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Consecuencialismo ético

11 336 bytes añadidos, 10:46 12 sep 2019
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Finalmente, corresponde puntualizar que el consecuencialismo de este autor reviste un carácter estrictamente universalista, es decir, se refiere, como criterio normativo, a los resultados u objetivos considerados integralmente. “Cualquier teoría que propone un criterio de justicia penal o, más en general, que propone un criterio de acción correcta, invoca como valiosa una propiedad que, en esencia, no atañe a un individuo ni a un contexto particular. Invoca [como todos los consecuencialismos consistentes] un valor universal capaz de realizarse aquí o allí, con este u otro individuo” (Pettit y Braithwaite 2015, 44).
== El consecuencialismo de preferencias: Peter Singer (1946-) ==
Por último, conviene hacer una breve referencia al que se ha denominado ''preference-consecuentialism'' o consecuencialismo de preferencias, que reviste cierta relevancia en este tiempo debido a que es el resultado de una mixtura entre el mismo principio consecuencialista y el principio de autonomía, este último clave fundamental de casi todas las propuestas de filosofía moral de la modernidad y la tardo-modernidad (Schneewind 2009; Schneewind 2012; Sieckmann 2012). El más difundido de los autores que han incursionado en esta modalidad de la teoría ética es el australiano Peter Singer (1946-), cuya doctrina reviste varios caracteres particulares, el primero de los cuales es el de ampliar desmesuradamente el ámbito de los sujetos de la ética, de modo de incluir rigurosamente a los animales y a las plantas (Singer 2015). Otras notas distintivas radican en una drástica direccionalidad de los estudios hacia los temas de ética práctica (Singer 2003), así como en la pretensión de encabezar con sus doctrinas un movimiento de reforma o transformación integral de la ética vigente en los últimos siglos (Singer 1994; 2016).
Uno de los problemas que plantea esta versión del consecuencialismo radica en que resulta necesario evaluar-mensurar la fuerza de cada preferencia en los casos de conflicto, que son los que principalmente plantean cuestiones éticas. “Es necesario establecer –escribe Sinnott-Armstrong– cuál preferencia (o placer) es más fuerte, porque podemos saber que Jones prefiere que A sea hecho a que A no lo sea […] mientras Smith prefiere que A no sea realizado. Para determinar si es correcto hacer A o no hacerlo, hemos de ser capaces de comparar la intensidad de las preferencias de Jones y de Smith […] para determinar si hacer A o no hacerlo habrán de ser mejores por sobre todo”. Y concluye que “no se pueden solucionar todos los problemas de una teoría preferencial del valor sin convertir a la teoría en circular haciéndola depender de asunciones sustantivas cerca de cuáles preferencias lo son por cosas [consecuencias] buenas” (Sinnott-Armstrong 2015, 6). Este dilema y otros a los que se enfrenta el consecuencialismo de preferencias serán analizado al realizar la valoración final de las doctrinas consecuencialistas (Véase: Hare 1984, 99-106).
== La valoración del consecuencialismo (I): la praxis como '''téchne''' ==
Una vez expuesta la estructura y estrategia de la propuesta moral consecuencialista y de haberla ejemplificado con el pensamiento de algunos de sus autores y corrientes emblemáticos, corresponde realizar una valoración general de ese planteamiento, analizando sus debilidades y sometiendo a crítica racional sus argumentos. El primero de los aspectos que merece ser abordado desde esta perspectiva es el del carácter eminentemente técnico-poiético que reviste la argumentación consecuencialista, dejando de lado o postergando el modo práctico-moral de razonar que es el propio de la praxis ética, es decir, de la actividad humana libre ordenada a la búsqueda y prosecución de la perfección humana (Véase: Westberg 2002, 3-39 y Varela 2013, 50-ss.). En este tipo de acción, también denominada “inmanente” en razón de su reversión y permanencia en el sujeto de acción, la perfección o el bien que se busca es principalmente el de la acción misma, que revierte sobre el bien de la persona humana, considerada individual o colectivamente (Amengual 2007, 281-301).
Y respecto de la posibilidad de un cálculo más o menos exacto de las consecuencias de las acciones, sostiene Alejandra Carrasco que “el consecuencialismo tiene otro elemento de inconmensurable atractivo para la mentalidad ilustrada: el cálculo. La bondad o maldad de una acción se puede ‘calcular’ imparcialmente; sus soluciones, por tanto, son universales (entendiendo ‘universalidad’ al modo moderno, es decir, ‘iguales para todos en cualquier circunstancia’). No importa quién haga el cálculo, el resultado siempre será el mismo” (Carrasco 1999, 9). Esto supone que la finalidad de la moralidad no será, como sucede en el pensamiento clásico, una organización coherente de la vida orientada hacia la realización humana, sino más bien la obtención de un método útil y preciso para responder de un modo claro a cuestiones particulares o puntuales de la vida social. Nuevamente se está en el ámbito de la técnica y no en el de la vida lograda o vida buena, que no es el de un resultado puntual, sino el de un modo de vida ordenado armónica y racionalmente a la perfección de los sujetos actuantes, considerados individualmente o de modo colectivo. De este modo, para el consecuencialismo, la acción evaluada deja de ser intrínseca al sujeto y la intención del agente cesa de tener relevancia, para reducirse todo el proceso y su evaluación al que corresponde a su resultado exterior, de algún modo susceptible de medición o cálculo. Así, la praxis en cuanto tal se difumina y el resultado técnico-efectual acaba ocupando el lugar central y decisivo en la actividad humana valorable desde el punto de vista ético.
== La valoración del consecuencialismo (II): ética y experiencia ==
Ahora bien, más allá de las dificultades que plantea el método técnico-pragmático de solución de problemas propio del consecuencialismo, es necesario valorar las propuestas de esta doctrina con dos baremos que resultan fundamentales para la estimación de toda teoría ética: el de la ''consistencia'' y el de la ''plausibilidad''. El primero se refiere a la racionalidad intrínseca de sus postulados, así como a la coherencia entre ellos. “Por consistencia, en síntesis –escribe Carrasco– se entiende la justificación racional de la validez de las normas que se prescriben, y la adecuada coordinación entre ellas dentro del sistema” (Carrasco 1999, 7). Y por ''plausibilidad'', lo que se pretende referir es la compatibilidad y armonía de las afirmaciones normativas con los datos de la experiencia moral ordinaria, así como con las intuiciones éticas fundamentales de la humanidad. “Bajo el rótulo de ‘plausibilidad’ –sostiene esta misma autora– se incluye también una serie de características mínimas que ha de tener una teoría ética racionalista-realista. Una de ellas es la ''completitud'' o exhaustividad, es decir, la capacidad del sistema de dar razón, de explicar, todos los fenómenos reales y posibles que se pueden dar dentro de los límites que la teoría ha definido ''a priori''. Que una teoría sea plausible no es un requisito lógico, sino solo un requisito del sentido común. De algún modo se pide que la teoría se verifique en la realidad-real, es decir, tal y como la vivimos en nuestra experiencia cotidiana […]. En la plausibilidad también se incluye la ''generalidad'', esto es, que las normas sean aplicables a todos sin discriminaciones. Y, por último, la ''universalidad'': que sean aplicables en todos los casos posibles” (Carrasco 1999, 7).
Ahora bien, desde la perspectiva consecuencialista, es claro que invariablemente existirá una justificación para este tipo de acciones, ya que siempre es posible imaginar un bien futuro a alcanzar –o un mal a evitar– que avalen, previo cálculo de mejores y peores consecuencias, la violación de un absoluto moral. En el caso de los bombardeos masivos sobre Alemania se esgrimieron varios de estos motivos: terminar la guerra más rápidamente, disminuir las bajas aliadas, evitar la perpetuación de un régimen político totalitario y belicista, y varias más. Pero en cualquier caso se desatendió a una de las columnas vertebrales de la moralidad y se sentó un precedente pavoroso: que podía ser moralmente posible efectuar masacres aterradoras de personas inocentes, siempre que al hacerlo se alcanzaran ciertas ventajas de carácter político o estratégico-militar (Torralba 2005, 58-66). Por supuesto que esto significa dejar de lado definitiva y decisivamente la concepción de una dignidad propia del hombre, cuyo respeto anule radicalmente la posibilidad de manipulación y utilización de los sujetos humanos (Torralba Roselló 2005, ''passim'').
== Valoración del consecuencialismo (III): el problema de la inconmensurabilidad ==
La tercera de las debilidades que es posible detectar en el pensamiento ético consecuencialista radica en su pretensión de alcanzar una conmensuración precisa de los resultados de las acciones electivas y de ese modo poder valorarlas éticamente con una exactitud y una decisividad terminantes e incuestionables. Dicho en otras palabras, para esa modalidad de pensamiento el criterio central valorativo de las elecciones humanas radica en la posibilidad de prever, medir y escoger un resultado que suponga un efecto indisputablemente mejor –más bueno o menos malo– que cualquier otro alternativo. Y todo esto de un modo mensurable con exactitud y certeza, de tal manera que resulte posible obtener un resultado cierto en el cálculo de bienes o males que son el efecto de la acción humana de que se trata. John Finnis –a quien se seguirá principalmente en este punto– escribe a ese respecto que “fueron los reformadores jurídicos –notablemente Beccaria y Bentham– quienes propusieron que la evaluación de las opciones como mejores o peores por parte del legislador podía y debía hacerse por conmensuración en su sentido más estricto. Se podría resumir el principio ofrecido por ellos del siguiente modo: agregar los pluses, sustraer los menos, y perseguir aquella opción que dé un balance más alto” (Finnis 2011a, 234).
El problema que plantea esta defensa de la medida y el cálculo radica en que, tal como lo sostienen una buena cantidad de pensadores, varias de las dimensiones o aspectos de las acciones electivas resultan radicalmente inconmensurables, de modo tal que resultaría imposible efectuar las mediciones, balances y optimizaciones propuestos por los consecuencialistas. En este sentido, Finnis afirma que esta inconmensurabilidad no proviene principalmente de la gran variedad de las opiniones vigentes en los debates contemporáneos, sino de la misma naturaleza de las opciones alternativas. Escribe en este punto el autor australiano: “Algunos sostienen que las diferentes opciones (y sus resultados) son inconmensurables porque las perspectivas de evaluación son irreductiblemente plurales. Los ideales, ideologías e interpretaciones y formas de vida que se encuentran en la sociedad moderna son radical e insuperablemente diversos […] e impiden las propuestas utilitarias o economicistas de elaborar un ranking valorativo. Pero esta negación de conmensurablidad falla, ya que deduce falaciosamente una conclusión acerca de lo que son o no son buenas razones para la acción desde premisas que se refieren solo a hechos –hechos acerca de la opinión pública, la mera pluralidad de puntos de vista y cosas por el estilo” (Finnis 2011a, 235).
 
Esto significa que el mero hecho de la variedad de opiniones o puntos de vista no es suficiente para provocar la inconmensurabilidad intrínseca de las razones práctico-morales para la acción, sino que se trata solo de un inconveniente para llevar a cabo la medición propuesta por los consecuencialistas; por el contrario, la pretensión de mensurar y computar realidades de carácter heterogéneo e inmaterial como lo son las práctico-morales, resulta ser propiamente un sinsentido, tal como aquel en el que incurría una amiga de la juventud que le decía a su novio: “te quiero diez veces más que vos a mí”. Sobre este sinsentido afirma Finnis que las computaciones propuestas por los consecuencialistas son, en primer lugar, “completamente impracticables, porque las consecuencias totales o universales de las acciones simplemente no son previsibles, aún en términos de probabilidad”, y continúa sosteniendo que “la computación proporcionalista [Finnis usa indistintamente los términos “consecuencialismo” y “proporcionalismo”] deviene no solo totalmente impracticable, sino que es además un sinsentido. Porque ella propone comparar realidades inconmensurables: los bienes humanos básicos son igual e irreductiblemente básicos; ninguno de ellos resulta subordinado como un mero medio a cualquiera de los otros” (Finnis 1983, 88-89).
 
De aquí se sigue que existen por lo menos dos razones que transforman en un sinsentido la pretensión de medir y computar las realidades de carácter ético: en primer lugar, la imposibilidad de conocer con un mínimo de precisión las consecuencias o efectos futuros de las decisiones actuales a ser evaluadas moralmente; y, en segundo término, el carácter inmaterial de la mayoría de las realidades a conmensurar para obtener un juicio valorativo de carácter ético. Respecto de la primera de estas razones, Gordon Graham afirma que las acciones humanas “efectivamente realizan cambios en el mundo. En última instancia ese es su objetivo. Pero las consecuencias de una acción tienen también ellas consecuencias, y estas consecuencias a su turno tienen también consecuencias […] y así indefinidamente. Y la posición resulta aún más complicada cuando se agregan las consecuencias negativas, es decir, cuando se toma en consideración las cosas que ''no'' suceden en razón de lo que hacemos […]. La adición de las consecuencias negativas hace que la extensión de las consecuencias de nuestros actos resulte indefinida, y esto significa que resulta difícil evaluarla. Y puede hacerla imposible, desde que no podemos tener ahora un claro sentido de las consecuencias completas de una acción” (Graham 2004, 139).
 
Y respecto a la imposibilidad de medir y computar las realidades de carácter inmaterial, como lo son en general las realidades éticas: valores, bienes, virtudes, etc., Finnis sostiene que ese tipo de realidades no difieren solo en grado sino radicalmente en especie, y por ello “no puede hallarse ningún significado determinado para el término ‘bien’ [u otros vinculados] que permita realizar alguna conmensuración o cálculo para resolver aquellas cuestiones básicas de la razón práctica que llamamos cuestiones ‘morales’. De aquí que, como he dicho, el imperativo metodológico consecuencialista de maximizar el bien neto es un sinsentido, de modo semejante a como lo es tratar de sumar la cantidad del tamaño de esta página, la cantidad del número seis y la cantidad de la masa de este libro”, (Finnis 2011b, 112-113) es decir, cantidades de especies radicalmente distintas.
 
De lo anterior se sigue que las doctrinas éticas consecuencialistas se basan sobre un sinsentido constitutivo: la pretensión de medir y calcular dimensiones de los efectos de acciones humanas, que por su naturaleza inmaterial, su diferente especie y su carácter de sucesión indefinida e imprevisible resultan constitutivamente inconmensurables y por lo tanto no susceptibles razonablemente de cálculo preciso. Esto ya había sido manifestado por Aristóteles en la ''Ética Nicomaquea'', donde escribió que “nos contentaremos con dilucidar esto [la cuestión del bien] en la medida en que lo permite su materia; porque no se ha de buscar el rigor por igual en todos los razonamientos […] ya que tan absurdo sería aprobar a un matemático que empleara la persuasión como reclamar demostraciones exactas a un orador” (Aristóteles 1970, I, 3, 1194 b 1-28). Y esto es precisamente lo que hacen los consecuencialistas: exigir cálculos exactos a un eticista o a quienes hacen uso de la racionalidad práctica, como los políticos, juristas, consejeros morales, padres de familia, etc.
 
Y aquí resulta conveniente volver –en la conclusión de este apartado– a la primera de las observaciones que se han hecho a las propuestas consecuencialistas de la ética: la que vincula estrictamente estas propuestas a un abandono de la perspectiva clásica del conocimiento práctico-ético y a una intención de someter todo el ámbito de lo moral a la metodología, modo de abordaje y estrategia de conocimiento propios del saber científico, ya sea natural o exacto; y como consecuencia de esta intención, pretender valorar las acciones humanas electivas e inmanentes con los instrumentos de medición, cuantificación y cálculo propios del saber científico (Russell 2009, 1-142). Afirma en este sentido Giuseppe Abbà que “esta interpretación [consecuencialista] resulta favorecida por una concepción exclusivamente causal de la acción humana: la acción viene entendida solo como una causa física que produce efectos o consecuencias en un mundo visualizado como un estado de cosas. A su vez, esta concepción resulta aceptable en cuanto compatible con métodos de verificación empírica y con cálculos reductibles a procedimientos matemáticos, que son los requeridos por la ciencia, la técnica, la economía” (Abbà 2018, 241). El problema es que en estos casos, quien pretende alcanzar una precisión demostrativa inalcanzable en ciertos ámbitos determinados, como los morales, lo único que demuestra en realidad es su reductivismo (Véase: D’Agostino 2011, 49-54) o simplemente su debilidad epistemológica.
 
Pero queda aún por mencionar un argumento más de los relacionados con la inconmensurabilidad moral de las consecuencias de los actos: aquella referida a la radical imposibilidad de determinar solo consecuencialmente la bondad o maldad de las acciones humanas. Y esto en razón de que, si la bondad o maldad de los actos humanos se determina solo por el valor (bondad o maldad) de sus consecuencias, resulta coherente que la bondad o maldad de estas últimas también se determine de modo consecuencialista, y que a su vez el valor moral de las consecuencias de las consecuencias anteriores se valore por sus consecuencias y así sucesivamente. Es claro que de este modo se llega a un ''regressus ad infinitum'', con lo cual resultaría imposible determinar la bondad o maldad de nada (Cuonzo 2008, 34). Y en sentido contrario si, para evitar el ''regressus'', se postulara la existencia de algo (alguna consecuencia) que fuera buena o mala en sí misma, se estaría dejando de lado el argumento consecuencialista como argumento central para el establecimiento de la bondad o maldad de los actos humanos y con ello al consecuencialismo ético en sí mismo. Esta argumentación parece obvia y elemental, y aunque reviste una fuerza argumentativa notable, los pensadores consecuencialistas no suelen considerarla ni, menos aún, intentar refutarla de manera alguna (Smart y Williams 2008, ''passim'').
 
== Balance conclusivo: consecuencialismo y razón práctica ==
Luego de esta ya larga exposición y valoración crítica de las propuestas consecuencialistas de filosofía moral, corresponde efectuar un balance y cierre de la tarea realizada, aunque dejando pendientes algunas pistas para ulteriores indagaciones y profundizaciones. Estas conclusiones son las siguientes:
 
1) Al comienzo del trabajo se puso de relieve cómo el modelo consecuencialista de filosofía moral, de importante difusión actual sobre todo en la filosofía moral anglosajona[[#2|<sup>2</sup>]]<span id="..">
<span id="1"> 1.- En rigor, debería denominárselas “normas sin excepción” o bien “inexcepcionables”, ya que el término “absoluto” tiene carácter analógico y se aplica en su significación focal solo a Dios. [[#.|Volver al texto]]
<span id="2"> 2.- Una muestra exagerada de esta difusión es el siguiente texto de Carlos S. Nino: “Me voy a ocupar del consecuencialismo en el sentido más lato de la palabra, el sentido que hace que prácticamente todo sistema ético razonable sea consecuencialista” (Nino 1992, 77). [[#..|Volver al texto]]
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