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Consecuencialismo ético

Revisión de 15:14 11 sep 2019 por Admin (Discusión | contribuciones)

"No menos imposible que sumar el olor de
la lluvia y el sueño que antenoche soñaste"


El oro de los tigres (Jorge Luis Borges)


En el presente trabajo se intenta, luego de una presentación del concepto de consecuencialismo, realizar un resumen del origen y las principales presentaciones de esa orientación ética, especialmente las contemporáneas. Hecho esto, se pasa a efectuar un análisis crítico de las afirmaciones centrales de esa doctrina ética, análisis que se centra en sus aspectos metodológicos, epistémicos y valorativos. El trabajo concluye con unas breves conclusiones estimativas.

1 El significado de "consecuencialismo"  

La palabra “consecuencialismo”, referida al ámbito de la ética, fue propuesta originalmente por la filósofa inglesa Elizabeth Anscombe (1919-2001) en su difundido artículo “Modern Moral Philosophy” de 1958 (Anscombe 1959; 1997; 2005). Allí escribe esta autora que “la tesis de Sidgwick hace imposible juzgar la maldad de una acción si no es desde el punto de vista de las consecuencias previsibles […]; es este pasaje de Sidgwick el que explica la diferencia entre el utilitarismo anticuado y ese consecuencialismo, como yo lo llamo, que le distingue a él y a todos los filósofos morales académicos ingleses posteriores a él” (Anscombe 1997, 37). De este modo, según Anscombe, el “consecuencialismo” es la doctrina moral conforme a la cual la moralidad (bondad o maldad) de los actos humanos deliberados ha de evaluarse o establecerse desde la perspectiva de sus consecuencias o efectos previsibles (Sobre Anscombe: Kenny 2008, 242-249).

En un sentido similar, Walter Sinnott-Armstrong, profesor de ética en la Duke University, afirma en la voz Consequentialism de la Stanford Encyclopedia of Philosophy que “el consecuencialismo, como su nombre lo sugiere, es el punto de vista de que las propiedades normativas dependen solamente de sus consecuencias”, y más adelante agrega que “el más prominente ejemplo del consecuencialismo es el referido a la rectitud moral de los actos, que sostiene que si un acto es moralmente correcto depende solo de las consecuencias de ese acto…” (Sinott-Armstrong 2015). Se trata por lo tanto de un punto de vista de ética normativa, es decir, de aquella parte de la ética que tiene por objeto la determinación de los estados de cosas buenos o malos y de las acciones deliberadas que pueden considerarse buenas o malas o, en otras palabras, de los criterios materiales de la bondad o maldad morales (Griffin 2011, 1052).

Pero para una comprensión adecuada del concepto estudiado conviene realizar todavía tres delimitaciones adicionales. La primera es que tanto Anscombe como Sinnott-Armstrong establecen, al definir el consecuencialismo, que se trata de aquel conjunto de versiones de ética normativa según las cuales el criterio de la bondad y maldad morales se reduce exclusivamente (“sólo” afirma el segundo) al de sus consecuencias o efectos. Por lo tanto, no es suficiente con que una doctrina ética tenga en cuenta de algún modo, o entre otros criterios adicionales, el de las consecuencias, para que ella pueda ser calificada de consecuencialista. Es necesario para esto que el criterio de las consecuencias sea el único válido, o al menos el central y específico; de lo contrario, casi todas las éticas normativas resultarían ser consecuencialistas, ya que la gran mayoría de ellas incluye de algún modo a las consecuencias entre sus criterios de moralidad, aunque sea de modo periférico o secundario (Finnis 1983, 86).

La segunda de las precisiones se refiere a que resulta incorrecto identificar, como lo hacen algunos pensadores, “consecuencialismo” y “utilitarismo”. En efecto, el utilitarismo puede ser definido como un consecuencialismo especificado por su hedonismo, porque en él las consecuencias que califican las acciones son las que alcanzan placer, y son por lo tanto buenas, o bien procuran dolor y son inevitablemente malas (Canto-Sperber/Ogien 2005, 49-54). Es posible por lo tanto, que existan doctrinas consecuencialistas que al no ser hedonistas (es decir, centradas en la procuración de placer y la evitación del dolor) no sean utilitaristas, aunque merezcan el calificativo genérico de consecuencialistas. Por lo tanto, el utilitarismo viene a ser una de las variedades del consecuencialismo –hay otras varias– aunque se trate de la primera que alcanzó una sistematización ajustada y una amplia difusión en occidente, en especial en los países de habla anglosajona (Graham 2004, 137 ss.).

La tercera y última precisión se refiere a que la felicidad –o el bien– que se procura a través de las consecuencias no es, en la mayoría de las versiones consecuencialistas, la propia y personal del agente de acción, sino que reviste un carácter de algún modo neutral o imparcial. El consecuencialismo –escribe el eticista Philip Pettit– “presupone necesariamente que el carácter bueno de las consecuencias, en función del cual se determina lo que es justo, es bueno en un sentido impersonal y neutro en relación con el agente” (Pettit 2011, 309). En otras palabras, la bondad de las consecuencias se habría de calcular para todos los casos similares y para todos los sujetos de acción posibles, sin tener en cuenta los datos o percepciones personales e individuales de los agentes involucrados. No obstante, ya se verá que esta nota puede excepcionarse en algunos casos del denominado “consecuencialismo de preferencias” (Pettit 2011, 309).

Como resultado de lo anterior, es posible concluir que el “consecuencialismo ético” es el conjunto de propuestas de ética normativa, según las cuales el criterio de la moralidad o inmoralidad de los actos humanos (y de las realidades vinculadas a ellos) radica en el valor de sus efectos o consecuencias, consideradas desde un punto de vista imparcial o neutral (Canto-Sperber/Ogien 2005, 99). Estas consecuencias pueden ser previstas, actuales, posibles, y de distinta índole, pero en todos los casos el único criterio de la moralidad debe radicar en las consecuencias o efectos de los actos, normas, estados de cosas, etc. Como tal doctrina normativa de la moralidad, el consecuencialismo se opone principalmente a las doctrinas deontológicas, de matriz kantiana y basadas en los deberes, y a las éticas de la virtud, de raíz aristotélica, centradas en la búsqueda del bien humano en conformidad con la naturaleza del hombre (Carrasco 1999, 16-21).

2 La genealogía del consecuencialismo  

En su muy valioso libro Quale impostazione per la filosofia morale?, el moralista italiano Giuseppe Abbà realiza un estudio de especial interés acerca de los orígenes de los criterios consecuencialistas en el ámbito de la filosofía moral normativa, orígenes que coloca en el pensamiento del reformador Martin Lutero (1483-1546), quien siguió –en este como en varios otros puntos– las ideas éticas elaboradas por Guillermo de Ockham (1285-1347) (Massini-Correas 1980, 35-49). Este último autor había dividido la ética en dos grandes sectores: i) la ética natural racional, dirigida a la búsqueda del bien humano en este mundo, que identificaba principalmente con la Ética Nicomaquea y los textos que de algún modo continuaban su doctrina; y ii) la ética de los mandatos divinos positivos, contenidos en la Biblia y encaminados a la salvación eterna de los hombres (Abbà 1996, 141; sobre Ockham, véase: Flórez 2002; Freppert 1988; Leff 1977; Tierney 2001, 13-195).

Pero Lutero, como consecuencia de su doctrina de la justificación del pecador solo por la fe, modificó el contenido de estos dos saberes morales propuestos por Ockham: la ética de los mandatos divinos se desvinculó de la conducta humana y se redujo a la justificación obtenida exclusivamente sola fides; en virtud de esta fe, “el hombre –afirma Abbà– resulta constituido como justo coram Deo, de modo tal que sus actos, sus obras, no intervienen ni inciden para nada. Es la sola fides que lo justifica la que hace al cristiano libre de cualquier ligamen con sus propias obras”. Y en cuanto a la ética natural-racional, ella “se transformó en un asunto meramente mundano: se refirió solamente a las relaciones sociales y políticas, y llegó a ser la ciencia de la regulación de la convivencia en vistas al bien terrenal de la sociedad, […] que se obtenía mediante la valoración de los bienes y males a producir en un estado óptimo de cosas” (Abbà 1996, 142).

De este modo, la ética racional se configura para Lutero solo en vistas de la utilidad social y en total desvinculación de las normas de conciencia, de un modo tal que se hace moralmente posible la violación de las leyes, incluso de los preceptos divinos, si de esta violación resulta un mal menor requerido por la utilidad del prójimo y de la sociedad. De este modo desaparecen las normas morales absolutas, que prohíben aquellos actos intrínsecamente malos, denominadas también “absolutos morales”. Ahora bien, escribe Abbà, “la transformación de la ética y del amor cristiano operada por Lutero, y con acentos diversos por Calvino, dominó y orientó el pensamiento teológico y filosófico en los países donde predominó la Reforma: Europa central y septentrional, Inglaterra y Escocia” (Abbà 1996, 145).

En definitiva, según Abbà, “las primeras formulaciones de una ética de tipo utilitarista fueron obra de teólogos del clero anglicano y presbiteriano, los cuales, llevando hasta sus últimas consecuencias la vía abierta por los teólogos reformadores, ofrecieron una interpretación de la felicidad, del amor de Dios por el hombre y del amor hacia el prójimo, en la cual la intervención de Dios y la referencia a Dios podían perfectamente ser suprimidos como irrelevantes, sin que se modificara sustancialmente la ética de tipo utilitarista que estaba contenida en esa interpretación” (Abbà 2011, 146). Dicho en otras palabras, el pensamiento ockhamista-luterano hizo posible la aparición de una ética de corte claramente secularista y orientada centralmente a la obtención de resultados útiles para la sociedad.

Si a esto se le suma la pretensión de pensadores modernos como Francis Bacon (1561-1626), Thomas Hobbes (1588-1679), y René Descartes (1596-1650) que lograron otorgar carácter general y hasta universal al modelo metódico de las ciencias exactas y naturales (Massini-Correas 1980, passim) e intentar posteriormente aplicarlo al ámbito de la ética, el resultado fue la fórmula “consecuencialismo más hedonismo”, que fue seguida y promovida con diferentes modalidades por clérigos anglicanos y presbiterianos como Richard Cumberland (1631-1718), William Wollaston (1659-1724), Francis Hutcheson (1694-1746) y William Paley (1743-1805). Este último escribió en 1785 The Principles of  Moral and Political Philosophy, que alcanzó una enorme difusión en la Universidad de Cambridge y en general en Gran Bretaña y los Estados Unidos. En ese libro, sostiene que la ética natural tiene su criterio de moralidad en “la tendencia de las acciones a promover o disminuir la felicidad general […]; es solo la utilidad de una regla moral lo que constituye su obligación” (Cit. en Abbà 1996, 152), todo ello en un claro sentido consecuencialista-utilitarista.

3 El utilitarismo secularista de Bentham