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Derechos humanos

En las páginas siguientes se tratarán los aspectos centrales del debate sobre los derechos humanos. La pregunta que lo articula es acerca de la posibilidad y racionalidad de un discurso jurídico sobre los derechos humanos. Lo haremos partiendo de un dato de la realidad imposible de soslayar: la presencia de los derechos en las leyes y en las sentencias de cualquier fuero y jurisdicción. Afirmada la realidad de los derechos y la pretensión de racionalidad de su discurso, se recorrerán cuatro temas: el concepto, el catálogo, la interpretación y el fundamento de los derechos. Se trata de los elementos básicos que debe contener toda teoría de los derechos humanos que tenga pretensión de comprehensividad (una enumeración algo más amplia en Martínez-Pujalte y De Domingo 2011, 2).

En cada uno de los temas se procurará presentar las opiniones fundamentales, sin renunciar por ello a un juicio crítico. Hablaremos, por eso, de “amenazas” a la viabilidad de una teoría consistente de los derechos. Esas amenazas pueden ser expresadas muy sintéticamente del siguiente modo: respecto de la interpretación, la amenaza es el conflictivismo; con relación al catálogo, el peligro es una inflación de derechos; el fundamento se enfrenta a dos riesgos: el de reducirlo al binomio autonomía-consenso, por un lado, o el de la elusión de su planteamiento, por otro; el concepto, por último, se enfrenta a la amenaza de un doble reductivismo: un racionalismo que sepulte las legítimas diferencias y un particularismo que anule la universalidad. Una amenaza más general proviene del hecho de que el atractivo retórico de los derechos conduce a que con no poca frecuencia sean empleados de modo retorcido por razones ideológicas (sobre esto, Glendon 1999, 171).


Contenido

1 Introducción  

Hace ya más de veinticinco años Carlos Nino abría su Ética y derechos humanos con una afirmación tajante y provocativa: “es indudable que los derechos humanos son uno de los más grandes inventos de nuestra civilización” (Nino 1989, 1. Otra aproximación similar a la de Nino, entre muchas otras, resaltando algunas de las ambigüedades de la noción de derechos, en Barry y Southwood 2011, 1-15. Sobre la aparición histórica del concepto cfr. Gordon Lauren 2013). Con ella, el autor argentino pretendía destacar varias cosas: “en primer lugar, que el reconocimiento efectivo de los derechos humanos podría parangonarse al desarrollo de los modernos recursos tecnológicos aplicados, por ejemplo, a la medicina, a las comunicaciones o a los transportes en cuanto al profundo impacto que produce en el curso de la vida humana en una sociedad; en segundo término, que tales derechos son, en cierto sentido, «artificiales», o sea que son, como el avión o la computadora, producto del ingenio humano, por más que, como aquellos artefactos, ellos dependan de ciertos hechos «naturales»; en tercer lugar, que, al contrario de lo que generalmente se piensa, la circunstancia de que los derechos humanos consistan en instrumentos creados por el hombre no es incompatible con su trascendencia para la vida social” (Nino 1989, 1).

Late tras estas ideas un juicio de valor cuya aceptación se encuentra muy difundida: el reconocimiento, la tutela y la promoción de los derechos han mejorado al ser humano, han hecho mejor al mundo. Esta constatación resulta paradójica a primera vista con otra: la dificultad existente en dar con un concepto de derechos humanos (Cfr., por ejemplo, Dembour 2012, 137-145). Es tan grande el disenso al respecto que no han faltado quienes propusieron dejar de lado el asunto, abandonar los desacuerdos en torno a la teoría de los derechos para pasar directamente a su praxis, sobre la que, en cambio, habría un consenso robusto. La propuesta no tuvo el éxito esperado, como consecuencia inevitable de las diferencias importantes que han aparecido en torno a la interpretación de varios de los derechos más importantes: los derechos sociales en situaciones de crisis económicas, el derecho a la vida en su comienzo y finalización, el derecho a la tutela judicial efectiva en los casos de terrorismo, entre otros. El intento de dejar de lado las discusiones teóricas para concentrarse en la práctica no provocó más que su traslación. La expulsión de la teoría por la puerta no impidió su reaparición por la ventana. No podría ser de otro modo: sin un concepto no se puede acceder al fundamento de los derechos, y sin una y otra cosa —en definitiva, sin una teoría de los derechos— no resulta factible una práctica consistente: el operador jurídico se ve obligado a navegar con la sola luz de su intuición en el oscuro océano de la interpretación de los derechos.

¿Por qué hay tantas discusiones en torno al concepto de derechos? Los desacuerdos en torno a los tres elementos que destaca Nino en el párrafo transcripto pueden servir como respuesta inicial. Su grado de aceptación difiere: es muy amplia en el primero, intermedia en el segundo y baja en el último. No hay acuerdo sobre cómo es posible que una realidad sea artificial y a la vez se base en ciertos “hechos naturales” —ni qué son ni cómo se conocen esos “hechos”—, ni tampoco en la medida en que un producto o invento cultural basado en una naturaleza trasciende la sociedad que lo vio nacer o lo inventó. Sin respuesta a estas inquietudes teóricas no es factible, repito, una praxis coherente de los derechos.

Por otro lado, complicando aún más el horizonte, no es posible la elaboración de un concepto que no dialogue con la práctica. No hay mejor praxis que una buena teoría, pero toda buena teoría se nutre de la praxis. Dicho con otras palabras, para una teoría completa de los derechos la cuestión del concepto es indisociable de otros temas cruciales: el fundamento, la intepretación, el catálogo, los límites, las técnicas de protección.

Situados frente a este panorama de dificultades, autores de tendencias muy disímiles han propuesto un abandono no ya de la pretensión de llegar a un concepto o a un fundamento más o menos compartido de los derechos humanos, sino de la idea misma, o su reclusión en las esferas de la Ética o de la Religión. Es, hasta cierto punto, la posición de Eugenio Bulygin, quien luego de reconocer que sólo tiene sentido hablar de derechos humanos si se los puede fundamentar en algo más que en el Derecho positivo y de afirmar que tal fundamento no existe, criticó la “falsa seguridad” a la que conducen unos derechos que quedan huérfanos de todo soporte (Bulygin 1987, 79-84. Cfr. un comentario interesante sobre la posición del profesor Bulygin, contraponiéndola a la de C. Nino, de Ricardo Guibourg en Atienza 1989, 5-58). Se trata de un cuestionamiento en la misma línea del que ya había hecho, muchos años antes, Jeremy Bentham (Bentham 1843, 489-534). Desde el (hoy llamado) positivismo excluyente, los derechos humanos “contaminan” la pureza conceptual a la que el Derecho debe aspirar. Partiendo de otros presupuestos, Michel Villey llegó a una conclusión semejante. En su opinión, el “lastre” moderno que impregna a los derechos humanos frustra todo intento de tratamiento técnico-jurídico riguroso (Villey 1983, 7-14, 105-130, y 1986, 145-151). Para un sector del iusnaturalismo clásico, del que forma parte este autor, los derechos imponen una moralización del Derecho que impide el correcto enfoque y la resolución de los problemas jurídicos. Finalmente, el marxismo en sus diversas manifestaciones es también, por su radical antijuridicidad, contrario a la afirmación de la posibilidad de un discurso jurídico acerca de los derechos (Massini Correas 1986 y 1976).

Otro grupo de autores, de diferentes tendencias, han explorado la plausibilidad de una respuesta distinta, que afirme la juridicidad de los derechos humanos sobre la base de dejar de lado los presupuestos filosóficos “débiles” que, en su opinión, tienen los derechos y de dotarlos de fundamentos más sólidos (Ballesteros, 146-158, quien en el ámbito concreto de la teoría de los derechos humanos, sugiere que la clave de lo que él denomina “resistencia” se encuentra en una recuperación de la noción de inalienabilidad). Entre ellos destacan por su impacto singular Ronald Dworkin, Robert Alexy y John Finnis. Cada una de estas propuestas ha buscado fundamentar su visión de los derechos en una teoría de la justicia; respectivamente, en la de Rawls, Habermas y Tomás de Aquino, en algunos casos con no pocas críticas y enmiendas. En el ámbito hispanoparlante merecen mención los esfuerzos de Carlos Nino, quien buscó una teoría de la justicia que conciliara los aportes de Rawls y de Habermas, y de Javier Hervada y Carlos Ignacio Massini Correas, que buscaron conciliar iusnaturalismo y derechos.

En las páginas siguientes se tratarán los aspectos centrales de este debate. La pregunta que lo articula es acerca de la posibilidad y racionalidad de un discurso jurídico sobre los derechos humanos. Lo haremos partiendo de un dato de la realidad imposible de soslayar: la presencia de los derechos en las leyes y en las sentencias de cualquier fuero y jurisdicción. Afirmada la realidad de los derechos y la pretensión de racionalidad de su discurso, se recorrerán cuatro temas: el concepto, el catálogo, la interpretación y el fundamento de los derechos. Se trata de los elementos básicos que debe contener toda teoría de los derechos humanos que tenga pretensión de comprehensividad (una enumeración algo más amplia en Martínez-Pujalte y De Domingo 2011, 2).

En cada uno de los temas se procurará presentar las opiniones fundamentales, sin renunciar por ello a un juicio crítico. Hablaremos, por eso, de “amenazas” a la viabilidad de una teoría consistente de los derechos. Esas amenazas pueden ser expresadas muy sintéticamente del siguiente modo: respecto de la interpretación, la amenaza es el conflictivismo; con relación al catálogo, el peligro es una inflación de derechos; el fundamento se enfrenta a dos riesgos: el de reducirlo al binomio autonomía-consenso, por un lado, o el de la elusión de su planteamiento, por otro; el concepto, por último, se enfrenta a la amenaza de un doble reductivismo: un racionalismo que sepulte las legítimas diferencias y un particularismo que anule la universalidad. Una amenaza más general proviene del hecho de que el atractivo retórico de los derechos conduce a que con no poca frecuencia sean empleados de modo retorcido por razones ideológicas (sobre esto, Glendon 1999, 171).


2 La realidad de los derechos humanos  

2.1 Las posturas negatorias: las ideas de Michel Villey  

La finalización de la segunda guerra mundial produjo una crisis en el positivismo jurídico. Los juristas alemanes, formados en el positivismo, se habían visto privados de herramientas conceptuales con las que enfrentar una legislación en muchos puntos aberrante. La consecuencia de esta crisis no supuso, sin embargo, en la mayoría de los casos, un abandono total del positivismo, sino su replanteamiento. En concreto, un conjunto más o menos homogéneo de autores positivistas coincidió en dejar de lado la llamada “tesis ideológica” o “tesis de la obediencia” y algunas de las tesis más criticadas de la teoría jurídica positivista, como la de la aplicación mecánica, la de la coherencia y la de la plenitud. Estos autores mantuvieron, no obstante, la tesis epistemológica, es decir, la que propone la separación conceptual entre derecho y moral, la tesis coactiva o de las fuentes sociales, y, en menor medida, las tesis imperativa y legalista. No es este el momento de evaluar la viabilidad del intento, tarea que, por otro lado, ha sido realizada no hace mucho (Serna 1997, 279-314). Me limitaré, en cambio, a señalar que la vía generalmente utilizada para superar la tesis de la obediencia consistió en la asunción de la teoría de los derechos humanos. A partir de 1945, se propuso, la ley no puede tener cualquier contenido, sino que cuenta con un límite negativo, con un conjunto de valores o bienes que no puede violentar, constituido por los derechos humanos (Serna 1990, 13-26).

Al replanteamiento del positivismo se sumó un “retorno” al Derecho natural. Los autores iusnaturalistas procuraron distinguir dos versiones del iusnaturalismo: la clásica y la moderna, y propusieron la primera criticando, simultáneamente, la segunda. En ese contexto, el tema de los derechos humanos adquirió en el iusnaturalismo una relevancia singular. De un lado, resulta indiscutible la filiación moderna de los derechos; es decir, su dependencia como concepto histórico de una Modernidad que se consideraba en crisis y que se prefería olvidar. De otro, un discurso consistente acerca de los derechos parece requerir la aceptación de determinados bienes o valores básicos que actúan como límite —al menos— del derecho positivo, en sintonía con la propuesta iusnaturalista.

Según que se pusiera el acento en la primera característica o que se rescatase la segunda, surgieron autores iusnaturalistas que negaron la posibilidad o la conveniencia del discurso de los derechos, y otros que lo aceptaron, proponiendo, eso sí, su replanteamiento. Entre los primeros se encuentra Michel Villey (aunque no es el único. Cfr, entre otros autores, Tuck 1979, Tierney 1997, Fortín 1982 y McInerny 1991. Un análisis profundo de estas ideas en Orrego 2008, 135-157), autor que ejerció una poderosa influencia en el pensamiento de Javier Hervada. Este último, no obstante, se apartó en este punto —como en otros— del profesor francés (Serna 1999, 16). Consideraré brevemente, a continuación, los argumentos principales de Villey en contra de la doctrina de los derechos humanos, e intentaré dar cuenta, luego, en el epígrafe siguiente, de algunas de las razones que condujeron a Hervada a sostener una postura distinta.

Los derechos humanos, según Villey, son pasibles de las siguientes críticas (Seguiremos la sistematización que se lleva a cabo en Rabbi-Baldi 1990, 495-499. El pensamiento de Villey en esta materia puede encontrarse en 1972, 9-16; 1981, 414-418; 1982, 691-701; 1985, 185-203; 1986, 191-199, y, especialmente, 1983):

a) son irreales, porque realizan promesas que la realidad económica o política de los países a los que se aplican se encarga de desmentir (Villey 1983, 10-11);

b) son contradictorios. A juicio de Villey, “cada uno de los derechos del hombre es la negación de otros derechos del hombre y practicados separadamente originan injusticias” (Villey 1983, 13);

c) son indeterminados, puesto que carecen de límite y de medida que permitan establecer qué es de cada quien;

d) son “interiores”, es decir, carecen de la nota de exterioridad que caracteriza a todo derecho;

e) no pasan de ser meros ideales o proyectos políticos sin contenido jurídico, y además son parciales, por ser expresión de los intereses de un grupo de poder.

Según Villey, en suma, “la aparición de los derechos del hombre es un testimonio de la descomposición del concepto de derecho. Su advenimiento fue el correlato del eclipse o de la perversión, en la filosofía moderna individualista, de la idea de justicia y de su herramienta: la jurisprudencia. Tenía por fin la medida de las relaciones justas. Este arte autónomo cumplía un oficio propio, irreemplazable. Las filosofías de la Europa moderna lo hicieron a un lado. El interés por una justa repartición desapareció de sus obras. Esos no juristas que fueron los inventores de los derechos del hombre sacrificaron la justicia, sacrificaron el derecho” (Villey 1983, 154).

Hasta aquí una síntesis sobre la posición del profesor francés, ejemplo, como se mencionó, de la postura negativa. Corresponde pasar, a continuación, a la exposición de una propuesta alternativa.


2.2 Las posturas afirmativas: las ideas de Javier Hervada  

Como ejemplo de una posición afirmatoria puede presentarse a Javier Hervada. Se trata de un iusfilósofo que siguió de cerca las ideas de Villey aunque se apartó de ellas precisamente en este punto, como ya se mencionó. Esto último llama especialmente la atención en un contexto científico como el vigente entonces -entre comienzos y mediados de la década del 70- que aún no había desarrollado una teoría sofisticada acerca de los derechos humanos. Probablemente las razones de esta diferenciación sean sobre todo dos: la aceptación por parte de Hervada de la noción de derecho subjetivo y, en especial, un rigor intelectual que le llevó siempre en su trabajo académico a partir de los hechos más simples y evidentes; en este caso, la presencia de los derechos en los discursos políticos y jurídicos. En los puntos siguientes se considerarán uno y otro tema.


2.2.1 La aceptación de la noción de derecho subjetivo  

La aceptación de los derechos humanos supone el encaje previo dentro del discurso jurídico de la idea de derecho subjetivo, cuestionada por Villey (aunque no sólo por Villey: son bien conocidas las críticas de Hans Kelsen).

Al tratar sobre el concepto de derecho, Hervada sostiene que “al igual que ocurre con la palabra justicia, el término «lo justo» es usado en los más diversos significados” (Hervada 1994, 57). Es, en primer lugar, el objeto de la justicia, “aquella cosa que la virtud de la justicia impele dar a otro por constituir lo suyo” (Hervada 1994, 57). Lo justo es, “al mismo tiempo, el objeto del arte del derecho, aquello respecto de lo cual es arte, siendo como es el arte de lo justo y de lo injusto. El arte del jurista del que aquí hablamos consiste en determinar, dentro de una relación social, o dentro de una trama de relaciones sociales, qué cosas corresponden en derecho a cada uno de los sujetos. A esas cosas que corresponden a cada sujeto, lo suyo, las llamamos lo justo” (Hervada 1994, 57). Siendo esta la perspectiva principal, cabe sin embargo una mirada más amplia, que da entrada a la ley, que “es derecho en relación a la cosa justa: regla del derecho” (Hervada 1994, 61), y al derecho subjetivo. Lo justo como cosa o conjunto de cosas no es propiamente este último, sino “las cosas que, desde la perspectiva de ese derecho, reciben el nombre de objeto del derecho subjetivo” (Hervada 1994, 58). La cosa se hace jurídica, ius o derecho, “en virtud de su cualidad de debida. Esta cualidad es una cualidad de la cosa y, por ello, la cosa misma es derecho o ius. Lo jurídico no es sólo el derecho subjetivo —que en todo caso es facultad de la persona— sino también la cosa, porque la cualidad de debida es cualidad de la cosa; la cosa misma es la debida y exigible, por lo que ella misma es jurídica, es derecho o ius” (Hervada 1994, 58). Ahora, bien, “todo derecho, en cuanto es debido, genera en el titular del derecho la posibilidad de exigir la entrega de la cosa o el respeto al derecho. De todo derecho es propia la facultas exigendi” (Hervada 2008, 243). Lo anterior se comprende mejor cuando se cae en la cuenta de que la juridicidad no revela una sustancia sino una relación. “Por eso todo lo que llamamos derecho tiene dos nombres: el nombre de sustancia y el nombre de relación” (Hervada 1994, 58). Así, el derecho-norma se llama, como sustancia, ley, y como relación, derecho; la cosa tiene el nombre que le corresponde como sustancia (vida, honor, intimidad, una suma de dinero, un hacer) y será llamada derecho (en sentido realista), cuando sea considerada desde la perspectiva de la relación; y la facultad moral es llamada así como sustancia y será llamada derecho subjetivo como relación, “en cuanto conjunto de manifestaciones del poder o dominio sobre la cosa” (Hervada 1994, 57-58). Cabe, por otro lado, una aproximación paralela, puesto que “las cosas que constituyen el derecho pueden ser cosas incorporales, como una función y un poder (...). Pueden existir facultades o poderes de hacer y tener que correspondan a una persona. La facultad o poder es, en tal caso, la cosa justa, el derecho del sujeto. Claro es que, entonces, el derecho subjetivo no es un factor del orden jurídico distinto del derecho; es sencillamente derecho” (Hervada 1994, 62).

Para Hervada, en definitiva, “hay derechos subjetivos que son cosas justas y los hay que son manifestaciones de la cosa como derecho, manifestaciones del derecho. En cualquier caso, el derecho subjetivo no es un factor jurídico independiente y distinto del orden jurídico: o es derecho o manifestación del derecho” (Hervada 2008, 243-244). Se sigue de lo anterior que el derecho o cosa justa es perfectamente compatible con el derecho subjetivo, a diferencia de lo que propone Villey (Villey 1976. Cfr. su análisis y crítica en Rabbi-Baldi 1990, 437-486), quien sólo admite parcialmente esa compatibilidad, puesto que no acepta que la persona, por el sólo hecho de ser tal, sea portadora de derechos (Según Rabbi-Baldi, “Villey no reconoce una esfera de subjetividad a la persona en virtud de la naturaleza de ésta, sino a raíz de la posición jurídica que desempeña en la sociedad. Lo que califica a ésta no es el hecho de ser persona, sino su estatuto, su función en el contexto de ciertas relaciones sociales a las que se enfrenta” —Rabbi-Baldi 1990, 502—). La aceptación de la noción de derecho subjetivo permite comprender la noción de derechos humanos. Esto no significa que los derechos humanos se configuren de modo preciso como derechos subjetivos. Sí, en cambio, supone que su comprensión cabal requiere de dicha aceptación.


2.2.2 Los derechos humanos son una realidad  

La presencia de los derechos humanos en el discurso jurídico, ético y político es una realidad de la que se debe partir. Resulta significativo, en este sentido, continuando con Hervada, que haya sido editor de varias recopilaciones de documentos acerca de los derechos humanos. Estamos ante un buen conocedor de los textos en los que los derechos humanos han ido apareciendo históricamente, tanto dentro como fuera de España, y que permiten hablar, a su juicio, de un ius commune en la materia, un “Derecho común —o que tiende a serlo— a todos los pueblos y naciones, bien sea porque ha nacido con pretensiones de universalidad, bien sea porque aparece como modelo para iniciativas similares” (Hervada y Zumaquero 1992, 15).

Para Hervada, vale la pena insistir, los derechos humanos son una realidad que constituye uno de los puntos de partida necesarios de la reflexión iusfilosófica. Se pregunta nuestro autor: “¿qué realidad debe tenerse en cuenta para elaborar el concepto de derecho?; ¿cuáles son los datos de los que hay que partir?”. La respuesta, en su caso, no ofrece dudas: “si la realidad a tener en cuenta —no digo como punto de llegada, sino como punto de partida— es todo aquello que la conciencia jurídica ha tenido y tiene como derecho, me parece que los derechos humanos deben ser tomados en consideración” (Hervada 1993, 459). Hervada se atiene, por tanto, al uso ordinario del lenguaje, siguiendo en esto lo aconsejado por Tomás de Aquino, y prefiere partir de lo que todos consideran obvio, para proponer luego, como se verá, una comprensión de los problemas que se han ido planteando, algo diferente de la habitual. Según este autor, en definitiva, “los derechos humanos no son una conclusión de filósofos y juristas, sino una realidad jurídica y política. Lo que se trata de observar y conocer en profundidad —en cuanto es propio de la filosofía del derecho y la ciencia jurídica— es una realidad objetiva (una teoría y una praxis vividas), plasmada en multitud de textos políticos y jurídicos, nacionales e internacionales. Hay que estar a cómo se presenta esa realidad” (Hervada 1993, 660).

Sobre las bases anteriores es posible sostenter, en nuestra opinión, la juridicidad y la realidad de los derechos humanos.


2.3 La recepción de los derechos humanos en el positivismo conceptual  

Como se ha dicho al comienzo, no todos los autores positivistas rechazaron la idea de derechos humanos. El llamado “positivismo conceptual” la recepta y la utiliza para intentar superar las críticas sufridas por el positivismo normativo tras 1945 (cfr. Serna, P., Positivismo conceptual y fundamentación de los derechos humanos, Pamplona, Eunsa, 1990). Se trata de una propuesta que se enfrenta a dos cuestionamientos no fáciles de superar.

El primero de ellos se relaciona con el lenguaje ordinario sobre los derechos, al que acabamos de referirnos. Hervada expone al respecto lo siguiente: “cuando se habla de derechos humanos, con esta expresión se quiere designar un tipo o clase de derechos, una de cuyas notas esenciales es la de ser preexistentes (o «anteriores» según el lenguaje más generalizado) a las leyes positivas. Por lo menos a esa conclusión lleva el sentido obvio del lenguaje utilizado, tanto por las declaraciones antiguas y modernas y los pactos internacionales, como por los distintos movimientos en favor de esos derechos o —en general— por quienes sobre ellos hablan y escriben” (Hervada 1993, 451-452)1. Los derechos humanos son entendidos, comúnmente, como “aquellos derechos (...) que el hombre tiene por su dignidad de persona —o si se prefiere, aquellos derechos inherentes a la condición humana—, que deben ser reconocidos por las leyes; en caso de que esos derechos no se reconozcan, se dice que se comete injusticia y opresión” (Hervada 1993, 452).

Según Hervada, el corolario de lo anterior cae por su propio peso: “si se trata de derechos que deben ser reconocidos, cuya contravención genera injusticia e incluso el derecho a la resistencia, la conclusión parece evidente: por derechos humanos entendemos unos derechos que preexisten a las leyes positivas. Por eso, esos derechos se dice que se declaran; y de ellos se dice también que se reconocen —no que se otorgan o conceden— por las leyes positivas” (Hervada 1993, 452). Y he aquí el primer problema: ¿cómo compatibilizar este lenguaje y lo que mediante él se pretende designar con la afirmación positivista de que el único derecho es el derecho positivo? Se trata de una tarea imposible: si el único derecho es el derecho positivo no hay derechos anteriores, preexistentes, a los que se deba reconocer. En palabras del propio Hervada: “si no existe más derecho que el derecho positivo, los derechos humanos, en cuanto tales, no existen. Como derechos son una irrealidad, una construcción vacía” (Hervada 1993, 653). Una consideración en serio de los derechos humanos impone, por tanto, “eliminar como punto de partida la ecuación «derecho igual a ley positiva» y reconocer —al menos como posibilidad— la existencia de verdaderos derechos preexistentes a la ley positiva” (Hervada 1993, 459).

Un segundo problema se encuentra conectado con el anterior. Buena parte de los autores positivistas entienden que los derechos humanos se fundamentan en el consenso. Ahora bien, esto tampoco parece compatible con la constatación mencionada al comienzo: “desde su nacimiento hasta hoy, lo que late tras los derechos humanos es la antigua y permanente idea de que existe algo —que llamamos derechos del hombre, derechos naturales o derechos humanos— poseído por el hombre como tal, frente a lo cual la ley positiva o lo reconoce o es injusta” (Hervada 1993, 462). El consenso, por otra parte, es relativo, y el relativismo es incompatible con “la naturaleza de los derechos humanos”, además de presentar otros muchos problemas que aconsejan “enterrarlo piadosamente” (Hervada 2002, 125 y 127). Un ejemplo que da el propio Hervada es su inconsistencia epistemológica: «la proposición “sólo existen los hechos” (sensibles) no puede fundamentarse en los hechos mismos, pues los hechos lo que pueden manifestar y manifiestan es que “hay hechos” y no más. El conocimiento sensible de un árbol me puede enseñar muchas cosas sobre ese árbol, pero nada me dice acerca de si el concepto “árbol” es sólo general o universal. En otras palabras, la cuestión de si sólo existe el conocimiento empírico no se deduce del conocimiento empírico. Sólo tiene sentido afirmar que no hay más que un conocimiento empírico, si nos situamos en un nivel cognoscitivo superior, metafísico. Estrictamente hablando, como ha hecho notar Serna con otros autores, las posturas antimetafísicas que así se expresan, lo hacen empleando una peculiar proposición metafísica negatoria de la metafísica. Lo que es una contradicción. Lo mismo ocurre con el relativismo, puesto que parte del empirismo» (Hervada 2002, 121). Se hace necesario, en suma, anclar los derechos humanos en algo anterior al consenso, que Hervada concreta en la noción de persona, como se verá luego.

En suma, concluye Hervada, “la gran tragedia y contradicción de los positivistas” consiste en que “para su teoría de los derechos humanos prescinden —contra lo que postula su teoría del derecho y su método— de los textos y a la postre los interpretan contra litteram, pues es innegable el lenguaje iusnaturalista de los textos. Sucede que la teoría de los derechos humanos —y la praxis consiguiente— tiene su origen en el contexto iusnaturalista, y sólo en él tiene una explicación coherente” (Hervada 1993, 665).


3 Elementos para una teoría de los derechos humanos  

De acuerdo con lo propuesto al comienzo, una vez afirmada la realidad de los derechos humanos, abordaremos a continuación los elementos centrales de una teoría consistente acerca de ellos. Se tratarán, sucesivamente, su fundamento, concepto, interpretación y tipificación. Se procurará poner de manifiesto en cada caso las diferentes posiciones detectadas.


3.1 El fundamento de los derechos humanos  

Retomemos el hilo de lo dicho al final del punto precedente. ¿Cuál es la base que permite distinguir a los derechos humanos del resto de los derechos? ¿Por qué los derechos humanos y no más bien los derechos sin más? La pregunta por el fundamento de los derechos humanos ha tenido dos respuestas básicas. Por un lado, la de algunos autores que han sugerido dejar de lado el problema. Según Norberto Bobbio, por ejemplo, se trata de una cuestión que ha perdido todo interés desde el consenso que se generó en torno a los derechos en la Declaración Universal de 1948. Habiendo un acuerdo extendido, no resultaría necesario preguntarsé el porqué de ese acuerdo. Una variante un poco más extrema, como la de Váttimo o la de Rorty, niega incluso que sea posible hablar de fundamentación (cfr. Váttimo 2004, 161; Rorty 1998, 121. Una refutación en Massini Correas 2009). El asunto, sin embargo, no parece tan sencillo. Hay un conjunto de casos en los que la pregunta no es tanto si se protege uno u otro derecho (cuestión en la que el fundamento, al menos a primera vista, no parece ser un problema), sino si un ser reúne las condiciones que se exigen para poder considerarlo titular de derechos y, más precisamente aún, cuáles son esas condiciones y por qué son ésas y no otras. Es lo que ocurre cuando se discute sobre si existe o no un derecho a la vida desde la concepción, o sobre la eutanasia. Con el consenso no parece sencillo dar con las soluciones a problemas de este tipo, entre otras cosas porque no existe consenso sobre ellas.

Esto explica la pervivencia o el surgimiento, en segundo lugar, de un conjunto de enfoques que afronta la tarea de buscar un fundamento para los derechos humanos. Estas posiciones pueden ser divididas a su vez en dos. El primer grupo lo componen autores que, inspirados en Kant, basan la dignidad en la autonomía, entendida como capacidad de moralidad o capacidad de darse a sí mismo normas morales. El fundamento de los derechos estribaría, entonces, en que hay algunos seres capaces de elaborar planes de vida, capacidad que los otros seres no parecen tener. Hay quienes, incluso, concretan un poco más y afirman que los seres dignos son aquellos que tienen capacidad verbal efectiva. Por este camino, los seres humanos quedan divididos en dos conjuntos: el de las personas (seres humanos autónomos) y el de quienes son seres humanos pero no son personas. Un segundo grupo de autores proponen el reconocimiento de la dignidad de todos los seres humanos, más allá de su grado de autonomía o evolución. Lo hacen luego de criticar a los autores del primer grupo. Esa crítica, dicho apretadamente, consiste en afirmar que la asignación a los derechos de un fundamento “débil” —i. e., la posesión de la autonomía, que puede o no darse— impide postular su respeto absoluto, tal como han hecho en la práctica la totalidad de los tratados internacionales en la materia.

Esta última es la postura sostenida por un grupo nutrido de autores iusnaturalistas. En opinión de Hervada, por ejemplo, todo ser humano es persona, y toda persona, por su estatuto ontológico, se encuentra en una dimensión diferente de la que tienen los demás seres, que este autor identifica con la racionalidad: “el hombre presenta diferencias muy significativas con el resto de los entes, que suponen una intensidad de ser, de tal potencia, que lo sitúa en otro orden de ser. Es una participación o quantum de ser, que no es simplemente una perfección de grado —un animal más perfecto—, sino una eminencia o excelencia peculiar de ontología (...). En el hombre observamos una intensidad de ser, que supone un salto cualitativo esencial. Por de pronto el hombre tiene un conocimiento intelectual que no es un conocimiento sensitivo muy perfeccionado, sino que está en otro orden: en el del espíritu o inmaterialidad. Del mismo modo, el hombre es capaz de un amor (distinto del amor sensitivo y mucho más elevado), que inhiere en una facultad volitiva o apetitiva no sensitiva, que es la voluntad, potencia también de orden inmaterial o espiritual. En otras palabras, el hombre tiene una parte sustancial inmaterial o espíritu, que es una participación eminente o excelente en el ser” (Hervada 1993, 675).

Pedro Serna, en general de acuerdo con la postura de Hervada, ha dado una opinión algo diferente. Según su punto de vista, si se acepta que con la idea de dignidad se expresa una exigencia de respecto incondicionado, su fundamento no puede derivar de ninguna propiedad del ser humano. “Tales propiedades son (…) solamente un indicio de la dignidad pero no su causa. Desde el sujeto humano, o desde alguna de sus cualidades, la dignidad que resulta accesible es sólo una dignidad relativa, una eminencia relativa del humano respecto de otros seres del universo. Es correcto afirmar que el hombre, en virtud de su naturaleza racional se encuentra situado en un orden del ser radicalmente distinto del nivel animal, y no sólo con una diferencia de grado. Pero ello no es suficiente para fundar esa exigencia de respeto incondicionado, ese carácter de res sacra que se pretende postular cuando se habla de dignidad. A mi juicio, sólo en la relación del hombre con el Absoluto puede fundarse una dignidad absoluta. Por eso la idea de dignidad no tiene sentido fuera de un pensamiento metafísico y, más concretamente, fuera de una metafísica de la creación” (Serna 1998, 65; 1995 y 1999).

Volviendo al comienzo del epígrafe: los derechos humanos se fundamentan en el reconocimiento de la dignidad del ser humano, y desde allí emerge su atractivo más poderoso: su  universalidad y el consecuente respeto absoluto que suscitan (frente a la dignidad sólo cabe reconocimiento, no se trata de un atributo que el Estado conceda. Cfr., al respecto, Finnis 1998, 176).  Sin embargo, para que esto sea posible desde un punto de vista lógico, la dignidad tiene que encontrar, a su vez, un fundamento absoluto. La perspectiva señalada por Serna deja dos alternativas: fundamentar la exigencia de respeto absoluto e incondicionado que expresa la dignidad en la aceptación de que el hombre es un ser creado por y para un creador, camino para el que alcanzaría con una teología natural (no basada en una fe religiosa) dar con la idea de Dios; o asumir que la dignidad es una ficción jurídica, un postulado tenido por cierto por razones sistémicas, sin que sea posible fundamentar esa certeza de modo alguno.


3.2 Hacia un concepto de derecho humano  

3.2.1 La presencia de los derechos humanos en el discurso jurídico  

A la hora de plantearse qué son los derechos humanos vale la pena partir, como hacen casi todos los autores, de la literalidad de los textos en los cuales han resultado históricamente reconocidos. Hervada entiende, desde esta perspectiva, que “por derechos humanos se entiende comúnmente aquellos derechos —sin entrar ahora en si ese apelativo es exacto— que el hombre tiene por su dignidad de persona —o si se prefiere, aquellos derechos inherentes a la condición humana—, que deben ser reconocidos por las leyes; en caso de que esos derechos no se reconozcan, se dice que se comete injusticia y opresión” (Hervada 1993, 452 y 652).

Nos encontramos, por tanto, frente a derechos que son percibidos psicológicamente como anteriores a todo consenso y a toda ley positiva. Esto explica que quienes asignan al consenso y/o a la ley positiva una función constitutiva de lo jurídico tengan enormes dificultades a la hora de dar con un concepto jurídico de los derechos humanos. Más precisamente, el positivismo no puede explicar los derechos humanos en tanto derechos. Hará de ellos, en el mejor de los casos, valores, postulados o exigencias no jurídicas —por más que los llame derechos—. La justificación de la juridicidad de los derechos humanos o, dicho con otras palabras, la elaboración de una teoría de los derechos humanos coherente con lo que quiere expresarse con ella —que la ley positiva no es soberana frente al hombre—, sólo podrá alcanzarse “si se admite una noción de derecho compatible con la existencia de un núcleo fundamental de derecho distinto del derecho positivo” (Hervada 1993, 460). Para quienes nieguen que esto sea posible, sólo cabe un discurso moral o político respecto de los derechos humanos, y sólo tendrían encaje en el Derecho, como derechos en sentido estricto, en la medida en que fueran receptados por una fuente formal, la Constitución o las leyes. Pasarían, así, de derechos derechos humanos a derechos fundamentales, de meras aspiraciones o declamaciones a derechos “de verdad”. Ferrajoli, por ejemplo, propone en esta dirección una definición que denomina “formal o estructural”: “son «derechos fundamentales» todos aquellos derechos subjetivos que corresponden universalmente a «todos» los seres humanos en cuanto dotados del status de personas, de ciudadanos o personas con capacidad de obrar; entendiendo por «derecho subjetivo» cualquier expectativa positiva (de prestaciones) o negativa (de no sufrir lesiones) adscrita a un sujeto por una norma jurídica; y por «status» la condición de un sujeto, prevista asimismo por una norma jurídica positiva, como presupuesto de su idoneidad para ser titular de situaciones jurídicas y/o autor de los actos que son ejercicio de éstas” (Ferrajoli 2001, 19; y 2000, 908 ss.).

Si posiciones como las de Ferrajoli estuvieran en lo cierto, los derechos humanos significarían evidentemente muy poco desde el punto de vista del Derecho. No obstante, conviene tener presente algo de lo dicho precedentemente: no parece consistente la pretensión de reducir el approach al Derecho a pura descripción —como se postula desde el positivismo— con la propuesta, a renglón seguido, de negar la existencia de los derechos humanos en el mundo jurídico —o postular su expulsión al ámbito (de dudosa cienficidad, en esta tradición de pensamiento) de la Moral y la Política—, puesto que esto último no es más que un cercenamiento injustificado de la experiencia: la sola lectura de sentencias judiciales de cualquier país y de cualquier fuero permite constatar que los derechos humanos son una realidad presente y muy extendida dentro del mundo del Derecho.

Una actitud más consecuente, que no deje fuera de la experiencia lo que indudablemente comparece ante ella, debería conducir a afirmar la juridicidad de los derechos humanos, y a la aceptación de que tal como se dan de hecho en el constitucionalismo actual tienen por destinatarios a todos los poderes públicos y a los particulares. A los primeros les exige, entre otras cosas, su reconocimiento legislativo. Cabe plantearse, en este punto, cuáles son, pues, esos derechos. Una primera respuesta la dan los propios instrumentos internacionales en la materia: se trata de los derechos inherentes a la dignidad de la persona humana. La dignidad humana, el hecho de ser persona, caracterizado como se ha expuesto antes, “entraña la existencia de derechos inherentes a esa dignidad” (Hervada 1993, 682). ¿Qué se quiere decir con esto? Que “existen derechos intrínsecamente unidos, por naturaleza, a la condición ontológica de la persona humana” (Hervada 1993, 684). Situados en este punto, evidentemente hay que preguntarse cuáles son entonces estos últimos derechos. La respuesta —obviamente enlazada con lo que se ha dicho respecto del fundamento— es un criterio general, no una enumeración: “la potencia ontológica o quantum de ser de la persona la conduce a ser dueña de su propio ser, es un ser que se autoposee, siendo incomunicable, esto es, que resulta enteramente otro con trascendencia ontológica, inabsorbible, indominable. Al ser dueña de su propio ser, cuanto integra ese ser suyo y, en consecuencia, los fines a los que está destinada, le pertenecen. Son bienes y fines que le están atribuidos por naturaleza. La persona, respecto de esos bienes y fines, es dueña y protagonista. Se genera así, en los demás hombres, el necesario respeto. Ello explica la atribución de unos bienes y fines a la persona como pertenencia suya: lo suyo. Es decir, explica la relación de atribución respecto de los demás, ante los cuales la persona aparece como domina o, más en general, como sujeto de atribución incomunicable o en exclusiva de algo propio” (Hervada 1993, 686). A ello se suma que eso propio de la persona es poseído por ella “como a un sujeto enteramente otro. Al no haber un factor de hacerse común en el ser o comunicabilidad, los demás aparecen en una relación de incomunicación respecto de esos bienes o fines, carecen de toda atribución, pertenencia o facultad de apropiación o interferencia. Por eso deben respetar lo propio de la persona y si interfieren deben devolver o reparar” (Hervada 1993, 687).

Esos bienes y fines son los derechos naturales. Ahora bien, no todos los derechos naturales son a la vez derechos humanos. Hay que añadir otro rasgo: los derechos humanos son los derechos “constitucionales” inherentes a la dignidad del hombre, entendiendo por “constitucional” que “se trata de derechos que tienen relevancia en la estructura fundamental de la sociedad y de la acción de gobierno. De una u otra forma, los derechos humanos configuran la estructura fundamental de la sociedad —la constitutio— como unión de iguales y conforman las directrices básicas de la acción de gobierno” (Hervada 1993, 662). Se trata, en definitiva, desde una perspectiva paralela, de los derechos naturales «que conforman la condición de socio» que tiene el hombre, núcleo «que el derecho positivo debe reconocer y garantizar” (Hervada 1993, 683).


3.2.2 La distinción entre título, fundamento y medida de un derecho como camino hacia una conceptualización  

La distinción entre título, fundamento y medida de un derecho permite llegar a una conclusión interesante de cara a la comprensión de los derechos humanos, puesto que una de las notas que distingue a estos derechos de cualquier otro derecho es que respecto de ellos hay una identificación entre título y fundamento. El fundamento que permite a alguien ser titular de un derecho humano es su condición de persona, como ocurre con cualquier derecho, pero en este caso idéntica condición es el título concreto que le otorga ese derecho (Hervada 1994, 121). “La idea básica que preside la teoría de los derechos humanos es la de que éstos tienen su fundamento y su origen en el hombre mismo, no en una concepción de la sociedad. Si este punto de partida no se acepta, no puede decirse que se acepten tales derechos, sino otra cosa distinta, aunque se adopten la terminología, el número y el enunciado de los derechos humanos. Esta es la piedra de toque entre la verdadera concepción de los derechos humanos y sus sucedáneos filosóficos y políticos” (Hervada y Zumaquero 1992, 102). El avance por este camino será un paso más hacia el establecimiento de un concepto.

El título es “aquello en lo que tiene su origen el derecho, esto es, lo que origina —la fuente— el dominio del sujeto sobre la cosa. Dicho de otro modo, el título es lo que atribuye la cosa al sujeto, aquello en cuya virtud la cosa es suya” (Hervada 1994, 64). La medida del derecho, en cambio, es “su caracterización y delimitación intrínseca y extrínseca. Consiste en a): la delimitación de la cosa (sea corporal o incorporal): su cantidad, cualidad, valor, naturaleza, etc.; b) de qué modo la cosa es del titular: como propietario, arrendatario, usuario o administrador, como primer titular o como delegado, etc.; c) facultades jurídicas que le competen; d) presupuestos de uso del derecho, etc. La medida del derecho abarca desde su conformación intrínseca hasta el conjunto de su regulación” (Hervada 1994, 66). Hervada señala que: “no hay que confundir el título con el fundamento del derecho, pues son dos cosas distintas. El fundamento es aquello en cuya virtud un sujeto puede ser sujeto de derecho o de determinados derechos. El fundamento habilita para ser titular de un derecho, pero no lo otorga; en cambio el título otorga el derecho. Todo derecho se funda, en último extremo, en la condición de persona propia del hombre; pero puede haber un fundamento más próximo. Así los derechos políticos se fundan en la condición de nacional. Cuando se posee el fundamento no se posee por eso el derecho, si falta el título” (Hervada 1994, 65).

Esto último tiene, como se mencionó hace un momento, una excepción: el caso de los derechos humanos, en el que título y fundamento se identifican. Para explicarlo con un ejemplo: el derecho a asistir a un espectáculo teatral se origina, como todos los derechos, en un título; en este caso, la entrada. Este título no se confunde con el fundamento del derecho. Cualquiera que posea la condición de persona tiene en sí el fundamento que lo habilita para ser titular de un derecho, pero dicha condición no bastaría por sí sola, en el ejemplo, para pretender que se posee el derecho a ingresar al espectáculo teatral; se requiere, además, la entrada. De modo paralelo, carecería de derecho a ingresar al teatro un mono a quien su dueño hubiese atado al cuello una entrada, porque pese a tener físicamente adherido el título que otorga ese derecho no es apto para ser titular de ningún derecho: no es un sujeto digno, en el sentido que Kant supo darle a esta palabra.

Las cosas son diferentes, sin embargo, continuando con el ejemplo, si lo que está en juego es el derecho de alguien que asiste a un cine a no ser torturado, o a no ser agraviado, o a expresarse: los sistemas jurídicos actuales reconocen que toda persona es titular de esos derechos con independencia de que tenga o no entrada. Su titularidad reside en la condición de persona de quien los ostenta. Este es el rasgo que permite distinguir a los derechos humanos del resto de los derechos, y que permite afirmar su universalidad: todos los seres dignos son titulares de derechos, y la existencia de límites para el catálogo de los derechos: no cualquier derecho es un derecho humano sino sólo aquel cuyo título es la condición de persona. Por esta razón no son derechos humanos (dicho en términos generales, porque cabría establecer matices si se entrara a analizar derecho por derecho) los derechos con contenido patrimonial o los derechos de ciudadanía (y el reconocimiento de estos derechos, por lo tanto, no es universal ni entrañan la protección absoluta de aquello que protegen).


3.3 El contenido de los derechos  

Los derechos humanos, ¿son culturales o naturales? ¿Son inventados por el hombre o descubiertos por él? Se trata de “una pregunta que la existencia de los derechos humanos plantea necesariamente”. Lo primero que parece necesario es huir de las simplificaciones: no puede darse a natural y a cultural un sentido excluyente. Hervada propone un ejemplo para explicar esto último: el que proporciona el fenómeno comunicativo: “cada sistema de símbolos —cada idioma— es un producto cultural, mas es natural y no cultural la existencia misma de la comunión oral: es la naturaleza la que ha dotado al hombre de laringe, cuerdas vocales, etc., y el hombre es naturalmente un ser que se comunica con los demás”. Estamos, por tanto, ante una realidad natural, “aunque sea cultural el código de símbolos de comunicación” (Hervada 1993, 460-461). De idéntico modo, el derecho es un fenómeno connatural al hombre, aunque la legislación concreta de cada sociedad tiene origen cultural o positivo. Una de las expresiones de esa connaturalidad del fenómeno jurídico es, precisamente, los derechos humanos.

Esto último no fue comprendido por el positivismo, como vimos en los epígrafes anteriores, puesto que redujo los derechos a su dimensión cultural o positiva. Pero tampoco fue comprendido por el iusnaturalismo racionalista, que tuvo la pretensión ingenua de elaborar una tabla de derechos humanos inmutable, de una vez para siempre, sin tener en cuenta que en el catálogo de los derechos influye la cultura, la historia, las circunstancias concretas.

¿Cómo se relacionan, concretamente, naturaleza y cultura? ¿Cómo influyen las circunstancias históricas en el catálogo y en el contenido de los derechos humanos? Para responder estas preguntas puede ser útil profundizar en el tema del contenido de los derechos naturales, dentro de los cuales se encuentran los derechos humanos, como ya se expuso. Vinculadas a la pregunta por la dimensión cultural de los derechos, a la que se acaba de hacer mención, aparecen otras no menos importantes e inquietantes: ¿son determinados o indeterminados?; ¿son permanentes o varían? ¿cuál es su grado de concreción —si es que tienen alguno—?.

Acudiendo nuevamente a Hervada, los derechos naturales son aquellos bienes debidos al hombre en virtud de su naturaleza humana. ¿Cuáles son, concretamente, esos bienes?, ¿puede hacerse un listado más o menos detallado? A la hora de profundizar más, Hervada propone distinguir entre criterio determinativo y enumeración concreta de los derechos. Lo primero viene establecido de modo directo por la naturaleza humana, y es por ello constante y permanente. Serán derechos naturales, así: a) los bienes que forman parte del ser del hombre, sus potencias y tendencias; b) las operaciones que tienden a obtener las finalidades naturales del hombre; c) los bienes que son el objeto de esas operaciones. Lo segundo, la enumeración concreta de los derechos es, en cambio, históricamente variable, cosa que por otra parte —señala el autor— se constata con facilidad. Esta variación obedece a varias causas, de entre las cuales Hervada rescata tres: a) el imperfecto conocimiento de la naturaleza humana y de sus fines; b) la dimensión histórica que es propia de los derechos derivados; c) la existencia de múltiples criterios científicos con vistas a la sistematización de los derechos (Hervada 1994, 114-116). Respecto del segundo factor, quizá el más interesante, este autor afirma que los derechos naturales son reales y concretos, y, en consecuencia, “dependen de la existencia histórica de los bienes que los constituyen o de los hechos que —en su caso— son su presupuesto. Es inútil hablar de un derecho natural a la enseñanza en los pueblos primitivos. Donde la cosa no existe, no hay derecho natural. Esta variabilidad se da sólo en el orden de la perfección de los fines del hombre, no en cuanto a su núcleo primario y esencial” (Hervada 1994, 116).

Otra aproximación interesante a la pregunta por el contenido de los derechos humanos, distinta de la de Hervada, es la que llevó adelante John Finnis. Según este autor, se puede hablar de derechos “siempre que una exigencia o principio básico de la razonabilidad práctica, o una regla de allí derivada, da a [l sujeto] A y a todos y cada uno de los otros miembros de una clase a la que A pertenece, el beneficio de (i) una exigencia (obligación) positiva o negativa impuesta a B (…) o de (ii) la capacidad de determinar que B quede sujeto a tal requerimiento, o de (iii) la inmunidad de verse sometido él mismo por B a cualquier exigencia de ese tipo” (Finnis 2000, 234). Esos principios en el caso de los derechos humanos se corresponden con lo que Finnis llama “bienes humanos básicos”: la vida, el conocimiento, la excelencia en la realización (el trabajo y el juego), la amistad, el matrimonio, la religión y la libertad en la razonabilidad práctica.

No se trata, en opinión de Massini Correas, de posiciones antagónicas sino plenamente acordes; Hervada y Finnis “tienen varios puntos en común, el primero de los cuales es que comparten las afirmaciones centrales de la tradición iusnaturalista, que pueden reducirse a los siguientes: (i) la concepción cognitivista de la eticidad, según la cual es posible conocer objetivamente, es decir, con referencia a un objeto trascendente al sujeto, los principios, valores y normas éticas; (ii) en consonancia con lo anterior, que existen ciertas realidades en sí, los bienes humanos, a partir de los cuales la inteligencia práctica elabora los juicios éticos; no existen «hechos morales» como piensan algunos autores, que sean «morales» sin la mediación de la razón práctica, pero sí ciertas realidades al partir de las cuales la razón práctica formula proposiciones éticas; (iii) los bienes humanos se corresponden con las dimensiones centrales del modo de ser del hombre y con las inclinaciones que lo dinamizan y expresan; (iv) que los sistemas éticos –incluidos los jurídicos– «puestos» por los hombres en la vida social incluyen un núcleo de racionalidad práctica que permite evaluarlos como buenos o malos, justos o injustos; en otras palabras, que existe una instancia de apelación moral respecto del contenido –y aún de las formas– de las normas jurídico-positivas” (Massini Correas 2015, 247).

Lo dicho conduce a concluir que los derechos naturales —y con ellos, los derechos humanos— tienen una dimensión histórica insoslayable. En efecto, de un lado, como son derechos realmente existentes, se tienen en el tiempo, en la historia, no son supratemporales o intemporales, sino temporales e históricos; de otro, como suponen un ajustamiento entre personas o entre personas y cosas, resultan afectados por los cambios que experimentan las personas y las cosas (Hervada 1994, 117-119).

Cabe preguntarse por la incidencia de la dimensión histórica en el fundamento, el título y la medida de los derechos. Según Hervada, la historia no afecta el fundamento de los derechos. La condición personal del hombre es igual y la misma en cada hombre, sin que influya en ella su historicidad o carácter histórico. Tampoco resultará afectada por la historia la titularidad de los derechos, porque el título, como se ha visto, inhiere en la naturaleza humana, aunque sí pueden resultar afectadas la modalidad y la eficacia de ese título. Lo primero ocurrirá cuando el derecho esté referido a bienes naturalmente influenciados por la historicidad —p. ej., el derecho a casarse tiene un modo de ser en la niñez y otro modo distinto a partir de la pubertad—. Lo segundo, cuando haya incapacidad natural por parte del sujeto —p. ej., una enfermedad grave en lo que atañe al trabajo—; o cuando el sujeto se coloque en una situación que anule la deuda correspondiente a su derecho —p. ej., el derecho del agresor injusto a no ser correspondido en su agresión en ejercicio de la legítima defensa carece de eficacia— (Hervada 1994, 119-121). La dimensión histórica afectará en un grado importante, en cambio, la medida de los derechos naturales. “Siendo la medida del derecho el ajustamiento entre cosas o entre personas y cosas, la condición histórica puede suponer cambios en las relaciones entre las cosas o entre éstas y las personas. Pues en efecto, ni las cosas ni las personas existen en pura naturaleza, sino en condición histórica” (Hervada 1994, 121). Los aspectos de las personas y las cosas afectados por la historia son los sometidos a la dimensión temporal: la cantidad, la cualidad y la relación (Hervada 1994, 121). Según Hervada, la condición histórica puede afectar a la medida de los derechos naturales respecto del entorno y respecto del estado de la persona. El entorno influye modalmente sobre la medida del derecho en cuanto que los bienes que en cada momento histórico determinado abarca un derecho natural pueden variar en cantidad y calidad, aunque hay derechos naturales que se encuentran sustraídos a este factor histórico, como por ejemplo los derechos conyugales. El Estado también influye sobre la medida de lo justo, sostiene Hervada, si se entiende por él, en este contexto, al tipo humano resultante de la evolución histórica, mediante el proceso cultural y civilizador. Esto explica, por ejemplo, que cosas que atentan contra el honor en determinados ambientes, pueden no atentar contra él en otros. Nuevamente, existen materias que escapan a la influencia de este factor histórico: todas aquellas en las cuales la medida es la naturaleza humana como tal.

Los derechos humanos se presentan, entonces, como realidades culturales y naturales. No son un puro producto cultural, como pretende un sector del positivismo, ni pura realidad natural, como propuso el iusnaturalismo racionalista. Ambas dimensiones afectan de un modo u otro toda la estructura de los derechos. La toma en consideración de lo dicho aquí permitirá, por tanto, de un lado, la elaboración de una teoría de los derechos que no presente las fisuras de la teoría positivista, y, de otro, rebatir posturas negatorias como las de Villey, reseñada al comienzo. Permitirá, asimismo, evitar el universalismo y el multiculturalismo, abriendo una senda por la que resulta posible transitar hacia el reconocimiento del derecho a la identidad cultural sin renunciar al deber de asegurar la igual dignidad de todos los seres humanos.


3.4 La tipificación: su necesidad y sus límites  

¿Cómo distinguir entre sí los derechos humanos? Nos enfrentamos de lleno a un problema de difícil resolución: los derechos son reconocidos en principios, con supuestos de hecho y consecuencias jurídicas, amplios, en buena medida indeterminados. El solapamiento entre los distintos supuestos de hecho (por ejemplo, que quien alega estar ejerciendo el derecho a la protesta se enfrente a quien alega estar ejerciendo su libertad de circulación) resulta inevitable. Intuitivamente se tiende a preferir la armonización entre los distintos derechos por sobre una visión “conflictivista”, pero ¿cómo armonizarlos, cómo distinguirlos sin confundirlos? La armonización es un desiderátum, pero no una realidad que exista en acto en los principios constitucionales, es un punto de llegada, pero no un punto de partida (Serna y Toller 2000). En tanto que el reconocimiento de los derechos requiere de los principios y de su difusión, su tratamiento técnico-jurídico, la plasmación de ese reconocimiento en una tutela y una promoción efectivas exige de la especificación o tipificación de los derechos.

Esto último es detectado con singular agudeza por Hervada, quien propone, en concreto, que “el proceso mental de categorización de los derechos” no sea el de conceptualización, sino el de tipificación (Hervada 1993, 593; Orrego 2010), aunque considera que no puede ser “radical” (Hervada 2002, 185-186): siempre habrá zonas de confluencia entre un derecho y otro; “los derechos humanos, más que una serie de derechos sueltos —por decirlo así—, son más bien un entramado de derechos, algo así como los eslabones de una cadena o si prefiere de una malla” (Hervada 2002, 188). No obstante la dificultad de la tarea, es misión de la ciencia jurídica abocarse a ella con vistas a establecer el estatuto que más conviene a cada uno de los derechos (Hervada 2002, 185-186). En opinión de Hervada, por tanto, “cada figura jurídica de los derechos humanos no es un concepto o noción universal, sino un tipo o figura obtenida por generalización de rasgos en virtud de la frecuencia con que se producen o como representación de su realización más neta. Así el derecho a la vida se tipifica por aquel rasgo que realiza de modo más básico y neto el concepto de vida: la permanencia en el ser y en el existir; por lo tanto, su opuesto típico es la muerte. Los tipos tienen como característica propia que sus notas son generales, no universales, y en consecuencia caben casos atípicos y zonas de penumbra entre tipos contiguos o similares” (Hervada 1993, 593). Esto porque lo general “es lo mayoritario, pero admite excepciones, que, aunque excepcionales, no son anormales” (Hervada 2002, 115). Y continúa explicando: «por ejemplo, lo general en los pueblos mediterráneos es que el cabello de las personas sea oscuro, pero no faltan las personas rubias; es una excepción, pero no es una anormalidad, no es ningún defecto. Una generalización, por lo tanto, es un proceso mental que, cuando es correcto, atribuye a una colectividad de entes determinadas características, pero deja abierta la posibilidad a excepciones normales; atípicas, singulares, pero no defectuosas ni anormales (...)» (ibidem). Lo universal, en cambio, “no es lo mayoritario, sino lo que es propio de toda una colectividad de entes, de la totalidad, de modo que necesariamente le corresponde. Si falta, o es otro ente distinto —no pertenece a esa colectividad— o tiene un defecto, una anormalidad: algo que debería tener y no tiene” (Hervada 2002, 116). A continuación, el autor ejemplifica: «si un niño nace con un solo brazo, no llegamos a la conclusión de que en la especie humana hay dos clases de hombres normales: unos con un brazo y otros con dos. Lo que decimos, con plena y absoluta convicción, es que el niño con un solo brazo ha nacido con un defecto, es anormal. Del mismo modo, no decimos que hay dos especies de hombres normales, unos con uso de razón y otros sin él; a los que tienen uso de razón los llamamos anormales, sean dementes sean subnormales. La universalización, en consecuencia, es el proceso mental en cuya virtud se atribuye determinadas notas o características a una colectividad de entes, entendidas como necesarias —que deben tener— y normales, porque entendemos que corresponde a su estructura ontológica. Para que el ser tenga completa su estructura ontológica debe tener lo que se entiende universal» (ibidem).

Quienes niegan la posibilidad de que los derechos humanos sean especificados afirman que los conflictos entre unos y otros derechos son inevitables, y proponen como metodología para superarlos a la jerarquización o al balancing test. Una y otra metodología asumen la necesidad de sacrificar uno de los derechos en juego en aras del “triunfo” del derecho jerárquicamente superior o del que tiene más “peso” en el caso concreto. El problema es que esta asunción hace perder a los derechos su atractivo central: su carácter absoluto, el reconocimiento de que aquello que protegen no es renunciable, alienable ni desplazable por ninguna razón. Por otra parte, en segundo lugar, si los derechos se encuentran fundados de manera directa en la dignidad humana, una jerarquización o una ponderación de los derechos esconderá siempre una jerarquización o una ponderación de la persona, una violación de su carácter de fin en sí mismo.


4 Reflexiones finales  

La construcción de una teoría general de los derechos humanos consistente es aún una tarea en buena medida pendiente. Estamos, en definitiva, ante un fenómeno relativamente nuevo, que ha experimentado fuertes cambios a lo largo de su evolución. La apuesta por la posibilidad de un discurso técnico jurídico sobre los derechos es, en este contexto, cuestionada desde posiciones diversas, como hemos visto, y no se encuentra exenta de dificultades (Ollero 1990). Las dudas acerca de la existencia y juridicidad de los derechos y la necesidad de abordar una y otra cuestión desde una perspectiva iusfilosófica permite que no pocos autores postulen la necesidad de dotar la práctica jurídico-política en que los derechos humanos consiste de un sustrato teórico distinto del ofrecido por el iusnaturalismo racionalista, por quienes reducen el Derecho al poder, y el positivismo jurídico. Esto supone, claro está, una crítica de las tres posiciones. Respecto de la primera, esta tarea fue hecha de modo eficaz por el positivismo. Las dos posiciones restantes son en buena medida incompatibles con la idea misma de derechos humanos.

Los rasgos fundamentales de ese nuevo sustrato probablemente consistan, de un lado, en la afirmación de la persona como fundamento de todos los derechos humanos y, de otro, en la conceptualización de cada derecho en concreto como un fenómeno simultáneamente natural y cultural. Otros aspectos en los que parece necesario incidir son los siguientes:

a) Un tratamiento de la distinción entre derechos humanos y derechos fundamentales, y sus consecuencias. Esto permite una distinción más precisa entre realidad y juridicidad de los derechos humanos. Para el positivismo, los derechos humanos sólo son plenamente jurídicos si son legales (fundamentales). Esto, sin embargo, no impide su existencia en aquellos sistemas jurídicos que no los reciban como fuentes de Derecho: siguen siendo reales y siguen siendo exigencias morales que el Derecho no debería desconocer si quiere tener obligatoriedad moral (i.e. ser justo).

b) La aceptación de que todo sistema jurídico está integrado no sólo por reglas, sino también por principios y procedimientos, por un lado, y que la distinción entre estas normas no es estructural sino de grado, puesto que toda norma tiene un pedigree mixto, en parte natural y en parte positivo, por otro. No parece acertada la afirmación de que las reglas son sólo positivas —puesto que deberían su obligatoriedad de modo exclusivo al legislador— y los principios sólo naturales —puesto que el origen de su deonticidad radicaría sólo en su razonabilidad intrínseca—.

c) La defensa de los derechos humanos conduce a afirmar que ellos formulan implícitamente una pretensión de objetividad, puesto que aspiran a ser guías razonables de las valoraciones que se producen en todo proceso de argumentación.

La aludida distinción entre principio y regla ha sido, en tal sentido, una de las puertas de entrada hacia la afirmación del carácter valorativo de toda interpretación jurídica. Esto ha supuesto el tiro de gracia de la llamada “tesis de la aplicación mecánica” del positivismo. Por otro lado, situados en la perspectiva de la dogmática iusfundamental, desde 1949 han ido apareciendo, entre otros problemas, el de la determinación del contenido esencial y el de los límites de los derechos fundamentales.

d) La afirmación de que la dignidad personal no puede depender del quantum ontológico del hombre. Si dependiera de esto, entonces los derechos no serían universales, puesto que no protegerían a todos los hombres, y tampoco serían absolutos, porque su protección estaría sujeta a una importante condición.

e) Con relación a la tipología de los derechos debe distinguirse entre fundamento y fuente de los derechos humanos. El fundamento —la dignidad humana— es común a todos los derechos, y la fuente —la naturaleza humana en su contacto con las múltiples configuraciones sincrónicas y diacrónicas concretas de lo humano— lo es sólo en parte, puesto que la naturaleza se encuentra constituida por bienes múltiples, aunque integrados, cada uno de los cuales —en contacto con circunstancias contingentes— constituye el objeto de un derecho humano concreto. De allí que resulte posible hablar de derechos humanos distintos, claramente diferenciados los unos de los otros, sin que tal conceptualización conduzca de modo necesario a un funcionamiento disyuntivo de los derechos. Ocurre más bien lo contrario: los derechos se complementan unos con otros, y exigen por ello, entre otras razones, una interpretación armónica.


5 Notas  

1.- Hervada fundamenta esta afirmación en la Declaración de Derechos de Virginia de 1776, sec. 1; la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos de 1776; la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, art. 2; la Declaración americana de los derechos y deberes del hombre de 1948, «Introducción»; la Declaración Universal de 1948, «Preámbulo»; el Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales de 1950, «Preámbulo» y art. 1; el Pacto internacional de derechos económicos, sociales y políticos de 1966, «Preámbulo», Pacto internacional de derechos civiles y políticos, «Preámbulo», y la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969, «Preámbulo» (cfr. idem, 452-456). Acaba concluyendo: «resulta innecesario traer más testimonios, porque se trata de algo que es inherente al concepto mismo de derechos humanos: la noción de derechos humanos expresa unos derechos preexistentes a las leyes positivas, cuya contravención genera injusticia» (456). Sostiene, además, en otro sitio, que «el lenguaje es inequívoco. Se está hablando de: a) verdaderos derechos; b) derivados de la dignidad de la persona humana; c) inalienables; d) que son criterio de justicia; y e) cuya contravención representa tiranía, opresión y barbarie, que compelen a la rebelión. Estos son y así aparecen los derechos humanos a tenor de los textos internacionales de nuestros días» (HERVADA, J., «Los derechos inherentes a la dignidad de la persona humana», cit., 656). Volver al texto


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7 Cómo Citar  

Cianciardo, Juan. 2018. "Derechos humanos". En Diccionario Interdisciplinar Austral, editado por Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck. URL=http://dia.austral.edu.ar/Derechos_humanos


8 Derechos de autor  

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ISSN: 2524-941X