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El caso Galileo

Revisión de 09:41 3 oct 2016 por Rmartinez (Discusión | contribuciones)

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Se conoce como “caso Galileo” la serie de eventos que llevaron, entre 1616 y 1633, a la prohibición de la astronomía copernicana y a la condena de Galileo, entonces su principal defensor. En 1616 las autoridades romanas incluyeron en el Índice de libros prohibidos el De revolutionibus orbium caelestium de Copérnico y otras dos obras que defendían su compatibilidad con la Sagrada Escritura. En 1633, tras haber publicado el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, Galileo hubo de presentarse ante el Santo Oficio bajo la acusación de haber contravenido la prohibición de sostener y defender la tesis del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol que se le había impuesto diecisiete años antes. Galileo fue obligado a abjurar y pasó los últimos años de su vida en arresto domiciliario. El caso Galileo se considera el conflicto de mayor relevancia en la historia de las relaciones entre ciencia y religión. Se dio en un momento álgido del nacimiento de la ciencia experimental moderna, uno de cuyos principales artífices es Galileo Galilei (1564-1642), y en un momento crítico de las relaciones políticas entre católicos y protestantes, que condujo a la Guerra de los Treinta Años.

En los últimos decenios la investigación histórica ha llevado a un conocimiento más preciso de sus circunstancias y de sus causas, si bien algunas interpretaciones siguen marcadas con frecuencia por factores de tipo ideológico. Los estudios recientes acerca del caso Galileo son muy abundantes (una selección aparece en la Bibliografía). Además de presentar su origen y desarrollo, en estas páginas se dará especial atención al estado actual de la investigación histórica sobre los factores que desencadenaron el caso, y sobre su significado epistemológico, jurídico y teológico. El estudio del caso Galileo requiere prestar atención, en primer lugar, a las características de la nueva visión científica surgida en el siglo XVII. Desde el punto de vista histórico algunas cuestiones siguen siendo objeto de debate. ¿Qué alcance doctrinal tenían las decisiones de la autoridad eclesiástica? ¿Cuál fue su efecto en el desarrollo de la ciencia y en la actitud de la Iglesia Católica con respecto de ella? ¿Qué juicio merece el caso Galileo en el momento actual?


Contenido

1 Galileo y la nueva ciencia  

Galileo, hijo de Vincenzo Galilei, músico y comerciante florentino, nació en Pisa el 15 de febrero de 1564. Tras sus estudios iniciales en la Abadía de Vallombrosa, Galileo fue destinado por su padre al estudio de la medicina en la Universidad de Pisa, la principal institución académica del Gran Ducado de Toscana. Pronto interrumpió sus estudios de medicina, para dedicarse en cambio a la matemática, donde adquirió rápidamente una notable competencia, reconocida entre otros por Christopher Clavius sj (1538-1612), profesor en el Colegio Romano y principal autor, en 1582, de la reforma del calendario ordenada por Gregorio XIII. En 1589 Galileo fue nombrado profesor de matemáticas en Pisa, y tres años más tarde obtuvo la cátedra de matemáticas en Padua, la principal universidad de la República de Venecia. Allí permaneció 18 años, durante los que nacieron sus tres hijos, fruto de su relación con la veneciana Marina Gamba, con la que sin embargo no se casó.

La actividad de Galileo en Padua se desarrolló en diversos ámbitos (Drake 1978). En primer lugar, sus ocupaciones académicas como profesor de matemáticas, que incluían también la enseñanza de la astronomía tradicional. A esto se añadió la búsqueda de actividades prácticas más remunerativas, como la construcción de un compás geométrico-militar, su fabricación y venta, y las lecciones privadas para habilitar a su utilización. Por último, Galileo se dedicó siempre a la investigación, afrontando nuevas cuestiones, en especial el problema del movimiento de caída de los graves. Ya en Pisa Galileo había introducido nuevos planteamientos teóricos y experimentales, como el uso de planos inclinados, si bien sus investigaciones no concluirían hasta años más tarde. La astronomía copernicana, en cambio, no parecía hallarse entre sus principales intereses. En una carta a Johannes Kepler, el 4 de agosto de 1597, Galileo afirmaba su adhesión al sistema astronómico copernicano, pero también su intención de no ocuparse públicamente de la cuestión (EN X:67-68 – citaremos la Edizione Nazionale de las Obras de Galileo, indicando el volumen y las páginas).

Esta situación cambió radicalmente en 1609, gracias al telescopio. Los primeros instrumentos se habían fabricado poco antes en Holanda, donde Hans Lippershey solicitó en 1608 una patente por su descubrimiento, pero se trataba de instrumentos con escaso poder resolutivo. A partir de las noticias recibidas sobre los primeros instrumentos llegados a Venecia, Galileo fue capaz de diseñar y construir un telescopio de calidad mucho mayor, que presentó a las autoridades de la República Veneciana (Reeves 2008; Van Helden et al. 2010). El hecho realmente decisivo fue su intuición de utilizarlo para la observación astronómica. Desde mediados de 1609 Galileo observó asiduamente el cielo con el telescopio, descubriendo nuevos fenómenos: el aspecto de la superficie lunar, las estrellas de la Vía Láctea, los satélites de Júpiter, las fases de Venus. Gracias al sentido científico con el que supo “leer” sus primeras observaciones astronómicas, Galileo se convenció de haber obtenido nuevas pruebas de la realidad de la astronomía copernicana. En marzo de 1610 publicó sus descubrimientos en una breve obra, Sidereus Nuncius (Galilei 1610) que alcanzó una rápida difusión en Italia y en Europa. Desde ese momento la defensa de sus descubrimientos y del sistema copernicano constituyeron su principal interés científico.

El sistema heliocéntrico de Copérnico representó un cambio radical en la descripción de la constitución del universo o “sistema del mundo”. Hasta entonces la astronomía había seguido el modelo geocéntrico, cuyo origen se remontaba al siglo IV a.C., cuando la astronomía griega comenzó a elaborar modelos geométricos capaces de representar el aspecto de la bóveda celeste y calcular la posición de los astros (Dreyer 1953). Los primeros modelos utilizaban esferas homocéntricas en rotación uniforme alrededor de la Tierra, pero en los siglos sucesivos se fueron introduciendo artificios matemáticos que permitían un cálculo más exacto de las efemérides astronómicas: movimientos excéntricos, epiciclos y ecuantes. El modelo resultante se difundió a lo largo del medioevo a través del Almagestum de Claudio Ptolomeo, de quien recibió el nombre. La astronomía ptolemaica permitía “salvar las apariencias”, esto es, predecir matemáticamente las observaciones celestes, pero su complejidad geométrica hacía difícil considerarlo como una representación real de los cuerpos y de los movimientos celestes. Además, con el trascurso de los siglos los errores acumulados dificultaban cada vez más la exactitud de los cálculos.

Nicolás Copérnico (1473-1543) publicó el De Revolutionibus Orbium Caelestium solo al final de su vida (Copérnico 1543). El nuevo modelo aspiraba a superar las dificultades del sistema ptolemaico. El Sol pasaba a ocupar, inmóvil, el centro del cosmos, mientras que la Tierra resultaba un planeta más en rotación alrededor del Sol. Se resolvían así muchos de los problemas conceptuales de la antigua astronomía. Por ejemplo, los planetas quedaban ordenados según su periodo de revolución en torno al Sol, y no arbitrariamente, como sucedía en los modelos geocéntricos. Además, la astronomía copernicana resultaba más precisa que los viejos modelos, y fue adoptada como un excelente instrumento de cálculo. Las tablas pruténicas, elaboradas por Erasmo Reinhold en 1551, sustituyeron las antiguas tablas alfonsinas, y fueron utilizadas para la reforma del calendario.

Más difícil resultó aceptar el nuevo sistema como una descripción real del mundo. Prevaleció una interpretación instrumentalista, según la cual la astronomía proporcionaba sólo un instrumento de cálculo, mientras que la descripción real del mundo sería tarea de la filosofía natural, regida entonces por las categorías aristotélicas (Westman 2011). Se debe tener en cuenta que el sistema heliocéntrico distaba todavía mucho de la imagen simple y elegante del Sistema solar descrito 80 años más tarde por la mecánica newtoniana. Copérnico utilizaba solo movimientos circulares, y por eso se vio obligado a introducir un número considerable de artificios matemáticos semejantes a los de la astronomía ptolemaica, perdiendo así la simplicidad conceptual anunciada en el primer libro del De revolutionibus (Kuhn 1957, 169-171).

Para resolver las dificultades del sistema copernicano era necesario contar con observaciones más precisas, que permitieran desarrollar a su vez nuevas hipótesis cinemáticas (Dijksterhuis 1980, 399ss.). Estas fueron las contribuciones principales de Tycho Brahe (1546-1601) y Johannes Kepler (1571-1630). El primero renovó los métodos de observación astronómica, obteniendo resultados de gran precisión, y contribuyendo a eliminar algunos de los presupuestos tradicionales. Sus mediciones de la estrella nova del 1572 y del gran cometa de 1577 demostraron la existencia de novedades más allá de la órbita lunar, eliminando la teoría aristotélica de la incorruptibilidad de los cuerpos celestes (Thoren 1990). Además probaban la inexistencia de las esferas sólidas cristalinas que según la astronomía ptolemaica guiaban los planetas, ya que la trayectoria del cometa habría tenido que intersecarlas.

Las observaciones de Brahe permitieron a Johannes Kepler renovar la descripción cinemática de los movimientos celestes y formular sus tres leyes del movimiento planetario. La introducción de órbitas elípticas en vez de circulares hizo innecesarios los epiciclos y demás artificios matemáticos, allanando el camino de la mecánica newtoniana. Kepler publicó sus dos primeras leyes en Astronomia Nova (Kepler 1609) el mismo año en el que Galileo inició sus observaciones astronómicas con el telescopio.

La contribución de Galileo a la astronomía copernicana iba en una línea muy distinta. Galileo nunca intentó hacer astronomía en sentido técnico, y de hecho toda su vida mostró poco interés por la ciencia de Kepler. Sus descubrimientos astronómicos, si se exceptúa su estudio detallado de los satélites de Júpiter, no aportaban nuevos datos para calcular el movimiento de los cuerpos celestes, sino que daban a conocer nuevos fenómenos. A los ojos de Galileo la importancia de los satélites de Júpiter estribaba en que por vez primera se disponía de la evidencia de algunos astros que no orbitaban alrededor de la Tierra. El interés de Galileo no era principalmente “matemático” (astronómico) sino “filosófico” (lo que hoy se llamaría físico): comprender la estructura real del mundo. Y eso le llevó a desarrollar un nuevo tipo de conocimiento, poniendo las bases del método científico moderno.

Según el planteamiento tradicional, de origen aristotélico, conocer la realidad del mundo requería determinar los principios esenciales de las cosas, lo que se consideraba tarea del filósofo; los aspectos cuantitativos eran algo secundario, subordinado al conocimiento esencial de la realidad. Algunos astrónomos, como Copérnico, Maestlin y Kepler, había empezado a manifestar una actitud diferente. Para ellos la matemática, y por tanto la astronomía, poseía un valor cognoscitivo real: las relaciones matemáticas observadas en los astros constituían la vía de acceso a la estructura real del mundo. Pero su actitud se enfrentaba con una seria crítica epistemológica, lo que hoy se denomina la “indeterminación de las teorías”: cualquier conjunto de datos observacionales admite múltiples teorías explicativas diferentes. Como escribía el cardenal Belarmino el 12 de abril de 1615: “no es lo mismo demostrar que suponiendo que el Sol está en el centro y la Tierra en el cielo se salvan las apariencias, y demostrar que en realidad el Sol está en el centro y la Tierra en el cielo»” (EN XII:171-172).

Galileo compartía la confianza en el valor real de las matemáticas, pero su línea de acción era distinta. No se fundamentaba en la búsqueda de una estructura matemática de la realidad, sino en la convicción que es posible “leer” los hechos físicos mediante los datos cuantitativos, y alcanzar así un mayor conocimiento de la realidad. Para Galileo la Luna, el Sol y los demás astros son cuerpos físicos como las piedras, las balas de cañón o la Tierra misma. El conocimiento de la realidad del mundo no solo debe recurrir a cálculos astronómicos, sino que es posible razonar matemáticamente a partir de los fenómenos físicos: el aspecto de la Luna, las manchas del Sol, o el movimiento de los cuerpos sobre la Tierra. Comenzaba a elaborarse de este modo una nueva ciencia, la física, en sentido moderno. Esto ponía obviamente problemas de tipo epistemológico, ya que suponía abandonar la jerarquía de saberes aceptada tradicionalmente, sin disponer de un cuadro interpretativo alternativo que permitiera defender el valor de la nueva ciencia galileana, que no podía ofrecer en aquel momento demostraciones concluyentes.


2 La controversia sobre el copernicanismo  

Galileo alcanzó rápidamente gran notoriedad gracias al telescopio y a sus descubrimientos astronómicos. Eso le permitió regresar a Florencia, su patria, en agosto de 1610, con un puesto de gran prestigio en la corte del Gran Duque de Toscana, y libre de ocupaciones docentes. Al año siguiente tuvo una brillante acogida en Roma. Fue recibido por el papa Pablo V y obtuvo el homenaje y la admiración de numerosos cardenales, a quienes mostraba las maravillas del telescopio. La Academia dei Lincei, fundada en 1603 por el Príncipe Federico Cesi, lo recibió entre sus miembros, y el Colegio Romano, centro de la ciencia de los jesuitas y en aquel momento la más célebre institución científica de Roma, organizó una sesión académica en su honor (Shea y Artigas 2003, 33-61).

Las críticas y polémicas no tardaron en producirse. Hubo quien puso en duda la exactitud de las observaciones presentadas en Sidereus Nuncius, que fue sin embargo confirmada por los principales astrónomos, entre ellos por Johannes Kepler. También Christopher Clavius junto con los demás astrónomos del Colegio Romano confirmaron la validez de los descubrimientos de Galileo al cardenal Roberto Belarmino, que les había solicitado su parecer.

La primera polémica pública tuvo lugar acerca de la prioridad del descubrimiento de las manchas solares y su interpretación. En una serie de tres cartas a Marcus Welser, publicadas poco después por la Academia dei Lincei (EN V:71-249), Galileo expuso el sentido de su investigación y de su defensa del sistema copernicano. Sus descubrimientos tenían claras implicaciones cosmológicas, pues atribuían sentido real al sistema heliocéntrico copernicano, y las objeciones no se hicieron esperar. Las primeras críticas vinieron del aristotélico Ludovico Delle Colombe. A conclusión de un breve tratado Contra el movimiento de la Tierra (EN III:251-290), que Galileo leyó y anotó con atención, Delle Colombre citaba varios textos de la Sagrada Escritura para demostrar la inmovilidad de la Tierra y el movimiento del Sol. Pronto se añadieron las críticas de los dominicos florentinos Niccolò Lorini y Tommaso Caccini. Este llevó la cuestión al gran público, criticando a Galileo y a sus discípulos desde el púlpito de la iglesia de Santa María Novella, el 21 de diciembre de 1614 (EN XII:127).

No se trataba de una crítica completamente nueva, pues ya Copérnico la había previsto en su dedicatoria a Pablo III (Copérnico 1543). En ámbito protestante dominaba la interpretación de Wittemberg, que aceptaba la teoría copernicana como instrumento de cálculo pero negaba el movimiento de la Tierra. En ámbito católico las críticas habían seguido la doctrina aristotélica de la jerarquía de las ciencias para negar el valor real del sistema copernicano: la geometría, ciencia inferior, no podría imponer sus conclusiones a la física. Pero también se habían dado posiciones favorables: el agustino Diego de Zúñiga había defendido la superioridad de Copérnico para interpretar la Escritura en su Comentario al libro de Job (Zúñiga 1590). Pero la mayor parte de los teólogos mantenía la interpretación tradicional (Westman 1986; 2011).

En diciembre de 1613 la discusión alcanzó el palacio ducal. En el transcurso de una comida, la Gran Duquesa madre Cristina de Lorena, manifestó su inquietud acerca de la teoría copernicana al monje benedictino Benedetto Castelli, profesor de matemáticas en Pisa y discípulo de Galileo. Castelli escribió a Galileo narrándole el suceso, y este le respondió, el 21 de diciembre de 1613, con una larga carta en la que exponía su posición (EN V:279-288). Esta fue la primera de cuatro cartas, que hoy se conocen como Cartas copernicanas, en las que Galileo reafirmó la armonía e independencia entre la Sagrada Escritura y el conocimiento científico. Galileo afirmaba que tanto la naturaleza como la Sagrada Escritura proceden de un único Autor, Dios mismo, por lo que no puede darse entre ellas ninguna contradicción. Ahora bien, la Escritura utiliza en ocasiones un lenguaje figurado para poder ser comprendida por aquellos a quienes va dirigida. Por ese motivo la Escritura debe ser interpretada, para sacar a la luz su mensaje auténtico, lo que conlleva el peligro de errar al interpretar el texto sagrado. Las obras de la naturaleza, en cambio, son “inexorables” y no admiten interpretación. Por ese motivo, sostiene Galileo, es necesario atender en primer lugar a lo que la naturaleza nos presenta mediante las “observaciones sensatas” y las “demostraciones necesarias”. Y por eso en cuestiones de orden natural no se debe intentar imponer una interpretación de la Escritura, que más adelante pudiera demostrarse falsa.

Un año después, ya en 1615, Galileo amplió estas reflexiones en un nuevo escrito en forma de carta dirigida a Cristina de Lorena, completándolas con numerosas citas de Padres de la Iglesia (EN V:307-348), entre ellos principalmente San Agustín y San Jerónimo. Las posiciones de Galileo corresponden en muchos lugares a las que San Agustín había expuesto, siglos antes, en De Genesi ad litteram. En esta obra, el último y más extenso de los comentarios que el obispo de Hipona dedicó al hexaemeron (la narración de los seis días de la creación), San Agustín alerta ante el peligro de tomar por verdad absoluta lo que podría no ser sino una interpretación personal. Esta prudencia debe extremarse cuando se hallen en juego doctrinas que otros, incluso no cristianos, pudieran conocer con mayor certeza a través del saber humano.

La posición de Galileo acerca de la relación entre el conocimiento natural y la interpretación de la Escritura correspondía a la doctrina común de la Iglesia (Juan Pablo II 1992). Eso no significa, sin embargo, que sus razones fueran exclusivamente teológicas. Galileo parte de una visión del conocimiento natural caracterizada por su autonomía respecto al saber teológico y por la confianza en su capacidad de alcanzar una descripción real del mundo, todavía ausente en el pensamiento de San Agustín. Quizá por esta razón no logra evitar todas las dificultades a las que la posición agustiniana podía dar lugar, como ha sido puesto en evidencia por Ernan McMullin (2005).

Entre los principios que Galileo sostiene se halla lo que puede llamarse el “principio de prioridad de la demostración”, según el cual aquellas verdades acerca del mundo natural que conocemos por “experiencias sensibles y necesarias demostraciones” no deben ser puestas en duda a causa de una particular interpretación de un texto de la Escritura; será más bien esta interpretación la que debe ser revisada. Ahora bien, la referencia a las “necesarias demostraciones” hace que este principio resulte demasiado débil para lo que Galileo se propone. Siguiendo la doctrina agustiniana, Galileo acepta que frente a una simple opinión y no de una verdad demostrada (“enseñada, pero no demostrada necesariamente”) la Escritura tendría prioridad (McMullin 1988, 315; 2005, 108). Galileo no disponía todavía de una demostración necesaria en sentido estricto, ni tampoco de una clara reflexión sobre el papel del razonamiento hipotético-deductivo y sus diferencias con el razonamiento “ex suppositione” propio de la escolástica.

En otros pasajes de la carta Galileo distingue entre las verdades de fide, “necesarias para la salvación”, y aquellas que podemos obtener mediante el uso “de nuestros sentidos, de razonamiento y de inteligencia”. De ese modo la regla anterior sería válida para aquellas conclusiones naturales, “que más adelante los sentidos y los razonamientos demostrativos y necesarios pudiesen demostrar”. Pero entonces la cuestión dependería de la posibilidad de determinar qué es “lo demostrable” a partir de la observación y del razonamiento deductivo, lo que requiere contar con una clara demarcación entre las afirmaciones pertenecientes a la ciencia y a la fe. La intuición galileana de un dominio científico autónomo, que fue explicitando a lo largo de sus obras, especialmente en Il Saggiatore (EN VI:213-372) y en el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (EN VII:21-520) representaba una clara guía para su práctica científica, pero chocaba con la visión jerárquica de las ciencias entonces dominante.


3 La condena del sistema copernicano (1616)  

Para defender la autonomía del estudio de la naturaleza, Galileo se vio obligado a entrar en cuestiones teológicas, ofreciendo así nuevos argumentos a sus adversarios. La carta a Castelli fue denunciada por Niccolò Lorini en una carta al cardenal Sfrondati escrita el 7 de febrero de 1615. Siguiendo un plan quizá concertado con antelación, pocas semanas después Tommaso Caccini se presentó en Roma ante el Santo Oficio, con nuevas acusaciones contra las opiniones teológicas que circulaban entre los discípulos de Galileo.

La respuesta del Santo Oficio no fue apresurada. El examen de la carta a Castelli no hizo prosperar las acusaciones. Un censor del Santo Oficio notó en ella tres expresiones poco correctas en su forma, aun reconociendo que podrían entenderse de modo correcto. Aparte de esto, concluía, la carta no se desvía de la doctrina católica (Pagano 2009, 12). El 25 de febrero se escribió a Pisa pidiendo el original de la carta a Castelli. El arzobispo se dirigió con discreción a Castelli, que dijo haberla devuelto a Galileo, y los intentos de obtenerla fueron vanos. El 19 de marzo se pidió al inquisidor de Florencia que interrogara a los testigos que Caccini había mencionado, Giannozzo Attavanti y el dominico Ferdinando Ximenes. Los interrogatorios, que tuvieron lugar solo a mediados de noviembre, no confirmaron las acusaciones. Se decidió sin embargo examinar las cartas de las manchas solares, publicadas tres años antes, mencionadas por Caccini y por los testigos. Pero no se ha conservado ningún documento sobre tal examen, si es que efectivamente se produjo.

Alarmado por la noticia de las acusaciones, Galileo decidió actuar. Su primera medida fue escribir a Mons. Piero Dini, en Roma, enviándole una copia de la carta a Castelli y pidiéndole que la hiciera llegar al Cardenal Belarmino y al P. Christopher Grünberger, profesor en el Colegio Romano, ya que sospechaba que en la copia enviada por Lorini pudieran “haber cambiado alguna palabra”, haciendo “que las cosas aparezcan de modo muy distinto” a su intención. En efecto, el texto en poder del Santo Oficio resulta menos cuidado que el texto “auténtico”; sin embargo hoy se tiende a pensar que fuera en realidad el texto original, que Galileo intentó de algún modo “enmendar”, enviando una nueva versión algo más prudente (Pesce 2005). Durante los meses sucesivos Galileo mantuvo una continua correspondencia con sus amigos romanos, que intentaban hacer valer sus opiniones entre cardenales y personajes de curia. Pero al mismo tiempo estos le advertían de que sería mejor ocuparse del copernicanismo solamente del punto de vista matemático, dejando las discusiones doctrinales.

En estas circunstancias un nuevo factor vino a complicar las cosas. El carmelita Paolo Antonio Foscarini publicó un opúsculo en el que se defendía explícitamente el acuerdo entre la Sagrada Escritura y la teoría copernicana (Foscarini 1615). Intentaba responder a las dificultades que se presentaban contra el movimiento de la Tierra, y proponía que la Escritura debería interpretarse según la hipótesis copernicana. A mediados de marzo Federico Cesi envió un ejemplar del opúsculo a Galileo. Foscarini, por su parte, lo envió al cardenal Belarmino, quien le respondió el 12 de abril con una breve carta que contenía tres puntos. En primer lugar, aconsejaba a Foscarini y a Galileo hablar del movimiento de la Tierra solo “ex suppositione”, es decir, como una hipótesis matemática útil para el cálculo astronómico, y no en modo absoluto. A continuación, Belarmino presentaba una versión bastante rígida de la norma establecida por el Concilio de Trento según la cual era necesario interpretar la Escritura siguiendo el sentir común de los Padres de la Iglesia. Apoyándose en ella, Belarmino se pronunciaba por una interpretación de tipo literal que se extendería incluso a cuestiones no propiamente de fe. Por último, Belarmino reconocía que en el caso de que se diera una prueba irrefutable (“vera demostratione”) de que el Sol se halla en el centro del mundo y de que la Tierra gira alrededor él “habría que tener mucho cuidado al explicar las escrituras que parecen contrarias, y decir más bien que no las entendemos, y no que es falso aquello que se demuestra”. Pero al mismo tiempo manifestaba sus dudas sobre la posibilidad de alcanzar una tal demostración (Bellarmino 1968).

En diciembre de 1615 Galileo viajó a Roma con la intención de defender la teoría copernicana (Shea y Artigas 2003; Fantoli 2011). Su estancia no dio los resultados que esperaba. Galileo buscaba un debate abierto, y en sus numerosas visitas a los salones romanos hacía gala de su maestría en la argumentación polémica. Pero las autoridades romanas veían la cuestión diversamente. Para ellos la astronomía, como ciencia geométrica, debía someterse a la filosofía natural y a la teología.

La crisis estalló a finales de febrero. Durante el consistorio del 24 de febrero, uno de los cardenales cercanos a Galileo, Alessandro Orsini, habló al papa en favor de Galileo. La respuesta del papa Pablo V fue seca, exhortándolo a persuadir a Galileo de abandonar esa opinión, tras lo que añadió que la cuestión sería tratada por el Santo Oficio (EN XII:242). En efecto, el 19 de febrero el Santo Oficio había solicitado a los teólogos “calificadores” que examinasen dos proposiciones: “Que el Sol es el centro del mundo, y por tanto inmóvil en cuanto a su posición”, y “que la Tierra no es el centro de mundo ni inmóvil, sino que se mueve toda ella, también con movimiento diurno” (Pagano 2009, 42). La respuesta, fechada el mismo día 24, afirmaba que la primera proposición era “estúpida y absurda en filosofía, y formalmente herética”, mientras que la segunda merecía el mismo juicio filosófico, y desde el punto de vista teológico era al menos “errónea en la fe” (censura inmediatamente inferior a la de herética) (Pagano 2009, 42-44).

Este fue el único examen explícito de la doctrina copernicana. No fue ciertamente un estudio detallado, dado el escaso tiempo empleado y sobre todo el hecho de que ninguno de los once consultores era experto en cuestiones astronómicas o naturales. Ni Galileo, ni ningún otro estudioso favorable a la astronomía copernicana fueron consultados ni tuvieron ocasión de presentar sus argumentos.

En todo caso, el parecer de los teólogos calificadores no poseía de por sí ningún valor doctrinal o formal; su función era asesorar al tribunal del Santo Oficio, constituido por los cardenales miembros y presidido por el Papa. A ellos correspondía la decisión final acerca de la doctrina examinada, y si era el caso, condenarla públicamente mediante un decreto de la Congregación. Pero esto no sucedió. En la reunión del Santo Oficio del jueves 25 de febrero, la Congregación presidida por el Papa decidió no emanar un decreto de condena del copernicanismo, lo que hubiera sido necesario para poder hablar de una condena doctrinal, sino adoptar una diversa línea de actuación. En primer lugar, Pablo V ordenó que Galileo fuera personalmente amonestado con el fin de que desistiera de enseñar y defender tal doctrina. Además, según parece, se decidió que la Congregación del Índice, encargada de censurar y prohibir las publicaciones peligrosas para la fe, se ocupara de tomar las medidas necesarias para contrarrestar tal doctrina.

La primera tarea fue encomendada al cardenal Roberto Belarmino (Pagano 2009, 45). Galileo fue convocado al día siguiente ante el cardenal, que le comunicó la decisión de la Congregación, conminándole a abandonarla. Según informó Belarmino en la reunión del Santo Oficio del 3 de marzo, Galileo aceptó la decisión (Pagano 2009, 177). Pero entonces sucedió algo inesperado. Según se recoge en las notas conservadas en el Archivo del Santo Oficio, el comisario, P. Michelangelo Seghizzi, presente con un notario y otro oficial, amonestó formalmente a Galileo para que “abandonara completamente la opinión del movimiento de la Tierra y de la inmovilidad del Sol, y que en lo sucesivo se abstuviera de enseñarla, defenderla o sostenerla en cualquier modo, de palabra o por escrito” (Pagano 2009, 45). La simple amonestación personal se transformó así en un precepto formal.

Todo parece indicar que esta segunda intervención fue más allá de lo que el Papa había determinado. Las órdenes de Pablo V eran precisas: Belarmino debía convocar a Galileo para amonestarle que abandonara la opinión copernicana; si Galileo se negaba a comparecer, el Comisario del Santo Oficio debería amonestarle formalmente ante notario y testigos, y si a pesar de ello no se sometía, debería ser encarcelado. Pero Galileo se presentó sin tardanza, y en ningún lugar se hace referencia a la menor resistencia u objeción por su parte. Las relaciones cordiales que Galileo siguió manteniendo con Belarmino y con el papa Pablo V parecen descartar cualquier escenario semejante.

La amonestación formal de Seghizzi parece por tanto irregular, y ha dado lugar a múltiples hipótesis e interpretaciones (Drake 1978; Shea y Artigas 2003; Fantoli 2011). Se ha llegado incluso a sospechar que los documentos que la recogen hubieran sido falsificados, aunque esta posibilidad ha sido descartada (Fantoli 2005). La intervención de Seghizzi pudo haber sido un exceso de celo por su parte, pero de hecho quedó registrada en los archivos de la Congregación, y años más tarde, durante el proceso a Galileo, resultó decisiva.

La segunda decisión que se tomó fue la de prohibir los libros que sostenían esta doctrina. Aunque el Santo Oficio tenía autoridad para prohibir a los católicos la lectura y posesión de libros considerados dañosos para la fe y las costumbres, Pío V había creado en 1571 una congregación separada para determinar la inclusión de los libros sospechosos de herejía en el Índice de libros prohibidos. La decisión de trasmitir la cuestión copernicana al Índice no aparece explícitamente en el acta de la reunión del Santo Oficio, pero se desprende de la misma concatenación de los hechos y de diversos testimonios (EN XII:242). Belarmino fue también encargado de llevarla a cabo, quizá en su calidad de miembro de las dos congregaciones, el Santo Oficio y el Índice. La Congregación del Índice se reunió el 1º de marzo en la residencia de Belarmino, que propuso, en nombre del Papa, la condena de los principales libros que sostenían la opinión copernicana, concretamente los de Copérnico, Zúñiga y Foscarini. Tras una detallada discusión, se tomó la decisión de sólo suspender, hasta que se corrigieran, las obras de Copérnico y Zúñiga, mientras que se decidió prohibir completamente el opúsculo de Foscarini, así como “todos los demás libros que enseñen lo mismo”. En la reunión del Santo Oficio del 3 de marzo el Papa dio su aprobación, pero indicó que no se publicara en un Decreto separado, sino que se añadiera a la prohibición de otras obras que ya hubieran sido, o debieran ser condenadas (Mayaud 1997, 37-40). Fue el cardenal Sfrondati quien se ocupó de escogerlas. Cuatro de las cinco obras que se incluyeron, todas de autores protestantes, ya habían sido prohibidas mediante decretos recientes (en un caso mediante la prohibición de la opera omnia); solo una aparecía por vez primera.

El Decreto fue publicado casi inmediatamente, el 5 de marzo de 1616. Su estructura era algo diversa de lo habitual. Tras una introducción sobre el significado y alcance de las condenas, el Decreto enumera las cinco obras de autores protestantes que se había decidido añadir. A continuación, de modo claramente diferenciado, se halla la condena del copernicanismo. En contra de lo que sería la práctica habitual del Índice, que indicaba solamente los datos escuetos de la obra condenada, se expone con detalle la razón de la condena: la gran difusión alcanzada por “la falsa doctrina pitagórica, completamente contraria a la Sagrada Escritura, de la movilidad de la Tierra y la inmovilidad del Sol”. Por ese motivo, para evitar que se difunda ulteriormente con detrimento de la fe católica, la Congregación decidía suspender donec corrigantur (hasta que sean corregidas) el De revolutionibus orbium caelestium de Copernico y el In Job Commentaria de Zúñiga, y prohibir absolutamente el opúsculo de Foscarini. Se prohibían asimismo todos aquellos libros que en lo futuro enseñaren la misma doctrina (Pagano 2009, 46-47).

Con el Decreto de prohibición de los libros copernicanos se cerró la primera etapa del caso. Galileo no se vio directamente afectado por la prohibición, pues ninguna de sus obras se incluía en la prohibición. Sin embargo se trató de un golpe importante para él, ya que se había comprometido públicamente en la defensa del copernicanismo. De hecho, no tardó en difundirse el rumor de que el mismo Galileo había sido condenado o había tenido que abjurar. Ante estos rumores, Galileo solicitó al cardenal Belarmino una declaración que le permitiera restablecer la verdad. Belarmino le entregó un breve atestado en el que afirmaba que Galileo no había abjurado ni había recibido ninguna penitencia, sino que solamente se le había comunicado la decisión de la Santa Sede según la cual la doctrina del movimiento de la Tierra y de la estabilidad del Sol era contraria a la escritura, y por tanto no se podía defender ni sostener (Pagano 2009, §43, 79).

En efecto, en muchos ambientes el Decreto del Índice se percibió como una condena de la astronomía copernicana como contraria a la fe, y prácticamente herética. También la crítica posterior ha presentado de este modo, con mucha frecuencia, la condena del 1616. Muchas veces se ha puesto el énfasis en el parecer de los consultores, que declararon la inmovilidad del Sol como “formalmente herética”, y el movimiento de la Tierra como “erróneo en la fe”. Sin embargo, los hechos ya mencionados muestran un distinto alcance. El parecer de los consultores no fue incluido en las decisiones posteriores, y tanto el Santo Oficio como el Índice evitaron hablar de “herejía”. El copernicanismo (esto es, la doctrina de la movilidad de la Tierra e inmovilidad del Sol) fue siempre presentada como una doctrina falsa (desde el punto de vista racional o filosófico) y contraria a la Sagrada Escritura. Así lo reconoció el mismo Galileo, que el 6 de marzo de 1616 escribe a la corte de Florencia que las acusaciones de Caccini, que consideraba la opinión de Copérnico contraria a la fe y herética “no han encontrado respaldo en la Santa Iglesia”, que únicamente ha decidido que “no concuerda con la Sagrada Escritura” y que por tanto solo se han prohibido los libros que sostienen lo contrario, esto es, solamente el libro de Foscarini. Los otros solo han sido suspendidos hasta que se corrijan, y que tales correcciones consistirán el “quitar una palabra aquí y allá...” (EN XII:243-245).

Cuatro años más tarde, en 1620, se publicaron las correcciones relativas al De revolutionibus (unos diez pasajes en total). A partir de entonces la posesión, lectura y uso de la obra de Copérnico, en su versión corregida, volvió a ser legítima para todo católico. Como ha mostrado Gingerich, examinando unos 600 ejemplares del De revolutionibus disponibles en las bibliotecas europeas, no fue una prescripción que se llevara a cabo de modo escrupuloso (Gingerich 2002).

Pocos días después de la publicación del Decreto del Índice, el día 11 de marzo, Galileo fue recibido por el Papa Paulo V, quien le aseguró su favor. A principios de junio regresó a Florencia, llevando consigo el atestado de Belarmino. Durante los años siguientes se vio obligado a evitar las discusiones abiertas sobre la astronomía copernicana, sin abandonar la esperanza de poder retomar la cuestión.


4 El proceso contra Galileo  

Diecisiete años más tarde muchas cosas habían cambiado. Paulo V y Roberto Belarmino fallecieron en 1621. Tras el breve pontificado de Gregorio XV, en 1623 el cardenal Maffeo Barberini, amigo y admirador de Galileo, fue elegido Papa con el nombre de Urbano VIII. Al año siguiente Galileo volvió a Roma, confiando en un cambio de fortuna. Fue recibido varias veces por el nuevo Pontífice, que le dio repetidas muestras de benevolencia.

Galileo era optimista. En Urbano VIII había creído ver una cierta apertura. A través del cardenal Zollern intentó sondar ulteriormente las disposiciones del Papa respecto al copernicanismo. Urbano VIII llegó a afirmar, según Zollern, que la Iglesia no había condenado ni tenía intención de condenar el copernicanismo como doctrina herética, sino sólo como temeraria (EN XIII:182). Fiado en estos presupuestos, comenzó a trabajar en lo que sería el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (EN VII:21-520).

El manuscrito quedó completo a principios de 1630. Galileo deseaba publicarlo en Roma, y teniendo en cuenta las circunstancias era esencial obtener una autorización eclesiástica, el llamado imprimatur. En Roma esperaba hallar un ambiente favorable, pues contaba con amigos en posiciones influyentes. Giovanni Battista Ciampoli, secretario para la correspondencia con los príncipes, era una de las figuras más cercanas al Pontífice. El Maestro del Palacio Apostólico, el dominico Niccolò Riccardi, que debía conceder el permiso de impresión, había demostrado años antes su aprecio por Galileo, al elaborar un informe extremadamente favorable sobre Il Saggiatore. Estaba además emparentado con Catalina Riccardi, esposa del embajador de Toscana en Roma, Francesco Niccolini. Por último, el príncipe Federico Cesi, fundador y presidente de la Academia dei Lincei y uno de los amigos más fieles de Galileo, había acordado hacerse cargo de la impresión.

En mayo de 1630 Galileo volvió a Roma para solicitar el imprimatur del Diálogo. Inicialmente parecía no haber dificultad. Riccardi se mostró dispuesto a conceder el permiso de impresión. Bastaría introducir algunas pequeñas correcciones, y algún cambio en la introducción y en la conclusión del texto. La introducción debería mostrar que la intención del Diálogo era exponer los argumentos en favor de una y otra opinión, para mostrar que Roma había actuado con pleno conocimiento de causa cuando en 1616 había prohibido algunas obras copernicanas. Y en la parte final de la obra, habría que incluir un argumento tomado a partir de la omnipotencia divina, que el mismo Papa había expuesto a Galileo: reconocer que Dios habría podido producir esos mismos hechos mediante otras causas que ignoramos (EN VII:488). Galileo se mostró dispuesto a seguir todas las indicaciones recibidas, a pesar de que la última, tomada en sentido estricto, llevaría a la imposibilidad de obtener un conocimiento científico de la naturaleza.

Galileo regresó a Florencia con la intención de completar las últimas correcciones y volver nuevamente a Roma para seguir de cerca la impresión del Diálogo. Sin embargo, en los meses siguientes los planes empezaron a torcerse. Federico Cesi murió durante el verano tras una breve enfermedad. Poco después la epidemia de peste que se había declarado meses antes en el norte de Italia, llegó a Florencia. Las comunicaciones con Roma quedaron interrumpidas. Galileo decidió entonces publicar el Diálogo en Florencia, pero esto hizo que los acuerdos establecidos para la revisión y corrección del texto se complicaran notablemente. Galileo pidió que se confiara la revisión al Inquisidor de Florencia. Por su parte Riccardi, dándose cuenta quizás de que le sería difícil controlar el texto final, quería que se mantuvieran los acuerdos pactados. Durante más de un año se produjo un agotador tira y afloja, en el que hubo de intervenir la diplomacia toscana en Roma. Finalmente se llegó a una solución de compromiso: el Diálogo sería revisado en Florencia, pero el texto revisado de la introducción se enviaría desde Roma.

En el verano de 1631 se recibieron las últimas correcciones y fue posible iniciar la impresión del Diálogo (EN XIV:289), que se completó solo el 21 de febrero de 1632 (EN XIV:331). Los ejemplares destinados a Roma hubieron de esperar a causa de la cuarentena, todavía en vigor, y llegaron solo en el mes de mayo (EN XIV:357-358).

Las primeras reacciones de los amigos de Galileo fueron de entusiasmo, pero no era difícil prever que el Diálogo iba a provocar también reacciones adversas. La situación precipitó durante el verano. Por causas no del todo conocidas el Papa ordenó que se detuviera la impresión y distribución del Diálogo. Era ya tarde para eso, pues el Diálogo se había distribuido desde finales de febrero (Shea y Artigas 2003, 169-186). Galileo recibió noticia de que se había convocado una comisión especial para examinar el caso. Nuevamente la diplomacia toscana se puso en marcha, y el embajador Niccolini intentó interceder ante Urbano VIII, que sin embargo se mostró inflexible. A finales del verano la cuestión pasó al Santo Oficio. El 1 de octubre Galileo recibió, a través del Inquisidor de Florencia, la orden de presentarse en Roma ante el Santo Oficio.

Iniciaba así el proceso a Galileo, ampliamente conocido a través de los documentos originales (EN XIX:272-421; Pagano 2009) y reconstruido en detalle numerosas veces (Shea y Artigas 2003; Beretta 2005a; Fantoli 2011). Tras haber intentado sin éxito evitar el proceso o al menos el viaje a Roma, Galileo tuvo que ponerse en marcha a pesar de los achaques de la edad, y llegó a Roma el 13 de febrero de 1633. Se alojó en Palazzo Firenze, huésped del embajador Francesco Niccolini. El 12 de abril hubo de trasladarse a la sede del Santo Oficio, entonces en las dependencias de Santa María sopra Minerva, pocos minutos distante. Allí permaneció algo más de dos semanas, ocupando algunas habitaciones del apartamento del Fiscal, con libertad de movimiento y asistido por su propio criado. El 10 de mayo regresó nuevamente al Santo Oficio, pero sin tener que pernoctar. Y por último regresó los días 21 y 22 de junio, para el interrogatorio final y la sentencia.

Las interpretaciones del proceso son, en cambio, discordantes por lo que se refiere a la actuación y motivaciones de los distintos protagonistas y a su valor jurídico y doctrinal. Sin embargo hay una serie de hechos indiscutibles. El primero, quizá el más sorprendente, es que en todo el proceso no se volviera a plantear la cuestión de la validez o falsedad del sistema copernicano, ni de las pruebas presentadas por Galileo en el Diálogo. Los sumarios iniciales del proceso parecían tomar en consideración solamente los detalles referentes a la publicación del Diálogo, acusándole de no haber respetado las condiciones pactadas al solicitar el imprimatur. Tras haber enunciado 8 puntos de acusación, se afirma: “Todas estas cosas se podrían corregir si se juzgase que el libro posee alguna utilidad, por la que se le debiera conceder tal gracia” (Pagano 2009, 52). Pero a esto se añadió una nueva imputación: se había descubierto en el Archivo del Santo Oficio el acta de la amonestación formal de 1616. Esa fue la principal acusación: publicando el Diálogo, Galileo había contravenido el mandato recibido de no defender, enseñar o sostener la doctrina de la estabilidad del Sol y del movimiento de la Tierra. Además, había ocultado la existencia de este precepto cuando pidió permiso para publicar el Diálogo, por lo que su comportamiento podía ser interpretado como doloso.

Inicialmente Galileo intentó sostener, siguiendo la introducción del Diálogo, que su intención era exponer las razones en favor y en contra de los dos sistemas, ptolemaico y copernicano, sin tomar partido (Pagano 2009, §37, 72). Pero esta defensa era claramente inadecuada. Resultaba bastante evidente, a cualquier lector del Diálogo, que Galileo sostenía con fuerza la validez del sistema copernicano. Se pidió incluso a tres expertos que examinaran el Diálogo para determinar si allí Galileo defendía, enseñaba y sostenía la doctrina del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol. Los tres estuvieron de acuerdo en que sin lugar a dudas defendía y enseñaba tal doctrina, y muy probablemente también la sostenía (Pagano 2009, 79-100).

Aun así, Galileo pensaba no haber violado el precepto de 1616. Según el atestado que el cardenal Belarmino le había entregado, solamente se le había comunicado que la doctrina del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol no podía defenderse ni sostenerse (Pagano 2009, 76). No recordaba, que el precepto le hubiera sido conminado de modo formal, ni que incluyera también la prohibición de enseñar el sistema copernicano “quovis modo”, esto es, no solo en sentido absoluto sino también de modo hipotético. Pero esto era el tenor del documento conservado el archivo, que se convirtió así en la principal prueba de la acusación (Pagano 2009, 45).

La defensa de Galileo dificultaba las cosas a los ojos de los funcionarios del Santo Oficio, que probablemente había esperado un caso sencillo, tratándose de un personaje importante al servicio de un Príncipe católico. El proceso inquisitorial no preveía discutir la validez o falsedad de una cierta doctrina. Se trataba de un proceso a la persona, para determinar si con su actuación había contravenido una ley o precepto explícito de la autoridad, incurriendo así en un delito. Si lo reconocía con sinceridad, podía ser absuelto de tal delito, tras haber recibido una pena proporcionada. En este caso los hechos parecían evidentes: Galileo había recibido un precepto formal, que había violado al publicar el Diálogo. Ahora bien, el atestado de Belarmino presentado por Galileo, y su insistencia en haber respetado cuanto se le había impuesto por los censores del Diálogo, complicaba las cosas, máxime tratándose de un personaje importante, al servicio de un soberano católico, el Gran Duque de Toscana.

Ante esta situación, el comisario del Santo Oficio, Vincenzo Maculano, intentó dar una salida “elegante” a la posición de Galileo. Autorizado por el Cardenal Francesco Barberini, tuvo un encuentro extrajudicial con Galileo, en el que le sugirió una salida a la cuestión. Galileo pidió un ejemplar del Diálogo, y pocos días después presentó un memorial en el que reconocía haberse excedido en la defensa del sistema copernicano, presentando con demasiada fuerza sus argumentos. Reconocía su error, insistiendo en que no había sido esa su intención (Pagano 2009, 130-132). Vincenzo Maculano quedó satisfecho, pues como escribió al cardenal Francesco Barberini, eso permitiría concluir rápidamente el caso con una condena benigna.

Pero las cosas no siguieron el curso que Maculano había previsto. Urbano VIII, que había manifestado desde el verano anterior su irritación ante lo que consideraba un abuso de confianza por parte de Galileo y sus amigos romanos (en especial Ciampoli y Ricardi), quiso que el caso fuera ejemplar. El 16 de junio, en la reunión del Santo Oficio, determinó la sentencia: Galileo sería condenado a prisión al arbitrio de la Congregación, y el Diálogo prohibido. El 21 de junio tuvo lugar el interrogatorio final super intentionem, que llevaba aneja la amenaza de tortura si no reconocía la verdad (amenaza que, hoy se reconoce, era puramente formal). Al día siguiente Galileo fue conducido a Santa María sopra Minerva para recibir la sentencia, y abjurar de sus opiniones.

Como prisión se le asignó la villa que la embajada de Toscana poseía en Roma, Villa Medici. Urbano VIII había ya concedido al embajador de Toscana que tras la sentencia sería posible acordar en qué modo la condena debería ser cumplida. Algunos días más tarde se permitió a Galileo trasladarse a la residencia del Arzobispo de Siena, Ascanio Piccolomini, gran amigo suyo, y a finales del año pudo regresar a su villa de Arcetri, en las afueras de Florencia. La “prisión” no le fue levantada nunca: los intentos posteriores encontraron siempre una actitud decididamente rígida por parte de Urbano VIII.

Galileo transcurrió sus últimos años en Florencia. Al abatimiento causado por el proceso y la condena se unió pronto el dolor por la muerte de su hija, Suor Maria Celeste, religiosa en el vecino convento de S. Mateo de Arcetri. A pesar de ello, poco a poco pudo reemprender sus estudios. No volvió a ocuparse públicamente de problemas cosmológicos. Retomó en cambio el estudio del movimiento, que dio como resultado la publicación en 1638 de los Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias (EN VIII:39-318). Con esta obra Galileo abrió el camino a la futura mecánica de Newton. La difusión de esta nueva obra de Galileo no encontró ningún obstáculo en Roma.

La salud de Galileo se deterioró cada vez más en sus últimos años. Perdió completamente la vista, pero siguió trabajando con la asistencia y ayuda de sus discípulos y amigos, especialmente de Vincenzo Viviani y algunos frailes escolapios. Galileo falleció en su villa de Arcetri el 8 de enero de 1642. Fue sepultado en la iglesia de Santa Croce en Florencia aunque, a causa de la oposición del Santo Oficio, solo un siglo más tarde se pudo erigir el monumento funerario previsto.


5 Los efectos y el significado del caso Galileo  

La condena de Galileo tuvo una notable incidencia en el curso de la ciencia moderna. Las autoridades pusieron un gran empeño en difundirlo a través de las nunciaturas europeas (Pagano 2009, CCIV). En el mundo científico católico produjo una comprensible preocupación. A pesar de reconocer que la condena no poseía un valor dogmático, René Descartes renunció a publicar su Traité du Monde, pues no deseaba que pudiera interpretarse como un desafío a la Iglesia católica.

Suele afirmarse que el mundo católico sufrió, a partir de entonces, un retraso del que no se recuperaría por siglos. Si bien es cierto que la discusión pública de las nuevas teorías resultó impedida, sería erróneo atribuir la causa del desplazamiento del baricentro de la nueva ciencia a un único factor. Por lo que se refiere a Italia, prácticamente el único país en el que la condena del copernicanismo y de Galileo tuvo un peso importante, la prohibición del copernicanismo fue adaptándose a las circunstancias, haciéndose progresivamente menos rígida (Heilbron 2005). Según la reconstrucción de John Heilbron, hacia 1670 se reconocía la invalidez de las objeciones racionales contra el copernicanismo. Ya en 1651 Giovanni Battista Riccioli sugería en Almagestum Novum, donde adopta una versión modificada del sistema de Tycho Brahe, que los argumentos matemáticos no tienen validez contra la astronomía copernicana: solo la autoridad sagrada y la evidencia de los sentidos podrían negar su validez (Riccioli 1651, 52). Hacia 1710 se aceptaba de nuevo que el copernicanismo fuera presentado y discutido, siempre que se calificara de “hipotético”. Cincuenta años más tarde, hacia 1760, era suficiente una mención formal a la condena, tratando después los problemas físicos del mismo modo que en cualquier otro país europeo. Y esta mención “pro forma” fue cayendo en desuso en los decenios sucesivos. A lo largo de estos dos siglos la ciencia italiana siguió contribuyendo al desarrollo de la nueva ciencia, por ejemplo a través de Giovanni Alfonso Borelli, que desarrolló una teoría de la dinámica planetaria, anticipación de la dinámica newtoniana, con la simple precaución de no aplicarla al movimiento de la Tierra, sino a los satélites de Júpiter (Koyré 1966).

En todo caso, la condena de Galileo dio origen a numerosas críticas a la Iglesia católica. En este contexto se sitúa el célebre “eppur si muove”, publicado por vez primera por Giuseppe Barletti en The Italian Library, en 1757, así como las críticas de Voltaire y de otros autores del periodo ilustrado.

La reacción de las autoridades católicas al error cometido fue lenta. Durante la primera mitad del siglo XVIII se dio una tímida apertura que llevó a permitir la construcción del monumento funerario de Galileo (1737) y la publicación de algunas de sus obras, incluido el Diálogo (1710 y 1744), aunque se exigió incluir el texto de la condena y abjura. Pero ya en 1757 Benedicto XIV ordenó eliminar del Índice la prohibición general contra los libros copernicanos. Sin embargo, los textos que habían sido condenados individualmente no fueron igualmente cancelados (a las tres obras prohibidas por el Decreto de 1616 se habían sumado Epitome Astronomiæ Copernicanæ de Kepler, prohibida en 1619, y el Diálogo de Galileo). Se aducía que gracias a la teoría de Newton y a las nuevas experiencias, la tesis del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol habría alcanzado un nuevo significado, que ya no entraba en conflicto con la Escritura.

De hecho, la percepción de los términos de la cuestión había cambiado profundamente. De ahí que el intento de censurar, en 1820, el tratado de astronomía de Giuseppe Settele fuera visto casi con incredulidad. El Santo Oficio publicó un Decreto afirmando la compatibilidad de la doctrina copernicana con la fe católica (Brandmüller y Greipl 1992). Como consecuencia, todas las obras copernicanas hasta entonces condenadas fueron finalmente eliminadas del Índice en 1822, y como tal no aparecieron ya en la siguiente edición, publicada en 1835.

Hay que esperar a la segunda mitad del siglo XIX para asistir a un primer desarrollo de los estudios históricos sobre el caso Galileo, y a las primeras ediciones del material de archivo. El fascículo del proceso, que en 1810 había sido llevado a París por Napoleón, junto con gran parte de los Archivos Vaticanos, fue finalmente recuperado en 1843, y desde entonces conservado en el Archivo Secreto Vaticano. Pero estas primeras investigaciones históricas estuvieron con frecuencia condicionadas por actitudes de parte. Por un lado, prejuicios antirreligiosos, una muestra de los cuales se halla en las conocidas obras de John Draper y Andrew White. De parte católica, preocupaciones apologéticas tendentes a salvaguardar ante todo las actuaciones del mundo eclesiástico, como en un primer estudio, Galileo y la Inquisición, preparado por M. Marini, que había tenido una parte importante en las gestiones dirigidas a recuperar los Archivos Vaticanos en París. A partir de 1850 se suceden las primeras ediciones de los documentos del proceso, por parte de Henri de L’Épinois, Domenico Berti y Karl von Gebler. Pero solo con la publicación de la Edición Nacional de las obras de Galileo bajo la dirección de Antonio Favaro entre 1890 y 1909, se llegó a una edición sustancialmente íntegra de los documentos de Archivo entonces conocidos. La apertura del Archivo Secreto Vaticano en 1881 contribuyó significativamente a esta edición, que incluía también documentos de otras fuentes.

Ya en el siglo XX la investigación sobre Galileo se desarrolló cada vez más, en gran parte gracias a la renovación de la historia iniciada entre otros por Alexander Koyré, Aneliese Meier, Alistair Crombie. El conocimiento detallado de la empresa científica de Galileo (Clavelin 1968; Shea 1972; Drake 1978) ha permitido comprender también mejor su perspectiva epistemológica. La mayor atención al contexto histórico, científico e intelectual del caso Galileo, de la revolución científica y de la Iglesia y el mundo del Barroco, ha ayudado a superar las posiciones más marcadamente ideológicas (Finocchiaro 1980; Wallace 1984, Biagioli 1993).

No resulta ya posible sostener que los jueces de Galileo actuaran movidos exclusivamente por prejuicios frente al conocimiento científico y racional. La ciencia moderna se hallaba todavía en estado germinal, y la actitud del Santo Oficio fue la que entonces se consideraba generalmente aceptada: una visión del mundo filosófico-científica de tipo aristotélico. A esto se une la complejidad de causas de diverso orden (político, personal, religioso…) que no es posible ignorar.

Por otra parte, tampoco resulta hoy posible sostener que los errores por parte de las autoridades eclesiásticas fueran inevitables, o de algún modo justificados por la situación histórica del momento, por el estado provisional de la ciencia o de las pruebas aducidas por Galileo, o por su actitud personal, como ha sido a veces sostenido en los últimos dos siglos por parte de los historiadores católicos.

A partir del Concilio Vaticano II la Iglesia católica ha querido afrontar con mayor claridad su relación con el mundo, la cultura y la ciencia contemporáneas, reconociendo los errores del pasado. El Concilio incluyó una breve referencia al caso Galileo (Gaudium et spes 36), no muy afortunada, en realidad, ya que tras la obra de Pio Paschini citada se escondía precisamente una actitud contraria a la que el Concilio deseaba mostrar (Paschini 1965). En 1979 Juan Pablo II expresó su deseo de afrontar sin prejuicios el caso Galileo, y poco después instituyó una comisión para el examen de la cuestión copernicana. Si bien los trabajos de las diversas secciones de esta comisión no dieron resultados particularmente novedosos, el discurso papal con el que se concluyeron los trabajos alcanzó notable resonancia (Juan Pablo II 1992). En algunos ambientes fue presentado como una “rehabilitación” de Galileo. No faltaron sin embargo las críticas, pues en ningún momento se afrontaba con claridad a quién correspondía la responsabilidad de los errores cometidos. La clausura de los trabajos de la comisión en 1992, en cierto sentido inesperada, causó entre algunos estudiosos la sensación de que los deseos expresados por Juan Pablo II al instituirla no habían llegado a hacerse realidad (Artigas y Sánchez de Toca 2008).

Gracias también al interés suscitado por la comisión vaticana, en los últimos decenios se ha asistido una vez más a un notable desarrollo de los estudios acerca del caso Galileo, que han contribuido a un conocimiento cada vez más detallado de las circunstancias en las que se produjo, su documentación histórica, las distintas causas que concurrieron y sus implicaciones (Biagioli 1993; Shea y Artigas 2003; Beretta 2005b; Blackwell 2006; Shea y Artigas 2006; Finocchiaro 2005; Pagano 2009; Finocchiaro 2010; Westman 2011).

Las interpretaciones del caso Galileo, sin embargo, siguen siendo discordantes, sobre todo en dos cuestiones fundamentales: (1) ¿cuál era el valor doctrinal de la condena del copernicanismo?; y (2) ¿cuáles fueron las causas del error cometido por las autoridades de la Iglesia católica?

1. En los últimos años se ha sostenido con cierta frecuencia que las decisiones acerca del sistema copernicano pondrían en cuestión la infalibilidad del magisterio pontificio (Beretta 2001; Beretta 2005b; Lerner 2005). El Decreto del Índice calificó en 1616 la opinión copernicana como “contraria a la Sagrada Escritura”. Pero Urbano VIII habría modificado esta calificación en 1633, al ordenar que Galileo fuera condenado como “vehementemente sospechoso de herejía”. Con este acto el Papa habría determinado que la tesis copernicana constituía propiamente una herejía. Ahora bien, hoy reconocemos que tal juicio era erróneo, por lo que la infalibilidad pontificia quedaría en entredicho.

Esta interpretación contrasta con la lectura tradicional, que ve en el caso Galileo un error circunstancial que no afecta al núcleo esencial de la doctrina católica. Desde el punto de vista doctrinal, son infalibles solamente aquellas doctrinas que el Romano Pontífice define expresamente, de modo solemne y como pastor supremo de la Iglesia, como pertenecientes a la fe o a la moral (Denzinger 2009, 3074). Ahora bien, en el caso Galileo ningún acto tuvo tales características: faltaba no solo la afirmación explícita del carácter magisterial, sino incluso la intención de definir una doctrina. Prueba de ello es el hecho mismo de que el Santo Oficio no emanara en 1616 ningún decreto, sino que se limitara a trasmitir la cuestión al Índice (que no tenía competencia para definir una doctrina). Y aunque fue Urbano VIII quien determinó, en 1633, la sentencia de Galileo, fue también él mismo quien decidió que fuera proclamada por el tribunal del Santo Oficio, sin intervención directa del Romano Pontífice.

Los mismos contemporáneos de Galileo eran conscientes de este hecho. En el lenguaje común se utilizaba a veces la palabra “herejía”, pero en círculos intelectuales y científicos siempre se reconoció que no se trataba de una definición dogmática, como testimonia explícitamente René Descartes en una carta a Marin Mersenne en abril de 1634 (Descartes 1897, 288). Esta era, por otra parte, la opinión que el mismo cardenal Maffeo Barberini había expresado tras la publicación del Decreto del Índice de 1616, según le fue relatado a Galileo: la Iglesia no había condenado el copernicanismo como herético, sino solamente como temerario (EN XIII:182).

En todo caso, el texto mismo de la sentencia excluye que se intentara modificar la calificación teológica del copernicanismo, definiéndolo como herético. La sentencia afirma que Galileo es vehementemente sospechoso de herejía por “haber sostenido y creído una doctrina falsa y contraria a las Sagradas y divinas Escrituras, que el Sol es el centro de la Tierra [sic: del mundo] y que no se mueve de oriente a occidente, y que la Tierra se mueve y no es el centro del mundo, y [haber creído] que se puede sostener y defender como probable una opinión después de que ha sido declarada y definida como contraria a la Sagrada Escritura” (Pagano 2009, 164). La interpretación antes mencionada considera que “sospechoso de herejía” significa “sospechoso de sostener que el Sol es el centro del mundo y que la Tierra se mueve”, y esto significaría calificar precisamente como “herejía” la doctrina del movimiento de la Tierra y de la inmovilidad del Sol, esto es la doctrina copernicana.

Pero la sentencia añade un segundo elemento: haber creído “que se puede sostener y defender como probable una opinión después de que ha sido declarada y definida como contraria a la Sagrada Escritura”. Esta segunda cláusula hace innecesaria la “recalificación doctrinal” del copernicanismo. La sospecha de herejía no proviene simplemente del haber sostenido la tesis copernicana, sino del haberlo hecho después de que la Iglesia se hubiera pronunciado, declarando que esta tesis es contraria a la Sagrada Escritura, y prohibiendo por esa razón sostenerla y defenderla. Haber persistido en su defensa tras la publicación del Decreto del Índice y, más aún, tras haber recibido un precepto formal que le intimaba a abandonarla, hacía sospechar un cierto desprecio a la autoridad de la Iglesia, única guía para interpretar y custodiar la Escritura.

A esto se añade otro hecho que ha sido poco advertido: el mismo texto de la condena aplica una vez más a la doctrina copernicana la calificación de “falsa y contraria a las Sagradas y divinas Escrituras”. Si la intención hubiera sido precisamente la de modificar esta calificación, para declarar herético el copernicanismo, este hecho resultaría incomprensible.

2. Queda por afrontar la segunda cuestión: Desde el punto de vista objetivo, Galileo estaba sin duda en lo cierto: la teoría copernicana, a pesar de los límites que todavía presentaba, significaba un progreso importante en el conocimiento del mundo físico. Los argumentos que Galileo presentaba en favor de la autonomía de la ciencia natural nos parecen hoy claros y decisivos. Las autoridades romanas, por tanto, cometieron un grave error. ¿Cuáles fueron sus causas? Y por tanto, ¿qué juicio global merece el caso Galileo?

La interpretación más común, al menos desde los tiempos de la Ilustración, atribuye el caso Galileo a una intrínseca hostilidad entre religión y ciencia. Los jueces de Galileo habrían advertido que el nuevo método, basado en la experiencia y la razón, podía desautorizar la teología, fundada en la autoridad, y habrían actuado decididamente para impedirlo. Se puede atribuir esta actitud a la religión en general (que por tanto debería ser desautorizada), o bien a una confesión particular: la Iglesia católica, el cristianismo, etc. En cualquier caso, estaríamos ante un conflicto explícito entre la ciencia moderna y la religión.

Otros autores, en cambio, sostienen que se trató de un error circunstancial, debido al carácter incompleto y provisional de la ciencia del momento. Los jueces de Galileo no habrían intentado oponerse directamente a la ciencia, pero anclados en una metodología tradicional, habrían sido incapaces de intuir el valor del nuevo método científico. El error habría sido, de algún modo, inevitable. En algunos casos se llega a afirmar que desde el punto de vista epistemológico su actitud estaba justificada, pues Galileo no llegó a presentar una demostración concluyente del copernicanismo. “La lógica estaba de parte de Osiander, Belarmino y Urbano VIII”, escribió P. Duhem (1990, 136). Ante una teoría no demostrada los jueces de Galileo habrían actuado prudencialmente intentando impedir su difusión.

Tanto en un caso como en otro, se considera que la actitud frente a la ciencia fue el elemento central del caso Galileo. Sin embargo, la cuestión científica, curiosamente, apenas si fue considerada a lo largo de los dos procesos, pese a constituir el origen de la cuestión. El único examen del contenido de la teoría copernicana, extremadamente veloz, tuvo lugar en 1616, y fue llevado a cabo por un grupo de teólogos que no estaban cualificados para evaluar una cuestión de tipo astronómico o cosmológico. Mientras que en 1633, la cuestión de la validez o de la falsedad del sistema copernicano no volvió a ser examinada. A pesar de los argumentos que Galileo había presentado en el Diálogo, mostrando la insuficiencia de la visión aristotélica del cosmos, nunca llegó a producirse un auténtico debate.

Tampoco se examinó con atención la cuestión hermenéutico-teológica. La tradición católica poseía los instrumentos conceptuales necesarios para resolver la cuestión: tanto San Agustín, repetidamente citado por Galileo, como Santo Tomás, habían indicado las líneas apropiadas para evitar conflictos innecesarios y salvaguardar la verdad de la fe. La exégesis reciente, por su parte, había considerado abiertamente el “principio de acomodación” (Kelter 2005, Fabris 1986), que permitía comprender por qué el lenguaje de la escritura podía no corresponder a una descripción científica de la realidad física. Pero los jueces tampoco afrontaron directamente el problema en el plano hermenéutico. Se limitaron en cambio a intentar detener el debate incluyendo en el Índice los libros copernicanos y prohibiendo a Galileo continuar discutiendo públicamente la cuestión. Pero eso llevaba consigo un grave error teológico, al asumir lo que no era sino una particular visión de la realidad (la imagen aristotélica del cosmos) como si se tratara del contenido auténtico de la verdad revelada.

La “falta de atención” al problema científico y al problema hermenéutico fue una de las causas principales del desenlace del caso Galileo. Nunca hubo un auténtico examen de la cuestión desde el punto de vista del conocimiento racional de la naturaleza y de su relación con la doctrina cristiana. La “falta de apertura epistemológica para clarificar el conjunto de disciplinas del saber” (Juan Pablo II 1992), impidió una actitud de atenta reflexión, necesaria para resolver los conflictos que parecían presentarse. Y ese fue sin duda uno de los errores fundamentales de las autoridades romanas.

Junto a esto pueden indicarse toda una serie de causas de otro orden –político, cultural, personal– que han sido repetidas veces consideradas por los estudiosos. En la compleja situación política de la Guerra de los treinta años, Urbano VIII pudo verse obligado a adoptar una actitud rígida para defenderse de las críticas hacia su política filo francesa, particularmente comprometida a causa de la alianza de Francia con la Suecia protestante. Desde el punto de vista personal Urbano VIII se sintió traicionado por sus colaboradores (Ciampoli y Riccardi, principalmente) y por el mismo Galileo, a quien consideraba haber favorecido de modo excepcional. El argumento de la omnipotencia divina, que Urbano VIII, apoyado en su “teólogo personal” Agostino Oreggi (Bianchi 2001), había indicado a Galileo como modo de resolver definitivamente la cuestión, había sido usado por Galileo, al final del diálogo, en su contra (Pagano 2009, 52). El Papa no solo debió sentirse humillado al ver sus palabras en boca de Simplicio, uno de los personajes menos favorecidos del Diálogo, sino que vio en Galileo una actitud cercana a la doctrina de la doble verdad que los “filósofos” habían nuevamente puesto en boga en los círculos aristotélicos paduanos, y contra la que Urbano VIII estaba decidido a luchar (Beretta 2005c).

Estas circunstancias no alteran el punto central del caso Galileo. Las decisiones de 1616 y 1633 constituyeron serios errores desde el punto de vista prudencial y pastoral. En la condena de 1616 predominó la preocupación de poner coto a un discusión pública que había alterado los ánimos en Florencia y Roma, evitando entrar en el mérito de la cuestión, que quedaba por tanto sin resolver. Se pusieron así las bases para el proceso disciplinar de 1633, que revela en muchas de sus fases una impronta autoritaria cuya justificación disciplinar, teológica y política, resultaba claramente insuficiente. Y esto llevó a ignorar las razones científicas de Galileo, y a asumir una posición que pocos decenios más tarde iba a demostrarse errónea. Su huella ha pesado a lo largo de la historia, y sigue sirviendo de advertencia para evitar actitudes que puedan distorsionar el sentido auténtico de la revelación.


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7 Cómo Citar  

Martínez, Rafael A. 2016. "El caso Galileo". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/El_caso_Galileo


8 Derechos de autor  

DERECHOS RESERVADOS Diccionario Interdisciplinar Austral © Instituto de Filosofía - Universidad Austral - Claudia E. Vanney - 2016.

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