. El geno-centrismo extremo de su temprano Gen egoísta es una posición compartida por muchos evolucionistas y combatida por otros tantos, pero en última instancia es un tema científico a debatir. Las posturas ateas y anti-religiosas de Dawkins son de otro orden.

2.5 Sociobiología  

En los orígenes de esta disciplina están los trabajos pioneros de William D. Hamilton y su concepto de fitness inclusiva, que además del éxito reproductivo del individuo incorpora el de sus parientes más cercanos. Esta noción se utilizó para explicar los actos de “altruismo” en el reino animal, en los que el actor disminuye su eficacia o éxito reproductivo a favor de la de un pariente si de este modo logra aumentar la presencia de sus alelos (compartidos por el pariente) en el pool genético de la población. Esto es lo que se denomina selección de parentesco [kin selection] (idea debida a Hamilton, George Price y Maynard-Smith) (Hamilton 1964). En 1971, Robert Trivers introdujo la noción de altruismo recíproco, según la cual un individuo ayuda a otro en espera de reciprocidad (Trivers 1971). Esto desarrollos y otros análogos fueron elementos básico fundamentales en la construcción de la sociobiología.

Esta disciplina parte de que el comportamiento animal (incluido el del ser humano, por supuesto) tiene un origen evolutivo. El campo de estudio, tal como se lo conoce hoy en día, se organizó alrededor del trabajo del entomólogo Edward O. Wilson y tomó forma canónica con su libro Sociobiology. The New Synthesis (1975). Dado que el comportamiento es en gran medida heredado, la selección natural fomenta aquellos rasgos de conducta que aumenten la posibilidad de que el individuo se reproduzca (y así transmita el mayor número posibles de copias de sus genes). La controversia se desencadena cuando la sociobiología aspira a explicar conductas del ser humano en términos de su valor adaptativo para reproducirse. Para sus críticos, estos comportamientos se explican mejor como productos culturales. Por ejemplo, Wilson confía en que la sociobiología explique la religión (una aspiración a la que Darwin no fue ajeno en The Descent of Man), que habría surgido evolutivamente “para aumentar el bienestar de los que la practican”. Una nueva paradoja surge del hecho de que la religión, “siendo mucha de su sustancia demostrablemente falsa, se mantenga como un fuerza de empuje en todas las sociedades” (Wilson 2000: 561). La explicación sociobiológica viene por el lado de que la religión favorecería la eficacia [fitness] del grupo (una forma de selección grupal). En cuanto a la ética, Wilson cree que los enunciados deontológicos deben ser entendidos en términos de la actividad de los centros emotivos encefálicos como una respuesta adaptativa en la evolución (ibíd., 563). En la década de 1970 la Sociobiología de Wilson levantó gran polvareda. Lo más controvertido fue lo referente a la reducción (el término responde al espíritu de Wilson) de la naturaleza humana a las explicaciones sociobiológicas.

En su libro Vaulting Ambition: Sociobiology and the Quest for Human Nature (1985), Philip Kitcher distingue tres niveles de diferente valor en la sociobiología: (a) ciertos desarrollos novedosos para explicar el comportamiento animal no humano que han sido exitosos, (b) ciertas tesis acerca de la evolución del comportamiento humano que habría que explorar más, (c) declaraciones sobre la naturaleza humana que son abiertamente cuestionables (Kitcher 1987: 61).


2.6 Origen evolutivo de la religión  

Uno de las áreas de investigación de la sociobiología y la psicología evolucionista (en alguna de sus versiones) es la del origen evolutivo de la religión. Scott Atran, en su libro In Gods We Trust se pregunta por qué surge el fenómeno religioso, dado que no presenta aparentemente ninguna ventaja adaptativa y es costosa desde los puntos de vista material, emocional y cognitivo (Atran 2002, 4). Luego de enumerar distintas posiciones, el autor sostiene que los agentes supernaturales serían “productos colaterales de sistemas cognitivos seleccionados naturalmente para detectar agentes (como predadores, protectores y presas) y para resolver de manera rápida y económica situaciones con estímulos que involucran personas y animales” (ibíd., pág. 15). Partiendo de una concepción de la mente como módulos que subyacen a distintos sistemas de inferencia e intuiciones, en Religion Explained Pascal Boyer también afirma que la creencia en agentes sobrenaturales (dioses, espíritus, brujas) resulta de un módulo de “detección de agente” (Boyer 2001: 144). Respecto de la pregunta por qué alguna gente cree y otra no, el autor confiesa que no se puede resolver: simplemente, algunas personas tienen una interpretación de sus procesos mentales que involucra agentes sobrenaturales y otras no.

Respecto de esto intentos (y muchos otros) de explicar la religión en términos de la evolución—algo a lo que Darwin ya aspiraba en Descent of Man—viene a cuento la opinión de la teóloga Diane Deane-Drummond, para quien las explicaciones evolutivas del comportamiento religioso como algo natural no deberían representar una amenaza para el creyente, “porque simplemente dan cuenta de dicho comportamiento en términos naturales, antes que decir que tal comportamiento es imposible o es una ficción” (Deane-Drummond 2009, 90).

3 RELIGIÓN  

3.1 Argumento del diseño  

Uno de los puntos más sensibles en el conflicto entre darwinismo y religión fue y es la cuestión del diseño. Sobre todo en Inglaterra y los jóvenes Estados Unidos, la teología natural—o sea, la demostración de la existencia y los atributos de Dios a partir de la naturaleza—tuvo durante los siglos XVIII y XIX una enorme presencia cultural (Brooke 1991: 192-225). Para muchos, la evolución amenazaba la prueba de la existencia de Dios a partir de la contemplación de la perfección de sus obras, del increíble ajuste en la compleja economía de las criaturas y de la armonía de funciones de los seres vivos. La selección natural parecía negar cualquier intencionalidad, cualquier plan en el reino de la vida y mostraba esos delicados equilibrios y esos complejísimos órganos como resultado del acaso y el rigor de la selección natural. El epítome de la teología natural fue el libro del Rev. William Paley Natural Theology (1802), que Darwin estudió cuando era estudiante en Cambridge. A diferencia de un objeto como una piedra, dice Paley, un reloj nos lleva a pensar que tuvo un hacedor, pues “el arreglo, la disposición de las partes, el ordenamiento de los medios a un fin, la relación entre los instrumentos y su uso, implican la presencia de una inteligencia y una mente”. El próximo paso de Paley es postular la analogía entre el arte y la naturaleza para poder aplicar el mismo argumento a las criaturas (Paley 1802, 1-18). Ahora ¿qué garantiza que el Dios de la teología natural, el artesano del Rev. Paley, sea el Dios cristiano y no, por ejemplo, el Dios del deísmo? Esta premisa oculta fue expuesta por David Hume. En los Diálogos sobre la religión natural, completados poco antes de su muerte, Hume, el filósofo escéptico de la Ilustración escocesa, desarrolla varios argumentos que exponen las debilidades del argumento del diseño.


En El relojero ciego (The Blind Watchmaker, 1986) Dawkins retoma estas polémicas del siglo XVIII desde el punto de vista de su versión de la teoría evolutiva moderna. Sus argumentos son, como era de esperar, científicamente más sólidos, pero filosófica y teológicamente más primitivos. Los evolucionistas que llevan adelante un programa ateo, como Dawkins, suelen creer que la demostración de la invalidez del argumento del diseño es la “bala de plata” que da por tierra con las ínfulas racionales del teísmo. Por ejemplo, el filósofo de la biología John Dupré afirma que “el desarrollo de la teoría evolutiva […] ha asestado una herida fatal a las pretensiones de la religión” (Dupré 2006, 70). La idea de que refutado el argumento del diseño se refuta la religión es una falacia construida sobre dos premisas cuestionables: (a) la religión se reduce a la demostración racional de Dios, (b) la única válida es la del argumento del diseño. La debilidad de la primera premisa queda demostrada por teologías como la muy influyente del teólogo reformado Karl Barth y aquellas de corte existencialista como la de Paul Tillich (mencionado en Giberson y Artigas 2007, 45). Respecto de la segunda premisa, recordemos que el mismo Cardenal John Henry Newman (1801-1890) le negaba todo valor: “Creo en el diseño porque creo en Dios, no en Dios porque veo el diseño” (Newman 1973, 97; para las diferentes pruebas de la existencia de Dios, ver por ejemplo McGrath 1999, 89-102).

3.2 Recepción de la teoría de la evolución en el ámbito cristiano  

3.2.1 Iglesias de la Reforma  

La respuesta mayoritaria al darwinismo en las iglesias protestantes del mundo anglo-parlante fue de rechazo. Sin embargo, algunos líderes protestantes, como el botánico de Harvard Asa Gray (1810-1888) o el intelectual y clérigo anglicano Charles Kingsley (1819-1875), aceptaron la evolución—por lo menos, alguna versión cristiana de la misma. Contrariamente a lo que se podría suponer, en Inglaterra y Estados Unidos Darwin habría sido mejor aceptado por las iglesias históricas ortodoxas (calvinismo, anglicanismo, luteranismo) y no por la teología liberal (Moore 1981). En consonancia con el mundo científico laico, las críticas religiosas se dirigían a poner en cuestión las credenciales científicas de la teoría de Darwin. Ahora bien, durante la década de 1865-1875 los científicos comenzaron a aceptar de manera generalizada la evolución. A partir de ese momento, en Estados Unidos las críticas cristianas se encaminaron al tema de la incompatibilidad entre evolución y religión. Iglesias bautistas, adventistas, pentecostales, luteranos del sínodo de Missouri y congregacionalistas en general, además de números más reducidos de las denominaciones mayoritarias (episcopales, metodistas) rechazaron a Darwin. Los que lo aceptaron buscaron algún tipo de acomodamiento conceptual, ya sea proponiendo una evolución guiada y providencialista o dando vuelo a una teología inmanentista de la acción divina (Dios actúa a través de una presencia continua e íntima en el universo creado). En cuestión bíblica, los protestantes que simpatizaban con el evolucionismo alegaban el principio de acomodación, es decir, interpretaban que lo que dice la Biblia estaría adaptado a la manera de hablar y de entender las cosas de una audiencia muy diferente de la nuestra (Roberts 1988). Aquellos que lo rechazaban, a la larga fueron configurando un movimiento que dio en llamarse creacionismo.

3.2.2 Magisterio católico  

La encíclica Humani generis de Pio XII fue el primer pronunciamiento importante del Vaticano sobre la teoría de la evolución (Pío XII, 1950). El texto sostiene que la evolución es una “hipótesis”, es decir, no se trata de “hechos realmente demostrados”. Tres veces en la encíclica Pío XII se refiere a la cuestión de que cuando hay enfrentamiento entre Escritura y teoría científica ha de preferirse la primera a menos que la segunda esté demostrada. Están equivocados, dice el pontífice, los que piensan que “el sentido literal de la Sagrada Escritura y su exposición […] deben ceder el puesto […] a una nueva exégesis, que llaman simbólica o espiritual”, y así pretenden que desaparezcan todas las dificultades “que solamente encuentran los que se atienen al sentido literal de las Escrituras”. Este criterio restrictivo parece difícil de conciliar con la promulgación de la Divino Afflante Spiritu (Pío XII, 1943) por el mismo pontífice, que marcó una apertura perceptible al uso del método histórico-crítico en la interpretación de la Escritura. El efecto más importante de la Humani generis fue quizás la declaración de que que la Iglesia “no prohíbe” que se trate la evolución “entre los hombres doctos”. En síntesis, la puerta quedó ligeramente entreabierta.

Fue Juan Pablo II quien marcó un avance realmente significativo en la posición de Roma respecto a la evolución. En su mensaje del 22 de octubre de 1996 a la Academia Pontificia de Ciencias, el pontífice afirma que a casi medio siglo de la Humani generis, “nuestros conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis” (mi énfasis) y funda esta afirmación en la convergencia de los resultados de distintas disciplinas científicas (Juan Pablo II, 1996). Pero Juan Pablo advierte que, más allá de las polémicas científicas sobre el mecanismo de la evolución, hay lecturas materialistas, reduccionistas y espiritualistas del proceso—o sea, que no todas las teorías evolucionistas son conciliables con el cristianismo, debido a la carga filosófica de algunas. En cuanto a la aparición del ser humano, constituye un “salto ontológico” en el reino de la vida. ¿Esto no contradice la continuidad física mostrada por las ciencias? No, dice Juan Pablo, si atendemos a la cuestión metodológica. Las ciencias de la observación estudian los fenómenos de la vida “en la línea del tiempo”, pero el paso a lo espiritual no es objeto de observación científica.

El papa Francisco ha reafirmado la línea de sus predecesores en cuanto a la evolución. En su discurso a la Academia Pontifica de Ciencias del 27 de octubre de 2014 señaló que Dios “creó los seres humanos y los dejó desarrollarse según las leyes internas que Él dio a cada uno, para que se desarrollase, para que llegase a la propia plenitud. Él dio autonomía a los seres del universo al mismo tiempo que les aseguró su presencia continua, dando el ser a cada realidad. Y así la creación siguió su ritmo durante siglos y siglos, milenios y milenios hasta que se convirtió en lo que conocemos hoy, precisamente porque Dios no es un demiurgo o un mago, sino el Creador que da el ser a todas las cosas. […] La evolución de la naturaleza no se contrapone a la noción de creación, porque la evolución presupone la creación de los seres que evolucionan” (Francisco 2014).

3.3 Creacionismo  

El creacionismo es una postura opuesta al evolucionismo que partiendo de una lectura literal del Génesis sostiene que Dios creó directamente las diferentes especies orgánicas y el ser humano. Originalmente, los creacionistas pertenecían a los grupos fundamentalistas de las iglesias evangélicas de los Estados Unidos, pero el movimiento se está extendiendo hacia Europa (Blancke et al. 2014) y en particular en Brasil (Machado Silva y Mortimer 2014). Los creacionistas que se apoyan en la interpretación literal más ceñida del texto bíblico creen que Dios creó la vida en seis días y no otorgan a la Tierra una edad mayor de unos miles de años. Éste es el llamado “creacionismo de la Tierra joven” [Young Earth Creationism]. Otros defendieron o defienden la “teoría de la brecha” [gap theory], según la cual habría habido dos creaciones, una en el principio, quizás hace millones de años y destruida por Dios, y otra en seis días, hace unos miles de años (en términos escriturísticos, la “brecha” se ubicaría entre el primer y el segundo versículo del primer capítulo del Génesis). Entre ambas creaciones se acomodaría todo el tiempo geológico. También están aquellos que interpretan el texto bíblico de modo más liberal y entienden que los “días” del Génesis son una figura de seis épocas de duración indeterminada (Numbers 1993 y 2010).

Entre aquellos que se presentaban como científicos creacionistas en la década de 1920, estaba George McCready Price (1870-1963), un geólogo canadiense adventista del séptimo día cuyo libro La nueva geología [The New Geology] (1923) desestima la geología corriente en los ámbitos universitarios y profesionales y expone una geología consonante con el creacionismo literal estricto de los seis días y un Diluvio universal. Como consecuencia del activismo creacionista, durante la década de 1920 cinco estados de Estados Unidos del llamado “cinturón bíblico” (Tennessee, Mississippi, Arkansas, Oklahoma y Florida) prohibieron o limitaron la enseñanza de la evolución en las escuelas públicas. Es con este telón de fondo que en 1925 tuvo lugar el muy famoso “juicio del mono” [monkey trial], en el cual John Thomas Scopes (1900-1970), maestro de escuela de Dayton, Tennessee, fue acusado de enseñar evolucionismo y por consiguiente de violar la ley del estado. Scopes fue condenado con una multa simbólica de 100 dólares) pero los creacionistas perdieron la batalla frente a la opinión pública (Larson 1996; Moran 2002; Shapiro 2013).

En las décadas de 1930 y 1940 surgieron varias asociaciones creacionistas en Estados Unidos, como la Religion and Science Association (1935-1937), la Deluge Geological Society en Los Angeles, que en 1942 llegó a tener 400 miembros, y la American Scientific Affiliation (ASA), creada en 1941 (a la larga, algunos de sus miembros pasaron a defender alguna de las formas del evolucionismo cristiano). Luego de dos décadas de latencia, el creacionismo cobró nuevo vigor en 1961 con la publicación de lo que sería una versión actualizada del libro de Price en la línea del “creacionismo de la Tierra joven”: El Diluvio Genesíaco [The Genesis Flood], del ingeniero hidráulico bautista de Tejas Henry M. Morris (1918-2006) y el teólogo evangélico conservador John C. Whitcomb Jr. (Numbers 1992, 200-208).

A fines de la década de 1960, debido a los esfuerzos de dos amas de casa de California de convicción creacionista, el Consejo Estatal de Educación de California determinó que en las escuelas del estado se enseñara junto con la evolución también la visión creacionista. A la larga y después de varios movimientos internos dentro del movimiento, Morris fundó el Instituto de Investigación sobre la Creación [Institute for Creation Research] (ICR), que aspiraba a agrupar a científicos de pensamiento creacionista estricto. Éste se convirtió en el principal think-tank creacionista (Numbers 1992, 283-290).

En la década de 1970 los creacionistas comenzaron a pelear por la política de enseñanza que otorgaría “igual tiempo” a la enseñanza de la evolución y de la “ciencia creacionista” [Creation science]. Este nuevo creacionismo científico renuncia a la mención de la Biblia y de la religión y se presenta como una postura estrictamente científica. Por ejemplo, el texto para escuelas secundarias Creacionismo científico [Scientific Creationism], publicado por el ICR en 1974, venía en dos versiones, una para las escuelas públicas, que no menciona la Biblia, y otra para escuelas cristianas, que incluye un capítulo sobre la creación de acuerdo a la Escritura (para el creacionismo científico, ver National Academy of Science 1999). El ICR de Morris no tenía una orientación explícitamente religiosa.

En 1968 la Suprema Corte de los Estados Unidos declaró inconstitucional la ley anti-evolucionista de Arkansas. Pero en 1981 dos legislaturas estatales, Arkansas y Louisiana, adoptaron la posición de “igual tiempo”, según los principios creacionistas de que hay que “enseñar la controversia” (teach the controversy). En 1982, un juez federal declaró que esta política era inconstitucional y tres años más tarde sucedió lo mismo con la ley de Louisiana. Cuando en 1987 la Corte Suprema de los Estados Unidos declaró inconstitucional la enseñanza de la “ciencia creacionista”, el movimiento se metamorfoseó en lo que se dio en llamar el diseño inteligente. Es por eso que en Sobre pandas y gente [On Pandas and People] (1989), un libro de texto de biología para las escuelas, de Percival Davies y Dean H. Kenyon, las referencias al “creacionismo científico” han sido sustituidas por menciones al diseño inteligente. En diciembre de 2005 un juez federal de Estados Unidos declaró inconstitucional la práctica de un distrito escolar de Pennsylvania en donde se requería la presentación del diseño inteligente como alternativa a la evolución en las clases de ciencia de las escuelas públicas (Numbers 2010, 136-137).

3.4 Diseño inteligente  

A comienzos de la década de 1990 surgió lo que podría considerarse como una forma de creacionismo muy refinada y más cercana a la corriente principal de la ciencia. Se trata del diseño inteligente (DI) cuyos principales representantes son el bioquímico católico Michael Behe y el matemático, filósofo y teólogo evangélico William Dembski. En su libro La caja negra de Darwin, Behe define la noción de “complejidad irreductible”, como propia de aquellos mecanismos que no puede funcionar si no están todas las partes presentes (el ejemplo que propone es el de una trampa para cazar ratones) (Behe 1996: 60). La selección natural, dice Behe, no puede explicar la aparición de sistemas orgánicos de extremada complejidad (como el mecanismo de la coagulación o el sistema inmunitario), porque cada uno de sus componentes es imprescindible. Por lo tanto, no podrían haber sido agregados en pasos sucesivos, de a uno por vez, que es lo que hubiera pasado si hubiesen tenido origen evolutivo. Behe concluye “que la vida fue diseñada por una inteligencia” (ibíd., 311). Los ejemplos de Behe han sido criticados por un número grande de autores desde el punto de vista científico y el autor ha respondido a tales críticas (Behe 2001), pero el DI no ha logrado la mínima aceptación en la comunidad científica, por el contrario. A pesar de alguna voz aislada, la opinión católica generalizada no favorece el diseño inteligente. Ningún representante de esta corriente fue invitado a la conferencia sobre Darwin organizada por el Pontificio Consejo para la Cultura que tuvo lugar en la Universidad Gregoriana en marzo del 2009, en la que abundaban los críticos a tal manera de entender la evolución. Todo esto parece dejar pedaleando en el aire al argumento del filósofo de la ciencia John Dupré, según quien “la consecuencia más profunda de la evolución es que debería dejarnos en claro que no tenemos ni necesitamos una figura paterna todopoderosa para asumir las tareas que por el momento parecen excedernos” (Dupré 2006: 98). La fría recepción que sufrió el diseño inteligente en la mencionada conferencia del Vaticano parecería mostrar que al menos una buena parte de los católicos también ha dejado de necesitar un Dios que “rellene los baches” de provisionales ignorancias.

3.5 Teología  

3.5.1 Teología tradicional  
3.5.1.1 Agustín  

En Del Génesis a la letra [De Genesi ad litteram], largo comentario sobre el primer libro de la Biblia escrito entre 401 y 415, san Agustín expone dos doctrinas que nos importan, la de la creación simultánea y la de las “razones seminales”. Para Agustín, las primeras palabras del Génesis, “En el principio”, significan que Dios crea en el Verbo antes del tiempo. Dios no opera en el tiempo como los ángeles o los seres humanos, “sino en las eternas, inmutables y permanentes razones del Verbo coeterno con Él” (De Genesi ad litteram I.18.36). Lo que Dios crea en el Verbo es eterno, en el sentido que antecede al tiempo. Agustín interpreta de manera alegórica la creación en seis días, pues Dios, que está fuera del tiempo que comienza con el mundo, crea todo simultáneamente en el mismo instante en que el tiempo tiene comienzo. Para Agustín, los seis días de la creación no son días sucesivos, sino las seis etapas en las que la creación fue desplegada ante los ángeles.

Respecto de la doctrina de las “razones seminales”, Agustín se inspiró en la filosofía estoica. Dios crea las condiciones de las cosas que vendrán por medio de las “razones seminales” (rationes seminales), “semillas” que se desarrollarán según las leyes establecidas por Él. En dichas semillas “estaban invisiblemente y al mismo tiempo todas las cosas, las que en la sucesión de los tiempos formarían el árbol”. Estaba “no solamente el cielo, con el sol, la luna y las estrellas […] sino también aquellos seres que el agua y la tierra potencial y causalmente produjeron antes de que apareciesen en la sucesión de los tiempos” (De Genesi ad litteram V.23.45). O sea, que Dios crea todo “en el principio”, pero algunas cosas permanecieron latentes, en potencia, esperando el tiempo y medio adecuados para tornarse actuales. Por consiguiente, la doctrina de las razones seminales nos ofrece una visión de la naturaleza como un sistema de procesos que obedecen leyes naturales, que actúan y se desarrollan de acuerdo a sus propios principios.

Vemos que Agustín tenía una idea de las especies según la cual las mismas fueron creadas todas en el origen, lo cual no es más que una consecuencia de su doctrina de la creación. Es más, dice claramente que en su descanso del día séptimo, Dios “ya no creó ningún otro género nuevo”. Lo que sí hace es obrar “en el gobierno de aquellos géneros que fueron creados entonces”. El poder de Dios es “causa de la existencia de las criaturas” y, si desapareciera, “en el mismo instante desaparecerían las formas de ellas, y toda la naturaleza creada volvería a la nada” (ibíd., IV.12.22). O sea que Dios no creó nuevos géneros, pero sigue manteniendo el universo.

3.5.1.2 Tomás de Aquino  

En la Suma contra los Gentiles Tomás afirma de modo muy claro: “La creación no es un cambio, sino la dependencia misma del ente creado respecto de su Principio” (CG II.18). Hay que entender que, para Tomás, la creación no es un “acontecimiento” o un “suceso”, sino que, como dice en la Suma Teológica, “el término creación implica una relación de la criatura con el creador junto con cierta novedad o comienzo” (STh I q. 45 a. 3 ad 3m; ver De potentia q. 3, a. 3 corpus). La creación es una relación entre la criatura y Dios, una relación tal que la existencia de aquella depende totalmente de Dios, no algo que sucedió en el tiempo, porque antes de la creación no hubo nada.

Lo que según el dominico francés Antonin Sertillanges favorece el pensar que es posible la transición de especies dentro del tomismo es la doctrina de la materia común, que subyace, como su nombre lo indica, como una a todas las formas; de este modo se posibilitaría la transición entre formas específicas. Ante la tradicional objeción de la fijeza de las formas sustanciales, este autor argumenta que, para Tomás, las formas en cuanto existentes, en cuanto unidas a la materia, en cuanto sometidas a la duración, son variables: “Se dice que las formas son invariables pues no pueden ser sujeto de la variación, pero sin embargo están sometidas a variación en cuanto el sujeto varía respecto de ellas. Es por tanto evidente que [las formas] varían tal como existen (secundum quod sunt)” (S. Th. I q. 9 a. 2 ad 3m; cf. Sertillanges 1969, 174-176). La forma misma no varía, como no varía la idea de oso hormiguero o armadillo, pero sí son variables en lo que tienen de existencia concreta.

En cuanto al surgimiento de especies, hay que advertir, además, que todo ente nuevo existe porque Dios lo quiso, cuando y donde Dios lo quiso desde su eternidad. El ente nuevo (un nuevo ser humano o una nueva especie) no adviene sino que, en relación con la Presencia primera, “es una presencia pura” (Sertillanges 1969, 181). “La causalidad creadora, explica Sertillanges, no está en el tiempo, dado que Dios ve y ordena las cosas en el plano de la eternidad, y que para su mirada y acción propias la diversidad temporal y la diversidad espacial no difieren en nada” (ibíd., 184).

La doctrina tomista de la acción divina distingue entre Dios como causa primaria y las cosas como causas secundarias o instrumentales. Todos los fenómenos del mundo natural, relacionados por la casi infinita secuencia de causas y efectos, aunque dependen de Dios, son autónomos y, en tanto tales, pueden ser estudiados por la ciencia de la naturaleza. Pero en cada caso, “el mismo efecto es atribuido a todo el instrumento y a todo el agente principal” (CG III.7.7). O sea que la causalidad es totalmente del agente (causa instrumental o secundaria) y totalmente de Dios (causa primaria), sólo que en diferente plano, natural y trascendente, respectivamente.

Esto toca el problema de la contingencia, es decir, del azar, en tanto la indeterminación de la acción de los entes es tanto obra de Dios como lo son los mismos entes. Dios causa los seres y la acción de estos seres y sin embargo estos ejercen sus acciones como si Dios no existiera. “El azar no se opone a la providencia de Dios”, señala de manera taxativa Sertillanges, antes bien, “a la determinación divina debe el azar ser como es: indeterminado” (Sertillanges 1969: 233). Esto se entiende si se tiene en cuenta la trascendencia de la acción divina. Dios es trascendente, “y por lo tanto trasciende la acción [mi énfasis], y no puede modificar ni alterar en ella un orden cualquiera de relaciones, contingente o necesario [mi énfasis], aunque estos lo suponen [a Dios] en todo” (ibíd. 246). Como dice Tomás: “De la misma voluntad divina se originan la necesidad y la contingencia en las cosas y la distinción de ambas según razón de las causas próximas; para los efectos que él [Dios] quiso que sean necesarios, dispuso causas necesarias; pero para los contingentes, ordenó agentes contingentes, es decir, que pueden fallar. Y según esta condición de las causas, los efectos se dicen necesarios o contingentes, a pesar de que todos dependen de la voluntad divina, como de la primera causa, que trasciende el orden de la necesidad y la contingencia” (Comentario al De interpretatione libro I, lectio 14, n. 22). William Carroll subraya que “la voluntad de Dios trasciende y constituye la entera jerarquía de causas, ya causas que siempre y necesariamente producen sus efectos y causas que a veces fallan en producir sus efectos” (Carroll 2008). O sea que Dios no es una causa más entre las causas naturales, no compite con ellas, sino que las trasciende y las habilita para ser el tipo de causa que ellas son (necesarias o contingentes) (ibíd., 595). Como señala Ignacio Silva, es debido al hilemorfismo (la composición de los entes en materia y forma) que los agentes naturales son contingentes en su obrar: “Cuando Dios realiza una acción, estas no dejan por tal motivo de ser contingentes en su obrar y poder, potencialmente, fallar en realizar el efecto determinado por sus naturalezas” (Silva 2013).

3.5.2 Teologías del siglo XX  

Sería posible distinguir dos grandes grupos de teologías de la evolución. Por un lado, aquellas que se fundamentan en el pensamiento tradicional de Agustín y Tomás, por el otro, las desarrolladas por los autores que se alinean con la teología de proceso, ya se explícita o implícitamente. Un caso especial lo constituye Teilhard de Chardin SJ, justa y universalmente famoso en este campo. En textos complejos y sugerentes como El fenómeno humano (Le phénomène humain, 1955) Teilhard expone que la materia y el psiquismo serían dimensiones paralelas que recorren todos los niveles del universo, desde los átomos hasta “el punto Omega”, la meta de la evolución que es a la vez la plenitud de la misma; una línea de pensamiento análoga está presente en Rahner (ver abajo). Para Teilhard, que se formó científicamente en Francia durante “el eclipse del darwinismo” en las décadas de 1920 y 1930, la evolución es direccional, en tanto está orientada hacia “el punto Omega”. Teilhard denomina a esta direccionalidad “ortogénesis”, cuyo criterio, en el terreno de la vida, es la progresiva complejidad del sistema nervioso y la cefalización (aumento progresivo del encéfalo). Como ya señalamos, la nueva síntesis neo-darwiniana tornó muy problemático este acento en la direccionalidad de la evolución.

Para Karl Rahner SJ, que escribe sobre el fondo de una teología de Tomás leída en términos de la filosofía alemana del siglo XIX, espíritu y materia son “distintos grados, ‘densidades’ y limitaciones mayores o menores del ‘ser’”. Lo material, sigue, “es ‘espíritu congelado’ en cierto modo” (Rahner y Overhage 1965, 54). Esta postura metafísica compete a la evolución, en tanto la materia “se desarrolla desde su esencia interna hacia el espíritu” (Rahner 1964, 188). La materia se va desplegando en espíritu hasta que la conciencia humana alcanza la reflexión. La acción de Dios en el ser y en el operar del ente finito determina “que un ente finito es capaz de operar más de lo que es”, lo que fundamenta “la posibilidad fundamental de una auto-superación que sobrepasa la esencia” (Rahner 1969, 206-207). Esa superación de la esencia puede tener la forma de un proceso seriado o evolutivo, de modo que “un desarrollo de lo material hacia el espíritu y la auto-trascendencia de la materia en lo espiritual son representaciones legítimas filosófica y cristianamente” (Rahner 1969, 208).

Por su parte, el filósofo de la ciencia y sacerdote Ernan McMullin propone una teología de la evolución de base agustiniana: “la intuición fundamental de la doctrina cristiana de la creación de Agustín es que el orden de la naturaleza estaba completo desde el comienzo” (McMullin 2011, 312). En relación a la cuestión del azar, al estar el creador “fuera” de la temporalidad, “el efecto de la contingencia queda embotado, pues el creador ya no dependería del conocimiento del presente para una anticipación del futuro” (McMullin 1998, 391). En relación a la idea de Gould y otros autores que niegan que la evolución sea el despliegue de un plan que conduce a la aparición del ser humano, McMullin señala que nociones como “teleología” y “propósito” son intrínsecamente temporales, mientras que Dios trasciende al tiempo. “Entonces—afirma este autor—no hay diferencia si la aparición del Homo sapiens es el resultado inevitable de un proceso que se extiende a lo largo de miles de millones de años, o si al contrario acaece a través de una serie de coincidencias que lo hubieran hecho totalmente impredecible desde el punto de vista humano. De una u otra manera, el resultado lo hace Dios y desde el punto de vista bíblico aparece como parte del plan de Dios” (McMullin 1998).

Varios teólogos fundan sus reflexiones sobre la evolución en el marco de la teología de proceso, tales como el anglicano Arthur Peacocke, los católicos John Haught y Jósef M. Życiński, filósofo de la ciencia que fuera arzobispo de Lublin (Polonia), y el protestante de orientación ecuménica Jürgen Moltmann (al menos en su Gott in der Schöpfung [Dios en la creación], 1985) (Moltmann 1987). Este proyecto intelectual partió de la filosofía de proceso postulada por el matemático y filósofo Alfred North Whitehead (1861-1947) en su Process and Reality (1929), que básicamente entiende a la realidad como cambio o devenir. Los teólogos de esta persuasión conciben que Dios participa del proceso del mundo no sólo actuando sobre él, sino siendo actuado por él. El mundo como posible en la mente de Dios se actualiza y agrega a la actualidad de Dios. Para esta filosofía, la acción divina no debe entenderse como “fuerza coercitiva” sino como “amor persuasivo”, como “capacidad de influir”. La insistencia de la síntesis neodarwiniana en la contingencia queda absorbida por esta visión, de acuerdo con la cual la creación sería “experimental” y se desplegaría a lo largo de un tiempo muy largo (Haught 2000, 42-43).

Mientras que en la doctrina tradicional creación original y creación continúa (conservación) colapsan, pues el acto creador es único (hay entre ellas sólo distinción de razón), la teología de proceso suele distinguir entre creación original y conservación, pues esta segunda sería un espacio para la novedosa, continua y creadora acción de Dios. La creatio continua de Dios es un acto que “sostiene y otorga existencia continua a un proceso que tiene creatividad incorporada dentro de sí por Dios” (Peacocke 1998, 359). Para Peacocke, Dios se comunica en y a través de los procesos por los que crea “la música de la creación”.

Sin negar la trascendencia de Dios, los teólogos de proceso acentúan la inmanencia divina en la creación. Życiński, pongamos por caso, sostiene que “las leyes de la naturaleza no son las antagonistas de Dios, sino la expresión más evidente de su inmanencia en la naturaleza” (Życiński 2005). Se suele denominar a esto panenteísmo (Dios está íntimamente presente en todo, diferente del panteísmo según el cual todo es Dios). Para este autor, Dios está “escondido en el proceso de evolución de la naturaleza […] Su sutil presencia inmanente permite mantener la esperanza de frente a las profundas transformaciones que ocurren en el nivel de lo biológico y en el de la evolución cultural del ser humano” (Życiński 2006: 180).

Haught discurre en abundancia sobre el significado de la kenosis, del “vaciamiento” de Cristo en la cruz, que “se despojó de sí mismo tomando condición de siervo” (Flp 2, 7). Sobre la base de las perspectivas del teólogo holandés dominico Edward Schillebeeckx, Haught advierte que la noción bíblica de kenosis no refiere a la debilidad o la impotencia sino a la indefensión o vulnerabilidad. Haught considera que esta noción es “la última explicación de la evolución” (Haught 2000: 48 y 78). Al respecto, Ernan McMullin señala que los partidarios de la teología de proceso a la larga estarían concibiendo la creación como algo “temporal” (McMullin 1998). La noción de kenosis divina, de anonadamiento amoroso de Dios que a través de tal se abre al mundo, continúa este autor, puede ser pertinente para dar cuenta de la relación de Dios con las acciones libres de los hombres, pero difícilmente pueda explicar la aparición contingente de nuevas especies.

En cuanto a la aparición del ser humano, Życiński aclara que la ciencia se guía por el principio del naturalismo metodológico, es decir, la eliminación de toda dimensión sobrenatural en las explicaciones científicas, las que sólo admiten enunciados concernientes a fenómenos naturales. Hay una verdad sobre el ser humano que trasciende su dimensión física: “Para explicar filosóficamente esta especificidad de nuestro ser, el teísmo cristiano se refiere tradicionalmente al alma inmaterial creada por Dios […] En el nivel de los fenómenos observables, continúa el autor, este proceso de creación se expresó como la emergencia del yo [self] humano” (Życiński 2005). Ahora bien, Życiński advierte que es un error creer que para explicar el comportamiento de algún hominino, ya sea Homo erectus u Homo neanderthalensis, “uno se tiene que referir necesariamente a un componente inmaterial en su ser” (Życiński 2005). Es iluminador, a mi entender, la manera en la que este autor distingue el proceso de hominización (entendido como la adquisición de las capacidades intelectuales) del tema del alma humana: “Podemos suponer, aclara, que la creación de un self específicamente humano en el crecimiento evolutivo de nuestra especie, no debería identificarse con los primeros actos de reflexión intelectual demostrados por Homo sapiens”. Al final, un recién nacido tiene alma y no manifiesta signos de reflexión intelectual (Życiński, 2005, 220).

3.5.3 El documento de la Comisión Teológica Internacional (2004)  

El 23 de julio de 2004 la Comisión Teológica Internacional firmó el documento “Comunión y servicio. La persona humana creada a imagen de Dios”, que reflexiona en profundidad sobre el tema evolutivo dentro del marco de la antropología teológica. La Comisión estaba presidida por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, futuro Benedicto XVI (Comisión Teológica Internacional 2004).

Es significativo que el documento ofrezca una síntesis de la evolución del universo y del hombre. El factor decisivo en la aparición del ser humano en África, hace 150.000 años, en una población humanoide de linaje genético común, se afirma, fue el aumento del volumen cerebral. A continuación se aclara que la evolución biológica fue transformada en evolución social y cultural “con la introducción de factores únicamente humanos como conciencia, intencionalidad, libertad y creatividad” (§ 63). Sobre la base de la doctrina tradicional de Tomás de Aquino de la doble causalidad, el documento afirma que “a través de la actividad de las causas naturales, Dios hace que se den las condiciones necesarias para la aparición y existencia de los seres vivos y, además, de su reproducción y diferenciación” (§ 68). El documento critica a aquellos autores que concluyen que, “si la evolución es un proceso materialista radicalmente contingente, guiado por la selección natural y por variaciones genéticas casuales, entonces en ella no queda lugar para una intervención de la causalidad providencial divina” (§ 69). Se alude luego, sin mencionarla explícitamente, a la doctrina del diseño inteligente. La teología, se recuerda, no puede intervenir en este debate —con lo cual queda claro que la Comisión no toma partido por esta opción—. Y a continuación aparece la que es, a mi entender, una de las formulaciones de más consecuencias del documento: “es importante señalar que, según la concepción católica de la causalidad, la verdadera contingencia en el orden creado no es incompatible con una providencia divina intencional. […] Así pues, hasta el resultado de un proceso natural verdaderamente contingente puede igualmente entrar en el plano providencial de Dios para la creación”. La doctrina tradicional (cf. S. Th. I, 22, 4 ad 1m) es que “la causalidad divina puede estar activa en un proceso tanto contingente como guiado. Cualquier mecanismo evolutivo contingente puede serlo solo porque ha sido hecho así por parte de Dios” (§ 69). Por lo tanto, quedan refutados (para los católicos, al menos) aquellos que, invocando el carácter contingente de la evolución, sostienen que no ha sido guiada. Esa conclusión va “más allá de lo que la ciencia puede demostrar”. La teoría de la acción divina de la doble causalidad de Tomás se aleja de la concepción que pretende que Dios “se meta” en el orden de causas secundarias de manera de funcionar como un “Dios de las brechas”, invocado para suplantar una solución de continuidad en la explicación de los fenómenos naturales. “Las estructuras del mundo se pueden ver como abiertas a la actuación divina no disruptiva al causar directamente acontecimientos en el mundo” (§ 70, mi énfasis).




Contenido

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Życiński, Jósef. 2005. “Christian Theism and the Philosophical Meaning of Cosmic Evolution.” Revista Portuguesa de Filosofía 61 (1): 211-223.

Życiński, Jósef. 2006. God and Evolution. Fundamental Questions of Christian Evolutionism. Traducido por Kenneth W. Kemp y Z. Maslanka. Washington, D.C.: CUA Press.


5 Cómo Citar  

de Asúa, Miguel. 2015. "Evolución". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Evolución

6 Derechos de autor  

DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E. Vanney - 2015.

ISSN: 2524-941X